Cuadro I
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Un cartel que dice: DIANA.
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La escena está prácticamente vacía de
muebles. Hay solamente en la parte derecha una pequeña mesa,
que sirve de escritorio, con pergaminos y plumas de ave. Ante esta
mesa, una jamuga. En el foro izquierda, un banco. Al hacerse la
luz, BRUNO está
solo en escena, en actitud meditativa. La mesa está lo
suficientemente separada de la lateral para que entre ella y la
lateral propiamente dicha pueda moverse BRUNO. OSWALDO entra por la
derecha.
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BRUNO.-
¿Murió Lauro?
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OSWALDO.-
Aún no.
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BRUNO.-
Como venías tan sonriente...
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OSWALDO.-
Es que he visto al Aya persiguiendo a un gato.
(Transición.) ¿Y
Rómulo?
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BRUNO.-
La agonía de Lauro le afecta mucho.
Pasó la noche en vela y entró a refrescarse la
cara.
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OSWALDO.-
¿Qué opina?
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BRUNO.-
En el caso de Dalmiro solo hay una opinión
posible.
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OSWALDO.-
Así es.
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RÓMULO.- (Por la
izquierda.) ¿Qué decidisteis?
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BRUNO.-
Sin ti, nada, ¿cómo se te ocurre?
Sentaos y hablemos.
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(RÓMULO se
sienta en la jamuga próxima a la mesa, OSWALDO, en el banco.)
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RÓMULO.- Me agradaría oír
al Canciller.
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OSWALDO.-
Será Pavanni quien nos oiga a nosotros.
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BRUNO.-
¡Bien dicho! (Tras una
pausa.) Me gusta ese tono autoritario. Sin duda,
tienes tus planes para cuando llegue tu momento.
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OSWALDO.-
¿Crees tolerable la política que se
sigue con el Sultán?
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BRUNO.-
¡Bravo, Oswaldo! Ese es el camino.
(Transición.) Pero no
precipitemos las cosas.
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RÓMULO.- ¿Cómo sigue
Lauro?
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OSWALDO.-
Si llegase al mediodía, me llevaría una
sorpresa.
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BRUNO.-
En todo caso, se muere y el trono pasa a Dalmiro.
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OSWALDO.-
¿Y qué preferirá Dalmiro?
¿El trono o su amante?
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BRUNO.-
A una sola de las dos cosas tiene derecho y es
preciso que elija en el acto. Sería absurdo que el reino
pasase a sus manos hoy para renunciarlo mañana.
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OSWALDO.-
En cuanto a nosotros, por nada del mundo
consentiremos que suba al trono la hija de un posadero
afortunado.
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BRUNO.-
... que fue antes postillón de diligencias y
antes mozo de cuadra.
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RÓMULO.- ¿Y Dalmiro?
¿Qué ha dicho?
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BRUNO.-
Todavía cree en la mejoría de Lauro.
Después del tercer vómito de sangre..., aún
espera que se cure.
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OSWALDO.-
Es absurdo...
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BRUNO.-
Dejadme hablarle. Y si me autorizáis a hacerlo
en vuestro nombre...
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OSWALDO.-
En el mío, sí.
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RÓMULO.- En el mío,
también.
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BRUNO.-
Gracias por vuestra confianza.
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RÓMULO.- Entretanto, yo me voy a la
cámara de Lauro. (A OSWALDO.) ¿Me
acompañas?
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BRUNO.-
Por favor, Oswaldo, quédate un instante.
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RÓMULO.- Bien. Hasta luego.
(Mutis de RÓMULO por la
izquierda.)
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BRUNO.-
Hermano: es ridículo que tú y yo nos
entendamos a medias palabras. Con Rómulo es inútil
contar. Ante la idea de ser el Príncipe heredero, se encoge
como una viejecita en el atrio de una iglesia.
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(BRUNO se
sitúa entre la mesa y la lateral derecha; OSWALDO se sienta en la jamuga
vacía.)
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OSWALDO.-
Anímale diciéndole que en ninguna parte
está escritor que Angelina y yo tengamos hijas siempre, y
que, cuando menos lo esperemos, con un poco de suerte, puede nacer
el varón que le sustituya.
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BRUNO.-
(Un instante se queda en suspenso ante
esa hipótesis que, de manera visible, le
impresiona.) Claro que sí. (Se
recobra.) Pero, en fin, eso, ahora, es secundario.
Primeramente, Dalmiro no nació para reinar.
¿Tú crees que un rey es o puede ser como él
es? Nada más lejos de mí que criticarle. No, no,
Oswaldo: a ti la autoridad te brota de modo natural. Todos te
obedecen -te obedecemos- sin esfuerzo ninguno. Dalmiro no vive en
la realidad, sueña. No manda, suspira...
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OSWALDO.-
Y, sin embargo, es a él a quien le corresponde
el trono.
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BRUNO.-
Pero está locamente enamorado de una mujer
plebeya, angelical, sí, pero plebeya, de una mujer
incapacitada para ser reina.
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OSWALDO.-
Así es.
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BRUNO.-
Oswaldo, ayudémosle a preferir, no lo que os
convenga a ti y a Rómulo, sino al país.
Ayudémosle... a renunciar.
(Pausa.) Yo, ya le he preparado el
camino.
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OSWALDO.-
¿Qué has hecho?
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BRUNO.-
Tal vez Dalmiro terminase con Diana si se convenciese
de que no le dolería a ella la ruptura. Algo imaginé
yo para persuadirle de que eso le costaría la vida a Diana,
lo cual, por otra parte, es cierto. Oswaldo, te lo ruego,
guárdame el secreto... ¿sabes lo que preparo? Un
simulacro de suicidio.
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OSWALDO.-
¿De suicidio...?
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BRUNO.-
Sí. La madre de Diana, Elena Recovaro, es
nuestra aliada. ¿Cómo extrañarnos? Que ya que
su hija no sea reina, sea al menos la esposa de un Príncipe:
esa es su ilusión y muy justificada. No es mal destino para
quien nació en una hostería, ¿verdad?
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OSWALDO.-
Naturalmente.
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BRUNO.-
Está al llegar... Yo quiero producir a Dalmiro
una gran conmoción... Y he urdido toda una historia. Mira,
estas pastillas... (Le enseña una
caja.) Las preparó la condesa Alarbi...
Parece que producen un sueño divino, poblado siempre de
aventuras y de éxitos galantes, del que se tarda en
despertar muchas horas. Un simulacro de suicidio, sí,
¿no comprendes? La señora Recovaro se las
arreglará para que Diana las tome y Dalmiro, que tal vez no
necesite de tanta comedia, sentirá multiplicado su amor y
sus responsabilidades, al ver que Diana se ha envenenado de miedo a
perderle...
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OSWALDO.-
Y la madre, ¿está conforme con ese
simulacro?
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BRUNO.-
Poco le falta.
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(Entra el AYA por
la izquierda.)
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AYA.-
La señora Recovaro dice que la esperan.
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BRUNO.-
Y no miente, Aya. Hazla entrar.
(Mutis del AYA por
la izquierda.)
(A OSWALDO.) No te
marches.
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OSWALDO.-
A tu gusto.
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(Entra ELENA
RECOVARO por la izquierda. ELENA tal vez fue hermosa, pero de eso
hace mucho tiempo. Conserva, eso sí, cierta indudable
prestancia y viste con empaque.)
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ELENA.-
Señor... (Al ver a OSWALDO, sorprendida y
emocionada.) ¡Ah, Príncipe...!
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BRUNO.-
Ya le hablé de vos.
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OSWALDO.-
Me agrada conocerla.
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ELENA.-
Para mí es un honor tan grande...
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BRUNO.-
Podéis hablar delante de él sin ninguna
reserva.
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ELENA.-
Es muy grave lo que tengo que revelaros.
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OSWALDO.-
Contáis con mi amistad y con mi
discreción.
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BRUNO.-
¿Qué hay de lo que os propuse ayer?
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ELENA.-
No me atrevo, señor. Me da miedo.
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BRUNO.-
(Con violencia.)
¿Cómo decís?
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ELENA.-
¿Quién sabe los efectos de esas
pastillas? ¿Y si mi hija se muere?
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BRUNO.-
¿Nos suponéis capaces de exponerla?
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ELENA.-
Me da miedo, Príncipe... Y, además, no
es necesario.
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BRUNO.-
¡Ah, no! ¿Y por qué?
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ELENA.-
He dicho que tenía una revelación que
haceros. Aunque sufra mi pudor no debo ni puedo callar más
tiempo, Príncipe. Diana no es la hija de Luigi, mi
marido.
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BRUNO.-
¡Ah!
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ELENA.-
Yo le idolatro, pero Diana... nació de un
momento de debilidad mía.
