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El rey duerme: crónica hacia «Hamlet»

Juan Villoro



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A fines de 1993 concluí en la UNAM un curso sobre «la idea de la Historia en la novela mexicana», dedicado a explorar las tensiones que la narrativa establece con los hechos. El siguiente semestre daría el mismo curso en la Universidad de Yale.

Una engañosa euforia dominaba México en diciembre de 1993. El tratado de libre comercio con Estados Unidos y Canadá entraría en vigor el 1 de enero. Para muchos, así se anunciaba el ingreso al anhelado «primer mundo». Mi viaje a Yale tenía que ver con esa circunstancia: el presidente de la universidad se sorprendió de que no hubiera una cátedra sobre un país que influía cada vez más en la vida cotidiana de Estados Unidos y sugirió que se impartieran dos semestres de literatura mexicana. Margo Glantz se hizo cargo del primero y yo del segundo. ¿Terminaba la época de los «espaldas mojadas» que trabajaban ilegalmente en los campos de algodón para pasar a los «cerebros mojados» que disertarían en las universidades? Estábamos ante otro espejismo de la relación entre México y Estados Unidos. La realidad era distinta: mientras las botellas de champaña se enfriaban en Palacio Nacional para celebrar el tratado de libre comercio, los indios chiapanecos aguardaban que terminara la Misa de Gallo del 31 de diciembre para iniciar su rebelión.

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Antes de que eso sucediera, me despedí de mis alumnos en la Facultad de Filosofía y Letras. Caminaba por el campus rumbo a mi coche cuando fui alcanzado por una alumna. Sobrevino uno de esos encuentros entre quienes sólo se han visto en un salón de clases y carecen de toda familiaridad. Ella quería decirme algo que no me dijo, y comentó que acababa de entrar a terapia. Me sentí incómodo y halagado: todo maestro sacrifica la claridad expositiva a cambio de lograr la confusión emocional de sus alumnos. Para mostrar que no había sido indiferente al curso, la chica me regaló un cuaderno de tapas ranuradas, color vino, con hojas amarillas, lo cual sugería que venía de Estados Unidos, donde los borradores se escriben en papel estridente.

Conservé el cuaderno como un talismán de las relaciones no siempre explicables entre maestro y alumno. Al llegar a Yale supe que Harold Bloom impartiría un seminario sobre «la originalidad en Shakespeare». Durante un semestre asistí al salón 203 y usé el cuaderno para anotar las contundentes opiniones de Bloom con una letra mucho más pequeña y diáfana que la habitual en mí, como si el dramático profesor lograra el efecto pedagógico de producir actas de amanuense.

Bloom llegaba al salón media hora antes de que se iniciara la clase. Los alumnos inscritos se sentaban en torno a una mesa de roble, de unos veinte asientos. Los oyentes nos sentábamos en un círculo externo, las espaldas apoyadas en la pared de madera. El profesor parecía dedicar el tiempo de espera a despeinarse. Su pelo blanco tenía el desorden de quien acaba de pasar por una tormenta de nieve.

Nueva Inglaterra atravesaba uno de sus peores inviernos. Con voz jadeante, Bloom comentó en la primera sesión que odiaba «negociar» su camino entre la nieve; se sentía en peligro de caer de espaldas sin poderse levantar, al modo de Humpty Dumpty. Su cuerpo rubicundo era, en efecto, el de un huevo académico, y su voz, la de alguien inmensamente cansado. Estaba lejos de ser un provecto anciano, pero tenía los tics del sabio   —15→   venerable. Al estilo del doctor Johnson, le decía «child» a cada uno de sus alumnos, y asumía el aire de un profeta que predica en soledad. Detestaba la inflación teórica que se apartaba de los detallados artificios verbales y la personalidad de los personajes para buscar virtudes políticas o estructuralistas:

-Si quieren un Shakespeare francés, éste no es el curso. Por otra parte, si ya estudiaron conmigo y no les puse buena nota, les recomiendo que se vayan. ¿Para qué repetir el encuentro con el monstruo?

A pesar de la advertencia, las treinta personas que estábamos en el salón en la primera clase llegamos al final con pocas bajas.

Según su declaración de intenciones, Bloom no pretendía monopolizar el magisterio sino discutir en clave socrática. No se trataba de una cátedra sino de un seminario. Sin embargo, compartíamos un acuerdo tácito: lo interesante era oírlo a él. Bloom hablaba con el fervor de quien encabeza una cruzada. Estábamos ahí para defender el misterioso núcleo de Occidente y oponernos al rapto de los franceses, devoradores de ranas dispuestos a llevar al poeta a la gaseosa esfera de la sobreinterpretación. Lo que ocurría en el salón 203 no era un seminario sino un exaltado acto de bardolatría. El curso partía del siguiente presupuesto: Shakespeare configuró, como ningún otro, la noción que tenemos del individuo; por lo tanto, nada resulta tan difícil como desentrañar su originalidad, desandar el camino de la cultura hasta la hora incierta en que esas palabras surgieron por primera vez, desconcertantes y duraderas.

El enfoque derivaba del planteamiento agonista expuesto por Bloom en La angustia de la influencia: en su lucha por una voz propia, todo autor se opone a la tradición; de este modo la prolonga en forma crítica e «influye» en sus antecesores (la Divina Comedia permite una lectura dantesca de Virgilio).

¿En qué medida un mundo shakespeareano puede entender la singularidad de su creador? El desafío roza la teología.   —16→   Después de indagar al posible autor de la Biblia en El libro de J, Bloom leía a Shakespeare como autor de textos casi sagrados.

Su tendencia -a veces homérica, a veces meramente deportiva- a ver la literatura como una liga donde todos luchan entre sí y siempre gana Shakespeare, representa un insólito caso de pasión literaria. En enero de 1994, Bloom escribía Shakespeare. La invención de lo humano. El seminario le servía de laboratorio para estudiar, muy en su estilo, a los protagonistas literarios como personas capaces de decidir su destino al margen de su autor. Después de revisar los versos, la puntuación, los ecos de otros escritores y la estructura de la trama, Bloom llevaba a los personajes a su rincón favorito, la sala de interrogación de los sospechosos comunes:

-Hay quienes me critican por tratar a Yago o Julieta como personas. Para mí tienen más realidad que la gente que conozco.

