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ArribaAbajoActo II

 

Una casa de campo próxima a la ciudad. Vestíbulo: cierta fantasía atrabiliaria y grata, como de «club» o «bungalow». Chimenea graciosa de viejos ladrillos. Una puerta al jardín, un ventanal de grandes dimensiones, con profusas y espesas cortinas corridas. Una mesa redonda y, alrededor, unos sillones en semicírculo. Un teléfono. Es la misma noche que en el acto anterior. Vaga luz de insomnio. Por algún resquicio de las colgaduras que tapan el ventanal surge una claridad temblorosa y azul de alba alegre. Un personaje hay en escena cuando se levanta el telón: ISABEL, que medio oculta en un sillón de orejas, junto a la chimenea sin fuego, apoyada en el gran respaldo, se durmió. Es joven, graciosamente arrogante, muy pálida, y su atavío, claro y alegre, sencillo y descuidado; es un puro mohín de feminidad. Cuando despierte, veremos que tiene esos ojos húmedos y fragantes de las mujeres que sueñan mucho, que van golosamente del pavor al gozo. Una gran vida interior. Ya se alzó el telón y hay una pausa. Luego, en el umbral del jardín, aparecen MARY y DANIEL. Él la lleva cogida de la mano.

 

DANIEL.-    (Bajo.)  Entra... Hemos llegado.

MARY.-   ¡Ah! ¡Tu casa! Todo me parece mentira. No tengo fuerzas para creerlo. ¿Quién es esa mujer?

DANIEL.-   Es Isabel... Duerme como una niña. Qué criatura. Pero es tan dichosa. Mírala.

MARY.-   ¡Se ríe!

DANIEL.-   Sí... Es tan feliz que sólo tiene sueños alegres. Vamos, Mary.

MARY.-   Tengo miedo.

DANIEL.-   No temas...   (Sonríe.)  Ya no podrás escapar. Eres mía, mía.

 

(Se la lleva. Queda ISABEL sola. Otra pausa. Al fin, entra PEDRÍN, criado. Porta una bandeja con desayuno para tres personas, que ha de disponer sobre la mesa.)

 

PEDRÍN.-   ¡Señorita Isabel! Buenos días... El desayuno.  (Una pausa.)  Buenos días. ¡Inútil!... ¡Señorita Isabel!

 

(Va al ventanal y descorre los «stores». Aparece el jardín con todo su temblor, casto, verde y húmedo de primavera. PEDRÍN vuelve junto a ISABEL.)

 

ISABEL.-    (Despertando.)  ¿Qué? ¡Ah, Pedrín!

PEDRÍN.-   ¡Al fin! Buenos días, señorita Isabel...

ISABEL.-    (Sonríe. Se arregla graciosamente la melena mientras habla, cuida un poco los pliegues de su vestido.)  Buenos días, Pedrín. ¿Es muy tarde?

PEDRÍN.-   Amanece, señorita.

ISABEL.-   ¿De veras?...  (Ríe.)  Es gracioso. Anoche me quedé ahí sola. Estaba muy alegre... Sin saber cómo, me dormí.

PEDRÍN.-   La señorita es incorregible; se ha pasado la noche dando vueltas por el jardín. La he visto desde mi cuarto. Al fin, cansadísima, se durmió en este sillón como una niña. Y así, una noche y otra... Y otra.

ISABEL.-   ¡Oh! ¿Me riñes, Pedrín?

PEDRÍN.-   No, señorita Isabel. La señorita sabe que la quiero. Además, en esta casa, uno se acostumbra a todo. Míster Brummell ha pasado toda la noche al pie del teléfono. Espera una conferencia de Filadelfia. Dice que son las seis de la mañana y en Filadelfia es hora de oficina. A mí no me cabe en la cabeza que en ningún país del mundo trabaje la gente a las seis de la mañana. Y muchísimo menos en Filadelfia... Pero, en fin; míster Brummell tiene mucho talento. Por las noches apenas duerme. Se sienta en su mesa, escribe cartas, pasea por el cuarto, me llama, me hace sentarme a su lado... Y me habla de sus cosas, de sus millones... ¿No es maravilloso, señorita Isabel?

ISABEL.-   ¡Es un sueño!

PEDRÍN.-   Un gran hombre míster Brummell. Y, sin embargo, yo juraría que cuando míster Brummell vino a esta casa no traía ni un céntimo... ¡Un milagro!

ISABEL.-    (Al pie del ventanal.)  No importa, Pedrín. Aquí todo es maravilloso, como este amanecer...

PEDRÍN.-    (Sonríe.)  Justo. La misma señorita ha cambiado tanto. Al principio, yo temía que la señorita no se habituara a nuestra vida. Una casa de campo, habitada sólo por hombres... Y unos hombres un poco vulgares; ésta es la verdad. Pero la señorita se adaptó perfectamente. Hoy, creo que es la más feliz de todos. ¿No es cierto, señorita Isabel?

ISABEL.-    (Un guiño de gozo.)  ¡Oh!

PEDRÍN.-   ¡Qué transformación! ¡Cómo ha cambiado la señorita! Todavía recuerdo el primer día que llegó aquí la señorita.

ISABEL.-    (Dichosa.)  Ha transcurrido un mes, y a veces no sé si ha pasado un día o una eternidad. Tu señor me trajo cogida de la mano como a una chiquilla traviesa. Dilo, Pedrín. Me gusta oírtelo contar cuando estamos solos y no puede oírnos míster Brummell o el general...

PEDRÍN.-   ¡Señorita! No lo olvidaré nunca... Recuerdo que don Daniel, mi señor, venía muy contento. Y la señorita muy pálida. Era un cadáver. Tenía los ojos abiertos, terribles; tan distintos de estos ojos suyos, bonitos, de todos los días... Parece mentira. Nos miraba con un odio feroz. Traía el vestido destrozado.

ISABEL.-    (Con rubor.)  Tu señor y yo habíamos peleado en el puente. Estaba loca. Fue tan horrible aquel día. Primero la lección del Conservatorio. Todas las alumnas alrededor, y yo pensando en la noche, en el puente del río...

