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El pueblo mapuche

Tomás Guevara






ArribaAbajoCapítulo I

Los mitos


Espíritu o potencias que pasaron a ser mitos modernos.- El epunamun.- La anchimalhuen.- El meulen.- El cuadro de los mitos modernos que circulan hasta hoy.- La leyenda del Diluvio.- Cuentos míticos.

Se puede notar desde el principio de la vida histórica de los araucanos que en el conjunto de sus especulaciones religiosas, se hallan incluidos relatos maravillosos de seres zoomórficos. Se transmitieron estas historias primitivas por la tradición oral.

Nació así en el período del totemismo, el mito naturalista, en el que la naturaleza se hace personal y humana.

Pasaron los mitos del estado salvaje de la colectividad al de la barbarie, para continuar en el del pleno desarrollo del patriarcado.

A pesar de ser tan abundantes en las especulaciones del espíritu del indio el cuento y la narración fabulosa, los autores españoles, cronistas y lexicógrafos, apenas mencionan unos cuantos. Sobre la cosmogonía indígena también dejaron noticias muy escasas; sólo anotaron la leyenda del diluvio.

La mitología actual es más numerosa y se presta, por consiguiente, para acopiar noticias interesantes, que vendrán a suplir la escasez de datos que a este respecto dejaron los cronistas.

En las representaciones míticas del mapuche no se han borrado todavía los seres zoomórficos de tiempos remotos; pero hoy van tomando los mitos un aspecto antropomórfico más pronunciado; tienen sexo y hasta se presentan vestidos; sus aventuras se repiten con demasiada frecuencia.

Los primeros eligen sus domicilios en un árbol, en la profundidad de los ríos y lagunas o en cuevas invisibles. Los segundos establecen su residencia cerca del hombre, cuando están a su servicio, para proporcionarle lo que se le ofrezca o para vengarse de sus enemigos. Sin este compromiso, viven como nómadas, en el día encerrados en las cavernas de los brujos y en la noche vagando por las soledades y caminos para asaltar a los viajeros.

Unos y otros manifiestan una marcada propensión al canibalismo: sólo se sacian con sangre humana y excepcionalmente beben la de animal.

Hay que dejar constancia de que en el ciclo mitológico medio figuraban algunas creaciones que los araucanos clasificaban entre los espíritus, porque reunían las condiciones características de éstos. Las crónicas hacen referencia a los siguientes:

Epunamun, dos pies, «que es su Marte o dios de la guerra, dice una de ellas, del que cuentan casi todas las fábulas de los duendes, y de quien tienen una idea nada ventajosa de su figura, porque lo creen de unas piernas grandísimas, robustísimas y mal formadas, los brazos asimismo largos y recios, y lo demás del cuerpo regular»1. Un misionero contemporáneo lo cree, con el nombre de Epuñamuñ, con que lo mencionan en algunas ceremonias los indios del sur del río Imperial, «símbolo de la dualidad, sexual que los indios infieles atribuyen a Dios invocado por ellos bajo las denominaciones de Wenurey chau, Wenurey ñuke o Wenurey Fucha, Wenurey Kuase, o Epuange o Epulonkos»2.

Otro cronista dice:

«Es un ente de que tienen el mismo concepto que nosotros de los duendes; él les habla, y aunque no tienen confianza en sus consejos, muchas veces los siguen porque temen ofenderlo con la desobediencia»3.



Lo consultaban en sus juntas de guerra acerca del éxito de sus empresas bélicas, lo que motivó el nombre de Marte que le daban los cronistas.

Como se ve, hay una contradicción en la figura externa con que lo describen los cronistas. Estas contradicciones provienen de que a veces variaban las tradiciones orales de una tribu o sección a otra; cada una solía tener su leyenda particular. Algunos mitos parecen haber sido locales, por lo que no siempre se les menciona con uniformidad.

En el siglo XIX ya había desaparecido de la memoria de los indios la representación del epunamun, sobre el cual los indígenas de hoy no poseen ninguna idea.

Anchimalguen llamaron a unos espíritus benefactores que tenían caracteres femeninos: «hacen acerca de los hombres el oficio de lari o espíritus familiares»4, que «les notificaban de lo adverso para precaverlo y de lo próspero para celebrarlo»5. «No hay indio que no se jacte de tener una a su servicio»6. «La anchimallhuen, que es decir mujer del sol y dicen es una señora joven tan bella y ataviada como benigna. Extrañamos que sin tener respeto al sol, se le tenga tanto a su mujer»7.

Puede admitirse que esta representación protectora se relacionaba con el culto al sol, pues su etimología (anchu, de antú, sol y malguen, mujer) demuestra que fue personificación de la luna, llamada en el lenguaje figurado del hombre inferior «mujer del sol». La palabra cúyen, luna, viene de la del quichua quilla.

Meulen, remolino de viento y polvo; «benéfico y amante del género humano»8. Este espíritu se presentaba conducido en torbellinos de encontrados e impetuosos vientos. «En el tiempo de sus enfermedades graves no dejan de recurrir al dios Meulen, presentándole algunos pequeños donecillos, como cuando van a sus baños de Pismanto, a los que dicen él preside y asiste particularmente». Arrojaban al agua estos dones: si se iban al fondo, los aceptaba el espíritu, que devolvía la salud al ofrecedor; si flotaban, había negativa.

La causa psicológica fundamental de las concepciones araucanas que podrían llamarse religiosas, se halla, pues, en los sentimientos de veneración temerosa a los seres y fuerzas suprasensibles.

La percepción especial y la asociación del indígena, que lo inducían a considerar animados a todos los objetos, favorecían la personificación de esas fuerzas temibles.

Tal temor creaba el mito en la imaginación del bárbaro, que plasmaba el alma colectiva por relacionarse con las creencias, con los sentimientos, tan hondos y permanentes en vida psíquica de las sociedades rudimentarias del mundo americano, y por influir en la volición general, expresada en prácticas e instituciones.

El párrafo que se transcribe enseguida de una obra importante de sociología, informa sobre determinados caracteres inherentes a las creaciones míticas de las sociedades en estado de barbarie.

«El mito pertenece a un terreno exclusivamente psico-social; es un proceso del alma colectiva, que alcanza en la sociedad una evolución histórica expresada por prácticas e instituciones sociales. Sin duda en el pensamiento mítico influye el medio físico, como en todos los productos sociales; pero su naturaleza psíquica se sobrepone hasta cierto punto a los accidentes del proceso histórico y le da una relativa uniformidad en las diversas comunidades.

En resumen, las dos fuentes del mito, lo mismo que del lenguaje, son las percepciones y asociaciones colectivas evidenciadas por la sugestión social.

La igual impresión colectiva corresponde, por otra parte, a una homogeneidad en que las diferencias individuales casi no existen, porque el número de ideas, las direcciones del sentimiento y los intereses, siendo reducidos, son más uniformes. De aquí que el mito esté constituido por conceptos sintéticos y colectivos, deficientes en observaciones y análisis. Una vez creada la concepción mítica se complica sólo por deducciones subjetivas, sin las rectificaciones de la experiencia, producto tardío de la crítica y de observación metódica»9.



Sirviendo el cuento de expresión al mito, contribuía directamente a darle forma y desarrollo. Sus conceptos fantásticos no sólo eran creídos sin sombra de duda por estas pequeñas y aisladas colectividades, sino que impregnaban a los objetos de un temor religioso y facilitaban la personificación de muchas manifestaciones del mundo exterior. Las montañas, los ríos, el mar, el cielo, las selvas, lagunas, cascadas y fenómenos naturales, sirviendo de motivos a los cuentos, propiciaban abundantemente las personificaciones.

El cuento primitivo sobre estas personificaciones se transmitía oralmente, se uniformaba en los episodios y adquiría al fin los contornos de la tradición o leyenda, que fijaba las ideas y exteriorizaba las ansiedades, los terrores y anhelos de la colectividad, que contribuía a la cohesión y reglaba la actividad social, relacionándola con la caza, la pesca y la cosecha. La masa de estas relaciones, que se vinculaba también a las nociones religiosas o prácticas mágicas, constituía el sistema mítico de los araucanos.

El mito araucano del período medio de la raza fue más rico que el de los anteriores o en los del florecimiento del totemismo; pero al par que los grupos indígenas adelantaban con las instrucciones, el mito iba perdiendo parte de ese elemento misterioso y recóndito con que la mentalidad del primitivo recargaba todas las cosas. Se adaptaba a un nuevo ambiente social; se transformaba, unas veces truncándose y otras ensanchándose. Así se explican las variaciones de episodios, de características y formas que los mitos presentan en diversos tiempos y lugares. Era, pues, colectivo en su creación y en su evolución.

Los mitos que corren con más uniformidad entre los indígenas del norte y centro del territorio araucano, son los que se enumeran a continuación.

