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El Ruedo Ibérico. Primera serie I. La corte de los milagros1

Ramón del Valle-Inclán



SEIS PESETAS



PEDIDOS AL AUTOR - SANTA CATALINA, 12 - MADRID



[2]

EL RUEDO IBÉRICO

PRIMERA SERIE

LOS AMENES DE UN REINADO

I. LA CORTE DE LOS MILAGROS

II. VIVA MI DUEÑO

III. BAZA DE ESPADAS

SEGUNDA SERIE

ALELUYAS DE LA GLORIOSA

IV. ESPAÑA CON HONRA

V. TRONO EN FERIAS

VI. FUEROS Y CANTONES

TERCERA SERIE

LA RESTAURACIÓN BORBÓNICA

VII. LOS SALONES ALFONSINOS

VIII. DIOS, PATRIA, REY

IX. LOS CAMPOS DE CUBA



OPERA OMNIA



EL RUEDO

IBÉRICO

PRIMERA

SERIE

TOMO PRIMERO

1927



VOL XXI



EL RUEDO IBÉRICO

PRIMERA SERIE - Tmo. I

LA CORTE DE LOS MILAGROS

POR DON RAMON DEL VALLE-INCLAN



OPERA OMNIA



VOL XXI

[7]






LIBRO PRIMERO

LA ROSA DE ORO


[9]

LIBRO PRIMERO

LA ROSA DE ORO


I

LA SANTIDAD DE PIO IX, corriendo aquel año subversivo de 1868, quiso premiar con la Rosa de Oro, que bendice en la Cuarta Dominica Cuaresmal, las altas prendas y ejemplares virtudes de la Reina Nuestra Señora. A la significación de tan fausto suceso no correspondió, como prometía, el cristiano sentimiento de la Nación Española: Aquellos que más debieran celebrarlo tenían intrigado en las camarillas vaticanas, contra la designación de esta señalada merced para la Reina Nuestra Señora. Hubo una difusa intriga diplomática con mitras, frailes y monjas, recordando el tiempo de los Apostólicos. Personajes muy señalados terciaron en aquel enredo: Del Padre Fulgencio, Confesor del Rey Don Francisco, parece probado, y acaso no estuvo tan ajeno como debiera el Augusto Consorte. Una monja milagrera también anduvo en ello, según se propaló en murmuraciones de antecámara: Esta monja, que tenía captadas las regias voluntades, preciaba sus artes políticas por mejores que las de Roma. El Confesor y la Madre Patrocinio estimaban más eficaces que las muestras de amor indulgente, los anatemas con su cortejo de diablos y espantos: La monja y el fraile trataban de purificar al pueblo español de la contaminación masónica, y, escarmentados de otras veces, recelaban que por el conforto de las bulas pontificias, se les fuese de las manos el gobierno de la Señora. La Reina [10] libre de miedos, candorosa y desmemoriada, podía volver a los descarríos de antaño, y firmar paces con las facciones liberales, que, emigradas, conspiraban en Francia. Eran muchos los palaciegos que acogían este linaje de suspicacias, cuando llegó a la Corte el Enviado Apostólico. Con tal motivo hubo grandes fiestas en el Real Palacio: Capilla con señores obispos y cantantes de la Opera: Besamanos y parada: Banquete de gala y rigodón diplomático. Todo el lucido y barroco ceremonial de la Corte de España.




II

La Rosa de Oro, salvado el símbolo y mirada en su ser de orfebrería, no era un primor del cincel: Si deslumbraba a los legos ingenuos, a los peritos edificaba contándoles las estrecheces del Santo Padre. Su Majestad la Reina, muy experta tasadora de alhajas, en el ceremonial de la entrega, se afligió con un ahogo de lágrimas, secundado por todo el cortejo de plumas y bandas, que llenaba la Real Capilla.-Fué la solemnidad del acto, en consonancia a la señalada muestra con que distinguía a su Amada Hija en Cristo, la Santidad de Pío IX. Ofició el Señor Patriarca, asistido por los mitrados de Tuy y Salamanca. Estrenóse un terno pluvial, que la regia munificencia había encargado a las Seráficas Madres de Jesús: Era muy rico y refulgente, sin que pasase a competir con otros más antiguos que guarda aquella Real Sacristía. Alguna gente de tonsura lo denigró más de lo justo, comentándose que, por sólo el bordado de aquellos sacros paños, [11] hubiesen percibido doscientos mil reales las Benditas de Jesús.-Vicarios y sacristanes de otras monjas, promovían estas murmuraciones. -El reparto de las regias mercedes siempre acongoja más ánimos de los que congracia.




III

Fué muy conmovedor el momento, y escasos ojos permanecieron enjutos, cuando se alzó para leer la salutación pontificia, el rojo Legado Apostólico:

-Nos, Sumo Vicario de la Iglesia, para conocimiento y edificación de todos los fieles, queremos atestiguar solemnemente, con acendrado empeño y perenne monumento, el amor ardientísimo que te profesamos, carísima hija en Cristo. Con excelso gozo te confirmamos en esta predilección, así por las altas virtudes con que brillas, como por tus egregios méritos para con Nos, para con la Iglesia y para con esta Sede-Apostólica.

Se oían suspiros y sollozos. El Reverendo Padre Claret, Arzobispo de Trajanópolis, había traducido al romance castellano el mensaje latino, y los monagos repartían la bufa en vitelas impresas con oros chabacanos. Salmodiaba ante el altar refulgente de luces, el Legado de Roma:

-Nos, Sumo Vicario de Cristo, asistido de su gracia, desde esta Sede Apostólica, te hacemos presente de la Rosa de Oro, como símbolo de celestial auxilio para que a tu Majestad, y a tu Augusto Esposo, y a toda tu Real Familia, acompañe siempre un suceso fausto, feliz y saludable.

[12] Las cláusulas prosódicas subían en ampulosas volutas con el humo de los incensarios, y el cortejo palatino, asegurado-en la bufa del fraile, se maravillaba entendiendo aquel latín ungido de dulces inflexiones toscanas. La Familia Real tenía un resplandor de códice miniado. La Señora, particularmente, estaba muy majestuosa con el incendio que le subía a la cara: Sobre su conciencia turbada de lujurias, milagrerías y agüeros, caían plenos de redención los oráculos papales.




IV

Cuando, al término de la ceremonia, el palatino cortejo de plumas, bandas, espadines y mantos se acogió a los regios estrados, la Reina Nuestra Señora hubo de pasar a su camarín para aflojarse el talle. La Doña Pepita Rúa acudió pulcra y beatona: Era dueña del tiempo fernandino, una sombra familiar en las antecámaras reales. La Señora, al aflojarle la opresa cintura las manos serviles de la azafata, suspiró aliviándose: Estaba muy conmovida y olorosa de incienso: En la capilla, oyendo leer la salutación del Santo Padre, casi se transportaba, y el ahogo feliz del ceremonial, veníale de nuevo. La Reina sentíase desmayar en una onda de piedad candorosa, y batía los párpados presintiendo un regalado deleite:

-Pepita, voy a confiarte un secreto. ¡Es para ti sola y no vayas a publicarlo por los desvanes!

Saltó la Doña Pepita muy avispada:

-¡No me cuente ninguna cosa la Señora, porque hay [13] duendes en Palacio! Sin fin de veces me tiene ocurrido callar como una muerta -tampoco es otra mi obligación- y divulgarse cosas muy secretas que me había confiado Vuestra Majestad. ¡Y más no digo!

-Haces bien, porque eres un badajo cascado. ¡Mira que con lo que sales!

-No he querido disgustar a la Señora. ¡Ay, Jesús, qué pena tan grande!

Se arrugaba la vieja con un fuelle rumoroso de enaguas almidonadas. La Reina se abanicaba con aquel su garbo y simpatía de comadre chulapona:

-¡Pepita, no hagas visajes!

-¡Si Vuestra Majestad querría desenojarse conmigo!

-No seas pánfila.

-¡Estoy desolada!

Isabel II abultaba con una sonrisa de pícaras mieles el belfo borbónico heredado del difunto Rey Narizotas:

-Mira, dame un dedal de marrasquino. Se me barre la vista y creo que va a darme un vahido.

La Doña Pepita pasó del remilgarse compungido al remilgo consternado:

-¡No es de extrañar con tanta opresión del talle!

-¡Y la emoción oyendo leer aquellas expresiones cariñosísimas del Santo Padre!

-¡Eso lo primero!

-¡Naturalmente, tarambana!

La Reina Nuestra Señora extasiaba el claro azul de sus pupilas sobre la pedrería de las manos, y un suspiro feliz deleitaba sus crasas mantecas. Salió del éxtasis para mojar los labios en la copa de marrasquino, y, melificada [14] totalmente con la golosina, paró los ojos sobre la vieja azafata:

-¡Ay, Pepita, no debía contarte nada!

-¡Mi Reina y Señora, yo hablé como hablé, por un escrúpulo! ¡Estoy traspasada!

La Majestad de Isabel, benévola y zumbona, hacía el ademán de espantarse un tábano:

-Pues he pensado mandar un millón de reales para la limosna de San Pedro. ¿Te parece que será poco? Yo, francamente, no sé lo que puede hacerse con esos cuartos.

Reflexionó la Doña Pepita, con los ojos en el techo de amorcillos:

-Con un millón, bien se hace una casa.

-¡No, mujer! Se harán muchas.

-Casitas pequeñas. Yo hablaba de una casa de renta, una casa como las del barrio.

-¡Y tú, grandísima tonta, crees que un millón no da para más misas?

-¡Yo, por lo que oigo!

- ¿Pero entonces un millón no es nada?

-Paco Veguillas compró en treinta mil duros un cascajo en la calle de la Cabeza.

-Le habrán timado.

-¡Bueno es Veguillas!

-¡Ay, hija! ¿Y quién es ese personaje?

-Paco Veguillas, el barbero de Su Majestad el Rey Don Francisco.

-¡Rigoletto! Hablarás claro. ¿Conque compró una casa? Mucho se gana rapando barbas de papanatas.

La Reina de España, un momento quedó suspensa, hilvanando [15] recuerdos de tantas intrigas, donde había mediado muy principalmente aquel ilustre personaje, uno de los que más valimiento alcanzaban en la Camarilla de Nuestro Señor Don Francisco.-Cuando se celebraron las bodas reales, había entrado en Palacio con la servidumbre ultramontana del Augusto Consorte, y, desde entonces, pesaba su consejo en los negocios de Estado.-La Señora almibaró el acíbar de aquellos recuerdos, volviendo a catar el marrasquino:

-¿Y tú cuándo te compras una casa, Pepita?

-Cuando junte una peseta y muchos cuartos, y no tenga una población de sobrinos a quien ayudar... El Gervasio, que está de guarda en el Real Sitio de Aranjuez, quiere cambiar de puesto y venir al Buen Retiro... Si Vuestra Majestad se interesase...

-Claro que me intereso, y he dado la nota. ¡Por tu sobrino me intereso, y basta!

De un sorbo apuró el marrasquino, poniendo el sello a su palabra real.




V

La Majestad de Isabel II, pomposa, frondosa, bombona, campaneando sobre los erguidos chapines, pasó del camarín a la vecina saleta. La dama de servicio, con el aire maquinal de los sacristanes viejos, cuando mascullan sacros latines, le prendió en los hombros el manto de armiño. Los regios ojos, los claros ojos parleros, el labio popular y amable, agradecieron con una sonrisa a la cotorrona [16] de casa y boca. Aquella estantigua de credo apostólico, nobleza rancia, cacumen escaso, chismes de monja y chascarrillos de fraile, también intrigaba en las tertulias de antecámara desde el año feliz de las bodas reales. Era Duquesa de Fitero y Marquesa de Villanueva de los Olivares, con otros títulos y sobrenombres de claro abolengo, mucha hacienda en cortijos, dehesas, ganados, paneras, cotos, granjas, castillos y palacios. El escudo de sus armas está repartido por toda la redondez de España. La vejancona, confusamente, se sabía de un gran linaje, sangre bastarda de reyes aragoneses y judíos castellanos. Luego, tras estas exiguas luces, todo el saber histórico y familiar de la rancia señora constituía una fábula trivial, llena de incertidumbre, cubierta de polvo como los legajos de Simancas.-En la puerta, cuando salía, se detuvo la Reina Nuestra Señora:

-Eulalia, de ti para mí, y no vaya más lejos...

Respondió hueca y espetada la rancia infanzona.:

-¡Sobradamente me penetro, Señora!

-Tengo en pensamiento mandar dos millones a la limosna de San Pedro. ¿Será poco? Claro que no pretendo pagar tan señaladas muestras de amor como me da el Santo Padre. ¡Eso no se paga! ¿Quedaré mal con dos millones, Eulalia?

-Yo creo que no.

-¿Qué se puede hacer con dos millones?

-Muchas mandas y sufragios para tener lejos a Patillas.

La Duquesa de Fitero era muy temerosa de que la muerte la sorprendiese en pecado, y al dormirse la veía [17] ensabanada como un antruejo, terrible y burlona con su hoz. Aquella vieja orgullosa y pueril trascendía todos sus conceptos a imágenes corporales: El infierno con sus calderas de pez hirviente y su tropa de rabos y cuernos entenebrecíale los nocharniegos trisagios: El purgatorio también le daba espeluznos, sin ser parte a confortarla, el pensamiento de que con llamas a los pechos pudiera verse entre un tiarado y un coronado, conforme al ritual de todos los retablos de ánimas. Se hacía cruces la Reina de España:

-¡Qué cosas sacas! El Santo Padre tiene poder para confundir a Patillas.

La rancia estantigua, bajo las plumas del moño, acentuaba su gesto de cotorra disecada:

-Con dos millones también puede comprarse papel del Estado.

La Majestad de Isabel II recapitulaba:

-Dos millones, tengo idea de que en los últimos monos le pedía Paco a Narváez... Dos millones debe ser una cantidad decente, porque en el pedir nunca se queda corto Pacomio.

La Duquesa petrificaba su gesto magro y curvo de pajarraco:

-Esa limosna debe darla el Gobierno.

-No querrá.

-¡Herejes!

-¡Mujer!...

-¡Herejotes y masones todo ellos!

-¡No me impacientes! Narváez es muy escrupuloso y defiende el dinero del presupuesto como si fuese suyo.

[18] -Porque es un cascarrabias. Del General nada digo, pero el que no me entra es el tal Don Luis Bravo.

-Pues me ha servido lealmente.

-Es un ambicioso con una historia muy negra. Narváez y otras personas debían estar muy sobre sí, con ese gitano.

-Eulalia, no me traigas cuentos, porque los creo y entre unos y otros me revolvéis la cabeza.

-¡Vuestra Majestad es demasiado buena!

-Ya lo sé, pero eso no tiene remedio. Nací buena, como nació marraja Luisa Fernanda. ¡Mira que revolucionar para quitarle a su hermana el Trono! ¡A su hermana, de quien sólo ha recibido favores y muestras de cariño! ¿Has visto maldad tan refinada?

La Duquesa de Fitero hizo el comentario de protocolo:

-Vuestra Majestad tiene el amor de sus súbditos y le basta. ¿La Señora, ha reparado qué mala cara tiene hoy Narváez?

-¡Bilis que le hacen tragar esos pilletes que conspiran en Francia!

La Duquesa, en la punta de los pies, aseguraba con sus manos de momia los postizos y la diadema, que hacían un guiño en la cabeza de la Reina Nuestra Señora.




