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El Señor de Bembibre


Enrique Gil y Carrasco



[Nota preliminar: Edición digital a partir de la de Madrid, Establecimiento tipográfico de Francisco de Paula y Mellado, 1844 y cotejada con la edición crítica de Enrique Rubio Cremades, Madrid, Cátedra, 1986.]






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Capítulo I

En una tarde de mayo de uno de los primeros años del siglo XIV, volvían de la feria de San Marcos de Cacabelos tres, al parecer, criados de alguno de los grandes señores que entonces se repartían el dominio del Bierzo. El uno de ellos, como de cincuenta y seis años de edad, montaba una jaca gallega de estampa poco aventajada, pero que a tiro de ballesta descubría la robustez resistencia propias para los ejercicios venatorios, y en el puño izquierdo cubierto con su guante llevaba un neblí encaperuzado. Registrando ambas orillas del camino, pero atento a su voz y señales, iba un sabueso de hermosa raza. Este hombre tenía un cuerpo enjuto y flexible, una fisonomía viva y atezada, y en todo su porte y movimientos revelaba su ocupación y oficio de montero.

Frisaba el segundo en los treinta y seis años, y era el reverso de la medalla, pues a una fisonomía abultada y de poquísima expresión, reunía un cuerpo macizo y pesado, cuyos contornos de suyo poco airosos, comenzaba a borrar la obesidad. El aire de presunción con que manejaba un soberbio potro andaluz en que iba caballero, y la precisión con que le obligaba a todo género de movimientos, le daban a conocer como picador o palafrenero, y el tercero, por último, que montaba un buen caballo de guerra e iba un poco más lujosamente ataviado, era un mozo de presencia muy agradable, de gran soltura y despejo, de fisonomía un tanto maliciosa y en la flor de sus años. Cualquiera le hubiera señalado sin dudar porque era el escudero o paje de lanza de algún señor principal.

Llevaban los tres conversación muy tirada, y como era natural, hablaban de las cosas de sus respectivos amos, elogiándolos a menudo y entreverando las alabanzas con su capa correspondiente de murmuración.

-Dígote Nuño -decía el palafrenero-, que nuestro amo obra como un hombre, porque eso de dar la hija única y heredera de la casa de Arganza a un hidalguillo de tres al cuarto, pudiendo casarla con un señor tan poderoso, como el conde de Lemus, sería peor que asar la manteca. ¡Miren que era acomodo un señor de Bembibre!

-Pero hombre -replicó el escudero con sorna, aunque no fuesen encaminadas a él las palabras del palafrenero-, ¿qué culpa tiene mi dueño de que la doncella de tu joven señora me ponga mejor cara que a ti para que le trates como a real de enemigo? Hubiérasle pedido a Dios que te diese algo más de entendimiento y te dejase un poco menos de carne, que entonces Martina te miraría con otros ojos, y no vendría a pagar el amo los pecados del mozo.

Encendióse en ira la espaciosa cara del buen palafrenero que, revolviendo el potro, se puso a mirar de hito en hito al escudero. Éste por su parte le pagaba en la misma moneda, y además se le reía en las barbas, de manera que, sin la mediación del montero Nuño, no sabemos en qué hubiera venido a parar aquel coloquio en mal hora comenzado.

-Mendo -le dijo al picador-, has andado poco comedido al hablar del señor de Bembibre, que es un caballero principal a quien todo el mundo quiere y estima en el país por su nobleza y valor, y te has expuesto a las burlas algo demasiadamente pesadas de Millán, que, sin duda, cuida más de la honra de su señor que de la caridad a que estamos obligados los cristianos.

-Lo que yo digo es que nuestro amo hace muy bien en no dar su hija a don Álvaro Yáñez, y en que velis nolis venga a ser condesa de Lemus y señora de media Galicia.

-No hace bien tal -repuso el juicioso montero-, porque, sobre no tener doña Beatriz en más estima al tal conde que yo a un halcón viejo y ciego, si algo le lleva de ventaja al señor de Bembibre en lo tocante a bienes, también se le queda muy atrás en virtudes y buenas prendas, y sobre todo en la voluntad de nuestra joven señora que, por cierto, ha mostrado en la elección algo más discernimiento que tú.

-El señor de Arganza, nuestro dueño, a nada se ha obligado -replicó Mendo-, y así que don Álvaro se vuelva por donde ha venido y toque soleta en busca de su madre gallega.

-Cierto es que nuestro amo no ha empeñado palabra ni soltado prenda, a lo que tengo, entendido; pero en ese caso, mal ha hecho en recibir a don Álvaro del mismo modo que si hubiese de ser su yerno, y en permitir que su hija tratase a una persona que a todo el mundo cautiva con su trato y gallardía, y de quien por fuerza se había de enamorar una doncella de tanta discreción y hermosura, como doña Beatriz.

-Pues si se enamoró, que se desenamore -contestó el terco palafrenero-; además, que no dejará de hacerlo en cuanto su padre levante la voz, porque ella es humilde como la tierra, y cariñosa como un ángel, la cuitada.

-Muy descaminado vas en tus juicios -respondió el montero-, yo la conozco mejor que tú porque la he visto nacer; y aunque por bien dará la vida, si la violentan y tratan mal, sólo Dios puede con ella.

-Pero hablando ahora sin pasión y sin enojo -dijo Millán metiendo baza-, ¿qué te ha hecho mi amo, Mendo, que tan enemigo suyo te muestras? Nadie, que yo sepa, habla así de él en esta tierra, sino tú.

-Yo no le tengo tan mala voluntad -contestó Mendo-, y si no hubiera parecido por acá el de Lemus, lo hubiera visto con gusto hacerse dueño del cotarro en nuestra casa, pero ¿qué quieres, amigo? Cada uno arrima el ascua a su sardina, y conde por señor nadie lo trueca.

-Pero mi amo, aunque no sea conde, es noble y rico, y lo que es más, sobrino del maestre de los templarios y aliado de la orden.

-Valientes herejes y hechiceros exclamó entre dientes Mendo.

-¿Quieres callar, desventurado? -le dijo Nuño en voz baja, tirándole del brazo con ira-. Si te lo llegasen a oír, serían capaces de asparte como a San Andrés.

-No hay cuidado -replicó Millán, a cuyo listo oído no se había escapado una sola palabra, aunque dichas en voz baja-. Los criados de don Álvaro nunca fueron espías, ni mal intencionados, a Dios gracias; que, al cabo, los que andan alrededor de los caballeros siempre procuran parecérseles.

-Caballero es también el de Lemus, y más de una buena acción ha hecho.

-Sí -respondió Millán-, con tal que haya ido delante de gente para que la pregonen enseguida. ¿Pero sería capaz tu ponderado conde, de hacer por su mismo padre lo que don Álvaro hizo por mí?

-¿Qué fue ello? -preguntaron a la vez los dos compañeros.

-Una cosa que no se me caerá a dos tirones de la memoria. Pasábamos el puente viejo de Ponferrada, que como sabéis, no tiene barandillas, con una tempestad deshecha, y el río iba de monte a monte bramando como el mar; de repente revienta una nube, pasa una centella por delante de mi palafrén; encabrítase éste, ciego con el resplandor, y sin saber cómo, ni cómo no, ¡paf!, ambos vamos al río de cabeza. ¿Qué os figuráis que hizo don Álvaro? Pues señor, sin encomendarse a Dios ni al diablo, metió las espuelas a su caballo y se tiró al río tras de mí. En poco estuvo que los dos no nos ahogamos. Por fin mi jaco se fue por el río abajo, y yo, medio atolondrado, salí a la orilla, porque él tuvo buen cuidado de llevarme agarrado de los pelos. Cuando me recobré, a la verdad no sabía cómo darle las gracias, porque se me puso un nudo en la garganta y no podía hablar; pero él que lo conoció se sonrió y me dijo: vamos hombre, bien está; todo ello no vale nada; sosiégate, y calla lo que ha pasado, porque si no, puede que te tengan por mal jinete.

-Gallardo lance, por vida mía -exclamó Mendo con un entusiasmo que apenas podía esperarse de sus anteriores prevenciones, y de su linfático temperamento-, ¡y sin perder los estribos!, ¡ah buen caballero! ¡Lléveme el diablo, si una acción como ésta no vale casi tanto como el mejor condado de España! Pero a bien -continuó como reportándose, que si no hubiera sido por su soberbio Almanzor, Dios sabe lo que le hubiera sucedido... ¡Son muchos animales! -continuó, acariciando el cuello de su potro con una satisfacción casi paternal-: y di, Millán, ¿qué fue del tuyo, por último? ¿Se ahogó el pobrecillo?

-No -respondió Millán-, fue a salir un buen trecho más abajo, y allí le cogió un esclavo moro del Temple que había ido a Pajariel por leña, pero el pobre animal había dado tantos golpes y, encontrones que en más de tres meses no fue bueno.

Con éstas y otras llegaron al pueblo de Arganza, y se apearon en la casa solariega de su señor, el ilustre don Alonso Ossorio.




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Capítulo II

Algo habrán columbrado ya nuestros lectores de la situación en que a la sazón se encontraba la familia de Arganza y el señor de Bembibre, merced a la locuacidad de sus respectivos criados. Sin embargo, por más que las noticias que les deben no se aparten en el fondo de la verdad, son tan incompletas, que nos obligan a entrar en nuevos pormenores esenciales, en nuestro entender, para explicar los sucesos de esta lamentable historia.

Don Alonso Ossorio, señor de Arganza, había tenido dos hijos y una hija; pero de los primeros murió uno antes de salir de la infancia, y el otro murió peleando como bueno en su primer campaña contra los moros de Andalucía. Así, pues, todas sus esperanzas habían venido a cifrarse en su hija doña Beatriz, que entonces tenía pocos años, pero que ya prometía tanta belleza como talento y generosa índole. Había en su carácter una mezcla de la energía que distinguía a su padre y de la dulzura y melancolía de doña Blanca de Balboa, su madre, santa señora cuya vida había sido un vivo y constante ejemplo de bondad, de resignación y de piedad cristiana. Aunque con la pérdida temprana de sus dos hijos su complexión, harto delicada por desgracia, se había arruinado enteramente, no fue esto obstáculo para que en la crianza esmerada de su hija emplease su instrucción poco común en aquella época, y fecundase las felices disposiciones de que la había dotado pródigamente la naturaleza. Sin más esperanza que aquella criatura tan querida y hermosa, sobre ella amontonaba su ternura, todas las ilusiones del deseo y los sueños del porvenir. Así crecía doña Beatriz como una azucena gentil y fragante al calor del cariño maternal, defendida por el nombre y poder de su padre y cercada por todas partes del respeto y amor de sus vasallos, que contemplaban en ella una medianera segura para aliviar sus males y una constante dispensadora de beneficios.

Los años en tanto pasaban rápidos como suelen, y con ellos voló la infancia de aquella joven tan noble, agraciada y rica, a quien por lo mismo pensó buscar su padre un esposo digno de su clase y elevadas prendas. En el Bierzo entonces no había más que dos casas cuyos estados y vasallos estuviesen al nivel: una la de Arganza, otra la de la antigua familia de los Yáñez, cuyos dominios comprendían la fértil ribera de Bembibre y la mayor parte de las montañas comarcanas. Este linaje había dado dos maestres al orden del Temple y era muy honrado y acatado en el país. Por una rara coincidencia a la manera que el apellido Ossorio pendía de la frágil existencia de una mujer, el de Yáñez estaba vinculado en la de un solo hombre no menos frágil y deleznable en aquellos tiempos de desdicha y turbulencias. Don Álvaro Yáñez y su tío don Rodrigo, maestre del Temple en Castilla, eran los dos únicos miembros que quedaban de aquella raza ilustre y numerosa; rama seca y estéril el uno, por su edad y sus votos, y vástago el otro, lleno de savia y lozanía, que prometía larga vida y sazonados frutos. Don Álvaro había perdido de niño a sus padres, y su tío, a la sazón comendador de la orden, le había criado como cumplía a un caballero tan principal, teniendo la satisfacción de ver coronados sus trabajos y solicitud con el éxito más brillante. Había hecho su primer campaña en Andalucía, bajo las órdenes de don Alonso Pérez de Guzmán, y a su vuelta trajo una reputación distinguida, principalmente a causa de los esfuerzos que hizo para salvar al infante don Enrique de manos de la morisma. Por lo demás, la opinión en que, según nuestros conocidos del capítulo anterior, le tenía el país, el rasgo contado por su escudero, darán a conocer mejor que nuestras palabras su carácter caballeresco y generoso.

El influjo superior de los astros parecía por todas estas razones confundir el destino de estos dos jóvenes, y, sin embargo, debemos confesar que don Alonso tuvo que vencer una poderosa repugnancia para entrar en semejante plan. La estrecha alianza que los Yáñez tuvieron siempre asentada con la orden del Temple estuvo mil veces para desbaratar este proyecto de que iba a resultar el engrandecimiento de dos casas esclarecidas y la felicidad de dos personas universalmente estimadas.

Los templarios habían llegado a su periodo de riqueza y decadencia, y su orgullo era verdaderamente insoportable a la mayor parte de los señores independientes. De Arganza lo había experimentado más de una vez y devorado su cólera en silencio, porque la orden dueña de los castillos del país podía burlarse de todos, pero su despecho se había convertido en odio hacia aquella milicia tan valerosa como sin ventura. Afortunadamente, ascendió a maestre provincial de Castilla don Rodrigo Yáñez, y su carácter templado y prudente enfrenó las demasías de varios caballeros y logró conciliarse la amistad de muchos señores vecinos descontentos. De este número fue el primero don Alonso, que no pudo resistirse a la cortés y delicada conducta del maestre, y sin reconciliarse por entero con la orden, acabó por trabar con él sincera amistad. En ella se cimentó el proyecto de entronque de ambas casas, si bien el señor de Arganza no pudo acallar el desasosiego que le causaba la idea de que algún día sus deberes de vasallo podrían obligarle a pelear contra una orden, objeto ya de celos y de envidia, pero de cuya alianza no permitía apartarse el honor a su futuro yerno. Comoquiera, el poder de los templarios y la poca fortaleza de la corona, parecían alejar indefinidamente semejante contingencia, y no parecía cordura sacrificar a estos temores la honra de su casa y la ventura de su hija.

Bien hubiera deseado don Alonso, y, aun el maestre, que semejante enlace se hubiese llevado a cabo prontamente, pero doña Blanca, cuyo corazón era todo ternura y bondad, no quería abandonar a su hija única en brazos de un hombre desconocido, hasta cierto punto, para ella; porque creía, y con harta razón, que el conocimiento recíproco de los caracteres y la consonancia de los sentimientos son fiadores más seguros de la paz y dicha doméstica que la razón de estado y los cálculos de la conveniencia. Doña Blanca había penado mucho con el carácter duro y violento de su esposo, y deseaba ardientemente excusar a su hija los pesares que habían acibarado su vida. Así pues, tanto importunó y rogó, que al fin hubo de recabar de su noble esposo que ambos jóvenes se tratasen y conociesen sin saber el destino que les guardaban. ¡Solicitud funesta, que tan amargas horas preparaba para todos!

Este fue el principio de aquellos amores cuya espléndida aurora debía muy en breve convertirse en un día de duelo y de tinieblas. Al poco tiempo comenzó a formarse en Francia aquella tempestad, en medio de la cual desapareció, por último, la famosa caballería del Temple. Iguales nubarrones asomaron en el horizonte de España, y entonces los temores del señor de Arganza se despertaron con increíble ansiedad, pues harto conocía que don Álvaro era incapaz de abandonar en la desgracia a los que habían sido sus amigos en la fortuna, y según el giro que parecía tomar aquel ruidoso proceso, no era imposible que su familia llegase a presentar el doloroso espectáculo que siempre afea las luchas civiles. A este motivo, que en el fondo no estaba desnudo de razón ni de cordura, se había agregado otro, por desgracia más poderoso, pero de todo punto contrario a la nobleza que hasta allí no había dejado de resplandecer en las menores acciones de don Alonso. El conde de Lemus había solicitado la mano de doña Beatriz, por medio del infante don Juan, tío del rey don Fernando el IV, con quien unían a don Alonso relaciones de obligación y amistad desde su efímero reinado en León; y atento sólo a la ambición de entroncar su linaje con uno tan rico y poderoso, olvidó sus pactos con el maestre del Temple, y, no vaciló en el propósito de violentar a su hija, si necesario fuese, para el logro de sus deseos.

Tal era el estado de las cosas en la tarde que los criados de don Alonso y el escudero de don Álvaro volvían de la feria de Cacabelos. El señor de Bembibre y doña Beatriz, en tanto, estaban sentados en el hueco de una ventana de forma apuntada, abierta por lo delicioso del tiempo, que alumbraba a un aposento espléndidamente amueblado y alhajado. Era ella de estatura aventajada, de proporciones esbeltas y regulares, blanca de color, con ojos y cabello negros y un perfil griego de extraordinaria pureza. La expresión habitual de su fisonomía manifestaba una dulzura angelical, pero en su boca y en su frente cualquier observador mediano hubiera podido descubrir indicios de un carácter apasionado y enérgico. Aunque sentada, se conocía que en su andar y movimientos debían reinar a la vez el garbo, la majestad y el decoro, y el rico vestido, bordado de flores con colores muy vivos, que la cubría realzaba su presencia llena de naturales atractivos.

Don Álvaro era alto, gallardo y vigoroso, de un moreno claro, ojos y cabello castaños, de fisonomía abierta y noble, y sus facciones de una regularidad admirable. Tenía la mirada penetrante, y en sus modales se notaba gran despejo y dignidad al mismo tiempo. Traía calzadas unas grandes espuelas de oro, espada de rica empuñadura y pendiente del cuello un cuerno de caza primorosamente embutido de plata, que resaltaba sobre su exquisita ropilla oscura, guarnecida de finas pieles. En una palabra, era uno de aquellos hombres que en todo descubren las altas prendas que los adornan, y que involuntariamente cautivan la atención y simpatía de quien los mira.

Estaba poniéndose el sol detrás de las montañas que parten términos entre el Bierzo y Galicia, y las revestía de una especie de aureola luminosa que contrastaba peregrinamente con sus puntos oscuros. Algunas nubes de formas caprichosas y mudables sembradas acá y acullá por un cielo hermoso y purísimo, se teñían de diversos colores según las herían los rayos del sol. En los sotos y huertas de la casa estaban floridos todos los rosales y la mayor parte de los frutales, y el viento que los movía mansamente venía como embriagado de perfumes. Una porción de ruiseñores y jilguerillos cantaban melodiosamente, y era difícil imaginar una tarde más deliciosa. Nadie pudiera creer, en verdad, que en semejante teatro iba a representarse una escena tan dolorosa.

Doña Beatriz clavaba sus ojos errantes y empañados de lágrimas ora en los celajes del ocaso, ora en los árboles del soto, ora en el suelo; y, don Álvaro, fijos los suyos en ella de hito en hito, seguía con ansia todos sus movimientos. Ambos jóvenes estaban en un embarazo doloroso sin atreverse a romper el silencio. Se amaban con toda la profundidad de un sentimiento nuevo, generoso y delicado, pero nunca se lo habían confesado. Los afectos verdaderos tienen un pudor y reserva característicos, como si el lenguaje hubiera de quitarles su brillo y limpieza. Esto, cabalmente, es lo que había sucedido con don Álvaro y doña Beatriz, que, embebecidos en su dicha, jamás habían pensado en darle nombre, ni habían pronunciado la palabra amor. Y sin embargo, esta dicha parecía irse con el sol que se ocultaba detrás del horizonte, y era preciso apartar de delante de los ojos aquel prisma falaz que hasta entonces les había presentado la vida como un delicioso jardín.

Don Álvaro, como era natural, fue el primero que habló.

-¿No me diréis, señora -preguntó con voz grave y melancólica-, qué da a entender el retraimiento de vuestro padre y mi señor para conmigo? ¿Será verdad lo que mi corazón me está presagiando desde que han empezado a correr ciertos ponzoñosos rumores sobre el conde de Lemus? ¿De cierto, de cierto pensarían en apartarme de vos? -continuó, poniéndose en pie con un movimiento muy rápido.