PEDRÍN.-   La señorita decía cosas tremendas.

ISABEL.-   ¿Es cierto?

PEDRÍN.-   ¡Oh, ya lo creo! A don Daniel le hacía mucha gracia. A mí, también.  (Ríe ISABEL.)  Luego la señorita se encerró arriba, en el desván. No la vimos en tres días. También aquello resultó muy divertido. Pero, de pronto, la señorita bajó una mañana al jardín... ¡Qué cosa más curiosa! Era otra mujer. Se bañó en el estanque. Cantaba. Corría por el jardín... Cogió un resfriado. Otro. Otro... ¡Fue feliz!

ISABEL.-    (De pie ante el ventanal. Su vestido suavemente tembloroso por el vientecillo que mueve las hojas de los árboles próximos.)  ¡Muy feliz, Pedrín! Si supierais por qué...

PEDRÍN.-   (Admirado.)  ¡Señorita!

ISABEL.-   ¡Silencio, Pedrín!  (Misteriosamente.)  Aún es temprano. Pero un día tendrá que descubrirse todo. Pronto, muy pronto. Un secreto no es posible tenerlo así mucho tiempo, dentro de una misma. Ahoga... ¿Tú no has tenido nunca un secreto, Pedrín?

PEDRÍN.-   ¡Pche! Una vez. Es que quise ser marino. Como los marinos tienen un amor en cada puerto...

ISABEL.-   A veces parece que la cabeza va a saltar en pedazos. Hay que gritar, gritar... ¡Que todos lo sepan! ¡Me gustaría subir a la copa del pino más alto!

PEDRÍN.-   ¡No, señorita! De ninguna manera... Es una locura, señorita. Son las seis de la mañana. La señorita va tan ligera de ropa. Es mucho mejor desayunar tranquilamente. Avisaré a míster Brummell y al general. Bueno, el general es otro cantar. Se ha pasado la noche en el torreón, con los prismáticos, mirando no sé dónde. Ahora dice que hoy es mal día de operaciones... Digo. Aquí viene míster Brummell. Buenos días, señor.

 

(Entra MÍSTER BRUMMELL. Traza pintoresca. Garbo de gran burgués y empaque de alto funcionario junto a su imponente gesto de hombre preocupadísimo. Calvo, gafas de oro, una suave panza, vivo y un poco enrojecido. Está muy indignado.)

 

BRUMMELL.-   ¡Buenos días, señorita!

ISABEL.-   ¡Míster Brummell!

BRUMMELL.-   Estoy abrumadísimo, querida. Es horrible. Toda la noche al pie del teléfono... ¡Uf! Reventaré.  (Cae desfallecido en un sillón, junto a la mesa.)  He solicitado tres veces conferencia con Filadelfia. Inútil. Es inaudito... Es la ruina.

ISABEL.-   ¡Usted arruinado, míster Brummell!

BRUMMELL.-   Caramba, es estupendo, toda la noche igual.  (Coge el teléfono.)  Señorita, soy míster Brummell... Necesito línea con la Bolsa de Filadelfia. Sí, sí; le habla el mismísimo míster Brummell... OK. Míster Brummell es conocidísimo en todo el mundo. En Australia, en Londres, en California, en Portugal. Tengo negocios en todo el globo. Esto es importantísimo. Se trata de millones. ¿Lo oye? ¡Millones!

ISABEL.-   Calma, míster Brummell.

BRUMMELL.-    (Cuelga el teléfono.)  Dentro de dos horas, en Filadelfia se abrirá la Bolsa. Mis enemigos lo han preparado todo muy bien. Mis acciones, por el suelo.  (Ríe irónico.)  Si ellos supieran... Je, je. Torpes. No saben que soy lo suficientemente poderoso para arruinarlos a todos.  (Sonríe con un guiño pícaro.)  ¿Comprende usted, amiga mía?

ISABEL.-    (Sirviéndole el desayuno.)  No entiendo los negocios, míster Brummell.

BRUMMELL.-   ¿De veras? Es sencillísimo. Yo mismo he provocado la ruina de la Brummell Limited, porque el verdadero dueño de la Howard Green Company soy yo. ¿Qué le parece?

ISABEL.-   Pero, ¡es usted el diablo, míster Brummell!

BRUMMELL.-   (Halagado.)  No tanto, querida...  (Transición, contemplando a ISABEL con verdadera compasión)  ¡Pobre muchacha! ¡Qué calamidad!

ISABEL.-   ¡Míster Brummell!

BRUMMELL.-   Siento por usted una profunda lástima, Isabel. Sí... Es una pena. La mujer del mañana se dedicará a los negocios. Usted es una perfecta ignorante en estas cosas. Es usted una muchacha romántica, a la antigua. Carece de todo sentido práctico... ¡Lástima de chica! Me asusta pensar en su porvenir... ¿Qué va a ser de usted?

 

(Entra el GENERAL apoyado en PEDRÍN. Un viejecito. Todo el pelo blanco. Piel arrugada, manos temblorosas... Gran bigote a la borgoñona. Uniforme caprichoso de general, al modo de un ejército europeo en 1914. Una banda, condecoraciones, charreteras graciosas. Brillo impecable en sus botas de montar.)

 

GENERAL.-   Buenos días, señorita... Caballero.

ISABEL.-    (Corriendo a darle su brazo.)  ¡Oh, general!

GENERAL.-    (Sentándose a la mesa, socorrido por el criado e ISABEL.)  Gracias... Ayúdame, Pedrín. Así... ¡Ajajá! Magnífico. «Foi-gras», mantequilla... Yo, café, Pedrín. Y una copa grande de ron...

PEDRÍN.-   Sí, mi general.

 

(Le sirve. ISABEL y BRUMMELL desayunan. También PEDRÍN atiende a los tres.)

 

GENERAL.-   ¡Hum! Estoy cansado. La noche ha sido muy dura.