VI

Entre un cortejo de plumas fatuas y chafados visajes, pasó la Reina Nuestra Señora al salón de Gasparini. Una gran mesa fulgente de cristal y argentería estaba dispuesta [19] a fin de que hubiesen reparo para sus fallecidos ánimos, las ilustres personas que habían recibido el pan eucarístico en la solemne función de Capilla. Para todos tenía una zumba popular y amable la Majestad de Isabel II. El Rey Don Francisco hacía chifles de faldero al flanco opulento de la Reina. Las Augustas Personas, agotado el repertorio de sonrisas y lisonjas, se entretuvieron largo espacio con el Duque de Valencia: Estaban los tres en el hueco de un balcón, tan profundo y amplio, que parecía una recámara. El Rey, menudo y rosado, tenía un lindo empaque de bailarín de porcelana. La Reina, con el pavo sanguíneo, se abanicaba. El Espadón, puesto en medio, abría las zancas y miraba de través, bajando una ceja, a las Personas Reales:

-Mi deber es aconsejar lealmente, sin perder de vista los intereses políticos y las altas responsabilidades de mis actos. La Real Familia no puede reconocer públicamente, ni tampoco con relaciones privadas, el origen misterioso de ese personaje.

Acudió severa la Reina:

-¡Es nieto de reyes, Narváez!

-Señora, dice serlo.

-Haces mal en dudarlo. Estoy bien enterada y creía que tú lo estuvieses. A Luis Fernando, fruto de unos amores de mi padre, tú le has conocido en París. Este es su hijo.

El Augusto Consorte se arrimó con respingo de perro faldero, al recadén propincuo de la Reina:

-¡Nuestro sobrino, Narváez!

El Espadón, bajando el párpado, miraba al bailarín de [20] porcelana, como los esquiladores al jaco antes de esquilarle:

-Señor, mi deber es advertir a Vuestras Majestades.

Insistió la Reina:

-Yo tengo secretas razones de conciencia para recibir al Príncipe Luis de Borbón.

-Señora, permitidme que os recuerde los disgustos pasados cuando os visitó en Zarauz el Infante Don Juan.

-Porque yo dije una cosa y mi primo entendió otra.

-Seguramente.

-¿Y ahora, qué temes? Sé franco.

-No puede serlo.

El Rey Don Francisco, como a impulso de un resorte, sacó del buche los enojados tiples de su voz:

-¿Y si te lo exigiese Isabelita?

-No podría menos de complacerla.

Acudió la Reina:

-Pues yo te lo pido. ¿Cuál es tu recelo?

Se impacientó el Espadón:

-Señora, mi deber es hablaros lealmente. El Gobierno tiene pésimas referencias del que se titula sobrino por la mano izquierda, de Vuestras Majestades: Ha recorrido varias Cortes Europeas, llamándose unas veces Conde Blanc y otras Príncipe Luis María César de Borbón: En todas partes ha vivido de un modo turbio: La Policía, alguna vez, le condujo a la frontera: Ultimamente acompañaba al Infante Don Juan, en Italia: No me extrañaría que hubiese llegado aquí bajo el patrocinio de alguna monja.

Cortó con un hipo de paloma buchona, envuelta en majestuosos arreboles, la Reina Nuestra Señora:

[21] -Está bien, Narváez. Has hablado lealmente y te lo agradezco. Como Reina Constitucional he querido someterte este asunto de familia. Haré lo que me aconsejas y no recibiré a mi sobrino, a ese personaje, como tú has recalcado con la intención de un colmenareño. Eres un cascarrabias, y me has ofendido, porque se trata de mi sangre.

El Rey Consorte acucó la voz, acogido al flanco matronil de la Reina:

-¡Nuestra sangre, Narváez!

La Majestad de Isabel II tenía en el celaje de los ojos el azul de la mañana madrileña: Murmuró con donosa labia:

-Mira, Narváez, amor con amor se paga. Deseo atraer a mi lado con algún cargo al hijo de un leal servidor que no ha sido recompensado. ¡Los reyes, algunas veces, somos muy ingratos! El Barón de Bonifaz ha sacrificado su vida por mi Causa. Yo quiero que el hijo venga a mi lado, con un puesto en la Alta Servidumbre de Palacio. Tengo una deuda sagrada con la memoria del padre, y para borrar ese olvido, esa ingratitud, te recuerdo al hijo de aquel servidor tan leal, a fin de que le tengas presente en la nueva combinación de cargos palatinos.

Resopló el Espadón:

-¿Sabe Vuestra Majestad que ese pollo es un perdis?

Se acachazó burlona la Reina de España:

-Aquí le sentaremos la cabeza.

El Espadón bajaba el párpado y abría el compás de las zancas, con aire de jácaro viejo:

-Señora, mi deseo es complacer siempre a Vuestras [22] Majestades, y si el nombramiento no halla oposición en el seno del Gobierno...

-¡Me traes la cabeza del que disienta!

La Reina Nuestra Señora, chungona y jamona, regia y plebeya, enderezaba con su abanico, el borrego del toisón que llevaba al cuello el adusto Duque de Valencia, Presidente del Real Consejo.




VII

La Majestad de Isabel II-luego de haber repartido retratos con laudosas dedicatorias, entre obispos, monseñores y palaciegos-se retiró a los limbos familiares de su Cámara. El Excelentísimo Señor Don Jerónimo Fernando Baltasar de Cisneros y Carvajal, Maldonado y Pacheco, Grande de España, Marqués de Torre-Mellada, Conde de Cetina y Villar del Monte, Maestrante de Sevilla, Caballero del Hábito de Alcántara, Gran Cruz de la Inclita Orden de Carlos III, Gentilhombre de Casa y Boca con Ejercicio y Servidumbre, Hermano Mayor de la Venerable Orden Tercera y Teniente Hermano de la Cofradía del Rosario, hacía las veces como Sumiller de Corps. En la Cámara de la Reina el personaje ponía los ojos en blanco, doliéndose respetuosamente, pues también había esperado un retrato de la graciosa voluntad de la Señora. Era un vejete rubiales, pintado y perfumado, con malicias y melindres de monja boba: En cuanto a letras y seso, no desdecía en las cotorronas tertulias de antecámara: Vano, charlatán, muy cortés, un poco falso, visitaba conventos [23] por la mañana, lucía hermosos troncos por la tarde, a la hora del rosario acudía secretamente al reclamo de una suripanta, y ponía fin a la jornada en un palco de los Bufos, donde se hablaba invariablemente del cuerpo de baile y de caballos. La Señora le consoló populachera y jovial:

-¿No comprendes, calabaza, que a las personas de mi íntimo aprecio quiero hacerles un presente más señalado? ¿Te parece mandar fundir una medallita? Precisamente quería consultarte.

El Marqués de Torre-Mellada se desbarató con una escala de gallos:

-¡Señora, es una gran idea la medallita!

-¿De oro o de plata?

Se precipitó el palaciego:

-¡De oro!

La Majestad de Isabel II abultaba el belfo con chunga borbónica:

-Tú no te paras en barras. Mira, Geromo, el retrato no te lo di porque no quise. ¿Hasta cuándo le van a durar a tu mujer las jaquecas nerviosas?

Se atontiló el repintado vejete:

-¡Pobrecita! ¡Esta madrugada ha tenido un ataque que nos ha consternado!

-¡Vaya, vaya! Dile a Carolina que si quiere ponerse buena inmediatamente y contentarme, renuncie a ser dama de la Duquesa de Montpensier.

-¿Es el deseo de Vuestra Majestad?

El palatino estafermo inclinábase con tan arrugada pesadumbre, que se compadeció la Reina Nuestra Señora:

-Yo agradezco mucho las muestras de amor y lealtad [24] de mis súbditos. El que me quiere, ya me tira tierra a los ojos. Mi deseo es hacer la felicidad de los españoles y que ellos me quieran. Pero esto debe ser algo muy malo, porque sólo recibo ingratitudes. Mi hermana y su marido, que tanto me deben, conspiran para destronarme: El Gobierno ha sorprendido una carta del franchute a Serrano: ¡El General Bonito se ha vuelto contra mí! ¡Le hice cuanto es, no he podido hacerle caballero! ¡Figúrate si con esta espina puedo mirar con buenos ojos a tu mujer en el puesto de dama de la Duquesa de Montpensier! Narváez ya te hizo una advertencia. Estoy enterada. Por lo visto querías oirlo de mis labios.

-¡Señora, no me dolería más un puñal que me hubiesen clavado!...

-El Puñal del Godo.

La Reina, siempre indulgente, tendió la mano al palaciego, que la besó inclinándose cuanto el corsé le autorizaba. Viéndole arrugar el apenado visaje, entre crédula y burlona, le ofreció su pomo de sales la Reina:

-No he dejado de quereros. Tú, para mí, eres siempre el mismo. Mi confianza en ti no ha menguado, y precisamente quería someter a tus luces una duda. ¿Qué se puede hacer con dos millones?

-¡Muchas cosas!

-No me entiendes. ¿Cuánto dinero es?

-¡Pues dos millones! ¡Cien mil duros! ¡Quinientas mil pesetas!

Se embobó la Reina:

-Ponlo también en reales.

[25] -Pues dos millones de reales, son precisamente dos millones de reales.

La Majestad de Isabel II hizo un aspaviento de graciosa soflama:

-¡Qué talento matemático tienes, Torre-Mellada! Pues verás, quiero hacer un donativo a Roma... Había pensado algo... Pero con certeza no sé. ¿Tú, si te lloviesen dos millones, qué harías?

El Marqués de Torre-Mellada no dudó, que de antiguo lo tenia meditado:

-¡Yo, señora, tendría una cuadra de caballos como las mejores de Inglaterra!

-Tú sí... ¡Pero el Santo Padre!

-¡Es que, francamente, no sé por dónde puede irse el dinero siendo Papa!

-¡Nadie lo sabe y nadie me saca de la duda!

Se levantó con mecimiento de bombona, pasando al camarín por aliviarse de nuevo.




VIII

El besamanos estaba señalado para las tres de la tarde, pero comenzó lindando las cuatro. La clara luz de la tarde madrileña entraba por los balcones reales, y el séquito joyante de tornasoles, plumas, mantos y entorchados, evocaba las luces de la Corte de Carlos IV. La Reina Nuestra Señora, revestida de corona y armiños, empechada como una matrona popular, entró con mucha ceremonia en el Salón del Trono. El Rey Don Francisco dábale el [26] brazo: Vestido de capitán general, muy perejil, todo colgado de cruces y bandas, casi desaparecía al flanco pomposo y maduro de la Señora: Asidos levemente de la mano, subieron las gradas del trono: Se saludaron con una genuflexión, como pastores de villancico, y tomaron asiento, sonrientes para el concurso, con gracia amanerada de danzantes que miman su dúo sobre un reloj de consola. Su Alteza Real el Príncipe de Asturias, vestido con marcial uniforme y luciendo divisas de cabo, hizo besamanos el primero: Era un niño pálido, con las orejas muy separadas: El enclenque desparpajo de la figura, la tristeza de la mirada llena de prematuras curiosidades, promovían, con aquel disfraz del charrasco y el pantalón colorado, un recóndito dejo de cruel mojiganga. La expresión aguzada, enfermiza y precoz del Augusto Niño no prometía una vida lozana. Le agasajó con maternal orgullo, la Señora. Alargó el Rey, sin llegar a tocarle, una mano blanca y llena de hoyos. Resplandeció el palatino cortejo, con sonrisa extasiada, y todos los rostros se asemejaron en una expresión de embobamiento familiar. El bálsamo cadencioso de la ceremonia religiosa, se decantaba en los pechos cruzados de bandas: Todos eran felices en aquel momento y casi se amaban, complacidos en el júbilo maternal de la Reina Nuestra Señora. Sentían la protección celeste, estaba en sus corazones como una miel acendrada. El besamanos fué largo, pero tan lucido de mantos y oropeles, que muchos en su embeleso no lo reputaron cansado, y las horas se les hicieron instantes. La Señora, siempre de la mano de su Augusto Esposo, sonriendo purpúrea bajo la corona real, descendió del Trono: Tuvo palabras gratas [27] para sus cortesanos: Era pimpante, donosa y feliz de malicias en la vana charla de la etiqueta: Entonces advertíase reina. ¡Hada de alcázares! Pero en las asperezas del gobernar político se le desvanecía la atención, dolorosamente incomprensiva. En este año de la Rosa de Oro se amargaba con la duda de que muchos españoles habían dejado de quererla. ¡Eran bien ingratos! ¡Y cuántos tendrían que condenarse por sus ideas extraviadas de progreso! ¡Condenarse! La Señora no deseaba el fuego eterno ni a sus mayores enemigos: Era pecado del que jamás había tenido que lavar su conciencia ante el Santo Tribunal. ¡El infierno para nadie! La Señora, por el hilo de los pensamientos, llevó la mirada de sus claros ojos al Señor Duque de Valencia, que, vestido de gran uniforme, destacaba en medio del dorado salón, su angosto talle de gitano viejo. La Señora le sonrió llamándole: Hablaron a solas. Los que estaban vecinos respetuosamente, se distanciaban:

-Te estuve mirando y me parece que algo te pasa. Estás preocupado. ¿Hay malas noticias? ¿Se han pronunciado en algún cuartel?

-Vuestra Majestad puede estar tranquila.

-¿De manera que reina la paz en Varsovia?

-Por ahora tienen buen vino.

-Pero a ti algo te sucede.

-Estoy enfermo, y me retiraría si mereciese la venia de Vuestra Majestad.

-¿De veras estás enfermo? ¿No me engañas? ¡Tienes muy mala cara! Dame la mano. ¡Ardes! Cúidate mucho. Te necesitan España y la Reina. Retírate. Afortunadamente no será nada. Voy a poner una esquelita para que iluminen [28] la santísima imagen de Jesús. Si mañana continúas mal, yo iré a rezarle. No será nada. Murmuró displicente el Espadón:

-Un enfriamiento esta mañana en la Capilla Real. Creo, en efecto, que con un ponche y sudar...

-¡El ponche bien cargado!

El General Narváez, cambió en sonrisa el gesto de vinagre:

-¡De campamento!

La Señora le dió a besar su real mano, y apagó el celaje de los ojos, bajo el vuelo de un presentimiento que la llenó de pavorosa inquietud. El General Narváez, abriendo el flamenco compás de las zancas, desaparecía como un fantasma, entre el fatuo susurro de las Camarillas.




IX

Por las galerías y a lo largo de las escaleras, uniformes y mantos susurraban al despedirse loores de aquel paso donde habían sido vistosos comparsas. Con aire de pedrisco pasó de pronto la nueva y el comento, del agrio talante con que se tenía despedido de las Reales Personas, el Señor Duque de Valencia. Algunos políticos decían que enfermo: Casi todos los palatinos que enojado. El Marqués de Torre-Mellada se afligía, y en secreto comunicaba sus temores al Marqués de Redín: Eran cuñados los dos marqueses: Este de Redín, casado con una hermana de Torre-Mellada: Bajaban despacio y retardándose, la gran escalera. Sobre la gala de los uniformes destacaban los guantes [29] blancos su cruel desentono, y eran todas las manos, manos de payaso. El Marqués de Redín, que pertenecía al Cuerpo Diplomático, comentó con inflexiones perspicaces y erres francesas de salón de Embajada:

-Lo peligroso, realmente, sería una auténtica enfermedad del General Narváez.

Bajaron tres escalones, y en un rellano:

-¡Después de O'Donnell, Narváez! Habría para preocuparse.

Un tramo de la gran escalera madurando reflexiones. Otro descanso. Voz de confesionario:

-En París y en Londres, unionistas, progresistas y radicales, conspiran para cambiar el Trono. ¡Y aquí no queda otro hombre que González Bravo!...

Pausa. El soplo del aire:

-¡Un vesánico!

Chascó afligida la caña hueca del otro Marqués:

-¡Calla, por favor, Fernandito! ¡Las paredes oyen! ¡Ya nos han mirado! ¡No pareces de la carrera!

