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ArribaAbajoParte II


ArribaAbajoCuadro I

 

Un cartel que dice: DIANA.

 
 

La escena está prácticamente vacía de muebles. Hay solamente en la parte derecha una pequeña mesa, que sirve de escritorio, con pergaminos y plumas de ave. Ante esta mesa, una jamuga. En el foro izquierda, un banco. Al hacerse la luz, BRUNO está solo en escena, en actitud meditativa. La mesa está lo suficientemente separada de la lateral para que entre ella y la lateral propiamente dicha pueda moverse BRUNO. OSWALDO entra por la derecha.

 

BRUNO.-   ¿Murió Lauro?

OSWALDO.-   Aún no.

BRUNO.-   Como venías tan sonriente...

OSWALDO.-   Es que he visto al Aya persiguiendo a un gato.  (Transición.)  ¿Y Rómulo?

BRUNO.-   La agonía de Lauro le afecta mucho. Pasó la noche en vela y entró a refrescarse la cara.

OSWALDO.-   ¿Qué opina?

BRUNO.-   En el caso de Dalmiro solo hay una opinión posible.

OSWALDO.-   Así es.

RÓMULO.-     (Por la izquierda.)  ¿Qué decidisteis?

BRUNO.-   Sin ti, nada, ¿cómo se te ocurre? Sentaos y hablemos.

 

(RÓMULO se sienta en la jamuga próxima a la mesa, OSWALDO, en el banco.)

 

RÓMULO.-   Me agradaría oír al Canciller.

OSWALDO.-   Será Pavanni quien nos oiga a nosotros.

BRUNO.-   ¡Bien dicho!  (Tras una pausa.)  Me gusta ese tono autoritario. Sin duda, tienes tus planes para cuando llegue tu momento.

OSWALDO.-   ¿Crees tolerable la política que se sigue con el Sultán?

BRUNO.-   ¡Bravo, Oswaldo! Ese es el camino.  (Transición.)  Pero no precipitemos las cosas.

RÓMULO.-   ¿Cómo sigue Lauro?

OSWALDO.-   Si llegase al mediodía, me llevaría una sorpresa.

BRUNO.-   En todo caso, se muere y el trono pasa a Dalmiro.

OSWALDO.-   ¿Y qué preferirá Dalmiro? ¿El trono o su amante?

BRUNO.-   A una sola de las dos cosas tiene derecho y es preciso que elija en el acto. Sería absurdo que el reino pasase a sus manos hoy para renunciarlo mañana.

OSWALDO.-   En cuanto a nosotros, por nada del mundo consentiremos que suba al trono la hija de un posadero afortunado.

BRUNO.-   ... que fue antes postillón de diligencias y antes mozo de cuadra.

RÓMULO.-   ¿Y Dalmiro? ¿Qué ha dicho?

BRUNO.-   Todavía cree en la mejoría de Lauro. Después del tercer vómito de sangre..., aún espera que se cure.

OSWALDO.-   Es absurdo...

BRUNO.-   Dejadme hablarle. Y si me autorizáis a hacerlo en vuestro nombre...

OSWALDO.-   En el mío, sí.

RÓMULO.-   En el mío, también.

BRUNO.-   Gracias por vuestra confianza.

RÓMULO.-   Entretanto, yo me voy a la cámara de Lauro.  (A OSWALDO.)  ¿Me acompañas?

BRUNO.-   Por favor, Oswaldo, quédate un instante.

RÓMULO.-   Bien. Hasta luego.  (Mutis de RÓMULO por la izquierda.) 

BRUNO.-   Hermano: es ridículo que tú y yo nos entendamos a medias palabras. Con Rómulo es inútil contar. Ante la idea de ser el Príncipe heredero, se encoge como una viejecita en el atrio de una iglesia.

 

(BRUNO se sitúa entre la mesa y la lateral derecha; OSWALDO se sienta en la jamuga vacía.)

 

OSWALDO.-   Anímale diciéndole que en ninguna parte está escritor que Angelina y yo tengamos hijas siempre, y que, cuando menos lo esperemos, con un poco de suerte, puede nacer el varón que le sustituya.

BRUNO.-     (Un instante se queda en suspenso ante esa hipótesis que, de manera visible, le impresiona.)  Claro que sí.  (Se recobra.)  Pero, en fin, eso, ahora, es secundario. Primeramente, Dalmiro no nació para reinar. ¿Tú crees que un rey es o puede ser como él es? Nada más lejos de mí que criticarle. No, no, Oswaldo: a ti la autoridad te brota de modo natural. Todos te obedecen -te obedecemos- sin esfuerzo ninguno. Dalmiro no vive en la realidad, sueña. No manda, suspira...

OSWALDO.-   Y, sin embargo, es a él a quien le corresponde el trono.

BRUNO.-   Pero está locamente enamorado de una mujer plebeya, angelical, sí, pero plebeya, de una mujer incapacitada para ser reina.

OSWALDO.-   Así es.

BRUNO.-   Oswaldo, ayudémosle a preferir, no lo que os convenga a ti y a Rómulo, sino al país. Ayudémosle... a renunciar.  (Pausa.)  Yo, ya le he preparado el camino.

OSWALDO.-   ¿Qué has hecho?

BRUNO.-   Tal vez Dalmiro terminase con Diana si se convenciese de que no le dolería a ella la ruptura. Algo imaginé yo para persuadirle de que eso le costaría la vida a Diana, lo cual, por otra parte, es cierto. Oswaldo, te lo ruego, guárdame el secreto... ¿sabes lo que preparo? Un simulacro de suicidio.

OSWALDO.-   ¿De suicidio...?

BRUNO.-   Sí. La madre de Diana, Elena Recovaro, es nuestra aliada. ¿Cómo extrañarnos? Que ya que su hija no sea reina, sea al menos la esposa de un Príncipe: esa es su ilusión y muy justificada. No es mal destino para quien nació en una hostería, ¿verdad?

OSWALDO.-   Naturalmente.

BRUNO.-   Está al llegar... Yo quiero producir a Dalmiro una gran conmoción... Y he urdido toda una historia. Mira, estas pastillas...  (Le enseña una caja.)  Las preparó la condesa Alarbi... Parece que producen un sueño divino, poblado siempre de aventuras y de éxitos galantes, del que se tarda en despertar muchas horas. Un simulacro de suicidio, sí, ¿no comprendes? La señora Recovaro se las arreglará para que Diana las tome y Dalmiro, que tal vez no necesite de tanta comedia, sentirá multiplicado su amor y sus responsabilidades, al ver que Diana se ha envenenado de miedo a perderle...

OSWALDO.-   Y la madre, ¿está conforme con ese simulacro?

BRUNO.-   Poco le falta.

 

(Entra el AYA por la izquierda.)

 

AYA.-   La señora Recovaro dice que la esperan.

BRUNO.-   Y no miente, Aya. Hazla entrar.

 

(Mutis del AYA por la izquierda.)

 

 (A OSWALDO.)  No te marches.

OSWALDO.-   A tu gusto.

 

(Entra ELENA RECOVARO por la izquierda. ELENA tal vez fue hermosa, pero de eso hace mucho tiempo. Conserva, eso sí, cierta indudable prestancia y viste con empaque.)

 

ELENA.-   Señor...  (Al ver a OSWALDO, sorprendida y emocionada.)  ¡Ah, Príncipe...!

BRUNO.-   Ya le hablé de vos.

OSWALDO.-   Me agrada conocerla.

ELENA.-   Para mí es un honor tan grande...

BRUNO.-   Podéis hablar delante de él sin ninguna reserva.

ELENA.-   Es muy grave lo que tengo que revelaros.

OSWALDO.-   Contáis con mi amistad y con mi discreción.

BRUNO.-   ¿Qué hay de lo que os propuse ayer?

ELENA.-   No me atrevo, señor. Me da miedo.

BRUNO.-     (Con violencia.)  ¿Cómo decís?

ELENA.-   ¿Quién sabe los efectos de esas pastillas? ¿Y si mi hija se muere?

BRUNO.-   ¿Nos suponéis capaces de exponerla?

ELENA.-   Me da miedo, Príncipe... Y, además, no es necesario.

BRUNO.-   ¡Ah, no! ¿Y por qué?

ELENA.-   He dicho que tenía una revelación que haceros. Aunque sufra mi pudor no debo ni puedo callar más tiempo, Príncipe. Diana no es la hija de Luigi, mi marido.

BRUNO.-   ¡Ah!

ELENA.-   Yo le idolatro, pero Diana... nació de un momento de debilidad mía.

OSWALDO.-   ¿Puede saberse qué afortunado mortal fue su padre?

ELENA.-   Diana, señor, es hija del marqués de Rigatti.

 

(OSWALDO y BRUNO se miran.)