El piwicheñ es una serpiente, alada que habita en los bosques. Cuando ha llegado a su edad adulta, le crecen alas, con las que vuela a voluntad. Silva estridentemente y se adhiere al tronco de los árboles en las noches y en los días de calores excesivos; donde ha estado deja huellas de sangre. Cuando llega a la vejez, creen en varias reducciones, que se transforma en un pájaro del tamaño de un gallo, tan sanguinario como en su otra forma. El piwicheñ suele cebarse en los habitantes de una casa, quienes van muriendo extremadamente flacos (tisis tal vez). Cuando se enflaquece el ganado sin causa aparente, es el chupador de sangre el que produce el estrago. Gentes y cuadrúpedos quedan a salvo trasladándose a otros lugares, interponiendo un río o un estero entre ellos y el vampiro. El que oye el grito del piwicheñ, lo ve cuando vuela o está pegado a un árbol, queda expuesto a enfermedades o a la muerte. Este mito aparece con frecuencia como causante de muchas enfermedades en las ceremonias curativas de los machis y en sus percepciones privilegiadas o exclusivas a ellas.

Púlli fucha, púlli cuse, mito que vive en una casa subterránea. Lo imaginan los indios de algunas reducciones del sur como ser bisexual, de dos caras y dos cabezas, «en analogía, dice un lexicógrafo, con la idea que los indígenas de la creencia antigua tienen respecto de Dios». Es antropófago10.

Hasta la actualidad el indio no ha podido, pues, despojarse de este abundante misticismo ancestral lleno de monstruos, de ilocheo comedores de gente, poderes nocivos, que disponen de inteligencia y voluntad para perjudicar o beneficiar al hombre a su antojo.

El cuadro de mitos que aún circulan en todas las comunidades araucanas, con las variantes a que se ha aludido, es el que se anota a continuación. Quizás haya otros que han podido conocer los investigadores.

Del espíritu Alhue (aparecido) y de la palabra huitran, forastero, han construido un mito fantasma que denominan huitranalhue, de figura de un hombre flaco, alto, delgado de cintura, ojos chispeantes y de elegante indumentaria. Este ser mítico se forma de las uñas, dientes y otras partículas de un esqueleto. En la noche el brujo hace surgir de estos despojos otro esqueleto, que a su vez se transforma en huitranalhue. Se compra a los brujos para el resguardo de los animales y la persona del poseedor, quien está obligado a alimentarlo con la sangre de sus parientes. Asalta con frecuencia a los hombres, que a su vista huyen despavoridos. Viaja y se deja ver tanto a pie como a caballo. Por ironía designan, asimismo, a un individuo delgado y alto con el calificativo de huitranalhue.

El huitranalhue pide periódicamente una oveja, que es una niña, o un cordero, que es un niño, a quienes les perfora el corazón y les chupa la sangre de un modo invisible. Así perecen familias enteras11. En el día se transforma en esqueleto.

De la representación Anchimalguen han formado un mito moderno, el Auchimallen, sanguinario y grotesco; es un ser enano, de sexo indeterminado, que se alimenta con los deudos de la persona que lo ha tomado a su servicio para adquirir riquezas, causar daño y conservar el ganado. Se transforma en fuego errante, reptil y pastor para cuidar el ganado de su dueño.

En los cuentos míticos figura como devorador insaciable de familias enteras.

Otro mito luminoso muy temido es el Cherrufe, aerolito, que lleva la muerte y las epidemias a las reducciones hacia donde se inclina.

Al caer al suelo se vuelve una piedra colorada, que proporciona riquezas al que la encuentra o la compra.

A causa de la tendencia de los mitos antiguos a convertirse en antropomórficos, ahora aparece personificado el Cherrufe en un ser híbrido, con cabeza de hombre y cuerpo de serpiente. Esta forma, entre varias otras que le dan las secciones de la costa y del centro, es la más común. La de los dos lados de los Andes, lo representan como un monstruo de siete cabezas, dragón que vomita fuego, se transforma en otros animales y habita cerca de los volcanes.

Se cuentan relatos curiosos de caciques poseedores de algún Cherruve en forma de piedra mineral encontrada en el campo. Creen los mapuches que el dueño del mito lo lanzan en la noche en dirección de un cacique enemigo: se inflama, recorre su trayecto, se apaga y vuelve a su domicilio.

Estas piedras cherrufes son muy semejantes a las conopas de los peruanos; éstas «eran propiamente sus lares y panates, el mayordomo o dueño de casa; de ordinario son algunas piedras particulares y pequeñas que tengan algo de notable en el color o en la figura»12.

Mito de este orden pero secundario, es el bólido pequeño. Lo representa la fantasía mapuche como hombre encendido y le da el nombre de Huiyuche; se asemeja a la representación del diablo y carece de historia popularizada.

El Chinifilu (culebra canasto) es un mito que mencionan los indios del este. Tiene dos cuernos pequeños en la cabeza y a veces dos colas y el que la conserva en su poder se hace rico (teoría del lar familiar). Antonio Lienlaf, mapuche acomodado de Llaima, vio un día un Chinifilu. Inmediatamente se enfermó de un dolor de espaldas. Sólo recobró la salud mediante un machitún que le aconsejaron las machis.

Los indios del valle central dan a este mito otra figuración. Los suponen un montón de culebras que muy pocas personas pueden ver en el campo.

Es un encuentro de buen augurio. Hay que acercarse a ellas sin dañarlas, arrojarles palitos de ramas e invocarlas pidiéndoles buena suerte. Se van retirando paulatina y tranquilamente hasta que la más grande queda enroscada en el suelo. Invocada respetuosamente, se retira también. Donde estaba el montón de culebras queda una piedrecita negra de virtud que da riquezas a su poseedor. Circulan por las tribus de Cholchol muchas leyendas sobre chinifilu. Un cacique se quejaba de no haber recogido ese talismán por ignorancia e instaba a su hijo a que lo hiciera si alguna vez tenía la fortuna de encontrarse con este hallazgo.

El Llul-llul, cuerpo de gato con larga cola, es un habitante del agua, en particular del mar. El culto del mar estuvo tan desarrollado en el animismo remoto, que hasta tiempos recientes se han conservado en las agrupaciones del litoral tradiciones orales, en las que consta que se arrojaban a él ofrendas y hasta víctimas humanas.

Ngenlaiquen (ungenlafken) es un gato marino ñull-ñull. Dicen de él los indios que produce el ruido en diferentes direcciones. Lo respetan y probablemente lo invocan para tener suerte en la pesca, y temen mucho matarlo o aprisionarlo, porque, al que se atreve hacerlo, le persigue el mar subiendo tras él en los riscos y se lo traga, si no deja su presa.

El Chonchoñ, cabeza alada de mujer, que cruza el espacio a manera de ave nocturna; muy temida por el indio. Una persona, comúnmente mujer, entra en tratos con las brujas para adquirir el secreto de volar. En posesión de él, la cabeza se desprende en la cama del cuerpo, durante la noche, le salen inmediatamente alas y se lanza al espacio. Los graznidos de algunas aves nocturnas, son la voz de los chonchoñ que viajan a los subterráneos de los brujos (reni) a entregarse a las prácticas del oficio y las fiestas de estos lugares. Las relaciones dramáticas de maridos que han encontrado a su mujer sin cabeza y al regreso de ésta al hogar, llena las crónicas de los grupos indígenas.

El Colocolo, rata cubierta de plumas, con propiedades de vampiro. Nace del huevo degenerado y muy pequeño de la gallina, que la creencia popular atribuye al gallo. Por incubación del calor del sol, se forma una culebra o lagarto, que después, de algún tiempo se metamorfosea en un animal semejante a una rata con plumas. Fija su morada en cuevas no distantes de las casas, de donde sale a lamer los esputos y los utensilios que han servido a la familia para comer. De este modo indirecto, basado en el principio de la magia simpática, produce en las personas la consunción y la muerte. De aquí proviene la precaución que se toma de quemar el pretendido huevo de gallo.

Arümco, una especie de sapos o ranas que los indios antiguos consideraban como cuidadores del agua de los pozos y pantanos donde vivían. Se les nombraba a veces ngenco, dueño del agua. Queda el recuerdo de este mito en algunas reducciones y en otras se ha perdido. La leyenda de estos batracios aparece muy común en los pueblos de origen inca y en los sometidos a ellos, en los cuales la necesidad del agua era mucho más sentida que en Chile. ¿Tendría esa procedencia el mito araucano?

Los indios de la costa, al sur del río Imperial, reconocen un mito que habita en el agua, como en las lagunas, y que llaman Sompallhue13. Lo representan en figura humana y a él se encomiendan para obtener una buena pesca.

Otro mito de estos mismos indígenas es Epuange, «dos caras, ser de dos caras, denominación de un huecufü que posee el mar o lago y que se llama también millalonco (cabeza de oro) o cohuecufü, demonio del agua14

Caicai y caicai filu, mito del agua a que en algunas reducciones lo representan como caballo recién nacido, pero con crin tan crecida, que le arrastra por el suelo. En las tribus del litoral y de los lugares adyacentes, lo conciben como un monstruo mitad serpiente y mitad caballo, que habita en el fondo del mar. Su grito se asemeja al relincho del caballo. Las leyendas antiguas de los araucanos hacían figurar esta serpiente en el mito del diluvio, como directora de las aguas que salían del mar y cubrían la tierra, según el padre Rosales. Al presente los indios viejos del centro, tienen una vaga idea de este mito, que oyeron nombrar a sus mayores. Los jóvenes han perdido toda noción de él.