Doña Beatriz bajó los ojos y no respondió.

-¡Ah!, ¿conque es verdad? -continuó el apesarado caballero-; ¿y lo será también -añadió con voz trémula- que han elegido vuestra mano para descargarme el golpe?

Hubo entonces otro momento de silencio, al cabo del cual doña Beatriz levantó sus hermosos ojos bañados en lágrimas, y dijo con una voz tan dulce como dolorida:

-También es cierto.

-Escuchadme, doña Beatriz -repuso él, procurando serenarse. Vos no sabéis todavía cómo os amo, ni hasta qué punto sojuzgáis y avasalláis mi alma. Nunca hasta ahora os lo había dicho... ¿para qué había de hacer una declaración que el tono de mi voz, mis ojos y el menor de mis ademanes estaban revelando sin cesar? Yo he vivido en el mundo solo y sin familia, y este corazón impetuoso no ha conocido las caricias de una madre ni las dulzuras del hogar doméstico. Como un peregrino he cruzado hasta aquí el desierto de mi vida; pero cuando he visto que vos erais el santuario adonde se dirigían mis pasos inciertos, hubiera deseado que mis penalidades fuesen mil veces mayores para llegar a vos purificado y lleno de merecimientos. Era en mí demasiada soberbia querer subir hasta vos, que sois un ángel de luz, ahora lo veo; ¿pero quién, quién, Beatriz, os amará en el mundo más que yo?

-¡Ah!, ninguno, ninguno -exclamó doña Beatriz, retorciéndose las manos y con un acento que partía las entrañas.

-¡Y sin embargo, me apartan de vos! -continuó don Álvaro-. Yo respetaré siempre a quien es vuestro padre; nadie daría más honra a su casa que yo, porque desde que os amo se han desenvuelto nuevas fuerzas en mi alma, y toda la gloria, todo el poder de la tierra me parece poco para ponerlo a vuestros pies. ¡Oh Beatriz, Beatriz!, ¡cuando volvía de Andalucía, honrado y alabado de los más nobles caballeros, yo amaba la gloria porque una voz secreta parecía decirme que algún día os adornaríais con sus rayos, pero sin vos, que sois la luz de mi camino, me despeñaré en el abismo de la desesperación y me volveré contra el mismo cielo!

-¡Oh, Dios mío! -murmuró doña Beatriz-, ¿en esto habían de venir a parar tantos sueños de ventura y tan dulces alegrías?

-Beatriz exclamó don Álvaro-, si me amáis, si por vuestro reposo mismo miráis, es imposible que os conforméis en llevar una cadena que sería mi perdición y acaso la vuestra.

-Tenéis razón -contestó ella haciendo esfuerzos para serenarse. No seré yo quien arrastre esa cadena, pero ahora que por vuestra ventura os hablo por la última vez y que Dios lee en mi corazón, yo os revelaré su secreto. Si no os doy el nombre de esposo al pie de los altares y delante de mi padre, moriré con el velo de las vírgenes; pero nunca se dirá que la única hija de la casa de Arganza mancha con una desobediencia el nombre que ha heredado.

-¿Y si vuestro padre os obligase a darle la mano?

-Mal le conocéis; mi padre nunca ha usado conmigo de violencia.

-¡Alma pura y candorosa, que no conocéis hasta dónde lleva a los hombres la ambición! ¿Y si vuestro padre os hiciese violencia, qué resistencia le opondríais?

-Delante del mundo entero diría: ¡no!

-¿Y tendríais valor para resistir la idea del escándalo y el bochorno de vuestra familia?

Doña Beatriz rodeó la cámara con unos ojos vagarosos y terribles, como si padeciese una violenta convulsión, pero luego se recobró casi repentinamente, y respondió:

-Entonces pediría auxilio al Todopoderoso, y él me daría fuerzas; pero, lo repito, o vuestra o suya.

El acento con que fueron pronunciadas aquellas cortas palabras descubría una resolución que no había fuerzas humanas para torcer. Quedóse don Álvaro contemplándola como arrobado algunos instantes, al cabo de los cuales le dijo con profunda emoción:

-Siempre os he reverenciado y adorado, señora, como a una criatura sobrehumana, pero hasta hoy no había conocido el tesoro celestial que en vos se encierra. Perderos ahora sería como caer del cielo para arrastrarse entre las miserias de los hombres. La fe y la confianza que en vos pongo es ciega y sin límites, como la que ponemos en Dios en la hora de la desdicha.

-Mirad -respondió ella señalando el ocaso-, el sol se ha puesto, y es hora ya de que nos despidamos. Id en paz y seguro, noble don Álvaro, que si pueden alejaros de mi vista, no les será tan llano avasallar mi albedrío.

Con esto el caballero se inclinó, le besó la mano con mudo ademán, y salió de la cámara a paso lento. Al llegar a la puerta volvió la cabeza y sus ojos se encontraron con los de doña Beatriz, para trocar una larga y dolorosa mirada, que no parecía sino que había de ser la última. Enseguida se encaminó aceleradamente al patio donde su fiel Millán tenía del diestro al famoso Almanzor, y subiendo sobre él salió como un rayo de aquella casa, donde ya solo pensaba en él una desdichada doncella, que en aquel momento, a pesar de su esfuerzo, se deshacía en lágrimas amargas.




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Capítulo III

Cuando don Álvaro dejó el palacio de Arganza, entre el tumulto de sentimientos que se disputaban su alma, había uno que cuadraba muy bien con su despecho y amargura y que, de consiguiente, a todos se sobreponía. Era éste retar a combate mortal al conde Lemus, y apartar de este modo el obstáculo más poderoso de cuantos mediaban entre él y doña Beatriz a la sazón. Aquel mismo día le había dejado en Cacabelos, con ánimo al parecer de pasar allí la noche, y, de consiguiente, este fue el camino que tomó; pero su escudero que, en lo inflamado de sus ojos, en sus ademanes prontos y violentos y en su habla dura y precipitada, conocía cuál podía ser su determinación después de la anterior entrevista, cuyo sentido no se ocultaba a su penetración, le dijo en voz bastante alta:

-Señor, el conde no está ya en Cacabelos, porque esta tarde, antes de salir yo, llegó un correo del rey y le entregó un pliego que le determinó a emprender con la mayor diligencia la vuelta de Lemus.

Don Álvaro, en medio de la agitación en que se encontraba, no pudo ver sin enojo que el buen Millán se entrometiese de aquella suerte en sus secretos pensamientos; así es que le dijo con rostro torcido:

-¿Quién le mete al señor villano en el ánimo de su señor?

Millán aguantó la descarga, y don Álvaro, como hablando consigo propio, continuó:

-Sí, sí, un correo de la corte... y salir después con tanta priesa para Galicia... Sin duda, camina adelante la trama infernal... Millán -dijo enseguida, con un tono de voz enteramente distinto del primero-, acércate y camina a mi lado. Ya nada tengo que hacer en Cacabelos, y esta noche la pasaremos en el castillo de Ponferrada -dijo torciendo el caballo y mudando de camino-, pero mientras que allí llegamos quiero que me digas qué rumores han corrido por la feria acerca de los caballeros templarios.

-¡Extraños, por vida mía, señor! -le replicó el escudero-, dicen que hacen cosas terribles y ceremonias de gentiles, y que el Papa los ha descomulgado allá en Francia, y que los tienen presos y piensan castigarles-, y en verdad que, si es cierto lo que cuentan, sería muy bien hecho, porque más son proezas de judíos y gentiles que de caballeros cristianos.

-¿Pero qué cosas y qué proezas son esas?

-Dicen que adoran un gato y le rinden culto como a Dios, que reniegan de Cristo, que cometen mil torpezas, y que por pacto que tienen con el diablo hacen oro, con lo cual están muy ricos; pero todo esto lo dicen mirando a los lados y muy callandito, porque todos tienen más miedo al Temple que al enemigo malo.

Tras de esto, el buen escudero comenzó a ensartar todas las groseras calumnias que en aquella época de credulidad y de ignorancia se inventaban para minar el poder del Temple, y que ya habían comenzado a producir en Francia tan tremendos y atroces resultados. Don Álvaro que pensando descubrir algo de nuevo en tan espinoso asunto había escuchado al principio con viva atención, cayó al cabo de poco tiempo en las cavilaciones propias de su situación y dejó charlar a Millán, que no por su agudeza y rico ingenio estaba exento de la común ignorancia y superstición. Sólo si al llegar al puente sobre el Sil, que por las muchas barras de hierro que tenía dio a la villa el nombre de Ponsferrata con que en las antiguas escrituras se la distingue, le advirtió severamente que en adelante no sólo hablase con más comedimiento, sino que pensase mejor de una orden con quien tenía asentadas alianza y amistad y no acogiese las hablillas de un vulgo necio y malicioso. El escudero se apresuró a decir que él contaba lo que había oído, pero que nada de ello creía, en lo cual no daba por cierto un testimonio muy relevante de veracidad; y en esto llegaron a la barbacana del castillo. Tocó allí don Álvaro su cuerno, y después de las formalidades de costumbre, porque en la milicia del Temple se hacía el servicio con la más rigorosa disciplina, se abrió la puerta, cayó enseguida el puente levadizo, y amo y, escudero entraron en la plaza de armas.

Todavía se conserva esta hermosa fortaleza, aunque en el día sólo sea ya el cadáver de su grandeza antigua. Su estructura tiene poco de regular porque a un fuerte antiguo de formas macizas y pesadas se añadió por los templarios un cuerpo de fortificaciones más moderno, en que la solidez y la gallardía corrían parejas, con lo cual quedó privada de armonía, pero su conjunto todavía ofrece una masa atrevida y pintoresca. Está situado sobre un hermoso altozano desde el cual se registra todo el Bierzo bajo, con la infinita variedad de sus accidentes, y, el Sil que corre a sus pies para juntarse con el Boeza un poco más abajo, parece rendirle homenaje.

Ahora ya no queda más del poderío de los templarios, que algunos versículos sagrados inscritos en lápidas, tal cual símbolo de sus ritos y ceremonias y la cruz famosa, terror de los infieles; sembrado todo aquí y acullá en aquellas fortísimas murallas; pero en la época de que hablamos era este castillo una buena muestra del poder de sus poseedores. Don Álvaro dejó su caballo en manos de unos esclavos africanos y, acompañado de dos aspirantes, subió a la sala maestral, habitación magnífica con el techo y paredes escaqueados de encarnado y oro, con ventanas arabescas, entapizada de alfombras orientales y toda ella como pieza de aparato, adornada con todo el esplendor correspondiente al jefe temporal y espiritual de una orden tan famosa y opulenta. Los aspirantes dejaron al caballero a la puerta, después del acostumbrado benedicite, y uno que hacía la guardia en la antecámara le introdujo al aposento de su tío. Era este un anciano venerable, alto y flaco de cuerpo, con barba y cabellos blancos, y una expresión ascética y recogida, si bien templada por una benignidad grandísima. Comenzaba a encorvarse bajo el peso de los años, pero bien se echaba de ver que el vigor no había abandonado aún aquellos miembros acostumbrados a las fatigas de la guerra y endurecidos en los ayunos y vigilias. Vestía el hábito blanco de la orden y exteriormente apenas se distinguía de un simple caballero. El golpe que parecía amagar al Temple, y por otra parte los disgustos que, según de algún tiempo atrás iba viendo claramente, debían abrumar a aquel sobrino querido, último retoño de su linaje, esparcían en su frente una nube de tristeza y daban a su fisonomía un aspecto todavía más grave.

El maestre que había salido al encuentro de don Álvaro, después de haberle abrazado con un poco más de emoción de la acostumbrada, le llevó a una especie de celda en que de ordinario estaba y cuyos muebles y atavíos revelaban aquella primitiva severidad y pobreza en cuyos brazos habían dejado a la orden Hugo de Paganis y sus compañeros y de que eran elocuente emblema los dos caballeros montados en un mismo caballo. Don Rodrigo, así por el puesto que ocupaba como por la austeridad peculiar a un carácter, quería dar este ejemplo de humildad y modestia. Sentáronse entrambos, en taburetes de madera, a una tosca mesa de nogal, sobre la cual ardía una lámpara enorme de cobre, y don Álvaro hizo al anciano una prolija relación de todo lo acaecido, que éste escuchó con la mayor atención.

-En todo eso -respondió por último- estoy viendo la mano del que degolló al niño Guzmán delante de los adarves de Tarifa, y, a la vista de su padre. El conde de Lemus está ligado con él y, otros señores que sueñan con la ruina del Temple para adornarse con sus despojos, y temiendo que tu enlace con una señora tan poderosa en tierras y vasallos aumentaría nuestras fuerzas harto temibles ya para ellos en este país, han adulado la ambición de don Alonso, y puesto en ejecución todas sus malas artes para separarnos. ¡Pobre doña Beatriz! -añadió con melancolía-, ¿quién le dijera a su piadosa madre cuando con tanto afán y, solicitud la criaba, que su hija había de ser el premio de una cábala tan ruin?

-Pero señor -repuso don Álvaro-, ¿creéis que el señor de Arganza se hará sordo a la voz del honor y de la naturaleza?

-A todo, hijo mío -contestó el templario-. La vanidad y la ambición secan las fuentes del alma, y con ellas se aparta el hombre de Dios, de quien viene la virtud y la verdadera nobleza.

-¿Pero no hay entre vos y él algún pacto formal?

-Ninguno. Menguado fue tu sino desde la cuna, don Álvaro, pues de otra suerte no sucedería que doña Blanca, que en tan alta estima te tiene, fuese causa ahora de tu pesar. Ella se opuso al principio a vuestra unión porque quiso que su hija te conociese antes de darte su mano, y don Alonso, doblegando por la primera vez su carácter altanero, cedió a las solicitudes de su esposa. Así pues, aunque su conciencia le condene, a nada podemos obligarle por nuestra parte.

-Conque, es decir -exclamó don Álvaro-, que no me queda más camino que el que la desesperación me señale.

-Te queda la confianza en Dios y en tu propio honor, de que a nadie le es dado despojarte -respondió el maestre con voz grave entre severa y cariñosa-. Además -continuó con más sosiego-, todavía hay medios humanos que tal vez sean poderosos a desviar a don Alonso de la senda de perdición por donde quiere llevar a su hija. Yo no le hablaré sino como postrer recurso, porque, a pesar de mi prudencia, tal vez se enconaría el odio de que nuestra noble orden va siendo objeto, pero mañana irás a Carracedo, y entregarás una carta al abad de mi parte. Su carácter espiritual podrá darle alguna influencia sobre el orgulloso señor de Arganza, y espero que, si se lo pido, no se lo negará a un hermano suyo. Su orden y la mía nacieron en el seno de San Bernardo, y de la santidad de su corazón recibieron sus primeros preceptos. Dichosos tiempos en que seguíamos la bandera del capitán invisible en demanda de un reino que no era de este mundo.

Don Álvaro, al oírle, se abochornó un poco, viendo que en el egoísmo de su dolor se había olvidado de los pesares y zozobras que como una corona de espinas rodeaban aquella cana y respetable cabeza. Comenzó entonces a hablarle de los rumores que circulaban, y, el anciano, apoyándose en su hombro, bajó la escalera y le llevó al extremo de la gran plaza de armas cuyos muros dan al río.

La noche estaba sosegada y la luna brillaba en mitad de los cielos azules y transparentes. Las armas de los centinelas vislumbraban a sus rayos despidiendo vivos reflejos al moverse, y el río, semejante a una franja de plata, corría al pie de la colina con un rumor apagado y sordo. Los bosques y montañas estaban revestidos de aquellas formas vagas y suaves con que suele envolver la luna semejantes objetos, y todo concurría a desenvolver aquel germen de melancolía que las almas generosas encuentran siempre en el fondo de sus sentimientos. El maestre se sentó en un asiento de piedra que había a cada lado de las almenas y su sobrino ocupó el de enfrente.

-Tú creerás tal vez, hijo mío -le dijo-, que el poder de los templarios, que en Castilla poseen más de veinticuatro encomiendas, sin contar otros muchos fuertes de menos importancia; en Aragón ciudades enteras, y en toda la Europa más de nueve mil casas y castillos, es incontrastable, y que harto tiene la orden en que fundar el orgullo y altanería con que generalmente se le da en rostro.

-Así lo creo -respondió su sobrino.

-Así lo creen los más de los nuestros -contestó el maestre, y por eso el orgullo se ha apoderado de nosotros, el orgullo que perdió al primer hombre y perderá a tantos de sus hijos. En Palestina hemos respondido con el desdén y la soberbia a las quejas y envidia de los demás, y el resultado ha sido perder la Palestina, nuestra patria, nuestra única y verdadera patria. ¡Oh Jerusalén, Jerusalén!, ciudad de perfecto decoro, ¡alegría de toda la tierra! -exclamó con voz solemne, ¡en ti se quedó la fuerza de nuestros brazos, y al dejar a San Juan de Acre, exhalamos el último suspiro! Desde entonces, peregrinos en Europa, rodeados de rivales poderosos que codician nuestros bienes, corrompidas nuestras humildes y modestas costumbres primitivas, el mundo todo se va concitando en daño nuestro, y hasta la tiara que siempre nos ha servido de escudo parece inclinarse del lado de nuestros enemigos. Nuestros hermanos gimen ya en Francia en los calabozos de Felipe, y Dios sabe el fin que les espera, pero ¡que se guarden! -exclamó con voz de trueno-, allí nos han sorprendido, pero aquí y en otras partes aprestados nos encontrarán a la pelea. El Papa podrá disolver nuestra hermandad y esparcirnos por la haz de la tierra, como el pueblo de Israel; pero para condenarnos nos tendrá que oír, y el Temple no irá al suplicio bajo la vara de ninguna potestad temporal como un rebaño de carneros.

Los ojos del maestre parecían lanzar relámpagos, y su fisonomía estaba animada de un fuego y, energía que nadie hubiera creído compatible con sus cansados años.

El Temple tenía un imán irresistible para todas las imaginaciones ardientes por su misteriosa organización, y por el espíritu vigoroso y compacto que vigorizaba a un tiempo el cuerpo y los miembros de por sí. Tras de aquella hermandad, tan poderosa y unida, difícil era, y sobre todo a la inexperiencia de la juventud, divisar más que robustez y fortaleza indestructible, porque en semejante edad nada se cree negado al valor y a la energía de la voluntad; así es que don Álvaro no pudo menos de replicar.

-Tío y señor, ¿ese creéis que sea el premio reservado por el Altísimo a la batalla de dos siglos que habéis sostenido por el honor de su nombre? ¿Tan apartado le imagináis de vuestra casa?

-Nosotros somos -contestó el anciano- los que nos hemos desviado de él, y por eso nos vamos convirtiendo en la piedra de escándalo y de reprobación. ¡Y yo -continuó con la mayor amargura- moriré lejos de los míos, sin ampararlos con el escudo de mi autoridad, y la corona de mis cansados días será la soledad y el destierro! Hágase la voluntad de Dios, pero cualquiera que sea el destino reservado a los templarios, morirán como han vivido, fieles al valor y ajenos a toda indigna flaqueza.

A esta sazón la campana del castillo anunció la hora del recogimiento, con lúgubres y melancólicos tañidos que, derramándose por aquellas soledades y quebrándose entre los peñascos del río, morían a lo lejos mezclados a su murmullo con un rumor prolongado y extraño.

-La hora de la última oración y del silencio -dijo el maestre, vete a recoger, hijo mío, y prepárate para el viaje de mañana. Acaso te he dejado ver demasiado las flaquezas que abriga este anciano corazón, pero el Señor también estuvo triste hasta la muerte y dijo: «Padre, si puede ser, pase de mí este cáliz.» Por lo demás, no en vano soy el maestre y padre del Temple en Castilla, y en la hora de la prueba, nada en el mundo debilitará mi ánimo.

Don Álvaro acompañó a su tío hasta su aposento, y después de haberle besado la mano se encaminó al suyo, donde al cabo de mucho desasosiego se rindió al sueño postrado con las extrañas escenas y sensaciones de aquel día.