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OSWALDO.-
¿Puede saberse qué afortunado mortal
fue su padre?
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ELENA.-
Diana, señor, es hija del marqués de
Rigatti.
(OSWALDO y
BRUNO se
miran.)
No creáis que os hago esta
confesión por vanidad, aunque siempre haya guardado mucha
gratitud al señor marqués, que se portó
conmigo aquella noche como un hombre y las demás como un
caballero, sino para acallar mi conciencia.
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OSWALDO.-
¿Tenéis pruebas?
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ELENA.-
El señor marqués me mandó su
árbol genealógico, muy historiado..., y en una rama
había dibujado dos redondelitos, uno con mi nombre y otro
con el de Diana.
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OSWALDO.-
¿Quién más sabe esto?
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ELENA.-
Vosotros dos, señor, el marqués y Dios.
Gente, como veis, distinguida, pero escasa.
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BRUNO.-
¿Y qué perseguís
honrándonos con esa confidencia tan sentimental?
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ELENA.-
Saber qué es lo que juzgáis más
oportuno: si que siga ignorado de todos o que se divulgue.
(A BRUNO.) Vos,
¿cómo creéis que vale más Diana?
¿Como hija de Luigi, o como hija del marqués de
Rigatti?
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BRUNO.-
Yo tengo prejuicios de clase y no puedo ser neutral,
señora. Para mí, una sola gota de la fecunda sangre
del marqués de Rigatti, vale por los cinco litros que lleva
en sus venas el simpático Luigi.
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ELENA.-
(Sinceramente
asombrada.) ¿En esa proporción?
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BRUNO.-
(Tasador.) En esa
proporción.
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OSWALDO.-
(Se ríe.) Pero si
la misma consulta se la hicieseis al señor Arzobispo,
seguramente sería distinta. Y ya no digamos si se la
hicieseis al señor Luigi.
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BRUNO.-
Así, en principio, me parece que lo más
prudente sería dejar las cosas como están.
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ELENA.-
¿Por qué no os ponéis en mi
corazón de madre?
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BRUNO.-
Yo sé muy bien a qué aspiráis...
A coronar a vuestra hija aunque sea preciso coronar a vuestro
marido...
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ELENA.-
Qué cruel sois...
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OSWALDO.-
Sin rodeos, amiga mía. Diana, hija
legítima o adulterina, no podrá ser reina nunca,
¿está claro?
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BRUNO.-
Pero, aquí, lo que se pretende es que Diana y
Dalmiro salgan de esta encrucijada con el menor daño
posible. Y para conseguirlo, lucharemos cuanto haga falta. Porque,
si a vos os preocupa la dicha de vuestra hija, a nosotros no nos es
indiferente la de nuestro hermano.
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ELENA.-
Me bastaría con que las cosas siguiesen como
hasta hoy.
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BRUNO.-
¿Teméis que Dalmiro la abandone?
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(El AYA, por la
izquierda.)
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AYA.-
¡Acaba de morir el Príncipe Lauro!
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BRUNO.-
(Sin inmutarse.) Vamos
en seguida. (Transición.) Hay
que demostrarle que Diana es capaz de cometer cualquier disparate
si la deja.
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ELENA.-
Y no os engaño, señor, lo
cometería. Ah, no juzguéis a Diana por mí.
Diana es un ser aparte. Un alma limpia y tierna... Ya sé que
no es hija del señor Luigi, pero a veces juraría que
tampoco lo es mía.
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BRUNO.-
Imaginémonos que nació tan
espontáneamente como las fresas del bosque. Conforme. Ahora
bien, si su felicidad os preocupa, ¿por qué no os
esforzáis en protegerla?
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ELENA.-
Pero no de esa manera... Si Diana muriese...
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BRUNO.-
¿Otra vez...? Daos cuenta de que nosotros lo
lamentaríamos tanto como vos misma. ¿Es menester que
os diga el porqué, marquesa de una noche? Si Diana muriese,
Dalmiro sería el Rey y no Oswaldo.
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ELENA.-
(Sin saber qué
hacer.) Ay, señor...
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BRUNO.-
Entonces, ¿por qué no nos
obedecéis? Disolved estas pastillas en el vino de la cena.
Diana dormirá hasta el mediodía, pero, desde muy
temprano, al ver que no despierta, empezaréis a gritar que
ha querido quitarse la vida antes que perder a Dalmiro, y a pedir
socorro.
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ELENA.-
¿Y cuando, por fin, se despierte? Ella es
incapaz de mentir y confesará a Dalmiro la verdad.
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BRUNO.-
¿Y cuál es la verdad? ¿No es que
le adora como a un Dios? ¿Descubrirá, por serle leal,
una superchería tan inocente como esa, a la que quizá
le deba ser feliz toda la vida?
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ELENA.-
¡Ay!, señor...
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AYA.-
(Por la izquierda.) El
Príncipe Dalmiro.
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OSWALDO.-
Seguidme, señora. Esperad aquí a que se
vaya vuestro yerno. También yo tengo algunas cosas que
deciros. (A BRUNO.) Suerte,
Bruno.
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BRUNO.-
¿Por qué no, Oswaldo?
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(OSWALDO y
ELENA se van por la
izquierda, DALMIRO entra
por la izquierda.)
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DALMIRO.-
Bruno...
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BRUNO.-
Si pudiese, correría a besarte la mano.
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DALMIRO.-
Calla, Bruno. Yo soy el que me apresuro a venir hacia
ti... Sé que nadie me aconsejará como tú.
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BRUNO.-
Por un lado, la muerte de Lauro me parte el alma de
pena; por el otro, me enorgullece ver que el trono vuelve a nuestra
rama, la de los hijos del Príncipe Víctor y de la
Princesa Herminia. Es un viraje de la Historia, querido hermano, y
tú eres..., el gozne de ese viraje.
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DALMIRO.-
Yo estoy abrumado.
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BRUNO.-
¿Qué dudas? ¿Si coronarte en
seguida o esperar algunas semanas?
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DALMIRO.-
No. Si debo o no coronarme.
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BRUNO.-
¿Cómo? ¿Hablas de abdicar?
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DALMIRO.-
Sí.
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BRUNO.-
¿Y tú te atreverías?
(Solemne.) ¡Sería una
deserción! (Pausa.) Claro que
piensas en Oswaldo y en Rómulo y en que ellos pueden ocupar
tu puesto, reemplazarte.
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DALMIRO.-
Justo, así es.
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BRUNO.-
No, daño, no lo harías a nadie... Ni a
la dinastía, ni al pueblo.
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DALMIRO.-
¿Tú lo crees?
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BRUNO.-
Es evidente..., pero, reinar, ¿no te atrae, no
te fascina? ¿Dónde hay un destino más hermoso
que ese? ¡Ah, ya sé lo que te sucede...! Tú
sabes que, sí, que es mejor todavía despertar por la
noche y oír respirar, sobre la misma almohada, la mujer a la
que se adora... A Diana, por ejemplo. Cuéntame, Dalmiro,
¿la quieres mucho?
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DALMIRO.-
Sí, muchísimo.
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BRUNO.-
Ya lo sé. Es natural... Diana te ha
enseñado la vida. Mejor dicho, los dos la habéis
aprendido juntos. Eso es precioso... Nosotros hemos comenzado
demasiado pronto, con mujeres que entraban por el pasadizo sin que
ni los centinelas ni nuestro padre lo supiesen y que
traíamos de los burdeles. Y a ti, eso, te asqueaba... Diana
te hizo hombre, ¿verdad? Y tú tardaste en serlo.
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DALMIRO.-
Lo fui el mismo día en que cumplí los
veintiséis años.
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BRUNO.-
Y antes... ¿nada? Tú has sido siempre
más limpio que nosotros, Dalmiro. Y por eso mereces que te
obedezcamos... Yo era muy brutal... muy tosco... Te hacía
llorar llamándote afeminado, echándote en cara que no
te gustaban las mujeres. Y, a lo mejor, no mentía, no te
gustaban las mujeres, te gastaba una mujer... Y he aquí,
que, cuando la encuentras, los prejuicios, la tradición, las
leyes, te ponen el puñal al pecho, como un bandolero y te
dicen: la amante o la corona.
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DALMIRO.-
Porque para ti es indudable que yo he de optar entre
las dos.
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BRUNO.-
¡Ah!, eso sí, Dalmiro.
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DALMIRO.-
Bruno, ¿tú qué
harías?
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BRUNO.-
¿Quieres mucho a Diana?
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DALMIRO.-
No concibo la vida, sino con ella.
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BRUNO.-
Y Diana..., ¿te corresponde?
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DALMIRO.-
¿Cómo puedes dudarlo? Me ha dado tantas
pruebas...
