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Los sueños de la razón: El Señor Presidente, «mito y parábola del poder absoluto»1

Selena Millares

La aventura verbal fraguada por Miguel Ángel Asturias hasta llegar a la versión definitiva de El Señor Presidente se ve acompañada por una no menos intrincada trayectoria vital que explica muchas de las claves escondidas en sus líneas. La gran paradoja -y el gran acierto- que define la obra es precisamente su doble configuración localista y universal que admite, al tiempo, una lectura histórica -la dictadura de Manuel Estrada Cabrera en Guatemala (1898-1920)- y otra arquetípica: se trascienden los límites estrictos del devenir temporal en un texto que puede leerse como parábola del poder monolítico, cuya recepción y comprensión no condicionan las coordenadas inmediatas.

Una de las causas de esa peculiaridad de la novela se encuentra en las complejas circunstancias que acompañan su elaboración. Cuando Asturias abandona su país en 1924 para evitar posibles represalias en un momento de progresiva crispación social y política, su intención inicial es completar sus estudios en Londres. Sin embargo, pronto decide trasladarse a París, donde participa de la efervescencia artística del momento, decisiva en su aprendizaje como escritor. De este modo, a la honda preocupación social que signa sus escritos se unen nuevas inquietudes, y redescubre su propia identidad en el pensamiento mítico indígena a través de dos vertientes: el estudio de la mitología mesoamericana en los cursos que en la Sorbonne imparte Georges Raynaud y la aproximación a las nuevas estéticas, que recuperan el mundo de los sueños, lo maravilloso y lo irracional como vías lícitas de conocimiento.

Por esos años conoce Asturias a los artífices de las nuevas tendencias -Tzara, Breton, Desnos, Pirandello, Joyce-, a españoles decisivos que le confirman un modo de ser y de pensar -Picasso, Buñuel, Valle-Inclán, Unamuno, Gómez de la Serna- y también a otros latinoamericanos que comparten sus hallazgos. Arturo Uslar Pietri y Alejo Carpentier son sus compañeros asiduos en tertulias literarias, y también testigos privilegiados de los primeros pasos de El Señor Presidente, que el autor les recita fragmentariamente y de memoria a medí da que la redacta. Los relatos «Toque de ánimas» (publicado en Guatemala en 1922) y «Los mendigos políticos» (inédito de 1923, retomado en 1925) son los núcleos germinales de la novela, que se va gestando en París hasta 1932 -su redacción alterna con la de Leyendas de Guatemala y la traducción del Popol Vuh-, de modo que esas tres fechas justifican su mención en el cierre del libro, que no verá la luz hasta catorce años después. Pero los avatares del texto no concluyen aquí. En 1933 Asturias decide volver a su país, no sin antes dejar en manos de su amigo Georges Pillement una copia, valioso documento que ha sido reencontrado en 1975. Guatemala está entonces sometida a los designios de un nuevo tirano, Jorge Ubico, lo que imposibilita la ansiada publicación; un registro de la policía le hace temer por los manuscritos, que deposita en una caja de seguridad del Banco de Occidente (1939) hasta el derrocamiento del dictador en 1944; entonces los recupera y vuelve a alterarlos. En 1946 obtiene un puesto en la embajada de México, y allí intenta encontrar un editor para Tohil, título original que evocaba al dios maya de los sacrificios. A pesar del apoyo de Alfonso Reyes, la primera editorial consultada lo rechaza rotundamente. Ocurre entonces algo curioso; al bajar las escaleras recuerda las palabras del funcionario -«No puedo publicar su señor presidente»- y decide cambiar el título por otro mucho más universal: el que todos conocemos hoy. Finalmente Costa-Amic acepta la edición -financiada por su autor- en 1946, pero su poco cuidado y difusión la condenan a la oscuridad. No se produce su lanzamiento definitivo hasta que en 1948 Losada la acepta para su Biblioteca Clásica y Contemporánea; la ironía de la historia motiva que lo que hoy se considera un clásico de las letras de nuestro tiempo estuviera cerca de no ver nunca la luz.

Todas estas vicisitudes nutren un anecdotario que ilumina diversos aspectos de la obra, pero la tardanza de su publicación no le resta valor; muy al contrario, la proyección y prestigio que pronto adquiere testimonian su universalidad y trascendencia, que pueden explicarse desde cuatro ángulos específicos: la recurrencia simbólica a los mitos mayas y la cosmovisión cristiana, el sincretismo entre la lengua indígena y las nuevas tendencias estéticas, la consagración de la libertad creadora y su papel fundamental en la genealogía de las novelas de dictador, así como su peculiar diálogo con la Historia.