 

No creáis que os hago esta confesión por vanidad, aunque siempre haya guardado mucha gratitud al señor marqués, que se portó conmigo aquella noche como un hombre y las demás como un caballero, sino para acallar mi conciencia.

OSWALDO.-   ¿Tenéis pruebas?

ELENA.-   El señor marqués me mandó su árbol genealógico, muy historiado..., y en una rama había dibujado dos redondelitos, uno con mi nombre y otro con el de Diana.

OSWALDO.-   ¿Quién más sabe esto?

ELENA.-   Vosotros dos, señor, el marqués y Dios. Gente, como veis, distinguida, pero escasa.

BRUNO.-   ¿Y qué perseguís honrándonos con esa confidencia tan sentimental?

ELENA.-   Saber qué es lo que juzgáis más oportuno: si que siga ignorado de todos o que se divulgue.  (A BRUNO.)  Vos, ¿cómo creéis que vale más Diana? ¿Como hija de Luigi, o como hija del marqués de Rigatti?

BRUNO.-   Yo tengo prejuicios de clase y no puedo ser neutral, señora. Para mí, una sola gota de la fecunda sangre del marqués de Rigatti, vale por los cinco litros que lleva en sus venas el simpático Luigi.

ELENA.-    (Sinceramente asombrada.)  ¿En esa proporción?

BRUNO.-     (Tasador.)  En esa proporción.

OSWALDO.-    (Se ríe.)  Pero si la misma consulta se la hicieseis al señor Arzobispo, seguramente sería distinta. Y ya no digamos si se la hicieseis al señor Luigi.

BRUNO.-   Así, en principio, me parece que lo más prudente sería dejar las cosas como están.

ELENA.-   ¿Por qué no os ponéis en mi corazón de madre?

BRUNO.-   Yo sé muy bien a qué aspiráis... A coronar a vuestra hija aunque sea preciso coronar a vuestro marido...

ELENA.-   Qué cruel sois...

OSWALDO.-   Sin rodeos, amiga mía. Diana, hija legítima o adulterina, no podrá ser reina nunca, ¿está claro?

BRUNO.-   Pero, aquí, lo que se pretende es que Diana y Dalmiro salgan de esta encrucijada con el menor daño posible. Y para conseguirlo, lucharemos cuanto haga falta. Porque, si a vos os preocupa la dicha de vuestra hija, a nosotros no nos es indiferente la de nuestro hermano.

ELENA.-   Me bastaría con que las cosas siguiesen como hasta hoy.

BRUNO.-   ¿Teméis que Dalmiro la abandone?

 

(El AYA, por la izquierda.)

 

AYA.-   ¡Acaba de morir el Príncipe Lauro!

BRUNO.-     (Sin inmutarse.)  Vamos en seguida.  (Transición.)  Hay que demostrarle que Diana es capaz de cometer cualquier disparate si la deja.

ELENA.-   Y no os engaño, señor, lo cometería. Ah, no juzguéis a Diana por mí. Diana es un ser aparte. Un alma limpia y tierna... Ya sé que no es hija del señor Luigi, pero a veces juraría que tampoco lo es mía.

BRUNO.-   Imaginémonos que nació tan espontáneamente como las fresas del bosque. Conforme. Ahora bien, si su felicidad os preocupa, ¿por qué no os esforzáis en protegerla?

ELENA.-   Pero no de esa manera... Si Diana muriese...

BRUNO.-   ¿Otra vez...? Daos cuenta de que nosotros lo lamentaríamos tanto como vos misma. ¿Es menester que os diga el porqué, marquesa de una noche? Si Diana muriese, Dalmiro sería el Rey y no Oswaldo.

ELENA.-     (Sin saber qué hacer.)  Ay, señor...

BRUNO.-   Entonces, ¿por qué no nos obedecéis? Disolved estas pastillas en el vino de la cena. Diana dormirá hasta el mediodía, pero, desde muy temprano, al ver que no despierta, empezaréis a gritar que ha querido quitarse la vida antes que perder a Dalmiro, y a pedir socorro.

ELENA.-   ¿Y cuando, por fin, se despierte? Ella es incapaz de mentir y confesará a Dalmiro la verdad.

BRUNO.-   ¿Y cuál es la verdad? ¿No es que le adora como a un Dios? ¿Descubrirá, por serle leal, una superchería tan inocente como esa, a la que quizá le deba ser feliz toda la vida?

ELENA.-   ¡Ay!, señor...

AYA.-     (Por la izquierda.)  El Príncipe Dalmiro.

OSWALDO.-   Seguidme, señora. Esperad aquí a que se vaya vuestro yerno. También yo tengo algunas cosas que deciros.  (A BRUNO.)  Suerte, Bruno.

BRUNO.-   ¿Por qué no, Oswaldo?

 

(OSWALDO y ELENA se van por la izquierda, DALMIRO entra por la izquierda.)

 

DALMIRO.-   Bruno...

BRUNO.-   Si pudiese, correría a besarte la mano.

DALMIRO.-   Calla, Bruno. Yo soy el que me apresuro a venir hacia ti... Sé que nadie me aconsejará como tú.

BRUNO.-   Por un lado, la muerte de Lauro me parte el alma de pena; por el otro, me enorgullece ver que el trono vuelve a nuestra rama, la de los hijos del Príncipe Víctor y de la Princesa Herminia. Es un viraje de la Historia, querido hermano, y tú eres..., el gozne de ese viraje.

DALMIRO.-   Yo estoy abrumado.

BRUNO.-   ¿Qué dudas? ¿Si coronarte en seguida o esperar algunas semanas?

DALMIRO.-   No. Si debo o no coronarme.

BRUNO.-   ¿Cómo? ¿Hablas de abdicar?

DALMIRO.-   Sí.

BRUNO.-   ¿Y tú te atreverías?  (Solemne.)  ¡Sería una deserción!  (Pausa.)  Claro que piensas en Oswaldo y en Rómulo y en que ellos pueden ocupar tu puesto, reemplazarte.

DALMIRO.-   Justo, así es.

BRUNO.-   No, daño, no lo harías a nadie... Ni a la dinastía, ni al pueblo.

DALMIRO.-   ¿Tú lo crees?

BRUNO.-   Es evidente..., pero, reinar, ¿no te atrae, no te fascina? ¿Dónde hay un destino más hermoso que ese? ¡Ah, ya sé lo que te sucede...! Tú sabes que, sí, que es mejor todavía despertar por la noche y oír respirar, sobre la misma almohada, la mujer a la que se adora... A Diana, por ejemplo. Cuéntame, Dalmiro, ¿la quieres mucho?

DALMIRO.-   Sí, muchísimo.

BRUNO.-   Ya lo sé. Es natural... Diana te ha enseñado la vida. Mejor dicho, los dos la habéis aprendido juntos. Eso es precioso... Nosotros hemos comenzado demasiado pronto, con mujeres que entraban por el pasadizo sin que ni los centinelas ni nuestro padre lo supiesen y que traíamos de los burdeles. Y a ti, eso, te asqueaba... Diana te hizo hombre, ¿verdad? Y tú tardaste en serlo.

DALMIRO.-   Lo fui el mismo día en que cumplí los veintiséis años.

BRUNO.-   Y antes... ¿nada? Tú has sido siempre más limpio que nosotros, Dalmiro. Y por eso mereces que te obedezcamos... Yo era muy brutal... muy tosco... Te hacía llorar llamándote afeminado, echándote en cara que no te gustaban las mujeres. Y, a lo mejor, no mentía, no te gustaban las mujeres, te gastaba una mujer... Y he aquí, que, cuando la encuentras, los prejuicios, la tradición, las leyes, te ponen el puñal al pecho, como un bandolero y te dicen: la amante o la corona.

DALMIRO.-   Porque para ti es indudable que yo he de optar entre las dos.

BRUNO.-   ¡Ah!, eso sí, Dalmiro.

DALMIRO.-   Bruno, ¿tú qué harías?

BRUNO.-   ¿Quieres mucho a Diana?

DALMIRO.-   No concibo la vida, sino con ella.

BRUNO.-   Y Diana..., ¿te corresponde?

DALMIRO.-   ¿Cómo puedes dudarlo? Me ha dado tantas pruebas...

BRUNO.-   Por ejemplo...

DALMIRO.-   Hace unos meses oyó decir que me destinaban por esposa a la duquesa Alicia. Un infundio ridículo... Pero a punto estuvo de envenenarse...

BRUNO.-    (Súbito.)  No me sorprendería que lo hiciese.  (Transición.)  Calla, es espantoso que un ser al que se ama, que es indispensable para nuestra felicidad, sea capaz por nuestra culpa, en un momento de locura, de... No, no, Dalmiro... Eso es terrible. Y, sin embargo, si no se tratase de ti, yo te diría: «Sé egoísta. En la vida hay que acorazarse, defenderse de los demás». Pero es que tú adoras a Diana, solamente a Diana, ¿no? Nunca me hiciste confidencias. Ahora me acuerdo de Amanda Ricci, y de la condesa Neri, que juraban convertirte... ¿Con ninguna sentías nada?

