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ArribaAbajoActo III

 

A la derecha bastidores de bosque. -A la izquierda, lo mismo. -En el fondo, bajando hasta mitad de escena, una montaña practicable hasta su mayor altura, todo lo más alta que sea posible; peñascos y grupos de vegetación alternando con la montaña, que ha de tener una vereda en «zig-zag» que termine en la escena, por la cual han de bajar actores; en último término, telón de cielo crepuscular límpido; si es posible, donde las condiciones del teatro lo permitan, téngase preparada para la última escena la salida de la luna por el fondo, de modo que la figura del fraile, que tendrá que bajar por la montaña, se destaque en el cielo; donde esto no sea posible, que haya luz «crepuscular» de abajo a arriba, para que el efecto sea igual. En escena, campeando bien en ella, apoyada en la montaña y en la derecha, una ermita: cayendo por la montaña y a la izquierda, una pequeña cascada (donde se pueda, de agua natural); entre la cascada y la ermita un banco rústico sin respaldo. -La vereda de la montaña ha de salir a escena por el lado de la fuente. -Dentro de la ermita un altar sin ornamento ninguno, con una Santa Rita de talla, muy pequeña: también en la ermita y tocando con la verja una lámpara de pie, perfectamente manuable para que la maneje una actriz; encendida de modo tal que «no pueda apagarla» ninguna corriente de aire del escenario (puede colocarse la lámpara sobre un pedestal). -Delante de la ermita otro banco. -Es de día; luego anochece a mitad de acto- La ermita ha de ser bastante alta llegando la cruz hasta muy cerca de las bambalinas, quedando libre el primer término. -Se recomiendan todos los detalles de decoración y accesorios, que son importantes. -Carácter de la decoración, sombrío y agreste. -Preparar entre bastidores tablones de andamiaje. -La verja de la ermita tiene que figurar que es de madera y los dos barrotes (que se cuidará que todos sean ligeros), que corresponden al sitio donde está la lámpara, tienen que estar colocados de modo que la actriz pueda quitarlos, figurando que los rompe con un esfuerzo violento; (fíjense bien los directores de escena al ordenar estos detalles). -La lámpara ha de ser sacada por el hueco que deje la verja rota. -Algunas panojas de maíz entre los barrotes de la ermita.

 

Escena I

 

TÍA ROSA, BRAULIA y CONSUELO. Al levantarse el telón TÍA ROSA entra en escena con una alcuza en la mano; detrás, BRAULIA y CONSUELO.

 

TÍA ROSA.-  ¿Vienen ustedes a beber agua de la fuente milagrosa?  (Señalando la cascada.) 

CONSUELO.-  Y al mismo tiempo a ver qué ocurre por aquí.

BRAULIA.-   (Que trae una botella en la mano.)  Decían ayer que ya había recibido Ramón los documentos que le hacen dueño de la ermita y todos sus alrededores.

TÍA ROSA.-  ¡Qué escándalo para la cristiandad, que se apoderen los herejes de este santuario!

BRAULIA.-  ¡La patrona del concejo!

TÍA ROSA.-  La que presta a estas aguas sus virtudes.

BRAULIA.-  Yo no sé en qué piensan los reverendos que no han puesto en juego su influencia para evitar el despojo.

TÍA ROSA.-  ¿Hablaron ustedes con el Padre Juan?

CONSUELO.-  Yo hablé.

TÍA ROSA.-  Y, ¿qué dijo, qué dijo?

CONSUELO.-  Nada; que tuviéramos resignación cristiana, que respetáramos los designios de Dios, que a veces consiente estas cosas para probarnos...

TÍA ROSA.-  ¡Sí: lo que yo digo! ¡Si ese hombre es un santo!

BRAULIA.-  Lo mismo me aconsejó a mí.

TÍA ROSA.-   (Volviéndose hacia la ermita.)  ¡Y pensar que no he de volver a encender esa lámpara, ni a recoger las panojas que ofrecen los devotos! ¡Vamos, si esto es para volverse una loca!

BRAULIA.-  No hagas pucheros, Rosa; todavía no se sabe de cierto la noticia, y en todo caso, según lo alborotado que anda el concejo, me parece que no se atreverán por ahora a cometer el sacrilegio, y para cuando se atrevan, ya estaremos bien preparados.

CONSUELO.-  No conoce usted a Ramón; está acostumbrado a no ceder nunca.

BRAULIA.-  Claro; con esa malditísima educación que tuvo...

CONSUELO.-   (A ROSA.)  ¿Va usted a echar aceite a la lámpara?

TÍA ROSA.-  Sí, hija; ya sabes que soy santera desde tiempo inmemorial.

CONSUELO.-   (Recorriendo la escena, ínterin ROSA abre la puerta de la ermita y figura que atiza la lámpara y recoge las panojas.)  Pues, hasta ahora, por aquí no hay síntomas de derribo.

BRAULIA.-   (Dirigiéndose al manantial, donde figura que llena la botella.)  Voy a llenar esta botella; mañana ya mandaré por buena provisión de agua, que en cuanto quiten la ermita, adiós sus virtudes.



Escena II

 

BRAULIA, CONSUELO, TÍA ROSA y GUARDA.

 

CONSUELO.-   (Al ver el GUARDA.)  ¡El guarda de El Espinoso! ¿Qué traerá por aquí?  (Alto.)  Buenas tardes; ¿a dónde se va?

GUARDA.-   (Mostrando un pliego en forma de oficio que trae en la mano.)  Voy a llevar esto al cura párroco y como por aquí es atajo desde El Espinoso a Samiego...

BRAULIA.-  ¿Y sabes lo que dice el pliego?

GUARDA.-  Saberlo, no; pero, presumirlo, sí.

CONSUELO.-  ¿Y qué presumes?

GUARDA.-  Que es una comunicación para que mañana a primera hora vengan de la iglesia a recoger la imagen de esa capilla.

BRAULIA.-  ¡Mañana!

GUARDA.-  Sí, mañana; según parece, les urge derribarla y cercar el terreno; el cura ya debe tener las órdenes directas de Oviedo.

TÍA ROSA.-   (Saliendo de la capilla.)  ¿Qué pasa? ¿Qué pasa?