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BRUNO.-
Por ejemplo...
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DALMIRO.-
Hace unos meses oyó decir que me destinaban
por esposa a la duquesa Alicia. Un infundio ridículo... Pero
a punto estuvo de envenenarse...
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BRUNO.-
(Súbito.) No me
sorprendería que lo hiciese.
(Transición.) Calla, es
espantoso que un ser al que se ama, que es indispensable para
nuestra felicidad, sea capaz por nuestra culpa, en un momento de
locura, de... No, no, Dalmiro... Eso es terrible. Y, sin embargo,
si no se tratase de ti, yo te diría: «Sé
egoísta. En la vida hay que acorazarse, defenderse de los
demás». Pero es que tú adoras a Diana,
solamente a Diana, ¿no? Nunca me hiciste confidencias. Ahora
me acuerdo de Amanda Ricci, y de la condesa Neri, que juraban
convertirte... ¿Con ninguna sentías nada?
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DALMIRO.-
No. Diana fue la revelación, el descubrir un
mundo ignorado... el placer, Bruno, el placer.
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BRUNO.-
Pues entonces, Dalmiro, renuncia a todo menos a
Diana. Defiéndela con uñas y dientes y, antes que
perderla, abdica mil veces si no quieres ser un desgraciado.
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DALMIRO.-
Tal vez hubiese una solución...
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BRUNO.-
¿Cuál? ¿La de esconderla en una
villa, fuera de la ciudad? ¿La de convertirla en tu
favorita?
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DALMIRO.-
Quizás...
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BRUNO.-
Eso, sí, sería posible, pero...
¿te consolaría? Aparte de que, como es lógico,
tú le habrás prometido cosas muy diferentes y le
sentirás esclavo de tus promesas.
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DALMIRO.-
Esclavo, no. Mi ilusión es cumplirlas.
Casarnos y huir del reino a vivir nuestro idilio, aislados del
resto del mundo.
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BRUNO.-
(Grandilocuente.) Eso,
tampoco, Dalmiro. Oswaldo te cedería el castillo de Rovina,
no lo dudes.
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DALMIRO.-
Renunciar... es lo que debo hacer.
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BRUNO.-
En el fondo, te comprendo. Sacudir de un manotazo los
desvelos, las inquietudes por el destino de quienes, de pronto, nos
pagan con la peor moneda y nos cuelgan en una noche de
revolución. A nuestro padre le subía la náusea
a la boca después de las audiencias. Era un
espectáculo hediondo ver cómo iban las gentes a
vaciar ante el trono sus codicias, sus odios, sus intrigas...
¿Nunca te contó nada? A mí, sí...,
porque yo sentía una curiosidad malsana por todo aquello y
le esperaba para preguntarle «¿Qué
sucedió hoy?» y el Rey Víctor me decía
«Me han llenado unos de babas y otros de pus...». A tu
espíritu le repugnan esas inmundicias, naturalmente.
Ánimo, Dalmiro, no vaciles. Enciérrate en mi gabinete
unos minutos. Deberás escribir tu renuncia. Pocas
líneas, cuantas menos, mejor. ¿Sabes lo que yo
diría? Ehhh... «Si mi infortunio personal sirviese de
algo a mi pueblo, yo me lo impondría sin un segundo de
vacilación. Ehhh... Pero a mi pueblo lo defiende la juventud
de Oswaldo y a él... (Busca la
palabra.) traspaso el honor de reinar en mi
país. Sé que cuantos amen apasionadamente
estarán a mi lado»... ¿Te parece?
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DALMIRO.-
Sí, tienes razón. Voy a redactarla
ahora mismo. Gracias por tu lealtad, Bruno.
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BRUNO.-
Nuestra patria pierde contigo al mejor de los reyes.
Diana, en cambio, se lleva al mejor de los hombres.
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(Entra el AYA por
la izquierda.)
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AYA.-
(Se dirige a DALMIRO.) Señor:
avisan que Diana está muy grave y que os necesita...
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DALMIRO.-
(Desolado.)
¡¡No...!! (Y hace mutis velozmente por la
izquierda.)
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BRUNO.-
¿Qué pasa?
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AYA.-
Buscaban a su madre.
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BRUNO.-
¡Señora Recovaro!
(Transición.) Pero,
¿qué es lo que pasa?
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AYA.-
Al parecer, se ha abierto las venas.
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BRUNO.-
¿Qué dices?
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AYA.-
De miedo a perder a Dalmiro..., o por no
estorbarle... No saben.
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ELENA.-
(Por la derecha, seguida de
OSWALDO.)
Príncipe...
|
BRUNO.-
¡Sponcelli! ¿Dónde está
Sponcelli?
|
AYA.-
(Hace mutis. Se le oye repetir desde
dentro.) ¡Señor Sponcelli!
¡Señor Sponcelli!
|
OSWALDO.-
¿Qué sucede?
|
BRUNO.-
Diana acaba de hacer de verdad lo que nosotros
queríamos que hiciese por juego.
|
ELENA.-
¿Se ha envenenado?
|
BRUNO.-
Se ha abierto las venas...
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ELENA.-
¿Mi hija? No, no es posible... ¡Diana,
Diana...! (Mutis por la
izquierda.)
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SPONCELLI.-
(Por la izquierda.)
Príncipe...
|
BRUNO.-
Seguid a esa mujer y salvad a su hija. Es la vida
más importante del reino. Responderéis de ella con la
vuestra.
|
|
(Mutis de SPONCELLI.)
|
OSWALDO.-
(Tras una pausa.) Por
fin, un amor verdadero, Bruno...
|
BRUNO.-
(Enigmáticamente.) Que no puede
morir...
|
|
OSCURO
|
Cuadro III
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|
El cartel dice: LA GLORIA MILITAR.
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|
A la derecha, y en primer término, hay una jamuga
vacía, y ante ella, una mesita pequeña con tablero de
ajedrez y sus piezas. En el centro geométrico del escenario,
un gran escritorio de época, rojo. Entre el escritorio y la
mesa de ajedrez, el carrito de BRUNO puede circular libremente. Sobre
el escritorio, libros, pergaminos, un tintero y un candelabro. Tras
este escritorio, una jamuga en la que se sienta RÓMULO y, al lado izquierdo,
otra jamuga vacía. Cuando comienza la acción,
RÓMULO escribe. Al
poco, por la derecha, sale BRUNO que se sitúa entre el
escritorio y la mesa de ajedrez.
|
BRUNO.-
¡Rómulo! ¡Rómulo!
|
RÓMULO.- ¿Qué sucede?
|
BRUNO.-
Es preciso que hablemos.
|
RÓMULO.- Me coges sin arreglarme.
¿Qué pasa?
|
BRUNO.-
El conde Pavanni podrá explicarte si te
apetece, lo que se propone Oswaldo.
|
RÓMULO.- ¿Dónde
está Pavanni?
|
BRUNO.-
Espera en la antecámara.
(BRUNO gira en su
carrito para llamar a PAVANNI, por la derecha.)
¡Conde Pavanni! |
|
(Y entra, pocos segundos después, el CONDE PAVANNI. Depuesto, faltan a sus
vestiduras las insignias propias de su antiguo rango.)
|
CANCILLER.-
Señor... (Le besa
cortésmente la mano.)
|
RÓMULO.- Os suponía en vuestro
retiro.
|
CANCILLER.-
Dos años de inactividad cansan a cualquiera.
Allí me fui, en efecto, apenas el Príncipe Oswaldo me
insinuó que ya había trabajado bastante por el reino,
pero he regresado hace unas semanas.
|
RÓMULO.- ¿Tenéis alguna
noticia que darme?
|
CANCILLER.-
Sí, Príncipe. Se trata de algo
demasiada grave para que lo ignoréis. El Príncipe
Oswaldo prepara la firma de una alianza con Venecia.
|
BRUNO.-
¿Lo sabías?
|
RÓMULO.- No.
|
BRUNO.-
¿Cómo os enterasteis, Pavanni?
|
CANCILLER.-
Por una confidencia de un amanuense.
|
RÓMULO.- Estáis bien
informado.
|
CANCILLER.-
Es una manía de la que no consigo curarme.
|
BRUNO.-
Ni lo intentéis: la padecen todos los hombres
públicos.