De acuerdo con Bloom, Shakespeare decidió el comportamiento del individuo, incluso el de quienes no lo han leído; de ahí el vasto título de La invención de lo humano. Un ejemplo: la expresión to fall in love se consolida gracias a Romeo y Julieta. La obra fija un uso idiomático y permite entender el amor como caída, la zona de fragilidad donde alguien, voluntariamente debilitado, desciende hacia el otro. Bloom, que detestaba la reducción psicoanalítica de entender a Shakespeare según Freud, aprobaba la lectura del mundo según Shakespeare.

El seminario dependía de la teatralidad. Nunca vimos al maestro leer un fragmento de las tragedias. Las citas llegaban de memoria. Bloom cerraba los ojos, agitaba la cabeza como si las palabras convocadas fueran un dolor y recitaba largas tiradas con voz tonante. No concedía distintas entonaciones a los personajes: la urdimbre de palabras formaba un continuo. Al final, el recitador lucía extenuado, recién salido de un trance.

A veces, sus apasionadas intervenciones desembocaban en una pregunta a los alumnos. Nunca se trataba de algo que ameritara estudios. Le interesaba vincular el texto con la vida privada   —17→   de sus testigos, mostrar que Shakespeare era capaz de leer su intimidad:

-¿Qué sintieron después de su primer fracaso amoroso? ¿Sabían ya que estaban condenados a volverse a enamorar?

Estas preguntas, dignas de un psicólogo que habla en la radio, convertían al clásico en árbitro de los problemas de los jóvenes sentados a la mesa. Ninguno de ellos podía competir en erudición con Bloom, pero todos tenían sentimientos que oponer al texto. En esta zona de terapia, el profeta volvía a hablar pestes de Freud y de lo mucho que le había robado a Shakespeare.

Las intervenciones provocaban dos situaciones típicas. La primera y más frecuente: un alumno que parecía haberse desvelado durante tres días para preparar la clase hacía un comentario y recibía esta respuesta de afectuosa melancolía: «Ay, hijo, me temo que estás brillantemente equivocado.» La segunda: una hermosa alumna decía alguna alegre banalidad. «Pero qué sagaz de tu parte» (how shrewd of you), opinaba el maestro. Shakespeare había inventado lo humano y en ese momento nadie lo representaba mejor que Bloom. El eros pedagógico se apoderaba con parcialidad de las discusiones.

La respuesta más extraña al espectacular protagonismo de Bloom eran los alumnos con gorra de beisbolista dormidos sobre la mesa. Bloom continuaba, imperturbable, acaso recordando un tema favorito de Shakespeare: la desgracia que cae sobre un rey dormido. Ajeno al curso, el inocente beisbolista labraba en sueños su desgracia.


Un hallazgo

En ese invierno plagado de tormentas cometí el error de intentar una actividad que debería estar prohibida para culturas sin un dios de la nieve: aproveché las vacaciones de medio semestre   —18→   para esquiar y fracturarme el tobillo. Volví al curso de Bloom en muletas.

Mientras tanto, mi país se sumió en una tragedia shakespeareana. Luis Donaldo Colosio, candidato del PRI a la presidencia, fue asesinado. El sistema político instaurado desde 1929 se tambaleaba en un drama de intrigas, venganzas, lealtades inciertas.

Mi vida en Yale se revistió de una condición espectral. Subía en muletas al handicap bus y me dirigía a la universidad a hablar sobre la Historia interrogada por la ficción y a oír las interpretaciones de Bloom sobre la dramaturgia del poder y el asesinato. La cubierta color vino de mi cuaderno parecía aludir a los excesos que tanto disfrutaba el Shakespeare de Tito Andrónico y a las noticias que llegaban de mi país.

Vi en Nueva York una notable puesta en escena de Tierra de nadie, de Harold Pinter, donde se me grabó la frase «el tema es el invierno». Una mañana, el New York Times publicó en su portada una foto de Manhattan con una leyenda alusiva a la canción que Sinatra volvió famosa: «La ciudad que nunca duerme está congelada.»

En aquellos días de nieve y zozobra, el curso de Bloom llegó a Hamlet. Anoté en mi cuaderno observaciones que me parecieron esenciales (dictadas por la espontaneidad, el profesor no siempre las incorporó en La invención de lo humano). Sin embargo, al regresar a México me olvidé de las anotaciones y durante trece años no tuve noticia de ellas.

Una mañana mi madre me habló para pedirme que fuera a su casa por papeles que le estorbaban. Ella asimila los saldos de la accidentada vida de sus hijos con resignación de bazar y sólo exige que nos llevemos algo cuando una contingencia obliga a abrir un hueco. Así fue como recuperé el cuaderno color vino. Abrirlo fue escuchar el torrencial énfasis de Bloom. Acababa de leer La invención de lo humano y me pareció que las notas servían de apostillas a esa obra capital:

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«Samuel Johnson dijo que, a pesar de su acabada perfección, Julio César lo dejaba algo frío. En cierta forma esto se debe a la debilidad del protagonista. Shakespeare titula a su obra Julio César más por convención -por acatar la norma de señalar al personaje de mayor rango- que por el papel que desempeña en el reparto. Bruto resulta más interesante. Es un estoico. El estoicismo tiene la fuerza de una religión secular que busca separar la razón de la pasión. Es un claro antecedente de Hamlet. A diferencia de Bruto, Marco Antonio es una figura pasional, epicúrea. Sus afectos son sinceros pero los explota en forma retórica. Desde un punto de vista práctico y aun poético, está en desventaja ante Bruto, pues habla siempre desde la emoción. Con todo, es el personaje que más conmueve.»