BRUMMELL.-    (Bruscamente.)  Caramba, general. A propósito. ¿Quiere usted decirme por qué diablos se pasa usted las noches en el torreón, con la ventana abierta, mirando con los prismáticos? Es inconcebible. A sus años.

GENERAL.-    (Sonriendo misteriosamente.)  ¡Oh! ¡Brummell!

BRUMMELL.-   Me tiene preocupadísimo. ¡Palabra!

GENERAL.-    (Con regocijo.)  ¿Oyes, Pedrín? ¡Qué curioso es míster Brummell! Si usted supiera... No puedo contestarle todavía.  (Ríe.)  Dentro de algún tiempo, sí. Unos meses, quizá. Entonces, un día, todo el ejército formará en la explanada de Palacio. Con uniforme de gala, sí. Los húsares, delante. Detrás los lanceros... Luego, la infantería. Todos, todos. Ya parece que oigo las trompetas que tocan atención. Yo llegaré a caballo... La tropa, ¡firme! Los sables de los oficiales...  (Tose.)  Yo pasaré a caballo.  (Transición. Solemnemente.)  No puedo hablar más, míster Brummell. Sería una imprudencia. ¡La patria no me lo perdonaría nunca!

BRUMMELL.-    (En un brinco.)  ¡Chifladísimo!

GENERAL.-   ¡Qué!

BRUMMELL.-   Sin remedio. ¡De remate!

GENERAL.-    (En pie, corajudo, gallardo como un mozo.)  ¡¡Oh!! ¿Qué está usted diciendo? ¡Yo, loco! ¡¡Yo!! No, no. Esto, no. Tú lo has oído, Pedrín. ¡Me cree un loco! Hablaré. ¡Ahora mismo!

ISABEL.-   ¡Dios mío!

BRUMMELL.-    (Satisfechísimo.)  Hombre, menos mal.

GENERAL.-    (Grave.)  Oídme, vais a saberlo todo.

PEDRÍN.-    (Adelantándose.)  Por favor, mi general... Silencio.

 

(Todos le miran.)

 

BRUMMELL.-   Oye, tú.

PEDRÍN.-   Recuerde, mi general. Don Daniel prohibió que se hablara de esto.  (Muy bajo.)  Aún es pronto...

BRUMMELL.-    (Más curioso que nunca.)  ¡Diablo!

GENERAL.-    (Sonriendo superior y solemne.)  Cierto, Pedrín... Amigos míos, ya oísteis. No es la hora. Daniel se enfadaría muchísimo...

BRUMMELL.-    (Chasqueado.)  ¡Demonio!

 

(El GENERAL, poco a poco, muy sonriente, irá cerrando los ojos. Parece dormido.)

 

BRUMMELL.-   ¡Pedrín, idiota!

PEDRÍN.-   ¡Señor!

BRUMMELL.-   Sírveme más café. Muy cargado.

PEDRÍN.-   Sí, señor. Aquí está el correo... Dos cartas, míster Brummell.

BRUMMELL.-   ¡Hola! Carta de América. «Washington. Privado». ¡Oh! Importantísimo. Una carta de Washington ha de ser importantísima. Seguramente, querrán nombrarme miembro de algún consejo de administración. ¿Quién sabe?  (Azaroso y feliz.)  ¡Ah, querida Isabel, esta vida es espantosa! Los negocios... Esa condenada conferencia. Dentro de dos horas se abrirá la Bolsa. ¡Oh, oh! Me volveré loco. Adiós, querido.  (Al pasar junto al GENERAL.)  Me da una pena este pobre hombre...  (Sale.) .

ISABEL.-   Dime, Pedrín.  (Con afán.)  ¿No hay carta para mí?

PEDRÍN.-   Sí, señorita.  (Sonríe.)  Una... Creo que es la de siempre.

ISABEL.-    (Muy emocionada.)  Dámela...  (Con la carta entre las manos, llena de gozo y rubor.)  Trae... Parece que me quema las manos. ¡Adiós, Pedrín! Me voy.

PEDRÍN.-   ¡Señorita!

ISABEL.-   Deja... No te asustes. Me voy al jardín con los pájaros. Son buenos amigos para contarles los secretos. Si tú supieras que dentro de esta carta está... ¡Nada menos que mi felicidad!  (Corre al jardín, desaparece. PEDRÍN la contempla asustadísimo.) .

PEDRÍN.-   ¡Cuidado! Por favor, señorita... Es una chiquilla.  (Aparece DANIEL.) .

DANIEL.-   Buenos días, Pedrín.

PEDRÍN.-   Señor... ¿El señor pasó buena noche?

DANIEL.-   Deliciosa... ¿No hay novedad, Pedrín?

PEDRÍN.-   Ninguna, señor. La señorita está en el jardín contándoles a los pájaros su secreto.

DANIEL.-    (Alegremente.)  ¡Bravo!

PEDRÍN.-   Míster Brummell está arruinando al mundo por teléfono. Y el general, ya se ve: está pasando revista a las tropas. Como todos los días...

DANIEL.-   ¡Magnífico!  (Transición.)  Pronto, prepara fuego en la chimenea, algo para comer y un dormitorio independiente.

PEDRÍN.-    (Con alarma.)  ¡Señor! ¿Otro huésped?

DANIEL.-   Sí, Pedrín. Una aventura. Es una mujer...

PEDRÍN.-   ¡¡Oh!!

DANIEL.-    (Riendo.)  Pero, Pedrín.

PEDRÍN.-   No, no, no... Esto es demasiado.  (Ríe DANIEL.)  No, no, señor. ¡Imposible!

DANIEL.-   Pedrín...

PEDRÍN.-   Es peligrosísimo, señor. Digo, y otra mujer. ¡Dos mujeres aquí! Me da muy mala espina. Un día, cualquier imprudencia puede desbaratar toda esta farsa.

DANIEL.-   ¡Oh! Eso nunca. No temas.