Este mito desempeña un papel antagónico al del diluvio o Trentren.

Pellomen o callfu pellomen, un moscardón azul que, en la misma categoría del abejón, contenía el espíritu de los antepasados, según las leyendas de los antiguos. Entre los indios del sur y de las costas de Valdivia, no se ha borrado del todo semejante tradición.

El Huaille peñ tiene su morada en el agua. Mito de figura deforme, cabeza de ternero, cuerpo de oveja, piernas torcidas y sin movimiento las posteriores: causa espanto a la gente y graves males a las mujeres, las cuales quedan predispuestas a concebir o dar a luz hijos fenomenales. A veces aparecen con el cuerpo contrahecho de cualquier animal, caballo, asno, vaca, etc. No hay madre que no tenga algún hijo físicamente anormal que no cuente una historia del Huaille peñ.

Hasta hoy creen los indios de algunas reducciones que los carneros de cuatro cuernos defienden el rebaño del huaille peñ, cebado en ocasiones en los corderos. Llaman huaille a este animal tetracornio.

Como mito del agua también desempeña un papel mitológico un sapo grande que llaman ahora los indios Pacarhua. Cuando se retira de las vertientes o depósitos de agua, sobreviene su agotamiento inmediato.

Ngaquiñ llamaron los indios del norte hasta hace pocos años y Ponono los del sur a un animal mítico subterráneo, que ladra o gruñe. Esta audición no trae perjuicios al mapuche, pero la evita como un caso de perimontun. Se designa con esta voz todo hecho contrario a las leyes naturales, como el movimiento de un cuerpo en reposo sin una fuerza que lo impulse, el humo de una piedra que no está en contacto con el fuego.

Leufü trehua (de leufu, río y trehua, perro) llaman en algunas reducciones costinas del sur al mito ngaquiñ, porque produce un sonido semejante a las sílabas heracac. Posiblemente sea alguna clase de ratones.

Meulen, el remolino o torbellino. Del espíritu antiguo de este nombre han ideado los indios el mito que lleva ahora la misma denominación. En su interior va una potencia maléfica que produce la muerte próxima o una enfermedad al que se ha puesto a su alcance. Corren entre los indios del Bío-Bío al Toltén muchas relaciones acerca de los daños causados por este mito en algunas personas.

Trelquehuecufe, cuero huecufe o maléfico, mito que vive en las aguas mansas y profundas de los ríos y lagunas. Es del tamaño de un cuero de vaquilla, con garras en su alrededor. Hombre o animal que cae en esas aguas, perece víctima de este constrictor acuático.

Se cuentan por centenares las leyendas de ahogados que han sido fuertemente envueltos por este animal mítico. Donde hay un remolino de agua, reside con seguridad un trelquehuecufe»15.

Ngúrúfilu, mito similar al anterior, que significa zorro culebra. Habita en los ríos; un remolino de agua denuncia su paradero. De fuerzas sorprendentes, arrastra al fondo a sus víctimas. En la toponimia indígena llevan su nombre algunos ríos y riachuelos.

Quetronamun (piernas recortadas) es un mito que se menciona en algunas tribus del este. Por el lado del volcán Llaima se le nombra a veces en las narraciones de monstruos que se aparecen a la gente.

Alihuen, tronco de un árbol que suele aparecer en los ríos o lagunas, ordinariamente en las crecidas. Levantados sobre el nivel de las aguas y con ramas que parecen brazos, presentan a la distancia o en la oscuridad de la noche una extraña figura de cierta semejanza a la humana. Los indios la antropomorfizan por esto, en particular cuando la parte alta afecta la forma de sombrero. Este mito anuncia catástrofes, como lluvias torrenciales, avenidas, tempestades, terremotos, etc. Para evitar estas desgracias es de regla celebrar un ngillatun o rogativa local. Se mata un cordero; se deja caer la sangre sobre las aguas y se lanza el corazón hacía el alihuen. Algunos son transitorios y desaparecen al fin; otros son más durables y a ellos se implora en las rogativas para solicitar lluvia o detener las avenidas. El alihuen se ha dejado ver a menudo en los ríos de poca corriente, como el Cholchol, el Cautín en algunos parajes, el Quepe y otros del sur del Toltén. En algunas reducciones este mito se conoce con el nombre de huitran alihuen (huitran, forastero; alihuen, árbol seco)16

Trentren o tenten, mito antiguo del diluvio. Sobre la creación del hombre no conservan los indios leyenda alguna; sólo daban antes el nombre de peñe e patun a los primeros habitantes de la tierra araucana, sin saber quienes eran ni de donde vinieron. El único dato relativo a la génesis es el de este mito que ha persistido hasta el presente con variantes en algunos episodios. Todos los mitos araucanos cambian en los incidentes y aún en la naturaleza de los héroes, al través de los tiempos y de los lugares. En resumen, el tenten era una culebra que habitaba en la cumbre de los cerros altos, los cuales, por esta circunstancia, tenían el mismo nombre.

El tenten aconsejó a los indios que se acogiesen a la altura cuando sobreviniera la inundación anunciada, asegurándoles que ahí los favorecería y que los rezagados en llegar se transformarían fácilmente en peces. En la región baja, tal vez en el mar o en sus proximidades, moraba otra culebra, también de poderosa acción, llamada Kaikai. Sobrevino el fenómeno diluvial por el levantamiento y expansión de las aguas del mar; que obedecían las órdenes del Kaikai; pero a la par el tenten hacía subir el cerro flotante sobre las aguas, en cuya cima se habían guarecido unos pocos hombres, mujeres, niños y animales. Los que no alcanzaron a salvarse, sumergidos en el agua, se transformaron en peces o peñas. En esta puja de los dos ofidios, el tenten llegó hasta cerca del sol, donde el calor abrasador acabó con casi todos los seres humanos, por más que se cubrían la cabeza con tiestos domésticos que servían de aisladores de los rayos caldeados. Una o dos parejas se salvaron y, previo un sacrificio de un niño descuartizado en cuatro partes y arrojado al mar para que volviera a su estado normal, comenzaron la procreación de la raza.

No cabe duda que estos mitos de voluntades opuestas, uno protector de los hombres y otro enemigo de ellos; uno potencia de la montaña y otro del mar, concordaban con la gran ley de las sociedades primitivas, la de dos principios contrarios que rigen los fenómenos y las cosas: uno generador del bien y de la felicidad y el otro del mal y de la desgracia.

Un ilustrado investigador alemán al servicio de la Argentina, infatigable cultor de la etnografía y del folklore americanos, ha informado en una publicación interesante que los araucanos del otro lado de los Andes tienen exactamente el mismo trentren de los indígenas chilenos. Sostiene, además, que este mito es general en todas las naciones andinas del continente del sur, como se comprueba con los escritores antiguos. Afirma, igualmente, que la leyenda de los araucanos contiene rasgos del totemismo, a juzgar por este pasaje del padre Rosales:

«Y de los que se transformaron en peces, dicen que pasada la inundación o diluvio, salían del mar a comunicar con las mujeres que iban a pescar o coger mariscos, y que de aquí proceden los linajes que hay entre ellos de indios que tienen nombres de peces, porque muchos linajes llevan nombres de ballenas, lobos marinos, lisas y otros peces».



El tótem vino a ser un nombre de familia, si pertenecía a la tribu. Ahora queda como parte constitutiva de algunos apellidos. Ha sido este mito de imposición inca, al menos en lo del cerro que crece y flota, con variantes características araucanas, como asimismo en lo que se relaciona con las creencias relativas al sol y la luna17.

Al este de la laguna del Lleulleu, hacía la costa, hay un cerro trenten. Preguntados unos indios de esas inmediaciones hace años si conocían la leyenda, si miraban con respeto el cerro y si sembraban en él. Contestaron que conocían la leyenda, que nadie subía a la cima y que no habían visto sembrados en las partes altas o de las faldas18.

Abundante material de cuentos míticos se puede recoger en las agrupaciones araucanas sobrevivientes. Sobre cada mito circulan multitud de relatos fabulosos y sorprendentes, en que aparecen objetivados los fenómenos naturales y obrando con intención humana los animales y los objetos inanimados.

Todas estas relaciones fantásticas son, pues, el reflejo de la mentalidad religiosa del araucano, de sus terrores y de su antipatía inconsciente por la raza española. Forman la documentación del estado actual de su conciencia.

El indio manifiesta interés extraordinario por las narraciones. A la luz de la lumbre, por una asociación de ideas cualquiera, da libre curso a sus fantasías infantiles, que los oyentes recogen con ciega credulidad. Así se van transmitiendo sus creaciones míticas, que por lo copiosas y repetidas en cada mito, hay que tomar en sus hechos típicos.

Modelos de estos cuentos son los que van a continuación19.