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CANCILLER.-
Es extraño que el canciller Marini os haya
ocultado un asunto de tanta importancia.
|
RÓMULO.- Si el Príncipe Oswaldo
guardaba el secreto, ¿por qué iba a romperlo el
Canciller? Esto aparte, ¿cuál es vuestra
opinión sobre esa alianza?
|
CANCILLER.-
Temo que sus consecuencias sean desastrosas. El
Sultán la considerará -y no sin motivo- como una
provocación. Es prudente quitarle todo pretexto de
agredirnos.
|
RÓMULO.- Ojalá que vuestras
predicciones no se cumplan.
|
CANCILLER.-
Soy yo el primero en desearlo.
|
BRUNO.-
Es inútil: Oswaldo sueña con la gloria
militar. Es de esos príncipes para los cuales la guerra es
tan solo una ocasión de lucimiento.
|
CANCILLER.-
Por la gloria militar se entra en la Historia con
más firmeza que por ninguna otra: no es extraño que
Oswaldo intente seguir ese camino.
(Transición.) Lo cierto es que
no estamos preparados para una guerra.
|
BRUNO.-
Eso es lo que me hace temer que se desencadene.
|
RÓMULO.- El pueblo no la quiere.
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BRUNO.-
Si solo se hubiesen hecho las guerras que quiere el
pueblo...
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CANCILLER.-
La afición a la sangre del pueblo suele
saciarse con el motín, con la revolución, acaso. No
necesita más.
|
BRUNO.-
Hay príncipes que se consideran menores de
edad mientras no reciben su bautismo de fuego. Quizá Oswaldo
es uno de ellos.
|
RÓMULO.- Una guerra... Sería
terrible... (Hace mutis por la derecha,
preocupadamente.)
|
BRUNO.-
Pavanni: vos no estáis contento de cómo
van los asuntos del reino y yo tampoco.
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CANCILLER.-
Así es, Príncipe.
|
BRUNO.-
¿Nunca pensasteis en vuestro retiro, tan
injusto, por cierto, en hacer algo para que cambien?
|
CANCILLER.-
Mil veces, señor.
|
BRUNO.-
Seguramente tenéis muchos adictos.
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CANCILLER.-
Menos en número que cuando fui canciller. Pero
en ese punto de exacerbación y de fidelidad que trae consigo
la desgracia.
|
BRUNO.-
Gentes dispuestas a serviros, leales, audaces...
discretas...
|
CANCILLER.-
Probablemente.
|
BRUNO.-
Y, sin embargo, tener muchos, es poca cosa, si es que
no tenéis uno.
|
CANCILLER.-
¿Cómo decís?
|
BRUNO.-
Sí, uno, entendedme bien, capaz de todo.
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CANCILLER.-
También lo tengo.
|
BRUNO.-
¿Sí?
|
CANCILLER.-
Doménico Ferrucci se llama. Está a
mitad de camino entre el fanatismo y la locura. Un irresponsable
útil, señor.
|
BRUNO.-
¿Os obedecería en cuanto le
mandaseis?
|
CANCILLER.-
Imaginaos la bala de una bombarda que yo pudiese
llevar de la mano hasta su blanco. Así es para mí
Doménico Ferrucci.
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BRUNO.-
Cultivadlo, Pavanni. Conviene tener su fervor al
día, por si uno cualquiera lo necesitaseis.
|
CANCILLER.-
Así lo haré, Príncipe.
|
BRUNO.-
Y ahora, quiero que me respondáis
sinceramente. Puesto que Oswaldo no tiene hijos varones, si mi
hermano Rómulo subiera al trono, ¿a quién
juraríais heredero?
|
CANCILLER.-
Solo hay una respuesta para esa pregunta.
|
BRUNO.-
¡Ah, no...! Si el Príncipe Dalmiro
tuviese descendientes...
|
CANCILLER.-
(Irónico.) Nadie
lo espera en el reino. Pero, aunque los murmuradores se
equivocasen, el Príncipe Dalmiro renunció a sus
derechos para sí y para los suyos, y, por tanto, nadie
podría alegarlos. Vos sois el único a quien
legítimamente le corresponden.
|
BRUNO.-
¿Y me juzgáis capaz de llevar el
título de Príncipe heredero?
|
CANCILLER.-
¿Y por qué no, señor?
|
BRUNO.-
Arrastro, casi desde niño, una triste
enfermedad que me ha convertido en un inválido.
|
CANCILLER.-
El pueblo os ama a pesar de ella, y se ha hecho a
veros en vuestra silla como a otros de vuestros hermanos en su
caballo.
|
BRUNO.-
Las buenas gentes del reino tienen la
sensación de que el Príncipe Bruno es un
inútil.
|
CANCILLER.-
¿La parálisis que sufrís, os
alcanza a las manos?
|
BRUNO.-
No, qué absurdo...
|
CANCILLER.-
Ya sé que no, ya sé que podéis
escribir cuanto se os antoje. Pues gobernar es firmar,
Príncipe.
|
BRUNO.-
Al pueblo le gustan las comitivas lucidas, los
desfiles marciales. ¿Que podría darle yo de todo
eso?
|
CANCILLER.-
Poco quizás en ese orden, pero hay otras cosas
más profundas que el pueblo necesita y que le
llegarían a través vuestro. Vos seríais un
Príncipe consagrado al bien de sus súbditos y ellos
lo adivinarían desde la primera hora.
|
BRUNO.-
Es triste soñar tanta grandeza para tanta
miseria física.
|
CANCILLER.-
Oh, no, no digáis eso. Es deprimente
oíroslo. Y, además, no tenéis razón
alguna para reaccionar así. En lo que a mí se
refiere, yo os juraría muy gustosamente, no ya
Príncipe heredero, sino Rey.
|
BRUNO.-
(Enrojece.)
¿Rey...?
|
CANCILLER.-
Oh, sí... ¿Por qué no? En el
caso de que... el azar os abriese el camino... Seríais un
rey asombroso, señor.
|
BRUNO.-
(Ambiguamente.)
¿Sí?
|
CANCILLER.-
Solo son buenos amadores aquellos a los que les
gustan las mujeres. A vos, Príncipe, el poder os atrae, os
fascina, os hace tanta falta como el aire.
|
BRUNO.-
¿Qué os lleva a suponerlo?
|
CANCILLER.-
Basta saber mirar vuestra mirada.
|
BRUNO.-
¿Es posible que sea tan expresiva?
¿Nunca habéis temido equivocaros
interpretándola?
|
CANCILLER.-
No. Por eso dije que seríais, si el destino lo
quisiese, un gran rey, uno de los grandes reyes de nuestra
dinastía.
|
BRUNO.-
Acercaos, Pavanni.
|
CANCILLER.-
¿Qué deseáis de mí?
|
BRUNO.-
Acercaos...
|
|
(PAVANNI le
obedece. Cuando lo tiene a su alcance, BRUNO deja caer un libro. PAVANNI se inclina para recogerlo.
BRUNO le echa las manos al
cuello.)
|
CANCILLER.-
(Lucha por desasirse de esa argolla
que, si no cediese, acabaría
asfixiándole.) ¡Señor...!
|
BRUNO.-
Te he de ahogar para que no vuelvas a decir nunca lo
que has dicho.
|
CANCILLER.-
¡Señor! (Consigue, por
fin, desasirse. El libro sale despedido.) No
lograríais nada enmudeciéndome.
|
BRUNO.-
Por lo menos que nadie te lo oiga.
|
CANCILLER.-
Enmudeced vos mismo, Príncipe.
|
BRUNO.-
¿Yo?
|
CANCILLER.-
Sí, conducíos de manera que no se os
transparente ese juego con el que movéis los hilos de los
demás, con el que ayudáis a que se consuma Lauro, a
que abdique Dalmiro, a que se estrelle Oswaldo. El mismo juego, sin
duda, con el que mañana, procuraríais saltar sobre
Rómulo y conseguir el poder.
|
BRUNO.-
(Como si sufriera de verse
descubierto.) ¡Pavanni!
|
CANCILLER.-
¿Es que teméis que haga uso de esto
contra vos? ¡Qué poco me conocéis!
Estáis hablando con el más leal de vuestros
súbditos. ¿Y sabéis por qué lo soy? No,
simplemente, por adhesión a vuestra persona, sino porque vos
sois el único tallado con madera de Rey, el único en
quien veo, de verdad, la ambición de reinar. Reinar no
consiste tan solo en conducir tropas a la batalla, ni en convertir
la ciudad en un vivero de poetas; reinar es hacer grande cuanto se
toca, enriquecerlo y llenarlo de sentido ante la Historia. Vos,
Príncipe, mandaríais a vuestros súbditos, no
cantaríais a la luna, haríais leyes y no sonetos. Y
yo os serviría humildemente.
(Transición.) Si no me hubiese
librado de vuestra injusta cólera, hubieseis perdido un
seguidor, modesto, pero acaso eficaz.
|
BRUNO.-
Pavanni...
|
CANCILLER.-
Dejadme que os confiese que si los músculos de
vuestras piernas fuesen a la par de los de vuestros brazos,
seríais el mejor andarín del reino.
|
BRUNO.-
(Habla
apaciguadamente.) Pavanni, venid aquí...