PEDRÍN.-   Esto es tan maravilloso... Sería muy triste que se descubriese. Tiemblo por el señor. La gente no comprendería nunca esta aventura tan noble, tan hermosa. Y luego... ¿Qué sería de ellos? Sí, señor. A veces los envidio... Cuando míster Brummell cuenta sus proyectos, se queda mirándole a uno fijo, fijo... Y se ríe. Estoy seguro de que nos compadece. La señorita Isabel recibe todos los días su carta con una emoción... ¡Oh! Todo esto es increíble.

DANIEL.-   No, Pedrín. Es facilísimo.  (Junto al anciano durmiente.)  Mira; viejo querido... Cómo duerme. Sueña, sueña, sueña... ¡Ojalá no despierte nunca! Aquella noche, en esta cabeza tan blanca sólo había odio y rencor para un destino que lo hacía desgraciado. Ahora, por esta frente tan arrugada está pasando un mundo fabuloso: húsares, coraceros, oficiales con sables de oro. ¿Oyes el redoble de los tambores, Pedrín?

PEDRÍN.-   ¡Señor!

DANIEL.-   ¡Chis! Él va al frente de sus ejércitos. No se ve como es: un pobre anciano, fracasado y enfermo, sino como el más gentil mariscal, lleno de orgullo y elegancia. Pasa a caballo delante de sus tropas... «¡Firmes! ¡Saludad! ¡A sus órdenes, mi general!». ¡Y qué estruendo hacen las tropas y las cornetas! Además, son tan bellas las banderas al viento y al sol. ¿Ves, Pedrín, todo eso, tan grande y tan extraordinario, en esta frente pequeña, en esta cabeza blanca...?

PEDRÍN.-   ¿Tiene fiebre, señor?

DANIEL.-    (Grave.)  Sí, demasiado.

PEDRÍN.-   ¡Ah! ¿Morirá pronto, señor?

DANIEL.-    (Muy emocionado.)  Quizá. Pero cuando muera será inmensamente feliz. Te lo juro, Pedrín.  (Decidido.)  Mañana pienso hacerle mariscal...

PEDRÍN.-   ¡Mañana!

DANIEL.-   Sí. Es muy fácil.  (Transición.)  Ea, Pedrín. El fuego, el desayuno. Pronto.

PEDRÍN.-   Al momento... Yo voy a disponer una alcoba para la señorita. Mientras, el señor puede cortar flores del jardín...

DANIEL.-   ¡Bravo!

PEDRÍN.-   Hacen falta muchas flores. Resultará muy bien. Descuide, señor...

 

(Salen por sitios distintos. El GENERAL sigue inmóvil. Un reloj, en lento repique, da siete campanadas. Un silencio. Óyese dentro, pero muy cerca, la voz de MARY, un poco acongojada.)

 

MARY.-   ¡Daniel!  (Otro silencio. Viene MARY. Tiembla de frío y desasosiego.)  ¿Dónde estás?  (Muy bajo.)  No me dejes. No puedo estar sola.  (Descubre al GENERAL en su sillón con susto.)  ¡Ay! ¿Quién hay ahí? ¿Quién es? ¡Daniel!

 

(El viejo rebulle y se incorpora en su sillón.)

 

GENERAL.-   ¿Quién es? ¿Qué es esto?  (Atónito.)  ¿Adónde vas, muchacha?

MARY.-   ¡Perdón! Buscaba a Daniel.  (Se retira.) .

GENERAL.-    (Asombradísimo.)  Dime, dime. ¿Quién eres tú, hija mía? No te conozco. ¿Por qué has venido aquí?  (Pensativo.)  Demonio... Quizá.  (Jubiloso.)  ¿Serás tú quien me traiga la gran noticia? Dilo pronto, hija mía.

MARY.-   (Retrocediendo.)  No, no. No sé...

GENERAL.-  Sí, sí. Daniel dijo que el triunfo llegaría del modo más sorprendente. Cuando yo menos lo imaginase... Eres tú. Dime...  (En secreto.)  ¿Te envía el rey?  (MARY, atónita, niega con la cabeza.)  ¿No? Qué lastima...  (Transición.)  Entonces, seguramente, ¿te envían mis enemigos? Sí, sí. Seguro.

MARY.-   Pero, ¿qué está diciendo? No le comprendo. Déjeme. He de buscar a Daniel.

GENERAL.-   ¡Oh! Discúlpame.  (Con cierto orgullo.)  Es que tengo tantos enemigos...

MARY.-   ¡Tan viejecito!

GENERAL.-   Mi vida siempre peligra. Por eso vigilo en el torreón todas las noches... Es terrible. Míster Brummell no lo sabe.

MARY.-   Pero no sé quién es míster Brummell, ni usted. En esta casa todo es misterioso. Ni siquiera sé quién es él...

GENERAL.-   ¿Él?

MARY.-   Sí, sí... No sé quién es Daniel. Y es necesario que lo sepa. Así no podré vivir... Anoche fue maravilloso. Él hablaba, hablaba. Todo era extraordinario. Me pareció que estaba dormida y que no despertaría nunca. Pero ese reloj es igual que el de la Residencia, y me ha hecho despertar... ¡Me recuerda la verdad: que yo no he muerto!... Usted no puede comprender... Suena todas las mañanas. Las muchachas corren ahora al jardín. Es la hora del desayuno. Hoy parece que las estoy viendo. Todas lloran. El director estará furioso y gritará: «¡Loca, loca, loca! ¡Era una mujer infame!».

GENERAL.-   ¡Muchacha!

MARY.-   Sí, sí. Se lo han dicho los policías. «Mary ha muerto. Mary se ha ahogado en el río».   (Alucinándose.)  Pero lo más terrible es ella. Cuando le digan que Mary ha muerto aún querrá bajar al fondo del río para arrojarme a la cara su maldición. ¡Oh, Dios! Voy a buscar a Daniel. Cuando habla todo es distinto...  (Transición. Volviendo.)  Pero, ¿quién es Daniel? Dígamelo. Usted ha de saberlo. Usted es su huésped. Yo necesito saberlo... ¿Quién es Daniel?