ArribaAbajoCuento del Ngirifilu

De Melivilu, Maquehua


En un raudal siempre se daban vuelta las canoas cuando pasaban. Moría alguno de los que iban. Había un hombre que era muy bueno para nadar. Una vez iba con otros en una canoa. Cuando llegaron al raudal, se les dio vuelta la canoa. Al hombre que sabía nadar, lo tomó un animal con la cola, lo apretó y lo clavó. El hombre andaba siempre con cuchillo. Sacó el cuchillo y le cortó la cola al animal. La cola tenía como dos varas; él la llevó: era como serrucho, tenía como clavos, donde tomaba, no largaba; tenía los ganchos para adelante. Por eso ninguno escapaba. Desde entonces no se dio vuelta ninguna canoa.

El animal tiene color de zorro; es chico y la cola, bien larga. Con la cola se lleva a los animales y a la gente.




ArribaAbajoUn Huitranalhue

De Huilinao


Había un mapuche rico. Le robaban mucho los animales. Un día dijo:

-Éstos no me tienen miedo; voy a comprar un huitramalhue.

Lo compró. Como a la semana que lo compró le dijo el huitranalhue:

-Padre, dame una oveja.

Él dijo:

-Toma cualquiera.

Creía que era una oveja. Un chiquillo se le murió en la misma noche. Pensaba mucho por qué se le había muerto el chiquillo; pensó si sería el huitranalhue el que había muerto al chiquillo.

Después le pidió otra oveja; él le dijo:

-Toma cualquiera.

Y se le murió otro chiquillo. Entonces comprendió que no eran ovejas las que le pedía el huitranalhue. Quiso matarlo. Tomó el huesito que era el huitranalhue y lo puso en la cartera del cinturón. Subió a caballo y se fue para el otro lado del río. Cuando iba en la mitad del río, se sacó el cinturón y lo botó al agua. Después en el otro lado se puso a tomar licor. Cuando estaba ebrio y se había hecho de noche, llegó el huitranalhue diciéndole:

-Chao, chao (padre, padre) ¿por qué me echaste al agua? Yo no muero nunca, aunque me echen al río o al fuego.

Después se fueron los dos para la casa y siguió pidiéndole ovejas, y las ovejas eran chiquillos. Él preguntaba a los demás cómo se podría matar al huitranalhue, y nadie sabía. Al poco tiempo cuando se le acabaron los chiquillos, le pidió una vaca; él le dijo que bueno y se le murió una de las mujeres. Después le pidió otra; él no se la quería dar. El huitranalhue le dijo que si no se la daba se lo comía a él. Se la dio de miedo. A los pocos días le pidió un ternero; era un sobrino. En esos mismos días encontró a uno que le dijo cómo se mataba a los huitranalhue.

-Si haces lo que yo te voy a decir, entonces lo puedes matar.

Le dijo que partiera harta leña e hiciera harto fuego; después que pusiera una olla grande al fuego, y que la tapara con una piedra de moler, y cuando estuviera bien caliente la olla, echara el hueso y la tapara otra vez. Debía tener un caballo ensillado y en el mismo momento corriera a toda rienda como una legua, porque si se quedaba cerca, moría. Lo hizo: montó a caballo, corrió como una legua, se paró y sintió un estruendo. El otro le había dicho que cuando sintiese ese estruendo no había cuidado. Después vino a su casa, rodeó todos los animales y se fue para la cordillera.




ArribaAbajoUn Guirivilu (Ngúrúvilu)

Pichún viejo, Galvarino


En el río Quillén, en la mañana bien temprano. Buscaba animales: había niebla. Andaba a caballo. Había un sauce en el río, a orillas de la barranca. Guirivilu estaba arriba de la barranca, en un pedregal. Estaba durmiendo. Tenía la cabeza chica como gato, cola larga, ojos azules. Despertó; comenzó a lamerse el cuerpo. Cuando vio que lo miraban, dio un salto al agua. Hervía el agua. Éstos son ñenco (ngencó, dueño del agua). Cuando se están bañando los hombres, se forma un remolino y los toma; les tira para abajo con la cola; se ahogan. Les come los talones y bebe la sangre. Lo mismo hace con los animales. Cuando está afuera no tiene fuerza.




ArribaAbajoUn Pihuicheñ en Cholchol

De José Manquian


Un mapuche andaba en el campo. De repente vio en un menuco (pequeño pantano) un pájaro parecido a un gallo grande. Quiso tomarlo; se acercó y le tiró encima la manta. Quedó tapado.

Con cuidado levantó la manta poco a poco. No había nada.

Contó lo que le había sucedido. Al mismo tiempo se enfermó.

Las machis y los viejos dijeron que el gallo era un pihuicheñ viejo, que de culebrón se había vuelto gallo, y que la enfermedad venía del susto y de la mala influencia del pihuicheñ.

Murió a los pocos meses.




ArribaAbajoUn Trelquehuecufe en Quepe

De Manqueo


En el río Quepe hay un remanso.

Un mapuche fue a bañarse ahí.

Se tiró al agua. Inmediatamente se sumergió. No salió más. Cuatro días lo buscaron. Imposible hallarlo. Hallan pronto a otros ahogados.

Entonces todos dijeron:

-Hay trelquehuecufe.

Nadie se ha bañado más en esa laguna.




ArribaAbajoUn Trelquehuecufe en Cholchol

De Lorenzo Manquian


Mi casa en Cholchol está cerca del río. Un día fui a la orilla, en la tarde. Vi en un pedregal una cosa como cuero de ternero, color café, con pintas blanquizcas. Estaba rodeado de uñas. Huí a mi casa a contarle a mi padre.

Volví con él: íbamos con muchas precauciones; porque un remolino de viento, que generalmente arroja al agua al trelquehuecufe, podía habernos llevado cerca de él y uno habría perecido en sus garras.

Llegamos; ya se había ido. Mi padre me dijo que si yo hubiera huido a tiempo, alguna desgracia me habría sucedido.

Se cuentan muchos casos de hombres que han sido devorados por este cuero, que tiene mucha fuerza y es como elástico.




ArribaAbajoCuento de un mapuche que tenia un Cherruve

De José M. Lonquitue


Un mapuche tenía cuatro mujeres, y tenían la costumbre de irse a bañar diariamente a las doce del día, en el tiempo de verano en una laguna cerca de su casa.

Fue el mapuche a bañarse, y estaba sentado debajo de su ramada cuando llegó una de sus mujeres a bañarse. Al poco rato vuelve muy agitada a decirle a su marido una cosa rara que vio en la laguna; le decía:

-¡Vamos a verla!

Lo que vio era una oveja que estaba dentro de la laguna. El mapuche salió en el momento acompañado de sus cuatro mujeres.

Cuando llegaron a la laguna ahí estaba todavía la oveja; era de color pardo. En el acto se puso a tomar la oveja el mapuche, sacándose el chamal. A tiempo de tomarla en la mano se volvió una piedra en forma de un hombre. El mapuche guardó esta piedra para siempre.

Encontrar una visión se llama perimontun. Le dio el nombre de cherruve cura.

Se mantenía con plata de chafalonía. El mapuche despedazaba estribos, espuelas y frenos de plata y los colocaba debajo; esta plata se iba mermando poco a poco. Esta piedra anunciaba cuando había alguna guerra. Salía a volar de noche en forma de un cometa: éstos se llaman cherruve en mapuche.

Cuando llegaba a alguna parte, metía un ruido estruendoso y cuando llegaba a la casa, la misma cosa.

Cuando su dueño iba a la guerra, anunciaba viaje bueno o malo. Amanecía con la boca ensangrentada.

Este mapuche fue un hombre muy rico.




ArribaAbajoChonchoñ

De Quilaqueo, del otro lado del Cautín


Un hombre tenía una amiga. Era bruja. Fue una noche a su casa. Encontró sin cabeza a la mujer. La dio vuelta para abajo. Entonces sintió un chonchoñ en la puerta. Era la cabeza de la mujer. Arrancó asustado a una casa vecina. La gente dijo:

-Es bruja.

Hicieron fuego y sintieron revolotear al chonchoñ. Después se fueron. En la misma noche, cuando se apartó la gente, entró la cabeza y se unió al cuerpo. Al día siguiente murió el hombre por haber contado.




ArribaAbajoUna niña que ve un Anchimallen

De Lonquitúe


Dice una niña llamada Hueilcao que su madre era María y su padre Queupil.

Hueilcao, que estaba una noche despierta sin hablar una palabra, vio levantarse a su padre muy tarde de la noche a ver los animales en el corral. Su madre le dice al marido:

-Lleva tu compañero.

El hombre no habló una palabra del compañero; no había nadie más. Hueilcao temía que le ordenasen salir a ella porque estaba la noche muy oscura.

Ella se hizo muy dormida. El compañero que salió fue una lucecita que alumbró todo adentro y salió tras de su padre.

Ésta era un anchimallen.