«En la escena del asesinato, Shakespeare se aparta de lo escrito por Plutarco: Bruto no hiere a César en los genitales y pide a los testigos que se unten la sangre de César, un gesto casi sacramental, que aparta a Bruto del estoicismo.»

«Bruto no siente la menor culpa. Se considera por encima de todos, incluso de sus enemigos; por ello dejaba frío al doctor Johnson. La tragedia de Bruto ocurre a expensas de su propio personaje, incapaz de arrepentirse, incapaz de sentir: propone matar sin carnicería, el asesinato es para él un recurso técnico necesario. En su discurso fúnebre llora porque dice que César lo amaba a él, lo cual revela un notable egocentrismo. En cambio, Marco Antonio pondera a César por su legado en una admirable estrofa compuesta con monosílabos: "But here I am to speak what I do know". Bruto no es modificado por la obra, a diferencia del mercurial Hamlet. Y no sólo eso: toda su actitud es una oposición al cambio. No quiere que César cambie, no quiere que Roma cambie. Se juzga perfecto en su deseo de inmovilidad. Nos sorprendería mucho que sonriera.»

«En términos contemporáneos, la obra es una reflexión sobre la eficacia de los afectos. La trama le pertenece a Bruto, pero el discurso de Marco Antonio gana la partida de los afectos.»

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«Uno de los aspectos más fascinantes de Bruto es que sus grandes momentos literarios mejoran al ser sacados de contexto. La gente se queja de que repitan sus frases fuera del ámbito en que fueron dichas, ¡pero la cita no es otra cosa que la supresión del contexto!»

«Tradicionalmente, la crítica ha considerado al personaje de Hamlet una prolongación de Bruto, algo bastante asombroso, dadas las inmensas cualidades intelectuales de Hamlet. La objetiva astucia de Bruto es mucho menos compleja que el nihilismo de Hamlet.»

«Para el príncipe danés, los propósitos son un fruto que madura por sí mismo; la acción exterior influye poco en ellos. Cuando el fruto cae, sigue siendo propósito, no se transforma en acción. No podemos cumplir nuestro cometido hasta el fin sin enloquecer. Nietzsche deriva de esta reflexión.»

«El Renacimiento asume al hombre como una personalidad determinada por el destino. Para Hamlet, el carácter es independiente de la voluntad. Wittgenstein veía esta oposición como una reflexión sobre el lenguaje; en realidad, es una reflexión sobre el conocimiento.»

En La invención de lo humano, Hamlet es descrito en estos términos: «Una conciencia tan ambivalente y dividida como puede soportarla un drama coherente.» Al respecto, conviene recordar la opinión de Polonio: la locura de Hamlet tiene método.

Shakespeare escribió la tragedia hacia 1601 o 1602, cuando tenía treinta y ocho años. Se inspiró en el Amleth de Belleforest, que trata de un mago, no de un filósofo. Posiblemente también se dejó influir por un drama previo que se ha perdido y que Bloom considera una obra de juventud del propio Shakesperare. James Joyce asoció a Hamlet con Hamnet, el hijo de Shakesperare muerto a los once años, en 1596. La obra revierte la tragedia filial: el hijo sufre la inesperada muerte del padre.

Como Fausto y Lutero, Hamlet estudió en la Universidad de Wittenberg, centro del saber abierto a las tentaciones del   —21→   diablo. En su novela Doktor Faustus, Thomas Mann combina las vacilaciones de Hamlet con el pacto fáustico: el dilema entre el bien y el mal es una lucha entre la reflexión y la acción. El diablo es el instinto.

El comentarista de Hamlet corre el riesgo de comportarse como un descarriado alumno de Wittenberg que confunde la interpretación con el ciego impulso de comunicarla, el juicio con la acción. Este texto deriva del deseo de transmitir los apuntes de Bloom, complementarios de su libro, y del inesperado encuentro con una nueva versión del clásico.




La traducción

En 2002, la editorial Norma publicó la traducción de Hamlet de Tomás Segovia, en la serie «Shakespeare por escritores», coordinada por Marcelo Cohen. Aunque decenas de traducciones lo facultaban para verter a Shakespeare al español, Segovia quiso prepararse con las 862 páginas de La invención de lo humano. Ese dilatado boxeo de sombra lo llevó a un combate decisivo.

Segovia ha sido un poeta, ensayista y traductor muy admirado por mi generación. La noticia de su Hamlet alcanzó pronto el prestigio del rumor. Gonzalo Celorio aumentó mi curiosidad al comentar un detalle de la traducción:

-¿Sabes qué solución encontró para el famoso monólogo? En vez de repetir las expresiones habituales («he ahí el dilema» o «ésa es la cuestión», que suenan forzadas), Tomás tradujo: «De eso se trata.»

La frase llegó como una revelación. Shakespeare en el lenguaje de Berceo o, de manera más significativa, en el de nosotros mismos. Me propuse conseguir la edición de Norma, pero tuve mala suerte y fui víctima de mi sistema de supersticiones. Desde que empecé a leer por gusto, considero que los libros se   —22→   ocultan a los indignos y se presentan en forma inusual ante quienes los merecen. Esta creencia me ha ayudado a sobrellevar las magras librerías mexicanas.

Aproveché una visita a la Feria del Libro de Bogotá para ir al stand de Norma. Hamlet no estaba ahí ni en ninguna de las librerías a las que fui en la ciudad. Al año siguiente repetí la operación en los mismos sitios, con idénticos resultados. Le pedí a amigos bogotanos que me consiguieran un ejemplar, pero no pudieron hacerlo. Desesperado, acudí al propio Tomás Segovia, quien me dijo: «Ese libro no se consigue. Sólo tengo el mío». Aunque la piratería se justificaba en ese caso, no me atreví a pedirle su ejemplar para fotocopiarlo. De acuerdo con mi código esotérico, pensé que ese libro no era para mí.