El Marqués de Redín, ante la simpleza pueril y medrosa del palaciego, sonrió con un rincón de la boca, entornando desdeñoso los párpados. Torre-Mellada se esquivó refitolero, saludando a unas damas que estaban detenidas en la escalera. Luego emparejaron los maridos, ataviados como para comedia antigua, con plumas y capas de maestrantes: Eran primos remotos, pero extremados en el parecido: Los dos zancudos, pecosos y ojiverdes, muy angostos de mejillas, aguileños y de narices tuertas: Los dos hablaban borroso, con un casi baladro, y eran por igual de gran linaje extremeño, con guarros y dehesas hipotecadas [30] en las lindes de Villanueva de la Encomienda. El Marqués de Redín, bajando la escalera, respondía con gestos y cabezadas al General Fernández de Tamarite, un viejo embetunado y completamente sordo. Se les juntó, disculpándose cumplimentero, el Marqués de Torre-Mellada. Pasaban otras madamas risueñas, que hacían monadas y saludos, tocando con los abanicos el hombro de los caballeros. El Marqués de Torre-Mellada las acogía cacareando un añejo repertorio de donosuras galantes. La Duquesa de Santa Fe de Tierra Firme y la Condesa de Olite, en espera de sus carruajes, las celebraban con guiños de burla. Comentó la Santa Fe:

-¡Geromo, para ti no hay penas!

El repintado palatino filosofó con epicúreo cacareo:

-¡Y si las hay, me las espanto!

Insinuó delicadamente la de Olite:

-¡Con el rabo!

Y la Santa Fe completó el juego de sales madrigalescas con un susurro en el oído de la otra:

-Se las espanta con la cuerna.

La Condesa de Olite se sofocó reprimiendo la risa. Curioseó el palatino fingiendo candor:

-¿Qué ha dicho esa loca?

-¡Nada!

-¿Con qué me las espanto, Pilín?

La Santa Fe respondió con descoco:

-Acércate. No es para publicarlo.

El Marqués de Torre-Mellada, salvando en la punta de los pies, colas y mantos, pasó al costado de la madama:

-¿Qué has dicho, Pilín?

[31] Silabeó la Santa Fe en la oreja del palaciego:

-Un eufemismo del rabo.

El vejestorio repitió turulato:

-¿Un eufemismo? ¿Cuál? ¡No entiendo! ¿Qué eufemismo?

La Santa Fe, impaciente, le sopló en la oreja con popular desgaire:

-¡Carraco!

El repintado palatino agitó las manos, bullicioso de risas:

-¡Eres terrible, Pilín!

Asintió burlona la madama: Montó en el carruaje y saludó asomando la cabeza prendida de plumas y joyeles:

-¡Ática!

Sucédense los años, y todavía, cuando se pondera el ingenio tradicional de las grandes damas, se recuerda en las tertulias aristocráticas a la Duquesa de Santa Fe de Tierra Firme. En la Corte Isabelina se hizo famoso su desgarro, y cuchicheaban sus salaces donaires, todos aquellos palaciegos gazmoños, que tenían, otras veces, llorado de risa, con las gracias de fray Gerundio y Tirabeque. ¡El lego y el frailuco droláticos, habían sido los maestros humanistas, en aquella Corte de Licencias y Milagros!




X

El ceremonial conmemorando el fausto suceso de la Rosa de Oro finó con banquete y baile de gran gala. El Señor Duque de Valencia, Presidente del Real Consejo, [32] no pudo asistir, enfermo, según se susurró, con fiebres y punto de costado. El Ministro de la Gobernación tuvo una plática muy reservada con los reyes. Era un viejo craso y cetrino, con ojos duros de fanático africano: Ceceaba:

-Abrigo el presentimiento de un luto nacional. El Duque se halla realmente grave, y esta tarde ha tenido momentos de delirio.

La Reina, gozosa y encendida de la fiesta, imbuida de ilusa confianza, cerraba los oídos a las agoreras nuevas del Señor González Bravo:

-¡No puede ser! Dios no abandona a España ni a su Reina... ¡Tú todo lo ves negro!

Don Luis González Bravo murmuró apesadumbrándose, sin un matiz de duda en el ceceo:

-¡El General nos deja!

Y parecía que no fuese el filo de la dolencia, sino el augurio implacable de aquel buho semítico, quien le matase. La Señora, purpúrea de piadosos fervores, mareándose un poco, se abanicaba ahuyentando el espectro de la muerte:

-¡No se debe ensombrecer con esos pesimismos el júbilo de un día tan señalado! ¡Dios no abandonará ni a España, ni a su Reina!

-Señora, mis pesimismos están confirmados por la opinión de los médicos.

-¡Pues yo tengo puesta toda mi confianza en la ayuda Divina!

La Reina de España se abanicaba con soberanía de alcaldesa. Intervino el Augusto Consorte:

[33] -¡Una sangría a tiempo hace milagros!

-Se le han aplicado cáusticos en el pecho.

Se afligió la Señora:

-¡Qué gana de hacerle sufrir! A Narváez, quien lo ha de poner bueno es el Santísimo Cristo de Medinaceli. Esta misma noche le empiezo la novena. Mira, Bravo, el corazón a mí no me engaña y en este momento lo siento rebosar de esperanza, a pesar de tu cara larga y de tus pronósticos. ¡Durante el día me he preocupado, y ahora tengo la más ciega seguridad!

Tocaba la orquesta unos lanceros y salió a bailarlos la Reina Nuestra Señora con el Señor González Bravo. En los pasos y figuras tuvo sonrisas muy zalameras para un pollastrón sobre la treintena, que lucía la llave de gentilhombre. El Señor González Bravo atisbaba con su gesto de buho, formulando un monólogo poco piadoso:

-¡Esta grandísima!...




XIII

El Barón de Bonifaz,-Adolfito Bonifaz en los salones-, después de los lanceros, mereció el honor de dar unas vueltas de habanera con la Señora. La Majestad de Isabel suspiraba en la danza, y el galán interrogaba con rendimiento:

-¿Se fatiga Vuestra Majestad?

-Tú debes ser el fatigado, porque estoy muy pesada.

-No se advierte, Señora.

-¿Me dirás que soy una pluma?

[34] -¡Si Vuestra Majestad me autorizara para decírselo!

-¡Pues eres un solemnísimo embustero!

Bromeó marchoso Adolfito Bonifaz:

-Señora, hay pesos tan gratos que no se sienten... ¡El peso de la Corona!

-¡Te lo imaginas! ¡Cuántas veces se quisiera no sentirla en las sienes! ¡También rinde el peso de la Corona!

La Majestad de Isabel sonreía frondosa, y adrede se reposaba en los brazos del pollastrón:

-Me gusta bailar contigo porque me llevas muy bien.

La voz tenía una intimidad insinuante. Adolfito, advertido, estrechó el talle matronil de la Señora:

-¡Vuestra Majestad me honra en extremo!

La Reina de España, encendida y risueña, juntó los labios con cálido murmullo:

-Voy a tenerte muy cerca... He pedido un puesto para ti en la nueva combinación de cargos palatinos.

-¡Señora, mi gratitud!...

-Pero tendrás que sentar la cabeza si quieres estar cerca de mí.

Adolfito apasionó la voz:

-¡Muero por ello!...

La Majestad de Isabel II iba en los brazos del pollastre, meciendo las caderas al compás de la música criolla, gachoneando los ojos. El voluptuoso ritmo complicaba una afrodita esencia tropical y todas las parejas velaban una llama en los párpados. Adolfito, propasándose, se acercaba más, y consentía candorosa la Reina Nuestra Señora. Era muy feliz en el mareo de las luces, viendo brillar en el fondo de los espejos, multiplicados jardines de oro.




XIV

[35] La Católica Majestad de Isabel adormecíase con las luces del alba, mecida en [[confusos]] pensamientos de reina,-terrores, liviandades, milagros, rosadas esperanzas, clamoreo de cismas políticos, fusilada de pronunciamientos militares-. Isabel II, en este año subversivo de 1868, se contristaba con el espectro de la Revolución, causa de tantos males en el Reino: Juzgaba, candorosamente, que extirpada la impiedad liberal y masónica, tornaría a la ruta de sus grandes destinos, la Nación Española.-Era muy reverenciosa de las conquistas sobre infieles, de su abuelo San Fernando.-España,-la hija predilecta de la Iglesia-vilmente calumniada por los malos patriotas desterrados en la frontera, la encendía en lumbres y corajes populares de Dos de Mayo: Visitaba todos los sábados por la tarde el Convento de Jesús: Hacía en el camarín largos rezos pasando la camándula de la Madre Patrocinio: Mudaba más que nunca de la risa al llanto, y era tan pronto amor como esquivez lo que sentía por el Príncipe de Asturias.-En Francia, algunos emigrados fomentaban una intriga para que abdicase la Señora.-Felizmente, Roma, en aquella hora tan atribulada, acudía con sus bálsamos al conforto de su amada hija en Cristo. La Reina adormecíase cobijando ilusas esperanzas: El dejo azul de los ojos se velaba en el oro de las pestañas: Soñaba con labrar la felicidad de todos los españoles: El Santo Padre, señalándola con nuevas prendas [36] de amor, promulgaba una bula que redimía de las calderas infernales a todos los subditos de Isabel: Las logias masónicas, en procesiones de penitentes, con capuchas y velillas verdes, se acogían al seno de la Iglesia. La Reina de España sentía el aliento del milagro en el murmullo ardiente con que la bendecía su pueblo. ¡Y en este limbo de nieblas babionas y piadosas imágenes, brillaba con halo de indulgencias y felices oráculos la Rosa de Oro!

[37]






LIBRO SEGUNDO

ECOS DE ASMODEO


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LIBRO SEGUNDO

ECOS DE ASMODEO


I

EL PALACIO de los Marqueses de Torre-Mellada estuvo en la Costanilla de San Martín.-El Palacio de los Picos le decían por el ornamento del muro.-Aquel caserón con gran portada barroca, rejas y chatos balcones montados sobre garabatos de hierro, fué, en las postrimerías del reinado isabelino, lugar de muchas cábalas y conjuras políticas. La crónica secreta conserva en donosos relatos y malignas hablillas el recuerdo del vetusto caserón con rejas de cárcel y portada de retablo, la clásica portada de los palacios de nobles en Madrid.




II

El Salón de la Marquesa Carolina,-rancia sedería, doradas consolas, desconcertados relojes-, repetía un poco desafinado los ecos literarios y galantes de los salones franceses en el Segundo Imperio. La Marquesa, ahora en su cautivante y melancólico otoño, escéptica de las ilusionadas peregrinaciones en busca del amor, conspiraba soñándose una Marquesa de la Fronda. Acababa de encender las luces el lacayo de estrados, y la doncella, reflejada sucesivamente en los espejos de las consolas, reponía las flores en los jarrones. La Marquesa Carolina, esta noche, como otras noches, mimaba la comedia del frágil [40] melindre nervioso, recostada en el gran sofá de góndola, entre tules y encajes, rubia pintada, casi desvanecida en la penumbra del salón retumbante de curvas y faralaes, pomposo y vacuo como el miriñaque de las madamas. La Marquesa Carolina era de un gran linaje francés, hija del célebre Duque de Ramilly, Mariscal y Par del Reino en la Corte de Luis Felipe. Reclinada en el sofá de góndola, perezosa y lánguida, quejábase de una enfermedad imaginaria: Hacíanle tertulia dos damiselas y un caballero con empaque de rancio gentilhombre: Este caballero era el afrancesado Marqués de Bradomín. Las damiselas-lindas las dos-eran Feliche Bonifaz y Teresita Ozores. La Marquesa se oprimía las sienes con las manos: El gesto doliente agraciaba su expresión de rubia otoñal. Teresita Ozores encarecía los encantos de París: Acababa de llegar, y suspiraba por volver:

-¡Los franceses, locos con el Imperio! ¡París, maravilloso! ¡La Opera, brillante! ¡Los modistos, un escándalo! ¡Pero qué lujo, qué gracia, qué esprit! Esta primavera el último grito, los fulares estampados con rosas. Eugenia ha puesto la moda. ¡Para las rubias, admirable! ¡Tú, Carolina, estarás encantadora!

Teresita Ozores escondía sus treinta abriles bajo un vistoso plumaje de pájaro perejil: Hablaba con voluble y casquivano gorjeo. La Marquesa Carolina murmuró declinando los ojos y la sonrisa:

-¿Te has divertido mucho, a lo que parece?

-¡Locamente, Carolina! ¡Locamente! ¡No hay más que París!

-¡Cierto! París es único.

[41]




III

El Marqués de Torre-Mellada, con uniforme muy papagayo, cubierto de cruces y bandas, retocado y rubiales, entró haciendo gallos:

-La conjura revolucionaria parece abortada. Se confirma que unionistas y progresistas andan a la greña, sin ponerse de acuerdo para designar candidato al Trono. Hacen como los compadres que peleaban una noche por quién echaría en la olla un tordo que habían visto en el aire aquella mañana. ¡Hay que rezarle un responso al Duque!

-¡Muy interesante! ¡Muy interesante!

La Marquesa desviaba la flecha con su amable sonrisa pintada. El Marqués exprimía su regocijo, alternando dos voces en falsete:

-El General Dulce, que corrió estos tiempos de la Ceca a la Meca oficiando para avenir a los mal avenidos, ha vuelto con el rabo entre piernas, y completamente descorazonado de que puedan entenderse. ¡Jesús! ¡Qué tardísimo! ¡Me voy a Palacio!

Se apartó con almibarada morisqueta, cediendo el paso a unas damas que hacían estación en la tertulia, para llegar después del primer acto a los Bufos de Arderíus. Eran señoras casquivanas y un poco tontas, con los talles altos, el pelo en bucles y el escote adornado con camelias: Hablaban de modas, de amoríos, de un tenor italiano: Se abanicaban y reían sin causa. Sonaban confundidas las voces, como en una selva tropical el grito de las monas. En rigor ninguna hablaba: Sus labios de falso carmín lanzaban [42] exclamaciones y desgranaban frases triviales, animándolas con gestos, con golpes de abanico, con zalamerías:

-¡Pero qué elegante!

-¡Encantadora! ¡Encantadora! ¡Encantadora!

-¡Ay, qué gracia!

-¡Date pisto!

-¡Ni pensarlo!

Y enmedio *en medio* de cada frase el gorgorito de una risa que presta a las palabras la gracia que no tienen, y muestra la blancura de los dientes, al mismo tiempo que esparce la fragancia del seno alzándole en una armoniosa palpitación. Todas aquellas señoras intrigaban: Para ellas la política era el botín de las bandas, de las grandes cruces, de los títulos de Castilla: Amaban los besamanos y los enredos de antecámara: Curiosas y noveleras, procuraban descubrir entre los caballerizos y gentileshombres al futuro favorito de aquella reina tan española, tan caritativa, tan devota de la Virgen de la Paloma. El Salón de Carolina Torre- Mellada fué famoso en las postrimerías del régimen isabelino, cuando rodaba en coplas de guitarrón, la sátira chispera de licencias y milagros.




IV

Dolorcitas Chamorro, en el sofá, secreteaba con la francina Marquesa. La Chamorro, vejancona nariguda, con ojos de verdulera, negros y enconados, era sangre ilustre de aquel famoso aguador camarillero y compadre del difunto Narizotas. Dolorcitas picoteaba:

[43] -¡El Duque está indignado! ¡Hija de mi alma, le cuesta un dineral la danza revolucionaria, y ahora quieren darle carpetazo! ¡Ya sabes que pone el veto a su candidatura para rey, el trasto de Pringue! ¡Le dejarán compuesto y sin novia! ¡Me lo estoy temiendo! Si Ayala viene esta noche procura sonsacarle. Dicen que el candidato de los radicales es el Niño Terso. ¿Has visto mayor escándalo?

Murmuró Carolina Torre-Mellada con un gesto distraído, como si diese respuesta a sus callados pensamientos:

-¡Serrano tiene un compromiso de honor con el Duque!