ArribaAbajoLa mujer Chonchoñ y su marido

De Lonquitúe


Un mapuche tenía dos mujeres. Una noche las mujeres estaban solas. Las dos tenían familia. El niño de una empezó a llorar mucho; la otra la despertaba hablándole fuerte. No le oía; se levantó y fue a verla. La encontró sin cabeza. En el momento sacó el niño y lo llevó a su cama. Al rato llega el marido. Ella le refirió todo lo que había visto; llegó ebrio. Entonces le dio rabia hizo fuego y no se acostó, esperando ver de qué forma llegaba la cabeza. Como al amanecer, llega un pájaro a aletazos a la puerta; no le abrió. El pájaro no se atrevió a entrar porque había mucho fuego. Se sentían aletazos en la puerta. El hombre apagó el fuego, con algún temor. Se retiró. Al amanecer ella dio un quejido lastimero, como despertando. Tenía la cara con rasguños y moretones. El hombre no le dijo nada, siempre pensando en su corazón y cuidando su familia. No le hizo nada. Siguieron viviendo a fin de que no le hiciera daño en su familia. No le contó a nadie, resignado, hasta que ella murió primero.




ArribaAbajoCherruve

De Ramón Lienan


Namuncura, argentino, hijo de Calfucura, tenía un cherruve; era una piedra. La mandaba a donde quería; a donde los caciques contrarios; los mataba. A los pobres nada les hacía. Vuela como fuego. Sale el cherruve de las piezas cerradas, por cualquier parte.




ArribaAbajoHuitranalhue y Huiyuche

De Manuel Lonquitúe, de Pillanlelbun


Vicha Cauchu era muy entendido en cosas de brujos. Éste aprendió cuando estaba muy joven. Para robar no se perdía nunca en las noches más oscuras. Decía que para esto él tenía un huiyuche o centella. Le servía de indicador para encontrar animales; a donde caía la centella, se iba directamente con la seguridad de buena recogida.

Vicha Cauchu decía que era muy buscado para seguir rastros y decía que era muy fácil; esto lo hace el huitranalhue, sigue los rastros y uno va detrás.

El huitranalhue va diciendo por aquí van los rastros. Los huitranalhue cuando mueren los amos y quedan solos, no hallan donde agregarse; luego salen a buscar donde poder agregarse.

Cauchu siempre decía que los huitranalhue venían a agregarse a su lado y a rogarle.

Él decía que no convenía tener huitranalhue viejos, porque son muy desobedientes y son matadores de gente; después que ellos matan a su amo, salen a andar, porque su amo ya no tiene qué darles.

Para tenerlos buenos hay que ir a buscar o mandar hacer uno nuevo, bueno para cuidador de animales; para crianza de animales, hay que mollvintucarlo con sangre de animales, es decir, hacer una comilona, cada un año.

Vicha Cauchu decía que los chilenos dicen que se van al cielo cuando muere alguna persona; éste decía que no es verdad, porque todos los que mueren están en los reni, aun cuando no sean calcu y hasta los que están vivos se encuentran allá.




ArribaAbajoCaicai y Llul-llul

De Nahuel Huinca, de Maquehua


Éste era joven todavía. En ese tiempo vino un terremoto.

Cuatro adivinos llamados Maripil, Puran, Ruquil y Piallal, anunciaron un temblor a los caciques. Dijeron:

-Durará seis días.

Dijeron:

-De una laguna va a salir un caicai; se va a juntar con el llul-llul. Se acabará entonces la tierra de los mapuches.

Entonces los caciques hicieron un ngillatun en Puanco a la orilla de la laguna, de donde saldría el caicai. Mataron muchas borregas negras y a un mapuche llamado Antio lo mataron con lanza y le dijeron que no dejara pasar al caicai. Su cuerpo lo echaron al mar los adivinos.

Al cuarto día del temblor sintieron como un remolino de viento afuera de la laguna, de donde había salido; era el caicai. Le tiraron el lazo y lo atajaron entre todos con lanzas. Lo hicieron volver a la laguna. No tembló más.






ArribaAbajoCapítulo II

Representaciones colectivas funerarias


Entierro provisorio en los siglos XVII y XVIII.- El primer entierro en la actualidad.- La autopsia del cadáver.- Atenciones con el muerto en el período de espera de las segundas exequias.- Las materias pútridas.- Duración del período de espera.- Invitaciones para el entierro final.- El ataúd.- Llegada de los invitados.- La ceremonia final de la actualidad.- El ritual antiguo.- Lugares de sepultación en la antigüedad.- Modos de sepultación.- Los enterratorios modernos.- Viaje del alma a la mansión de los muertos.- Ubicación de la tierra de los muertos en las agrupaciones modernas y en las antiguas.- Residencia de las almas de los brujos.- La vida de ultra tumba.- Metamorfosis definitiva de las almas, concebidas por los mapuches de hoy.

Costumbre inmemorial ha sido entre los araucanos, conservada hasta hoy mismo, no transportar inmediatamente el cadáver a su sepultura definitiva. Esta traslación se efectuaba después de haber permanecido algún tiempo en la casa.

La influencia de la civilización y las prohibiciones dictadas por razón de higiene por las autoridades en estos últimos años, han puesto atajo a esta práctica del ritual funerario indígena; pero no en las agrupaciones aisladas o distantes de centros poblados.

Indicios irrefutables de esta práctica se hallan en algunas referencias de los cronistas, las que prueban que estaba en uso en el siglo XVII. Uno de ellos dice, hablando de un entierro que presenció, que después de vestir al muerto se le colocó sobre unas andas, enramadas con hojas de laurel y de canelo20. Según el gramático Febres, se llamaba este aparato pillúay.

En el siglo XVIII aparece perfectamente definido el primer entierro. El jesuita Gómez de Vidaurre consigna este pasaje:

«Las mujeres lo visten después con sus mejores vestidos y joyas y lo colocan sobre un túmulo alto que llaman pillay y según en sexo le ponen sus armas o instrumentos femeninos con alguna cosa de comer: en este estado queda ocho o tal vez veinte días hasta que se juntan todos los parientes»21.



Otro escritor dio la noticia de que el cadáver se encerraba entre dos maderos y se colgaba en la casa frente al fuego22.

El ritual funerario de la actualidad, más que los datos vagos o demasiado concisos de los cronistas, dará a conocer mejor el doble entierro araucano, provisorio y final.

Tan pronto como fallece algún individuo, rodean el cadáver los deudos y prorrumpen en llanto y lamentaciones. Enseguida lo visten con su mejor ropa y vuelven a dejarlo sobre su cama. En algunos lugares bañaban el cuerpo antiguamente, derramándole cántaros de agua antes de vestirlo.

Colgados del techo de la habitación hay constantemente unas zarandas de colihues (Chusquea quila) que denominan llangi. Se baja una, se tiende en ella al difunto envuelto en pieles o en un colchón; se rodea de provisiones, como carne, harina, manzanas y mudai (licor); se le echan encima sus piezas de vestir. Por último se suspende y se amarra a las vigas, más o menos cerca del fuego. Algunas familias colocan el muerto fuera de la casa, en una enramada especial.

Este aparato fúnebre se llama en las reducciones del norte pilhuai y en las del sur pillai.

Todos estos pormenores constituyen, pues, una primera inhumación, fija y completamente precisa.

En la última época de la Araucanía independiente se daba aún más solemnidad a este primer entierro. Un escritor de este tiempo suministra las siguientes noticias:

«En el patio de la casa ponen dos o cuatro caballos ensillados con las mejores monturas, adornadas con cascabeles y campanillas que prenden de los mandiles y collares. Estos caballos saltacanes, que llaman los indios, o bailarines, que dicen en la frontera, están a disposición de otros tantos jinetes, vestidos de gala, que los montan cada media hora para hacerle los honores al muerto. Enfrente de la casa, a distancia de un cuarto de cuadra, están dieciséis jinetes armados para el mismo fin. Cada media hora montan sus respectivos caballos y se dividen en cuatro partidas: la primera de vanguardia emprende su marcha a gran galope, abriéndose en sus filas lo suficiente para blandir sus armas, tira cortes y estocadas en todas direcciones, dando vuelta de esta manera alrededor de la casa. Esta misma operación ejecutan las de retaguardia hasta que vuelven a ocupar su primera posición.

Estas evoluciones tienen por objeto alejar el espíritu maligno, y por eso es que, para ahuyentarlo, van gritando durante la carrera: «¡Amuge huecuve!» («¡Fuera diablo!»).



Entran enseguida los jinetes de los caballos bailarines; les cantan y los caballos empiezan a levantar y dejar caer las manos al compás de la entonación: así van retrocediendo hasta unas doce o más varas, desde cuya distancia los hacen avanzar de nuevo para repetir la misma operación por espacio de cuatro veces. Esta ceremonia tiene por objeto recordarle al muerto los buenos ratos que pasó en esos caballos»23.

A los tres días de la defunción, por lo común, se practica en el cadáver una manipulación que podría llamarse autopsia, en particular con los caciques y personajes de consideración.

Ha sido una práctica nunca abandonada por los araucanos.

Había individuos diestros en abrir el abdomen a cuchillo para extraer la vejiga de la hiel, calcinar algunos residuos en un plato de greda y determinar la clase de veneno que había causado la muerte.

Se llamaron estos operadores en la lengua antigua cüpove y la operación cüpon.