El conjuro de la palabra: la noche mítica

... no es el relato a ciegas, es el relato abiertos los ojos en el sueño


La síntesis del imaginario mítico maya y la cosmovisión cristiana estructura la novela y da sentido a sus claves simbólicas. Tohil -dios de los sacrificios del Popol Vuh- y Lucifer -el ángel caído que preside el reino del infierno- son los dos grandes referentes que justifican la iconografía y los motivos dominantes en la obra -la sangre, la luna, los espejos, el fuego helado- al tiempo que explican el miedo telúrico instituido como tema esencial o la peculiar concepción del tiempo, que una secreta afianza con las técnicas cubistas devuelve al inmovilismo de la noche mítica en que se encuentra sumergida. Los testimonios que delatan los dos títulos primitivos de El Señor Presidente son muy reveladores: Malevolge y Tohil.

Malevolge, primer título originario, es el nombre del octavo círculo del infierno de Dante, que condiciona significativamente buena parte de la imaginería de la novela, configurada como reino satánico presidido por la figura del tirano. Cuando Dante en su poema desciende al inframundo, representado como un valle o cono invertido, avanza por sucesivos círculos hasta llegar a la ciudad de Dite (Lucifer), compuesta por los que van del sexto al noveno y en la que se hallan los condenados a penas más dolorosas. A lomos de un ave fantástica llega con Virgilio al círculo octavo, formado por esas malabolsas donde se encuentran los fraudulentos; no olvidemos que el fariseísmo, el engaño y la traición son las actitudes más denunciadas en la novela. Por último, a través del Pozo de los Gigantes descienden los poetas al círculo noveno, sobre las aguas heladas del río Cocito, donde están los traidores y que preside Lucifer. El frío glacial y el bestiario místico de ese ámbito -murciélagos, reptiles, escorpiones- se proyectan también en la novela, conjugados en la síntesis que se efectúa con los ingredientes mayas, como veremos: el frío de muerte con que Tohil castiga a sus enemigos y las creencias nahualistas. De este modo, ese fuego helado se hace contrapunto que define el texto, cuyo escenario general se asimila al de un aquelarre en que la noche y el fuego acompañan al componente mágico y onírico. El terror sagrado que inspira la presencia enigmática del dictador es siempre acompañado por un estremecimiento de frío, nota que lo domina todo, desde las celdas -cuyos centinelas son «hombres de hielo negro»- a la noche que en sorprendentes metáforas se presenta rígida por una luna glacial.

Las referencias que se acogen a la imaginería bíblica no se limitan al ámbito infernal. Parece que el autor quisiera objetar, a pesar de una innegable religiosidad -la Virgen es la imagen en que se refugia el Pelele, las reliquias sagradas presiden el pequeño mundo de las prostitutas-, la acción de un catolicismo que en su momento apoya al poder al tiempo que contribuye a relegar la cultura indígena, como denuncian en la novela los hombres de Canales; a todo ello se suma una actitud que la obra de Valle-Inclán, Buñuel y otros modelos estéticos recogen abiertamente. Todos estos motivos explican las numerosas correcciones de dirección antirreligiosa que Miguel Ángel Asturias introduce en la tercera edición, de 1952.

Nos encontramos en una nueva versión del infierno, un quevedesco mundo invertido dominado por las fuerzas del mal, donde la historia bíblica aporta además una clave de lectura: citas explícitas y alusiones múltiples al texto sagrado se suceden en sus páginas. Cada personaje interpreta en su propia existencia la pasión y muerte de Cristo; cada vida es un sacrificio de sangre para el patriarca. El suplicio del Mosco se asimila a la Crucifixión, el tormento de Niña Fedina renueva la imagen de la Piedad; todos ofrendan su agonía a ese dios maligno. El marco se define con maestría desde las tan celebradas palabras que inauguran el texto: «¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre!...». Se trata de un conjunto nigromántico que imita al lector a un nuevo viaje dantesco y prefigura de modo decisivo el entorno desrealizador y el sentido final. Es la voz de la campana en el toque de ánimas que nos introduce en una alucinante fantasmagoría, regida por el príncipe de las tinieblas que se invoca, Luzbel, mientras la piedralumbre nombra la fosforescencia de los huesos de los muertos. La circularidad de la novela nos devuelve a este momento al final, que acusa la inquietante sensación de la eternidad de esa dictadura perpetua; la voluntad del autor es clara, y aunque el manuscrito de 1933 culmina con la visión mágica del titiritero montado en una escoba sobre la ciudad, añade después la oración del Oficio de Difuntos, evocador del ritmo monocorde de campanas que domina la obra.