Saltó la Chamorro:

-¡Compromisos de honor, Serrano!

Hablaba con desgarro vivo y popular, rasgando la boca sin dientes: Tenía la cara arrugada, las cejas con retoque, y llevaba sobre la frente un peinado de rizos aplastados, que acababa de darle cierta semejanza con los retratos de la Reina María Luisa: Espetóse de pronto en el sofá, advirtiendo con el codo a Carolina:

-¡Aquí está Ayala! ¡Sonsácale!

Era el que entraba un caballero alto, fuerte, cabezudo, gran mostacho y gran piocha: Vanidad de sargento de guardias.




V

Feliche Bonifaz miraba furtiva al Marqués de Bradomín. La Chamorro se allegó cotillona:

-Tu hermano, si ahora tuviese juicio... Me han contado [44] que han sido marcadísimas las deferencias de la Señora. ¡Ya os veo en Palacio!...

Feliche se había encendido, y estaba muy bella:

-A mí me verá usted donde pueda estar dignamente. Ya lo sabe usted.

La vejancona comadreó:

-¡Soñadora! ¡Romántica! La Reina ha estado deferentísima con el perdis de tu hermano, y no puede serte indiferente.

-¡Dolorcitas, es usted cruel insistiendo!

-¡No seas loca! Ya sabes dónde están mis simpatías, no las oculto. Sin embargo, comprendo que aún tiene mucho arraigo el Trono...

Gimió Feliche abrasada, enjugándose los ojos:

-¿Pero insiste usted?

-Insisto porque te veo huérfana, sin experiencia. El orgullo es muy mal consejero, y tú no estás en situación de hacer la Doña Quijota...

Feliche le clavó los ojos:

-Dolorcitas, mi hermano no ha caído tan bajo como usted sospecha.

-¡Pamplinas! Ahora, si las cosas van por donde muchos piensan, lo que necesita es tener cabeza. Ya le rezaré yo la cartilla a ese perdis.

Feliche se avizoraba, encendida y perpleja, batiendo los párpados: Sentía el atisbo sagaz del Marqués de Bradomín: Adivinaba la sonrisa, la mirada, la triste y amable expresión, el dejo romántico de ciencia y solimanes mundano. Alzó los ojos. No se había equivocado: El viejo dandy estaba mirándola, y en aquella sonrisa deferente, [45] dilecta, se acogió la azorada damisela con largo mirar agacelado. El Marqués de Bradomín, en pie, de espaldas a la monumental consola, adoptaba la actitud de galante melancolía, que, como suprema lección de donjuanismo, legó a los liones de Francia, el Señor Vizconde de Chateaubriand. Cotilleó la Chamorro:

-¡No morderá, que si mordiese hacías boda!... Y los años no hay que mirarlos. Yo no los miré tampoco.

Dolorcitas Chamorro jamás repudiaba su estirpe aguadora de la Fuente de Pontejos: Era, por gracia de sus doblones, Condesa-Duquesa de Villanueva del Condestable: Había feriado en lote las deudas, los pergaminos y los alifafes de un linajudo vejestorio:-¡Aquel Don Pedro de Borja y Azlor, Carvajal y Pacheco, descendiente por la mano izquierda de reyes aragoneses y valencianos tiarados!-La Chamorro, con sus husmas cotillonas, sus postizos y remangues, no era un anacronismo en la Corte Isabelina. Acaso un poco anticuado el estilo de sus derrotes, que lozaneaban la tradición del difunto Rey Narizotas




VI

López de Ayala, el figurón cabezudo y basto de remos, autor de comedias lloronas que celebraba por obras maestras un público sensiblero y sin caletre, saludaba con pomposa redundancia a las madamas del estrado: Tenía el alarde barroco del gallo polainero. La Marquesa Carolina le acogió con bella sonrisa:

[46] -¿Trae usted alguna noticia? Nosotras estamos rezando el trisagio como las viejas cuando truena.

-¡No es para que los luceros lloren perlas!

El figurón era gongorino y rutilante en el estrado de las damas. La Chamorro, por contraste, se arrancó con desgaire chulapo:

-¿Se confirma que los carcas se entienden con Pringue?

-Eso parece, querida Duquesa.

Acercóse Teresita Ozores, linda y mariposera con tantos lazos y perifollos:

-¡Me arrebatan, Carolina! ¡Me raptan!

El figurón abrió la cola con floreo de galantería:

-¿Quién es el audaz robador de la ninfa?

Repuso la damisela, coqueta y donosa:

-¡Los Bufos, Ayala! ¡Los Bufos! Pero me encantan más las buenas comedias.

Se fué con un ritmo de baile. La Torre-Mellada insinuó:

-Adelardo, si a usted le interesan los Bufos...

-Maliciosa es usted, Marquesa.

Jugaba del guante el poeta, con aquel artificio de los cómicos cuando galanean, y cantaba en sordina su madrigal revolucionario:

-¡Queridas señoras, la única candidatura posible es la Infanta Luisa Fernanda! ¡Cuando la torpe mano real deja caer el cetro en el fango, sólo puede recogerlo, sin mancharse, la mano de un ángel!

Saltó la Chamorro:

-Explíqueme usted, Ayala: ¿Es Pringue quien se pone la boina, o se pone el morrión el Pretendiente?

[47] -Querida Duquesa, las arras en estos esponsales serían un cambio mutuo de monteras.

Dolorcitas volvió a meter la husma:

-¿Qué dice el Duque? He oído que está furioso.

-Acaso. Pero no creo que lo demuestre.

Ayala calló aparentando reservarse grandes secretos, y las damas esperaron el final de la pausa, con una sonrisa retocada y fatigada. El poeta levantó su guante, con un arabesco:

-La revolución es fatal, y, ante la ola demagógica, se impone la solidaridad de cuantos aman las libertades dentro del orden, representado en la Monarquía Constitucional.

-¡Chito! ¡Chito!

Carolina miraba en torno, el gesto entre risueño y contrariado. Damas y galanes conversaban en grupos: Afortunadamente ninguno ponía atención a lo que se conspiraba en el estrado. El figurón bajó el tono:

-La Infanta Luisa Fernanda hoy encarna los ideales que triunfaron en las sangrientas discordias civiles, y me parece locura insigne la de los radicales cabildeando con la rama de Don Carlos. Es renegar de su historia, y diré más, es un perjurio a los mártires de la causa constitucional.

Carolina inclinó la cabeza, apiadada y lánguida:

-¡Me da tanta pena la pobre Reina!

Lamentó Ayala:

-¡Desgraciadamente, se ha hecho imposible!

Y Dolorcitas Chamorro puso la rúbrica de su respingo:

-¡Se deja embaucar como una pánfila!

[48] Suspiró Carolina:

-¡Está ciega! ¡Qué dolor no encontrar modo de salvarla!

El celebrado poeta sentenció:

-¡Ha perdido el amor de los españoles!

-¡La pobre lo sabe y se duele, porque es muy buena!

Carolina juntaba las manos, como en una visita de pésame.




VII

Con gritos y aspavientos, irrumpieron los que se habían ido a los bufos, damas y galanes:

-¡Hay barricadas!

-¡No se puede tolerar!

-¡El caos! ¡El caos!

-¡Todos los días un motín!

-¡El caos! ¡El caos!

-¡Aun el corazón me da saltos!

-¡Y esto ocurre gobernando Narváez!

Explicó el Barón de Bonifaz:

-¡Nada! ¡Total, nada! ¡Cuatro señoras que arañaron a un guardia!

Preguntó la Chamorro:

-¿Hubo tiros?

Chilló una tarasca, tapándose las orejas:

-¡Descargas cerradas!

Adolfito Bonifaz hizo una mueca de valentón:

-¡Panoli!

-¿No hubo descargas?

[49] -El cierre de puertas.

Buscó testigos la tarasca:

-¿No hubo descargas, Teresita?

Teresita Ozores amurrió la cara con sal y desgaire:

-Yo sólo sé que hemos perdido el palco, y que es intolerable.   

El isabelino salón con las luces multiplicándose en los espejos, por gracia del garrulero parlar se convertía en una jaula, cromática de gritos y destellos. Cuando remansaba el chachareo percibíase un acompañamiento de guitarra y los jipados floripondios de un cante flamenco. La Marquesa Carolina, graciosamente consternada, se recogió en su nido de cojines:

-Tenemos de huesped a Paco el Feo.

Desgarróse la Chamorro:

-¡Está de moda! También es el maestro de mis hijos.

Llegaba el jipar del cantador, florido y dramático. Saludó Adolfito con una cortesía versallesca:

-Voy a ver los progresos que hace Gonzalón.

Teresita le guiñaba un ojo:

-¡Olé, tu madre, resalado!




VIII

Gonzalón Torre-Mellada recibía las lecciones de cante y acompañamiento de guitarra en la biblioteca, vasta sala frailuna y silente, propicia al trato de las musas y al estudio de la guitarra por cifra, que profesaba Paco el Feo. Asistían a la lección y terciaban con timos y sentencias, [50] Pepe Río-Hermoso, el Duque de Ordax y el Pollo de los Brillantes.-Una redoma pintada de rubio sobre dos pies del bailarín, con tacones muy altos.-El Pollo de los Brillantes era una momia acicalada: En este tiempo vivía del juego, y algunos sospechaban si de acuñar moneda: Era muy camarada del Barón de Bonifaz: Corrían las mismas chirlatas y cenaban juntos. El Duquesito de Ordax era un pollo, teniente de húsares, que llevaba el luto de su padre, y se divertía por los colmados no pudiendo hacerlo en su mundo. Pepe Río-Hermoso, primogénito de esta casa condal, asistía a la lección por matar el tiempo, y sin conseguirlo: Le miró, templando, Paco el Feo:

-Pepillo, para ti, mi vida, estos tientos. A ver si sueltas la murria, pelmazo. ¡Allá va!

Abría la boca el cañí, sacando la nuez, y entraba Adolfito:

-¡Estáis escandalizando!

-¿Se nos oye?

-¡La tertulia de tu madre queda haciéndose cruces!

Ceceó el Feo:

-No parece posible que se pueda tanto escandalizar, porque aquí estamos como en el panegírico de la misa.

Gonzalón bajó la voz:

-¿De veras, se han enterado? Pues ya tengo que aguantarle caras a mi madre.

-¡Y no es para menos! ¡Haber convertido el solar de tus abuelos en café del cante!

-¡Asadura!

-¿Y no tenéis nada que pueda beberse?

Gonzalón callaba: Aquella carota de niño cebado a manteca [51] tenía un gesto preocupado: A Gonzalón escaseábale el dinero, y se inquietaba con la suspicacia de no poder sacárselo a su madre. ¡Una vez más, caprichos y nervios iban a conjurarse en contra suya y de Toñete! Toñete era ayuda de cámara, oráculo y alquimista del repintado Marqués de Torre-Mellada. Gonzalón, si había de pedirle dinero, paralelamente tenía que maltratarlo de palabra y de obra. Era siempre la misma comedia: El puntapié, el llanto del vejete, con las manos en las nalgas, el abrazo de reconciliación. Una comedia aburrida y dolorosa. A Gonzalón, aquellos lances melodramáticos y grotescos, monótonamente repetidos, le dejaban siempre malhumorado, con una sorpresa dolorida y remota de afecto al viejo servidor. Toñete, en medio de sus lágrimas, jipón y tunante, las manos en las posaderas, nunca dejaba de recordar que le había visto nacer una noche de muchos truenos. Gonzalón, después de tales farsas, sentía la nerviosidad de un niño que hubiese maltratado a un pelele. Insistió Adolfito:

-¿Hacéis la juerga a palo seco?

El Pollo de los Brillantes taconeó el vito:

-Mira si queda alguna cosa en ese infolio.

Y señaló el caneco de ginebra derrengado bajo la silla del cantador. Pepe Río-Hermoso se despedía de Gonzalón:

-¡Me voy! ¡Que por la tertulia de tu madre se divulgase que asisto a la juerga, me haría la Pascua! El autor de mis días también tiene ojeriza al género flamenco, y no hay posibilidad de que uno se divierta sin que lo achaque a la vagancia. Estos tiempos le ha dado por leer filosofía crausista, y está insoportable: Se le ha puesto entre cejas la austeridad, que consiste en andar a pie con unas botas [52] muy gordas, y comer bellotas del Pardo. Antes, aunque poco, me daba algún dinero, pero con el crausismo le ha entrado regalarme libros y aconsejarme que estudie. ¡Para qué quiero yo ser un sabio! A mí no me gusta andar a pie, el calzado gordo me molesta, las bellotas me dan cólicos. ¡Chico, te digo que está mi padre!...

Suspiró Gonzalón:

-Para ponerlo en tronco con mi madre.

-Tú llevas otra vida. A ti te divierte la juerga de vino y guitarra. Eso se hace hasta sin dinero. Pero a mí sólo me gustan los caballos, y es un gusto muy caro.

-Hazte veterinario.

Paco el Feo, con la gorrilla de seda sobre la oreja, enfundaba la guitarra:

-¿Hay algún rumboso que convide a unos chatos en casa de Garabato? ¡Le ha llegado una manzanilla sanluqueña de picho canela!

Puso su veto el Duquesito de Ordax:

-Yo no voy de uniforme a las tabernas.

Había en su voz y en su actitud, una contrariada resolución. Paco el Feo cambió un guiño con Adolfito:

-¡Es muy actorazo para el drama!

Decidió Gonzalón:

-Esperadme en el Suizo. Yo tengo que ver de capear a Toñete.

-Pues mano izquierda.

-Me sé la faena. Es un toro mecánico.

-¡Hasta la vista, magito!

Dispersóse el alegre cotarro. Gonzalón dió un suspiro y tiró de la campanilla para que compareciese Toñete.

[53]




IX

Una sombra apareció en la puerta de la biblioteca. Gonzalón, que apuraba el caneco, cloqueó con el gollete en la boca:

-¡Toñete!

-¡Se ha evaporado!

Y la sombra desapareció con una zapateta. Gonzalón le tiró el caneco:

-¡Mamarracho!

Salió a grandes zancadas. La sombra se escurría por el corredor: Llevaba las manos en las posaderas:

-¡Se acabaron las danzas!

-¡Toñete!

-¡Se ha evaporado!

-¡Imbécil!

Gonzalón, por que se arrestase, rezábale detrás el clásico ensalmo de injurias, denuestos y amenazas: Tendía el brazo sobre el pelele huidizo y engarraba la mano. La sombra desapareció por una puerta, y corrió el cerrojo:

-¡Se acabaron las danzas!

Gonzalón sacudió la puerta:

-¡Donde te agarre te estrangulo!

-¡Muy buenas ideas!    

-¡Abre! Tengo necesidad de hablarte.

-Diga su excelencia lo que desea, y se verá de servirle.

-¡Abre!   

-¡No abro! ¡Primero dejaré el servicio de esta casa!

-¡Toñete, que te estás aparejando una tunda!

[54] -¡Sería usted capaz! ¡A un pobre viejo que le ha visto nacer!

Gonzalón puso el hombro en la puerta, apartóse, tomando impulso, y saltó el aldabillo. Toñete retrocedió con una espantada:

-¡Ave María!

Rugió Gonzalón:

-¡Insolente! ¿Quién eres tú para cerrarme las puertas de mi casa? ¡Voy a desollarte vivo!

-¡Ya lo estoy! ¡Me he visto negro para desempeñar las condecoraciones del Señor Marqués! ¡Todo por cubrir el honor de quien no sabe agradecerlo! ¿Qué hubiera sido de mí si no hubiese encontrado un amigo que me prestó ese dinero? ¡Quedar por ladrón o declarar que habían sido pignoradas por el señorito!