Durante el siglo XIX se operaba de esta manera. Se bajaba al suelo al pillhuai. El operador hacía dos tajos en cruz en la parte superior del abdomen, hacia el lado derecho; algunos ayudantes, cuatro de ordinario, levantaban la piel y el diafragma con unos garfios de madera llamados quil paihue. El manipulador principal rompía con el mismo cuchillo la vejiga de la hiel y con una cuchara de madera extraía una porción de la bilis y la vaciaba en el plato que se tenía de antemano al fuego.

Al poco rato alzaba el plato, registraba cuidadosamente su contenido y, por fin, decía la clase de veneno que se presentaba a su vista24.

Los miembros de la familia se hallaban presentes y después de esta declaración hacían las conjeturas consiguientes.

Hay seis clases de venenos (vuñapue): blanco (ligvuñapue), azul (calvuvuñapue), negro (curevuñapue), amarillo (chodvuñapue), colorado (quelivuñapue), sólido o espeso (curavuñapue).

El operador se llama hoy cúlpolave o malelchéve y la operación, malúon.

En las reducciones del sur no se calcina la bilis. El manipulador extrae la vejiga, la exhibe a los espectadores y dice:

-¡Mírenla!, le dieron veneno en la carne (o en otra comida).

Cuando llega a la casa este personaje y va a principiar su tarea, el jefe de la familia hace esta prevención:

-Cuiden que los niños no entren, porque es malo cuando miran25.

Se encuentra hasta el presente completamente generalizada en todas las secciones de la raza la opinión de que el alma queda inmediata al cadáver desde la muerte hasta la ceremonia final. Sólo después de las segundas exequias podía penetrar al país de los muertos.

Por lo tanto, se considera el difunto como si estuviese aún vivo y se les rodea de las atenciones posibles: se le renueva la comida y se le habla. Cuando los hombres beben licor, derraman un poco frente de él y le dicen:

-Come con nosotros. Se ensilla su caballo todos los días y se deja cerca de la casa por si el espíritu desea salir.

Se evita asimismo la intervención de los malos espíritus, a cuyos ataques está particularmente expuesto el cadáver.

Esta solicitud no excluye un sentimiento de temor por el muerto, que aparece revestido de cierto poder mágico. Nadie se atreve a manosearlo irrespetuosamente, porque corre el peligro de ser víctima de alguna desgracia. No solamente el cuerpo es objeto tabuado, sino también los muebles y la ropa que ha recibido su contacto material; participan de su virtud nociva. Ningún mapuche se atreve a usar las prendas sobrantes de un muerto. Suele venderlas en otras reducciones apartadas de la suya.

No se hallan rastros por ahora entre los araucanos de que entrase para la realización del rito final la obligación de esperar que la descomposición cadavérica se verificara, como ha sucedido en otros pueblos no civilizados.

Las materias pútridas no producían a los moradores de la casa ninguna sensación desagradable, a causa quizás de la costumbre o de la deficiencia olfativa de la raza.

Con todo, ha debido ser la necesidad de disminuir la intensidad de la putrefacción o de neutralizar sus efectos siniestros, el origen de la costumbre de colocar al muerto, en las secciones del norte y de la costa, afuera de la vivienda o en el interior; pero en el huampu, bien embreado en sus intersticios.

El período de espera que media entre el primer entierro y la ceremonia final, tiene una duración variable, que fluctúa entre uno y tres meses. Sobre todo se prolonga en las agrupaciones aisladas; pues en las cercanas a centros poblados, las autoridades han limitado el plazo a ocho días26.

Depende del tiempo que la familia necesita para la preparación de la fiesta terminal. Han dado siempre los araucanos a esta reunión, particularmente cuando se trata de un cacique o de alguno de sus deudos inmediatos o ricos, una importancia extrema. Se requieren, por consiguiente, preparativos laboriosos: juntar provisiones, matar animales, fabricar licores.

No se practicaba la doble ceremonia con los cadáveres de los párvulos y niños de poca edad; la muerte de éstos era un fenómeno infra social, que dejaba indiferente a la comunidad.

Especialmente cuando la muerte ocurre en invierno o primavera, se aplaza la ceremonia para la estación de las cosechas, a fin de poder reunir dinero para la compra de vino y las especies de consumo indispensables.

Como esta ceremonia tenía el carácter de colectiva, los parientes contribuían a darle solemnidad ayudando con algunas provisiones a los dueños del duelo.

Se dirigen, por último, citaciones a los parientes que residen lejos del grupo, a los amigos y vecinos. El miembro más caracterizado de la familia que preside el duelo, habla en estos términos a sus subordinados acerca del particular:

-Tienen que ir a dar a conocer los deseos del dueño del muerto, de toda la familia. Todos deben saberlo. Si no saben pueden enojarse, pueden decir: «¿Por qué será que no nos vienen a dar a conocer?» (el duelo). Un mensajero (huerquen) tiene que ir mañana27.

Cuando las condiciones de la segunda ceremonia se han cumplido, se procede al arreglo de ataúd. Se ahueca un tronco de árbol para colocar dentro el cadáver. Otro madero, también ahuecado, sirve de cubierta. Todo el ataúd se llama huampu (canoa); el trozo destinado a recibir el cuerpo tiene el nombre de huampu la (cama para muerto), y la tapa, tacú huampu (canoa para cubierta).

Este requisito se cumplía sobre todo en las agrupaciones del sur, donde se acostumbraba dejar por más tiempo el cadáver dentro de la casa; pero en las del norte, el huampu se preparaba luego después de la muerte, porque a los diez o veinte días el cuerpo se guardaba en él y se dejaba, herméticamente cerrado, o en el suelo o suspendido de las vigas frente al fuego.

Desde el día anterior al de la ceremonia final, comienzan a llegar los invitados a la casa. El que preside el duelo habla así a los suyos:

«Hoy va a ser la víspera de la fiesta del muerto. Esta noche van a tomar los forasteros, hombres y mujeres. No lloren las mujeres. Ya tiene que irse a la tierra de los muertos. Tienen que ensillarle el caballo toda la noche; tenemos que matar ese caballo. Hay que llevarle comida al muerto y todas sus prendas»28.



El día de las exequias finales, por la mañana, se desata el pillai o llangi y cuatro hombres lo conducen a un campo abierto próximo a la casa y no distante del enterratorio. El ataúd se traslada en carreta al mismo sitio.

Los conductores del cadáver plantan cuatro varas y de ellas suspenden el pillai. A la cabecera se planta una cruz o la figura indígena (adentu mamúl o collon). Afirmada sobre ésta se coloca una larga quila (Cusquea quila) con una pequeña bandera blanca.

Hombres y mujeres de las familias trasladan todas las viandas. Las últimas encienden varias fogatas y dan principio a la confección de la comida, de diversas clases y principalmente de carne asada.

Los convidados van llegando. Las mujeres se sientan cerca del pillai formando círculo. Más atrás, con un claro como de 12 metros, se sitúan los hombres, montados y en grupos que indican que pertenecen a las familias distintas. En cada una se destaca la figura de un indígena, que es el jefe.

Estos grupos se colocan por lo general en la misma orientación del lugar de que proceden. Por eso se conoce al llegar a un entierro la dirección de las casas de los caciques invitados.

Cuando se calcula que no llega más gente, el miembro más importante de la familia sube a caballo, toma la bandera y, acompañado de los parientes varones, da algunas vueltas por el espacio en claro entre las mujeres y los invitados. Este movimiento giratorio, bastante rápido, se llama avuin. Todos gritan:

-¡Ya, ya, yaaaa!

Este acto tiene por objeto ahuyentar los espíritus nocivos que se encuentran cerca del difunto29.

Una vez que se concluye, el círculo de jinetes indígenas, se desmonta y se sienta en el suelo. La familia que dirige el duelo principia a repartir carne, fuentes de comida, pan y cántaros de licor.

Todos los miembros de la familia del duelo tienen la obligación de dar de comer a los invitados; éstos por su parte deben tener muy presente la clase de carne que se les da, pues al recibirla contraen el compromiso de devolverla en la primera fiesta que haya en su tierra.

Después de esta comida, todos suben otra vez a sus caballos. El que preside la ceremonia, toma de nuevo la bandera, se la pasa un cacique y le ruega repetir el acto de la vuelta con su gente. Sucesivamente van haciendo lo mismo los demás caciques.

Suelen acompañarse estas vueltas con el ruido de las trutrucas (instrumento musical), tambores y pitos.

Concluido este detalle del ceremonial, la familia del duelo pasa a saludar a todos los invitados, uno por uno y en prolongado coloquio de agradecimiento.

Queda el acto esencial de estas segundas exequias: la traslación del muerto al enterratorio (eltun).

Toda la ceremonia del entierro se llama eluun y la última parte, rengal luun (rengal, enterrado).

Se efectúa la traslación al declinar la tarde de este mismo día y en ocasiones al siguiente.

Antes de partir, algunos oradores (hueupire), se colocan a la cabecera y a los pies del difunto y hablan de las virtudes y antepasados del extinto. Han de ser hombres de edad y en posesión de los antecedentes genealógicos de la familia.