DALMIRO.-   No. Diana fue la revelación, el descubrir un mundo ignorado... el placer, Bruno, el placer.

BRUNO.-   Pues entonces, Dalmiro, renuncia a todo menos a Diana. Defiéndela con uñas y dientes y, antes que perderla, abdica mil veces si no quieres ser un desgraciado.

DALMIRO.-   Tal vez hubiese una solución...

BRUNO.-   ¿Cuál? ¿La de esconderla en una villa, fuera de la ciudad? ¿La de convertirla en tu favorita?

DALMIRO.-   Quizás...

BRUNO.-   Eso, sí, sería posible, pero... ¿te consolaría? Aparte de que, como es lógico, tú le habrás prometido cosas muy diferentes y le sentirás esclavo de tus promesas.

DALMIRO.-   Esclavo, no. Mi ilusión es cumplirlas. Casarnos y huir del reino a vivir nuestro idilio, aislados del resto del mundo.

BRUNO.-    (Grandilocuente.)  Eso, tampoco, Dalmiro. Oswaldo te cedería el castillo de Rovina, no lo dudes.

DALMIRO.-   Renunciar... es lo que debo hacer.

BRUNO.-   En el fondo, te comprendo. Sacudir de un manotazo los desvelos, las inquietudes por el destino de quienes, de pronto, nos pagan con la peor moneda y nos cuelgan en una noche de revolución. A nuestro padre le subía la náusea a la boca después de las audiencias. Era un espectáculo hediondo ver cómo iban las gentes a vaciar ante el trono sus codicias, sus odios, sus intrigas... ¿Nunca te contó nada? A mí, sí..., porque yo sentía una curiosidad malsana por todo aquello y le esperaba para preguntarle «¿Qué sucedió hoy?» y el Rey Víctor me decía «Me han llenado unos de babas y otros de pus...». A tu espíritu le repugnan esas inmundicias, naturalmente. Ánimo, Dalmiro, no vaciles. Enciérrate en mi gabinete unos minutos. Deberás escribir tu renuncia. Pocas líneas, cuantas menos, mejor. ¿Sabes lo que yo diría? Ehhh... «Si mi infortunio personal sirviese de algo a mi pueblo, yo me lo impondría sin un segundo de vacilación. Ehhh... Pero a mi pueblo lo defiende la juventud de Oswaldo y a él...  (Busca la palabra.)  traspaso el honor de reinar en mi país. Sé que cuantos amen apasionadamente estarán a mi lado»... ¿Te parece?

DALMIRO.-   Sí, tienes razón. Voy a redactarla ahora mismo. Gracias por tu lealtad, Bruno.

BRUNO.-   Nuestra patria pierde contigo al mejor de los reyes. Diana, en cambio, se lleva al mejor de los hombres.

 

(Entra el AYA por la izquierda.)

 

AYA.-     (Se dirige a DALMIRO.)  Señor: avisan que Diana está muy grave y que os necesita...

DALMIRO.-     (Desolado.)  ¡¡No...!!  (Y hace mutis velozmente por la izquierda.) 

BRUNO.-   ¿Qué pasa?

AYA.-   Buscaban a su madre.

BRUNO.-   ¡Señora Recovaro!  (Transición.)  Pero, ¿qué es lo que pasa?

AYA.-   Al parecer, se ha abierto las venas.

BRUNO.-   ¿Qué dices?

AYA.-   De miedo a perder a Dalmiro..., o por no estorbarle... No saben.

ELENA.-     (Por la derecha, seguida de OSWALDO.)  Príncipe...

BRUNO.-   ¡Sponcelli! ¿Dónde está Sponcelli?

AYA.-    (Hace mutis. Se le oye repetir desde dentro.)  ¡Señor Sponcelli! ¡Señor Sponcelli!

OSWALDO.-   ¿Qué sucede?

BRUNO.-   Diana acaba de hacer de verdad lo que nosotros queríamos que hiciese por juego.

ELENA.-   ¿Se ha envenenado?

BRUNO.-   Se ha abierto las venas...

ELENA.-   ¿Mi hija? No, no es posible... ¡Diana, Diana...!  (Mutis por la izquierda.) 

SPONCELLI.-     (Por la izquierda.)  Príncipe...

BRUNO.-   Seguid a esa mujer y salvad a su hija. Es la vida más importante del reino. Responderéis de ella con la vuestra.

 

(Mutis de SPONCELLI.)

 

OSWALDO.-    (Tras una pausa.)  Por fin, un amor verdadero, Bruno...

BRUNO.-    (Enigmáticamente.)  Que no puede morir...


 
 
OSCURO
 
 


ArribaAbajoCuadro II

 

Un cartel dice: LA CEREMONIA.

 
 

La escena es idéntica a la del comienzo de la obra. Todos los movimientos de los personajes, salvo la sustitución de AURELIO por OSWALDO, serán exactamente iguales a los del primer cuadro. Falta DALMIRO. BRUNO espera en el primer término derecha. Por la izquierda entra primero RÓMULO, después OSWALDO.

 

BRUNO.-   Señor...

 

(Se inclina respetuosamente. Se coloca frente a ellos, asistido de dos pajes. Le sigue el CANCILLER PAVANNI. Ahora, acompañado de dos acólitos portadores de ciriales y de un monje con los Santos Evangelios, aparece el PATRIARCA, al que todos hacen la reverencia.)

 

Señor Canciller...

CANCILLER.-   Príncipe Bruno de Luca y de Rovina. En la mañana de hoy, el muy alto y muy noble señor Oswaldo de Luca y de Rovina ha sido ungido en nuestra santa catedral, soberano y señor nuestro, como el más inmediato sucesor de nuestro llorado Príncipe Lauro, cuyas virtudes y ejemplaridad esperamos le hayan abierto las puertas del cielo, y después de renunciados sus derechos por el Príncipe Dalmiro. Razones de salud os han impedido asistir a tan solemne ceremonia, con gran tristeza de todos, pero a fin de cumplir con las normas que imponen los usos y costumbres del reino, procede solicitaros el juramento de fidelidad. ¿Estáis dispuesto a formularlo sobre los Santos Evangelios cuando os lo pida su ilustrísima, el señor Arzobispo?

BRUNO.-   Sí, excelencia.

CANCILLER.-   Puede entonces, su ilustrísima hacerle las preguntas ordenadas en los Códices.

ARZOBISPO.-    (Avanza un paso. El monje se arrodilla de espaldas a él y frente a BRUNO.)  Príncipe Bruno de Luca y de Rovina, hijo de los Príncipes Víctor y Herminia, ¿juráis como señor al más alto y más noble Príncipe Oswaldo, soberano de estos reinos por la gracia de Dios?

BRUNO.-   Sí, juro.

ARZOBISPO.-   ¿Juráis obedecerle en cuanto os mande, defenderle de sus enemigos y de los del reino, derramar, si fuese preciso, vuestra sangre para ahorrar la suya y ser en todo su fiel súbdito?

BRUNO.-   Sí, juro.

ARZOBISPO.-   Besad la mano a vuestro augusto Señor en señal de acatamiento.

 

(BRUNO avanza hacia OSWALDO y besa su diestra.)

 

Que Dios os premie si cumplierais lo que habéis jurado y os pida, si no, estrecha cuenta.  (El ARZOBISPO le bendice. Bendice igualmente a OSWALDO y a los Príncipes, y con la misma comitiva que le acompañó, hace mutis por la izquierda.) 

OSWALDO.-   Canciller, dispondréis, conforme a los usos tradicionales, el indulto de los presos y el reparto de víveres y de bebidas entre los necesitados.

CANCILLER.-   A las órdenes de Su Majestad.

 

(OSWALDO inicia el desfile por la lateral izquierda, tras un protocolario saludo de corte al Príncipe BRUNO, seguido de RÓMULO.)

 

AYA.-     (Apenas se fueron. Después de unos segundos de estupor.)  ¿Y el banquete que les habíamos preparado?

BRUNO.-   ¡Pss...! Aya, le ha tenido miedo al pollo... ¡Le ha tenido miedo al pollo!


 
 
OSCURO
 
 


ArribaAbajoCuadro III

 

El cartel dice: LA GLORIA MILITAR.

 
 

A la derecha, y en primer término, hay una jamuga vacía, y ante ella, una mesita pequeña con tablero de ajedrez y sus piezas. En el centro geométrico del escenario, un gran escritorio de época, rojo. Entre el escritorio y la mesa de ajedrez, el carrito de BRUNO puede circular libremente. Sobre el escritorio, libros, pergaminos, un tintero y un candelabro. Tras este escritorio, una jamuga en la que se sienta RÓMULO y, al lado izquierdo, otra jamuga vacía. Cuando comienza la acción, RÓMULO escribe. Al poco, por la derecha, sale BRUNO que se sitúa entre el escritorio y la mesa de ajedrez.