(Ante un gesto receloso de PAVANNI.) No
temáis. Es ayuda lo que os pido.
|
CANCILLER.-
(Recogió el libro que
había dejado caer BRUNO.)
¿Leéis a Maquiavelo? (Se lo
entrega.)
|
BRUNO.-
Siempre instruye... Ayudadme, Pavanni.
|
CANCILLER.-
¿A qué, señor?
(BRUNO intenta
abandonar su silla. Se sirve de un bastón y del apoyo que le
presta PAVANNI. Gracias a
ambas cosas, se coloca de pie buscando la pared en que reclinarse y
descansando el peso de su cuerpo, visiblemente, sobre el
bastón.)
Yo no sabía que...
|
BRUNO.-
¿Os sorprende?
|
CANCILLER.-
Creí que ni esos movimientos os eran
posibles.
|
BRUNO.-
¿Bastan para ser Príncipe heredero?
|
CANCILLER.-
Ya os dije que bastan para ser Rey.
|
BRUNO.-
En fin, sentémonos de nuevo. Me fatigo
mucho.
|
RÓMULO.- (Se
vistió por completo. Mira a BRUNO con asombro.)
¿He de enterarme hoy de todo gracias a Pavanni?
|
BRUNO.-
Oh, no, Rómulo.
|
RÓMULO.- ¿Desde cuándo,
Bruno?
|
BRUNO.-
Es el límite, hermano. Y a él
llegué hace ya algunas semanas. (Ocupó
de nuevo su silla.)
|
CANCILLER.-
Felicidades, señor, es un progreso que salta a
la vista.
|
BRUNO.-
Demasiado pequeño para festejarlo.
|
CANCILLER.-
Y si no disponéis nada de mí...
|
RÓMULO.- ¿De verdad la actitud
del Sultán os inquieta mucho? ¿Vos no hubierais
aconsejado la alianza con Venecia?
|
CANCILLER.-
Yo fui depuesto por oponerme a ella.
|
RÓMULO.- Está bien, Pavanni.
Podéis retiraros.
|
CANCILLER.-
Con la venia... (Mutis de PAVANNI por la
izquierda.)
|
BRUNO.-
Oswaldo llevará el reino a una hecatombe.
|
RÓMULO.- ¿Sabes la manera de
evitarlo?
|
BRUNO.-
Sí, hay una, que tú subas al trono.
|
RÓMULO.- Una revolución...
|
BRUNO.-
No, es demasiado expuesto. Se conoce el principio de
las revoluciones, pero no el final. Habría menos
revolucionarios si esa verdad estuviese suficientemente
difundida.
|
RÓMULO.- ¿Qué es,
entonces, lo que maquinas?
|
BRUNO.-
¿Es posible que no sueñes con reinar un
día?
|
RÓMULO.-
(Borrosamente.) No...
|
BRUNO.-
Mientes, Rómulo.
|
RÓMULO.- ¿Por qué lo
dices?
|
BRUNO.-
Algo ha cambiado en ti y, si eres sincero,
deberás confesarlo. La sangre de todos los herederos del
mundo hierve, cuando ya la espera se alarga. Lo mismo da heredar
tierras, ducados de oro, o coronas de príncipe. Algunas de
esas sangres hierven tan en silencio que ni aun los cortesanos
más finos de oído lo notan. Y la tuya lo hace con una
discreción admirable, pero hierve.
|
RÓMULO.- ¿Estás muy
seguro?
|
BRUNO.-
No finjas conmigo. El ser Príncipe heredero
más te ha servido de mortificación que de otra cosa.
Yo te vi morderte los labios el día en que dejaron de batir
marcha porque habían confundido tu carroza con la de Oswaldo
y sé que te duelen, como seis bofetones, los seis pasos de
respeto que tienes que cederle en los desfiles.
|
RÓMULO.- Reinar no me haría tan
feliz como el componer música o el escribir versos.
|
BRUNO.-
Las dos cosas las haces muy mal, Rómulo.
|
RÓMULO.- También tú eres
el primero que me lo dice.
|
BRUNO.-
¿Y quién, sino yo, que te adoro,
podría decírtelo? ¿El canciller Marini, tus
edecanes? La adulación nos envuelve a los príncipes
en la vida lo mismo que las flores en la muerte. Todos nos halagan.
Ninguno es sincero. El puñal de un descontento nos trae a
veces la noticia de que las cosas van mal. La fetidez de aliento de
nuestro padre daba pavor a cuantos le hablaban, pero nadie se lo
dijo y murió sin saberlo. Que no sea ese tu caso. Ea, aunque
te hiera, de tus dotes de artista se ríen muchos en la
corte.
|
RÓMULO.- ¿Quiénes?
|
BRUNO.-
Ya te daré nombres, si te interesa conocerlos.
Pero, aunque tuvieses el talento de Petrarca, ¿qué
honores te vendrían por ese lado? Deja a los poetas que se
ciñan coronas de laurel. Los pobres no las tienen de otra
cosa. Tú posees una de pedrería y no debes
cambiarla.
|
RÓMULO.- ¿Y qué es lo que
pretendes que haga?
|
BRUNO.-
Vuelve la cabeza unos años atrás. Acaba
de morir nuestro padre. ¿A quién iba a
ocurrírsele que Aurelio le sobreviviera unas semanas?
Aurelio murió. Murió Lauro, quince meses más
tarde y Dalmiro abdicó en Oswaldo. El destino, mientras
tú estabas inmóvil, trabajó generosamente por
ti y te puso en las gradas del trono. Fuerza al destino ahora y da
tú el último paso, el definitivo.
|
RÓMULO.- Habla claramente.
|
BRUNO.-
¿Crees que va a faltarme el valor? Me estorba
la vida de Oswaldo, ya está dicho.
|
RÓMULO.- ¿Y supones que
yo...?
|
BRUNO.-
Tú, no. Tú, no tienes que hacer nada.
Tu papel es, simplemente, dejar hacer a los demás.
|
RÓMULO.- ¿A quiénes?
¿Cómo?
|
BRUNO.-
(Sonríe.)
Glu..., glu..., glu... Ah, por fin... Es tu sangre que hierve. Es
muy sencillo tu papel. No oponerte, no denunciar nada... Y
acostarte como Príncipe heredero una noche cualquiera y
levantarte al día siguiente como Príncipe
reinante.
|
RÓMULO.- Intentas, entonces...
|
BRUNO.-
Sí. Eliminarle.
|
RÓMULO.- ¿De qué
manera?
|
BRUNO.-
Llevo un tiempo urdiendo mis planes, buscando
ayudas.
|
RÓMULO.- Cómplices,
querrás decir.
|
BRUNO.-
Llámales como te plazca. Nunca se sabe con
qué nombre pasan los magnicidas a la historia. Si con el de
asesinos o con el de patriotas. A veces, el día de la muerte
se declara de luto y el del primer aniversario, fiesta nacional.
Manos útiles son las que necesito.
|
|
(RÓMULO se
sienta en la jamuga del tablero de ajedrez. BRUNO, con su carrito, se sitúa
al otro lado.)
|
RÓMULO.- ¿Y las encontraste?
|
BRUNO.-
Acaso.
|
RÓMULO.- ¿Quiénes son?
¿Otra vez la condesa Alarbi?
|
BRUNO.-
No... Tiene muchos años ya y ha perdido el
sentido de la medida: unas veces le salen bombas y otras purgantes.