Una parte de la concurrencia se dirige procesionalmente al cementerio.

Cuatro indígenas conducen en hombros el féretro (pillai). En una carreta se transporta el ataúd (huampu).

Las mujeres de la familia lloran desde este momento hasta que el cadáver desciende a la fosa. Lo hacen todavía de la manera de que dan cuenta los cronistas30. Es un llanto cantado en una escala que se desarrolla de las notas altas a las bajas y viceversa. No se conoce entre las indias el llanto de sollozos, propio de los pueblos civilizados.

El concierto de lamentaciones31de las mujeres alrededor del muerto no es únicamente una práctica fúnebre, sino una serie de maldiciones contra el matador, mágicamente eficaces en algunas ocasiones; la venganza toma esta forma a falta de otra más positiva.

Abre la marcha el jefe del duelo, a caballo y bandera en mano. Siguiéndole las mujeres a pie y grupos revueltos de los dos sexos enseguida.

Hasta hace pocos años, en esta parte del ceremonial y en las anteriores, desempeñaban papel importante indios montados en caballos con cascabeles y abigarradamente enjaezados (amelcahuellu).

El acompañamiento llega a un hoyo que de antemano se tiene cavado. Un mapuche desciende al fondo. Otros amarran la mitad inferior del ataúd y lo bajan. Luego después se ata con un lazo el cadáver y desde arriba se le deja caer suavemente sobre el ataúd. El mapuche cubre el cuerpo con mantas y lamas; a los lados, dentro y fuera de la canoa, coloca algunos comestibles, cántaros con licor, frenos, espuelas, etc. Son los vestidos, las provisiones y útiles para el largo viaje que el alma debe emprender.

Por último, se hace bajar la tapa del ataúd de manera que cubra el cadáver. Se derrama un poco de vino sobre este sarcófago. Sale el mapuche y varios hombres llenan el hoyo con tierra. Inmediatamente o después se planta una cruz o algunos de los símbolos indígenas y suele cubrirse la fosa con otra canoa invertida, especie de túmulo que tiene el nombre de lifco.

Práctica recién abandonada ha sido enterrar un caballo muerto en la sepultura o colgarlo ya entero, ya en partes, como la cabeza o la piel, en un palo horizontal sostenido en otros dos verticales. También se les dejaba en otros tiempos sus armas, especialmente la lanza.

La concurrencia va a incorporarse al concurso de invitados al duelo cuando se da por terminado el último detalle del ceremonial.

La fiesta continúa hasta que se consumen las provisiones y el licor, a veces hasta tres días después del entierro.

Los miembros de la familia abandonan el aspecto triste que habían tomado y participan de la alegría y libaciones generales. Al fin y al cabo, tienen la convicción de que, con las últimas exequias, el alma ha salido del aislamiento que sigue a la muerte y va en viaje a reunirse a sus antepasados. Así, bien examinado el ritual, el segundo duelo no es un simple cambio de lugar, sino una transformación benéfica en la condición del difunto.

Según la versión de los cronistas, el ritual del entierro definitivo ha ido variando en algunos detalles en las distintas épocas, aunque no en el fondo. En los siglos XVI y XVII se mataba una «oveja de la tierra» (hueque) en la misma sepultura y en sus alrededores, estando sentados los caciques, se efectuaba el consumo del licor y las provisiones. El llanto no estaba circunscrito a las mujeres y parientes, sino a todos o a la mayoría de los acompañantes.

En el ceremonial no intervenían jinetes; todos asistían a pie. Los caballos figuraban únicamente como bestias de carga.

En la sepultura se dejaba un fuego encendido, que se mantenía hasta por un año, uso que no se perpetuó.

Tampoco se trasmitieron a las generaciones posteriores unas exequias conmemorativas que se realizaban al año de la inhumación. Se juntaban los parientes en la sepultura, sobre la cual mataban animales y derramaban la sangre para que tuviese el enterrado que comer. Giraban alrededor de la tumba derramando cántaros de chicha sobre ella y contándole al muerto las novedades de la tierra, desde su partida. Renovaban las provisiones y el licor y lo abandonaban para siempre32.

En el trayecto de la casa al cementerio una mujer iba arrojando rescoldo por el camino que seguía el muerto, para que el alma no se volviera a la casa. Indica tal uso una prueba evidente de que la presencia del espíritu imponía a los vivos la carga onerosa de proveer a sus necesidades.

En la segunda mitad del siglo XVIII se mezclaban al concurso fúnebre algunos jinetes. «Dos jóvenes a caballo, corriendo a rienda suelta, preceden el acompañamiento»33. En el siglo siguiente concurren al duelo principalmente individuos montados. Para hacer más suntuosa la fiesta, se engalan algunas cabalgaduras y se les cuelgan cascabeles, detalle que va cayendo en el olvido al presente.

Lo que no se ha abandonado hasta el día, desde épocas inmemoriales, ha sido la relación de méritos y la genealogía de los muertos. Los cronistas llamaron esta relación «romances particulares»34. Después se denominó coyagtun (hablar enfáticamente en una reunión) y, por último, hueupun (discurso, relación).

Cuando llegaron los españoles y aún después de la conquista, las tumbas de los caciques se colocaban en los cerros o en lugares destinados a las reuniones, donde se hallaba plantado el rehue, para que recibieran la chicha y los comestibles que les ofrendaban sus descendientes.

El resto de los individuos que no investían autoridad debieron ser depositados en sitios o faldas vecinas, más o menos apartados, a juzgar por los restos de pedernal, de alfarería y huesos que se han encontrado en algunos parajes. Se llamaban estos enterratorios puúllil (de puúlli, loma, palabra anticuada).

Con anterioridad a la conquista española, los cadáveres no recibían propiamente sepultura sino que eran colocados sobre el suelo y cubiertos de tierra y piedras hasta formar una especie de túmulo. Los envolvían en cuero o cortezas de árboles.

A esta costumbre sucedió la de sepultar los muertos en hoyos muy superficiales, sobre los cuales se arreglaba el montículo. El cadáver iba colocado dentro de dos troncos encavados, que se atravesaban también «entre dos árboles juntos o fuertes horcones».

Antes de la ocupación definitiva de la Araucanía por el ejército chileno, se veían aún estas sepulturas en muchos lugares del centro y del este.

«Los panteones araucanos se distinguen por unos pequeños promontorios de piedras, ramas y troncos de árboles, puestos en forma de cruces, para evitar que los animales extraigan los cadáveres»35.



Después de la ocupación quedaban todavía numerosos túmulos de piedra en las reducciones de las dos faldas de Nahuelbuta, particularmente en las hoyas de los ríos Purén, Lumaco y Cholchol.

Los pasajes de los cronistas sobre ritos funerarios y los restos humanos, pertenecientes a las sepulturas más antiguas que se han encontrado en el territorio araucano, demuestran que el ataúd de troncos de roble no se uso antes de la conquista española.

En cambio, los trabajos agrícolas practicados en faldas y alturas, han sacado a la superficie del suelo grandes ollas de arcilla o tinajas anchas en su base y progresivamente angostas hacia arriba, con una tapa sobrepuesta. Contienen estas vasijas algunos restos del cuerpo, que indican sin lugar a duda que el cadáver entero o destrozado, o bien los huesos han sido colocados antes de la cocción dentro de esta urna primitiva, particularmente de niños36.

No puede dudarse tampoco que los araucanos tomaron tal práctica, que recuerdan por tradición algunos indios, de las agrupaciones del norte, sometidos directamente a la influencia peruana.

Los indios aprendieron de los españoles la usanza de poner en ellos cruces católicas, figuras de hombre o mujer (chemamúll), toscamente labradas en madera, y símbolos diversos, cuya significación no comprenden los mapuches actuales.

Los cementerios conservan el nombre de eltun.

En cada reducción existe uno. Los de la misma sangre deben enterrarse en él.

Los enterratorios son lugares que inspiran un religioso respeto a los araucanos, porque ahí reposan en común varias generaciones de antepasados y porque entre los vivos y los muertos no se rompen los lazos de unión; unos y otros tienen que vivir cerca para que se efectúe un cambio constante de buenos oficios.

Por eso una familia creería faltar a un deber primordial sepultar el cadáver de un deudo en otro recinto que no fuese el enterratorio del grupo. Cuando ocurre una defunción el araucano va hoy comúnmente a la oficina del registro civil a practicar la inscripción, pero nunca al cementerio de la comuna. Anteriormente, algunos eran sepultados en cementerios católicos, de donde sus deudos los extraían, con gran enojo de los misioneros.

Los cementerios indígenas se inauguran con una fiesta (hue eltun), cementerio nuevo, muy raras por cuanto solo se efectuaban por la instalación de una familia en un nuevo lugar.

Por ningún motivo las tumbas pueden jamás ser destruidas ni cambiadas.

El indio se muestra muy solícito en el cuidado de las tumbas de sus mayores, profanadas desde la dominación española hasta la república por los buscadores de entierros. Estas profanaciones exasperaban al araucano y ahondaban su rencor profundo a la raza antagónica.