CONSUELO.-  Nada; que esta tarde es la última que atiza usted esa lámpara.

TÍA ROSA.-   (Persignándose.)  ¡Jesús, María, José!

GUARDA.-  Vaya, que no puedo detenerme; con Dios.  (Se va por la izquierda.) 

TÍA ROSA.-  ¿Conque está decretado? ¡Ni siquiera nos dejan quieta a nuestra patrona!

BRAULIA.-  ¿Y no ha de hacerse nada para defenderla, para demostrar siquiera nuestro sentimiento?

CONSUELO.-  No tenga usted cuidado; Diego y los mozos están en ello.

TÍA ROSA.-  Pero, y de la boda de Isabel, ¿en qué quedó?

CONSUELO.-  Pues, en nada; mucho ruido y pocas nueces.

BRAULIA.-  Isabel amansó a Pedro.

TÍA ROSA.-  ¡Padrazo!

CONSUELO.-  Lo que dice el Padre Juan: -«No es lo malo de los herejes el que lo sean, sino que nada queda sano a su alrededor.»-

BRAULIA.-  Ya ves tú: un noble y un cristiano como Pedro, consentir en tal boda con un expósito endemoniado.

TÍA ROSA.-  Pero al fin, ¿se quedó en que era expósito?

CONSUELO.-  Poco menos; hijo adoptivo es una legitimidad a medias, y luego, adopción de viuda.

TÍA ROSA.-  Pues hace quince días, cuando aquel tumulto de la romería, yo vi el negocio malo.

BRAULIA.-  ¡Vaya! Gracias a que llegó el Padre Juan a predicar el sermón, que si no... ¡Dios sabe!

TÍA ROSA.-  ¡Y qué sermón! ¿Oyeron ustedes bien aquello de... «¡Dios lo perdona todo menos la impiedad! Es más fácil entrar en el cielo con un delito que con una falta de fe!... » -¡Si aquello era un pico de oro!

CONSUELO.-  Es un hombre que llega siempre al corazón.

BRAULIA.-  Sabe ofrecernos el camino de la gloria como una seda.

TÍA ROSA.-  ¡Me parece que le estoy viendo, con su figura tan venerable y tan seria!

CONSUELO.-  ¡Es mucho fraile!

BRAULIA.-  ¡Dios nos le conserve por muchos años!

TÍA ROSA.-  ¡Amén!

CONSUELO.-  Conque ¿se viene usted, Rosa?

TÍA ROSA.-  Tengo que ir a la otra ermita.

CONSUELO.-   (A BRAULIA.)  Pues vamos nosotras...  (Se van por la izquierda.) 



Escena III

 

DIEGO, TÍA ROSA. DIEGO, durante los últimos diálogos de la escena anterior, aparece por lo alto de la montaña, llegando a escena en el momento de terminar ROSA su monólogo. DIEGO trae escopeta al hombro y cinto de cartuchos, con un cuchillo de monte.

 

TÍA ROSA.-   (Delante de la ermita.)  ¡Ay, Santa bendita de mis entrañas! ¡Dios haga un milagro en favor tuyo! ¡Ojalá queden muertos esos impíos, antes de que toquen una sola piedra de tu ermita!

DIEGO.-  ¿Estamos de oración, Tía Rosa?

TÍA ROSA.-  ¡Hola, hijo mío! ¿Vas de caza?

DIEGO.-  Vengo de ella; hay una jabalina en las laderas colindantes con el maizal de Braulia, que está haciendo muchos destrozos, y me dijo Consuelo que a ver si la mataba.

TÍA ROSA.-  Encargo de novia y... de algo más...

DIEGO.-  ¡Tía Rosa!

TÍA ROSA.-  ¡Vaya, tonto! ¿No ves que soy vecina de ella y atisbo?

DIEGO.-  ¿Y aunque así sea?

TÍA ROSA.-  Sí, sí, ¡a mí qué! ¡Pues claro! ¡Allá vosotros! Eso, después de todo, nada tiene de extraño... Ahora mismo se van de aquí...

DIEGO.-  ¿Irán lejos?

TÍA ROSA.-  Un poco detrás del guarda de El Espinoso, ¿no sabes? Lleva la orden al cura para que vengan a recoger a Santa Rita

DIEGO.-  Sí, ya lo sé todo: vengo también del convento, de hablar con el Padre Juan; lo sabemos todo, menos el día en que se hará el derribo.

TÍA ROSA.-  Pues por allá abajo va el guarda; ¡si pudieras averiguar!...

DIEGO.-  Antes de dos horas sabremos lo que haya; tenemos muy bien organizada la vigilancia; voy a alcanzar a Consuelo, para darle noticias frescas.

TÍA ROSA.-  Anda, hijo, y que Santa Rita te acompañe; ¡si hubiera en el mundo muchos como tú!...

DIEGO.-  ¿Y usted, no viene?

TÍA ROSA.-  Voy a la ermita de la Cruz, y está más cerca por la montaña; de paso echaré un vistazo al Padre Juan.

DIEGO.-  Hasta luego.  (Se va por donde BRAULIA y CONSUELO.) 

TÍA ROSA.-   (Comienza a subir por la vereda de la montaña, conforme va andando.)  Por aquí está muy cerca el convento.



Escena IV

 

RAMÓN, ISABEL y DIONISIA.

 

RAMÓN.-   (Sale por la derecha, a punto que ISABEL entra por la izquierda. Se dan las manos.)  ¡Isabel, tú aquí!

ISABEL.-  Iba a El Espinoso, tenemos que hablar.

RAMÓN.-  ¿Con mi madre también?

ISABEL.-  Contigo, sobre todo.  (ISABEL se vuelve a DIONISIA, que llevará una toquilla al brazo.)  Dionisia, espérame por ahí; te llamaré si te necesito.

DIONISIA.-  Está bien.  (Se retira al fondo de la escena; la actriz que haga este personaje cuidará de aparecer y desaparecer de la escena, con la naturalidad de una criada que espera a que la llame su ama; lo primero que hará es arrodillarse delante de la ermita y estar algunos segundos, como si rezara un rato.) 

RAMÓN.-  Pues habla.