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Capítulo IV

La caballería del templo de Salomón había nacido en el mayor fervor de las cruzadas, y los sacrificios y austeridades que les imponía su regla, dictada por el entusiasmo y celo ardiente de San Bernardo, les habían granjeado el respeto y aplauso universal. Los templarios, en efecto, eran el símbolo vivo y eterno de aquella generosa idea que convertía hacia el sepulcro de Cristo los ojos y el corazón de toda la cristiandad. En su guerra con los infieles nunca daban ni admitían tregua, ni les era lícito volver las espaldas aun delante de un número de enemigos conocidamente superiores; así es que eran infinitos los caballeros que morían en los campos de batalla. Al desembarcar en el Asia, los peregrinos y guerreros bisoños encontraban la bandera del Temple, a cuya sombra llegaban a Jerusalén sin experimentar ninguna de las zozobras de aquel peligroso viaje. El descanso del monje y la gloria y pompa mundana del soldado les estaban igualmente vedados, y su vida entera era un tejido de fatigas y abnegación. La Europa se había apresurado, como era natural, a galardonar una orden que contaba en su principio tantos héroes como soldados, y las honras, privilegios y riquezas que sobre ella comenzaron a llover la hicieron en poco tiempo temible y poderosa, en términos de poseer, como decía don Rodrigo, nueve mil casas y los correspondientes soldados y hombres de armas.

Como quiera, el tiempo que todo lo mina, la riqueza que ensoberbece aun a los humildes, la fragilidad de la naturaleza humana que al cabo se cansa de los esfuerzos sobrenaturales y sobre todo la exasperación causada en los templarios por los desastres de la Tierra Santa, y las rencillas y desavenencias con los hospitalarios de San Juan, llegaron a manchar las páginas de la historia del Temple, limpias y resplandecientes al principio. Desde la altura a que los habían encumbrado sus hazañas y virtudes, su caída fue grande y lastimosa. Por fin, perdieron a San Juan de Acre, y apagado ya el fuego de las cruzadas a cuyo calor habían crecido y prosperado, su estrella comenzó a amortiguarse, y la memoria de sus faltas, la envidia que ocasionaban sus riquezas, y los recelos que inspiraba su poder, fue lo único que trajeron de Palestina, su patria de adopción y de gloria, a la antigua Europa, verdadero campo de soledad y destierro para unos espíritus acostumbrados al estruendo de la guerra y a la incesante actividad de los campamentos.

A decir verdad, los temores de los monarcas no dejaban de tener su fundamento, porque los caballeros teutónicos acababan de arrojarse sobre la Prusia con fuerzas menores y más escaso poder que los templarios, fundando un estado cuyo esplendor y fuerza han ido aumentándose hasta nuestros días. Su número era indudablemente reducido, pero su espíritu altivo y resuelto, su organización fuerte y compacta, su experiencia en las armas y su temible caballería, contrabalanceaban ventajosamente las fuerzas inertes y pesadas que podía oponerles en aquella época la Europa feudal.

Para conjurar todos estos riesgos, imaginó Felipe el Hermoso, rey de Francia, la medida política, sin duda, de aspirar al maestrazgo general de la orden que todavía llevaba el nombre de ultramarino; pero el desaire que recibió, junto con la codicia que le inspiró la vista del tesoro del Temple en los días que le dieron amparo contra una conmoción popular, acabó de determinar su alma vengativa a aquella atroz persecución que tiznará eternamente su memoria. El Papa, que como único juez de una corporación eclesiástica debía oponerse a las ilegales invasiones de un poder temporal, no se atrevía a contrariar al rey de Francia, temeroso de ver sujeta a la residencia de un concilio general la vida y memoria de su antecesor Bonifacio, como Felipe con toda vehemencia pretendía. De aquí resultaba que muchas gentes, y en especial los eclesiásticos, que veían la tibieza con que defendía la cabeza de la Iglesia la causa de los templarios, se inclinaban a lo peor; como generalmente sucede, y, de este modo las viles y monstruosas calumnias de Felipe, cada día adquirían más popularidad y consistencia entre una plebe supersticiosa y feroz.

Aunque entre los templarios españoles la continua guerra con los sarracenos conservaba costumbres más puras y, acendradas y daba a su existencia un noble y glorioso objeto de que estaban privados en Francia, también es cierto que los vicios consiguientes a la constitución de la orden no dejaban de notarse en nuestra patria. Por otra parte, el Temple, en último resultado, era una orden extranjera cuya cabeza residía en lejanos climas, al paso que a su lado crecían en nombre y reputación las de Calatrava, Alcántara y Santiago, plantas indígenas y espontáneas en el suelo de la caballería española y capaces de llenar el vacío que dejaran sus hermanos en los escuadrones cristianos. Toda comparación, pues, entre unas órdenes y la otra debía perjudicar a la larga a los caballeros del Temple, y por otra parte, conociendo los estrechos vínculos de su hermandad, difícil era separarlos de la responsabilidad de las acusaciones de la corte de Francia. De manera que los templarios españoles, algo más respetados y un poco menos aborrecidos que los de otros países, no por eso dejaban de ser objeto de la envidia y codicia para los grandes y de aversión para los pequeños, perdiendo sus fuerzas y prestigio en medio de la especie de pestilencia moral que consumía sus entrañas.

Estas reflexiones que, a riesgo de cansar a nuestros lectores, hemos querido hacer para explicar la rápida grandeza y súbita ruina de la orden del Temple, se habían presentado muchas veces al carácter meditabundo y grave del maestre de Castilla, y sido causa de la melancolía y abstraimiento que en él se notaba de mucho tiempo atrás; pero la mayor parte de sus súbditos lo achacaban a la piedad, un poco austera, que había distinguido siempre su vida. Don Álvaro, como ya hemos indicado, más ardiente y, menos reflexivo, no acertaba a explicarse el desaliento de una persona tan valerosa y cuerda como su tío, y así es que al día siguiente caminaba la vuelta de Carracedo, algo más divertido en sus propias tristezas y zozobras que no preocupado de los riesgos que amenazaban a sus nobles aliados. De la plática que iba a tener con el abad de Carracedo pendían tal vez las más dulces esperanzas de su vida, porque aquel prelado, como confesor de la familia de Arganza, ejercía grande influjo en el ánimo de su jefe. Por otra parte, su poder temporal le daba no poca consideración y preponderancia, porque después de la bailía de Ponferrada, nadie gozaba de más riquezas ni regía mayor número de vasallos que aquel famoso monasterio.

Don Rodrigo caminaba, pues, combatido de mil opuestos sentimientos, silencioso y recogido; sin hacer caso, ora por esto, ora por la poca novedad que a sus ojos tenía, del risueño paisaje que se desplegaba alrededor a los primeros rayos del sol de mayo. A su espalda quedaba la fortaleza de Ponferrada; por la derecha se extendía la dehesa de Fuentes Nuevas con sus hermosos collados plantados de viñas que se empinaban por detrás de sus robles; por la izquierda corría el río entre los sotos, pueblos y praderas que esmaltan su bendecida orilla y adornan la falda de las sierras de la Aguiana, y al frente descollaba por entre castaños y, nogales casi cubierta con sus copas y en vergel perpetuo de verdura, la majestuosa mole del monasterio fundado, a la margen del Cúa, por don Bernardo el Gotoso y reedificado y ensanchado por la piedad de don Alonso el emperador, y de su hermana doña Sancha. Cantaban los pájaros alegremente, y el aire fresco de la mañana venía cargado de aromas con las muchas flores silvestres que se abrían para recibir las primeras miradas del padre del día.

¡Delicioso espectáculo, en que un alma descargada de pesares no hubiese dejado de hallar goces secretos y vivos!

Gracias a la velocidad de Almanzor, que don Álvaro había ganado en la campaña de Andalucía de un moro principal a quien venció, pronto se halló a la puerta del convento. Guardábanla dos como maceros, más por decoro de la casa que no por custodia o defensa, que hicieron al señor de Bembibre el homenaje correspondiente a su alcurnia, y tirando uno de ellos del cordel de una campana avisó la llegada de tan ilustre huésped. Don Álvaro se apeó en el patio, y acompañado de dos monjes que bajaron a su encuentro y de los cuales el más entrado en años le dio el ósculo de paz, pronunciando un versículo de la Sagrada Escritura, se encaminó a la cámara de respeto en que solía recibir el abad a los forasteros de distinción. Era ésta la misma donde la infanta doña Sancha, hermana del emperador don Alonso, había administrado justicia a los pueblos del Bierzo, derramando sobre sus infortunios los tesoros de su corazón misericordioso, gracioso aposento con ligeras columnas y arcos arabescos con un techo de primorosos embutidos al cual se subía por una escalera de piedra adornada de un frágil pasamano. Una reducida, pero elegante galería, le daba entrada y recibía luz de una cúpula bastante elevada y de algunos calados rosetones, todo lo cual, junto con los muebles ricos, pero severos, que la decoraban le daban aspecto majestuoso y grave.

Los religiosos dejaron en esta sala a don Álvaro por espacio de algunos minutos, al cabo de los cuales entró el abad. Era este un monje como de cincuenta años, calvo, de facciones muy marcadas, pero en que se descubría más austeridad y rigor que no mansedumbre evangélica; enflaquecido por los ayunos y penitencias, pero vigoroso aun en sus movimientos. Se conocía a primera vista que su condición austera y sombría, aunque recta y sana, le inclinaba más bien a empuñar los rayos de la religión que no a cubrir con las alas de la clemencia las miserias humanas. A pesar de todo, recibió a don Álvaro con bondad, y, aun pudiéramos decir con efusión, atendido su carácter, porque le tenía en gran estima; y después de los indispensables comedimientos, se puso a leer la carta del maestre. A medida que la recorría iban amontonándose nubarrones en su frente dura y arrugada; tristes presagios para don Álvaro; hasta que, concluida por último, le dijo con su voz enérgica y sonora:

-Siempre he estimado a vuestra casa; vuestro padre fue uno de los pocos amigos que Dios me concedió en mi juventud, y vuestro tío es un justo, a pesar del hábito que le cubre; pero ¿cómo queréis que yo me mezcle ahora en negocios mundanos, ajenos a mis años y carácter, ni que vaya a desconcertar un proyecto en que el señor de Arganza piensa cobrar tanta honra para su linaje?

-Pero, padre mío -contestó don Álvaro-, la paz de vuestra hija de penitencia, el amor que la tenéis, la delicadeza de mi proceder y tal vez el sosiego de esta comarca, son asuntos dignos de vuestro augusto ministerio y, del sello de santidad que ponéis en cuanto tocáis. ¿Imagináis que doña Beatriz encuentra gran ventura en brazos del conde?

-Pobre paloma sin mancilla -repuso el abad con una voz casi enternecida-; su alma es pura como el cristal del lago de Carucedo, cuando en la noche se pintan en su fondo todas las estrellas del cielo, y ese reguero de maldición acabará por enturbiar y. amargar esta agua limpia y serena.

Quedáronse entrambos callados por un buen rato, hasta que el abad, como hombre que adopta una resolución inmutable, le elijo:

-¿Seríais capaz de cualquier empresa por lograr a doña Beatriz?

-¿Eso dudáis, padre? -contestó el caballero-; sería capaz de todo lo que no me envileciese a sus ojos.

-Pues entonces -añadió el abad-, yo haré desistir a don Alonso de sus ambiciosos planes, con una condición, y es que os habéis de apartar de la alianza de los templarios.

El rostro de don Álvaro se encendió en ira, y enseguida perdió el color hasta quedarse como un difunto, en cuanto oyó semejante proposición. Pudo, sin embargo, contenerse, y se contentó con responder, aunque en voz algo trémula y cortada.

-Vuestro corazón está ciego, pues no ve que doña Beatriz sería la primera en despreciar a quien tan mala cuenta daba de su honra; la dicha siempre es menos que el honor. ¿Cómo queríais que faltase en la hora del riesgo a mi buen tío y a sus hermanos? ¡Otra opinión creí mereceros!

-Nunca estuvo la honra -respondió el abad con vehemencia- en contribuir a la obra de tinieblas, ni en hacer causa común con los inicuos.

-¿Y sois vos -le preguntó el caballero con sentido acento-, un hijo de San Bernardo, el que habla en esos términos de sus hermanos? ¿Vos oscurecéis de esta manera la cruz que resplandeció en la Palestina con tan gloriosos rayos, y que ha menguado en España las lunas sarracenas? ¿Vos humilláis vuestra sabiduría hasta recoger las hablillas de un vulgo fiero y maldiciente?

-¡Ah! -repuso el monje con el mismo calor, aunque con un acento doloroso-; ¡pluguiera al cielo que sólo en boca de la plebe anduviese el nombre del Temple!, pero el Papa ve los desmanes del rey de Francia sin fulminar sobre él los rayos de su poder, y ¿pensáis que así abandonaría sus hijos, no ha mucho tiempo de bendición, si la inocencia no los hubiera abandonado antes? El jefe de la Iglesia, hijo mío, no puede errar, y si hasta ahora no ha recaído ya el castigo sobre los delincuentes, culpa es de su corazón benigno y paternal. ¡Oh dolor! -añadió levantando las manos y, los ojos al cielo-. ¡Oh vanidad de las grandezas humanas! ¿Por qué han seguido los caminos de la perdición y, de la soberbia desviándose de la senda humilde y segura que les señaló nuestro padre común? Por su desenfreno, acabamos de perder la Tierra Santa, y ya será preciso pasar el arado sobre aquel alcázar a cuyo abrigo descansaba alegre la cristiandad entera, pero se ha convertido ya en templo de abominación.

Don Álvaro no pudo menos de sonreírse con algo de desdén, y, dijo:

-Mucho será que a tanto alcancen vuestras máquinas de guerra.

El abad le miró severamente, y sin hablar palabra le asió del brazo y le llevó a una ventana. Desde ella se divisaba una colina muy hermosa, sombreadas sus faldas de viñedo al pie de la cual corría el Cúa, y, cuya cumbre remataba, no en punta, sino en una hermosa explanada con el azul del cielo por fondo. Un montón confuso de ruinas la adornaba; algunas columnas estaban en pie, aunque las más sin capiteles; en otras partes se alcanzaba a descubrir algún lienzo grande de edificio cubierto de yedra, y todo el recinto estaba rodeado aún de una muralla por donde trepaban las vides y zarzas. Aquel «campo de soledad mustio collado» había sido el Berdigum romano.

Bien lo sabía don Álvaro, pero el ademán del abad y la ocasión en que le ponía delante aquel ejemplo de las humanas vanidades y soberbias le dejó confuso y silencioso.

-Miradlo bien -le dijo el monje-, mirad bien uno de los grandes y muchos sepulcros que encierran los esqueletos de aquel pueblo de gigantes. También ellos en su orgullo e injusticia se volvieron contra Dios como vuestros templarios. Id pues, id como yo he ido en medio del silencio de la noche, y preguntad a aquellas ruinas por la grandeza de sus señores; id, que no dejarán de daros respuesta los silbidos del viento y el aullido del lobo.

El señor de Bembibre, antes confuso, quedó ahora como anonadado y sin contestar palabra.

-Hijo mío -añadió el monje, pensadlo bien y apartaos, que aún es tiempo, apartaos de esos desventurados sin volver la vista atrás, como el profeta que salía huyendo de Gomorra.

-Cuando vea lo que me decís -respondió don Álvaro con reposada firmeza-, entonces tomaré vuestros consejos. Los templarios serán tal vez altaneros y destemplados, pero es porque la injusticia ha agriado su noble carácter. Ellos responderán ante el soberano pontífice y su inocencia quedará limpia como el sol. Pero, en suma, padre mío, vos, que veis la hidalguía de mis intenciones, ¿no haréis algo por el bien de mi alma y, por doña Beatriz a quien tanto amáis?

-Nada -contestó el monje-, yo no contribuiré a consolidar el alcázar de la maldad y del orgullo.

El caballero se levantó entonces y le dijo:

-Vos sois testigo de que me cerráis todos los caminos de paz. ¡Quiera Dios que no os lo echéis en cara alguna vez!

-El cielo os guarde, buen caballero -contestó el abad-, y os abra los ojos del alma.

Enseguida le fue acompañando hasta el patio del monasterio, y después de despedirlo se volvió a su celda donde se entregó a tristes reflexiones.




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Capítulo V

Aunque don Álvaro no fundase grandes esperanzas en su entrevista con el abad, todavía le causó sorpresa el resultado; flaqueza irremediable del pobre corazón humano que sólo a vista de la realidad inexorable y fría acierta a separarse del talismán que hermosea y dulcifica la vida: la esperanza. El maestre, por su parte, conocía harto bien el fondo de fanatismo que en el alma del abad de Carracedo sofocaba un sinfín de nobles cualidades para no prever el éxito; pero, así para consuelo de su sobrino como por obedecer a aquel generoso impulso que en las almas elevadas inclina siempre a la conciliación y a la dulzura, había dado aquel paso. Iguales motivos le determinaron a visitar al señor de Arganza, aunque la crítica situación en que se encontraba la orden por una parte, y por otra la conocida ambición de don Alonso parecían deber retraerle de este nuevo esfuerzo; pero la ternura de aquel buen anciano por el único pariente que le quedaba rayaba en debilidad, aunque exteriormente la dejaba asomar rara vez.

Así pues, un día de los inmediatos al suceso que acabamos de contar, salió de la encomienda de Ponferrada con el séquito acostumbrado y se encaminó a Arganza. La visita tuvo mucho de embarazosa y violenta, porque don Alonso, deseoso de ahorrarse una explicación cordial y sincera sobre un asunto que su conciencia era la primera a condenarle, se encerró en el coto de una cortesía fría y estudiada, y el maestre por su parte, convencido de que su resolución era irrevocable, y harto celoso del honor de su orden y de la dignidad de su persona para abatirse a súplicas inútiles, se despidió para siempre de aquellos umbrales que tantas veces había atravesado con el ánimo ocupado en dulces proyectos.

Comoquiera, el señor de Arganza, un tanto alarmado con la intención que parecía descubrir el afecto de don Álvaro hacia su hija, resolvió acelerar lo posible su ajustado enlace a fin de cortar de raíz todo género de zozobras. Poco temía de la resistencia de su esposa, acostumbrado como estaba a verla ceder de continuo a su voluntad; pero el carácter de la joven, que había heredado no poco de su propia firmeza, le causaba alguna inquietud. Sin embargo, como hombre de discreción, a par que de energía, contaba a un tiempo con el prestigio filial y con la fuerza de su autoridad para el logro de su propósito. Así pues, una tarde que doña Beatriz, sentada cerca de su madre, trabajaba en bordar un paño de iglesia que pensaba regalar al monasterio de Villabuena, donde tenía una tía abadesa a la sazón, entró su padre en el aposento, y diciéndola que tenía que hablarle de un asunto de suma importancia, soltó la labor y se puso a escucharle con la mayor modestia y compostura. Caíanla por ambos lados numerosos rizos negros como el ébano, la zozobra que apenas podía reprimir la hacía más interesante. Don Alonso no pudo abstenerse de un cierto movimiento de orgullo al verla tan hermosa, en tanto que a doña Blanca, por lo contrario, se le arrasaron los ojos de lágrimas pensando que tanta hermosura y riqueza serían tal vez la causa de su desventura eterna.

-Hija mía -la dijo don Alonso-, ya sabes que Dios nos privó de tus hermanos y que tú eres la esperanza única y postrera de nuestra casa.

-Sí, señor -respondió ella con su voz dulce y melodiosa.

-Tu posición, por consiguiente -continuó su padre-, te obliga a mirar por la honra de tu linaje.

-Sí, padre mío, y bien sabe Dios que ni por un instante he abrigado un pensamiento que no se aviniese con el honor de vuestras canas y con el sosiego de mi madre.

-No esperaba yo menos de la sangre que corre por tus venas. Quería decirte, pues, que ha llegado el caso de que vea logrado el fruto de mis afanes y coronados mis más ardientes deseos. El conde de Lemus, señor el más noble y poderoso de Galicia, favorecido del rey y muy especialmente del infante don Juan, ha solicitado tu mano y yo se la he concedido.

-¿No es ese conde el mismo -repuso doña Beatriz- que, después de lograr de la noble reina doña María el lugar de Monforte en Galicia, abandonó sus banderas para unirse a las del infante don Juan?