 

BRUNO.-   ¡Rómulo! ¡Rómulo!

RÓMULO.-   ¿Qué sucede?

BRUNO.-   Es preciso que hablemos.

RÓMULO.-   Me coges sin arreglarme. ¿Qué pasa?

BRUNO.-   El conde Pavanni podrá explicarte si te apetece, lo que se propone Oswaldo.

RÓMULO.-   ¿Dónde está Pavanni?

BRUNO.-   Espera en la antecámara.  

(BRUNO gira en su carrito para llamar a PAVANNI, por la derecha.)

  ¡Conde Pavanni!
 

(Y entra, pocos segundos después, el CONDE PAVANNI. Depuesto, faltan a sus vestiduras las insignias propias de su antiguo rango.)

 

CANCILLER.-   Señor...  (Le besa cortésmente la mano.) 

RÓMULO.-   Os suponía en vuestro retiro.

CANCILLER.-   Dos años de inactividad cansan a cualquiera. Allí me fui, en efecto, apenas el Príncipe Oswaldo me insinuó que ya había trabajado bastante por el reino, pero he regresado hace unas semanas.

RÓMULO.-   ¿Tenéis alguna noticia que darme?

CANCILLER.-   Sí, Príncipe. Se trata de algo demasiada grave para que lo ignoréis. El Príncipe Oswaldo prepara la firma de una alianza con Venecia.

BRUNO.-   ¿Lo sabías?

RÓMULO.-   No.

BRUNO.-   ¿Cómo os enterasteis, Pavanni?

CANCILLER.-   Por una confidencia de un amanuense.

RÓMULO.-   Estáis bien informado.

CANCILLER.-   Es una manía de la que no consigo curarme.

BRUNO.-   Ni lo intentéis: la padecen todos los hombres públicos.

CANCILLER.-   Es extraño que el canciller Marini os haya ocultado un asunto de tanta importancia.

RÓMULO.-   Si el Príncipe Oswaldo guardaba el secreto, ¿por qué iba a romperlo el Canciller? Esto aparte, ¿cuál es vuestra opinión sobre esa alianza?

CANCILLER.-   Temo que sus consecuencias sean desastrosas. El Sultán la considerará -y no sin motivo- como una provocación. Es prudente quitarle todo pretexto de agredirnos.

RÓMULO.-   Ojalá que vuestras predicciones no se cumplan.

CANCILLER.-   Soy yo el primero en desearlo.

BRUNO.-   Es inútil: Oswaldo sueña con la gloria militar. Es de esos príncipes para los cuales la guerra es tan solo una ocasión de lucimiento.

CANCILLER.-   Por la gloria militar se entra en la Historia con más firmeza que por ninguna otra: no es extraño que Oswaldo intente seguir ese camino.  (Transición.)  Lo cierto es que no estamos preparados para una guerra.

BRUNO.-   Eso es lo que me hace temer que se desencadene.

RÓMULO.-   El pueblo no la quiere.

BRUNO.-   Si solo se hubiesen hecho las guerras que quiere el pueblo...

CANCILLER.-   La afición a la sangre del pueblo suele saciarse con el motín, con la revolución, acaso. No necesita más.

BRUNO.-   Hay príncipes que se consideran menores de edad mientras no reciben su bautismo de fuego. Quizá Oswaldo es uno de ellos.

RÓMULO.-   Una guerra... Sería terrible...  (Hace mutis por la derecha, preocupadamente.) 

BRUNO.-   Pavanni: vos no estáis contento de cómo van los asuntos del reino y yo tampoco.

CANCILLER.-   Así es, Príncipe.

BRUNO.-   ¿Nunca pensasteis en vuestro retiro, tan injusto, por cierto, en hacer algo para que cambien?

CANCILLER.-   Mil veces, señor.

BRUNO.-   Seguramente tenéis muchos adictos.

CANCILLER.-   Menos en número que cuando fui canciller. Pero en ese punto de exacerbación y de fidelidad que trae consigo la desgracia.

BRUNO.-   Gentes dispuestas a serviros, leales, audaces... discretas...

CANCILLER.-   Probablemente.

BRUNO.-   Y, sin embargo, tener muchos, es poca cosa, si es que no tenéis uno.

CANCILLER.-   ¿Cómo decís?

BRUNO.-   Sí, uno, entendedme bien, capaz de todo.

CANCILLER.-   También lo tengo.

BRUNO.-   ¿Sí?

CANCILLER.-   Doménico Ferrucci se llama. Está a mitad de camino entre el fanatismo y la locura. Un irresponsable útil, señor.

BRUNO.-   ¿Os obedecería en cuanto le mandaseis?

CANCILLER.-   Imaginaos la bala de una bombarda que yo pudiese llevar de la mano hasta su blanco. Así es para mí Doménico Ferrucci.

BRUNO.-   Cultivadlo, Pavanni. Conviene tener su fervor al día, por si uno cualquiera lo necesitaseis.

CANCILLER.-   Así lo haré, Príncipe.

BRUNO.-   Y ahora, quiero que me respondáis sinceramente. Puesto que Oswaldo no tiene hijos varones, si mi hermano Rómulo subiera al trono, ¿a quién juraríais heredero?

CANCILLER.-   Solo hay una respuesta para esa pregunta.

BRUNO.-   ¡Ah, no...! Si el Príncipe Dalmiro tuviese descendientes...

CANCILLER.-     (Irónico.)  Nadie lo espera en el reino. Pero, aunque los murmuradores se equivocasen, el Príncipe Dalmiro renunció a sus derechos para sí y para los suyos, y, por tanto, nadie podría alegarlos. Vos sois el único a quien legítimamente le corresponden.

BRUNO.-   ¿Y me juzgáis capaz de llevar el título de Príncipe heredero?

CANCILLER.-   ¿Y por qué no, señor?

BRUNO.-   Arrastro, casi desde niño, una triste enfermedad que me ha convertido en un inválido.

CANCILLER.-   El pueblo os ama a pesar de ella, y se ha hecho a veros en vuestra silla como a otros de vuestros hermanos en su caballo.

BRUNO.-   Las buenas gentes del reino tienen la sensación de que el Príncipe Bruno es un inútil.

CANCILLER.-   ¿La parálisis que sufrís, os alcanza a las manos?

BRUNO.-   No, qué absurdo...

CANCILLER.-   Ya sé que no, ya sé que podéis escribir cuanto se os antoje. Pues gobernar es firmar, Príncipe.

BRUNO.-   Al pueblo le gustan las comitivas lucidas, los desfiles marciales. ¿Que podría darle yo de todo eso?

CANCILLER.-   Poco quizás en ese orden, pero hay otras cosas más profundas que el pueblo necesita y que le llegarían a través vuestro. Vos seríais un Príncipe consagrado al bien de sus súbditos y ellos lo adivinarían desde la primera hora.

BRUNO.-   Es triste soñar tanta grandeza para tanta miseria física.

CANCILLER.-   Oh, no, no digáis eso. Es deprimente oíroslo. Y, además, no tenéis razón alguna para reaccionar así. En lo que a mí se refiere, yo os juraría muy gustosamente, no ya Príncipe heredero, sino Rey.

BRUNO.-    (Enrojece.)  ¿Rey...?

CANCILLER.-   Oh, sí... ¿Por qué no? En el caso de que... el azar os abriese el camino... Seríais un rey asombroso, señor.

BRUNO.-     (Ambiguamente.)  ¿Sí?

CANCILLER.-   Solo son buenos amadores aquellos a los que les gustan las mujeres. A vos, Príncipe, el poder os atrae, os fascina, os hace tanta falta como el aire.

BRUNO.-   ¿Qué os lleva a suponerlo?

CANCILLER.-   Basta saber mirar vuestra mirada.

BRUNO.-   ¿Es posible que sea tan expresiva? ¿Nunca habéis temido equivocaros interpretándola?

CANCILLER.-   No. Por eso dije que seríais, si el destino lo quisiese, un gran rey, uno de los grandes reyes de nuestra dinastía.

BRUNO.-   Acercaos, Pavanni.

CANCILLER.-   ¿Qué deseáis de mí?

BRUNO.-   Acercaos...

 

(PAVANNI le obedece. Cuando lo tiene a su alcance, BRUNO deja caer un libro. PAVANNI se inclina para recogerlo. BRUNO le echa las manos al cuello.)

 

CANCILLER.-     (Lucha por desasirse de esa argolla que, si no cediese, acabaría asfixiándole.)  ¡Señor...!

BRUNO.-   Te he de ahogar para que no vuelvas a decir nunca lo que has dicho.