-Pero has hallado un amigo, y eso es lo importante. Ya sabes que yo nunca discuto réditos. A ese amigo le pides, para mí, dos mil reales, y hemos acabado.

-¡Precisamente esa es la cantidad que, con muchos apuros, me ha prestado para sacar de donde estaban las condecoraciones!

-Mañana se vuelven a empeñar, y me das las beatas. Ahora me arreglaré con veinte duros. Pero ahora mismo, sin salir de aquí, porque estoy en un apuro.

-¡Imposible! He arañado los bolsillos hasta el último chavo. Los réditos ya subían cuarenta machacantes.

-¡Toñete, no me pongas en el disparadero! ¡Mira que estoy desesperado!

-¿Y Toñete qué culpa tiene?

[55] -Toñete, no seas gato, que tu misión en esta casa es robar para los dos.

-¡No condene el alma! ¿Que yo robo? ¡Si el venir a esta casa ha sido mi ruina!

-Puede que en otra robases más, aun cuando lo dudo. Apoquina, y guardémonos mutuamente los secretos.

Y remató haciendo bailar con la punta del pie al desprevenido pelele, que, puestas las manos en las nalgas, rompió a llorar en falsete.




X

El Café Suizo no cerraba sus puertas. El madruguero cazador-morral, escopeta y perro-podía entrar con el alba a beberse una taza de café caliente, antes de salir al ojeo en la paramera de Vicálvaro. El Suizo mantenía siempre encendidos los pomposos tulipanes de la rinconada frontera al mostrador: Allí aposentábase un cenáculo de noctámbulos: El periodista mordaz, el provinciano alucinado, el cómico vanidoso, el militar de fanfarria, el respetuoso borracho profesional, admirador de los cráneos privilegiados, el guitarrista alcahuete, él opulento mendigo, primogénito de noble casa: Era una trinca apicarada y donosa, con ajadas plumas calderonianas, un eco de arrogancias y estocadas, recogido en aire de jácara matona. Aquella noche se juntaban Toñete Bringas, Perico el Maño, el Coronel Zárate, Manolo Gandarías, el Barón de Bonifaz, Paco Cembrano, el Cura Regalado, Don Joselito el Pollo de los Brillantes, y el Rey de Navarra. Las horas luminosas [56] en aquella tertulia solían ser las de madrugada, cuando aparecía el sablista famélico, siempre cesante. El ilustre primogénito, el militar, el torero, guiñando la pestaña, roncos de la misma ronquera, hacían gárgaras con ron de Jamaica. Entonces el gacetillero cruel, jugaba el vocablo, el provinciano se extasiaba, el cómico encarecía el corte de su sastre, el borracho profesional, lloroso y babón, le adulaba, y el guitarrista, con sonsoniche, feriaba a una niña de tablado: Era aquél uno de los círculos más depurados de la sensibilidad española, y lo fué muchos años. El Suizo y sus tertulias noctámbulas fueron las mil y una noches del romanticismo provinciano. Adolfito Bonifaz propuso salir a robar capas: Celebraron la ocurrencia Toñete Bringas y Perico el Maño: Sin pagar, en cuerpo, se echaron a la calle. Comentó el mozo que los vió tan dispuestos:

-¡Vaya unos perdularios!

El Cura Regalado les echó una bendición: Paco Cembrano y el Rey de Navarra, con absoluta indiferencia, siguieron dándose jaque mate, atentos al tablero, en la última mesa de la rinconada. Pero se alzó como un león el Coronel Zárate:

-¡Mozo, cierra las puertas! ¡Esta peña no patrocina esas bromas de mal género! ¡Es una peña de caballeros! ¡La broma de esos niños tiene muy mala pata! ¡Echa los tableros, Gabino! Que busquen donde meterse si se les van encima los del Orden. La broma es broma, yo soy el primer bromista, pero esta relajación no es de caballeros.

Gabino permaneció mudo, asintiendo con la cabeza, sin moverse para echar los tableros, obediente a la mirada de [57] la rubia del mostrador, que le advertía de estarse quieto. El Coronel, muy galante, saludó a la rubia, y acogido con sonrisa, haciendo piernas y sonando espuelas, llegóse al mostrador, con bordeo de gallo viejo:

-¡Está usted cada día más guapa, Enriqueta!

-¡Siempre el mismo! Usted sí que está bueno.

-Tal cual. Pues la broma de esos niños me ha puesto frenético. ¡A mí, hace tres noches, me robaron la capa!

-¡Ellos!

Con piadoso regocijo se volvían todas las cabezas interrogando al Coronel. Repuso el héroe:

-Ha sido en las afueras.

Husmeó impertinente la rubia:

-¿Cuántos eran ellos, Coronel?

-No me paré a contarlos.

-¿Iba usted de paisano?

-¡Naturalmente! Si voy de uniforme, ni ellos se atreven, ni yo me dejo.

Hubo un tácito acuerdo. El Rey de Navarra, volcando las piezas sobre el tablero, insinuó con delicada majestad:

-¿Era buena la prenda?

-Era de mi suegro.

-¿Paño de Béjar?

-¡Indudablemente!

-¿Embozos de felpilla?

-Creo que sí.

-¿Siete duros de empeño?

-Te equivocas. El invierno pasado daban doce, si la llevaba mi suegra.

Sentenció el Rey de Navarra

[58] -¡Una buena prenda!

Este Rey de Navarra, quimérico y perdulario, era en verdad un gran señor, rama primogénita de Alfonso X, el Sabio: Pleitos, usuras y dádivas le habían empobrecido, y desde muy joven vivía de trampas: En este momento isabelino, su edad no pasaría de los cincuenta: Indulgente, con una magnánima y desdeñosa comprensión de todos los pecados, no se pasmaba de nada: Era ingenioso, placentero y muy cortesano. Los amigos de aquella tertulia, recordando alguna de sus fantasías, le llamaban siempre Rey de Navarra. Paco Cembrano, viejo cínico, de pintoresca labia, con un dejo de jugador del mus, le llamaba simplemente Monarca. El Cura Regalado, cuando tenía cuatro copas, le decía César Imperator. Otros, Majestad. Por su nombre, ninguno le llamaba. Pero el mote burlesco, en su pompa resonante llevaba un reconocimiento de jerarquía y una amistosa complacencia en señalarlo. El arruinado procer inspiraba el respeto de las imágenes sacras cubiertas de polvo y maltratadas del tiempo. Piedad y lástima. La rubia del mostrador le amaba en secreto, y era visible, la emoción con que le nombraba. En rigor, la rubia habíase prendado de aquel círculo luminoso y romántico, donde se referían, como en las novelas, amores y adulterios de grandes damas. La Tertulia del Suizo, en sus horas más brillantes, con sus eternos temas de conspiraciones y valentías, lances de naipes y de tauromaquia, cobraba un interés expresivo, una contorsión de teatral jactancia. En aquellos momentos, el corazón marchito de la rubia se conmovía con una primaveral floración, que le recordaba obscuramente la fiesta patriótica del Dos de Mayo.

[59]




XI

El Barón de Bonifaz, Toñete Bringas y Perico el Maño celebraron consejo en la puerta del Suizo: Allí, bajo el parpadeo de las estrellas sonámbulas, se concertaron para la burla, en aquellas noches madrileñas, reverdecida por una juvenil cuadrilla de chulos parásitos, jaques marchosos y aristócratas tronados. Por la calle desierta cruzaba el coche ministerial que conducía a González Bravo. Adolfito, apenas pudo saludar desde la acera, con un afanoso golpe de sombrero: Súbitamente recobraba el modo fatuo y ceremonioso de los elegantes isabelinos en las postrimerías de aquel reinado, cierto automatismo petulante de fantoche británico. Habían impuesto la moda de aquel saludo, algunos pollos de la goma, que se vestían en Londres. El Ministro de la Corona, incierto en el fondo del coche, respondió inclinándose, maquinal y preocupado. El cochero, desabrido, dijo al lacayo:

-¡Vaya unos pollos!

Y el lacayo filosofó:

-Del día se hace noche, y la viceversa. Todo anda del revés en España.

Adolfito, a espaldas del coche, hizo un corte de mangas. Puestos de acuerdo para la befa, y caminando juntos, dieronse de manos los alegres compadres con Jorge Ordax y Gonzalón Torre-Mellada. Comunicados los planes, no merecieron el acuerdo de Jorge Ordax: Se inhibió, con gesto despectivo. Mostróse vacilante el primogénito de Torre-Mellada:

[60] -¡Me hace la pascua no poder correr! Es el caso que aun me resiento de la coz que me ha dado Redy.

Preguntó el Maño:

-¿Es verdad que lo vendes?

-Si me lo pagan...

El Maño le tendió el brazo por el hombro y le llevó unos pasos lejos:

-Yo tengo un amigo que bebe los vientos por un caballo de esas condiciones. Si estás en venderlo, acuérdate que puedo ganarme un corretaje. Ese animal a ti no te conviene, y hay que largárselo a un encaprichado. A ti te conviene una jaca andaluza, cuatro años, el pelo un velón de Lucena. Ya te hablaré.

Interrumpió Toñete Bringas, que estaba bastante iluminado:

-¡Rediós! ¿Qué se hace?

Jorge Ordax repitió su gesto indiferente, llamó un simón y se metió dentro, dando las señas en voz baja. Sacó la cabeza por la portezuela:

-Caballeros, que salga bien el trabajo.

Gonzalón Torre-Mellada, súbitamente decidido a correrla, respondió fingiendo el empaque de un cumplido de la trena:

-¡Bien y lucido!

En este tiempo venían de par por la acera, con amplias pañosas y enchisterados, dos respetables carcamales frioleros: Apenas asomaban las narices por el embozo. Toñete Bringas hizo un quiebro postinero recortándolos en corto. A cuerno pasado, asió la punta de un embozo y con clásica rebolera salió por pies, liándose en la pañosa de la momia, [61] primero alelada, después iracunda. Corrieron los otros burlones y en tropel, cayendo sobre ambos viejos, les enterraron las chisteras hasta los dientes. En esta trifulca perdió la capa el que aun quedaba con ella. Tremantes de furia senil gritaban los dos carcamales, arrancándose los abollados sombreros:

-¡Sereno!

-¡Guardias!

El farol colgado del chuzo, en la esquina de una puerta, respondía con un guiño triste. Roncaba el sereno. Los dos viejos iracundos deshacían el acordeón de las chisteras bajo el alero, donde un gato mayaba a la luna: Renegaban alternativamente, con la misma bilis y los mismos arabescos del vocablo:

-¡Me corto!

-¡Me rajo!

-¡Esto no quedará impune!

-¡Es un escándalo la policía!

-¡El Patio de Monipodio!

-¡Me oirá Luis Bravo!

-¡Me rajo!

-¡Me corto!

Los burlones asomaban en las esquinas, solazándose con la furia de los viejos catarrosos, que atravesaban la plaza, aspados los brazos, negros y grotescos. Los alegres compadres se alertaron viéndoles entrar en la antigua Casa de Correos. Disimulando el jadear de la carrera, se metieron en un colmado andaluz, donde nunca faltaban niñas, guitarra y cante.-La Taurina de Pepe Garabato.-Penetraron en fila india y se acogieron a un cuarto del piso [62] alto, adornado con carteles de toros: Batiendo palmas, armando jarana, pidieron manzanilla y jamón de la Sierra. Tras el chaval en jubón y mandil, entraron dos niñas ceceosas, con revuelo de faldas, y a la cola, con la guitarra al brazo, Paco el Feo. Toñete Bringas, descolgándose la capa que llevaba sobre los hombros, se la tiró al gitano:

-¡A Peñaranda!

Se desembozó no menos marchoso Perico el Maño:

-Y ésa.

Las recibió sobre su cabeza el cañí:

-¿En cuánto?

-Lo que quieran darte.

-¿Y a nombre de quién?

-Del Nuncio. ¡Ya estás de naja!

Trajo el chaval las cañas de manzanilla. Se convidaron incontinenti las dos mozas del trato. Pidió el Feo refrescarse el gaznate antes de salir a beberse los vientos: Ceremonioso, se limpió la punta de los dátiles en el escurrido talle, apagó la tagarnina en la suela del zapato, se puso el chicote en la oreja, tomó una caña, y la refrescó con un olé pinturero: Ondulóse en el aire como un surtidor el vino dorado, y, sin derramarse una gota, volvió al cristal que levantaba el cañí, rematando la suerte con un arabesco de mucho estilo: Arrimó la guitarra después de aflojarle los trastes, y salió embozado en las dos pañosas: Se detuvo en la puerta:

-¿Cómo se llama el Nuncio? ¿Es Pérez o Fernández?

[63]




XII

Comenzó la juerga. Las niñas batían palmas con estruendo, y el chaval entraba y salía toreando los repelones de Luisa la Malagueña: La daifa, harta de aquel juego, saltó sobre la mesa, y, haciendo cachizas, comenzó a cimbrearse con un taconeo:

-¡Olé!

Se recogía la falda, enseñando el lazo de las ligas: Era menuda y morocha, el pelo endrino, la lengua de taravilla, y una falsa truculencia, un arrebato sin objeto, en palabras y acciones: Se hacía la loca con una absurda obstinación completamente inconsciente. En aquel alarde de risas, timos manolos y frases toreras, advertíase la amanerada repetición de un tema. La otra daifa, fea y fondona, con chuscadas de ley y mirar de fuego, había bailado en tablados andaluces antes de venir a Madrid con Frasquito el Ceña, puntillero en la cuadrilla de Cayetano. Pidió venia, anunciándose con los nudillos, el Pollo de los Brillantes: Esparcía una ráfaga de cosmético que a las daifas del trato seducía casi al igual que las luces de anillos, cadenas y mancuernas: Susurró en la oreja de Adolfito:

-¡Estate alerta! A Paquiro le han echado el guante los guindas y vendrán a buscaros. Ahora quedan en el Suizo.

Interrogó Bonifaz en el mismo tono:

-¿Paquiro se ha berreado?

- No se habrá berreado más que a medias, pues ha metido el trapo a los guindas, llevándolos al Suizo.

[64] Adolfito vació una caña:

-¡Bueno! Aquí los espero.

-¿Crees que no vengan?

-¡Y si vienen!...

Acabó la frase con un gesto de valentón. Luisa la Malagueña se tiró sobre la mesa, sollozando con mucho hipo. Saltó la otra paloma:

-¡Ya le ha entrado la tarántula!

Gritó Adolfito Bonifaz:

-Luisa, deja la pelma o sales por la ventana a tomar el aire.    Los amigos sujetaban a la daifa, que, arañada la greña y suspirando, miraba al chaval de jubón y mandil andar a gatas recogiendo la cachiza de cristales. La Malagueña se envolvía una mano cortada en el pañuelo perfumado de Don Joselito. Entró Garabato con gesto misterioso:

-Caballeros, abajo están los guindas, van a subir. No quiero compromisos en mi casa. Si andan ustedes vivos creo que pueden pulirse por la calle de la Gorguera.




XIII

Resonaban pasos en el corredor. Asomaron los bigotes de un guardia:

-¿Dan ustedes su permiso?

El guardia, detenido en la puerta, miró a las daifas, al chaval del mandilón y a Garabato: Le inspiraban un sentimiento familiar en su calidad de pueblo, y mirándolos consolaba su aturdimiento. Toñete Bringas y el Pollo de [65] los Brillantes probaron la captación del guardia, y lo torearon al alimón, como ellos decían:

-Guardia, no haga usted caso de borrachos.

-Guardia, no se quede usted en la puerta.

-Beba usted una caña, guardia.

Repuso excusándose el guardia:

-Caballero, si no lo toma usted a falta...

Adolfito, montado en una silla, con mueca que le torcía la boca, miraba al guardia:

-Pase usted, beba una caña y diga lo que desea.

Pepe Garabato le empujó amistoso:

-No empieces tú faltando, Carballo.