-El mismo -contestó don Alonso, poco satisfecho de la pregunta de su hija-, ¿y qué tenéis que decir dél?

-Que es imposible que mi padre me dé por esposo un hombre a quien no podría amar, ni respetar tan siquiera.

-Hija mía -contestó don Alonso con moderación, porque conocía el enemigo con quien se las iba a haber y no quería usar de violencia sino en el último extremo-, en tiempo de discordias civiles no es fácil caminar sin caer alguna vez, porque el camino está lleno de escollos y barrancos.

-Sí -replicó ella-, el camino de la ambición está sembrado de dificultades y tropiezos, pero la senda del honor y la caballería es lisa y apacible como una pradera. El conde de Lemus sin duda es poderoso, pero aunque sé de muchos que le temen y odian, no he oído hablar de uno que le venere y estime.

Aquel tiro, dirigido a la desalmada ambición del de Lemus, que sin saberlo su hija venía a herir a su padre de rechazo, excitó su cólera en tales términos que se olvidó de su anterior propósito y contestó con la mayor dureza:

-Vuestro deber es obedecer y callar, y recibir el esposo que vuestro padre os destine.

-Vuestra es mi vida -dijo doña Beatriz-, y si me lo mandáis, mañana mismo tomaré el velo en un convento; pero no puedo ser esposa del conde de Lemus.

-Alguna pasión tenéis en el pecho, doña Beatriz -contestó su padre dirigiéndola escrutadoras miradas-. ¿Amáis al señor de Bembibre? -le preguntó de repente.

-Si, padre mío -respondió ella con el mayor candor.

-¿Y no os dije que le despidierais?

-Y ya le despedí.

-¿Y cómo no despedisteis también de vuestro corazón esa pasión insensata? Preciso será que la ahoguéis entonces.

-Si tal es vuestra voluntad, yo la ahogaré al pie de los altares; yo trocaré por el amor del esposo celeste el amor de don Álvaro, que por su fe y su pureza era más digno de Dios, que no de mí, desdichada mujer. Yo renunciaré a todos mis sueños de ventura, pero no lo olvidaré en brazos de ningún hombre.

-Al claustro iréis -respondió don Alonso, fuera de sí de despecho-, no a cumplir vuestros locos antojos, no a tomar el velo de que os hace indigna vuestro carácter rebelde, sino a aprender en la soledad, lejos de mi vista y de la de vuestra madre, la obediencia y el respeto que me debéis.

Diciendo esto salió del aposento airado, y cerrando tras sí la puerta con enojo dejó solas a madre y a hija que, por un impulso natural y espontáneo, se precipitaron una en brazos de la otra; doña Blanca deshecha en lágrimas, y doña Beatriz comprimiendo las suyas con trabajo, pero llena interiormente de valor. En las almas generosas despierta la injusticia fuerzas cuya existencia se ignoraba, y la doncella lo sentía entonces. Había tenido bastante desprendimiento y respeto para no representar a su padre que si amaba a don Álvaro era porque todo en un principio parecía indicarle que era el esposo escogido por su familia; pero este silencio mismo contribuía a hacerle sentir más vivamente su agravio. Lo que quebrantaba su valor era el desconsuelo de su madre, que no cesaba un punto en sus sollozos teniéndola estrechamente abrazada.

-Hija mía, hija mía -dijo, por fin, en cuanto su congoja le dejó hablar-, ¿cómo te has atrevido a irritarle de esa manera, cuando nadie tiene valor para resistir sus miradas?

-En eso verá que soy su hija y que heredo el esfuerzo de su ánimo.

-¡Y yo, miserable mujer -exclamó doña Blanca haciendo los mayores extremos de dolor-, que con mi necia prudencia te he alejado del puerto de la dicha pudiendo ahora gozarte segura en la ribera!

-Madre mía -dijo la joven enjugando los ojos de su madre-, vos habéis sido toda bondad y carino para mí, y el día de mañana sólo está en la mano de Dios, sosegaos, pues, y mirad por vuestra salud. El Señor nos dará fuerzas para sobrellevar una separación, a mí sobre todo que soy joven y robusta.

La idea de la falta de su hija, que ni un solo día se había apartado de su lado y, que había desaparecido por un momento, hizo volver a la triste madre a todos sus extremos de amargura, en términos que doña Beatriz hubo de emplear todos los recursos de su corazón y de su ingenio en apaciguarla. La anciana, que por su carácter suave y bondadoso estaba acostumbrada a ceder en todas ocasiones y cuyo matrimonio había comenzado por un sacrificio algo semejante, aunque infinitamente menor que el que exigían de su hija, bien quisiera indicarla algo, pero no se atrevía. Por último, al despedirse le dijo.

-Pero, hija de mi vida, ¿no sería mejor ceder?

Doña Beatriz hizo un gesto muy expresivo, pero no respondió a su madre sino abrazándola y deseándole buen sueño.




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Capítulo VI

La escena que acabamos de describir causó mucho desasosiego en el ánimo del señor de Arganza, porque harto claro veía ahora cuán hondas raíces había echado en el ánimo de su hija aquella malhadada pasión que así trastornaba todos sus planes de engrandecimiento. Poco acostumbrado a la contradicción, y mucho menos de parte de aquella hija, dechado hasta entonces de sumisión y, respeto, su orgullo se irritó sobremanera, si bien en el fondo, y como a despecho suyo, parecía a veces alegrarse de encontrar en una persona que tan de cerca le tocaba aquel valor noble y sereno y aquella elevación de sentimientos. Sin embargo, atento antes que todo a conservar ilesa su autoridad paternal, resolvió al cabo de dos días llevar a doña Beatriz al convento de Villabuena, donde esperaba que el recogimiento del lugar, el ejemplo vivo de obediencia que a cada paso presenciaría, y sobre todo el ejemplo de su piadosa tía, contribuirían a mudar las disposiciones de su ánimo.

Por secreto que procuró tener don Alonso el motivo de su determinación, se traslució sobradamente en su familia y aún en el lugar, y como todos adoraban a aquella criatura tan llena de gracias y de bondad, el día de su partida fue uno de llanto y de consternación generales. El mismo Mendo, el palafrenero que tan inclinado se mostraba a favorecer los proyectos de su amo y a llevar las armas de un conde, apenas podía contener las lágrimas. Don Alonso daba a entender con la mayor serenidad posible, en medio del pesar que experimentaba, que era ausencia de pocos días y. no llevaba más objeto que satisfacer el deseo que siempre había manifestado la abadesa de Villabuena de tener unos días en su compañía a su sobrina. A todo el mundo decía lo contrario su corazón, y era trabajo en balde el que el anciano señor se tomaba.

Doña Beatriz se despidió de su madre a solas y, en los aposentos más escondidos de la casa, y por esta vez ya no pudo sostenerla su aliento; así fue que rompió en ayes y en gemidos tanto más violentos cuanto más comprimidos habían estado hasta entonces. El corazón de una madre suele tener en las ocasiones fuerzas sobrehumanas, y bien lo mostró doña Blanca, que entonces fue la consoladora de su hija y la que supo prestarle ánimo. Por fin, doña Beatriz se desprendió de sus brazos, y enjugándose las lágrimas bajó al patio donde casi todos los vasallos de su padre la aguardaban; sus hermosos ojos humedecidos todavía despedían unos rayos semejantes a los del sol cuando después de una tormenta atraviesan las mojadas ramas de los árboles, y su talla majestuosa y elevada, realzada por un vestido oscuro, la presentaba en todo el esplendor de su belleza. La mayor parte de aquellas pobres gentes a quienes doña Beatriz había asistido en sus enfermedades y socorrido en sus miserias, que siempre la habían visto aparecer en sus hogares como un ángel de consuelo y de paz, se precipitaron a su encuentro con voces y alaridos lamentables besándole unos las manos y otros la falda de su vestido. La doncella como pudo se desasió suavemente de ellos y subiendo en su hacanea blanca con ayuda del enternecido Mendo, salió del palacio extendiendo las manos hacia sus vasallos y sin hablar palabra, porque desde el principio se le había puesto un nudo en la garganta.

El aire del campo y su natural valor le restituyeron, por fin, un poco de serenidad. Componían la comitiva su padre, que caminaba un poco delante como en muestra de su enojo, aunque realmente por ocultar su emoción, el viejo Nuño, caballero en su haca de caza, pero sin halcón ni perro, el rollizo Mendo que aquel día andaba desalentado, y su criada Martina, joven aldeana, rubia, viva y linda, de ojos azules y, de semblante risueño y lleno de agudeza. Como, con gran placer suyo, iba destinada a servir y acompañar a su señora durante su reclusión, no sabemos decir a punto fijo si era esto lo que más influía en el mal humor del caballerizo, que a pesar de los celos y disgustos que le daba con Millán, el paje de don Álvaro, tenía la debilidad de quererla. Viendo, pues, doña Beatriz, que habían entrado en conversación, dijo al montero, que por respeto caminaba un poco detrás.

-Acércate, buen Nuño, porque tengo que hablarte. Tú eres el criado más antiguo de nuestra casa, y como a tal sabes cuanto te he apreciado siempre.

-Sí, señora -contestó él con voz no muy segura-; ¿quién me dijera a mí cuando os llevaba a jugar con mis halcones y perros que habían de venir días como estos?

-Otros peores vendrán, pobre Nuño, si los que me quieren bien no me ayudan. Ya sabes de lo que se trata, y mucho me temo que la indiscreta ternura de mi padre no me fuerce a tomar por esposo un hombre de todos detestado. Si yo tuviera parientes a quienes dirigirme, sólo de ellos solicitaría amparo; pero, por desgracia, soy la última de mi linaje. Preciso será, pues, que él me proteja, me entiendes. ¿Te atreverías a llevarle una carta mía?

Nuño calló.

-Piensa -añadió doña Beatriz- que se trata de mi felicidad en esta vida y quizá en la otra. ¿También tú serías capaz de abandonarme?

-No, señora -respondió el criado con resolución-, venga la carta, que yo se la llevaré, aunque hubiera que atravesar por medio toda la morería. Si el amo lo llega a saber me mandará azotar y poner en la picota y me echará de casa que es lo peor; pero don Álvaro, que es el mismo pundonor y la misma bondad, no me negará un nicho en su castillo para cuidar de sus halcones y gerifaltes. Y sobre todo, sea lo que Dios quiera, que yo a buen hacer lo hago y él bien lo ve.

Doña Beatriz, enternecida, le entregó la carta, y casi no tuvo tiempo para darle las gracias, porque Mendo y Martina se le incorporaron en aquel punto. Así, pues, continuaron en silencio su camino por las orillas del Cúa, en las cuales estaba situado el convento de monjas de San Bernardo, hermano en su fundación del de Carracedo y en el cual habían sido religiosas dos princesas de sangre real. El convento ha desaparecido, pero el pueblo de Villabuena, junto al cual estaba, todavía subsiste y ocupa una alegre y risueña situación al pie de unas colinas plantadas de viñedo. Rodéanlo praderas y huertas llenas las más de higueras y toda clase de frutales y las otras cercadas de frescos chopos y álamos blancos. El río le proporciona riego abundante y fertiliza aquella tierra en que la naturaleza parece haber derramado una de sus más dulces sonrisas.

Al cabo de un viaje de hora y media, se apeó la cabalgata delante del monasterio, a cuya portería salió la abadesa, acompañada de la mayor parte de la comunidad, a recibir a su sobrina. Las religiosas todas la acogieron con gran amor, prendadas de su modestia y hermosura, y don Alonso, después de una larga conversación con su cuñada, se partió a escondidas de su hija, desconfiando de su energía y resolución, harto quebrantada con las escenas de aquel día. Nuño y Mendo se despidieron de su joven ama con más enternecimiento del que pudiera esperarse de su sexo y educación. Aquellos fieles criados, acostumbrados a la presencia de doña Beatriz que como una luz de alegría y contento parecía iluminar todos los rincones más oscuros de la casa, conocían que, con su ausencia, la tristeza y el desabrimiento iban a asentar en ella sus reales. Conocían que don Alonso se entregaría más frecuentemente a los accesos de su mal humor sin el suave contrapeso y mediación de su hija; y por otra parte, no se les ocultaba que los achaques, ya habituales de doña Blanca agravados con el nuevo golpe, acabarían de oscurecer el horizonte doméstico. Así pues, entrambos caminaron sin hablar palabra detrás de su amo no menos adusto y silencioso que ellos, y al llegar a Arganza, Mendo se fue a las caballerizas con el caballo de su señor y el suyo, y Nuño, después de piensar su jaca y cenar, salió cerca de media noche con pretexto de aguardar una liebre en un sitio algo lejano, y de amaestrar un galgo nuevo de excelente traza, pero en realidad para llegar a Bembibre a deshora y entregar con el mayor recato la carta de doña Beatriz que poco más o menos decía así:

Mi padre me destierra de su presencia por vuestro amor, y yo sufro contenta este destierro; pero ni vos ni yo debemos olvidar que es mi padre y, por lo tanto, si en algo tenéis mi cariño y alguna fe ponéis en mis promesas, espero que no adoptareis ninguna determinación violenta. El primer domingo después del inmediato procurad quedaros de noche en la iglesia del convento, y os diré lo que ahora no puedo deciros. Dios os guarde, y os dé fuerzas para sufrir.

Nuño desempeñó con tanto tino como felicidad su delicado mensaje, y sólo pudo hacerle aceptar don Álvaro una cadena de plata de colgar el cuerno de caza en los días de lujo para memoria suya. Por lo demás, el buen montero todavía tuvo tiempo para volver a su aguardo y coger la liebre, que trajo triunfante a casa muy temprano deshaciéndose en elogios de su galgo.




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Capítulo VII

El medio de que el señor de Arganza se había valido para arrancar del corazón de su hija el amor que tan firmes raíces había echado no era, a la verdad, el más a propósito. Aquella alma pura y generosa, pero altiva, mal podía regirse con el freno del temor, ni del castigo. Tal vez la templanza y la dulzura hubieran recabado de ella cuanto la ambición de su padre podía apetecer, porque la idea del sacrificio suele ser instintiva en semejantes caracteres, y con más gusto la acogen a medida que se presenta con más atavíos de dolor y de grandeza, pero doña Beatriz, que según la exacta comparación del abad de Carracedo, se asemejaba a las aguas quietas y trasparentes del lago azul y sosegado de Carucedo, fácilmente se embravecía cuando la azotaba su superficie el viento de la injusticia y dureza. La idea sola de pertenecer a un tan mal caballero como el conde Lemus, y de ser el juguete de una villana intriga, la humillaba en términos de arrojarse a cualquier violento extremo por apartar de sí semejante mengua.

Por otra parte, la soledad, la ausencia y la contrariedad, que bastan para apagar inclinaciones pasajeras, o culpables afectos, sólo sirven de alimento y vida a las pasiones profundas y verdaderas. Un amor inocente y puro acrisola el alma que le recibe, y por su abnegación insensiblemente llega a eslabonarse con aquellos sublimes sentimientos religiosos, que en su esencia no son sino amor limpio del polvo y fragilidades de la tierra. Si por casualidad viene la persecución a adornarle con la aureola del martirio, entonces el dolor mismo lo graba profundamente en el pecho, y aquella idea querida llega a ser inseparable de todos los pensamientos, a la manera que una madre suele mostrar predilección decidida al hijo doliente y enfermo que no la dejó ni un instante de reposo.

Esto era cabalmente lo que sucedía con doña Beatriz. En el silencio que la rodeaba se alzaba más alta y sonora la voz de su corazón, y cuando su pensamiento volaba al que tiene en su mano la voluntad de todos y escudriña con su vista lo más oscuro de la conciencia, sus labios murmuraban sin saber aquel nombre querido. Tal vez pensaba que sus oraciones se encontraban con las suyas en el cielo, mientras sus corazones volaban uno en busca de otro en esta tierra de desventuras, y entonces su imaginación se exaltaba hasta mirar sus lágrimas y tribulaciones como otras tantas coronas que la adornarían a los ojos de su amado.

Su tía, que también había amado y visto deshojarse en flor sus esperanzas bajo la mano de la muerte, respetaba los sentimientos de su sobrina y procuraba hacerle llevadero su cautiverio, dándole la posible libertad y tratándola con el más extremado cariño, porque su femenil agudeza le daba a entender claramente que sólo este proceder podía emplearse con aquella naturaleza, a un tiempo de león y, de paloma. La prudente señora quería dejar obrar la lenta medicina del tiempo antes de arriesgar ninguna otra tentativa.

El día que doña Beatriz había señalado a don Álvaro en su carta estaba elegido con gran discreción, porque en él se celebraban después de las vísperas los funerales de los regios patrones de aquella santa casa, que comúnmente solían atraer numeroso concurso, a causa de la limosna que se repartía, y de ordinario duraban hasta de noche. Fácil le fue, por lo tanto, al caballero deslizarse a favor de un disfraz de aldeano por entre el gentío y meterse en un confesonario, donde se escondió como pudo, mientras los paisanos del pueblo oían el sermón con la mayor atención. En las iglesias de aquel país había, y hay aún en algunas, confesonarios cerrados por delante, con unas puertas de celosía, y más de una vez han sucedido ocultaciones semejantes a la de nuestro caballero. Por fin, después de acabados los oficios, la iglesia se fue desocupando, las monjas rezaron sus últimas oraciones, el sacristán apagó las luces y salió de la iglesia cerrando las puertas con sus enormes llaves.

Quedóse el templo en un silencio sepulcral y alumbrado por una sola lámpara, cuya llama débil y oscilante más que aclaraba los objetos, los confundía. Algunas cabezas de animales y hombres que adornaban los capiteles de las columnas lombardas parecían hacer extraños gestos y visajes, y las figuras doradas de los santos de los altares, en cuyos ojos reflejaban los rayos vagos y trémulos de aquella luz mortuoria, parecían lanzar centelleantes miradas sobre el atrevido que traía a la mansión de la religión y de la paz otros cuidados que los del cielo. El coro estaba oscuro y tenebroso, y el ruido del viento entre los árboles, y el murmullo de los arroyos que venían de fuera, junto con algún chillido de las aves nocturnas, tenían un eco particular y temeroso debajo de aquellas bóvedas augustas.

Don Álvaro no era superior a su siglo, y en cualquiera otra ocasión, semejantes circunstancias no hubiesen dejado de hacer impresión profunda en su ánimo; pero los peligros reales que le cercaban si era descubierto, el riesgo que corría en igual caso doña Beatriz, el deseo de aclarar el enigma oscuro de su suerte, y sobre todo la esperanza de oír aquella voz tan dulce, se sobreponían a toda clase de temores imaginarios. Oyó por fin la campana interior del claustro, que tocaba a recogerse, luego voces lejanas como de gentes que se despedían, pasos por aquí y acullá, abrir y cerrar puertas, hasta que al último todo quedó en un silencio tan profundo como el que le envolvía.

Salió entonces del confesonario y se acercó a la reja del coro bajo, aplicando el oído con indecible ansiedad y engañándose a cada instante creyendo percibir el leve sonido de los pasos y el crujido de los vestidos de doña Beatriz. Por fin, una forma blanca y ligera apareció en el fondo oscuro del coro, y adelantándose rápida y silenciosamente presentó a los ojos de don Álvaro, ya un poco habituados a las tinieblas, los contornos puros y airosos de la hija de Ossorio.

Más fácil le fue a ella distinguirle, porque el bulto de su cuerpo se dibujaba claramente en medio de los rayos desmayados de la lámpara que por detrás le herían. Adelantóse, pues, hasta llegar a la verja, con el dedo en los labios como una estatua del silencio que hubiese cobrado vida de repente, y volviendo la cabeza, como para dirigir una postrera mirada al coro, preguntó con voz trémula:

-¿Sois vos don Álvaro?

-¿Y quién sino yo -respondió él- vendría a buscar vuestra mirada en medio del silencio de los sepulcros? Me han dicho que habéis sufrido mucho con la separación de vuestra madre, y aunque en esta oscuridad no distingo bien vuestro semblante, me parece ver en él la huella del insomnio y de las lágrimas. ¿No se ha resentido vuestra salud?