ISABEL.-  Ramón del alma; desiste de tus proyectos; huyamos de aquí.

RAMÓN.-  Isabel, amada mía, tranquilízate, desecha esos temores que te alteran.

ISABEL.-  ¡Ah! no son temores; es nuestra felicidad que se va hundiendo en abismos de dolor; mi padre ha dicho su última palabra.

RAMÓN.-  Y bien.

ISABEL.-  Transige con la boda, aunque sin presenciarla, ni dar su consentimiento legal, porque dice que, siquiera en la forma, quiere protestar; pero no nos rechazará después de casados; será nuestro cariñoso padre.

RAMÓN.-  ¿Pues entonces?

ISABEL.-  Impone dos condiciones únicas, mas imperdonables.

RAMÓN.-  ¿Cuáles?

ISABEL.-  Que nuestro casamiento sea religioso y que desistas de tus proyectos respecto a esta ermita; ¡los cree sacrílegos!

RAMÓN.-  Condiciones imposibles de cumplir...

ISABEL.-  ¡¡Ramón!!...

RAMÓN.-  ¡Isabel, alma de mis amores! ¿No me conoces? ¿No has nutrido tu corazón y tu inteligencia, con las palpitaciones de mi inteligencia y de mi corazón?

ISABEL.-  Sí, sí, ¡mi alma es toda tuya!

RAMÓN.-  Pues entonces, ¿cómo imaginaste que aceptara esas condiciones?

ISABEL.-  Pero, ¿y nuestra dicha? ¿Y nuestra paz?

RAMÓN.-  Si me amas, estará donde ambos estemos.

ISABEL.-  ¿Y mi padre? ¡Y su vejez amargada por mi rebeldía! ¿Cómo dejarle a él, tan bueno, y tan cariñoso para mí? ¿Cómo arrancar de mi frente el recuerdo de su triste vida? ¡Allí, en su palacio metido, llorando la ingratitud de su hija! ¿Puede haber paz donde hay remordimiento?

RAMÓN.-   (Con gran amargura.)  ¿Y cómo, Isabel mía, quieres que fundemos nuestra dicha sobre las ruinas de nuestra conciencia? ¿No ilumina nuestro amor un ideal generoso, lleno de redenciones y de libertad?

ISABEL.-  Sí, Ramón; para fortalecerle con nuestro ejemplo, pensábamos unirnos.

RAMÓN.-  ¿Pues cómo aceptar esas dos condiciones que son la primera señal de apostasía a tan alto ideal?

ISABEL.-  ¡Ay de mí! ¡voy a volverme loca!  (Se tapa la cara con las manos.) 

RAMÓN.-   (Con sumo cariño.)  Reflexiona, Isabel, ten serenidad; piensa en calma; que supere tu razón a la pasión.

ISABEL.-  ¡Pasión y razón! ¡Incompatibles términos del problema de la vida!... ¡Oh, yo lo que sé es que sufro mucho! Mis noches son horribles: cuando el insomnio se cansa de martirizarme, viene la pesadilla con sus garras de acero a clavarse en mi frente...  (Relatando su sueño con algún extravío y vehemencia.)  Te veo huir de mí empujado por un torbellino que arrastra en espirales sin fin; sátiros y brujas con trajes aldeanos; momias petrificadas envueltas en hábitos de fraile; esqueletos ardientes con el sambenito inquisitorial sobre sus huesos; leprosos repugnantes prendidos con albos cendales; ángeles hechiceros con las plantas llenas de fango; murciélagos con cetros de reyes y mitras de obispo; arpías con aureola de santas... Nube de vestiglos que te cercan con algarada ensordecedora, consiguiendo hacerte rodar en un abismo lleno de sombras

RAMÓN.-  Delirios de la fiebre. ¡Tu mano arde!  (Le toma la mano.)  ¡Oh! ¡y no poder comunicarte la serenidad de mi espíritu! Pobre y desgraciada niña, ¿por qué no confías en mí?

ISABEL.-  ¡Y mi padre!

RAMÓN.-  ¿Pero imaginas que yo había de arrancarte de su lado? Casémonos por la ley y bajo su amparo; después, el tiempo hará lo demás.

ISABEL.-  No; mi padre concede mucho para no exigir que le concedamos algo; no cederá; ¡lo conozco!

RAMÓN.-  Calma, por Dios; ¿qué será de mí si llegan a conmoverme tus femeninos dolores? ¿No concibes mi desesperación? ¿crees, acaso, que porque las lágrimas no surcan mi rostro, no hierve un incendio de emociones bajo mi cráneo? ¡Oh, Isabel! ¡Los dolores del hombre son como las tormentas de los grandes mares: tardan mucho en llegar a las orillas!

ISABEL.-   (Con arranque de pasión.)  Ramón mío, perdóname. Sí, sí; debes sufrir aún más que yo; eres el árbitro de nuestro destino, ¡qué lucha habrá en ti! Por un lado toda la fe de tu existencia, todo el fin social de tu vida, por otro...

RAMÓN.-  Tus lágrimas, tu corazón palpitante de amor y estrujado por mis propias manos.

ISABEL.-  ¡Ah! Ramón, ánimo; no luches, no vaciles, no cedas... mi dicha, mis remordimientos, mi vida... toda yo, ¿qué soy ante la representación humana que llevas en tu frente? ¡Haz lo que debas! ¡Siempre me tendrás a tu lado!

RAMÓN.-  ¡Así, así llevas a mi espíritu el rayo de luz de un mundo perfecto! ¡Quisiera Dios que mi madre comprendiera de tal modo la situación!

ISABEL.-  Tu madre...

RAMÓN.-  No razona sino con el sentimiento que se desborda en ella, anegándolo todo; dijérase que no es mi madre adoptiva, sino mi verdadera madre.

ISABEL.-   (Con resolución.)  Yo la convenceré.

RAMÓN.-  Ímprobo trabajo.

ISABEL.-  Vamos a El Espinoso.

RAMÓN.-  Yo no puedo moverme de aquí; espero a Suárez, el arquitecto.

ISABEL.-   (Mirando a todos lados.)  ¡Ah!... yo iré; necesitas un muro de corazones fieles que te defiendan de ti mismo.