CANCILLER.-   ¡Señor!  (Consigue, por fin, desasirse. El libro sale despedido.)  No lograríais nada enmudeciéndome.

BRUNO.-   Por lo menos que nadie te lo oiga.

CANCILLER.-   Enmudeced vos mismo, Príncipe.

BRUNO.-   ¿Yo?

CANCILLER.-   Sí, conducíos de manera que no se os transparente ese juego con el que movéis los hilos de los demás, con el que ayudáis a que se consuma Lauro, a que abdique Dalmiro, a que se estrelle Oswaldo. El mismo juego, sin duda, con el que mañana, procuraríais saltar sobre Rómulo y conseguir el poder.

BRUNO.-     (Como si sufriera de verse descubierto.)  ¡Pavanni!

CANCILLER.-   ¿Es que teméis que haga uso de esto contra vos? ¡Qué poco me conocéis! Estáis hablando con el más leal de vuestros súbditos. ¿Y sabéis por qué lo soy? No, simplemente, por adhesión a vuestra persona, sino porque vos sois el único tallado con madera de Rey, el único en quien veo, de verdad, la ambición de reinar. Reinar no consiste tan solo en conducir tropas a la batalla, ni en convertir la ciudad en un vivero de poetas; reinar es hacer grande cuanto se toca, enriquecerlo y llenarlo de sentido ante la Historia. Vos, Príncipe, mandaríais a vuestros súbditos, no cantaríais a la luna, haríais leyes y no sonetos. Y yo os serviría humildemente.  (Transición.)  Si no me hubiese librado de vuestra injusta cólera, hubieseis perdido un seguidor, modesto, pero acaso eficaz.

BRUNO.-   Pavanni...

CANCILLER.-   Dejadme que os confiese que si los músculos de vuestras piernas fuesen a la par de los de vuestros brazos, seríais el mejor andarín del reino.

BRUNO.-     (Habla apaciguadamente.)  Pavanni, venid aquí...  (Ante un gesto receloso de PAVANNI.)  No temáis. Es ayuda lo que os pido.

CANCILLER.-     (Recogió el libro que había dejado caer BRUNO.)  ¿Leéis a Maquiavelo?  (Se lo entrega.) 

BRUNO.-   Siempre instruye... Ayudadme, Pavanni.

CANCILLER.-   ¿A qué, señor?

 

(BRUNO intenta abandonar su silla. Se sirve de un bastón y del apoyo que le presta PAVANNI. Gracias a ambas cosas, se coloca de pie buscando la pared en que reclinarse y descansando el peso de su cuerpo, visiblemente, sobre el bastón.)

 

Yo no sabía que...

BRUNO.-   ¿Os sorprende?

CANCILLER.-   Creí que ni esos movimientos os eran posibles.

BRUNO.-   ¿Bastan para ser Príncipe heredero?

CANCILLER.-   Ya os dije que bastan para ser Rey.

BRUNO.-   En fin, sentémonos de nuevo. Me fatigo mucho.

RÓMULO.-     (Se vistió por completo. Mira a BRUNO con asombro.)  ¿He de enterarme hoy de todo gracias a Pavanni?

BRUNO.-   Oh, no, Rómulo.

RÓMULO.-   ¿Desde cuándo, Bruno?

BRUNO.-   Es el límite, hermano. Y a él llegué hace ya algunas semanas.  (Ocupó de nuevo su silla.) 

CANCILLER.-   Felicidades, señor, es un progreso que salta a la vista.

BRUNO.-   Demasiado pequeño para festejarlo.

CANCILLER.-   Y si no disponéis nada de mí...

RÓMULO.-   ¿De verdad la actitud del Sultán os inquieta mucho? ¿Vos no hubierais aconsejado la alianza con Venecia?

CANCILLER.-   Yo fui depuesto por oponerme a ella.

RÓMULO.-   Está bien, Pavanni. Podéis retiraros.

CANCILLER.-   Con la venia...  (Mutis de PAVANNI por la izquierda.) 

BRUNO.-   Oswaldo llevará el reino a una hecatombe.

RÓMULO.-   ¿Sabes la manera de evitarlo?

BRUNO.-   Sí, hay una, que tú subas al trono.

RÓMULO.-   Una revolución...

BRUNO.-   No, es demasiado expuesto. Se conoce el principio de las revoluciones, pero no el final. Habría menos revolucionarios si esa verdad estuviese suficientemente difundida.

RÓMULO.-   ¿Qué es, entonces, lo que maquinas?

BRUNO.-   ¿Es posible que no sueñes con reinar un día?

RÓMULO.-    (Borrosamente.)  No...

BRUNO.-   Mientes, Rómulo.

RÓMULO.-   ¿Por qué lo dices?

BRUNO.-   Algo ha cambiado en ti y, si eres sincero, deberás confesarlo. La sangre de todos los herederos del mundo hierve, cuando ya la espera se alarga. Lo mismo da heredar tierras, ducados de oro, o coronas de príncipe. Algunas de esas sangres hierven tan en silencio que ni aun los cortesanos más finos de oído lo notan. Y la tuya lo hace con una discreción admirable, pero hierve.

RÓMULO.-   ¿Estás muy seguro?

BRUNO.-   No finjas conmigo. El ser Príncipe heredero más te ha servido de mortificación que de otra cosa. Yo te vi morderte los labios el día en que dejaron de batir marcha porque habían confundido tu carroza con la de Oswaldo y sé que te duelen, como seis bofetones, los seis pasos de respeto que tienes que cederle en los desfiles.

RÓMULO.-   Reinar no me haría tan feliz como el componer música o el escribir versos.

BRUNO.-   Las dos cosas las haces muy mal, Rómulo.

RÓMULO.-   También tú eres el primero que me lo dice.

BRUNO.-   ¿Y quién, sino yo, que te adoro, podría decírtelo? ¿El canciller Marini, tus edecanes? La adulación nos envuelve a los príncipes en la vida lo mismo que las flores en la muerte. Todos nos halagan. Ninguno es sincero. El puñal de un descontento nos trae a veces la noticia de que las cosas van mal. La fetidez de aliento de nuestro padre daba pavor a cuantos le hablaban, pero nadie se lo dijo y murió sin saberlo. Que no sea ese tu caso. Ea, aunque te hiera, de tus dotes de artista se ríen muchos en la corte.

RÓMULO.-   ¿Quiénes?

BRUNO.-   Ya te daré nombres, si te interesa conocerlos. Pero, aunque tuvieses el talento de Petrarca, ¿qué honores te vendrían por ese lado? Deja a los poetas que se ciñan coronas de laurel. Los pobres no las tienen de otra cosa. Tú posees una de pedrería y no debes cambiarla.

RÓMULO.-   ¿Y qué es lo que pretendes que haga?

BRUNO.-   Vuelve la cabeza unos años atrás. Acaba de morir nuestro padre. ¿A quién iba a ocurrírsele que Aurelio le sobreviviera unas semanas? Aurelio murió. Murió Lauro, quince meses más tarde y Dalmiro abdicó en Oswaldo. El destino, mientras tú estabas inmóvil, trabajó generosamente por ti y te puso en las gradas del trono. Fuerza al destino ahora y da tú el último paso, el definitivo.

RÓMULO.-   Habla claramente.

BRUNO.-   ¿Crees que va a faltarme el valor? Me estorba la vida de Oswaldo, ya está dicho.

RÓMULO.-   ¿Y supones que yo...?

BRUNO.-   Tú, no. Tú, no tienes que hacer nada. Tu papel es, simplemente, dejar hacer a los demás.

RÓMULO.-   ¿A quiénes? ¿Cómo?

BRUNO.-     (Sonríe.)  Glu..., glu..., glu... Ah, por fin... Es tu sangre que hierve. Es muy sencillo tu papel. No oponerte, no denunciar nada... Y acostarte como Príncipe heredero una noche cualquiera y levantarte al día siguiente como Príncipe reinante.

RÓMULO.-   Intentas, entonces...

BRUNO.-   Sí. Eliminarle.

RÓMULO.-   ¿De qué manera?

BRUNO.-   Llevo un tiempo urdiendo mis planes, buscando ayudas.

RÓMULO.-   Cómplices, querrás decir.

BRUNO.-   Llámales como te plazca. Nunca se sabe con qué nombre pasan los magnicidas a la historia. Si con el de asesinos o con el de patriotas. A veces, el día de la muerte se declara de luto y el del primer aniversario, fiesta nacional. Manos útiles son las que necesito.

 

(RÓMULO se sienta en la jamuga del tablero de ajedrez. BRUNO, con su carrito, se sitúa al otro lado.)

 

RÓMULO.-   ¿Y las encontraste?

BRUNO.-   Acaso.

RÓMULO.-   ¿Quiénes son? ¿Otra vez la condesa Alarbi?