Una mañana de 2005 caminaba por Cartagena de Indias cuando di con una librería. Antes de entrar sentí el pálpito de lo improbable. Por estar lejos de los circuitos habituales, era posible que, en caso de haber llegado ahí, Hamlet siguiera en un estante. Así fue.

Pude leer al fin una versión cuyos logros resulta difícil sobrepasar, pues pone en juego los más ricos recursos del español para mostrar lo que Shakespeare podría haber escrito en nuestro idioma. Al mismo tiempo, como propone Benjamin en su ensayo sobre la traducción, permite que se advierta la presencia de una lengua previa y la forma en que influye -alertándola y desafiándola- en la lengua de llegada. El acto de transfiguración se basa en lo que Segovia llama «métrica sumergida», la respiración habitual del lenguaje. Los pies de verso de Shakespeare adquieren en la traducción la ligereza, afín a nuestro oído, de los de Fray Luis de León o Ramón López Velarde. Detrás de ese recurso está la «astucia musical» de Petrarca, largamente asimilada por los poetas de lengua castellana: el endecasílabo seguido de un heptasílabo que suena como un endecasílabo a medias o trunco. Segovia se apoya en este fluido sistema para encontrar una acentuación equivalente entre el inglés de Shakespeare y su   —23→   español sin forzar el sentido de los versos. El resultado es prodigioso:


Ser o no ser, de eso se trata:
si para nuestro espíritu es más noble sufrir
las pedradas y dardos de la atroz Fortuna
o levantarse en armas contra un mar de aflicciones
y oponiéndose a ellas darles fin.
Morir para dormir; no más; ¿y con dormirnos
decir que damos fin a la congoja
y a los mil choques naturales
de que la carne es heredera?
Es la consumación
que habría que anhelar devotamente:
morir para dormir. Dormir, soñar acaso;
Sí, ahí está el tropiezo: que en ese sueño de la muerte
qué sueños puedan visitarnos
cuando ya hayamos desechado
el tráfago mortal,
tiene que darnos que pensar.
Ésta es la reflexión que hace
que la calamidad tenga tan larga vida:
pues, ¿quién soportaría los azotes
Y escarnios de los tiempos, el daño del tirano,
el desprecio del fatuo, las angustias
del amor despechado, las largas de la Ley,
la insolencia de aquel que posee el poder
y las pullas que el mérito paciente
recibe del indigno, cuando él mismo podría
dirimir ese pleito con un simple punzón?
¿Quién querría cargar con fardos,
rezongar y sudar en una vida fatigosa,
si no es porque algo teme tras la muerte?
Esa región no descubierta
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de cuyos límites ningún viajero
retorna nunca, desconcierta
nuestro albedrío, y nos inclina
a soportar los males que tenemos
antes que abalanzarnos a otros que no sabemos.
De esta manera la conciencia
hace de todos nosotros cobardes,
y así el matiz nativo de la resolución
se opaca con el pálido reflejo del pensar,
y empresas de gran miga y mucho momento
por tal motivo tuercen sus caudales
y dejan de llamarse acciones.



Cuesta trabajo pensar que los versos fueron concebidos en una lengua distante. Por otra parte, sin el texto en inglés no se habrían obtenido esos resultados.

Segovia incluye expresiones habituales para la generación de españoles que llegaron a México con la guerra civil («las largas de la Ley», «empresas de gran miga»); en este sentido, su versión no es indiferente al idioma de su momento, pero se sitúa en la zona intermedia donde la traducción rinde sus mejores frutos: ni esclava de un mimetismo arcaico ni deseosa de seguir los dictados del presente. El resultado es la ilusión de un idioma: las palabras que le convienen a un clásico que no existió en nuestra lengua.

Al traducir de nuevo una obra de la que existen numerosas versiones previas, Segovia enfrenta las prenociones del lector. La sentencia «el perro tendrá su hora», que dio lugar al título original de Para esta noche, de Onetti, es vertida como «irá a lo suyo el perro». La solución, en modo alguno incorrecta, sorprende a quienes aguardaban la frase conocida. Lo mismo ocurre con «algo podrido hay en el reino de Dinamarca», alejandrino con que Segovia sustituye el habitual «algo huele a podrido en Dinamarca». En este caso, la métrica decide la variante. Segovia parece haber querido alterar otras expresiones que ya son lugares comunes   —25→   de la cultura. En su traducción de La invención de lo humano, las últimas palabras de Hamlet son «el resto es silencio». En su versión de la pieza dramática, regresa a las habituales «lo demás es silencio», que en nuestra tradición dio título al libro de Augusto Monterroso. Las variantes de Segovia están animadas por el deseo de ajustarse a la versificación que se ha impuesto y al sentido natural de la lengua. Su cambio decisivo deriva de pasar de una célebre frase forzada, traducida («he ahí el dilema»), a la lógica interna del idioma: «de eso se trata».

Como expresó Benjamin, la traducción roza el misterio. Acaso el mayor hallazgo de un traductor consista en crear la sensación de que es el idioma y no un caprichoso artífice quien encuentra las soluciones. La voz que recibe el texto sumerge su tono personal y arroja un resplandor lejano, similar al que tiñe el horizonte cuando el sol ya se ha alejado. Esa modesta luz sugiere que el idioma brilla por su cuenta.

Más allá de los hallazgos de adjetivación («vencido júbilo», «pervertida prisa»), la traducción de Segovia cifra su suerte en los momentos en que la nítida superficie de la lengua permite ver la hondura del pensamiento: «Es una costumbre que se honra más / rompiéndola que respetándola», «La mano poco usada tiene la sensibilidad más delicada», «El poder de la belleza transformará a la honestidad, de lo que es, en una alcahueta, antes que la fuerza de la honestidad pueda transformar a la belleza a semejanza suya».

Pocas cosas afectan tanto como una pésima noticia comunicada con buen ritmo. Habla el Espectro:


Has de saber que la serpiente
que en efecto mordió la vida de tu padre
hoy lleva su corona.