No, no, la condesa Alarbi conserva la afición, pero no es
posible fiarse de ella. Por otra parte, el veneno deja siempre
detrás de sí un tufo familiar muy sospechoso. Es el
gran disolvente de los matrimonios mal avenidos, el liquidador de
ciertos viejos obstinados en vivir más de lo razonable o de
los niños que nacen con tres piernas o dos cabezas. Oswaldo
debe morir como ya ha muerto algún rey: en accidente de
caza. El arte de cazar tiene sus riesgos. Oswaldo podría
morir víctima de ellos.
|
RÓMULO.- ¿Qué preparas, su
asesinato?
|
BRUNO.-
Te pereces por las palabras malsonantes. Una conjura,
simplemente.
|
RÓMULO.- ¿Y quiénes son
los conjurados?
|
BRUNO.-
Hasta ahora, uno, importantísimo: Pavanni.
|
RÓMULO.- ¿Pavanni?
|
BRUNO.-
¿Te asombras? Oswaldo le destituyó sin
contemplaciones a los dos días de su coronación. La
muerte es el menor de los males que inspiran los príncipes a
aquellos a quienes despiden.
|
RÓMULO.- Pero, alguien tendría
que ser el ejecutor.
|
BRUNO.-
Claro que sí.
|
RÓMULO.- ¿Y habría quien
se expusiese a la horca...?
|
BRUNO.-
Pavanni dispone de muy buenos mastines. No
sería difícil echar la culpa a un cazador furtivo o
encontrar quien jurase cómo vio tropezar al Príncipe
al mismo tiempo que se le disparaba la escopeta. Ya se
proveerá, hermano. Mi plan dista mucho de estar a punto.
|
RÓMULO.- ¿Por qué me lo
propones, entonces?
|
BRUNO.-
Porque hoy, cuando es solo una nebulosa, un proyecto
que tú podrías abortar con una sola palabra, quiero
estar seguro de que no la pronuncias.
|
RÓMULO.- ¿Cuál es tu
propósito? ¿Comprometerme?
|
BRUNO.-
¿Cómo se te ocurre? A ti te
llevarían la noticia mientras estuvieses componiendo poemas
a la primavera. Y tú te limitarías a ordenar que
todas las campanas del reino tocasen a muerto.
|
RÓMULO.- Es envilecerme lo que buscas,
mancharme, haciéndome participar moralmente en ese
crimen.
|
BRUNO.-
No. Pero sí que pagues tu cuota por reinar y
que comprendas que yo tenía razón y que el poder es
el máximo bien sobre la tierra.
|
RÓMULO.- Quizás, pero no
conseguido así.
|
BRUNO.-
¿Qué temes? ¿Que los
remordimientos te amarguen el triunfo? ¿Que el fantasma de
Oswaldo te salga al encuentro por los corredores de Palacio?
Sabía que escribías versos, mejores o peores, no
cuentos de niño.
|
RÓMULO.- ¡¡Bruno!!
|
BRUNO.-
(Violentamente.)
¡Basta ya! Rómulo: con tu venia hablaré a
Pavanni. Pavanni hablará a los suyos y Oswaldo
correrá su suerte. En todo caso, tú, subirás
al trono.
|
RÓMULO.- (Tras una larga
pausa.) Hay momentos en los que me pareces un
poseído del demonio.
|
BRUNO.-
En el fondo, la ambición del poder tiene de
satánico... cuando no lo tiene de divino.
|
|
(Rumores fuera. RÓMULO avanza hacia la derecha.
Del patio de armas suben voces de mando, clarines de
órdenes. Suena un cañonazo.)
|
RÓMULO.- (Abre la
ventana.) ¿Qué sucede?
¿Qué sucede?
|
CANCILLER.-
(Por la derecha.)
¡Las galeras del Sultán, señor!
|
RÓMULO.- ¿Cómo es eso?
|
CANCILLER.-
Están entrando en el puerto.
(Hace mutis por la derecha.)
|
RÓMULO.- ¿Qué piensas?
|
BRUNO.-
(Tras una larga pausa.)
Será mejor olvidar todo lo hablado. Es la guerra.
|
RÓMULO.- Habría de morir Oswaldo
combatiendo y yo me buscaría en las manos las huellas de su
sangre.
|
|
(Están los dos en primer término, delante del
escritorio central. Nuevos disparos. Los clamores suben de tono,
mientras se hace el...)
|
|
OSCURO
|
Cuadro IV
|
VOZ.-
El Príncipe Oswaldo murió cuando
repelía heroicamente el asalto a las galeras del
Sultán. Reina desde hace tres años el Príncipe
Rómulo. Durante este tiempo, Bruno fue en Venecia embajador
de su hermano. Ahora, cuando esta crónica está a
punto de acabarse, Bruno ha regresado a su país. Este
capítulo se titula...
|
|
(Aparece un cartel que dice: EL
PRÍNCIPE.)
|
|
(Al hacerse la luz se ve una larga mesa en cuyos extremos
están RÓMULO
y BRUNO. RÓMULO en el izquierdo,
BRUNO en el derecho. Hay
copas y jarras de vino. BIANCA canta ahora íntegramente
la canción que la oímos terminar cuando comenzaba la
obra, ya acompañada de la celesta, ya con el laúd.
Esta canción puede ser La Gavota, de Purcell, impresionada
por Victoria de los Ángeles en un disco Vitola ASDL 809, que
se titula Let us
Wander y que podría servir para este objeto. Su letra
diría así: «Quiero a tu lado, amor, siempre
estar. / Y silenciosamente descansar. / Ser de tu pecho calor y
habitación. / Mi reino hallar dentro de tu corazón. /
Cielo, perla, estrella y mar. / No los quisiera cambiar. / Por la
gloria de ser tu mujer. / Y en tus ojos amanecer». Cuando ha
terminado de cantar, se dispone a servir a los Príncipes.
Mientras lo hace, comienza el diálogo de
estos.)
|
BRUNO.-
Cantaba en el coro de la catedral. ¿Qué
te parece?
|
RÓMULO.- Robaste a la Madoninna algo de
más valor que los candelabros o los ornamentos. Te
merecías la excomunión del Arzobispo.
(Transición.) ¿La
perdonaste ya?
|
BIANCA.-
Fui yo, quien le perdoné.
|
RÓMULO.- (Llena la copa
de BRUNO, hace lo mismo
con la suya, y ambos beben.) Juraría que
bebes menos que antes.
|
BRUNO.-
Al contrario que tú.
|
RÓMULO.- Tal vez.
|
BRUNO.-
Han pasado tres años... ¿Me notas
envejecido?
|
RÓMULO.- Tres años no son gran
cosa en un hombre al que llevo solamente dos.
|
BRUNO.-
Tú estás igual. Tienes el aire alegre y
pareces seguro de ti mismo.
|
RÓMULO.- ¿Echabas de menos todo
esto?
|
BRUNO.-
Sí.
(RÓMULO,
súbitamente, se dirige a la ventana del foro y la abre. Da
la sensación de haber oído algo. Después la
cierra y vuelve a sentarse donde estaba.)
Te veo nervioso, Rómulo.
|
RÓMULO.- Me parecía haber
oído ruido de caballos en el patio.
|
BRUNO.-
¿Tan pronto esperas tus correos?
|
RÓMULO.- Cuando la Princesa Constanza
llegue a Fiume, un par de jinetes se adelantarán a la
comitiva para avisármelo.
|
BRUNO.-
Mucho han de correr. Las diligencias de Luigi
Recovaro, nuestro morganático pariente, son tan veloces como
el rayo. ¿Tú saldrás a su encuentro?
|
RÓMULO.- Yo iré a reunirme con
ella a la mitad del camino.
|
BRUNO.-
¿Le llevarás flores o versos?
|
RÓMULO.- ¿Por qué no las
dos cosas? (Transición.)
Bianca, tú no la conoces.
|
BIANCA.-
No, no la he visto nunca.
|
RÓMULO.- Tampoco yo. Es la Princesa
Constanza de Sicilia. Tiene diecisiete años y Dios haga que
se parezca a esta miniatura. (Le muestra una que
lleva en el bolsillo.)
|
BIANCA.-
Seréis el hombre más afortunado de la
tierra si de verdad se le parece.
|
RÓMULO.- Nuestra dinastía
necesita brotes nuevos.
|
BRUNO.-
Cierto. Una dinastía que se extingue es como
una estrella que se apaga.
|
RÓMULO.- Brindo por mi larga
descendencia.
|
|
(Beben los dos. BIANCA se levanta, ordena la mesa,
coge algunos platos y hace mutis.)
|
BRUNO.-
Dime... ¿Lo amas ya?
|
RÓMULO.- ¿Qué?
|
BRUNO.-
El poder.
|
RÓMULO.- Tal vez, sí.
|
BRUNO.-
¿Aún no lo sabes?
|
RÓMULO.- Sé que no tengo
nostalgia de lo que fui y que no podría dejar de ser lo que
soy sin dolor.
|
BRUNO.-
La poesía, la música...
|
RÓMULO.- Pasaron. En alguna
ocasión he recordado lo que me dijiste el día de la
muerte de Aurelio: «No hay en el reino vino de más
grados que el poder ni que embriague más».
Acertabas.
|
BRUNO.-
Celebro oírtelo, Rómulo.
|
|
(Vuelve BIANCA.)
|
RÓMULO.- Y, sin embargo,
¿quién tiene el poder?
|
BRUNO.-
Tú.
|
RÓMULO.- Yo estoy por encima de los
dignatarios, de los consejeros, del canciller y sobre todos ellos
mando, pero dependo a la vez de la sonrisa de los humildes, de los
pobres de la calle y el día en que sus aplausos son menos
vivos que de costumbre, duermo mal creyendo que he perdido su
favor. El poder es un collar hecho de mil cuentas, cada una de un
dueño distinto, y fatuo será quien se imagine que le
pertenecen todas.
|
BRUNO.-
Tú llevas ese collar.
|
RÓMULO.- Solamente prestado.
|
BRUNO.-
El más bello espectáculo del universo
es ver a un príncipe al que vitorean sus súbditos.