RAMÓN.-  ¡Ángel de mi vida!

ISABEL.-  Ramón, cuando contempla mi alma la grandeza de la tuya, me avergüenzo de mi dolor.

RAMÓN.-  Eres el iris que ilumina mi voluntad con destellos de esperanza.

ISABEL.-  Que mis lágrimas queden evaporadas ante tu corazón, como el rocío ante los rayos del sol.

RAMÓN.-   (La abraza.)  ¡Isabel!

ISABEL.-   (Antes de salir.)  Voy a ver a tu madre. ¡Adiós!  (Se va por la derecha, haciendo seña a DIONISIA, que la sigue.) 



Escena V

 

RAMÓN, después SUÁREZ el arquitecto.

 

RAMÓN.-   (Como vencido por el dolor, se sienta en el banco que habrá delante de la ermita. -Antes de sentarse, viendo por donde se fue ISABEL.)  ¡Cómo corre! ¡Isabel del alma!. ¡Destino cruel!  (Se sienta.)  ¡Qué círculo de dolores se extiende en torno mío!... ¡El porvenir!... ¡La vida!... Los grandes ideales por la humanidad y por sus días futuros, ¿serán incompatibles con nuestra misión de mortales?... ¡Oh, duda horrible!... ¿Cuál es mi deber?... ¡Mi cerebro estalla! ¡Me hicieron dudar de mí!... ¡Impíos!... ¿Ellos o mis pasiones?... ¿Es que mi corazón comienza a dejarse llevar del egoísmo, o es que esos miserables tienen más razón que yo?... Entre ellos están mi madre, Isabel, Luis... todo lo que amo; ellos, tan buenos, quieren lo mismo. ¡Que diga creo, sin creer!... ¡Que respete, sin sentir el respeto!... ¡Que aumente el núcleo de la degeneración, llevando el átomo de mi degenerada personalidad!...  (Se levanta vivamente.)  ¡Oh, madre Naturaleza! ¡Préstame fuerzas! ¡Vive en mí, según te plugo hacerme!... Loco o héroe, que sea fiel hasta morir a la órbita que me trazaste.

SUÁREZ.-   (Entrando por la izquierda.)  ¡Señor Monforte!

RAMÓN.-  Llámeme usted Noriega; ya sabe usted que no tengo otro apellido... ¿Ha mandado traer el andamiaje?

SUÁREZ.-  Sí, señor.  (Durante esta escena entran dos obreros con tablones de andamiaje, que van colocando apilados a alguna distancia de la ermita, en segundo término.) 

RAMÓN.-  Ermita y terrenos adyacentes, todo, es ya mío, mañana el cura párroco vendrá a incautarse de la imagen.

SUÁREZ.-  ¿Y quiere usted que en seguida comience el derribo?

RAMÓN.-  El primer piquetazo quiero que suene en cuanto saquen la imagen.

SUÁREZ.-  Pues las herramientas aquí están, pero hay una dificultad.  (DIEGO aparece en el fondo, y se oculta entre los peñascos oyendo esta escena, y marchándose por la izquierda detrás de SUÁREZ; que el público se entere de esta entrada y salida.) 

RAMÓN.-  ¿Cuál?

SUÁREZ.-  No hay trabajadores que quieran encargarse del derribo; ya sabe usted qué fanatismo tienen por esa ermita, en donde creen que se apareció la santa.

RAMÓN.-  Doble usted los jornales...

SUÁREZ.-  Los he triplicado; para mí hay manos ocultas en el asunto.

RAMÓN.-  ¿Y qué hizo usted?

SUÁREZ.-  He mandado venir obreros de Gijón; allí son avanzados.

RAMÓN.-  Pero tardarán en llegar lo menos tres días, ¡un siglo para mi impaciencia!

SUÁREZ.-  No habrá otro remedio.

RAMÓN.-  E ínterin, ese monumento en pie, probando nuestra impotencia y estimulando su impudicia.

SUÁREZ.-  ¡Don Ramón!

RAMÓN.-  ¿Cuánto tiempo calcula usted que se tardará en derribar eso?

SUÁREZ.-  Con tres hombres, en un día.  (Después de echar una ojeada a la ermita.) 

RAMÓN.-  ¿Usted está resuelto a complacerme en todo?

SUÁREZ.-  Ideas y gratitud me unen a usted.

RAMÓN.-  Pues bien; mañana, usted, don Luis y yo, derribaremos la ermita.

SUÁREZ.-  ¡Nosotros mismos!

RAMÓN.-  Es poco trabajo, con eso les probaremos que alma y cuerpo van acordes.

SUÁREZ.-  Yo contaba con que tendríamos que defender a los trabajadores forasteros, porque todo el concejo está en efervescencia; pero siendo nosotros mismos, no respondo de lo que pase.

RAMÓN.-  Nos defenderemos.

SUÁREZ.-  Secundaré sus propósitos, pero hay otra dificultad.

RAMÓN.-  Veamos.

SUÁREZ.-  Para hacer el derribo mañana, habría que poner esta tarde dos escaleras y unos tablones para quitar la campana; poca cosa; tampoco hay quien los ponga.

RAMÓN.-  También lo haremos nosotros. ¿Qué hora es?

SUÁREZ.-   (Sacan a la vez los relojes.)  Las cuatro.

RAMÓN.-  Pronto anochecerá; cuando cierre la noche, venga usted y dejaremos puestas las escaleras.

SUÁREZ.-  ¡Raro espectáculo! ¡Quiera Dios que no se convierta en tragedia!

RAMÓN.-  Tendré calma, pero si se empeñan, habrá lucha; a veces, también morir es vencer.

SUÁREZ.-  Convenido; hasta la noche.

RAMÓN.-  Traiga usted hachas de viento...

SUÁREZ.-  No hacen falta; basta con esa luz.

RAMÓN.-  Con eso alumbrará su propia muerte.  (Al arquitecto. El arquitecto se va por la izquierda.) 



Escena VI

 

RAMÓN, ISABEL, DOÑA MARÍA y LUIS, por la derecha.

 

ISABEL.-  Ramón, hemos llorado juntas y aquí estamos, trayendo una solución.