El Hamlet traducido por Tomás Segovia es, por ahora, una obra maestra casi secreta. No se ha puesto en escena ni cuenta con los lectores que debería tener.

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Revisar la traducción me llevó en forma extraña al alzamiento zapatista. Cinco días después de que Marcos y los suyos se levantaran en armas, salí rumbo a la Universidad de Yale. Como he dicho, mi estancia estuvo marcada por las vacilantes noticias que llegaban de México.

Un año después, en marzo de 1995, me hice cargo de «La Jornada Semanal», suplemento cultural del periódico La Jornada. El director anterior, Roger Bartra, le había ofrecido una columna a Tomás Segovia. Naturalmente, me pareció imprescindible que siguiera con nosotros. Segovia sostenía una correspondencia imaginaria con un alter ego (Matías Vegoso) en la que discurría sobre ética, política, el lugar del intelectual en la sociedad contemporánea. Uno de sus lectores más asiduos era el propio Marcos.

Pasados unos meses, la columna se sumió en una fase de incertidumbre. Tomás vivía entonces en un pequeño pueblo de España y mandaba sus colaboraciones por correo o a través de mensajeros que no siempre cumplían su cometido. Esto nos llevaba a publicar la columna en desorden y en ocasiones a prescindir de ella. Como se trataba de cartas cruzadas entre dos corresponsales, se producían lagunas de sentido. Dada su lejanía, propuse a Segovia que escribiera una columna sobre métrica. Alejandro Rossi me había aconsejado al respecto: «Nadie sabe más de eso que Tomás, y los jóvenes necesitan conocer el valor de la métrica, no sólo por razones formales, sino como una forma de razonamiento e incluso de ética.» Mi propuesta no le gustó nada al poeta. El quería hablar de temas significativos para la hora mexicana.

Ante su traducción experimenté los múltiples cruces de realidades de una obra cuyo sentido se mantiene abierto. En su Hamlet, Segovia revela la eficacia de la métrica para que una lección política llegue sin trabas a nosotros. El dilema entre la voluntad y la conciencia, los mecanismos de la usurpación y la venganza, la economía de las lealtades y la sombra de la traición encuentran acabado desarrollo en esta espléndida rendición de Shakespeare.



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El sueño de una sombra

Cuando Billy Wilder vio por primera vez Hamlet, exclamó: «¡Esta obra está llena de citas!» El conocimiento del drama es anterior a su lectura. Se diría que el edificio de la interpretación está completo. Coloquemos, pese a todo, otro ladrillo en la pared.

Hamlet habita un mundo donde el honor violado reclama venganza por cuchillo. Sin embargo, al enterarse del asesinato de su padre, se paraliza. No sólo se opone a la impulsividad irreflexiva; desconfía del sentido mismo de los actos. Caso extremo de introspección, hace pensar en el verso de José Gorostiza en Muerte sin fin: «Inteligencia, soledad en llamas.» Su amigo y confidente Horacio no puede romper el aislamiento en el que se consume a fuerza de pensar. Hamlet debe decidir todo por sí mismo, no tiene otro tribunal que su conciencia; su duda representa de manera simultánea el poderío y la tragedia de la razón, enemiga de la voluntad resolutiva.

Al no aceptar otro recurso que su propio rigor, Hamlet no puede echar mano de excusas religiosas o ideológicas. Al respecto, comenta Auden: «Hamlet carece de fe en Dios y en sí mismo. Consecuentemente, tiene que definir su existencia en términos de otros; por ejemplo, yo soy el hombre cuya madre se casó con el tío que asesinó a su padre. Quisiera convertirse en lo que es el héroe trágico griego, una criatura de situación. De ahí su incapacidad de actuar, porque sólo puede "actuar", es decir, jugar con las posibilidades.» Nada más apropiado que esta exploratoria aproximación a las acciones se exprese en una obra de teatro.

El espectro del rey clama venganza desde el más allá. La obra gira en torno a ese propósito. Sin embargo, la obligación de vengar al padre conforme a las exigencias de su rango se ve impedida por la conciencia.

Hamlet cree al fantasma, pero la verdad tiene un valor paralizante: saber no garantiza una reacción. Hamlet busca que el   —28→   propio villano se delate. Para ello se sirve de una obra de teatro. El hijo convocado a la acción por un fantasma se transforma en dramaturgo:


La comedia es el medio que me trazo
para tender al alma del monarca un lazo.



Un apunte del seminario de Bloom: «Shakespeare es bastante peculiar en su trato con los fantasmas. En Hamlet, la primera aparición es vista por todos, pero más tarde el fantasma sólo es visto por el protagonista.» ¿Hay lógica en esto?

El 5 de junio de 1767, Lessing escribe en su bitácora como encargado de la dramaturgia del teatro de Hamburgo que ya no es posible confiar en el efecto de los espíritus en escena. Hasta unos años antes se podía hacer creer al auditorio que el rostro demacrado que comparecía en escena no era el de un actor sino el de un auténtico aparecido. El público del Siglo de las Luces es más racional y el dramaturgo se ve desafiado a servirse del fantasma no como un «efecto especial», sino como un personaje incorpóreo que resulte verosímil. De acuerdo con Lessing, la fórmula para lograrlo ya había sido trazada en Hamlet.

En un principio, el fantasma del rey es visto por todos porque necesita que los guardias avisen a Hamlet que se encontraron con su padre (no habla con ellos, su único mensaje es su apariencia). Después, necesita estar a solas con su hijo, confiarle una misión secreta, heredar su destino, delegar la obra en un autor. No es casual que Shakespeare decidiera representar el papel del fantasma en Hamlet. El impulso de la dramaturgia y la designación del protagonista como autor sustituto provienen de esa figura: como en la sentencia de Píndaro, los hombres serán el sueño de una sombra.

Una nota del cuaderno se refiere a la misión teatral del fantasma: «El rey no aparece ante su hijo con las ropas con las que fue enterrado, sino vestido de guerrero.» Se trata, como quería   —29→   Lessing, de un espíritu puesto en escena; no debe ser juzgado por su aspecto sino por sus parlamentos. De manera fulminante, Bloom comenta en La invención de lo humano: «Todo en la obra depende de la respuesta de Hamlet al Espectro.»