-No, a Dios gracias -respondió ella casi con alegría-, porque como penaba por vos, el cielo me ha dado fuerzas. No sé si el llanto habrá enturbiado mis ojos, ni si el pesar habrá robado el color de mis mejillas, pero mi corazón siempre es el mismo. Pero somos unos locos -añadió como recobrándose- en gastar así estos pocos momentos que la suerte nos concede, y que sin gran peligro nuestro tal vez no volverán en mucho tiempo. ¿Qué imagináis, don Álvaro, de haberos yo llamado de esta suerte?

-He imaginado -respondió él- que leíais en mi alma, que con vuestra piedad divina os compadezcíais de mí.

-¿Y no habéis meditado algún proyecto temerario y violento? ¿No habéis pensado en romper mis cadenas con vuestras manos atropellando por todo?

Don Álvaro no respondió y doña Beatriz continuó con un tono que se parecía al de la reconvención:

-Ya veis que vuestro corazón no os engañaba y que yo leía en él como en un libro abierto, pero sabed que no basta que me améis, sino que me creáis y aguardéis noblemente. No quiero que os volváis contra el cielo, cuya autoridad ejerce mi padre, porque ya os dije que yo jamás mancharía mi nombre con una desobediencia.

-¡Oh, Beatriz! -contestó don Álvaro con precipitación-, no me condenéis sin oírme. Vos no sabéis lo que es vivir desterrado de vuestra presencia; vos no sabéis, sobre todo, cómo despedaza mis entrañas la idea de vuestros pesares, que yo, miserable de mí, he causado sin tener fuerzas para ponerles fin. Cuando os veía dichosa en vuestra casa, de todos acatada y querida, el mundo entero no me parecía sino una fiesta sin término, una alegre romería a donde todos iban a rendir gracias a Dios por el bien que su mano les vertía. Cuando los pájaros cantaban por la tarde, sólo de vos me hablaban con su música, la voz del torrente me deleitaba porque vuestra voz era la que escuchaba en ella; y la soledad misma parecía recogerse en religioso silencio sólo para escuchar de mis labios vuestro nombre. Pero ahora la naturaleza entera se ha oscurecido, las gentes pasan junto a mí silenciosas y tristes, en mis ensueños os veo pasar por un claustro tenebroso con el semblante descompuesto y lleno de lágrimas, y el cabello tendido, y el eco de la soledad que antes me repetía vuestro nombre sólo me devuelve ahora mis gemidos. ¿Qué queréis?, La desesperación me ha hecho acordar entonces de que era noble, de que penabais por mí, de que tenía una espada y de que con ella cortaría vuestras ligaduras.

-Gracias, don Álvaro -respondió ella enternecida-, veo que me amáis demasiado, pero es preciso que me juréis aquí delante de Dios, que a nada os arrojaréis sin consentimiento mío. Sois capaz de sacrificarme hasta vuestra fama, pero ya os lo he dicho, yo no desobedeceré a mi padre.

-No puedo jurároslo, señora -respondió el caballero-, porque ya lo estáis viendo; la persecución y la violencia han empezado por otra parte y tal vez sólo las armas podrán salvaros. Mirad que os pueden arrastrar al pie del altar y allí arrancaros vuestro consentimiento.

-No creáis a mi padre capaz de tamaña villanía.

-Vuestro padre -replicó don Álvaro con cólera- tiene empeñada su palabra, según dice, y además cree honraros a vos y a su casa.

-Entonces yo solicitaré una entrevista con el conde y le descubriré mi pecho y cederá.

-¿Quién, él?, ¿ceder él?-contestó don Álvaro fuera de sí y con una voz que retumbó en la iglesia-, ¡ceder cuando justamente en vos estriban todos sus planes! ¡Por vida de mi padre, señora, que sin duda estáis loca!

La doncella se sobrepuso al susto que aquella voz le había causado, y le dijo con dulzura, pero con resolución.

-En ese caso yo os avisaré, pero hasta entonces juradme lo que os he pedido. Ya sabéis que nunca, nunca seré suya.

-¡Doña Beatriz! -exclamó de repente una voz detrás de ella.

-Jesús mil veces -exclamó acercándose involuntariamente a la reja mientras don Álvaro maquinalmente echaba mano a su puñal-. Ah, ¿eres tú, Martina? -añadió reconociendo a su fiel criada que había quedado de acecho, pero de la cual se había olvidado por entero.

-Sí, señora -respondió la muchacha-, y venía a deciros que las monjas comenzarán a levantarse muy, pronto, porque ya está amaneciendo.

-Preciso será, pues, que nos separemos -dijo doña Beatriz con un suspiro-; pero nos separaremos para siempre, si no me juráis por vuestro honor lo que os he pedido.

-Por mi honor lo juro -respondió don Álvaro.

-Id, pues, con Dios, noble caballero, yo recurriré a vos si fuere menester, y estad seguro de que nunca maldeciréis la hora en que os confiasteis a mí.

Ama y criada se apartaron entonces con precipitación, y don Álvaro, después de haberlas seguido con los ojos, se escondió de nuevo. Al poco rato las campanas del monasterio tocaron a la oración matutina con regocijados sonidos, y el sacristán abrió las puertas de la iglesia dirigiéndose a la sacristía, de manera que don Álvaro pudo salir sin ser visto. Encaminóse luego precipitadamente al monte, donde Millán había pasado la noche con los caballos, y montando en ellos, por sendas y veredas excusadas llegaron prontamente a Bembibre.




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Capítulo VIII

Los días que siguieron al encierro de doña Beatriz fueron, efectivamente, para el señor de Bembibre todo lo penosos y desabridos que le hemos oído decir, y aún algo más. Sin embargo, su natural violento e impetuoso mal podía avenirse con un pesar desmayado y apático, y día y noche había estado trazando proyectos a cual más desesperados. Unas veces pensaba en forzar a mano armada el asilo pacífico de Villabuena al frente de sus hombres de armas en mitad del día y con la enseña de su casa desplegada. Otras resolvía enviar un cartel al conde de Lemus. Ya imaginaba pedir auxilio a algunos caballeros templarios y sobre todo al comendador Saldaña, alcaide de Cornatel, que sin duda se hubieran prestado en odio del enemigo común, y ya, finalmente, aunque como relámpago fugaz, parto de la tempestad que estremecía su alma, llegó a aparecérsele la idea de una alianza con un jefe de bandidos y, proscritos llamado el Herrero, que de cuando en cuando se presentaba en aquellas montañas a la cabeza de una cuadrilla de gentes, restos de las disensiones domésticas que habían agitado hasta entonces la corona de Castilla.

Comoquiera, a cada una de estas quimeras salía al paso prontamente ya la noble figura de doña Beatriz indignada de su audacia; ya el venerable semblante de su tío el maestre que le daba en rostro con los peligros que acarreaba a la orden, ya, finalmente, la voz inexorable de su propio honor que le vedaba otros caminos; y entonces el caballero volvía a su lucha y a sus angustias, temblando por su única esperanza y entregado a todos los vaivenes de la incertidumbre. En tal estado sucedió la escena de que hemos dado cuenta a nuestros lectores, y don Álvaro hubo de ceder en sus desmandados propósitos, por ventura avergonzado de que la elevación de ánimo de una sola y desamparada doncella así aleccionase su impaciencia. De todas maneras, aquella conversación, que había descorrido enteramente el velo y manifestado el corazón de su amante en el lleno de su virtud y belleza, contribuyó no poco a sosegar su espíritu rodeado hasta allí de sombras y espantos.

Así se pasó algún tiempo sin que don Álvaro hostigase a su hija, siguiendo en esto los consejos de su mujer y de la piadosa abadesa, y doña Beatriz, por su parte, sin quejarse de su situación y convertida en un objeto de simpatía y de ternura para aquellas buenas religiosas, que se hacían lenguas de su hermosura y apacible condición. Gozaba, como hemos dicho, de bastante libertad y paseaba por las huertas y sotos que encerraba la cerca del monasterio, y su corazón llagado se entregaba con inefable placer a aquellos indefinibles goces del espíritu que ofrece el espectáculo de una naturaleza frondosa y apacible. Su alma se fortificaba en la soledad y aquella pasión pura en su esencia se purificaba y acendraba más y más en el crisol del sufrimiento ahondando sus raíces a manera de un árbol místico en el campo del destierro, y levantando sus ramas marchitas en busca del rocío bienhechor de los cielos.

Esta calma, sin embargo, duró muy poco. El conde de Lemus volvió a presentarse reclamando sus derechos, y don Alonso entonces intimó a su hija su última e irrevocable resolución. Como este era un suceso que forzosamente había de llegar, la joven no manifestó sorpresa ni disgusto alguno y se contentó con rogar a su padre que le dejase hablar a solas con el conde, demanda a que no pudo menos de acceder.

Como nuestros lectores habrán de tratar un poco más de cerca a este personaje en el curso de esta historia, no llevarán a mal que les demos una ligera idea de él. Don Pedro Fernández de Castro, conde de Lemus, y señor el más poderoso de toda Galicia, era un hombre a quien venía por juro de heredad la turbulencia, el desasosiego y la rebelión, pues sus antecesores, a trueque de engrandecer su casa, no habían desperdiciado ocasión, entre las muchas que se les presentaron, cuando el trono glorioso de San Fernando se deslustró en manos de su hijo y de su nieto con la sangre de las revueltas intestinas. Don Pedro, por su parte, como venido al mundo en época más acomodada a estos designios, pues alcanzó la minoría turbulenta de don Fernando, el Emplazado, aumentó copiosamente sus haciendas y vasallos, con la ayuda del infante don Juan, que entonces estaba apoderado del reino de León, sin escrupulizar en ninguna clase de medios. Por aquel tiempo fue cuando, con amenaza de pasarse al usurpador, arrancó a la reina doña María la dádiva del rico lugar de Monforte con todos sus términos, abandonándola enseguida y engrosando las filas de su enemigo. Esta ruindad que, por su carácter público y ruidoso, de todos era conocida, tal vez no equivalía a los desafueros de que eran teatro entonces sus extendidos dominios. Frío de corazón, como la mayor parte de los ambiciosos, sediento de poder y riquezas con que allanar el camino de sus deseos; de muchos temido, de algunos solicitado y odiado del mayor número, su nombre había llegado a ser un objeto de repugnancia para todas las gentes dotadas de algún pundonor y bondad. A vueltas de tantos y tan capitales vicios no dejaba de poseer cualidades de brillo: su orgullo desmedido se convertía en valor siempre que la ocasión lo requería; sus modales eran nobles y desembarazados, y no faltaba a los deberes de la liberalidad en muchas circunstancias, aunque la vanidad y el cálculo fuesen el móvil secreto de sus acciones.

Este era el hombre con quien debía unir su suerte doña Beatriz. Cuando llegó el día de la entrevista, se adornó uno de los locutorios del convento con esmero para recibir a un señor tan poderoso, y presunto esposo de una parienta inmediata de la superiora. La comitiva del conde, con don Alonso y algún otro hidalguillo del país, ocupaban una pieza algo apartada, mientras él, sentado en un sillón a la orilla de la reja, aguardaba con cierta impaciencia y aun zozobra la aparición de doña Beatriz.

Llegó, por fin, ésta acompañada de su tía y ataviada como aquel caso lo pedía, y haciendo una ligera reverencia al conde se sentó en otro sillón destinado para ella en la parte de adentro de la reja. La abadesa, después de corresponder al cortés saludo y cumplimientos del caballero, se retiró dejándolos solos. Doña Beatriz, entretanto, observó con cuidado el aire y facciones de aquel hombre que tantos disgustos le había acarreado y que tantos otros podía acarrearle todavía. Pasaba de treinta años y su estatura era mediana; su semblante, de cierta regularidad, carecía, sin embargo, de atractivo o, por mejor decir, repulsaba, por la expresión de ironía que había en sus labios delgados revestidos de cierto gesto sardónico; por el fuego incierto y vagaroso de sus miradas en que no asomaba ningún vislumbre de franqueza y lealtad, y finalmente por su frente altanera y ligeramente surcada de arrugas, rastro de pasiones interesadas y rencorosas, no de la meditación ni de los pesares. Venía cubierto de un rico vestido y traía al cuello, pendiente de una cadena de oro, la cruz de Santiago. Habíase quedado en pie y con los ojos fijos en aquella hermosa aparición, que sin duda encontraba superior a los encarecimientos que le habían hecho. Doña Beatriz le hizo un ademán lleno de nobleza para que se sentase.

-No haré tal, hermosa señora -respondió él cortésmente, porque vuestro vasallo nunca querría igualarse con vos, que en todos los torneos del mundo seríais la reina de la hermosura. ¡Ojalá fuerais igualmente la de los amores!

-Galán sois -respondió doña Beatriz-, y no esperaba yo menos de un caballero tal; pero ya sabéis que las reinas gustamos de ser obedecidas, y así espero que os sentéis. Tengo además que deciros cosas en que a entrambos nos va mucho -añadió con la mayor seriedad.

El conde se sentó no poco cuidadoso, viendo el rumbo que parecía tomar la conversación, y doña Beatriz continuó:

-Excusado es que yo os hable de los deberes de la caballería y os diga que os abro mi pecho sin reserva. Cuando habéis solicitado mi mano sin haberme visto, y sin averiguar si mis sentimientos me hacían digna de semejante honor, me habéis mostrado una confianza que sólo con otra igual puedo pagaros. Vos no me conocéis, y por lo mismo no me amáis.

-Por esta vez habéis de perdonar -repuso el conde-. Cierto es que no habían visto mis ojos el milagro de vuestra hermosura, pero todos se han conjurado a ponderarla, y vuestras prendas, de nadie ignoradas en Castilla, son el mayor fiador de la pasión que me inspiráis.

Doña Beatriz disgustada de encontrar la galantería estudiada del mundo, donde quisiera que sólo apareciese la sinceridad más absoluta, respondió con firmeza y decoro:

-Pero yo no os amo, señor conde, y creo bastante hidalga vuestra determinación para suponer que sin el alma no aceptaríais la dádiva de mi mano.

-¿Y por qué no?, doña Beatriz -repuso él con su fría y resuelta urbanidad-; cuando os llaméis mi esposa comprenderéis el dominio que ejercéis en mi corazón, me perdonaréis esta solicitud tal vez harto viva con que pretendo ganar la dicha de nombraros mía, y acabaréis sin duda por amar a un hombre cuya vida se consagrará por entero a preveniros por todas partes deleites y regocijos y que encontrará sobradamente pagados sus afanes con una sola mirada de esos ojos.

Doña Beatriz comparaba en su interior este lenguaje artificioso en que no vibraba ni un sólo acento del alma, con la apasionada sencillez y arrebato de las palabras de su don Álvaro. Conoció que su suerte estaba echada irrevocablemente, y entonces, con una resolución digna de su noble energía, respondió:

-Yo nunca podré amaros, porque mi corazón ya no es mío.

Tal era en aquel tiempo el rigor de la disciplina doméstica, y tal la sumisión de las hijas a la voluntad de los padres, que el conde se pasmó al ver lo profundo de aquel sentimiento, que así traspasaba los límites del uso en una doncella tan compuesta y recatada. Algo sabía de los desdichados amores que ahora empezaban a servir de estorbo en su ambiciosa carrera, pero acostumbrado a ver ceder todas las voluntades delante de la suya, se sorprendía de hallar un enemigo tan poderoso en una mujer tan suave y delicada en la apariencia. Con todo, su perseverancia nunca había retrocedido delante de ningún género de obstáculos; así es que, recobrándose prontamente, respondió no sin un ligero acento sardónico que toda su disimulación no fue capaz de ocultar.

-Algo había oído decir de esa extraña inclinación hacia un hidalgo de esta tierra; pero nunca pude creer que no cediese a la voz de vuestro padre y a los deberes de vuestro nacimiento.

-Ese a quien llamáis con tanto énfasis hidalgo -respondió doña Beatriz sin inmutarse es un señor no menos ilustre que vos. La nobleza de su estirpe sólo tiene por igual la de sus acciones, y si mi padre juzga que tan reprensible es mi comportamiento, no creo que os haya delegado a vos su autoridad que sólo en él acato.

Quedóse pensativo el conde un rato como si en su alma luchasen encontrados afectos, hasta que, en fin, sobreponiéndose a todo, según suele suceder, la pasión dominante, respondió con templanza y con un acento de fingido pesar.

-Mucho me pesa, señora, de no haber conocido más a fondo el estado de vuestro corazón, pero bien veis que, habiendo llevado tan adelante este empeño, no fuera honra de vuestro padre ni mía exponernos a las malicias del vulgo.

-¿Quiere decir -replicó doña Beatriz con amargura- que yo habré de sacrificarme a vuestro orgullo? ¿De ese modo amparáis a una dama afligida y menesterosa? ¿Para eso traéis pendiente del cuello ese símbolo de la caballería española? Pues sabed -añadió con una mirada propia de una reina ofendida- que no es así como se gana mi corazón. Id con Dios, y que el cielo os guarde, porque jamás nos volveremos a ver.

El conde quiso replicar, pero le despidió con un ademán altivo que le cerró los labios, y levantándose se retiró paso a paso y como desconcertado, más que con el justo arranque de doña Beatriz con la voz de su propia conciencia. Sin embargo, la presencia de don Alonso y de los demás caballeros restituyó bien presto su espíritu a sus habituales disposiciones, y declaró que, por su parte, ningún género de obstáculo se oponía a la dicha que se imaginaba entre los brazos de una señora, dechado de discreción y de hermosura. El señor de Arganza al oírlo, y creyendo tal vez que las disposiciones de su hija hubiesen variado, entró en el locutorio apresuradamente.

Estaba la joven todavía al lado de la reja con el semblante encendido y palpitante de cólera, pero al ver entrar a su padre, que a pesar de sus rigores era en todo extremo querido a su corazón, tan terribles disposiciones se trocaron en un enternecimiento increíble, y con toda la violencia de semejantes transiciones, se precipitó de rodillas delante de él, y extendiendo las manos por entre las barras de la reja, y vertiendo un diluvio de lágrimas, le dijo con la mayor angustia:

-¡Padre mío, padre mío!, ¡no me entreguéis a ese hombre indigno!, ¡no me arrojéis en brazos de la desesperación y del infierno! ¡Mirad que seréis responsable delante de Dios de mi vida y de la salvación de mi alma!

Don Alonso, cuyo natural franco y sin doblez, no comprendía el disimulo del conde, llegó a pensar que su discreción y tino cortesano habían dado la última mano a la conversación de su hija, y aunque no se atrevía a creerlo, semejante idea se había apoderado de su espíritu mucho más de lo que podía esperarse de tan corto tiempo. Así, pues, fue muy desagradable su sorpresa viendo el llanto y desolación de doña Beatriz. Sin embargo, le dijo con dulzura:

-Hija mía, ya es imposible volver atrás; si este es un sacrificio para vos, coronadlo con el valor propio de vuestra sangre, y resignaos. Dentro de tres días os casaréis en la capilla de nuestra casa con toda la pompa necesaria.

-¡Oh, señor!, ¡pensadlo bien!, ¡dadme más tiempo tan siquiera!...

Pensado está -respondió don Alonso-, y el término es suficiente para que cumpláis las órdenes de vuestro padre.

Doña Beatriz se levantó entonces, y apartándose los cabellos con ambas manos de aquel rostro divino, clavó en su padre una mirada de extraordinaria intención, le dijo con voz ronca:

-Yo no puedo obedeceros en eso, y diré «no» al pie de los altares.

-¡Atrévete, hija vil! -respondió el señor de Arganza fuera de sí de cólera y de despecho-, y mi maldición caerá sobre tu rebelde cabeza y te consumirá como fuego del cielo. Tú saldrás del techo paterno bajo su peso, y andarás como Caín, errante por la tierra.

Al acabar estas tremendas palabras se salió del locutorio, sin volver la vista atrás, y doña Beatriz después de dar dos o tres vueltas como una loca, vino al suelo con un profundo gemido. Su tía y las demás monjas acudieron muy azoradas al ruido, y ayudadas de su fiel criada la transportaron a su celda.