MARÍA.-  ¡Hijo mío! ¡No niegues a tu madre este supremo favor que va a pedirte!

LUIS.-  La prudencia, Ramón, es compatible con todos los ideales; lo que te van a pedir es sólo prudencia.

RAMÓN.-  A veces, la debilidad entra en el alma del brazo de la prudencia.

LUIS.-  Ya verás; es de razón lo que piden.

RAMÓN.-  Habla, madre.

MARÍA.-  Desiste... temporalmente, nada más que temporalmente, de tus proyectos.

ISABEL.-  Yo te esperaré, guardándote mi amor.

MARÍA.-  Un año sólo.

ISABEL.-  Mi cariño y mi inteligencia sabrán convencer ami padre...

MARÍA.-  Nos ausentaremos por unos meses de la aldea, y, al volver, estarán calmadas las pasiones.

ISABEL.-  Tus proyectos, todos ellos, podrán seguir ejecutándose...

ISABEL.-  La transición será suave: primero se cierra la ermita, después se derriba.

LUIS.-  Ínterin, acaso yo, de quien tanto te burlas, pueda hallar un medio para amansar a los frailes

MARÍA.-  Sí; es posible que cambie el porvenir.

ISABEL.-  Un año sólo; un año y seremos felices.

RAMÓN.-  Madre, Isabel, Luis: creed en mí. Al año estaremos igual que ahora; las concesiones hechas a la ignorancia, al fanatismo y a la crueldad, lejos de matar sus fueros, los aviva.

LUIS.-  ¡Siempre viéndolo todo desde el punto doctrinario!

MARÍA.-  ¡Siempre sobre el nivel de nuestra vida!

RAMÓN.-  Si el alma del hombre no tendiera a levantarse, ¿cómo hubiéramos pasado desde la edad de piedra a la moderna edad?

ISABEL.-  Detenerse, no es renunciar al avance.

RAMÓN.-  Toda parada, es, en la vida, un retroceso: yo no quiero ser de los últimos, ni de los de enmedio; quiero ser de los primeros...

LUIS.-  Pero es que acaso vas a la muerte... y entonces...

RAMÓN.-  ¿Averiguaste si el morir no es avanzar?

LUIS.-  Si no te conociera, dijese que estás demente.

ISABEL.-  ¡Oh, no! ¡Ramón es un héroe!

RAMÓN.-  ¡Heroísmos y demencias!¡He ahí los polos de nuestra vida humana!

LUIS.-  No veo la necesidad de acudir a los extremos...

RAMÓN.-  No me pidas cuentas que yo no puedo darte: cuando el águila vuela, ¿qué sabe ella de sus plumas?

MARÍA.-  ¡Hijo mío! Pero, ¿y nosotras, y nuestra dicha, y nuestra paz?

RAMÓN.-  ¡Madre del alma! ¡Isabel!¡Si con toda mi sangre pudiera libraros del tormento que sufrís, mi propia mano abriría la herida para que gota a gota se vertiera!

MARÍA.-  Y, sin embargo, no accedes a nuestro ruego.

RAMÓN.-  Me pedís más que mi sangre, ¡mis ideas!... lo que no pueden las fuerzas humanas arrancar de nuestro ser.

ISABEL.-  ¿De modo... ?

RAMÓN.-  Que no puedo complaceros.

MARÍA.-  ¿Esa ermita... ?

RAMÓN.-  Será derribada.

ISABEL.-  ¿Nuestra boda... ?

RAMÓN.-  Si eres fiel a tus juramentos, se hará ante la ley.

LUIS.-  ¿Mediante el depósito?

RAMÓN.-  Y en este concejo.

LUIS.-  ¡Y tú hablas de violencias ajenas!

RAMÓN.-  Un muro de granito se derrumba con el hierro y con el fuego.

MARÍA.-  ¡Dios mío!

RAMÓN.-  Madre, regresa a El Espinoso: la noche se echa encima...  (La luz baja, pero suavemente; no hace sino amenguar.)  Luis te acompañará: yo, ínterin, acompañaré a Isabel hasta las primeras casas de Samiego.

MARÍA.-  ¡Ah, cruel! ¿Conque todo es inútil?

RAMÓN.-  ¡Madre, no tienes piedad de mí!

MARÍA.-  ¡Dios la tenga de todos nosotros!

RAMÓN.-   (Aparte a LUIS.)  (En cuanto dejes a mi madre, vuelve aquí.)

LUIS.-   (A RAMÓN, aparte.)  (Bien.)  (Alto.)  Vamos, doña María.

MARÍA.-   (Aparte a LUIS.)  (¿Tendréis que abrir el pliego?)

LUIS.-   (A DOÑA MARÍA.)  (Aún hay tiempo.)

MARÍA.-   (Abraza a RAMÓN.)  ¡Hijo!

RAMÓN.-  Tranquilízate; no corro ningún peligro.

ISABEL.-   (Sola.)  ¡Oh, mi corazón me dice que sí!  (Aparte a LUIS.)  ¿Qué le ha dicho Ramón?

LUIS.-   (Aparte a ISABEL.)  (Que vuelva a buscarle.)

RAMÓN.-  Vamos, madre, regresa a casa.

ISABEL.-   (Sola.)  No los perderé de vista esta noche.

MARÍA.-  ¡Que no tardes, hijo mío!  (Se van LUIS y DOÑA MARÍA por la derecha.) 



Escena VII

 

RAMÓN e ISABEL.

 

RAMÓN.-  Ahora nosotros; vamos, te dejaré a la vista de la aldea.

ISABEL.-   (Con recelo.)  Y tú, ¿qué harás después?

RAMÓN.-   (Brevemente.)  Volver a El Espinoso.

ISABEL.-   (Con zozobra y temor.)  ¿Y... cuándo... derribas eso...?  (Señalando a la ermita.) 

RAMÓN.-  Pronto: ya tiene el encargo Suárez.

ISABEL.-  ¿Y... esos andamios?

RAMÓN.-  Preparativos.

ISABEL.-  ¡Ramón... tú no sabes la agitación que hay allá abajo...!

RAMÓN.-   (Con energía.)  ¡Isabel!... ¡O a mi lado o enfrente de mí!