El veneno, las palabras

Philip Fisher, de la Universidad de Harvard, ha vuelto a Hamlet desde el tribunal de las pasiones. Su ensayo «Thinking About Killing: Hamlet and the Paths Among the Passions», incluido por Susan Sontag en su recopilación de los mejores ensayos publicados en Estados Unidos en 1992, es una aguda exploración del papel cultural de los afectos en la pieza de Shakespeare.

Fisher concede una importancia decisiva al hecho de que el rey haya sido asesinado con veneno: «El mundo del veneno opera en secreto y con hipocresía, [algo] antitético al gran drama público de la venganza.» Se trata de un crimen perfecto, que confirma la ruin mente del asesino. Al mismo tiempo, este abuso excesivo otorga licencia moral a la víctima para regresar como fantasma y denunciar los hechos.

El rey le pide a su hijo que jure venganza por su espada; sin embargo, las muertes dependerán menos de las armas que de los parlamentos: Hamlet reproduce las circunstancias del crimen de su padre en una obra de teatro para ver la reacción del usurpador. También él coloca veneno en el oído, pero el suyo está hecho de palabras.

De acuerdo con Fisher, Hamlet se comporta con indiferencia ante la matanza que ocasiona porque su ánimo es atravesado por un dolor superior. Actúa como Aquiles después de la muerte de Patroclo: un agravio fundacional justifica su fría crueldad posterior. Así, Hamlet sería shakespeareano en el arranque y el desenlace de la obra, y homérico en las muertes   —30→   intermedias. Esta lectura permite estudiar la forma en que el duelo por la muerte del padre se transforma en una venganza desprovista de culpa: el hijo actúa como no tuvo derecho a hacerlo el padre.

Fisher ilumina la intrincada red de sentimientos que determina la obra, pero deja fuera el enigma de la razón, decisivo en la configuración de Hamlet. A mi modo de ver, las disquisiciones del protagonista son un obstáculo tanto para pasar al acontecer como para sentir afectos. Pessoa resumió en un verso el sentimiento debilitado por la lucidez: «Lo que en mí siente está pensando.» La inteligencia mitiga la emoción al razonarla. A diferencia de Aquiles, Hamlet no busca trascender un dolor por medio de la acción; busca superar su perplejidad ante lo que no supo interpretar a tiempo. ¿Cómo aceptar que no sospechara lo ocurrido? No es sólo la justicia lo que está en juego, sino la capacidad de entendimiento. El dolor proviene de los límites de la conciencia.

Para el trágico príncipe de Dinamarca, la concepción de Gramsci del temple revolucionario («optimismo de la voluntad, pesimismo de la inteligencia») se cumple sólo en su segundo aspecto. En este sentido, tampoco se sentiría cómodo con otra formulación gramsciana: «La verdad es siempre revolucionaria.» El conocimiento no garantiza acción. Hamlet busca situaciones exteriores que conduzcan a la venganza. Su método es manipulación de circunstancias: dramaturgia. Se finge loco y cuando le preguntan qué lee contesta con mansa literalidad: «Palabras, palabras, palabras.» Ese inofensivo instrumento será su daga envenenada.

La conducta de Hamlet en modo alguno es admirable. De manera impulsiva acuchilla a Polonio cuando descubre que alguien se oculta tras una cortina. En su único acto como dignatario, crea una estratagema para que mueran Rosencranz y Guilderstern. Su alejamiento de Ofelia propicia que ella enloquezca y se suicide. Estas muertes son para él borradores de la   —31→   versión definitiva, la muerte del tío. Cuando ésta ocurre, Hamlet no sólo venga a su padre sino a sí mismo, pues también él ha sido envenenado. Su atribulada mente adquiere, al fin, derecho de reparación.

El padre aparece como fantasma porque fue asesinado mientras dormía. La muerte, país del que no hay retorno, no concede esa visa a todos sus inquilinos.

En el último acto, Hamlet actúa como si ya hubiera muerto y todo en él fuese mecánico. La caída de su alma precede a la de su cuerpo y permite una conducta ya irreflexiva.

Fisher insiste en el abuso adicional sufrido por el rey: murió sin saber que moría. Su tragedia es la del desconocimiento; la de su hijo, primer nihilista de la cultura, es la del conocimiento.




Del cuaderno

«La estructura de Hamlet es la de la típica tragedia de venganza del periodo isabelino. Lo singular, en este caso, es que el protagonista es la persona menos indicada para llevar a cabo la venganza. Ni siquiera se comporta con una dignidad particular. Ningún personaje masculino creado por Shakespeare actúa como el indiferente Hamlet ante Ofelia.»

«En los Evangelios la figura carismática es portadora de un don. "Caris" significa "gracia", "regalo". La máxima influencia de Shakespeare es la Biblia de Ginebra. Max Weber llevó el término a la sociología para referirse a la "dominación carismática". Tanto en la religión como en la arena pública, se trata de figuras con un aura sobrehumana, una virtud trascendente o secular. Hamlet es la figura más carismática de Shakespeare, pero su carisma es intelectual, un don de la conciencia.»

«En una obra que depende tanto del protagonista, Horacio resulta decisivo como figura de contraste. Su presencia es un enigma, pues no tiene rango en la corte de Elsinore ni cumple   —32→   funciones precisas en la trama. Tampoco se sabe por qué conoció a Hamlet en Wittenberg. Hamlet lo elogia de un modo declamatorio como si estuviera ante un estoico (de ahí el nombre romano y las alusiones a Julio César), pero Horacio no hace gran cosa por merecer los elogios. En cierta forma, el amigo sirve para acentuar la condición deliberadamente teatral de una obra donde se reflexiona sobre los comediantes, la manera en que actúan en Londres, la "guerra de los teatros" (protagonizada por Jonson y Shakespeare). El príncipe se dirige a su amigo como si fuera el público. Esto explica que su papel sea a un tiempo decisivo y poco funcional en términos argumentales. Cuando trata de suicidarse (deseo que comparte el espectador de la tragedia), Hamlet le pide que se salve para contar la historia: el autor dialoga con su público.»