Entró el guardia saludando de nuevo con la mano en la visera, y tomó la caña, que le alargaba la Malagueña:

-¡A la salud de ustedes!

Ordenó Adolfito:

-Maño, abre la ventana. Hace aquí demasiado calor, y hay que atemperarse antes de salir a la calle. ¿No le parece a usted, guardia?

El guardia, receloso, empezaba a discernir el escarnio que le tenían dispuesto. Miró a Garabato. El patrón, con gesto encapotado, le recomendaba prudencia. Por la ventana abierta sobre las livideces del alba, entró un revuelo de aire frío, agitando las luces. Adolfito apuró una caña:

-¿Tiene usted buena voz, guardia?

El guardia sonrió como una careta, bajo los grandes bigotes de betún:

-No muy buena. Pero ustedes sabrán... Ello es que tienen ustedes que molestarse en llegar hasta el Ministerio...

[66] Perico el Maño se alzó, ofreciéndole una silla:

-Toma asiento, Fernández.

Todos celebraron la chungada, y en la selva de voces descollaban las risas de Luisa la Malagueña. Gonzalón Torre-Mellada brindó con mala sombra:

-¡A la salud de su señora, guardia!

El del Orden se hizo un paso atrás, y respondió secamente:

-Se agradece.

Adolfito, muy lento, sosteniendo una caña en la mano, se acercó al guardia:

-Otra.

-¡Gracias!

Adolfito, torciendo la boca, se arrancó con insolencia de jaque:

-Esta la bebe usted, porque a mí me da la gana.

Y se la estrelló en la cara. Quiso el otro recobrarse, pero antes le llovieron encima copas, botellas y taburetes. Gritó la Malagueña, escalofriada de gusto:

-¡Adolfito, hazlo viajar por la ventana!

Cayeron sobre el guardia los alegres compadres, y en tumulto, alzado en vilo, pasó por la ventana a la calle. Puso el réquiem la daifa fondona:

-¡Jesús, que lo habéis escachifollado!

Fueron las últimas palabras, porque todos huían escaleras abajo.

[67]




XIV

-¡En los altos del Suizo!

Corrida la consigna cada cual buscó argucia para salir del enredo. Adolfito y Gonzalón se entraron en un cuarto vacío, que aun tenía sobre la mesa los relieves de una cena. Adolfito ordenó con helada prudencia:

-¡Siéntate y cuélgate una servilleta!

Gonzalón obedecía con aire sonámbulo:

-¡Adolfo, has ido demasiado lejos!

-¡Silencio! Nosotros hemos cenado aquí, y nada sabemos.

El Barón de Bonifaz ocupó una silla, alzó la botella y leyó el membrete:    

-Matusalem.

Se sirvió una copa. Gonzalón abría los ojos con alelamiento, incomprensivo y atónito:

-¡Nos puede salir cara la broma!

-¡Allá veremos!

-¿Tú estás tranquilo?

-¡Pss!…

Se levantó, dirigiéndose a la puerta:

-¿Adonde vas?

-¡Espérame! Se me ha ocurrido ofrecerme a los guardias y darles mi tarjeta. Un acto de deferencia a la autoridad y de respeto al orden. Verás como así nos dejan tranquilos.

-¿Y yo, qué hago?

-Acabar de emborracharte.

[68] -¿Hay grupos fuera?

-Probablemente.

-Yo voy a ver si me escurro.

-¡Tú no te mueves!

El Barón de Bonifaz, humeando el veguero, vestido de frac, con la gabina de soslayo, se registraba, a la rebusca de una tarjeta: Salió despacio, frío, correcto, con un pliegue en las cejas. Musitó Gonzalón:

-¿Podrás arreglarlo?

-Seguramente. No te muevas.

Gonzalón llenó un vaso con los restos de la botella, y se echó un trago al gaznate, relajados, laxos el ademán y el gesto:   

-En último recurso, que afloje la mosca el buen Don Diego. ¡A mí plin!

Quedóse aletargado en nieblas alcohólicas, mecido en un confuso y alterno marasmo de confianza y recelo. El Barón de Bonifaz salía levantando en dos dedos su tarjeta. Una pareja de guardias llegaba por el corredor, precedida de Pepe Garabato. El coime, con los brazos arremangados y mandilón de tabernero, venía abriendo a derecha e izquierda las puertas de los reservados. El Barón de Bonifaz se adelantó, cambiando un guiño con Garabato:

-Señores guardias, un deber de ciudadanía me lleva a buscarles: Tengan ustedes esta tarjeta y cuenten conmigo para cualquier declaración que haya necesidad de prestar. Garabato, tú tienes la culpa del bochornoso drama ocurrido esta noche: Tú conoces a esa gentuza y hace mucho tiempo que debías haber puesto mano en estos escándalos. Por mi parte, es la última vez que visito tu casa. ¡No hay [69] derecho a comprometer a las personas decentes que desean pasar un rato de agradable expansión! Guardias, ustedes cuentan conmigo para esclarecer el incalificable crimen de esta noche.

Interrogó uno de los guardias con suspicacia y respeto:

-¿Usted estaba presente, por un casual?

Adolfito humeó el veguero con delicada y condescendiente sonrisa:

-Soy Grande de España y tengo tratamiento de Excelencia. En fin, como la soga rompe siempre por lo más delgado, cuenten ustedes conmigo para sostenerlos en sus puestos. Es intolerable el crimen de esta noche. Yo cenaba en ese reservado con otro amigo, ignoro todos los detalles del hecho, pero estoy convencido de que en esta ocasión el desgraciado compañero de ustedes ha sido víctima de su deber. Garabato, manda por un simón, y que suban una botella para que refresquen estos beneméritos.

Bajo los marciales bigotes masculló la pareja embrolladas palabras de agradecimiento. Pepe Garabato, con un guiño, marcó su aplauso por la faena, y corredor adelante, siguió abriendo puertas. Gonzalón roncaba a un canto de la mesa, de bruces sobre el mantel, y una mariposa nocturna se quemaba en la lámpara.




XV

Gonzalón Torre-Mellada, vinoso y soñoliento, en la prima mañana, como tantas veces, pasó entre los criados que lustraban la enorme antesala: Cruzó torpón entre los trastos [70] revueltos, y con el mismo aire sonámbulo se acostó, ayudándole una vieja que le había mecido en la cuna: Se durmió con feliz ronquido de borracho: Dormido estaba, cuando entró con gran aspaviento la antigua niñera:

-¡Hijo! ¿Qué has hecho? Quieren llevarte a la cárcel. ¡El mundo está loco! ¿Con qué compañías te has juntado? Cuatro guardias en la escalera. ¡No es para ti, niño mío, el cadalso! El inspector está en disputa para llevarte. ¡Tus papás están traspasados! ¡Hijo, qué estás a discurrir?

Barboteó Gonzalón:

-¡Que suelte la mosca mi padre! Yo me quedo en la cama. Explícales que me acosté tarde... Mi madre, que es muy diplomática, sabrá arreglarlo, y si no, que mi padre se lo pida al Cristo de Medinaceli.

-¡El inspector trae orden para prenderte!

-Que vuelva cuando no moleste.

-¡Será lo mejor!

-¡Indudablemente!

-Puede ser que un ángel te dicte lo que haces. Estate en la cama, que no serán atrevidos a llevarte en pernetas. Voy a meter toda tu ropa en los armarios y a esconder las llaves.

-Que mi padre afloje la guita.

-¿Pero, qué has hecho?

-Ni lo recuerdo.

-¿Mataste a un guardia?

-¡Le dimos una broma! ¡Si no sabe llevarlas, que aprenda!

-¡Un guardia es un cristiano! Tus papás podrán arreglarlo, pero es necesario que te enmiendes y no les amargues [71] sus días. Los papás representan a Dios. ¡Tú te corrompes con gente reprobada!

Gonzalón vió salir a la vieja, y, cambiando de pensamiento, la llamó con un grito:

-Dame el traje de campo, que me voy a los Carvajales. ¡Allí que me busquen!

-¡Hay guardias en la antesala!

-Se les ciega. Al Señor Inspector, con todo respeto, dile que me presentaré apenas me vista, y avisa a Toñete.




XVI

El Marqués se presentó en el cuarto de su hijo, un poco friolero, zapatillas bordadas, gorro y bata de Rey Mago: Se dramatizó en la puerta con respingo de fantoche:

-¡Acabas de echar un borrón sobre tu sangre! ¡Incomprensible! ¡Sin explicación!

Se disculpó el hijo con gesto amurriado:

-¡Una broma!

Gritó el padre:

-¡De borrachos!

El primogénito se miró al espejo, poniéndose el calañés del traje campero:

-Querido papá, debes comprender que ha sido una fatalidad y que me estás desesperando. El espectro del guardia no se aparta de mis ojos. ¡Acabaré por pegarme un tiro!

-¡No lo tomes tan por lo trágico!

Y todo el flácido sentimiento paternal del repintado vejestorio, [72] se desbarató en una fuga de gallos. Gonzalón hacía la escena como los actores sin facultades, en un tono medio de monólogo y aparte, con un gesto aguado y una acción desarmónica, puesto ante el espejo, para ladearse el calañés. Asomó Toñete:

-El Inspector volverá dentro de dos horas, pero dejó guardias en el zaguán.

Suspiró el Marqués:

-¿Se les podrá cegar?

Se mostró docto en el humano saber, el criado:

-Cuestión de guita.

Se lanzó afligido el Marqués:

-¿Con mil duros será bastante?

Le miró el criado como a un doctrino:

-¡Y con veinte!

Se conmovió el vejete:

-¡Pobrecitos! Veinte no es nada. Si lo arreglas con veinte, dales cincuenta.

-¡A quien habrá que arreglar con algunos miles será a la viuda del cadáver!

Todos comprendían que debía costar algunas pesetas el consuelo de aquella mujer ronca y desconocida, que acaso clamaba maldiciones en un barrio lejano, ante el cadáver del guardia.




XVII

La Marquesa de Torre-Mellada tenía crispaciones, ahogos, gritos, soponcios y otros mil remilgos de dama nerviosa: Por ráfagas fulguraba en su pensamiento el súbito [73] espanto de la casa llena de guardias, con los criados atónitos cambiando mudos signos: Una visión extática y trastornada como la del relámpago, de lívidas imágenes en movimiento sin mudanza. La doncella, para calmar aquellas congojas, le sirvió una taza de tila con cinco perlas de éter, receta de un famoso especialista de París:-El Doctor Jenkins-. La Marquesa tenía la fórmula por su gran amiga la Duquesa de Morny. Se animó con la tila y el éter. El Marqués se anunció con dos golpes discretos en la puerta del tocador:

-¿Puedo pasar?

La doncella, a una seña dolorida de su señora, abrió la puerta, cuadriculada de espejillos con figuras pompeyanas. Entró de puntillas el marido:

-¡Carolina, estas desgracias suceden en todas las familias!

La Marquesa se exaltó bajo el influjo del éter:

-¡Un hijo asesino, no lo tienen todas las madres!

El Marqués, escandalizado, se tapó los oídos:

-¡Carolina, no desbarres! ¡Ha sido una desgracia!

Sollozó la Marquesa:

-¡Y tendrá que ir a la cárcel!

-¡Imposible! Ya Toñete pudo comunicarse con el gitano, y le ha puesto en la boca un candado de dos mil reales.

Apartando la mano de los ojos, murmuró la Marquesa:

-¿Has visto a Narváez?

-Estuve en la Presidencia. No pudo recibirme. ¡Parece que está grave! He visto a Marfori, y esta noche veré a Luis Bravo.

[74] La Marquesa se acongojó, ahogando su grito en los cojines del canapé:

-¡Me horroriza haber llevado tal monstruo en las entrañas!

El palatino se crucificó sobre un gesto lacrimoso, abriendo los brazos:

-Mañana hablará la autopsia, y los médicos forenses sospechan si el guardia pudo morir alcoholizado. Un ataque apoplético, y los muchachos, para no verse comprometidos, sin saber lo que hacían... ¡Criaturas inexpertas!

Gimió la Marquesa:

-¿Has visto los periódicos? Todos hablan.

-¿También «La Epoca»?

-¡Todos!

-¡No lo hubiera creído de Escobar! Siendo así, reconozco que estamos en una situación molesta.

-¡Horrible! Yo me voy a París en cuanto recobre algunas fuerzas.

-Haremos ese viaje. Se está poniendo esto muy revuelto. Narváez puede morirse y aquí sólo queda González Bravo. ¿Cómo es la palabra para decir loco? ¡Ah! Sí. ¡Un vesánico!... A mí me has creado una situación insostenible en Palacio. ¡Carolina, eso te deja indiferente!

-¡Jerónimo, tengo el corazón tan lejos de esas vanidades!...

Tiró de la campanilla y vino la doncella: Interrogó en francés, con fría indiferencia, la dama:

-¿Aline, qué mundo hay en el salón?

-La Señora Marquesa de Redín con la Señorita Eulalia. [75] Antes vino muy acongojada la Señorita Feliche. Como madama no recibía, se fué, para volver.

-¡Pobre Feliche! Advierta usted que la pasen aquí. Jerónimo, discúlpame con todos.

-Con tu permiso.

Salió con premura casquivana, feliz de verse lejos, a la golosina del salón donde todo eran mundanidades, en un ritmo que dominaba como el bailarín los quiebros y figuras de su danza. La Marquesa volvió a su enajenado silencio, abismándose en la aridez de una contemplación interior: Miraba ceñuda el pasado y sólo descubría la continuidad de un dolor largo y mezquino. Este afán marchito, desilusionado, era la vida, pasaba a través de todos los instantes, articulándolos de un modo arbitrario, y no valía más, que el resorte de alambre que un muñeco esconde en el buche de serrín:

-¡Qué asco de vida!




XVIII

La Marquesa abrió los ojos con cierta extrañeza de insomnio alucinado. Un murmullo de voces apagadas venía del tocador. Respondía la doncella. ¿Pero quién interrogaba? La Marquesa se incorporó en los cojines de encaje:

-¿Eres tú, Feliche? Pasa, estoy trastornada. ¿Y tú, mi pobre niña? ¿Cómo no has entrado antes? ¡Todo el tiempo acordándome de ti!

Sollozó Feliche:

[76] -¡Es horrible! Una pobre mujer con tres niños pequeños. ¡Horrible! Siento repugnancia de mi hermano...

-Cálmate. ¿Cómo sabes eso de la mujer con los niños?

-¡Lo he oído! Me lo han dicho. No sé. ¡Estoy muerta! Eso de la mujer y los niños lo trae un periódico.

-¡Cálmate!

-Perdóname.

Se besaron abrazándose:

-He pensado en visitar a esa familia, y socorrerla con lo poco que yo pueda.

-¡Déjame esa obligación!

-Quiero enterarme por mí, ver a esa pobre mujer, a los huérfanos: Horrorizarme, aborrecer esta vida aún más de lo que la aborrezco.

-¡Me asustas!

-He venido por si quieres acompañarme.

Dudó la Marquesa:

-¿No será una locura, Feliche?

-Es un deber, Carolina. ¡Un deber!

Volvieron a llorar juntas. La Marquesa, con resabio de añeja coquetería,-sólo lloraba en las entrevistas galantes-, recogíase las lágrimas al borde del párpado, para que no corriesen abriendo surco en el dulce carmín. Feliche gemía con la voz impostada en un sollozo:

-¡Me da vergüenza de mi hermano!

La Torre-Mellada se reconcentró en un grito agudo:

-¡Y no lo llevaste en las entrañas!

La doncella, tocando discretamente en la puerta, preguntó si podría entrar a despedirse, la Señora Marquesa de Redín. Carolina se hizo toda un lánguido arrumaco:

[77] -¡Eulalia, pasa! ¿Por qué querías irte sin que te viese?