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Capítulo IX

El parasismo de la infeliz señora fue largo, y dio mucho cuidado a sus diligentes enfermeras, pero al cabo cedió a los remedios y sobre todo a su robusta naturaleza. Un rato estuvo mirando alrededor con ojos espantados, hasta que poco a poco, y a costa de un grande esfuerzo, manifestó la necesaria serenidad para rogar que la dejasen sola con su criada, por si algo se la ofrecía. La abadesa, que conocía muy bien la índole de su sobrina, enemiga de mostrar ninguna clase de flaqueza a los ojos de los demás, se apresuró a complacerla, diciéndole algunas palabras de consuelo y abrazándola con ternura.

A poco de haber salido las monjas, doña Beatriz se levantó de la cama en que la habían reclinado, con la agilidad de un corzo y cerrando la puerta por dentro, se volvió a su asombrada doncella, y la dijo atropelladamente:

-¡Quieren llevarme arrastrando al templo de Dios, a que mienta delante de él y de los hombres!, ¿no lo sabes, Martina? ¡Y mi padre me ha amenazado con su maldición si me resisto!..., ¡todos, todos me abandonan! ¡Oyes!, ¡es menester salir!, es menester que él lo sepa, y ojalá que él me abandone también, y así Dios sólo me amparará en su gloria.

-Sosegaos, por Dios, señora -respondió la doncella consternada-, ¿cómo queréis salir con tantas rejas y murallas?

-No, yo no -respondió doña Beatriz-, porque me buscarían y me cogerían, pero tú puedes salir y decirle a qué estado me reducen. Inventa un recurso cualquiera..., aunque sea mentira, porque, ya lo estás viendo, los hombres se burlan de la justicia y de la verdad. ¿Qué haces? -añadió con la mayor impaciencia, viendo que Martina seguía callada-, ¿dónde están tu viveza y tu ingenio? Tú no tienes motivos para volverte loca como yo.

En tanto que esto decía, medía la estancia con pasos desatentados y murmurando otras palabras que apenas se le entendían. Por fin, el semblante de la muchacha se animó como con alguna idea nueva, y le dijo alborazada:

-¡Albricias, señora!, que en esta misma noche estaré fuera del convento y todo se remediará; pero, por Dios y la Virgen de la Encina-, que os soseguéis, porque si de ese modo os echáis a morir, a fe que vamos a hacer un pan como unas hostias.

-Pero ¿qué es lo que intentas? -preguntó su ama, admirada no menos de aquella súbita mudanza que del aire de seguridad de la muchacha.

-Ahora es -respondió ésta- cuando la madre tornera va a preparar la lámpara del claustro; yo me quedaré un poco de tiempo en su lugar, y lo demás corre de mi cuenta; pero contad con no asustaros, aunque me oigáis gritar y hacer locuras.

Diciendo esto, salió de la celda brincando como un cabrito, no sin dar antes un buen apretón de manos a su señora. La prevención que le dejaba hecha no era ciertamente ociosa, porque al poco tiempo comenzaron a oírse por aquellos claustros tales y tan descompasados gritos y lamentos, que todas las monjas se alborotaron y salieron a ver quién fuese la causadora de tal ruido. Era, ni más ni menos, que nuestra Martina, que con gestos y ademanes, propios de una consumada actriz, iba gritando a voz en cuello:

-¡Ay, padre de mi alma!, ¡pobrecita de mí que me voy a quedar sin padre! ¿Dónde está la madre abadesa que me dé licencia para ir a ver a mi padre antes de que se muera?

La pobre tornera seguía detrás como atortolada de ver la tormenta que se había formado no bien se había apartado del torno.

-Pero, muchacha -le dijo, por fin-, ¿quién ha sido el corredor de esa mala nueva?, que cuando yo volví, ya no oí la voz de nadie detrás del torno, ni pude verle.

-¿Quién había de ser -respondió ella con la mayor congoja-, sino Tirso, el pastor de mi cuñado?, que iba el pobre sin aliento a Carracedo a ver si el padre boticario le daba algún remedio. ¡Buen lugar tenía él de pararse! ¿Pero dónde está la madre abadesa?

-Aquí -respondió ésta, que había acudido al alboroto-, ¿pero a estas horas te quieres ir, cuando se va a poner el sol?

-Sí, señora, a estas horas -replicó ella siempre con el mismo apuro-, porque mañana ya será tarde.

-¿Y dejando a tu señora en este estado? -repuso la abadesa.

Doña Beatriz, que también estaba allí, contestó con los ojos bajos y con el rostro encendido por la primera mentira de toda su vida.

-Dejadla ir, señora tía, porque amas puede Dios depararle muchas y padre no le ha dado sino uno.

La abadesa accedió entonces, pero en vista de la hora insistió en que la acompañase el cobrador de las rentas del convento. Martina bien hubiera querido librarse de un testigo de vista importuno, pero conoció con su claro discernimiento que el empeñarse en ir sola sería dar que pensar, y exponerse a perder la última áncora de salvación que quedaba a su señora. Así, pues, dio las gracias a la prelada, y mientras avisaba al cobrador, se retiró con su señora a su celda como para prepararse a su impensada partida. Doña Beatriz trazó atropelladamente estos renglones.

Don Álvaro: dentro de tres días me casan si vos o Dios no lo impedís. Ved lo que cumple a vuestra honra y a la mía, pues ese día será para mí el de la muerte.

No bien acababa de cerrar aquella carta cuando vinieron a decir que el escudero de Martina estaba ya aguardando, porque como los criados del monasterio vivían en casas pegadas a la fábrica, siempre se les encontraba a mano y prontos. Doña Beatriz dio algunas monedas de oro y plata a su criada y sólo la encargó la pronta vuelta, porque si podía acomodarse al arbitrio inventado, su noble alma era incapaz de contribuir gustosa a ningún género de farsa ni engaño. La muchacha, que ciertamente tenía más de malicia y travesura que no de escrúpulo, salió del convento fingiendo la misma prisa y pesadumbre que antes, oyendo las buenas razones y consuelos del cobrador, como si realmente las hubiese menester. El lugar a donde se dirigían era Valtuille, muy poco distante del monasterio, porque de allí era Martina y allí tenía su familia; pero, sin embargo, ya comenzaba a anochecer cuando llegaron a las eras. Allí se volvió Martina al cobrador y dándole una moneda de plata, le despidió socolor de no necesitarle ya, y de sacar de cuidado a las buenas madres. Dio él por muy valederas las razones en vista del agasajo y repitiéndole alguno de sus más sesudos consejos, dio la vuelta más que de paso a Villabuena. Ocurriósele por el camino que las monjas le preguntarían por el estado del supuesto enfermo, y aún estuvo por deshacer lo andado para informarse, en cuyo caso toda la maraña se desenredaba y el embuste venía al suelo con su propio peso; pero, afortunadamente, se echó la cuenta de que con cuatro palabras, algún gesto significativo y, tal cual meneo de cabeza, salía del paso airosamente y se ahorraba además tiempo y trabajo, y de consiguiente se atuvo a tan cuerda determinación.

Martina por su parte, queriendo recatarse de todo el mundo, fue rodeando las huertas del lugar, y saltando la cerca de la de su cuñado se entró en la casa cuando menos la esperaban. Tanto su hermana como su marido la acogieron con toda la cordialidad que nuestros lectores pueden suponer y que sin duda se merecía por su carácter alegre y bondadoso. Pasados los primeros agasajos y cariños, Martina preguntó a su cuñado si tenía en casa la yegua torda.

-En casa está -respondió Bruno, así se llamaba el aldeano-; por cierto, que como ha sido año de pastos, parece una panera de gorda. Capaz está de llevarse encima el mismo pilón de la fuente de Carracedo.

-No está de sobra -replicó Martina-, porque esta noche tiene que llevarnos a los dos a Bembibre.

-¿A Bembibre? -repuso el aldeano-, ¡tú estás loca, muchacha!

-No, sino en mi cabal juicio -contestó ella-; y enseguida, como estaba segura de la discreción de sus hermanos, se puso a contarles los sucesos de aquel día. Marido y mujer escuchaban la relación con el mayor interés, porque siendo renteros hereditarios de la casa de Arganza, y teniendo además a su servicio una persona tan allegada, parecían en cierto modo de la familia. No faltó en medio del relato aquello de: ¡pobre señora!, ¡maldita vanidad!, ¡despreciar a un hombre como don Álvaro!, ¡pícaro conde! y otras por el estilo, con que aquellas gentes sencillas, y poco dueñas, por lo tanto, de los primeros movimientos, significaban su afición a doña Beatriz, y al señor de Bembibre, cosa en que tantos compañeros tenían. Por fin, concluido el relato, la hermana de Martina se quedó como pensativa, y dijo a su marido con aire muy desalentado:

-¿Sabes que una hazaña como esa puede muy bien costarnos los prados y tierras que llevamos en renta, y a más de esto, a más la malquerencia de un gran señor?

-Mujer -respondió el intrépido Bruno-; ¿qué estás ahí diciendo de tierras, y de prados? ¡No parece sino que doña Beatriz es ahí una extraña, o una cualquiera! Y sobre todo, más fincas hay que las del señor de Arganza, y no es cosa de tantas cavilaciones eso de hacer el bien. Conque así, muchacha -añadió dando un pellizco a Martina-, voy ahora mismo a aparejar la torda, y ya verás qué paso llevamos los dos por esos caminos.

-Anda, que no te pesará -respondió la sutil doncella, moviendo el bolsillo que le había dado su ama-; que doña Beatriz no tiene pizca de desagradecida. Hay aquí más maravedís de oro que los que ganas en todo el año con el arado.

-Pues por ahora -respondió el labriego- tu ama habrá de perdonar, que alguna vez han de poder hacer los pobres el bien sin codicia, y sólo por el gusto de hacerlo. Con que sea madrina del primer hijo que nos dé Dios, me doy por pagado y contento.

Dicho esto, se encaminó a la cuadra silbando una tonada del país, y se puso a enalbardar la yegua con toda diligencia, en tanto que la mujer, contagiada enteramente de la resolución de su marido, decía a su hermana con cierto aire de vanidad:

-¡Es mucho hombre este Bruno! Por hacer bien, se echaría a volar desde el pico de la Aguiana.

En esto ya volvía él con la yegua aderezada y sacándola por la puerta trasera de la huerta para meter menos ruido, montó en ella poniendo a Martina delante, y después de decir a su mujer que antes de amanecer estarían va de vuelta, se alejaron a paso acelerado. Era la torda animal muy valiente; y así es que, a pesar de la carga, tardaron poco en verse en la fértil ribera de Bembibre, bañada entonces por los rayos melancólicos de la luna que rielaba en las aguas del Boeza, y en los muchos arroyos que, como otras tantas venas suyas, derraman la fertilidad y alegría por el llano. Como la noche estaba ya adelantada, por no despertar a la ya recogida gente del pueblo, torcieron a la izquierda y por las afueras se encaminaron al castillo, sito en una pequeña eminencia y cuyos destruidos paredones y murallas tienen todavía una apariencia pintoresca en medio del fresco paisaje que enseñorean. A la sazón, todo parecía en él muerto y silencioso; pero los pasos del centinela en la plataforma del puente levadizo, una luz que alumbraba un aposento de la torre de en medio y esmaltaba sus vidrieras de colores y una sombra que de cuando en cuando se pintaba en ellos, daban a entender que el sueño no había cerrado los ojos de todos. Aquella luz era la del aposento de don Álvaro, y su sombra la que aparecía de cuando en cuando en la vidriera. El pobre caballero hacía días que apenas podía conciliar el sueño a menos de haberse entregado a violentas fatigas en la caza.

Llegaron nuestros aventureros al foso y llamando al centinela dijeron que tenían que dar a don Álvaro un mensaje importante. El comandante de la guardia, viendo que sólo era un hombre y una mujer, mandó bajar el puente y dar parte al señor de la visita. Millán, que como paje andaba más cerca de su amo, bajó al punto a recibir a los huéspedes a quienes no conoció hasta que Martina le dio un buen pellizco diciéndole:

-¡Hola, señor bribón!, ¡cómo se conoce que piensa su merced poco en las pobres reclusas y que al que se muere le entierran!

-Enterrada tengo yo el alma en los ojuelos de esa cara, reina mía -contestó él, con un tono entre chancero y apasionado-, ¿pero qué diablos te trae a estas horas por esta tierra?

-Vamos, señor burlón -respondió ella-, enséñenos el camino y no quiera dar a su amo las sobras de su curiosidad.

No fue menor la sorpresa de don Álvaro que la de su escudero, aunque su corazón présago y leal le dio un vuelco terrible. Cabalmente, el día antes había recibido nuevas de la guerra civil que amagaba en Castilla y de la cual mal podía excusarse; y la idea de una ausencia en aquella ocasión agravaba no poco sus angustias. Martina le entregó silenciosamente el papel de su señora que leyó con una palidez mortal. Sin embargo, como hemos dicho más de una vez, no era de los que en las ocasiones de obrar se dejan abrumar por el infortunio. Repúsose, pues, lo mejor que pudo y empezó por preguntar a Martina si creía que hubiese algún medio de penetrar en el convento.

-Sí, señor -respondió ella-, porque como más de una vez me ha ocurrido que con un señor tan testarudo como mi amo algún día tendríamos que hacer nuestra voluntad y no la suya, me he puesto a mirar todos los agujeros y resquicios, y he encontrado que los barrotes de la reja por dónde sale el agua de la huerta están casi podridos, y que con un mediano esfuerzo podrían romperse.

-Sí, pero si tu señora ha de estarse encerrada en el monasterio mientras tanto, nada adelantamos con eso.

-¡Qué!, no señor -repuso la astuta aldeana-, porque como mi ama gusta de pasearse por la huerta hasta después de anochecer, muchas veces cojo yo la llave y se la llevo a la hortelana, pero como siempre me manda colgarla de un clavo, cualquier día puedo dejar otra en su lugar y quedarme con ella para salir a la huerta a la hora que nos acomode.

-En ese caso -repuso don Álvaro-, di a tu señora que mañana a media noche me aguarde junto a la reja del agua. Tiempo es ya de salir de este infierno en que vivimos.

-Dios lo haga -respondió la muchacha con un acento tal de sinceridad, que se conocía la gran parte que le alcanzaba en las penas de su señora, y un poco además del tedio de la clausura.

Despidióse enseguida, porque ningún tiempo le sobraba para estar al amanecer en Villabuena, según lo reclamaba así su plan, como la urgencia del recado que llevaba de don Álvaro. Así que volvió a subir en la torda con el honrado Bruno, pero en brazos de Millán, y volvieron a correr por aquellos desiertos campos hasta que, al rayar el alba, se encontraron en las frescas orillas del Cúa. Cabalmente, tocaban entonces a las primeras oraciones, de consiguiente no pudo llegar más a tiempo. Al punto la rodearon las monjas preguntándole con su natural curiosidad qué era lo que había ocurrido.

-¿Qué había de ser, pecadora de mí -respondió ella con el mayor enojo-, sino una sandez de las muchas de Tirso? Vio caer a mi padre con el accidente que le da de tarde en tarde, y sin más ni más vino a alborotarnos aquí y hasta a Carracedo fue sin que nadie se lo mandase. No, pues si otra vez no escogen mejor mensajero, a buen seguro que yo me mueva, aunque de cierto se muera todo el mundo.

Diciendo esto se dirigió a la celda de su señora dejando a las buenas monjas entregadas a sus reflexiones sobre la torpeza del pastor y lo pesado del chasco. El remiendo de Martina, aunque del mismo paño, como suele decirse, no estaba tan curiosamente echado que al cabo de algún tiempo no pudiesen verse las puntadas; pero contaba con que tanto ella como su señora estuviesen ya por entonces al abrigo de los resultados.




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Capítulo X

Don Álvaro salió de su castillo muy poco después de Martina, y encaminándose a Ponferrada subió el monte de Arenas, torció a la izquierda, cruzó el Boeza y sin entrar en la bailía tomó la vuelta de Cornatel. Caminaba orillas del Sil, ya entonces junto con el Boeza, y con la pura luz del alba, e iba cruzando aquellos pueblos y valles que el viajero no se cansa de mirar, y que a semejante hora estaban poblados con los cantares de infinitas aves. Ora atravesaba un soto de castaños y nogales, ora un linar cuyas azuladas flores semejaban la superficie de una laguna, ora praderas fresquísimas y de un verde delicioso, y de cuando en cuando solía encontrar un trozo de camino cubierto a manera de dosel con un rústico emparrado. Por la izquierda subían, en un declive manso a veces y a veces rápido, las montañas que forman la cordillera de la Aquiana con sus faldas cubiertas de viñedo, y por la derecha se dilataban hasta el río huertas y alamedas de gran frondosidad. Cruzaban los aires bandadas de palomas torcaces con vuelo veloz y sereno al mismo tiempo; las pomposas oropéndolas y los vistosos gayos revoloteaban entre los árboles, y pintados jilgueros y desvergonzados gorriones se columpiaban en las zarzas de los setos. Los ganados salían con sus cencerros, y un pastor jovencillo iba tocando en una flauta de corteza de castaño una tonada apacible y suave.

Si don Álvaro llevase el ánimo desembarazado de las angustias y sinsabores que de algún tiempo atrás acibaraban sus horas, hubiera admirado sin duda aquel paisaje que tantas veces había cautivado dulcemente sus sentidos en días más alegres; pero ahora su único deseo era llegar pronto al castillo de Cornatel y hablar con el comendador Saldaña, su alcaide.

Por fin, torciendo a la izquierda y entrando en una encañada profunda y barrancosa por cuyo fondo corría un riachuelo, se le presentó en la cresta de la montaña la mole del castillo iluminada ya por los rayos del sol, mientras los precipicios de alrededor estaban todavía oscuros y cubiertos de vapores. Paseábase un centinela por entre las almenas, y sus armas despedían a cada paso vivos resplandores. Difícilmente se puede imaginar mudanza más repentina que la que experimenta el viajero entrando en esta profunda garganta: la naturaleza de este sitio es áspera y montaraz, y el castillo mismo cuyas murallas se recortan sobre el fondo del cielo parece una estrecha atalaya entre los enormes peñascos que le cercan y al lado de los cerros que le dominan. Aunque el foso se ha cegado y los aposentos interiores se han desplomado con el peso de los años, el esqueleto del castillo todavía se mantienen en pie y ofrece el mismo espectáculo que entonces ofrecía visto de lejos.

Don Álvaro cruzó el arroyo y comenzó a trepar la empinada cuesta en que serpenteaba el camino, que después de numerosas curvas y prolongaciones acababa en las obras exteriores del castillo. Iba su ánimo combatido de deseos y esperanzas, a cual más inciertas, pero determinado a aceptar las numerosas ofertas del comendador Saldaña y ponerlas a prueba en aquella ocasión, en que se trataba de algo más que su propia vida. Resuelto a esconder su plan y los resultados de él a los ojos de todo el mundo, y seguro de que la templanza y austeridad de su tío no le permitirían prestarle su ayuda, sus imaginaciones y esperanzas sólo descansaban en el alcaide de Cornatel. Su castillo de Bembibre no le ofrecía el sigilo necesario para la empresa que meditaba, so pena de encender la guerra en aquella pacífica comarca y, por otra parte, ningún velo pudiera encontrar tan tupido y espeso como el misterio temeroso y profundo que cercaba todas las cosas de aquella orden.