En El canon occidental, Bloom se asignó el don carismático de decidir la posteridad de la literatura. Al centro del canon ubicó a Shakespeare. Este desmesurado hit parade de la palabra reactivó la circulación de la literatura, pero trajo escasas novedades de interpretación. El gesto ampuloso de juzgar la totalidad de lo escrito fue más significativo que los juicios mismos. Acaso influido por el tono y el éxito mediático del libro anterior, La invención de lo humano reflexiona sobre la importancia que Shakespeare confería al público y contrapone a sus más populares criaturas, Hamlet y Falstaff (con el que Bloom se identifica): «El advenimiento de Falstaff (bajo su nombre original, Oldcastle) en 1598 fue asistido por dos ediciones en cuarto, con reimpresiones en 1599, 1604, 1608, 1613 y 1622, y dos ediciones en cuarto más siguieron al primer folio, en 1623 y 1639. Hamlet, único rival de Falstaff en popularidad contemporánea, sostuvo dos ediciones en cuarto en los dos años siguientes a su estreno en el escenario. La cuestión es que Shakespeare sabía que tenía lectores tempranos, menos numerosos de lejos que su público escénico, pero algo más que sólo unos pocos escogidos.»

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El pasaje está destinado a mostrar que Shakespeare se concebía como un autor con lectores y no sólo como un entertainer. Sin embargo, es posible hallar en él una subtrama: Bloom insiste en la importancia capital de Falstaff, que desde un principio garantizó que Shakespeare tuviera lectores. No es estrafalario suponer que en su declarada intención de asumirse como un Falstaff contemporáneo Bloom se siente responsable de preservar el público de Shakespeare y considera que Falstaff «sorprendió a Shakespeare y escapó del papel que se había planeado originalmente para él; el dramaturgo encontró ahí a su otro yo». Con su tendencia a ver el personaje como persona, advierte: «Rechazar a Falstaff es rechazar a Shakespeare.» Identificado a fondo con la libertad intelectual que Falstaff representa, Bloom acude a otra voz para celebrar a «su» personaje, la de Anthony Burgess: «El espíritu falstaffiano es un gran sostén de la civilización [...]. Hay poco de la sustancia de Falstaff en el mundo de ahora, y, a medida que el poder del Estado se ensanche, lo que queda será liquidado.» Bloom se considera, como Falstaff, garante de la civilización. Esta apropiación carismática determina el atractivo y a veces disparatado tono proselitista del libro y su afán de construir una alegoría sobre el núcleo cultural de Occidente y la manera de preservarlo.

En sus clases, el profeta no se dirigía al público en general sino al texto mismo, ante unos treinta testigos dominados por la perplejidad, la admiración o el sueño. Algunas notas de su ensayo para convertirse en Falstaff:

«Hamlet transcurre a lo largo de cinco semanas. Al principio, Hamlet es estudiante y al final tiene treinta años. Para enfatizar la teatralidad, Shakespeare se deleitaba en anacronismos que desesperaban a Ben Jonson.»

«En los funerales de Julio César, Bruto llora porque la víctima lo amaba a él. En Hamlet, es el rey quien le dice a su hijo "puesto que me quieres, véngame", pero él no expresa afecto por su hijo. En Shakespeare el amor rara vez es reversible.»

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«Hamlet no habla de manera estable. De pronto se refiere a Dios como "this fellow". Normalmente, Shakespeare se atiene al rango de su personaje: el rey y el mendigo hablan según su condición. Hamlet utiliza un discurso privado, único. No sólo parece capaz de escribir la obra que contemplamos sino el repertorio posterior de Shakespeare.»

«El príncipe se conoce a sí mismo a medida que diserta, pero no obtiene hallazgos definitivos. Sus cinco soliloquios plantean que en el centro de la introspección no hay nada; el alma es circundada por un hueco.»

«La disyuntiva entre ser o no ser no se refiere tan sólo a la vida o la muerte sino a las vacilaciones del pensamiento. "Mortality is a coil", la condición humana es una cuerda que ata y desata. Lo que frena la voluntad no es la actividad mental, sino la actividad mental bien encaminada. En este sentido, la parálisis de Hamlet no es una forma de la cobardía, sino una posposición inteligente, en espera de que la acción sea ya imparable, ocurra al margen de la voluntad individual y resulte congruente decir: "La presteza lo es todo." Más que ante una tragedia de la sangre, estamos ante una tragedia de la verdad. El protagonista no se limita a buscarla: se convierte en ella. En el acto V, al regresar del mar, parece curado de su melancolía, extrañamente adulto. Sale de su turbulencia (lo que hoy llamaríamos "trauma") y se somete al dictado de la acción. Ha perdido el vínculo privado con su padre (de quien se distancia comparándolo con César y Alejandro); en consecuencia, la venganza puede ser impersonal, una figura del destino.»

«El drama del príncipe consiste en estar atrapado en la temporalidad. Así como el mismo César se convierte en polvo que sólo puede dar lugar al lodo con el que se hacen los muros que se oponen al viento, así la actividad humana no es otra cosa que un memento mori, el tránsito memorioso de una muerte a otra. A lo largo de su producción, Shakespeare se refiere con insistencia a los fools of time; no se refiere a los tontos, sino a las víctimas del tiempo.»

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«De algún modo, Hamlet cruza la frontera entre la vida y la muerte antes de fallecer. A lo largo del acto V se comporta como si ya no estuviera en escena, con seguridad póstuma. El barco que lo trae de vuelta parece ser el de Caronte. Sabe que va a morir y muestra un enorme desapego emocional; sus afectos ya sólo pueden ser retrospectivos. En este último tramo no pronuncia ningún monólogo; ha dejado de ponerse en tela de juicio para ser uno con la fatalidad.»

