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El profanador

Ricardo Gullón





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Tal es el título del drama de Thierry Maulnier, que, con el Baco, de Cocteau, constituye la gran atracción de la temporada teatral parisiense. Para quien todavía lo ignore, diremos que Thierry Maulnier es uno de los escritores más brillantes de su generación (la generación, hoy intermedia, de los hombres de cuarenta años), autor, entre otras obras, de un excelente estudio sobre Racine, de un notable drama: Juana y los jueces, y -de múltiples ensayos. Polemista de inflexible lógica, sus artículos políticos, recientemente recogidos en volumen, están fundados en estímulos de razón apasionada, conocimiento lúcido y arduo rigor.

El Profanador es un drama ambicioso, que deja en el lector -y suponemos que con mayor motivo en el espectador- estela de claras resonancias, de inquietudes y preocupaciones. El problema central queda, en síntesis, apuntado en estas palabras de su autor: «No me desagrada que en nuestro siglo prosternado, en medio de tantos millones de hombres y de mujeres que consienten a la misma verdad y se pliegan a la misma ley, un día se levante alguien y diga: no».

Se reprocha a Maulnier la intrusión en el teatro de un problema específicamente intelectual; pero si es cierto que el debate planteado envuelve una tesis, lleva implícita una tesis, los personajes no dejan de tener humanidad, de tener sangre y corazón tanto como inteligencia. Si en Juana y los jueces escogió el caso de Juana de Arco, de Santa Juana, por considerarlo ejemplar en cuanto «precursor de los procesos políticos modernos» (caracterizados por la presión ejercida sobre el acusado para que reniegue sus ideas y declare avergonzarse de ellas y de su conducta al defenderlas), en El Profanador quiso asimismo plantear un problema actual por medio de una situación histórica remota. Wilfrido de Monferrato, el profanador, no tiene enfrente a un hombre religioso, a un hombre de caridad, sino al fanático Aldo Pozzi, que mientras planea el asesinato de aquél sabe que los motivos porque le desea la muerte no son puros, sino enturbiados por los celos y el odio. «Lo importante -dice- no es que los sentimientos sean puros, sino útiles para lo que conviene hacer».

El Profanador está escrito partiendo de una idea muy clara: al grupo de personajes que se arrogan el derecho de utilizar medios criminales para defender causas nobles, Wilfrido de Monferrato les opone una repulsa franca, la negativa a dejarse arrastrar, a comprometerse en su sanguinario juego. Wilfrido y Aldo y Benvenuta son mucho más que encarnaciones de ideas, mucho más que partes   —346→   o elementos prefabricados de un conjunto rígidamente dispuesto: sobre las ideas, o tal vez debajo de ellas, late la sangre y la pasión; pasión de amor, sí, pero más aún pasión política -religiosa tal vez-, que confiere al drama densidad y turbadora vibración.





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