Advirtió la camarista:

-La Señora Marquesa está en el salón, y envía a preguntarlo.

Entró el Marqués con falso rendimiento:

-Carola, hija del alma, si pudieses con un esfuerzo pasar al salón. ¡Lo comprendo, estás traspasada, pero el mundo tiene estas exigencias! Los amigos que en estos trances nos acompañan nos dan también un consuelo. Nadie le concede importancia a lo sucedido. ¡Un guardia muerto! ¡Bueno! ¡Una desgracia! Era un borracho sempiterno y reventó. ¡Que los chicos se hayan asustado es muy natural! Sólo algún malvado puede culparles. Pobrecitos, lo que estarán renegando de habérseles ocurrido echar una cana al aire. Porque eso ha sido: Una cana al aire, probablemente para celebrar el envío de la Rosa de Oro a la Reina de España. ¿Eso es un crimen?

Se exaltó Feliche:

-En último término va a salir con la culpa Su Santidad Pío IX.

-¡Qué tontería! Fíjate, Feliche: Lo que yo digo no es ningún disparate. La Reina, cuando se entere de que todo vino por ella, se interesará en salvarlos. ¡Creo yo! ¿Carolinita, tú qué dices?

-¡Jerónimo, ten compasión de mí!

-¡Pero, hija!

-¡Estoy trastornada! Vuelve al salón. Déjame con Feliche. Las dos juntas nos consolamos.

-No insisto. Te disculparé. En nuestro mundo, afortunadamente, todos saben lo que son nervios.

[78]




XIX

Cayetana, la antigua niñera, con un trotecillo voluble y asmático, acudía al requerimiento de la Señora Marquesa. Viéndola entrar, ordenó perentoria la madama:

-Una falda de trapillo y tu manto. Vísteme como para visita de pobres.

Feliche, pálida y ojerosa, esperaba en pie: Las manos crucificadas sobre su libro de misa y su rosario. Cayetana arrugaba la boca con un puchero:

-¿La Señora Marquesa necesita el coche?

Denegó la dama con el gesto:

-¡Estoy helada! ¡Este disgusto me acelera la vida! Feliche, si te parece tomaremos un alquilón. Cayetana, tú debes acompañarnos.

Repuso la vieja con resabio de tercería:

-Voy por los mantos. ¿La Señora Marquesa saldrá por la escalera de servicio?

-Tú verás por dónde es más disimulado.

Susurró la antigua servidora:

-¡Hay guardias en el zaguán!

Gimió nerviosa la Marquesa:

-¡Qué vergüenza!

-El niño se escabulló por las cocheras.

-¿Adonde ha ido?

-Me parece que a Los Carvajales. Se quita de muchas molestias. ¡Pobrecito, está traspasado!

-¡No me lo nombres!

-¡Son las malas compañías!

[79] Salió la vieja con su trotecillo asmático, y no tardó en reaparecer con el manto. La Marquesa Carolina se lo puso temblándole las manos: Maquinalmente se miró al espejo y se tocó los rizos:

-¡Qué pálida estoy! Esto me acelera la vida. Vamos, Feliche.

Se detuvo, sofocando un sollozo con el pañuelo sobre el rostro. Feliche le murmuró al oído, al tiempo que la tomaba del brazo:

-¡Carolina, ahora tenemos que ser fuertes! Vamos.

-Pobre niña, tú me enseñas, y me das ánimo. Cayetana, ve delante.

Y otra vez el relámpago de la casa en susto, con las figuras lívidas, paralizadas en una acción, como figuras de cera.




XX

Rodaba el simón por una calle angosta de tabernuchos y empeños. Feliche se recogió en el fondo, echándose la mantilla a los ojos:

-¡Creo que nos ha visto!

-¿Quién?

-Bradomín: Salía de la Nunciatura.

La Marquesa sonrió triste y comprensiva, acariciando la mano de Feliche:

-¿Nos habrá visto o nos habrá adivinado?

Feliche sintió una delicada sospecha de albores remotos, en la negra oquedad de sus pensamientos. La Marquesa [80] le oprimió la mano. Cayetana, que iba mirando por el vidrio, se santiguó:

-¡Bendito Dios! ¡Por qué calles nos trajo!

El cochero arrimaba el penco a la puerta de un conventillo. La portera, colérica, arañaba con un peine sin púas la greña de un chaval que rasgaba la boca con berrido de oreja a oreja. Advirtió la Marquesa:

-Cayetana, no se te escape el tratamiento. Somos dos señoras de San Vicente. Dos señoras modestas que cumplimos un acuerdo de la Asociación. ¿No te parece, Feliche?

-Sin duda.

Cayetana interrogó a la portera:

-¿Vive aquí la viuda del guardia?...

-¿El desgraciado que mataron anoche unos curdas de la goma? Aquí vive. ¿Pues qué, ustedes, por un si acaso, preguntan por esa mujer?

Asintió la Marquesa:

-Somos dos señoras de San Vicente... Y si es que vive aquí, deseamos verla.

-¡Aquí vive! ¿Pues qué va a hacer la infeliz? ¿Tirarse por la ventana con sus cuatro críos? Aquí vive, pero ha salido a pretender de asistenta: Se ve viuda y tiene que apañárselas como otras nos las apañamos. Yo quedé viuda el sesenta y cinco, en la barricada de Antón Martín. ¡Allí me lo sacrificaron!

La Marquesa tocó el hombro de su antigua criada y discretamente le deslizó algunas monedas para que se las entregase a la portera. La vieja miró las monedas con un gesto ambiguo de codicia y recelo:

[81] -¿Para mí u para la Macaria?

La Marquesa murmuró con un gesto lacio:

-Para usted.

La vieja se agarró a una oreja del crío:

-¡Muchísimas gracias! Da las gracias, Celino. ¡Limpíate las narices y besa las manos de estas señoras!

Celino saludaba con su berrido de oreja a oreja. Las damas montaban en su coche: Murmuró la Marquesa:

-Creo que hemos tenido suerte no encontrando a esa pobre mujer. Era un paso muy aventurado, Feliche. Fatalmente podía entrar en sospecha y reconocernos. Vendrá Cayetana y se enterará de lo que necesita esa infeliz familia, y se la socorrerá. Pero nosotras creo que no debemos volver. Yo voy enferma. ¡Es horrible como vive esta gente!

Cayetana, la vieja servidora, pulcramente asomada a la puerta de un tabernucho, llamaba al cochero, que levantaba el vaso de morapio, brindando por la República.




XXI

La Marquesa Carolina era toda un lánguido y rubio desmayo en el sofá del salón isabelino y dorado, retumbante de curvas y borlones, con el barroquismo de los meriñaques. Don Adelardo López de Ayala abría la pompa de gallo polainudo en el estrado de las madamas. ¡Qué magnífico el arabesco de su lírico cacareo arrastrando el ala! El poeta se condolía con elegantes metáforas:

-Querida Marquesa, comprendo que tenga usted el corazón [82] de luto como ataúd en bajel zozobrante. Lo comprendo, y, sin embargo, el estado de abatimiento en que a usted la veo no es razonable. Un espíritu como el de usted debe mirar serenamente ese contratiempo. Fíjese usted, mi cara amiga, que de cuantos se hallaban reunidos uno es autor, los demás gente alegre que estaba de broma.

Suspiró la Marquesa:

-Es usted muy benévolo juzgando ese aquelarre.

-¡Broma! ¡Nuestra clásica broma! Desgraciadamente aún nos divertiremos así mucho tiempo, en España. Esas son las novatadas de los Colegios Militares... Y las chungas del Deseado. Así se divierte en las bodegas andaluzas la más rancia nobleza. Y el estudiante aureolado con el asesinato de algún sereno, también es clásico en las Universidades. ¡Querida Marquesa, así nos hemos divertido todos los españoles, en algún momento!

La dama se oprimió las sienes:

-¡Es Africa!

-¡Herencia africana!

-Triste consuelo que mi hijo no pueda ser una excepción. ¡Triste, triste, triste tener que consolarse con el mal ejemplo de los otros! ¡Es absurdo, Ayala!

-Y, sin embargo, tiene usted que reconocer ese absurdo, como el pecado original de España.

La Marquesa premió al poeta con una lánguida sonrisa de Clemencia Isaura. Aquellas razones fatuas, y el pomo de sales inglesas, insensiblemente le habían aliviado la jaqueca: Murmuró con delicado interés:

-¿Cuándo es la reposición de su comedia, Ayala?

-Esta noche. Pero la comedia no es mía. Yo soy un [83] modesto refundidor. Había reservado un palco para usted, Marquesa.

-¡Muy galante! ¡Pero estoy muerta, Ayala! Mi corazón lleva luto, como usted ha dicho antes, tan bellamente. Me acordé de su comedia, porque al hablar del crimen de esos insensatos ha expuesto usted una tesis que podía llevarse al teatro.

El cabezudo poeta dibujó su arabesco de gallo polainero:

-¡Muy peligrosa para nuestro público! Acaso podría llevarse a la escena combatiéndola, porque en el teatro es donde se castigan siempre las malas costumbres. ¡Y repare usted por boca de quién! Por boca de los cómicos, que son de tradición la gente más relajada, y no se sabe que ninguna de las bellas máximas que los autores ponemos en sus labios, les haya llevado a buena vida.

-¿No tiene santos la farándula?

-Algún arrepentido por asuntos de familia, no por gracia de las comedias que representaba. El teatro, sin duda, ejerce saludable influjo en las costumbres de la colectividad, pero no provoca súbitos arrepentimientos ni hace milagros. El teatro clásico nos ha hado el espejismo del honor de capa y espada: Intentaba combatir la tradición picaresca y la ha contaminado de bravuconería. Las espadas se acortaron hasta hacerse cachicuernas, y la culterana décima se nacionalizó con el guitarrón del jácaro. ¡Los pueblos nunca pierden su carácter!

-¡Es usted desolador! ¡Y como usted, casi todos los españoles de talento! Todos tienen el mismo escepticismo en la obra de los hombres. ¿Pero entonces, quién hace los pueblos?

[84] -El mismo que los deshace: ¡El Tiempo!

-¿Y usted por qué es revolucionario?

-Por decoro, querida Marquesa.

-¿Sin esperanza en la revolución?

-Lo que puede esperarse de un barrido en una casa vieja.

-¡Desolador! Y así todos los españoles de talento: Campoamor, Antonio Cánovas, Juanito Valera...

La Marquesa Carolina, lánguida y nostálgica en su nido de cojines, se incorporó, asiendo el borlado cordón de la campanilla. Acudió con breve pisar de pájaro, la señorita francesa. Declinó los ojos la madama:

-¿Aline, quiere usted entrar de puntillas y ver si descansa la Señorita Feliche?

Deploró el poeta:

-¡Pobre niña!

-¡Me angustia el alma!

En la puerta apareció Feliche. Tenía encendidos los ojos y la contracción de una sonrisa en la boca pálida:

-¡Estoy bien, Carolina! No te inquietes.

-¿Has descansado algo?

-He dormido a intervalos. ¿Y tú?

-Ayala ha hecho prodigios de ingenio para distraerme, y lo ha conseguido. Siento que tú no le hayas escuchado.

El gallo polainero trazó la más pomposa de sus ruedas:

-¡No merezco la corona que usted me ciñe, Marquesa!

Denegó la madama con una sonrisa, y cambiando el gesto en arrumaco, tomó de la mano a Feliche:

-Ayala nos ha reservado un palco para el beneficio de [85] Julián Romea. Lo hace con una refundición de Ayala. ¿Te hallas con ánimo para asistir?

Se dolió Feliche:

-¡Carolina, y me lo preguntas!

-Ya sé que gusto no lo tienes... ¡Yo tampoco!... Y que a las dos nos perdone el autor. Pero te he dicho ánimos La gente parece dispuesta a considerar esa desgracia como consecuencia de una relajación tolerada y consentida. No es justo que ahora comience el rigor. Pero si nosotras nos recluímos, con nuestra actitud agravamos la situación de esos insensatos. Pudiendo dominar nuestros nervios, debíamos asistir esta noche al beneficio de Romea.

-¿Y cómo tomaría el mundo ese gesto de audacia? ¿No sería contraproducente?

-No, porque todos están en no darle importancia. Más comentada sería nuestra ausencia.

Aparecieron entre un cortinaje las medias rojas de un lacayo.

-El señor Marqués de Bradomín.

La Marquesa Carolina estrechó la mano de Feliche.




XXII

La Marquesa Carolina, prendida de perlas y encajes, con bucles y camelias en el escote, repartía saludos y sonrisas desde su palco en el Teatro de la Cruz. Julián Romea, envejecido y mortal bajo el colorete, celebraba su beneficio con El Alcalde de Zalamea. Valero hacía el Pedro Crespo, y el Don Lope de Figueroa, Romea. En el [86] Saloncillo de Autores, un crítico flaco, miope y pedante, ponía cátedra con maullido histérico: Le decían por burlas, Epidemia:

-Nuestro Abelardo se ha parangonado, se ha parangonado con el genio de Calderón. ¡De Calderón! Ayala no ha refundido, no ha refundido, ha colaborado. Como Calderón había antes colaborado con Lope. ¡Con Lope! El tema inicial pertenece al Fénix. Ayala ha igualado la versificación calderoniana en sus más felices momentos. ¡En los más felices de Calderón! ¡Igualado!

Interrogó un pollo camastrón que asistía a todos los estrenos, y regalaba bombones a las actrices:

-¿De la interpretación deseaba yo oir el juicio de usted?

Intervino un vejete despejado y risueño, con levitón y bufanda, narigudo, muy expresivo de mirada y gesto:

-Yo le diré a usted el juicio de nuestro eminente amigo: ¡Valero, bien! ¡Julián, mal!

Se aseguró los quevedos Epidemia:

-Valero, casi bien. El otro, detestable. Valero, alguna vez, llega a convencernos de que es Pedro Crespo. ¡Alguna vez! El otro es Lopillo del Gigo. Lopillo del Gigo, que va a operarse de una pierna al hospital. En ningún momento es Don Lope de Figueroa. ¡En ningún momento!

Un apuntador jubilado, peregrino de puerta en puerta por los tabucos donde se vestían los cómicos, sonaba un campanillón.-Julián Romea, verdadero reformador de la escena, había entronizado aquel adelanto, mejorando la añeja corruptela de avisar batiendo con los artejos.-Al Saloncillo de Autores llegaba un rumor colmado de aplausos. Masculló Epidemia:

[87] -¡Son los primeros que oigo esta noche!

Finalizaba el intermedio de bolero, y el chusco de la cazuela gritaba el clásico:

-¡Zape!




XXIII

Julián Romea, jadeaba, suelto el coleto: Espada, chambergo y capa repartidos por los muebles del camerino: El arruinado galán, también puso atención en los aplausos tributados al bailarín:

-¡Es triste y bochornoso! La joya del teatro clásico, refundida por otro clásico, apenas se tolera. No se aplaude la admirable interpretación de Pepe Valero. ¡Verdaderamente admirable, si se prescinde de ciertos defectos propios de su escuela! ¡Malos tiempos cuando así triunfan del arte, las boleras manchegas!...

Quedó taciturno mirándose las flacas y descoloridas manos. Don Luis González Bravo, sentado enfrente, observaba con adusto afecto, al arruinado Don Lope:

-Debes descansar, Julián. Una temporada en la Huerta de Murcia te pondría nuevo.

-¡Esto se va, Luis!

Replicó el ceñudo Don Luis:

-¡La Huerta de Murcia, y abstinencia del sexto!

Don Luis González Bravo-Ministro de la Corona en aquel Gabinete del Espadón de Loja-estaba casado con una hermana de Julián Romea. Los dos carcamales profesábanse añeja amistad, y se llevaban el genio que los dos tenían esquinado. Julián Romea llamó al criado para que [88] le librase de botas y espuelas: Se arrancó la peluca con un suspiro, y la tiró sobre el tocador:

-¡Poco me queda de oir aplausos!