Tú lo disfrutas.
|
|
(Acompasadamente, BRUNO habrá ido evolucionando
con su carrito a lo largo de la mesa. Inmediatamente antes de la
entrada de BIANCA,
BRUNO estará
sentado cerca del extremo derecho.)
|
RÓMULO.- Acaso sí.
|
BRUNO.-
Ser el centro de las miradas, de las esperanzas y de
los temores de todos. Disponer de la libertad, de la fortuna, de la
vida ajena, si es preciso... Oírse nombrar con reverencia
entre el incienso de la catedral, ver llenarse de luminarias las
ciudades, y de banderas, saber que mil oraciones anónimas
suben al cielo, a diario, pidiendo, por su salud...
¿Dónde hay un destino más noble que ese?
¿Dónde, Rómulo?
|
RÓMULO.- Es cierto...
|
BRUNO.-
Y por bajo de tanto brillo, de tanta pompa, la
seguridad de ser la mano de Dios sobre la tierra y de poder
multiplicar la felicidad de las gentes y disminuir sus dolores.
(Transición.) Yo te
revelé la existencia de ese universo.
|
RÓMULO.- Es verdad.
|
BRUNO.-
Y te predije que llegaría a ser tuyo, si te lo
proponías. Y tuyo ha sido, sin mover un dedo.
|
RÓMULO.- Así es.
|
|
(Hay un largo y difícil silencio.)
|
BIANCA.-
¿Queréis oírme alguna otra
canción, señor?
|
RÓMULO.- Sí, Bianca.
(BIANCA se dispone
a cantarla. Ruido de caballos en el patio. RÓMULO abre de nuevo la
ventana.)
Ahí están. Ahora
sí, son ellos. (Y hace mutis por la
izquierda.)
|
BRUNO.-
(Tras una pausa.)
¿Qué me miras?
|
BIANCA.-
Me das miedo. Y no hoy, desde hace muchos
años.
|
BRUNO.-
Déjame entonces.
|
BIANCA.-
Si me das miedo es porque soy incapaz de dejarte,
porque hagas lo que hagas, me sentiré siempre unida a ti,
cómplice, a pesar mío, de tus maldades, de tus
crímenes.
|
BRUNO.-
¿Qué me reprochas?
|
BIANCA.-
¿Te atreves a preguntármelo? Ahí
está, con Pavanni, ese hombre, esperando su momento. Aterra
el verle...Vas a sacrificar a Rómulo sin que te tiemble la
mano.
|
BRUNO.-
¡Cállate!
|
BIANCA.-
Es mía la culpa. Yo debí huir de tu
lado, descubrirte ante todos y maldecir tu nombre.
|
BRUNO.-
¿Por qué no lo hiciste?
|
BIANCA.-
Por piedad de ti. Sí, me inspiras piedad
más que amor. Eres un enfermo. Una fiebre que no
desaparecerá nunca, te quema el alma y los huesos. La
ambición de mandar te consume.
|
BRUNO.-
Voy a saciarla.
|
BIANCA.-
Y la manera que has elegido para saciarla, ¿no
te espanta?
|
BRUNO.-
¿Es que tengo otra? Si hubiese nacido en una
casa de pescadores me habría abierto camino hasta el poder
hablando en las plazas públicas, convirtiéndome en
tribuno del pueblo y guiándole al asalto del Palacio. Pero
he nacido dentro de él, y desde mis habitaciones de
príncipe al salón del trono hay solamente un pasadizo
estrecho y oscuro, del que nadie más que la muerte guarda la
llave.
|
BIANCA.-
¿Y no temes que se te acuse de esa muerte?
¿No temes a una revolución?
|
BRUNO.-
La revolución es el telón de fondo de
todos los reyes. Y también lo será para mí.
Sin embargo, la Historia se fijará más en cómo
haya servido a mis súbditos que en cómo haya llegado
al trono. Habré sido implacable hasta subir a él,
pero nada se opone a que después sea clemente y logre la
felicidad de mi pueblo. No sería el primero ni el
último.
|
BIANCA.-
Cuando el Aya sepa lo que has hecho se
horrorizará de ti.
|
BRUNO.-
Quizás no, me quiere demasiado. Yo soy el hijo
que no tuvo, (Misteriosamente.) el que
no supo dar a mi padre... su amante.
(BIANCA oye con un
mudo asombro esa revelación. RÓMULO vuelve por la
izquierda.)
¿Eran los correos?
|
RÓMULO.- Me equivoqué otra vez.
Eran correos, sí, pero no los de Fiume. (Se
sienta, víctima de una súbita fatiga.)
¡Qué extraño cansancio! Tal vez subí
demasiado deprisa.
|
BRUNO.-
Ese cansancio yo no lo he sentido nunca.
|
RÓMULO.- Dame un poco de vino.
|
|
(BRUNO le llena la
copa que bebe RÓMULO.)
|
BRUNO.-
¿Te sientes mejor?
|
RÓMULO.- Sí, ya pasó.
|
BRUNO.-
Escucha, Rómulo. Hay algo grave de lo que no
hemos hablado. Durante tres años me has tenido en el
destierro.
|
RÓMULO.- ¿A la Embajada de
Florencia aludes? Dorado destierro...
|
BRUNO.-
Me pregunto qué es lo que consuela
verdaderamente de vivir lejos del suelo en que nacimos. Y pienso
que no hay nada que neutralice tanta tristeza. Es un ser distinto
de uno, ese que sufre o goza, más allá de estas
murallas. Sólo en su Patria conoce el corazón del
hombre su medida.
|
RÓMULO.- Es verdad, Bruno.
|
BRUNO.-
Ahora bien, si tú me desterraste fue porque,
de pronto, empezaste a temerme. (Ante un gesto de
RÓMULO.)
Sí, Rómulo, sí. Tú sospechaste que si
yo maniobraba e intrigaba en tu favor era porque paralelamente, iba
subiendo tus mismos escalones y acercándome a tu meta.
|
RÓMULO.- ¿No era así?
|
BRUNO.-
Creo que lo adivinaste al mismo tiempo que yo. La
mañana en que mataron a Oswaldo vi mi amor de hermano pasar
a un segundo término y comprendí que, ante mi deseo
de reinar y de no morirme sin lograrlo, todos mis otros
sentimientos palidecían. Esa mañana supe que si el
poder no llegaba un día a mis manos, mi destino sería
tan trágico como el del cantante al que raspasen las cuerdas
de la garganta o el del pintor al que le vaciasen los ojos.
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RÓMULO.- Es verdad, yo adiviné
todo eso.
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(RÓMULO se
levanta con la copa vacía y se sitúa ante la mesa, en
el centro de la escena. BRUNO, ahora, está a la
izquierda.)
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BRUNO.-
Entonces, en un primer momento, yo me convertí
para ti en un espía que te acechaba. Lo mismo que Pavanni,
pobre, al que dejaste pudrirse, decepcionado, en su castillo de
Gravosa... Sí, Rómulo... Te entró el miedo de
que en cada copa que bebías pudiesen ir disueltas unas gotas
de veneno y de que súbitamente, cuando aguardabas, escondido
en el bosque, la aparición de los ciervos, una bala perdida
acabara tu existencia.
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RÓMULO.- Estás acusándote
a ti mismo.
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BRUNO.-
¿Y quién te dice que intento
disculparme? Tú tenías razón, Rómulo.
Desde que tu vida empezó a ser lo que me separaba del trono,
yo la he mirado como enemiga de la mía, y todos mis
esfuerzos para resignarme a ser el segundón, el heredero,
han sido inútiles.
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RÓMULO.- Lo siento, Bruno. Creí
que la distancia habría servido para curarte esa
enfermedad.
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BRUNO.-
No. Si algo hubiese podido mejorar de ella en estos
años, el anuncio de tu boda me habría hecho
retroceder en un instante. Sé muy bien que, si un día
tuvieses un hijo, yo sería algo tan inútil como el
cauce de un río cuando se desvían las aguas.
(Transición.) Voy a
evitarlo.
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RÓMULO.- (Entre
irónico y preocupado.) ¿Evitarlo?
¿Cómo, Bruno?
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BRUNO.-
De una manera brutal... de la única manera con
que se evitan muchas cosas de esta vida: con la muerte.
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RÓMULO.- ¿De quién?
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BRUNO.-
¿De quién ha de ser, sino de ti?
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RÓMULO.- ¿Vas a matarme?
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BRUNO.-
Sí, Rómulo.