El comendador que, según su inveterada costumbre, estaba en pie al romper el día, viendo un caballero que subía la cuesta, y conociéndole cuando ya estuvo más cerca, salió a recibir con, un afecto casi paternal a tan ilustre huésped, mirado entre todos los templarios como el apoyo más fuerte de su orden en aquella tierra. Era don Gutierre de Saldaña hombre ya entrado en días; de regular estatura, pelo y barba como de plata; pero ágil y fuerte en sus movimientos como un mancebo. Su semblante hubiera infundido sólo veneración a no ser por la inquietud y desasosiego de alma que privaba a aquel noble busto romano del reposo y calma que tan naturales adornos son de la ancianidad. Eran sus ojos vivos y rasgados de increíble fuerza, y en su frente, elevada y espaciosa, se pintaban como en un fiel espejo pensamientos semejantes a las nubes tormentosas que coronan las montañas, que unas veces se disipan azotadas del viento y otras veces descargan sobre la atemorizada llanura. Cualquiera al verle hubiera dicho que las pasiones habían ejecutado su estrago en aquel natural poderoso y enérgico, pero de cuantas habían agitado su juventud, para todos desconocida y enigmática, sólo una había quedado por señora de aquel alma profunda e insondable como un abismo. Esta pasión era el amor a su orden y el deseo de acrecentar su honra y su opulencia, término cuyo logro no encontraba en él diferencia en los caminos. Su vida se había pasado en la Tierra Santa en continuas batallas con los infieles y en medio de los odios de los caballeros de San Juan y de los príncipes que tan fieros golpes dieron al poder de los cristianos en la Siria, y por último, había asistido a la ruina de San Juan de Acre o Tolemaida, postrer baluarte de la cruz en aquellas regiones apartadas. Entonces dio la vuelta a España, su patria, herida su alma altiva y rebelde en lo más vivo, pensando en la Tierra Santa que perdían para siempre sus hermanos, y cargado, en fin, con todos los vicios que legítimamente podían atribuirse a la milicia del Temple. Parecióle que, en vista de la tibieza con que la Europa comenzaba a mirar la conquista de ultramar, sólo para los templarios estaba guardada tamaña empresa, y en el desvarío de su despecho y de su orgullo llegó a imaginar la Europa entera convertida en una monarquía regida por el gran maestre, y que al son de las trompetas de la orden y alrededor del Balza se movía de nuevo y como animada de una sola voluntad en demanda del Santo Sepulcro. El ejemplo de los caballeros teutónicos en Alemania acabó de encender su fantasía volcánica, y vueltos sus ojos a Jerusalén, trabajando sin cesar por el engrandecimiento de su hermandad y codiciando para ella alianzas y apoyos en todas partes, sus amigos se habían convertido para él en hijos queridos y sus contrarios en criaturas odiosas, como si el mismo infierno las vomitara. Aquel alma sombría y tremenda, exacerbada con la desgracia y lejos de la abnegación y la humildad, fuentes puras de la institución, se había amargado con las aguas del orgullo y de la venganza, móvil entonces el más poderoso de sus acciones. Comoquiera, la fe iluminaba todavía aquel abismo, si bien su luz hacía resaltar más sus tinieblas.

Este hombre extraordinario quería a don Álvaro con pasión, no sólo a causa de su confedración con la orden, sino por sus prendas hidalgas y elevado ingenio. No parecía sino que un reflejo de sus días juveniles se pintaba en aquella figura de tan noble y varonil belleza. Hasta le habían oído hablar con una mal disimulada emoción de la desdichada pasión del noble mancebo, cosa extraña en su austeridad y adusto carácter. Los recientes sucesos de Francia acababan de dar la última mano a sus extraños proyectos, porque una vez arrojado el guante por los príncipes, la poderosa orden del Temple tendría que presentar la gran batalla, de la cual, en su entender, debía resultar la total sumisión de la Europa y tras de ella la reconquista de Jerusalén. Sin embargo, por muchas que fueran las tinieblas con que el orgullo y el error cegaban su entendimiento, de cuando en cuando la verdad le mostraba algún vislumbre que si no bastaba para disiparlas, sobraba para introducir en su alma la inquietud y el recelo. Con esto se había llegado a hacer más ceñudo y menos tratable que de costumbre, y fuese por respeto a sus meditaciones o por motivo menos piadoso, los caballeros y aspirantes esquivaban su conversación.

Paseábase, pues, solo en uno de los torreones que miran hacia poniente cuando divisó, con su vista de águila y acostumbrada a distinguir los objetos a largas distancias en los vastos desiertos de la Siria, a nuestro caballero que con su paje de lanza iban subiendo a buen paso el agrio repecho que conducía y conduce al castillo. Bajó, pues, a la puerta misma a recibirlo, no sólo con la cortesía propia de su clase, sino también con la sincera cordialidad que siempre le inspiraba aquel gallardo mancebo.

-¿De dónde bueno tan temprano? -le dijo abrazándole estrechamente.

-De mi castillo de Bembibre -respondió el caballero.

-¡De Bembibre! -contestó el comendador como admirado-. Quiere decir que habéis andado de noche y que vuestra prisa debe ser muy grande y ejecutiva.

Don Álvaro hizo una señal de afirmación con la cabeza, y el anciano, después de examinarle atentamente, le dijo:

-¡Por el Santo Sepulcro, que tenéis el mismo semblante que teníamos los templarios el día que nos embarcamos para Europa! ¿Qué os ha pasado en este mes en que no hemos podido echaros la vista encima?

-Ni yo mismo sabría decíroslo -respondió don Álvaro-, y sobre todo aquí -añadió echando una mirada alrededor.

-Sí, sí, tenéis razón -contestó Saldaña, y asiéndose de su brazo subió con él al mismo torreón en que antes estaba.

-¿Qué es lo que pasa? -preguntó de nuevo el comendador.

El joven por única respuesta sacó del seno la carta de doña Beatriz y se la entregó. Como era tan breve, el comendador la recorrió de una sola ojeada, y dijo, frunciendo el entrecejo, de una manera casi feroz, aunque en voz baja:

-¡Ira de Dios, señores villanos!, ¿conque queréis acorralarnos y destrozar además el pecho de gentes que valen algo más que vosotros? ¿Y qué habéis pensado? -repuso volviéndose a don Álvaro.

-He pensado arrancarla de su convento aunque hubiese de romper por medio de todas las lanzas de Castilla; pero llevarla a mi castillo ofrece muchos riesgos para ella, y venía a pediros ayuda y consejo.

-Ni uno ni otro os faltarán. Habéis obrado como discreto, porque si a vuestro castillo os la llevaseis o tendríais que abrir de grado sus puertas a quien fuese a buscarla, o se encendería al punto la guerra, cosa que daría gran pesar a vuestro tío y a nadie traería ventaja por ahora.

-Si yo pudiera esconderla en las cercanías -repuso don Álvaro- hasta que pasase el primer alboroto, la pondría después en un convento de la Puebla de Sanabria, donde es abadesa una pariente mía.

-Pues, en ese caso -replicó Saldaña-, traedla a Cornatel, porque si a buscarla vinieren, a fe que no la encontrarán. Junto al arroyo, y cubierta con malezas al lado de una cruz de piedra, está la mina del castillo, y por allí podéis introducirla. En mis aposentos no entra nadie, y nadie de consiguiente la verá. Pero a lo que dice la carta, mucha diligencia habéis menester para impedir un suceso que ha de quedar concluido pasado mañana.

-Y tanta -respondió don Álvaro-, que esta misma noche pienso dar cima a la empresa -y enseguida le contó la visita de Martina y la traza concertada que al comendador le pareció muy bien.

Quedáronse entonces entrambos en silencio como embebecidos en la contemplación del soberbio punto de vista que ofrecía aquel alcázar reducido y estrecho, pero que semejante al nido de las águilas, dominaba la llanura. Por la parte de oriente y norte le cercaban los precipicios y derrumbaderos horribles, por cuyo fondo corría el riachuelo que acababa de pasar don Álvaro, con un ruido sordo y lejano, que parecía un continuo gemido. Entre norte y ocaso se divisaba un trozo de la cercana ribera del Sil lleno de árboles y verdura, más allá del cual se extendía el gran llano del Bierzo poblado entonces de monte y dehesas, y terminado por las montañas que forman aquel hermoso y feraz anfiteatro. El Cúa, encubierto por las interminables arboledas y sotos de sus orillas, corría por la izquierda al pie de la cordillera, besando la falda del antiguo Berdigum, y bañando el monasterio de Carracedo. Y hacia el poniente, por fin, el lago azul y transparente de Carucedo, harto más extendido que en el día, parecía servir de espejo a los lugares que adornan sus orillas y a los montes de suavísimo declive que le encierran. Crecían al borde mismo del agua encinas corpulentas y de ramas pendientes parecidas a los sauces que aún hoy se conservan, chopos altos y doblegadizos como mimbres que se mecían al menor soplo del viento, y castaños robustos y de redonda copa. De cuando en cuando una bandada de lavancos y gallinetas de agua revolaba por encima describiendo espaciosos círculos, y luego se precipitaba en los espadañales de la orilla o levantando el vuelo desaparecía detrás de los encarnados picachos de las Médulas.

Saldaña tenía clavados los ojos en el lago, mientras don Álvaro, siguiendo con la vista las orillas del Cúa, procuraba en vano descubrir el monasterio de Villabuena oculto por un recodo de los montes.

-¡Dichosas orillas del mar Muerto! -prorrumpió, por fin, con un suspiro el anciano comendador-. ¡Cuánto más agradables y benditas eran para mí sus arenas que la frescura y lozanía que engalana aquellas orillas!

Aquella repentina exclamación que revelaba el sentido de sus largas meditaciones, arrancó de su distracción a don Álvaro.

Acercóse entonces al templario, y le dijo:

-¿No confiáis en que los caballos del Temple vuelvan a beber las aguas del Cedrón?

-¡Qué sino confío! -exclamó el caballero con una voz semejante a la de una trompeta-. ¿Y quién sino esta confianza mantiene la hoguera de mi juventud bajo la nieve de estas canas? ¿Por qué conservo a mi lado esta espada, sino es por la esperanza de lavarla en el Jordán del orín de la mengua y del vencimiento?

-Os confieso -contestó don Álvaro- que, al ver la tormenta que parece formarse contra vuestra orden, algunas veces he llegado a dudar de vuestras glorias futuras y hasta de vuestra existencia.

-Sí -replicó el templario con amargura-, ese es el premio que da Felipe en Francia a los que le salvaron de las garras de un populacho amotinado. Ese sin duda el que nos prepara el rey don Jaime por haber criado en nuestro nido el águila que con un vuelo glorioso fue a posarse en las mezquitas de Valencia y las montañas de Mallorca. Ese tal vez el que don Fernando el IV guarda a los únicos caballeros que entre los lobos hambrientos de Castilla no han embestido su mal guardado rebaño. Pero nosotros saldremos de las sombras de la calumnia como el sol de las tinieblas de la noche; nosotros abatiremos a los soberbios y levantaremos a los humildes; nosotros reuniremos el mundo al pie del Calvario, y allí comenzará para él la era nueva.

-¿Habéis oído alguna vez las reflexiones de mi tío?

-Vuestro tío es una estrella limpia y sin mancha en el cielo de nuestra orden -replicó el comendador-, y tal vez dice verdad; pero vuestro tío se olvida -añadió con orgulloso entusiasmo- que el primer don del cielo es el valor que todavía habita en el corazón de los templarios como en su tabernáculo sagrado. Acaso es cierto que el orgullo nos ha corrompido; ¿pero quién ha vertido más sangre por la causa de Dios? ¿Dónde estaban para nosotros el cariñoso calor del hogar doméstico, el noble ardor de la ciencia y el reposo del claustro? ¿Qué nos quedaba sino el poder y la gloria? Cualquiera que sea nuestra culpa, con nuestra sangre la volveremos a lavar, y con nuestras lágrimas en las ruinas del palacio de David. Pero ¿quiénes son esos gusanos viles que han dejado el sepulcro de Cristo en poder de los perros de Mahoma para juzgarnos a nosotros, a quien todo el poder del cielo y del infierno apenas fue bastante a arrojar de aquellas riberas?

Calló entonces por un rato, y después, tomando la mano de su compañero, le dijo con un acento casi enternecido.

-Don Álvaro, vuestra alma es noble y no hay cosa que no comprenda, pero vos no sabéis lo que es haber sido dueños de aquella tierra milagrosa y haberla perdido. Vos no podéis imaginaros a Jerusalén en medio de su gloria y majestad. Y ahora -continuó con los ojos casi bañados de lágrimas-, ahora está sentada en la soledad llorando, hilo a hilo en la noche, y sus lágrimas en sus mejillas. El laúd de los trovadores ha callado como las arpas de los profetas, y ambos gimen al son del viento colgados de los sauces de Babilonia. Pero nosotros volveremos del destierro -añadió con un tono casi triunfante y levantaremos otra vez sus murallas con la espada en una mano y la llana en la otra, y entonaremos en sus muros el cántico de Moisés al pie de la cruz en que murió el Hijo del Hombre.

Aquel rostro surcado por los años se había encendido, y su noble figura, animada por el fuego que inspiran todas las pasiones verdaderas y vestida con aquel hermoso ropaje blanco que tan bien decía con su edad, asomada a los precipicios de Cornatel que por su hondura y oscuridad pudieran compararse al valle de la muerte, parecía el profeta Ezequiel evocando los muertos de sus sepulcros para el juicio final. Don Álvaro, que tan fácilmente se dejaba subyugar por todas las emociones generosas, apretó fuertemente la mano del anciano y le dijo conmovido:

-Dichoso el que pudiera contribuir a la santa obra. No será mi brazo el que os falte.

-Mucho podéis hacer -contestó Saldaña-. ¡Quiera Dios coronar nuestros nobles intentos!

Bajaron entonces a los aposentos del comendador, que eran unas cuantas cámaras de tosca estructura, una de las cuales tenía una escalera que descendía a la mina. Saldaña entregó a don Álvaro la llave de la puerta o trampa exterior, y bajando con él le hizo notar todos los ánditos y pasadizos subterráneos. Volvieron otra vez a los aposentos donde hicieron una frugal comida, y al caer el sol salió de nuevo don Álvaro con su escudero. Habíale ofrecido Saldaña algunas buenas lanzas por si quería escolta con que mejor asegurar su intento, pero el joven la rehusó prudentemente, haciéndole ver que el golpe era de astucia y no de fuerza, y que cuanto pudiese llamar la atención perjudicaría su éxito. Encaminóse, pues, solo con su escudero a la orilla del Sil, que cruzó por la barca de Villadepalos. Después se internó en la dehesa que ocupaba entonces la mayor parte del fondo del Bierzo, y dando un gran rodeo para evitar el paso por Carracedo tomó, ya muy entrada la noche, la vuelta de Villabuena.




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Capítulo XI

Tiempo es ya de que volvamos a doña Beatriz, cuya situación era sin duda la más violenta y terrible de todas. La agitación nerviosa y calenturienta que le había causado la terrible escena con su padre, y la inminencia del riesgo, le habían dado fuerzas para arrojarse a cualquier extremo a trueque de huir de los peligros que la amagaban, pero cuando Martina desapareció para llevar su mensaje y aquella violenta agitación se fue calmando para venir a parar, por último, en una especie de postración, comenzó a ver su conducta bajo diverso aspecto, a temblar por lo que iba a suceder como había temblado por lo pasado, y a encontrar mil dudas y tropiezos, donde su pasión sólo había visto antes resolución y caminos llanos. Ningún empacho había tenido el día de su encierro en solicitar la entrevista de la iglesia, porque semejante paso sólo iba encaminado a contener a su amante en los límites del deber, e inclinarle al respeto en todo lo que emanase de su padre. La paz de aquella tierra y la propia opinión la habían determinado a semejante paso; pero ahora, tal vez para encender esta guerra, para confiarse a la protección de su amante, para arrojarse a las playas de lo futuro sin el apoyo de su padre, sin las bendiciones de su madre, era para lo que llamaba a don Álvaro. Aquel era su primer acto de rebelión, aquel el primer paso fuera del sendero trillado y hasta allí fácil de sus deberes, y la propensión al sacrificio que descansa en el fondo de todas las almas generosas no dejó también de levantarse para echarle en cara que, atenta únicamente a su ventura, no pensaba en la soledad y aflicción que envenenarían los últimos días de sus ancianos padres. Su pobre madre en particular, tan enferma y lastimada, se le representaba, sucumbiendo bajo el peso de su falta y extendiendo sus brazos a su hija que no estaba allí para cerrarle los ojos y recoger su último suspiro.

Si tales reflexiones se hubieran representado solas a su imaginación, claro es que hubiesen dado en el suelo con todos sus propósitos; pero el vivo resentimiento que la violencia de su padre le causaba, y la frialdad de alma del conde, cuyos ruines propósitos ni aun bajo el velo de la cortesía habían llegado a encubrirse, le restituían toda la presencia de ánimo que era menester en tan apurado trance. Y como entonces no dejaba de aparecerse a su imaginación la noble y dolorida figura de don Álvaro, que venía a pedirle cuenta de sus juramentos y a preguntarle con risa sardónica qué había hecho de su pasión, de aquella adoración profunda, culto verdadero con que siempre la había acatado, sus anteriores sentimientos al punto cedían a los que más fácil y natural cabida habían hallado en su corazón. De esta manera, dudas, temores, resolución y arrepentimientos se disputaban aquel combatido y atribulado espíritu.

La vuelta de Martina, que con tanta prontitud como ingenio había desempeñado su ardua comisión, la asustó más que la alegró, porque era señal de que aquella tremenda crisis tocaba a su término. Contóle con alegría y viveza la muchacha todas las menudencias de su correría, y concluyó con la noticia de que aquella misma noche, a las doce, don Álvaro entraría por la reja del agua en la huerta, y que entrambas se marcharían a donde Dios se la deparase con sus amantes, porque, como decía el señor de Bembibre, era aquel demasiado infierno para tres personas solas.

Doña Beatriz, que había estado paseando a pasos desiguales por la habitación, cruzando las manos sobre el pecho de cuando en cuando, y levantando los ojos al cielo, se volvió entonces a Martina y le dijo con ceño:

-¿Y cómo, loca, aturdida, le sugeriste semejante traza? ¿Te parece a ti que son estos juegos de niño?

-A mí no -contestó con despejo la aldeana-, a quien se lo parece es al testarudo de vuestro padre y al otro danzante de Galicia. Esos sí que miran como juego de niños echaros el lazo al pescuezo y llevaros arrastrando por ahí adelante. ¡Miren que aliño de casa estaría, la mujer llorando por los rincones y el marido por ahí urdiéndolas y luego regañando si le salen mal!

Doña Beatriz, al oír esta pintura tan viva como exacta de la suerte que le destinaban, levantó los ojos al cielo retorciéndose las manos, y Martina entre enternecida y enojada le dijo:

-¡Vamos, vamos, que ese caso no llegará Dios mediante! ¡Con tantos pesares ya habéis perdido el color, ni más ni menos que el otro, que parece que le han desenterrado! Esta noche salimos de penas y veréis qué corrida damos por esos campos de Dios. Una libra de cera he ofrecido a la Virgen de la Encina si salimos con bien.

Todas estas cosas, que a manera de torbellino salían de la rosada boca de aquella muchacha, no bastaron a sacar a doña Beatriz de su distracción inquieta y dolorida. Llegó, por fin, la tarde, y como no se dispusiese a salir de la celda, su criada le hizo advertir que mal podían ejecutar su intento si no iban a la huerta. Entonces, la señora se levantó como si un resorte la hubiera movido, y como para desechar toda reflexión inoportuna, se encaminó precipitadamente al sitio de sus acostumbrados paseos.

Era la tarde purísima y templada, y la brisa que discurría perezosamente entre los árboles apenas arrancaba un leve susurro de sus hojas. El sol se acercaba al ocaso por entre nubes de variados matices, y bañaba las colinas cercanas, las copas de los árboles y la severa fábrica del monasterio de una luz cuyas tintas variaban, pero de un tono general siempre suave y apacible. Las tórtolas arrullaban entre los castaños, y el murmullo del Cúa tenía un no sé qué de vago y adormecido que inclinaba el alma a la meditación. Difícil era mirar sin enternecimiento aquella escena sosegada y melancólica, y el alma de doña Beatriz tan predispuesta de continuo a esta clase de emociones, se entregaba a ellas con toda el ansia que sienten los corazones llagados.