BRUNO.-   No... Tiene muchos años ya y ha perdido el sentido de la medida: unas veces le salen bombas y otras purgantes. No, no, la condesa Alarbi conserva la afición, pero no es posible fiarse de ella. Por otra parte, el veneno deja siempre detrás de sí un tufo familiar muy sospechoso. Es el gran disolvente de los matrimonios mal avenidos, el liquidador de ciertos viejos obstinados en vivir más de lo razonable o de los niños que nacen con tres piernas o dos cabezas. Oswaldo debe morir como ya ha muerto algún rey: en accidente de caza. El arte de cazar tiene sus riesgos. Oswaldo podría morir víctima de ellos.

RÓMULO.-   ¿Qué preparas, su asesinato?

BRUNO.-   Te pereces por las palabras malsonantes. Una conjura, simplemente.

RÓMULO.-   ¿Y quiénes son los conjurados?

BRUNO.-   Hasta ahora, uno, importantísimo: Pavanni.

RÓMULO.-   ¿Pavanni?

BRUNO.-   ¿Te asombras? Oswaldo le destituyó sin contemplaciones a los dos días de su coronación. La muerte es el menor de los males que inspiran los príncipes a aquellos a quienes despiden.

RÓMULO.-   Pero, alguien tendría que ser el ejecutor.

BRUNO.-   Claro que sí.

RÓMULO.-   ¿Y habría quien se expusiese a la horca...?

BRUNO.-   Pavanni dispone de muy buenos mastines. No sería difícil echar la culpa a un cazador furtivo o encontrar quien jurase cómo vio tropezar al Príncipe al mismo tiempo que se le disparaba la escopeta. Ya se proveerá, hermano. Mi plan dista mucho de estar a punto.

RÓMULO.-   ¿Por qué me lo propones, entonces?

BRUNO.-   Porque hoy, cuando es solo una nebulosa, un proyecto que tú podrías abortar con una sola palabra, quiero estar seguro de que no la pronuncias.

RÓMULO.-   ¿Cuál es tu propósito? ¿Comprometerme?

BRUNO.-   ¿Cómo se te ocurre? A ti te llevarían la noticia mientras estuvieses componiendo poemas a la primavera. Y tú te limitarías a ordenar que todas las campanas del reino tocasen a muerto.

RÓMULO.-   Es envilecerme lo que buscas, mancharme, haciéndome participar moralmente en ese crimen.

BRUNO.-   No. Pero sí que pagues tu cuota por reinar y que comprendas que yo tenía razón y que el poder es el máximo bien sobre la tierra.

RÓMULO.-   Quizás, pero no conseguido así.

BRUNO.-   ¿Qué temes? ¿Que los remordimientos te amarguen el triunfo? ¿Que el fantasma de Oswaldo te salga al encuentro por los corredores de Palacio? Sabía que escribías versos, mejores o peores, no cuentos de niño.

RÓMULO.-   ¡¡Bruno!!

BRUNO.-     (Violentamente.)  ¡Basta ya! Rómulo: con tu venia hablaré a Pavanni. Pavanni hablará a los suyos y Oswaldo correrá su suerte. En todo caso, tú, subirás al trono.

RÓMULO.-     (Tras una larga pausa.)  Hay momentos en los que me pareces un poseído del demonio.

BRUNO.-   En el fondo, la ambición del poder tiene de satánico... cuando no lo tiene de divino.

 

(Rumores fuera. RÓMULO avanza hacia la derecha. Del patio de armas suben voces de mando, clarines de órdenes. Suena un cañonazo.)

 

RÓMULO.-     (Abre la ventana.)  ¿Qué sucede? ¿Qué sucede?

CANCILLER.-     (Por la derecha.)  ¡Las galeras del Sultán, señor!

RÓMULO.-   ¿Cómo es eso?

CANCILLER.-   Están entrando en el puerto.  (Hace mutis por la derecha.) 

RÓMULO.-   ¿Qué piensas?

BRUNO.-     (Tras una larga pausa.)  Será mejor olvidar todo lo hablado. Es la guerra.

RÓMULO.-   Habría de morir Oswaldo combatiendo y yo me buscaría en las manos las huellas de su sangre.

 

(Están los dos en primer término, delante del escritorio central. Nuevos disparos. Los clamores suben de tono, mientras se hace el...)

 

 
 
OSCURO
 
 


ArribaAbajoCuadro IV

VOZ.-   El Príncipe Oswaldo murió cuando repelía heroicamente el asalto a las galeras del Sultán. Reina desde hace tres años el Príncipe Rómulo. Durante este tiempo, Bruno fue en Venecia embajador de su hermano. Ahora, cuando esta crónica está a punto de acabarse, Bruno ha regresado a su país. Este capítulo se titula...

 

(Aparece un cartel que dice: EL PRÍNCIPE.)

 
 

(Al hacerse la luz se ve una larga mesa en cuyos extremos están RÓMULO y BRUNO. RÓMULO en el izquierdo, BRUNO en el derecho. Hay copas y jarras de vino. BIANCA canta ahora íntegramente la canción que la oímos terminar cuando comenzaba la obra, ya acompañada de la celesta, ya con el laúd. Esta canción puede ser La Gavota, de Purcell, impresionada por Victoria de los Ángeles en un disco Vitola ASDL 809, que se titula Let us Wander y que podría servir para este objeto. Su letra diría así: «Quiero a tu lado, amor, siempre estar. / Y silenciosamente descansar. / Ser de tu pecho calor y habitación. / Mi reino hallar dentro de tu corazón. / Cielo, perla, estrella y mar. / No los quisiera cambiar. / Por la gloria de ser tu mujer. / Y en tus ojos amanecer». Cuando ha terminado de cantar, se dispone a servir a los Príncipes. Mientras lo hace, comienza el diálogo de estos.)

 

BRUNO.-   Cantaba en el coro de la catedral. ¿Qué te parece?

RÓMULO.-   Robaste a la Madoninna algo de más valor que los candelabros o los ornamentos. Te merecías la excomunión del Arzobispo.  (Transición.)  ¿La perdonaste ya?

BIANCA.-   Fui yo, quien le perdoné.

RÓMULO.-     (Llena la copa de BRUNO, hace lo mismo con la suya, y ambos beben.)  Juraría que bebes menos que antes.

BRUNO.-   Al contrario que tú.

RÓMULO.-   Tal vez.

BRUNO.-   Han pasado tres años... ¿Me notas envejecido?

RÓMULO.-   Tres años no son gran cosa en un hombre al que llevo solamente dos.

BRUNO.-   Tú estás igual. Tienes el aire alegre y pareces seguro de ti mismo.

RÓMULO.-   ¿Echabas de menos todo esto?

BRUNO.-   Sí.

 

(RÓMULO, súbitamente, se dirige a la ventana del foro y la abre. Da la sensación de haber oído algo. Después la cierra y vuelve a sentarse donde estaba.)

 

Te veo nervioso, Rómulo.

RÓMULO.-   Me parecía haber oído ruido de caballos en el patio.

BRUNO.-   ¿Tan pronto esperas tus correos?

RÓMULO.-   Cuando la Princesa Constanza llegue a Fiume, un par de jinetes se adelantarán a la comitiva para avisármelo.

BRUNO.-   Mucho han de correr. Las diligencias de Luigi Recovaro, nuestro morganático pariente, son tan veloces como el rayo. ¿Tú saldrás a su encuentro?

RÓMULO.-   Yo iré a reunirme con ella a la mitad del camino.

BRUNO.-   ¿Le llevarás flores o versos?

RÓMULO.-   ¿Por qué no las dos cosas?  (Transición.)  Bianca, tú no la conoces.

BIANCA.-   No, no la he visto nunca.

RÓMULO.-   Tampoco yo. Es la Princesa Constanza de Sicilia. Tiene diecisiete años y Dios haga que se parezca a esta miniatura.  (Le muestra una que lleva en el bolsillo.) 

BIANCA.-   Seréis el hombre más afortunado de la tierra si de verdad se le parece.

RÓMULO.-   Nuestra dinastía necesita brotes nuevos.

BRUNO.-   Cierto. Una dinastía que se extingue es como una estrella que se apaga.

RÓMULO.-   Brindo por mi larga descendencia.

 

(Beben los dos. BIANCA se levanta, ordena la mesa, coge algunos platos y hace mutis.)

 

BRUNO.-   Dime... ¿Lo amas ya?

RÓMULO.-   ¿Qué?

BRUNO.-   El poder.

RÓMULO.-   Tal vez, sí.

BRUNO.-   ¿Aún no lo sabes?

RÓMULO.-   Sé que no tengo nostalgia de lo que fui y que no podría dejar de ser lo que soy sin dolor.

BRUNO.-   La poesía, la música...

RÓMULO.-   Pasaron. En alguna ocasión he recordado lo que me dijiste el día de la muerte de Aurelio: «No hay en el reino vino de más grados que el poder ni que embriague más». Acertabas.