ISABEL.-  Pero... ¿esos andamios?

RAMÓN.-  Mañana empezará el trabajo.

ISABEL.-  ¿No me engañas?

RAMÓN.-  ¡Vamos a casa; lo mando!

ISABEL.-   (Antes de salir del brazo de RAMÓN.)  ¡Oh!... ¡Yo volveré a velar por ti!  (Se van por la izquierda.) 



Escena VIII

 

DIEGO, MANUEL y JUSTO entran por la izquierda, pero por sitio distinto del que dio la salida a RAMÓN e ISABEL.

 

DIEGO.-   (Examinando los andamios a la vez que JUSTO y MANUEL. Lleva el cinto y el cuchillo.)  Ya lo veis; he aquí los andamios.

MANUEL.-  Se dice que no han encontrado trabajadores.

DIEGO.-  Aunque procuran recatar bien sus planes, he lo grado saber algo que os horrorizará; Ramón, Luis y el arquitecto van a derribar ellos mismos la ermita.

JUSTO.-  Los demonios hacen por su mano todas sus obras.

MANUEL.-  ¡Qué sacrilegio!

JUSTO.-  ¿Y lo consentirá Dios?

DIEGO.-  No lo consentiremos nosotros; esta noche vienen a poner los andamios.

JUSTO.-  ¡Todo lo sabes, Diego!

DIEGO.-  ¡El odio es buen espía!

MANUEL.-  ¿Y qué hacemos?

DIEGO.-  Velar por estos alrededores, y si osan profanar la, ¡a ellos!

JUSTO.-   (Con horror.)  ¡Sangre!

DIEGO.-  ¿Quién habla de tal cosa? Con buenas estacas del monte... Se les sujeta primero y luego una paliza, que magulla y no mata.

MANUEL.-  En mal negocio nos hemos metido.

JUSTO.-  ¡Sí!

DIEGO.-  ¡Qué tontos sois! Detrás de nosotros está doña Remigia, el Padre Juan, la aldea entera y... ¡no tengáis miedo!

JUSTO.-  Pero ello es que le vendieron la ermita a Ramón.

DIEGO.-  ¿Y qué sabes tú, si lo que quieren es que se desprestigie para siempre con sus excesos?

MANUEL.-  ¡Ah! ¡Ya!

DIEGO.-  ¿Qué sabes tú de las políticas del mundo?

JUSTO.-  Entendido; nosotros somos la mano y sólo nos toca obedecer a la cabeza.

DIEGO.-  ¡Justo!

MANUEL.-  ¿Conque por esta noche?...

DIEGO.-  ¡Andemos por aquí, y si lo que sospechamos es cierto, a defender a nuestra patrona!

JUSTO.-  ¡Silencio! Se oyen pasos hacia El Espinoso.

DIEGO.-  Ocultémonos.  (Se ocultan los tres entre los matorrales del fondo.) 



Escena IX

 

LUIS y RAMÓN.

 

LUIS.-   (Entrando derecha.)  ¡Qué tarde más hermosa!¡qué noche tan serena se prepara; la naturaleza entera parece que canta un himno de paz! ¡y aquí en este mísero rincón del mundo, tanta guerra!  (Se acentúa la obscuridad.)   (Pausa. LUIS se sienta.)  ¿Qué demonios me querrá Ramón? ¡ese atleta a quien los modernos tiempos ofrecen pedestal de barro!... En fin, ¡cómo ha de ser! digamos lo que el árabe: está escrito. En cuanto a mí, le seguiré hasta el fin; Ramón es de los que atraen, de los que sugestionan... desde lejos me parece un loco, a su lado me contagio de sus locuras.  (Se levanta.)  Aquí viene.  (RAMÓN entra por la izquierda.)  ¿Qué querías, Ramón?

RAMÓN.-   (Volviéndose hacia el sitio de donde viene.)  ¡Oh! ¡qué trabajo me costó convencerla que siguiese a la aldea!

LUIS.-  También me costó trabajo dejar a tu madre en El Espinoso.

RAMÓN.-  Naturalezas de mujer, llenas de amor y faltas de raciocinio.

LUIS.-  No tanto, Ramón; el amor suele a veces ser un buen guía del entendimiento. ¡Ah!, en el fondo, sus sentimientos son más humanos que tus ideas.

RAMÓN.-   (Con violencia.)  ¿Volvemos a las mismas?

LUIS.-  Ya no vuelvo a decir una palabra, ¿qué querías?

RAMÓN.-   (Se sienta.)  Lo primero, quiero tranquilizarme; Isabel me conmovió, quería a todo trance pasar la noche a mi lado.

LUIS.-  ¿Y por fin?

RAMÓN.-  La convencí de su imprudencia...  (Pausa.) 

LUIS.-  ¿Y nosotros, vamos a echar raíces en este sitio?  (Anochece del todo.) 

RAMÓN.-  Nosotros vamos a trabajar.

LUIS.-  ¿En qué?

RAMÓN.-  En poner esos andamios alrededor de esta ermita... si es que no te niegas a ayudarme.

LUIS.-  ¡Yo!, yo no me niego a nada de lo que me pidas; ¿qué hay que hacer?

RAMÓN.-  Espero a Suárez, que vendrá bien entrada la noche.

LUIS.-  Te advierto que hoy no traigo revólver.

RAMÓN.-  ¡Bah!, no ha de hacer falta.

LUIS.-  Bueno. Pues ínterin viene el arquitecto, podemos hacer algo.  (DIEGO, MANUEL y JUSTO, escondidos entre los matorrales.) 

DIEGO.-   (A MANUEL en el fondo.)  ¿Qué tal, eh? estaba yo bien informado.  (Aparte.) 

LUIS.-   (Volviéndose hacia la ermita y entre serio y jocoso.)  ¡Ah! ¡Santa Rita, abogada de imposibles! No desmientes tu abogacía al transformar en albañil a todo un doctor en leyes.

RAMÓN.-  No te burles, Luis; el lance es serio.

LUIS.-  Pues por eso me burlo; ¡bueno sería que para coro del peligro entonáramos el gori gori... Mira, tú, que como ingeniero eres casi casi el número uno de los albañiles, dime por dónde empiezo.