El Marqués de Torre-Mellada apareció en la puerta:

-¡Admirable! ¡Admirable! ¡No hay que decir!... ¡El de siempre! ¡He visto aplaudir a los Reyes! ¡Admirable!

El actor le tendió la mano con deferente sonrisa:

-Gracias, Torre-Mellada. También he visto en un palco a la Marquesa: Salúdela usted en mi nombre, y dígale cuánto la he agradecido su presencia esta noche, que acaso sea mi última «serata d'onore».

Intervino el cetrino Don Luis:

-Una temporada de campo y abstinencia...

-No tienes que recomendármela, ya me la imponen ellas. A nuestra edad no se hace volver la cabeza a las mujeres.

Comentó con sorna Don Luis:

-Yo jamás he tenido esa gracia, ni de mozo ni de viejo. Torre-Mellada, tú no podrás decir otro tanto.

Cacareó el Marqués:

-¡En Madrid nada hay secreto! Sería ridículo que ahora negase haber tenido algunas fortunas... Pero no creo que nuestra edad sea para cortarse la coleta. Julián está en lo mejor de su edad, y en el apogeo de su gloria.

Denegó nostálgico el actor:

-En la escena hago los galanes y en mi casa los característicos. Me vencen los achaques más que los años: ¡Cincuenta y tres!

Se alborozó Torre-Mellada:

-¡Un muchacho! La mejor edad cuando se tiene experiencia... [89] ¡Nada, una temporada en el campo y otra vez a cosechar laureles! ¡Esta noche ha sido memorable!

-¡Acaso lo sea!

El arruinado galán hundía los ojos en la noche del porvenir, y los cerraba después, dramatizando la ceguera de un relámpago. La humada de azufre, como si el relámpago fuese de teatro, le encrespó la tos. El Marqués de Torre-Mellada, zalamero, tocó con los guantes el hombro de González Bravo:

-Dos veces estuve en el Ministerio. ¿Te lo han dicho? Es urgente que amordaces a la prensa. ¡Porque se trata de una campaña política contra la sociedad más señalada por su adhesión a la Reina! Esas calumnias contra la aristocracia, sólo favorecen a la revolución. Es la demagogia quien propala esas infamias. ¿Conoces el resultado de la autopsia? ¡Un ataque apoplético!

Cortó duro y sin reservas González Bravo:

-¡Una falsedad! Esos forenses debían ir a la cárcel, y esos ilustres jóvenes al palo.

Se desconsoló el Marqués:

-¡Luisito!

González Bravo acentuaba su ceño duro, de jaque viejo:

-Esta noche puedes verme en el Ministerio.

Susurró el palatino vejestorio, con fatuo merengue:

-Te llevaré en mi coche. ¡Ya no te suelto!

Julián Romea miraba su pañuelo estriado de sangre, contraída la boca con un rictus de amarga desesperación. González Bravo, que tendía el ojo, afirmó rotundo:

-¿Miras el colorete?

[90] El actor, forzando una sonrisa, arrojó el pañuelo y llamó al criado:

-Quítame estos arreos, y vámonos a casa.

Susurró Torre-Mellada a la oreja del Ministro:

-El coche está a la puerta... Cuando decidas...

Cortó Don Luis:

-Tengo que hablar con Julián... De madrugada me tendrás a tus órdenes en el Ministerio. Voy de aquí a la Presidencia.

-¿Se confirma la gravedad del General?

Atajó el ceñudo Don Luis:

-De todo hablaremos.

El Capitán, Isabel, Felipe II y Rebolledo entraban con una relumbrante corona, ofrenda de la farándula al genio de Julián Romea.




XXIV

El Ministro de la Gobernación, Don Luis González Bravo, meditaba en su poltrona, con los pies en la tarima del brasero, y el gorro turco sobre la oreja: Meditaba, y se enfriaba el chocolate con churros, que solía tomar en las horas de madrugada: Tenia la mirada semita y de azulinos blancos, que parecía afilarse sobre la línea corva de la nariz, la frente calva con tufos de ceniza, y aquel ceño brusco y acusado que, otro tiempo, los imagineros ponían a los judíos, en los pasos de Semana Santa. Entró Carlos Mori, un pollo elegante, pariente remoto y secretario del Ministro:

[91] -Don Luis, ha vuelto el Marqués de Torre-Mellada.

Afirmó su duro ceño de jaque gaditano, el Ministro de la Gobernación:

-Hazlo pasar. Aguarda. ¿Qué pollos aristocráticos están mezclados en la danza?

-Gonzalo Torre-Mellada y Adolfo Bonifaz. Ese parece que ha sido el autor de la gracia.

-¡El Barón de Bonifaz puede acabar en el palo! ¿Será por salvar a ese rufo, el interés de la Reina?

-¡Don Luis, por ahí se murmura que le ha hecho tales mimos en la fiesta de Palacio!...

-No hagamos esperar al Marqués. Quizá ese raposo con piel de tonto, nos aclare el misterio.

El Marqués de Torre-Mellada entró haciendo gallos, con una elegante morisqueta:

-¡Vas a darme tu palabra de que se echará tierra en la causa de esos locos!

-Si por mí fuese, su locura no les eximiría de ir algunos años a la sombra. ¡Sería un saludable escarmiento! Desgraciadamente, se tercian influencias tan altas que la ley habrá de torcerse. El solo intento de hacerla cumplir me obligaría a dejar la Cartera... Y la situación política, en estos críticos momentos, no puede supeditarse a la broma de unos audaces.

González Bravo profesaba la doctrina del azote en carnes vivas: Torvo y mesiánico, lleno de intuiciones y fulgores, acariciando absurdos crueles, concibiendo gestos magnánimos, sentía el fuerte latido de su ambición, y en su política reaccionaria cifraba la salud de España. El taimado palaciego se abobalicó con un desbarate de gallos:

[92] -¡Luisito, yo estoy desolado, y en el fondo, restadas las naturales exageraciones, de acuerdo contigo! ¿Pero dime, se interesa Palacio?

Sesgó la boca con acre desdén el Ministro de la Corona:

-La Reina se ha interesado hasta la ofuscación.

-¿Te habló?

-Me ha coaccionado. Me ha exigido, entiéndelo bien, exigido, que se eche tierra y que se amordace a la Prensa.

Repitió Torre-Mellada, acentuando el gesto babión:

-¡Se interesa la Reina! ¡Es angelical!

-La Reina se ha interesado... Que sea por afecto a tu persona... Acaso... Pero no estabas muy en predicamento en la Regia Cámara.

-¡Luisito, me matas! Para mí es esencial, como el aire, la buena opinión en la Regia Cámara. ¡Yo me hubiera divorciado! Afortunadamente, Carolina se ha convencido, y renuncia a su puesto en Casa de la Infanta Luisa. ¡Se olvida mi acrisolada lealtad de tantos años y se me pone un inri! Mira, Luisito, yo estaba en la higuera, pero he recibido noticias de que en la nueva combinación de altos cargos palatinos, me dejáis fuera. No lo siento...

-Aparte tu sentimiento. ¿Quién te deja fuera?

-¡Vosotros! ¡El Gobierno!... La Reina, eso es lo que me duele, habrá mostrado su beneplácito. El Gobierno, antes de incurrir en su enojo... Creo yo... No sé... ¿Tú dirás?

El Ministro desvió la taimada pregunta:

-Los nuevos nombramientos están aplazados. Tú, acaso cambies de puesto, pero es indudable que continuarás al lado de la Reina. El Gobierno no quiere separarte de [93] Palacio. Te necesitamos allí, Torre-Mellada. Tú puedes tenernos al corriente de lo que fraguan aquellos camarilleros: Eres uno de tantos, y tus servicios sabe apreciarlos el Gobierno. ¡Acaso sea preciso dar una batalla en Palacio! Más tarde hablaremos. El General puede morirse y sería una catástrofe substituirle con fantoches como Pezuela. Creo que es el candidato de la monja. Esa señora no debe olvidar lo que la ocurrió el año treinta y cinco. Tu vas a confesarte conmigo, sin reservas. Se trata de salvar a España y al Trono. El Barón de Bonifaz parece ser el nuevo capricho de la Señora: Si es así, conviene tener asegurada la voluntad de ese pollo: Hundirle en la cárcel o ganarle para nuestro bando. ¿Cuáles son sus ideas políticas?

-¡No las tiene!

-¿Sus simpatías? ¿Sus preferencias?

-Me pones en un aprieto.

-¿No tiene prejuicios?

-Es un tarambana. Si quieres cazarle, pon tus sabuesos en acción y recoge los pagarés que tiene rodando por manos de los usureros.

-Seguiré tu consejo, pero es preciso asegurarse de que el capricho real es de consecuencias. Los fondos secretos no pueden dilapidarse... Y si luego de recoger los pagarés, nos resulta que ha sido una calentura pasajera...

Se atropelló el palaciego:

-¡Son calumnias de la demagogia! No es tan voluble la voluntad de la Reina.

Deslizó el Ministro, con cínica indiferencia:

-¿Quién terciará de medianero?

[94] -No creo que se acuerde de mí... En otra ocasión... Pero ahora estoy en desgracia. Sin embargo, como ese tuno está en Los Carvajales...

Repitió el Ministro:

-¿Está en Los Carvajales? Me has dado una luz. Es preciso retenerle allí. Acaso resultes el hombre necesario, Torre-Mellada.

-La Reina, si no es olvidadiza, recordará la lealtad con que la he servido siempre.

-Tendrá que recordarlo, si ante el crimen de ese insensato no se arredra de la aventura y cambia de ánimo.

Se alborozó Torre-Mellada, dando al aire con un arabesco, el fatuo desbarate de su cacareo:

-¡No conoces el corazón femenino! Si está interesada, le hará gracia.

El Ministro, con reto de majo, se puso de pie y, cruzando ante el palaciego, hizo el final de la escena en los medios del salón:

-¡Hay que guardar a ese pollo en Los Carvajales! Aumentarle la medrana, y cuando salga de allí, que sea de tu mano. Si el capricho real se confirma, debemos tener muy seguro a ese bergante. Torre-Mellada, vas a ser el alcaide del castillo: Ni una carta, ni un aviso, ni una seña, sin que yo tenga noticias cabales. Te llevarás, como fámulos de tu servicio, dos agentes de la ronda secreta.

Se atortoló el Marqués:

-¿Pero yo también debo desterrarme?

-Una breve ausencia.

-¿Podré invitar amigos? ¿Organizar una cacería? ¿Disimular?

[95] -Indudablemente.

El Marqués selló el pacto con su pintada sonrisa de viejo verde:

-Pues convídame a chocolate con buñuelos.




XXV

En el Palacio de Torre-Mellada se albergaban dos tertulias mal avenidas, como en las Regias Cámaras: El Salón de la Marquesa Carolina y el Tresillo del Marqués, en la Biblioteca:-Allí disputas, toses, reumas de apostólicos carcamales, comentaban con igual acrimonia las veleidades del naipe y las calumnias propaladas en el extranjero por la demagogia revolucionaria.-Estaban aquella noche en momento de paz las dos tertulias. La Marquesa, arrastrando la cola, frágil y mundana, recorría las mesas de juego apoyada en el brazo del Marqués: Con lánguido arrumaco dulcificaba los ojos sobre la constelación de calvas y lechuguinos bisoñés: Hacía invitaciones y se despedía para Los Carvajales:

-¡Señor Navia Osorio! ¡Señor Arcediano! ¡Brigadier! No olviden que esperamos la visita de ustedes.

Soplaron alternativamente los tres bajos:

-¡Nos veremos!

-Se les guardará un fiel recuerdo.

-¡Que no sea larga la ausencia!

Cacareó el Marqués:

-Yo tendré que pasarme la vida en el tren. ¡Soy aquí tan necesario!

[96] Aduló el Arcediano:

-La Reina no se vale sin usted. ¡Tan antiguo en Palacio!

-Me quiere hasta la obcecación. ¡Es la frase de González Bravo! ¡Cuando se habla de mí, siempre la repite! ¡Ustedes se la habrán oído infinidad de veces! Y es verdad que no puedo estar quejoso del afecto de la Señora.

Solfearon los bajos su concertante de plácemes, y destacó un solo de requinto el Vizconde del Zeneje:

-¡Otros pueden tener queja, tú no la tienes! ¿Y cuándo es la partida?

La Marquesa Carolina dobló la cabeza sobre el hombro del Marqués:

-¿Jerónimo, para cuándo nos han señalado audiencia los Reyes?

El Marqués se volvió, deferente, tocando con su nariz la nariz de la Marquesa:

-Mañana, querida, mañana.

Selló el Vizconde:

-Lo he leído en los Ecos de Asmodeo.

Los Marqueses, apartando en abanico las cabezas, asentían con su sonrisa pintada. Tocando con la flor rosada de los dedos el brazo del marido, tornó a su estrado la Marquesa Carolina. El reuma, la tos y el resuello sochantre de los carcamales tresillistas la escoltaban. Aquella noche, por corto tiempo, firmaban paces las dos tertulias hostiles del Palacio de Torre-Mellada.

[97]




XXVI

Se fueron en el tren nocturno de Andalucía. Las siete de la tarde, en aquellos claros días marzales, era una hora elegante y discreta para las últimas despedidas en la Estación de Atocha. ¡Las siete de la tarde! Volvían de la Castellana los troncos, con un vaho acre, salpicados de espuma los paramentos. El Marqués se llenaba de angustia con aquella evocación: El desfile de carruajes, los teatros, las visitas de monjas, el ceremonial palatino, todas las candilejas de su vida refitolera y mundana, se apagaban en la cortijera reclusión de Los Carvajales. Para consuelo y amargura, lo mejor de la sociedad habíase dado cita en la Estación de Atocha. Un sentimiento confuso de ajenjos y almíbares arrugábale la cara, mientras se ponía los guantes, detenido en la portezuela del vagón. Asomó la Marquesa:

-¡Feliche! ¿Dónde está Fetiche?

-No se pierde Feliche.

Era la voz gatuna y callejera de la Chamorro, Condesa-Duquesa de Villanueva del Condestable: Estaba en secreta conversación con Feliche:

-Me lo ha dicho persona muy enterada. La Reina está trastornada por el perdis de tu hermano, y todo su interés por que se tapase la cosa, ha sido por él. Tú no debes irte a Los Carvajales. Niña, cuando pasan rábanos, comprarlos. ¡Se te abren las puertas de Palacio! ¡Aprovéchate! La revolución aún está muy dura. Al Duque no le sacan más dinero, y sin dinero no anda el carro. La Reina [98] ha manifestado deseos de verte, lo sé, porque tengo muy buenos espías en la Casa Grande. La Reina, en el fondo, es buena, tú eres buena... Podéis entenderos. ¡Qué mal te vendría un puesto en Palacio!

Volvió a llamar la Marquesa:

-¡Feliche! ¡Que el tren arranca!

Insistió la Chamorro:

-¡Vuelve pronto!

Sollozó Feliche:

-¡Dolorcitas, usted no me conoce! Haré cualquier cosa, antes que envilecerme con esa tercería.

Se pasmó cándidamente la Chamorro:

-¡Serías capaz de representar El Quijote con Faldas!




XXVII

Eran las últimas despedidas. Saludaban los caballeros alzándose las chisteras. Agitaban el pañolito las madamas. Teresita Ozores se subía al estribo para decirle un verde donaire a Torre-Mellada. Trepidaba el tren. La locomotora chispeaba, sudando aceite. Por la puerta de viajeros, de carrerilla, en un remolino, aspados los brazos, entraba un tipejo. Torre-Mellada lo vió y recibió el último consuelo mundano: Aquel tipejo que llegaba con retardo, era Asmodeo.

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