BRUNO.-   Celebro oírtelo, Rómulo.

 

(Vuelve BIANCA.)

 

RÓMULO.-   Y, sin embargo, ¿quién tiene el poder?

BRUNO.-   Tú.

RÓMULO.-   Yo estoy por encima de los dignatarios, de los consejeros, del canciller y sobre todos ellos mando, pero dependo a la vez de la sonrisa de los humildes, de los pobres de la calle y el día en que sus aplausos son menos vivos que de costumbre, duermo mal creyendo que he perdido su favor. El poder es un collar hecho de mil cuentas, cada una de un dueño distinto, y fatuo será quien se imagine que le pertenecen todas.

BRUNO.-   Tú llevas ese collar.

RÓMULO.-   Solamente prestado.

BRUNO.-   El más bello espectáculo del universo es ver a un príncipe al que vitorean sus súbditos. Tú lo disfrutas.

 

(Acompasadamente, BRUNO habrá ido evolucionando con su carrito a lo largo de la mesa. Inmediatamente antes de la entrada de BIANCA, BRUNO estará sentado cerca del extremo derecho.)

 

RÓMULO.-   Acaso sí.

BRUNO.-   Ser el centro de las miradas, de las esperanzas y de los temores de todos. Disponer de la libertad, de la fortuna, de la vida ajena, si es preciso... Oírse nombrar con reverencia entre el incienso de la catedral, ver llenarse de luminarias las ciudades, y de banderas, saber que mil oraciones anónimas suben al cielo, a diario, pidiendo, por su salud... ¿Dónde hay un destino más noble que ese? ¿Dónde, Rómulo?

RÓMULO.-   Es cierto...

BRUNO.-   Y por bajo de tanto brillo, de tanta pompa, la seguridad de ser la mano de Dios sobre la tierra y de poder multiplicar la felicidad de las gentes y disminuir sus dolores.  (Transición.)  Yo te revelé la existencia de ese universo.

RÓMULO.-   Es verdad.

BRUNO.-   Y te predije que llegaría a ser tuyo, si te lo proponías. Y tuyo ha sido, sin mover un dedo.

RÓMULO.-   Así es.

 

(Hay un largo y difícil silencio.)

 

BIANCA.-   ¿Queréis oírme alguna otra canción, señor?

RÓMULO.-   Sí, Bianca.

 

(BIANCA se dispone a cantarla. Ruido de caballos en el patio. RÓMULO abre de nuevo la ventana.)

 

Ahí están. Ahora sí, son ellos.  (Y hace mutis por la izquierda.) 

BRUNO.-     (Tras una pausa.)  ¿Qué me miras?

BIANCA.-   Me das miedo. Y no hoy, desde hace muchos años.

BRUNO.-   Déjame entonces.

BIANCA.-   Si me das miedo es porque soy incapaz de dejarte, porque hagas lo que hagas, me sentiré siempre unida a ti, cómplice, a pesar mío, de tus maldades, de tus crímenes.

BRUNO.-   ¿Qué me reprochas?

BIANCA.-   ¿Te atreves a preguntármelo? Ahí está, con Pavanni, ese hombre, esperando su momento. Aterra el verle...Vas a sacrificar a Rómulo sin que te tiemble la mano.

BRUNO.-   ¡Cállate!

BIANCA.-   Es mía la culpa. Yo debí huir de tu lado, descubrirte ante todos y maldecir tu nombre.

BRUNO.-   ¿Por qué no lo hiciste?

BIANCA.-   Por piedad de ti. Sí, me inspiras piedad más que amor. Eres un enfermo. Una fiebre que no desaparecerá nunca, te quema el alma y los huesos. La ambición de mandar te consume.

BRUNO.-   Voy a saciarla.

BIANCA.-   Y la manera que has elegido para saciarla, ¿no te espanta?

BRUNO.-   ¿Es que tengo otra? Si hubiese nacido en una casa de pescadores me habría abierto camino hasta el poder hablando en las plazas públicas, convirtiéndome en tribuno del pueblo y guiándole al asalto del Palacio. Pero he nacido dentro de él, y desde mis habitaciones de príncipe al salón del trono hay solamente un pasadizo estrecho y oscuro, del que nadie más que la muerte guarda la llave.

BIANCA.-   ¿Y no temes que se te acuse de esa muerte? ¿No temes a una revolución?

BRUNO.-   La revolución es el telón de fondo de todos los reyes. Y también lo será para mí. Sin embargo, la Historia se fijará más en cómo haya servido a mis súbditos que en cómo haya llegado al trono. Habré sido implacable hasta subir a él, pero nada se opone a que después sea clemente y logre la felicidad de mi pueblo. No sería el primero ni el último.

BIANCA.-   Cuando el Aya sepa lo que has hecho se horrorizará de ti.

BRUNO.-   Quizás no, me quiere demasiado. Yo soy el hijo que no tuvo,  (Misteriosamente.)  el que no supo dar a mi padre... su amante.

 

(BIANCA oye con un mudo asombro esa revelación. RÓMULO vuelve por la izquierda.)

 

¿Eran los correos?

RÓMULO.-   Me equivoqué otra vez. Eran correos, sí, pero no los de Fiume.  (Se sienta, víctima de una súbita fatiga.)  ¡Qué extraño cansancio! Tal vez subí demasiado deprisa.

BRUNO.-   Ese cansancio yo no lo he sentido nunca.

RÓMULO.-   Dame un poco de vino.

 

(BRUNO le llena la copa que bebe RÓMULO.)

 

BRUNO.-   ¿Te sientes mejor?

RÓMULO.-   Sí, ya pasó.

BRUNO.-   Escucha, Rómulo. Hay algo grave de lo que no hemos hablado. Durante tres años me has tenido en el destierro.

RÓMULO.-   ¿A la Embajada de Florencia aludes? Dorado destierro...

BRUNO.-   Me pregunto qué es lo que consuela verdaderamente de vivir lejos del suelo en que nacimos. Y pienso que no hay nada que neutralice tanta tristeza. Es un ser distinto de uno, ese que sufre o goza, más allá de estas murallas. Sólo en su Patria conoce el corazón del hombre su medida.

RÓMULO.-   Es verdad, Bruno.

BRUNO.-   Ahora bien, si tú me desterraste fue porque, de pronto, empezaste a temerme.  (Ante un gesto de RÓMULO.)  Sí, Rómulo, sí. Tú sospechaste que si yo maniobraba e intrigaba en tu favor era porque paralelamente, iba subiendo tus mismos escalones y acercándome a tu meta.

RÓMULO.-   ¿No era así?

BRUNO.-   Creo que lo adivinaste al mismo tiempo que yo. La mañana en que mataron a Oswaldo vi mi amor de hermano pasar a un segundo término y comprendí que, ante mi deseo de reinar y de no morirme sin lograrlo, todos mis otros sentimientos palidecían. Esa mañana supe que si el poder no llegaba un día a mis manos, mi destino sería tan trágico como el del cantante al que raspasen las cuerdas de la garganta o el del pintor al que le vaciasen los ojos.

RÓMULO.-   Es verdad, yo adiviné todo eso.

 

(RÓMULO se levanta con la copa vacía y se sitúa ante la mesa, en el centro de la escena. BRUNO, ahora, está a la izquierda.)

 

BRUNO.-   Entonces, en un primer momento, yo me convertí para ti en un espía que te acechaba. Lo mismo que Pavanni, pobre, al que dejaste pudrirse, decepcionado, en su castillo de Gravosa... Sí, Rómulo... Te entró el miedo de que en cada copa que bebías pudiesen ir disueltas unas gotas de veneno y de que súbitamente, cuando aguardabas, escondido en el bosque, la aparición de los ciervos, una bala perdida acabara tu existencia.

RÓMULO.-   Estás acusándote a ti mismo.

BRUNO.-   ¿Y quién te dice que intento disculparme? Tú tenías razón, Rómulo. Desde que tu vida empezó a ser lo que me separaba del trono, yo la he mirado como enemiga de la mía, y todos mis esfuerzos para resignarme a ser el segundón, el heredero, han sido inútiles.

RÓMULO.-   Lo siento, Bruno. Creí que la distancia habría servido para curarte esa enfermedad.

BRUNO.-   No. Si algo hubiese podido mejorar de ella en estos años, el anuncio de tu boda me habría hecho retroceder en un instante. Sé muy bien que, si un día tuvieses un hijo, yo sería algo tan inútil como el cauce de un río cuando se desvían las aguas.  (Transición.)  Voy a evitarlo.

RÓMULO.-     (Entre irónico y preocupado.)  ¿Evitarlo? ¿Cómo, Bruno?

BRUNO.-   De una manera brutal... de la única manera con que se evitan muchas cosas de esta vida: con la muerte.