RAMÓN.-   (Se dirige hacia los tablones y coge uno por una punta.)  Coge ese tablón.  (LUIS coge el tablón y entre los dos lo llevan al lado de la ermita.)  ¡Ajajá!, aquí delante.

LUIS.-  Mira cómo chisporrotea la luz  (Señalando a la lámpara de la capilla.) ; parece que tiene miedo.

RAMÓN.-  No anda lejos de su agonía.

LUIS.-  ¡Ay, Ramón! Aquí se apagará, pero se encenderá en otra parte. Faltan muchos siglos para que brille sola ésta de nuestro cerebro.  (Señalando a la frente.) 

RAMÓN.-   (Cogiendo otro tablón.)  Vamos, coge ahí.  (LUIS va a coger a otra punta del tablón, pero en el mismo momento salen del fondo DIEGO, MANUEL y JUSTO, y con su presencia rápida hacen retroceder a RAMÓN y LUIS delante de la ermita.) 



Escena X

 

RAMÓN, LUIS, DIEGO, JUSTO, MANUEL. Luego ISABEL.

 

DIEGO.-   (Entrando.)  ¿A qué esperamos? ¡A ellos!

RAMÓN.-  ¡Miserables!

LUIS.-   (Empieza lo mejor. -Alto.)  ¡Canallas!

DIEGO.-  Si volvéis a tocar esos muros  (Señalando a la ermita.)  os vamos a moler las costillas.

LUIS.-  Si nosotros nos dejamos, ¿verdad?  (Con sorna.) 

RAMÓN.-  ¡No quedará de ellos piedra sobre piedra!

JUSTO.-  ¡A ellos!  (Se abalanzan a LUIS, JUSTO y MANUEL, y tras lucha de medio segundo, lo sujetan, llevándoselo al fondo.) 

LUIS.-   (Mientras se defiende.)  ¡¡Villanos!! ¡¡Asesinos!!

ISABEL.-   (Entra en escena, y al ver a DIEGO luchando con RAMÓN, con un movimiento natural se arroja sobre el grupo. Todo esto rápido y vivo.)  ¡Ramón! ¡Ay! ¡Socorro!

MANUEL.-   (A DIEGO.)  Éste ya no se mueve.  (Derriban a LUIS al suelo y lo atan.) 

ISABEL.-  ¡Diego! ¡Malvado, suelta!

RAMÓN.-   (Pegándole una bofetada.)  ¡Toma la segunda!

DIEGO.-   (Desenvaina el cuchillo de monte, y le da una puñalada en la espalda a RAMÓN.)  ¡Y tú la tercera!

RAMÓN.-   (Tambaleándose.)  ¡Ay! ¡Soy muerto!

DIEGO.-  Yo doy tarde, pero firme.  (JUSTO y MANUEL, al ver herido a RAMÓN, sueltan despavoridos a LUIS y se van por la izquierda. Antes de salir dicen:) 

JUSTO.-  ¡Sangre!

MANUEL.-  ¡Huyamos!  (Se van.) 

ISABEL.-   (Sosteniendo a RAMÓN, que ha caído junto al banco que hay entre la cascada y la ermita, al pie de la vereda de la montaña.)  ¡Socorro! ¡Al asesino!

DIEGO.-   (Despavorido, con el cuchillo en la mano.)  ¿Quién me salvará? ¡Ah, sí! ¡Corramos!  (Se va corriendo por la vereda de la montaña. Sube corriendo.) 



Escena XI

 

LUIS, RAMÓN e ISABEL.

 

LUIS.-   (Que se ha levantado, desatándose por sí mismo con algunos esfuerzos, se acerca rápidamente a RAMÓN.)  ¡Estás herido! ¿Dónde?

RAMÓN.-  Aquí, en la espalda.

ISABEL.-  Donde sólo pueden ellos herir.

LUIS.-  ¡Ánimo, Ramón!

RAMÓN.-  Isabel, Luis; es inútil. Me siento morir. Llevadme junto al manantial: que se mezcle mi sangre con su limpia corriente...

LUIS.-  ¡Valor! ¡Voy a buscar socorros!

ISABEL.-  Sí, sí. ¡Socorro!  (Gritando.) 

RAMÓN.-   (A LUIS.)  ¡No la dejes sola! ¡No hay remedio! ¡Que se empape la tierra con mi sangre! ¡El porvenir surge del ara del martirio!

MARÍA.-  ¡Dios mío! ¡Luis, salvadle! ¡Ramón de mi alma!  (Se abraza a él. LUIS le sostiene.) 

RAMÓN.-   (Con tono profético y jadeante.)  ¡Tus lágrimas y mi sangre! ¡Dejad que corran juntas! ¡Ellas santificarán nuestros ideales! ¡Las víctimas obscuras preceden a las grandes transformaciones humanas! ¡Isabel mía! ¡Valor! ¡Te dejo al frente de la lucha. Mi fortuna entera, a cambio de mi sepulcro sobre esas ruinas...  (Señala a la ermita.)  ¿Lo juras?...

ISABEL.-  ¡Por mi alma lo juro!

RAMÓN.-  Luchemos donde podamos... ¡Luis, mi madre!...

LUIS.-  ¡Ramón, hermano mío! ¡Ten sosiego!

RAMÓN.-  ¡Silencio! ¡El nuevo día... ya resplandece!...  (Delirando.)  Viene lleno de rumores. Es el himno de la libertad, que inunda las conciencias.

ISABEL.-  ¡Socorro! ¡Luis, socorro!

RAMÓN.-  ¡Silencio! ¡Dejadme seguirle! ¡Se hunde el odio! ¡Triunfa el amor! ¡La verdad comienza su reinado!... ¡El nuevo día!... ¡La nueva edad! ¡Paso... paso al alma!  (Muere. Pausa.) 

LUIS.-  ¡De rodillas! ¡Isabel, ha muerto un justo!  (LUIS sostiene el cadáver de RAMÓN, y lo deja deslizarse desde el banco al suelo. El actor que haga de RAMÓN tiene que cuidar de quedarse en una posición cómoda, pues ha de estar un rato en escena: posición artística, a la vez, para que luego resulte conmovedor y sombrío el cuadro final.) 