Cierto era que con pocas alegrías podía señalar los días que había pasado en aquel asilo de paz, pero al cabo el cariño con que había sido acogida y el encanto que derramaba en su pecho la santa calma del claustro, tenían natural atractivo a sus ojos. ¿Quién sabe lo que le aguardaba el porvenir en sus regiones apartadas?... Doña Beatriz se sentó al pie de un álamo, y desde allí, como por despedida, tendía dolorosas miradas a todos aquellos sitios, testigos y compañeros de sus pesares, a las flores que había cuidado con su mano, a los pájaros para quienes había traído cebo más de una vez, y a los arroyos, en fin, que tan dulce y sonoramente murmuraban. Embebecida en estos tristes pensamientos no echó de ver que el sol se había puesto y callado las tórtolas y pajarillos, hasta que la campana del convento tocó a las oraciones. Aquel son que se prolongaba por las soledades y se perdía entre las sombras del crepúsculo, asustó a doña Beatriz, que lo escuchó como si recibiera un aviso del cielo, y volviéndose a su criada le dijo:

-¿Lo oyes, Martina? Esa es la voz de Dios que me dice: «Obedece a tu padre.» ¿Cómo he podido abrigar la loca idea de apelar a la ayuda de don Álvaro?

-¿Sabéis lo que yo oigo? -replicó la muchacha con algo de enfado-; pues es ni más ni menos que un aviso para que os recojáis a vuestra celda y tengáis más juicio y resolución, procurando dormir un poco.

-Te digo -la interrumpió doña Beatriz- que no huiré con don Álvaro.

-Bien está, bien está -repuso la doncella-, pero andad y decídselo vos, porque al que le vaya con la nueva, buenas albricias le mando. Lo que yo siento es haberme dado semejante prisa por esos caminos, que no hay hueso que bien me quiera, y a mí me parece que tengo calentura. ¡Trabajo de provecho, así Dios me salve!

En esto entraron en el convento, y Martina se fue a la celda de la hortelana donde, contra las órdenes de su ama, hizo el trueque de llaves proyectado.

Las noches postreras de mayo duran poco, y así no tardaron en oír las doce en el reloj del convento. Ya antes que dieran, había hecho su reconocimiento por los tenebrosos claustros la diligente Martina, y entonces, volviéndose a su ama, le dijo:

-Vamos, señora, porque estoy segura de que ya ha limado o quebrado los barrotes, y nos aguarda como los padres del Limbo el santo advenimiento.

-Yo no tengo fuerzas, Martina -replicó doña Beatriz acongojada-, mejor es que vayas tú sola y le digas mi determinación.

-¿Yo, eh? -respondió ella con malicia-. ¡Pues no era mala embajada! Mujer soy y él un caballero de los más cumplidos, pero mucho sería que no me arrancase la lengua. Vamos, señora -añadió con impaciencia-; poco conocéis el león con quien jugáis. Si tardáis, es capaz de venir a vuestra misma celda y atropellarlo todo. ¡Sin duda, queréis perdernos a los tres!

Doña Beatriz, no menos atemorizada que subyugada por su pasión, salió apoyada en su doncella y entrambas llegaron a tientas a la puerta del jardín. Abriéronla con mucho cuidado, y volviendo a cerrarla de nuevo se encaminaron apresuradamente hacia el sitio de la cerca por donde salía el agua del riego. Como la reja, contemporánea de don Bernardo el Gotoso, estaba toda carcomida de orín, no había sido difícil a un hombre vigoroso como don Álvaro arrancar las barras necesarias para facilitar el paso desahogado a una persona, de manera que cuando llegaron ya el caballero estaba de la parte de adentro. Tomó silenciosamente la mano de doña Beatriz, que parecía de hielo y la dijo:

-Todo está dispuesto, señora; no en vano habéis puesto en mí vuestra confianza.

Doña Beatriz no contestó, y don Álvaro repuso con impaciencia:

-¿Qué hacéis? ¿Tanto tiempo os parece que nos sobra?

-Pero, don Álvaro -preguntó ella-, con sólo la mira de ganar tiempo ¿a dónde queréis llevarme?

El caballero le explicó entonces rápida, pero claramente, todo su plan, tan juicioso como bien concertado, y al acabar su relación doña Beatriz volvió a guardar silencio. Entonces la zozobra y la angustia comenzaron a apoderarse del corazón de don Álvaro que también se mantuvo un rato sin hablar palabra, fijos los ojos en os de doña Beatriz que no se alzaban del suelo. Por fin, acallando en lo posible sus recelos, le dijo con voz algo trémula:

-Doña Beatriz, habladme con vuestra sinceridad acostumbrada. ¿Habéis mudado por ventura de resolución?

-Sí, don Álvaro -contestó ella con acento apagado y sin atreverse a alzar la vista-, yo no puedo huir con vos sin deshonrar a mi padre.

Soltó él entonces la mano, como si de repente se hubiera convertido entre las suyas en una víbora ponzoñosa y clavando en ella una mirada casi feroz, le dijo con tono duro y casi sardónico:

-¿Y qué quiere decir entonces vuestro dolorido y extraño mensaje?

-¡Ah! -contestó ella con voz dulce y sentida-, ¿de ese modo me dais en el rostro con mi flaqueza?

-Perdonadme -respondió él-, porque cuando pienso que puedo perderos, mi razón se extravía y el dolor llega a hacerme olvidar hasta de la generosidad. Pero decidme, ¡ah!, decidme -continuó arrojándose a sus pies- que vuestros labios han mentido cuando así queríais apartarme de vos. ¿No vais con vuestro esposo, con el esposo de vuestro corazón? Esto no puede ser más que una fascinación pasajera.

-No es sino verdadera resolución.

-¿Pero lo habéis pensado bien? -repuso don Álvaro-. ¿No sabéis que mañana vendrán por vos para llevaros a la iglesia y arrancaros la palabra fatal?

Doña Beatriz se retorció las manos lanzando sordos gemidos, y dijo:

-Yo no obedeceré a mi padre.

-Y vuestro padre os maldecirá, ¿no lo oísteis ayer de su misma boca?

-¡Es verdad, es verdad! -exclamó ella espantada y revolviendo los ojos-, él mismo lo dijo. ¡Ah! -añadió enseguida con el mayor abatimiento-, hágase entonces la voluntad de Dios y la suya.

Don Álvaro al oírla se levantó del suelo, donde todavía estaba arrodillado, como si se hubiese convertido en una barra de hierro ardiendo y se plantó en pie delante de ella con un ademán salvaje y sombrío, midiéndola de alto a bajo con sus fulminantes miradas. Ambas mujeres se sintieron sobrecogidas de terror, y Martina no pudo menos de decir a su ama casi al oído:

-¿Qué habéis hecho, señora?

Por fin don Álvaro hizo uno de aquellos esfuerzos que sólo a las naturalezas extremadamente enérgicas y altivas son permitidos, y dijo con una frialdad irónica y desdeñosa que atravesaba como una espada el corazón de la infeliz:

-En ese caso, sólo me resta pediros perdón de las muchas molestias que con mis importunidades os he causado, y rendir aquí un respetuoso y cortés homenaje a la ilustre condesa de Lemus, cuya vida colme el cielo de prosperidad.

Y con una profunda reverencia se dispuso a volver las espaldas, pero doña Beatriz, asiéndole del brazo con desesperada violencia, le dijo con voz ronca:

-¡Oh!, ¡no así, no así, don Álvaro! ¡Cosedme a puñaladas si queréis, que aquí estamos solos y nadie os imputará mi muerte, pero no me tratéis de esa manera, mil veces peor que todos los tormentos del infierno!

-¿Doña Beatriz, queréis confiaros a mí?

-Oídme don Álvaro, yo os amo, yo os amo más que a mi alma, jamás seré del conde... pero, escuchadme no me lancéis esas miradas.

-¿Queréis confiaros a mí y ser mi esposa, la esposa de un hombre que no encontrará en el mundo más mujer que vos?

-¡Ah! -contestó ella congojosamente y como sin sentido-; sí, con vos, con vos hasta la muerte entonces cayo desmayada entre los brazos de Martina y del caballero.

-¿Y qué haremos ahora? -preguntó éste.

-¿Qué hemos de hacer? -contestó la criada- sino acomodarla delante de vos en vuestro caballo y marcharnos lo más aprisa que podamos. Vamos, vamos, ¿no habéis oído sus últimas palabras? Algo más suelta tenéis la lengua que mañosas las manos.

Don Álvaro juzgó lo más prudente seguir los consejos de Martina, y acomodándola en su caballo con ayuda de Martina y Millán salió a galope por aquellas solitarias campiñas, mientras escudero y criada hacían lo propio. El generoso Almanzor, como si conociese el valor de su carga, parece que había doblado sus fuerzas y corría orgulloso y engreído, dando de cuando en cuando gozosos relinchos. En minutos llegaron como un torbellino al puente del Cúa y, atravesándolo, comenzaron a correr por la opuesta orilla con la misma velocidad.

El viento fresco de la noche y la impetuosidad de la carrera habían comenzado a desvanecer el desmayo de doña Beatriz, que asida por aquel brazo a un tiempo cariñoso y fuerte, parecía trasportada a otras regiones. Sus cabellos sueltos por la agitación y el movimiento ondeaban alrededor de la cabeza de don Álvaro como una nube perfumada, y de cuando en cuando rozaban su semblante. Como su vestido blanco y ligero resaltaba a la luz de la luna más que la oscura armadura de don Álvaro, y semejante a una exhalación celeste entre nubes, parecía y desaparecía instantáneamente entre los árboles, se asemejaba a una sílfide cabalgando en el hipógrifo de un encantador. Don Álvaro, embebido en su dicha, no reparaba que estaban cerca del monasterio de Carracedo, cuando de repente una sombra blanca y negra se atravesó rápidamente en medio del camino y con una voz imperiosa y terrible gritó:

-¿A dónde vas, robador de doncellas?

El caballo, a pesar de su valentía, se paró, y doña Beatriz y su criada, por un común impulso, restituida la primera al uso de sus sentidos por aquel terrible grito, y la segunda casi perdido el de los suyos de puro miedo, se tiraron inmediatamente al suelo. Don Álvaro bramando de ira, metió mano a la espada, y picando con entrambas espuelas, se lanzó contra el fantasma en quien reconoció con gran sorpresa suya al abad de Carracedo.

-¡Cómo así -le dijo en tono áspero-, un señor de Bembibre trocado en salteador nocturno!

-Padre -le interrumpió don Álvaro-, ya sabéis que os respeto a vos y a vuestro santo hábito, pero, por amor de Dios y de la paz, dejadnos ir nuestro camino. No queráis que manche mi alma con la sangre de un sacerdote del Altísimo.

-Mozo atropellado -respondió el monje, que no respetas ni la santidad de la casa del Señor; ¿cómo pudiste creer que yo no temería tus desafueros y procuraría salirte al paso?

-Pues habéis hecho mal -replicó don Álvaro rechinando los dientes-. ¿Qué derecho tenéis vos sobre esa dama ni sobre mí?

-Doña Beatriz -respondió el abad con reposo- estaba en una casa en que ejerzo autoridad legítima y de donde fraudulentamente la habéis arrancado. En cuanto a vos, esta cabeza calva os dirá más que mis palabras.

Don Álvaro entonces se apeó y envainando su espada y procurando serenarse le dijo:

-Ya veis, padre abad, que todos los caminos de conciliación y buena avenencia estaban cerrados. Nadie mejor que vos puede juzgar de mis intenciones, pues que no ha muchos días os descubrí mi alma como si os hablara en el tribunal de la penitencia, así pues, sed generoso, amparad al afligido y socorred al fugitivo y no apartéis del sendero de la virtud y la esperanza dos almas a quienes sin duda en la patria común unió un mismo sentimiento antes de llegar a la patria del destierro.

-Vos habéis arrebatado con violencia a una principal doncella del asilo que la guardaba, y este es un feo borrón a los ojos de Dios y de los hombres.

Doña Beatriz, entonces, se adelantó con su acostumbrada y hechicera modestia y le dijo con su dulce voz:

-No, padre mío, yo he solicitado su ayuda, yo he acudido a su valor, yo me he arrojado en sus brazos y heme aquí.

Entonces le contó rápidamente y en medio del arrebato de la pasión las escenas del locutorio, su desesperación, sus dudas y combates, y exaltándose con la narración, concluyó asiendo el escapulario del monje con el mayor extremo del desconsuelo y exclamando:

-Oh, padre mío, libradme de mi padre, libradme de este desgraciado a quien he robado su sosiego, y sobre todo, libradme de mí misma porque mi razón está rodeada de tinieblas y mi alma se extravía en los despeñaderos de la angustia que hace tanto tiempo me cercan.

Quedóse todo entonces en un profundo silencio que el abad interrumpió por fin con su voz bronca y desapacible, pero trémulo a causa del involuntario enternecimiento que sentía:

-Don Álvaro -dijo-, doña Beatriz se quedará conmigo para volver a su convento y vos tornaréis a Bembibre.

-Ya que tratáis de arrancarla de mis manos, debierais antes arrancarme la vida. Dejadnos ir nuestro camino, y ya que no queréis contribuir a la obra de amor, no provoquéis la cólera de quien os ha respetado aun en vuestras injusticias. Apartaos os digo; o por quien soy, que todo lo atropello, aun la santidad misma de vuestra persona.

-¡Infeliz! -contestó el anciano-, los ojos de tu alma están ciegos con tu loca idolatría por esta criatura. Hiéreme y mi sangre irá en pos de ti gritando venganza como la de Abel.

Don Álvaro, fuera de sí de enojo, se acercó para arrancar a doña Beatriz de manos del abad, usando si preciso fuese de la última violencia, cuando ésta se interpuso y le dijo con calma:

-Deteneos, don Álvaro, todo esto no ha sido más que un sueño de que despierto ahora, y yo quiero volverme a Villabuena, de donde nunca debí salir.

Quedóse don Álvaro yerto de espanto y como petrificado en medio de su colérico arranque y, sólo acertó a replicar con voz sorda:

-¿A tanto os resolvéis?

-A tanto me resuelvo -contestó ella.

-Doña Beatriz -exclamó don Álvaro con una voz que parecía querer significar a un tiempo las mil ideas que se cruzaban y chocaban en su espíritu, pero como si desconfiase de sus fuerzas se contentó con decir-: ¡Doña Beatriz... adiós!

Y se dirigió a donde estaba su caballo con precipitados pasos.

La desdichada señora rompió en llanto y sollozos amarguísimos, como si el único eslabón que la unía a la dicha se acabase de romper en aquel instante. El abad, entonces, penetrado de misericordia, se acercó rápidamente a don Álvaro y, asiéndole del brazo, le trajo como a pesar suyo delante de doña Beatriz:

-No os partiréis de ese modo -le dijo entonces-, no quiero que salgáis de aquí con el corazón lleno de odio. ¿No tenéis confianza ni en mis canas ni en la fe de vuestra dama?

-Yo sólo tengo confianza en las lanzas moras y en que Dios me concederá una muerte de cristiano y de caballero.

-Escuchadme, hijo mío -añadió el monje con más ternura de la que podía esperarse en su carácter adusto y desabrido-; tú eres digno de suerte más dichosa y sólo Dios sabe cómo me atribulan tus penas. Gran cuenta darán a su justicia los que así destruyen su obra; yo, que soy su delegado aquí y ejerzo jurisdicción espiritual, no consentiré en ese malhadado consorcio, manantial de vuestra desventura. He visto qué premio dan a tu hidalguía y en mí encontrarás siempre un amparo. Tú eres la oveja sola y extraviada, pero yo te pondré sobre mis hombros y te traeré al redil del consuelo.

-Y yo -repuso doña Beatriz- renuevo aquí, delante de un ministro del altar, el juramento que tengo ya hecho y de que no me hará perjurar ni la maldición misma de mi padre. ¡Oh, don Álvaro!, ¿por qué queréis separaros de mí en medio de vuestra cólera? ¿Nada os merecen las persecuciones que he sufrido y sufro por vuestro amor? ¿Es esa la confianza que ponéis en mi ternura? ¿Cómo no veis que si mi resolución parece vacilar es que mis fuerzas flaquean y mi cabeza se turba en medio de la agonía que sufro sin cesar, yo, desdichada mujer, abandonada de los míos, sin más amparo que el de Dios y el vuestro?

El despecho de don Álvaro se convirtió en enternecimiento, cuando vio que el descubrimiento del abad y el inesperado cambio de doña Beatriz se trocaban en bondad paternal y en tiernas protestas. Su índole natural era dulce y templada, y aquella propensión a la cólera y a la dureza que en él se notaba hacía algún tiempo provenía de las contrariedades y sinsabores que por todas partes le cercaban.

-Bien veis, venerable señor -dijo al abad-, que mi corazón no se ha salido del sendero de la sumisión, sino cuando la iniquidad de los hombres me ha lanzado de él. Han querido arrebatármela y eso es imposible, pero si vos queréis mediar y me ofrecéis que no se llevará a cabo ese casamiento abominable, yo me apartaré de aquí como si hubiera oído la palabra del mismo Dios.

-Toca esta mano a que todos los días baja la majestad del cielo -replicó el monje, y vete seguro de que mientras vivas y doña Beatriz abrigue los mismos sentimientos, no pasará a los brazos de nadie, ni aunque fueran los de un rey.

-Doña Beatriz -dijo acercándose a ella y haciendo lo posible por dominar su emoción-; yo he sido injusto con vos y os ruego que me perdonéis. No dudo de vos, ni he dudado jamás; pero la desdicha amarga y trueca las índoles mejores. Nada tengo ya que deciros, porque ni las lágrimas, ni los lamentos, ni las palabras os revelarían lo que está pasando en mi pecho. Dentro de pocos días partiré a la guerra que vuelve a encenderse en Castilla. A Dios, pues, os quedad, y rogadle que nos conceda días más felices.

Doña Beatriz reunió las pocas fuerzas que le quedaban para tan doloroso momento, y acercándose al caballero se quitó del dedo una sortija y la puso en el suyo diciéndole:

-Tomad ese anillo, prenda y símbolo de mi fe pura y acendrada como el oro -y enseguida, cogiendo el puñal de don Álvaro, se cortó una trenza de sus negros y largos cabellos que todavía caían desechos por sus hombros y cuello y se la dio igualmente. Don Álvaro besó entrambas cosas y la dijo:

-La trenza la pondré dentro de la coraza al lado del corazón, y el anillo no se apartará de mi dedo; pero si mi escudero os devolviese algún día entrambas cosas, rogad por mi eterno descanso.

-Aunque así fuera, os aguardaré un año, y pasado él me retiraré a un convento.

-Acepto vuestra promesa, porque si vos murieseis igualmente, ninguna mujer se llamaría mi esposa.

-El cielo os guarde, noble don Álvaro; pero no os entreguéis a la amargura. Cuidad que la esperanza es una virtud divina.

Estas parece que debían ser sus últimas palabras; pero, lejos de moverse, parecían clavados en la tierra, y sujetos por su recíproca y dolorosa mirada, hasta que por fin, movidos de un irresistible impulso, se arrojaron uno en brazos de otro, diciendo doña Beatriz en medio de un torrente de lágrimas:

-Sí, sí, en mis brazos, aquí, junto a mi corazón..., qué importa que este santo hombre lo vea..., antes ha visto Dios la pureza de nuestro amor.

Así estuvieron algunos instantes, como dos puros y cristalinos ríos que mezclan sus aguas, al cabo de los cuales se separaron, y don Álvaro montando a caballo, después de recibir un abrazo del abad, se alejó lentamente volviendo la cabeza atrás hasta que los árboles lo ocultaron. Millán se quedó, por disposición de su amo, para acompañar a doña Beatriz y a su criada a Villabuena. El anciano entonces dio un corto silbido, y un monje lego, que estaba escondido tras de unas tapias, se presentó al momento. Díjole algunas palabras en voz baja, y al cabo de poco tiempo se volvió con la litera del convento, conducida por dos poderosas mulas. Entraron en ella ama y criada; retiróse el lego; asió Millán de la mula delantera, montó el abad en su caballo, y emprendieron de esta suerte el camino de Villabuena, a donde llegaron todavía de noche. Por la brecha de la reja volvieron a entrar las fugitivas, y Martina casi en brazos condujo a su señora a la habitación, en tanto que el abad daba la vuelta a Carracedo más satisfecho de su prudencia, con la cual todo se había remediado sin que nada se supiese, que su pedestre acompañante del término de su aventura nocturna.

Al día siguiente, cuando los criados del conde y del señor de Arganza fueron al convento llevando los presentes de boda, encontraron a doña Beatriz atacada de una calentura abrasadora, perdido el conocimiento, en medio de un delirio espantoso.



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