RÓMULO.-   ¿De quién?

BRUNO.-   ¿De quién ha de ser, sino de ti?

RÓMULO.-   ¿Vas a matarme?

BRUNO.-   Sí, Rómulo.

RÓMULO.-   Siempre tuviste cierta afición por las bromas de mediano gusto.

BRUNO.-   No bromeo, es la verdad.

 

(RÓMULO mira en el fondo de las copas.)

 

Tranquilízate, no has sido envenenado. Te consta que soy poco amigo de esos procedimientos.  (Transición.)  Voy a matarte, Rómulo... Y, sin embargo, te he querido más que a nadie. Tú has sido el héroe de mis años de niño, el ser superior en el que se reunían todos los dones, todas las virtudes. Te admiraba tanto que no podía envidiarte. Solo a esta fuerza oscura y superior a mí, me he rendido. Miento, no voy a matarte, quizás no podría. Van a matarte, y ya tu muerte es inevitable y sin remisión posible. Y eso es a tal punto cierto, que yo te suplicaría que me dieses la lección de aceptar tu fin, sin un grito, sin pedir socorro, porque nadie ha de oírte y, si alguien te oyese, no iría en tu ayuda. Y a mí me gustaría que el ser al que yo he considerado siempre por encima de los demás, muriese con la misma entereza y dignidad con que vivió.

RÓMULO.-   ¡Auxilio!

BRUNO.-   Qué decepción...

RÓMULO.-   ¡Auxilio, auxilio!

 

(De espaldas a RÓMULO, entra rápidamente por la derecha Doménico Ferrucci y le clava el puñal hasta el pomo. RÓMULO se desploma muerto.)

 

BRUNO.-    (Como si le hiciese un reproche amistoso.)  Rómulo querido: te dije que no iba a servirte de nada.

CANCILLER.-    (Entra por la derecha. A Doménico, que se ha arrodillado y mira extrañamente a RÓMULO.)  ¡Huye, Doménico!

 

(Doménico le obedece y se va por la derecha.)

 

BRUNO.-   Abridme esa ventana, Pavanni...  (Se rectifica.)  Canciller Pavanni...

 

(PAVANNI le obedece.)

 

CANCILLER.-     (Tras una pausa.)  ¿Qué vais a hacer, señor?

BRUNO.-   Ahora lo veréis.  (Se asoma a la ventana.)  ¡Han matado al Rey! ¡Al asesino, al asesino...! ¡Centinela! ¡Ese es! ¡Matadle! ¡Matadle!

 

(Ruido de lucha. Un grito.)

 

 
 
OSCURO
 
 




ArribaPrólogo

 

El cartel dice: «PRÓLOGO. La agonía del Príncipe Víctor».

 
 

A la izquierda, en primer término, una cama con dosel. Dos soldados en el lado derecho. El Príncipe VÍCTOR, envuelto en una hopalanda -septuagenario, barba canosa-, está acostado en el lecho. A su lado, frente al espectador, el Príncipe AURELIO y SPONCELLI; a los pies de la cama, un almohadón sobre el cual, de rodillas, reza el AYA; los restantes Príncipes, menos BRUNO y OSWALDO, aparecen a distintas distancias del lecho donde agoniza el Príncipe VÍCTOR. En el centro de la escena, una mesita pequeña sobre la cual escribe el CANCILLER PAVANNI.

 

VÍCTOR.-   No, Sponcelli, no me sangréis más. Abandonemos la lucha... Es tan inútil continuarla. Dejadme la poca sangre que me queda para despedirme del mundo y cumplir con Dios...  (Al AYA.)  ¿Por qué lloras?

AYA.-   Estoy tan triste...

VÍCTOR.-   Pobre Guillermina... Lo peor de la muerte es su nombre. Yo no estoy muriéndome. Estoy durmiéndome nada más, aunque sea para siempre. Dormir... ¿Ves cómo eso no asusta nada?

 

(El AYA sigue llorando tenuemente.)

 

¡Canciller!

 

(El CANCILLER se le acerca.)

 

 (El Príncipe VÍCTOR le habla despacio, con visible fatiga, pero sin patetismo, con una especie de resignación señorial con su destino.)  Leedme el parte que os dicté esta madrugada...

CANCILLER.-    (Evasivo.)  Decía que habíais pasado la noche muy agitadamente, señor...

VÍCTOR.-   ... y que se temía un triste desenlace... ¿no?

CANCILLER.-   Sí...

VÍCTOR.-   Si fui yo mismo quien lo compuso... ¿por qué os negáis a repetírmelo? En fin, ya no sirve... Os voy a dictar otro, el último... para que lo mandéis colocar en seguida en la puerta de palacio. Copiad, copiad...

 

(El CANCILLER se dispone a hacerlo.)

 

¿Y Bruno?

AURELIO.-   Salió un momento.

VÍCTOR.-   Que vuelva en seguida, antes de que sea tarde. Ya sé que este es un trance penoso, pero deberá acompañarme a mí como yo acompañé a mi padre.  (Transición.)  ¿Tenéis pluma y papel, Pavanni?

CANCILLER.-   Sí y os escucho, señor.

AURELIO.-   No os esforcéis.

VÍCTOR.-   Es cosa de poco... «La vida del Príncipe Víctor... se extingue dulcemente... rodeado de sus hijos...». ¿Me oísteis bien?

CANCILLER.-   Sí...

VÍCTOR.-   Repetídmelo...

CANCILLER.-   «La vida del Príncipe Víctor se extingue, dulcemente rodeado de sus hijos».

VÍCTOR.-   No, Pavanni, no... cambiasteis la coma de sitio... «La vida del Príncipe se extingue dulcemente, coma...».

CANCILLER.-   Excusadme, señor.  (Y él mismo rectifica el error padecido.) 

VÍCTOR.-   «... rodeado de sus hijos...». Lo cual es bien cierto...

 

(El CANCILLER se asoma a la lateral y entrega el parte a alguien que se lo recoge.)

 

Abrid esa ventana...

 

(Le obedecen. Se oyen unas campanas.)

 

Y esas campanas... ¿qué significan esas campanas...? Ah, ya lo entiendo... Se anticipan al parte...  (Transición.)  Guillermina, vete. Ha llegado la hora del señor Arzobispo y el fin de la tuya. Avisadle.

 

(El AYA inicia el mutis por la derecha y se aparta para dejar paso a BRUNO, cuyo carrito es empujado por OSWALDO. El AYA hace mutis definitivamente por la derecha. OSWALDO conduce a BRUNO al pie del lecho del Príncipe VÍCTOR.)

 

BRUNO.-   Padre...

VÍCTOR.-   Ah... Me consuela veros a todos conmigo. Y ahora oíd mi última voluntad.  (Intenta seguir hablando, no puede.) 

AURELIO.-   Se ahoga, Sponcelli, ¿qué hacemos?

SPONCELLI.-   No se puede hacer nada, Príncipe. Mirarle morir, solamente.

VÍCTOR.-   Esas campanas... Será mejor que cerréis...

 

(Alguien se acerca a la ventana y la cierra.)

 

Ah, qué buena cosa es el silencio... Hijos míos: Dios ha querido darme una larga descendencia. Aurelio, Lauro y vosotros tres os bastáis para asegurar la dinastía. Permaneced unidos y defended el reino de sus enemigos. Una sola inquietud tengo. Todos podéis valeros por vosotros mismos... menos Bruno. Bruno está enfermo y es débil. Procurad que no le falte nada, atendedle bien. ¿Juráis ayudarle?

AURELIO.-   Sí, padre.

VÍCTOR.-   Decid: sí, juro.

TODOS.-   Sí, juro.

VÍCTOR.-   Gracias..., gracias... hijos míos..., ya puedo morir en paz.  (Se ahoga de nuevo.)  Abrid las ventanas... Aire, necesito aire...

 

(Abren la ventana. Entra el ARZOBISPO, por la izquierda, precedido de unos acólitos.)

 

Ah, sed bienvenido, Ilustrísima. Oídme en confesión y rezad por mi alma.

 

(El ARZOBISPO se acerca a su lecho mientras musita unas preces.)

 

BRUNO.-   ¡Aurelio!  (Estas preguntas y respuestas deberán hacerse muy rápidamente.) 

AURELIO.-   ¿Qué?

BRUNO.-   ¡Oswaldo!

OSWALDO.-   ¿Qué quieres?

BRUNO.-   ¡Dalmiro!

DALMIRO.-   Dime...

BRUNO.-   ¡Rómulo!

RÓMULO.-   ¿Para qué nos llamas?

BRUNO.-   Nuestro padre se muere... ¡No me abandonéis, os lo suplico, no me abandonéis...!

 

(El escenario se llena con el sonido de las campanas. Todos se acercan a BRUNO y le rodean mientras cae el...)

 

 
 
TELÓN
 
 



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