GENERAL.-    (Suspenso.)  ¿Daniel?

MARY.-   Sí.

GENERAL.-   Yo tampoco sé quién es Daniel.

MARY.-   ¡Oh!

GENERAL.-   Pero no importa. ¡Qué más da! Es mi mejor amigo. Oye.  (Acariciándola.)  Voy a contarte un secreto. Yo también fui a arrojarme al río. Así. ¿No es extraordinario?  (MARY le mira fijamente.)  Chis. Cuidado. No lo sabe nadie. Es un secreto. Ni Brummell. Ni Isabel. Nadie. Sólo él y yo.

MARY.-   ¡Usted!

GENERAL.-   Sí. Pero Daniel estaba allí. ¡Oh, es un gran mozo! Me trajo aquí.  (Tose.)  Fue una casualidad... Porque si yo hubiera muerto aquella noche, todo, todo se hubiera perdido. ¡El sueño de toda mi vida! Eres muy joven aún, hija mía, para saber qué dura es una vida entera, muy larga, con una ilusión dentro, que nunca llega a lograrse. Mira: empezó cuando yo era un muchacho. Casi un niño. Era teniente en África. Vencí con mis soldados a una tribu de «boicorts»10 y gané la Medalla del Mérito. Cuando el comandante me la puso en el pecho, gritaba: «¡Muchacho, eres carne de mariscal!».  (Se detiene fatigado.)  ¿Has oído? Desde entonces, la misma voz dentro de mí, a todas horas: ¡Mariscal, mariscal!  (Se calla. Tose. A veces se lleva la mano al pecho.)  ¿Cómo es posible que luego, después de muchos años, siempre esperando, puedan decirle a uno: «De orden del rey, ya no eres soldado, porque eres un pobre enfermo»? ¡Mentira! Yo no estoy enfermo. A veces, toso un poco. Viene luego la fiebre. Pero se va pronto. La vida en África era tan dura. Aquel aire. ¡Las fiebres!  (Muy fatigado.)  Pero no estoy enfermo... Te lo aseguro.

MARY.-    (Ya casi arrodillada a su lado, le coge una mano. Con mucha emoción.)  Calle... Por favor. ¡Oh, qué viejecito es, Dios mío!

GENERAL.-   Fueron mis enemigos. Me odiaron siempre. Ellos obligaron al rey. Su Majestad les tiene miedo. Es un niño. Ya nunca podré ser mariscal. ¡Infames!

MARY.-   ¡Oh!

GENERAL.-   Fue tan duro, tan espantoso... Huí de mi patria, lleno de vergüenza. Un militar no soporta el ridículo. Y fui a ahogarme en el río aquella noche.

MARY.-   ¡Qué horror!

GENERAL.-   Pero, calla... Él me trajo aquí. A los pocos días de estar en esta casa todo cambió. Fue milagroso. Un día entró Daniel en mi cuarto. Venía muy alegre.

MARY.-   Daniel...

GENERAL.-   Sí. Durante la noche había recibido una gran noticia. Una confidencia secreta. Daniel es un caballero y no podía decirme cómo. Pero no importa. Sé que en mi país todos mis amigos conspiran en mi favor. El ejército entero está a mi lado... Todos. Pronto, muy pronto, conseguirán que el rey me nombre mariscal...

MARY.-   ¡Ah!

GENERAL.-   Casi todos los días, Daniel tiene confidencias. ¡Ah, Daniel es un gran diplomático! Pero ahora es preciso que yo permanezca en este retiro... Llegará el día del triunfo, y entonces regresaré a mi país como un héroe. El rey me dará un abrazo y me pedirá perdón. ¡Lo sé!

MARY.-   Sí... Será muy hermoso. Pero ahora es preciso callar. Hemos hablado demasiado. ¡Silencio!

GENERAL.-   Sí. Pero no, no temas: no es nada. Algo de sofoco. Todo pasará cuando llegue el gran día.

MARY.-   Será pronto.

GENERAL.-   Sí... Además, de verdad, no estoy muy viejo. Cansado, sí...

PEDRÍN.-    (Entrando.)  ¡Mi general! ¡Señorita!

GENERAL.-   Hola, Pedrín. Ven, acércate...  (Con misterio.)  ¿Hay noticias?

PEDRÍN.-   ¡Señor!

GENERAL.-   Vamos. Di...  (Ríen.)  No seas niño. Mary sabe todos mis secretos.

PEDRÍN.-   ¡Señor!

GENERAL.-   Ahora mismo se lo he dicho todo.  (Ríe.)  ¿Qué te parece?

PEDRÍN.-    (Azorado.)  Señor...

GENERAL.-   Anda, dime.

PEDRÍN.-   Dentro de muy poco... El país entero pide que se nombre mariscal a su excelencia.

GENERAL.-    (Gozosísimo.)  ¡Ah! ¿Oyes, Mary?

PEDRÍN.-   El rey cederá muy pronto. Quizá mañana.

GENERAL.-   ¡Mañana! ¿Has oído? Mañana...

PEDRÍN.-   Pero, ahora, es preciso dormir, señor. Hay que estar fuerte para mañana. Vamos.

GENERAL.-    (Apoyándose en el criado, tembloroso de gozo.)  Iré... Al fin, Dios mío. Casi no puedo creerlo. Mañana, mañana.  (Va a salir apoyado del brazo de PEDRÍN. Se oyen destempladas voces de MÍSTER BRUMMELL y se detiene.) .

BRUMMELL.-    (Dentro.)  ¡Hip! ¡Hip! ¡Hurra!

MARY.-   ¿Qué ocurre?

BRUMMELL.-    (Dentro.)  ¡Daniel! ¡Pedrín!  (Entra DANIEL.) .

DANIEL.-   ¿Qué sucede, Pedrín? ¿Tú aquí, Mary?

BRUMMELL.-    (Entra. Viene rojo de emoción, con una carta en la mano.) ¡¡Hurra, Daniel!! ¡Soy el mayor financiero del mundo!