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RÓMULO.- Siempre tuviste cierta
afición por las bromas de mediano gusto.
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BRUNO.-
No bromeo, es la verdad.
(RÓMULO
mira en el fondo de las copas.)
Tranquilízate, no has sido
envenenado. Te consta que soy poco amigo de esos procedimientos.
(Transición.) Voy a matarte,
Rómulo... Y, sin embargo, te he querido más que a
nadie. Tú has sido el héroe de mis años de
niño, el ser superior en el que se reunían todos los
dones, todas las virtudes. Te admiraba tanto que no podía
envidiarte. Solo a esta fuerza oscura y superior a mí, me he
rendido. Miento, no voy a matarte, quizás no podría.
Van a matarte, y ya tu muerte es inevitable y sin remisión
posible. Y eso es a tal punto cierto, que yo te suplicaría
que me dieses la lección de aceptar tu fin, sin un grito,
sin pedir socorro, porque nadie ha de oírte y, si alguien te
oyese, no iría en tu ayuda. Y a mí me gustaría
que el ser al que yo he considerado siempre por encima de los
demás, muriese con la misma entereza y dignidad con que
vivió.
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RÓMULO.- ¡Auxilio!
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BRUNO.-
Qué decepción...
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RÓMULO.- ¡Auxilio, auxilio!
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(De espaldas a RÓMULO, entra
rápidamente por la derecha Doménico Ferrucci y le
clava el puñal hasta el pomo. RÓMULO se desploma
muerto.)
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BRUNO.-
(Como si le hiciese un reproche
amistoso.) Rómulo querido: te dije que no iba
a servirte de nada.
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CANCILLER.-
(Entra por la derecha. A
Doménico, que se ha arrodillado y mira extrañamente a
RÓMULO.)
¡Huye, Doménico!
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(Doménico le obedece y se va por la
derecha.)
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BRUNO.-
Abridme esa ventana, Pavanni... (Se
rectifica.) Canciller Pavanni...
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(PAVANNI le
obedece.)
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CANCILLER.-
(Tras una pausa.)
¿Qué vais a hacer, señor?
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BRUNO.-
Ahora lo veréis. (Se asoma a la
ventana.) ¡Han matado al Rey! ¡Al
asesino, al asesino...! ¡Centinela! ¡Ese es!
¡Matadle! ¡Matadle!
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(Ruido de lucha. Un grito.)
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OSCURO
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Prólogo
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El cartel dice: «PRÓLOGO. La agonía del
Príncipe Víctor».
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A la izquierda, en primer término, una cama con
dosel. Dos soldados en el lado derecho. El Príncipe
VÍCTOR, envuelto en
una hopalanda -septuagenario, barba canosa-, está acostado
en el lecho. A su lado, frente al espectador, el Príncipe
AURELIO y SPONCELLI; a los pies de la cama, un
almohadón sobre el cual, de rodillas, reza el AYA; los restantes Príncipes,
menos BRUNO y OSWALDO, aparecen a distintas
distancias del lecho donde agoniza el Príncipe VÍCTOR. En el centro de la
escena, una mesita pequeña sobre la cual escribe el
CANCILLER
PAVANNI.
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VÍCTOR.- No, Sponcelli, no me
sangréis más. Abandonemos la lucha... Es tan
inútil continuarla. Dejadme la poca sangre que me queda para
despedirme del mundo y cumplir con Dios... (Al
AYA.)
¿Por qué lloras?
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AYA.-
Estoy tan triste...
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VÍCTOR.- Pobre Guillermina... Lo peor de
la muerte es su nombre. Yo no estoy muriéndome. Estoy
durmiéndome nada más, aunque sea para siempre.
Dormir... ¿Ves cómo eso no asusta nada?
(El AYA sigue
llorando tenuemente.)
¡Canciller!
(El CANCILLER se
le acerca.)
(El Príncipe
VÍCTOR le habla
despacio, con visible fatiga, pero sin patetismo, con una especie
de resignación señorial con su
destino.) Leedme el parte que os dicté esta
madrugada...
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CANCILLER.-
(Evasivo.) Decía
que habíais pasado la noche muy agitadamente,
señor...
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VÍCTOR.- ... y que se temía un
triste desenlace... ¿no?
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CANCILLER.-
Sí...
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VÍCTOR.- Si fui yo mismo quien lo
compuso... ¿por qué os negáis a
repetírmelo? En fin, ya no sirve... Os voy a dictar otro, el
último... para que lo mandéis colocar en seguida en
la puerta de palacio. Copiad, copiad...
(El CANCILLER se
dispone a hacerlo.)
¿Y Bruno?
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AURELIO.-
Salió un momento.
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VÍCTOR.- Que vuelva en seguida, antes de
que sea tarde. Ya sé que este es un trance penoso, pero
deberá acompañarme a mí como yo
acompañé a mi padre.
(Transición.)
¿Tenéis pluma y papel, Pavanni?
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CANCILLER.-
Sí y os escucho, señor.
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AURELIO.-
No os esforcéis.
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VÍCTOR.- Es cosa de poco... «La
vida del Príncipe Víctor... se extingue dulcemente...
rodeado de sus hijos...». ¿Me oísteis bien?
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CANCILLER.-
Sí...
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VÍCTOR.- Repetídmelo...
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CANCILLER.-
«La vida del Príncipe Víctor se
extingue, dulcemente rodeado de sus hijos».
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VÍCTOR.- No, Pavanni, no... cambiasteis
la coma de sitio... «La vida del Príncipe se extingue
dulcemente, coma...».
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CANCILLER.-
Excusadme, señor. (Y él
mismo rectifica el error padecido.)
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VÍCTOR.- «... rodeado de sus
hijos...». Lo cual es bien cierto...
(El CANCILLER se
asoma a la lateral y entrega el parte a alguien que se lo
recoge.)
Abrid esa ventana...
(Le obedecen. Se oyen unas campanas.)
Y esas campanas...
¿qué significan esas campanas...? Ah, ya lo
entiendo... Se anticipan al parte...
(Transición.) Guillermina,
vete. Ha llegado la hora del señor Arzobispo y el fin de la
tuya. Avisadle.
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(El AYA inicia el
mutis por la derecha y se aparta para dejar paso a BRUNO, cuyo carrito es empujado por
OSWALDO. El AYA hace mutis definitivamente por la
derecha. OSWALDO conduce a
BRUNO al pie del lecho del
Príncipe VÍCTOR.)
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BRUNO.-
Padre...
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VÍCTOR.- Ah... Me consuela veros a todos
conmigo. Y ahora oíd mi última voluntad.
(Intenta seguir hablando, no
puede.)
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AURELIO.-
Se ahoga, Sponcelli, ¿qué hacemos?
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SPONCELLI.-
No se puede hacer nada, Príncipe. Mirarle
morir, solamente.
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VÍCTOR.- Esas campanas... Será
mejor que cerréis...
(Alguien se acerca a la ventana y la cierra.)
Ah, qué buena cosa es el
silencio... Hijos míos: Dios ha querido darme una larga
descendencia. Aurelio, Lauro y vosotros tres os bastáis para
asegurar la dinastía. Permaneced unidos y defended el reino
de sus enemigos. Una sola inquietud tengo. Todos podéis
valeros por vosotros mismos... menos Bruno. Bruno está
enfermo y es débil. Procurad que no le falte nada, atendedle
bien. ¿Juráis ayudarle?
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AURELIO.-
Sí, padre.
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VÍCTOR.- Decid: sí, juro.
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TODOS.-
Sí, juro.
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VÍCTOR.- Gracias..., gracias... hijos
míos..., ya puedo morir en paz. (Se ahoga de
nuevo.) Abrid las ventanas... Aire, necesito
aire...
(Abren la ventana. Entra el ARZOBISPO, por la izquierda, precedido
de unos acólitos.)
Ah, sed bienvenido,
Ilustrísima. Oídme en confesión y rezad por mi
alma.
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(El ARZOBISPO se
acerca a su lecho mientras musita unas preces.)
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BRUNO.-
¡Aurelio! (Estas preguntas y
respuestas deberán hacerse muy
rápidamente.)
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AURELIO.-
¿Qué?
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BRUNO.-
¡Oswaldo!
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OSWALDO.-
¿Qué quieres?
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BRUNO.-
¡Dalmiro!
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DALMIRO.-
Dime...
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BRUNO.-
¡Rómulo!
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RÓMULO.- ¿Para qué nos
llamas?
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BRUNO.-
Nuestro padre se muere... ¡No me
abandonéis, os lo suplico, no me abandonéis...!
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(El escenario se llena con el sonido de las campanas. Todos
se acercan a BRUNO y le
rodean mientras cae el...)
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TELÓN
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