El acceso del alma a la mansión de los muertos no ocurría a continuación del entierro final. Tenía que emprender un largo viaje al través del mar, por una vía sembrada de todo género de peligros.

Los datos de los cronistas acerca de la idea que los indios tenían de la ubicación del mundo de los muertos, no son uniformes ni bastantes claros.

Una observación persistente sobre esta materia en todos los ramales de la raza, conduce a la conclusión de que las agrupaciones de la costa y del centro sitúan actualmente la mansión común de las almas (amuchimaihue, tierra de la despedida) al otro lado del mar, en una isla.

En las tribus del este creen situada la tierra de los muertos tras la cordillera de los Andes. Aún suponen los indios andinos, seguramente los que residen muy al oriente, que las almas penetran al interior de los volcanes. Hay numerosas tradiciones que comprueban esta situación de la morada futura.

El viaje del muerto a ultra cordillera no podía ser sino la reproducción del tráfico frecuente de las tribus hacia las comarcas afines del este.

La comunicación de los indios de distintas regiones y el cambio de residencia de muchos, que no se preocupan de modificar el concepto heredado de la otra vida cuando llegan al último lugar, han contribuido a producir la confusión acerca de este particular.

El hecho fijo, universalmente aceptado en la raza, es que hay otra tierra mapuche.

En muchas agrupaciones del poniente y del centro corre la siguiente leyenda: las almas llegan a la orilla del mar, a un paraje donde hay una barranca muy alta y cortada a pique; abajo bulle el mar en una hondura profunda. Llaman a gritos al trempilcahue (especie de lanchero) con estas palabras:

Nontupaguen, trempilcahue yem! (¡Venga a pasarme!).

Llega y se emprende el viaje, expuestos a riesgos inminentes. Las almas de los muertos del levante realizan el paso de la cordillera a caballo y a pie la ascensión de los volcanes.

Tal vez entre los araucanos que conocieron los cronistas, las ideas sobre la mansión ultra terrenal eran tan confusas como hoy.

Lo que consignan determinadamente estos escritos es que unos indios situaban el lugar de la vida futura al lado opuesto del océano y otros hacia el este de la cordillera de los Andes. Hay, pues, una perfecta conformidad entre lo que creyeron las antiguas agrupaciones y lo que han creído las modernas.

Uno de los cronistas recogió probablemente de alguna de las tribus de la costa una de las muchas tradiciones que, como ahora, corren entre los indios acerca de la otra vida. Los demás escritores fueron repitiéndola. Tal fue la tradición de que inmediatamente de sepultado el cadáver llegaba el alma a la orilla del mar y una vieja transformada en ballena llamada trempilcahue, la conducía a la otra banda. Antes de llegar al término del viaje, había un paso estrecho que vigilaba otra vieja, a la cual se pagaba una contribución de pasaje, y en su defecto ella le arrancaba un ojo al viajero.

El indio, cuya tendencia a concretar sus ideas es tan propia de su mentalidad, radicó la mansión de ultratumba en la isla Mocha. Los isleños, por embuste o quizás por utilitarismo, fomentaban entre los indios de tierra firme esta persuasión, pues les aseguraban que por allí traficaban las almas para la otra ribera marítima, que se despedían de ellos y presenciaban al comenzar de la noche «horribles visiones y formidables apariencias»37.

Con la ocupación definitiva de la isla por los españoles y chilenos, sucesivamente, desapareció en los mapuches de la costa y del centro la creencia de que allí está la morada común de las almas y persistió tan sólo la de que se halla ubicada en una tierra de occidente, en la otra ribera del océano, acaso por analogía con la puesta de sol.

En el conjunto de las manifestaciones supersticiosas de los araucanos se descubre otra residencia para las almas de los brujos: éstos no emigran al otro lado del mar, sino que se quedan en las tierras de los mapuches, en cuevas de enormes extensión, situadas en el interior de cerros y cordilleras. Es un verdadero mundo subterráneo (reni) que cuidan culebrones (ihuai) y otros monstruos antropófagos.

Con la influencia del cristianismo, las ideas de ultratumba han avanzado en una parte de la población araucana hacia una concepción incoherente del cielo y del interior de la tierra, o sea de otro mundo dividido en supra terrenal para los buenos y subterráneo para los malos38.

Cuando las almas llegan al otro mundo, conservan las ocupaciones y los caracteres que los individuos tenían en éste. El indio concibe la supervivencia del alma como simple continuación de la vida terrestre.

En consecuencia, no se rompía allá la jerarquía social: el cacique y el hombre rico gozaban de las preeminencias y ventajas materiales de la existencia terrenal; el pobre continuaba en su misma condición. Había, pues, almas superiores e inferiores.

Las reciben, en primer lugar sus parientes, con el mismo ceremonial de la tierra y celebran en su honor una fiesta suntuosa, en la que el licor se bebe en abundancia.

Sigue a continuación una vida holgada para las personas revestidas de alguna importancia o mérito, porque los medios de existencia son fáciles y abundantes en esa mansión privilegiada: comestibles, licores, lugares adecuados para fiestas, todo se halla a su disposición. Los juegos de chueca, ngill atun (rogativas), cahuiñ (reuniones para beber u otro objeto), se suceden de un modo interminable.

Es un sistema de felicidad material. Las ideas de expiación y recompensa no se asocian al concepto de la existencia futura.

Los hombres se juntan con sus mujeres, muertas ya o que mueren después de él; los dos sexos carecen de propiedades políticas, por cuanto son espíritus y no seres materiales.

Muy extendida se halla entre las diversas secciones indígenas la creencia de que las almas entran en acción en el otro mundo únicamente en la noche. En el día se opera en ellas una metamorfosis: las de los pobres se transforman en animales, principalmente en sapos, y las de los caciques y ricos en carbones. En la noche domina la actividad y en el día el silencio.

Como las almas supervivientes no reciben sanción alguna de recompensa o castigo en lugar especial, no afecta al araucano durante su vida la sanción psicológica o el remordimiento39.

El abate don Juan Ignacio Molina, aunque no muy noticioso, el más concienzudo de los investigadores antiguos, consigna este informe acerca de la dedicación de las almas en la vida futura.

«En cuanto, pues, al destino que tendrán las almas después de la separación de los cuerpos, sus sistemas no son uniformes. Todos convienen en decir, con los demás americanos, que después de muertos van a la otra parte del mar, hacia el occidente, a un cierto lugar llamado Gulcheman, esto es, la morada de los hombres tramontanos. Pero algunos creen que aquella estancia sea dividida en dos regiones; una llena de delicias para los buenos, y la otra, falta de todas cosas, para los malos. Otros, por lo contrario, son de opinión que todos los muertos gozarán allí indistintamente placeres eternos, pretendiendo que las acciones mundanas no tengan ningún influjo sobre el estado futuro»40.



El padre Rosales, que anotó con bastantes detalles las costumbres del siglo XVII, dividió en tres órdenes el destino de los muertos: los caciques y ricos se quedaban en las sepulturas convertidos en moscardones, y de allí salían a ver a sus parientes y a tomar parte en sus reuniones, o bien habitaban los volcanes; los guerreros, que subían a las nubes y se transformaban en truenos y relámpagos; los hombres y mujeres comunes que iban a una tierra estéril, donde había que sembrar, hacer fuego con leña mojada y afrontar una vida llena de trabajos. Para proporcionarse fuego en aquella mansión triste, aunque no exenta de diversiones, los hombres se cauterizaban un brazo, operación que se denominaba copen.

Un tanto especiosa es la clasificación del cronista, o por lo menos circunscrita a una época determinada. La verdad es que en todo tiempo los indios han creído que la otra existencia es el reflejo de ésta y que, por lo tanto, el pobre ha de conservar allí su condición más trabajada que la del hombre investido de alta dignidad. Por este motivo todos procuraban llevar fuego para la cocción de sus alimentos y se cauterizaban los brazos con puntas de cuñas encendidas, práctica que se llamaba copen y que sólo se ha extinguido de pocos años acá. Soplando en la otra vida la cauterización, salía fuego.

Las almas podían volver al mundo de los vivos y librar con sus enemigos en el espacio combates encarnizados; tal era la interpretación que daban a las tempestades41. En algunas ocasiones vienen en buena de sus parientes, según los mapuches de hoy.

Esta vuelta de los espíritus al lado de los suyos para visitarlos y prestarles protección guarda perfecta conformidad con el estado mental de la sociedad araucana. La conciencia colectiva no se avenía a considerar desde luego como hecho irrevocable la muerte; se sentía por algún tiempo ligada a un miembro que había sido parte de la vida común.

En el mundo de los espíritus las almas mueren a su vez, sin que este aniquilamiento importe un castigo. La vida futura tiene la misma duración que la terrestre. Después los individuos se convierten en carbones; sobrevenía la nada. La concepción araucana se apoya en la simple supervivencia sin reencarnación.

No es unánime esta creencia: en algunas zonas están persuadidos los indios de que las almas se transforman en aves dotadas de voluntad y sentimientos humanos, en espíritus nocivos.



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