ISABEL.-   (Con desesperación vehementísima abrazada a RAMÓN.)  ¡Ramón... Ramón!, no... ¡no quiero!, mírame... oye... ¡habla!... responde... soy yo... Isabel... ¡la amada de tu alma!... espera... espera... no te vayas aún, que está muy lejos la muerte de mi juventud...

LUIS.-   (Procurando apartar a ISABEL del lado de RAMÓN.)  Isabel, valor; es menester ser digna de ese mártir.

ISABEL.-  ¡Ramón de mi alma!... ¡oh, Dios mío! ¡Esto es horrible!

LUIS.-  Venid; vamos; busquemos gente; es menester recoger ese cuerpo querido.

ISABEL.-   (Con fiereza de calentura.)  Dejarle aquí solo, ¡no! Id a buscar socorro; yo aquí espero.  (Transición a la ternura.)  Es la última noche de mi vida en que podré mirar alguna luz, la que haya en sus ojos antes de cerrárselos.

LUIS.-  Sed digna de Ramón: hay algo más grande que velar su cadáver.

ISABEL.-  Sí, ya lo sé, vengarle.

LUIS.-  Pues, bien, venid.

ISABEL.-  Ahora no; ¿sabéis si sus enemigos se contentarán con haberle asesinado? ¡En esa raza hay también chacales! ¡Ese cadáver es sagrado: es el de un mártir!

LUIS.-  Isabel, ¡por Dios! ¡en esta soledad!...

ISABEL.-  ¡Qué me queda en el mundo, sino la soledad!

LUIS.-  Pues bien, hermana mía, iré; valor...  (Hace ademán de marchar.) 

ISABEL.-   (Deteniéndole.)  Dadme un arma; para mi corazón han terminado las horas de ternura y comienzan las de crueldad.

LUIS.-   (Busca en los bolsillos un arma.)  Un arma... no podré...  (Da con el pliego que le entregó DOÑA MARÍA en el segundo acto y al cual hizo referencia en la última escena anterior.)  Aquí... ¿qué es esto?... ¡Desgraciada madre, qué dolor la espera!

ISABEL.-  Esos papeles... ¿son de su madre? ¿qué dicen?

LUIS.-  No lo sé, pero guardan el secreto del nacimiento de Ramón.

ISABEL.-  Dádmelos.

LUIS.-  Sí, tomadlos; doña María dejó a mi voluntad hacer uso de ellos. Ánimo, El Espinoso está cercano; dentro de poco, Ramón dormirá en su hogar el último sueño.  (Se va, derecha.) 



Escena XII

 

ISABEL, luego el PADRE JUAN.

 

ISABEL.-  ¡Oh! ¡Sola!  (Se arrodilla ante el cadáver de RAMÓN y hace ademán de cerrarle los ojos.)  Sin él... para siempre... No... ¡Dios mío! ¡Haz que me espere en la eternidad! ¿Y he de vivir aún?... Sí, tengo que cumplir mi juramento!... ¡Aquí, aquí será su sepulcro!... ¡Al lado de tu hogar! ¡Su hogar, estos papeles!... ¿Qué misterio ha encerrado su vida?...  (Se acerca a la capilla, poniéndose al lado de la verja donde ilumina la lámpara y abre el pliego; la acción unida a la palabra.)  Veamos... Un retrato... y aquí escrito.  (Lee.)  ¡Cielo santo! ¡Justicia divina, y aún habrá quien te niegue! ¡Ah, Ramón; Dios se pone de tu parte!  (En este instante aparece por la senda de la montaña, destacándose la figura en el cielo, el PADRE JUAN, fraile franciscano; trae la capucha caída; el aspecto venerable.) (La combinación de la bajada del fraile con el monólogo de la actriz, ha de estar perfectamente ensayada si ha de hacer el efecto deseado.)  ¿Qué sombra es aquella? ¡Providencia bendita! ¡El Padre Juan! ¡Aquí la víctima y el verdugo!...  (En medio de la escena retándole.)  ¡Oh! ¡Baja, sombrío fantasma de un mundo de tinieblas y dolores!... Ven a posarte como ave fatídica sobre los despojos de tu rencor. No serás salvo, ¡no! Pensaste ofrecer a Dios en rescate de tus culpas la muerte de un hereje, y Dios te contesta con el cadáver de ¡¡tu hijo!!...  (Transición de la actriz, que vuelve hacia el espectador.)  Pronto... ¡Estos papeles!... Así; prendidos con esta aguja.  (Se quita una aguja de oro que llevará al pelo y atraviesa con ella todos los papeles y el retrato.)  Donde los vea bien... ¡en su mano!...  (Se los pone a RAMÓN en la mano; posición que esté bien ensayada.) ; Ramón; enséñale a tu padre las pruebas de tu nacimiento. ¡Ah! Pero esta sombra... Esa luz...  (Señalando a la de la ermita.)  Sí... Sí... ¡qué idea!  (Se dirige hacia la verja y después de algunos esfuerzos simulados, rompe los barrotes de madera que, como se sabe, están preparados al efecto.)  ¡Maldita verja!... ¡Por fin!...  (Coge la lámpara y la lleva, colocándola sobre el banco en donde apoya su cabeza RAMÓN.)  ¡Ven, luz encendida por el error de las conciencias, luce junto a la verdad!...  (Se pone junto a los bastidores de la derecha para decir las últimas palabras.)  Ahora baja; ¡comience tu castigo!... Que mañana, cuando vuelvas a esos altares a predicar el odio, te grite la conciencia: ¡Parricida!... ¡Parricida!...  (El fraile ha de pisar la escena al decir ISABEL las últimas palabras. -Cae el telón rápidamente.) 

 

(Esta escena y cuadro final han de ser rápidos, como la situación de los personajes requiere; el cuadro final tiene que cuidarse mucho de que resulte artístico, sin que por eso deje de ser sombrío. Se recomienda que la lámpara sea de gasolina o de algún otro combustible que no se apague y que ofrezca seguridad para su manejo.)

 


 
 
FIN DEL DRAMA
 
 


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