PEDRÍN.-   ¡Hurra!

BRUMMELL.-   Desde Washington piden mi ayuda para constituir un banco internacional.

DANIEL.-   ¡Formidable!

PEDRÍN.-   Enhorabuena, señor.

BRUMMELL.-   Seré omnipotente. Dominaré todos los «trusts», las grandes compañías, a los hombres más poderosos... Todos dependerán de mí. ¡Sin mí no será posible vivir en la tierra! ¿Comprendéis qué grande, qué gigantesco es esto? Es el sueño de toda mi vida... Todos los millones de la tierra pasarán por mis manos. Por estas manos... Miradlas. ¡Serán míos! ¡¡Míos!! ¡¡Míos!! ¡¡Oh!!

DANIEL.-   Calma.

BRUMMELL.-   ¡Qué hermoso es esto...! ¡Brummell International Bank! Es la vida, el triunfo, la fama... Ya para siempre, para siempre. Adiós, Daniel. Toma, Pedrín.

PEDRÍN.-   Señor...

BRUMMELL.-    (Arrojándole unos billetes.)  ¡Toma! Hoy es el día más feliz de mi vida. Un gran día.  (Ríe muy nervioso.)  Brummell International Bank... ¡¡Soberbio!!  (Al pasar junto al GENERAL hace un guiño.)  ¡De remate!  (Y se va.) .

GENERAL.-   Está loco, Pedrín.

PEDRÍN.-   Es un gran hombre míster Brummell. Pero si él supiera que mañana...

GENERAL.-   ¡Chis! Cuidado. Ni una palabra. Mañana... ¡Buen chasco!  (Van saliendo muy despacio.)  Oye...

PEDRÍN.-   Mi general.

GENERAL.-   Mañana, en el orden del día, ¡fiesta para la tropa!  (Salen.) .

MARY.-    (Encarándose con DANIEL cuando desaparece el GENERAL con el criado.)  Es falso... Todo es mentira.

DANIEL.-   ¡Mary!

MARY.-   Los tienes engañados. Acabo de comprenderlo todo. Es espantoso. Da miedo pensarlo.

DANIEL.-   No grites. Van a oírte.

MARY.-   Ese pobre anciano está loco. Está desfallecido y lleno de fiebre. ¡Y le has hecho creer que es el héroe de una conspiración!

DANIEL.-   Calla.

MARY.-   No quiero... Déjame. Y el otro se cree dueño de todo el dinero del mundo, sin pensar que vive oculto en un rincón en medio del campo. Si ellos pensaran un solo instante, si comprendieran su locura, no te perdonarían esta burla.

DANIEL.-   No. Ellos no pueden comprender... Son dichosos, alegres, como nunca lo fueron.

MARY.-   Pero a costa de qué... De su locura. Eso, sí.

DANIEL.-   Cállate. Fueron como tú. Gentes que quisieron morir una noche en el río. Yo los arranqué de la muerte, como a ti. Yo les devolví a la vida. A esta vida de ilusión y de triunfo, que desearon siempre, y que por no venir nunca les acercó a la muerte desesperada y ridícula. ¿No es magnífico? Ese anciano, moribundo casi, será el hombre más dichoso del mundo. Cuando muera, creerá que luego las gentes han de cantar su gloria. Y, sin embargo, la otra verdad es que para el mundo murió hace unos meses. Pero su sueño vive. Vivirá hasta el último instante. ¿Qué importa el mundo, tan pequeño y tan miserable? ¿Es que los sueños de un hombre de fantasía pueden caber en el mundo?

MARY.-   Daniel, Daniel...

DANIEL.-   Piensa, Mary... Isabel ama una mentira, pero es absolutamente feliz, porque no puede vivir sin amor. Y porque el amor que ella sueña es tan extraordinario que sólo puede ser una mentira. Todos los días recibe una carta de un amante que no existe... Son unos renglones de amor que yo dicto a Pedrín de madrugada. Míster Brummell quiso morir porque desde niño soñó con un poderío que nunca logró y que hoy tiene... Todo el dinero del mundo es suyo. ¿No lo oíste? Ha conseguido vivir todas sus ilusiones, hasta las más perversas. Figúrate. Uno de sus negocios es una gran agencia de viajes. Lleva a los turistas desde Europa hasta la India. Cuando los turistas, conducidos por los guías de míster Brummell, se internan en la selva en busca del dios de jade, surge una partida de bandoleros, súbditos de una princesa oriental, que desvalijan a los pobres viajeros: el dinero, las alhajas, las ropas. Todo. Después, míster Brummell y la princesa se reparten el botín. Así creo que han ganado ya muchísimos millones...

MARY.-   ¡Qué espanto!

DANIEL.-   Ca... No creas. Todo es mentira. Pedrín, que conoce muy bien el inglés, mantiene correspondencia con él en nombre de la princesa. Todo es tan falso como esa carta de Washington, que le convierte en el ser más poderoso del mundo, que ha sido escrita por mí y enviada luego desde Norteamérica por un amigo mío banquero, que se divierte mucho con estas cosas. Otras veces, el teléfono de mi amigo es nada menos que la Bolsa de Filadelfia... ¿Pero no es encantador? Pudo morir aquella noche como un delincuente fracasado. Hoy, ya ves. Los mismos emperadores son muchísimo menos poderosos que él.

MARY.-    (Resistiéndose.)  Me asusta todo esto. Pobre viejecito... Pobre míster Brummell. ¡Pobre Isabel! Se van volviendo locos poco a poco, todos los días...

DANIEL.-   Ellos tenían tanta hambre de creer en esta mentira... Fue sencillísimo. Los hombres, para creer en su desgracia, siempre exigen pruebas. Para creer en la felicidad, les basta con que sea hermosa...

MARY.-   ¡Qué terrible es esta farsa! ¡Es diabólica!

DANIEL.-   No, no... El diablo fue quien los empujó al río. Yo los arranqué de allí. Después de todo, vencer al diablo no tiene ninguna importancia. Le supera cualquier hombre con un poco de imaginación...