«Shakespeare teatraliza la supervivencia de su protagonista. Todo el acto V está concebido como un "más allá". Una vez que pronuncia las palabras "estoy muerto" el personaje aún vive treinta líneas. En ese lapso dice que si tuviera tiempo confesaría su secreto. Tiene tiempo pero no lo hace. Seguramente esto se debe a que el secreto es la muerte, el país del que ningún viajero vuelve y que debe seguir siendo desconocido. Sus últimas palabras son el fin del dramaturgo: "Lo demás es silencio". La ausencia de soliloquios en el quinto acto es una preparación para este acallamiento.»

«De Hamlet a Lear, Shakespeare trabaja la figura del héroe villano y explora la mente en su exuberancia negativa. Hamlet tiene un contencioso justificado con Claudio, pero es mucho más salvaje y violento que su enemigo.»

«El príncipe muere con lucidez después de haber precipitado a muchos a la desgracia. Su caída y su silencio producen un extraño sentimiento de liberación y alivio. Su funeral sabe a victoria.»

Bloom agitó la cabeza después de esta frase: «La posteridad del “dulce príncipe” se presta más a la emoción que al análisis.»




El otro cuaderno

En su último cuento, «La memoria de Shakespeare», Borges postula la posibilidad de que los recuerdos de un hombre   —36→   sobrevivan en la mente de otro. En este caso, el protagonista recibe un regalo excesivo, equivalente a ser custodio del océano: albergar la memoria de Shakespeare. Sin embargo, al entrar en contacto con la mente que escribió La tempestad, advierte que sus imágenes son comunes y aun insignificantes. Escribir como Shakespeare es una desmesura, ser Shakespeare es banal. El delirio de Lear, las intrigas de Yago, la pasión de Julieta, el ingenio de Falstaff y las cavilaciones de Hamlet surgieron de circunstancias tan ordinarias como las de cualquiera. La obra sobrenatural se asienta en terreno precario. Lejos de rebajar el arte, esta paradoja lo encumbra. Es lo que Hamlet expresa ante la calavera del bufón Yorik. El hombre no es sino «polvo quintaesencial».

Ya en el poema «Cosas» Borges había abordado el tema. En su descripción del universo incluye a Shakespeare, pero no se refiere al sonido y la furia de sus dramas, sino a su modesto destino de hombre: «El polvo indescifrable que fue Shakespeare». La frase brinda un eco al monólogo ante la calavera de Yorik y a los versos que Borges admiró en Emily Dickinson: «This quiet dust / Was gentlemen and ladies» ("Este callado polvo / Fue damas y caballeros").

El protagonista de «La memoria de Shakespeare» es habitado por dos tipos de recuerdos, los suyos y los del autor que mora en su interior: «Tengo, aún, dos memorias. La mía personal y la de aquel Shakespeare que parcialmente soy. Mejor dicho, dos memorias me tienen. Hay una zona en que se confunden. Hay una cara de mujer que no sé a qué siglo atribuir.» El pasaje transmite el grado de realidad que puede provocar la lectura.

Shakespeare no escribió su nombre con todas las letras que ahora le asignamos, no determinó la puntuación de sus obras ni su extensión definitiva. Tenía conciencia del público y del oficio, y en sus obras reflexionó sin tregua sobre la gloria y sus falsificaciones, pero no pareció concederles excesiva importancia a   —37→   los parlamentos que compuso con celeridad. En caso de haberse juzgado al modo de Goethe, como un espíritu excepcional, tal vez habría sido más cuidadoso en las situaciones que tomó prestadas y menos liberal en sus cronologías y trasposiciones históricas. En el diario de Bioy Casares sobre Borges, Shakespeare es tratado como un amateur irresponsable. Como todo lo que atañe a un autor de su estatura, el insulto puede ser visto como un elogio peculiar. Shakespeare escribió al margen de su posible estatua, sin vigilarse, movido por el placer y la urgencia, con la misma libertad con que Cervantes abandonó su pretensión de ser un dramaturgo de eminencia para divertirse con el Quijote.

Borges percibe una ética de la creación al entregarse con gratuidad a la escritura, al margen del siglo y de espaldas a la ignorada posteridad. Un hombre común deja que el idioma fluya. La normalidad del punto de partida exalta el resultado: los cristales surgen de la arena.

Durante los primeros cuatro meses de 1994, los personajes de Shakespeare tuvieron una consistencia más real para mí que las personas que frecuentaba en una tierra extraña.

La última entrada de mi cuaderno de apuntes dice: «La diferencia básica entre Shakespeare y el mundo clásico debe ser buscada en la Biblia. La idea de que todo o nada puede estar dentro de nosotros es una idea bíblica. Abraham desafía a Dios y le pide que no mate a tanta gente en Sodoma. Se comporta ante él como si tuviera un poder equivalente. Sabe que no es nada y asume la mayor grandeza. Ahí está, en germen, la invención del individuo. Esto no existe en el mundo grecolatino, determinado por los dioses. Para Shakespeare el hombre es el polvo y el universo.»

Resulta difícil encontrar a un expositor de voz tan levantada como Bloom. En ocasiones, su impulso de Zeus lo volvía autoparódico. De cualquier forma, aunque sus erupciones fuesen exageradas, revelaban que el fuego seguía activo.

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El seminario concluyó en la primavera. Después de los rigores del frío, las plantas que parecían aniquiladas recuperaron su terreno. Yo aún llevaba muletas. Caminaba con esfuerzo entre los jardines, cuando me detuvo una alumna. Dijo cosas vagas y amables sobre el curso que había llevado conmigo, y me regaló un cuaderno.

Como el rey Hamlet, el cuaderno durmió una larga siesta. Volvió a mis manos justo cuando encontré el cuaderno de apuntes. Uno había servido a las leyes del oído. El segundo, como el célebre fantasma, reclamaba otras palabras.







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