MARY.-   Aún quisiera adivinar más... ¿Por qué esta aventura?

DANIEL.-   ¡Mary!  (Sonriendo.)  Porque es hermosa.

MARY.-   ¡Oh!

DANIEL.-   Lo demás, qué importa. Déjalo aún. Aguarda. Un día lo sabrás todo.  (Transición.)  ¿Te doy miedo, Mary?

MARY.-   Sí...  (Acongojada.)  ¿A mí también vas a engañarme como a ellos?

DANIEL.-   ¡A ti!  (Con mucha emoción.)  Escucha, Mary. Hay un día en el que uno cree que la vida es más bella que nunca. Todo es pequeñito. Nada tiene importancia. El mundo parece recién hecho... Esto fue anoche... Oye, Mary. Así es el amor: cuando toda la vida se convierte en sueño, y el mejor sueño es la verdad.

MARY.-    (Semidormida.)  Sí, sí. Es cierto. Yo también he sentido todo eso.

DANIEL.-   ¡Mary!

MARY.-   Sí, sí... ¿Por qué lo dices tú? ¿Quién eres tú? Quisiera estar oyéndote siempre. ¡Si él hubiera sido así!

DANIEL.-    (Palidece.)  ¿Él?

MARY.-   Sí.

DANIEL.-   ¿Quién es él?

MARY.-   Él. El profesor Fontán. No te vayas. Dame la mano.  (Se calla.) .

DANIEL.-   Di... Dilo todo.

MARY.-   Calla... Él es muy joven, muy alto. Una voz... Y los ojos azules. Como tú. Cuando explica su lección de historia, todas las muchachas lo miran como locas. Él se pone colorado. Es un niño...

DANIEL.-   Mary...

MARY.-   Una vez entré en su cuarto y le robé un retrato... ¡Cómo tembló cuando me vio llegar! Se puso blanco. Y cómo gritaba «Vete, Mary. ¡Estás loca! ¡Vete!». Y empezó a hablarme de otra mujer.

DANIEL.-   ¡Mary!

MARY.-   ¡Ella no puede quererle tanto como yo le quiero!... ¡No sabrá! Es mala. Estoy segura. Ella es culpable de que yo haya sido también mala...  (Temblando.)  Porque yo hice una cosa horrible, Daniel. ¡¡Una infamia!! Escribí una carta, ¿sabes? Una carta espantosa. Se la mandé a ella a la aldea. Le decía que él era mi amante... ¡¡Mío!!

DANIEL.-   ¡Cómo le adoras!

MARY.-   Estaba loca. ¡Perdón, Dios mío! Lo hice casi sin saberlo yo misma. Pero era tan atroz pensar que él es dichoso al lado de otra mujer. Y yo, muy lejos, morirme de odio y de rencor... No, no; Daniel. No pude resistir a la idea.  (Se exalta, llena de miedo.)  Ella recibió ayer mi carta, y hoy llegará a la Residencia. Reñirán para siempre. Y él será desgraciado. ¿Por qué lo hice, Dios mío? Yo sólo quería hacerle dichoso... Que él supiera todo lo que le quería. ¡Pero desgraciado, no!

DANIEL.-   ¡Basta, Mary!

MARY.-   Por eso fui al río... Daniel, Daniel, ¿no hablas?  (De pronto, toda ruborosa, se estremece y escapa de puntillas al jardín.)  Dios mío, ¡qué vergüenza...! ¡Qué vergüenza!

 

(Sale. Una pausa. DANIEL sigue inmóvil, muy lejos. Entra PEDRÍN. Respetuosamente, toca a DANIEL en un hombro.)

 

PEDRÍN.-   ¡Señor!

DANIEL.-    (Despertando.)  ¿Qué?

PEDRÍN.-   Señor... Sucede una cosa extraña... Ha llegado un individuo. Preguntó por la casa del profesor de felicidad.

DANIEL.-   ¿Qué dices, Pedrín? ¿Cómo sabe?...

PEDRÍN.-    (Muy apurado.)  No sé. Créame el señor. Estoy asustadísimo. Quise echarle. Pero se negó a marchar. Es un desahogado. Dijo que había pasado muy mala noche y necesitaba descansar. Y ahí está, en el desván, roncando a pierna suelta.. ¿Qué hago, señor?

ISABEL.-    (Entrando.)  ¡Daniel, óyeme!

DANIEL.-   ¡Silencio! Vete, Pedrín...  (Sale el criado.)  Isabel, ¿qué ocurre?

ISABEL.-   Dímelo, por favor... ¿Es cierto lo que dice el general? Di... ¿Es verdad que en esta casa hay otro huésped?

DANIEL.-   Sí... Pero, ¿qué es esto? ¿Por qué este desasosiego?

ISABEL.-   ¡Oh! Y... ¿de veras es una mujer?

DANIEL.-   Sí, Isabel. ¿Pero por qué estás tan pálida?

ISABEL.-   ¡Oh, Daniel, Daniel! ¿Qué has hecho...? No es posible. No puede ser. Yo no podré tolerarlo. Huiré lejos de aquí.

DANIEL.-   ¿Qué estás diciendo?

ISABEL.-   Sí, sí... La vida aquí será imposible. No podré resistirlo... No quiero. ¿Lo oyes? Otra mujer aquí, no. Jamás. ¡¡Otra mujer en esta casa, no!!

DANIEL.-   ¿Otra mujer, no? ¡Isabel!

ISABEL.-   ¡No quiero! ¿Lo oyes? Él está enamorado de mí. Si otra mujer se cruza entre nosotros quizá deje de amarme. Y no quiero... ¡¡No quiero!!

DANIEL.-   Isabel... ¿Qué locura es ésa? ¿De qué hombre hablas?

ISABEL.-   De él.

DANIEL.-   ¿Quién es él? ¡Dilo!

ISABEL.-   ¡Mi amor!

DANIEL.-    (Desconcertado.)  ¿Quién es tu amor?

ISABEL.-    (Cae abatida en un sillón. Se estremece.)  ¡Qué cruel eres, Daniel! ¡Qué amargo es descubrir todo esto! Era tan maravilloso guardarlo en el silencio. Callar siempre hasta que llegue el día, y entonces gritarlo, loca de alegría, a todo el mundo.  (Transición. Violentamente.)  ¿No recuerdas ya cómo era yo aquella noche en que me salvaste la vida? Una desdichada, que moría por la traición de un canalla... Una pobre mujer, que se ahogaba porque no podía vivir sin amor. ¿Y no ves qué feliz es ahora mi vida? ¿Crees tú que la felicidad sólo es un milagro? No, no, no... ¡Qué torpe, qué torpe! Ha sido él quien me ha hecho dichosa, quien luego me hará la mujer más feliz de la tierra...

DANIEL.-   ¡Vamos! Háblame de ese hombre. Tengo derecho a saberlo todo. ¿Quién es?

ISABEL.-    (Sonríe.)  ¡Daniel!

DANIEL.-    (Mirándola fijamente.)  ¡Oh, Isabel, criatura! ¡Su nombre!

ISABEL.-    (Con delicia.)  No hace falta... Sólo existe para mí. Ven, Daniel... Fue a los pocos días de estar en esta casa. Cuando más te aborrecía por haberme salvado la vida... Si tú supieras con qué furia. Cómo he deseado tu muerte entonces... Cuántas veces me sentí tu asesino en aquellas horas de soledad, arriba en el desván. Qué horrible es querer morir y sentir que no es posible... Pero, aquella mañana, en el desván, apareció una carta en el suelo. Alguien la arrojó por debajo de la puerta, mientras yo dormía... Mírala.

DANIEL.-    (Absorto.)  ¡Ah! La carta...

ISABEL.-   Mírala. La llevo siempre conmigo...

DANIEL.-   Esa carta...

ISABEL.-   Oye... te la leeré.  (Leyendo.)  «Isabel, querida mía, amor...». ¿Oyes, Daniel? «No me busques entre tus recuerdos... No sabes quién soy. Yo sí te he visto día a día. Te vi llena de dolor, cuando otro hombre te hacía sufrir. Ahora sé que ahí, en el campo, aprenderás a odiarle. Si pudieras aprender también a quererme a mí un poco». ¿Escuchas, Daniel? ¿No es un encanto? «Isabel, amor, vida mía, que has querido morir, sin haber adivinado que yo existía, sin saber nada de esta ternura mía, que era toda para ti. Piensa un poco en mí, aunque todavía no sepas quién soy. Sueña, sueña, sueña...». ¿Has oído, Daniel? ¿Has comprendido?... Es un hombre que me quiere. Un hombre que sólo piensa en mí. ¡Oh Dios, Dios, qué hermosura!

DANIEL.-   ¡Isabel! ¡Isabel!

ISABEL.-   Calla, Daniel...  (Como en un sueño.)  Sé que existe y está enamorado de mí... Yo le quiero ya con toda mi alma. Sigo lo que él me manda, y todo ha sido como un milagro... De tanto pensar en él en mi cuarto, en el jardín paseando, aquí, junto a la chimenea, mientras todos duermen, he llegado a adivinar quién es.

DANIEL.-   ¡No! Eso es imposible. Estás loca, ¡loca!

ISABEL.-   ¡Pobre Daniel! Estoy tan cierta... No puedo equivocarme. ¡Está aquí! Lo sé.  (Como si desvariase.) .

DANIEL.-   ¡Oh, basta! Cállate.

ISABEL.-   ¿Comprendes ahora, Daniel, por qué no puedo soportar otra mujer cerca de mí? Una extraña nos separaría... Él tendría que mirarla cara a cara, oír su voz; ver sus ojos, sus manos. Quizá sea más hermosa que yo. Sería mi rival... No quiero, Daniel, no quiero. ¡Si él dejase de amarme sería capaz de ir otra vez al río como aquella noche!...  (Transición.)  Daniel, por piedad... Llévate a esa mujer que has traído. Por piedad, por piedad...

DANIEL.-   Isabel, amiga mía. Estoy pensando... Si ese hombre que tú amas fuese sólo un poco de imaginación. ¡Si en realidad no existiese!

ISABEL.-   ¿Qué dices?

DANIEL.-   Eres una chiquilla llena de delirio... Temo a veces que enloquezcas.

ISABEL.-    (Erguida.)  Pero olvidas que a él no le he inventado yo. Esta carta es una realidad.

DANIEL.-    (Misteriosamente indefinible.)  ¡La carta! La carta... ¡Oh, Isabel!

ISABEL.-   Habla... Di. ¿Por qué me miras de ese modo?  (Mirándole con toda el alma, trémula de amor y ternura.)  ¡Daniel! Pero es que aún crees que no sé quién escribe esa carta... Lo adiviné el primer día. Sólo hay un hombre que pueda amar así. El más maravilloso de todos... ¿Oyes, Daniel?

DANIEL.-   ¡Isabel! ¡Mi pobre Isabel! ¡Oh, Dios! ¡Dios!

 

(Surge, allá, en la puerta de entrada, MARY. Impetuosa, viva, grácil. El pelo alborotado, y un manojo de flores blancas en la mano.)

 

MARY.-   ¡Daniel!

DANIEL.-   ¡Mary!

MARY.-   Mira..., tu jardín está lleno de flores de azahar. ¡Míralas!

ISABEL.-    (En un estremecimiento. Sin volverse.)  ¡Daniel!

DANIEL.-   ¡Isabel!

ISABEL.-    (Temblando.)  ¿Es ella?

DANIEL.-   Sí... Es Mary.

ISABEL.-   ¡No quiero verla! ¡No quiero!

DANIEL.-   ¡Isabel!

ISABEL.-   ¡Y no quiero que tú la mires! ¿Has oído? ¡No la mires! ¡¡No la mires!!

 

(A MARY, despavorida, se le desprenden las flores de las manos.)

 

 
 
TELÓN