Esta reelaboración de motivos cristianos se conjuga con un poderoso ingrediente indígena, cuya clave nos ofrece el segundo título original, Tohil, al que sucedía un epígrafe muy significativo, eliminado desde la tercera edición (1952); «... entonces se sacrificó a todas las tribus ante su rostro», correspondiente al Popol Vuh, el libro del tiempo de los maya-quichés, que relata sus orígenes míticos. En esa cosmogonía, basada en las fuerzas de la naturaleza, hay tres dioses que destacan entre todos: Tohil, Xmukané y Jurakán, asociados respectivamente al fuego, la luna y el viento. El primero, Dador del Fuego, protagoniza la enigmática visión de Cara de Ángel en el capítulo XXXVII, fundamental en la estructura de la novela, cuando el Señor Presidente encarga al favorito -ya caído en desgracia- una misión en el extranjero. Sus palabras en la conversación son decisivas: «La muerte ha sido y será siempre mi mejor aliada». El momento epifánico que entonces sobreviene revela ante los ojos de Cara de Ángel la naturaleza secreta del tirano. Suenan los tambores de los rituales, y cuatro sacerdotes -el número mágico de esa cosmología, el de los cuatro elementos o los cuatro caminos de Xibalbá, entrada al trasmundo- convocan a Tohil. Como todos los dioses del mundo quiché, tiene este una doble naturaleza, maligna y benefactora. Es dios del fuego y productor de la lluvia que fecunda los campos, y está representado en los jaguares (emblemas del rayo y el fuego celeste) que habitan su escondite -en la novela, los pasos del patriarca resuenan «como pisadas del jaguar que huye por el pedregal»- y los venados, vinculados con la caza y la reproducción, cuyas pieles los acólitos cubren con sangre para convocar al dios y que en este episodio numinoso invaden la escena. Tohil protege a su pueblo pero exige a cambio sacrificios de sangre si no se satisface la deuda, roba el fuego y condena a un frío letal. La asimilación de Tohil al tirano en la novela -cara de jade, piel helada, ojos llenos de cadáveres- se constata en su mensaje: «Sobre hombres cazadores de hombres puedo asentar mi gobierno. No habrá ni verdadera muerte ni verdadera vida». El régimen de terror se instala en la frontera de pesadilla entre la muerte y la vida; un lenguaje surrealizante otorga al escritor el instrumento adecuado para indagar en ese mundo mítico inasible por otra vía.

Igualmente, el viento y la luna son presencias muy significativas y con doble naturaleza en la novela, y se confirma además el concepto que de la muerte existe en esas culturas ancestrales, desarrollado por el propio Asturias en «La vida como gozo total: en medio del camino de la muerte» (acerca de la poesía de Rubén Darío, secretamente aludido en la novela). Escinde Asturias el terror teológico de raíz hispánica y la conciencia de la muerte como acto mágico complementario de la vida, que la fecunda con sucesivas transformaciones negadoras de la disolución del ser. La luna -ambivalente portadora de muerte y fecundidad- es abada de Tohil como sacerdotisa y también diosa de la lluvia; en la novela puede ser enaltecida como belleza de porcelana o degradada como «... tenía de luna, crucificada de tibias heladas». La sangre de los hombres ha sido hecha del agua de maíz por ella molido y hay que ofrendársela a los dioses como tributo inexcusable. El viento también acompaña y domina la acción; se agita iracundo en los alrededores de la prisión pero también, como en el homólogo dantesco, «... muerde hielo para soplar de noche»; se conjugan así dos imágenes: Lucifer que agita las alas sobre el hielo del noveno círculo para torturar a los condenados y Tohil que castiga con el frío al tiempo que reclama que se calme su sed de sacrificios.

Estas presencias contribuyen a un realismo mágico que desde las nuevas estéticas formula el reencuentro con lo americano. Como los objetos o el paisaje, tienen alma y son espectadores atentos de la historia. Es fundamental la función del componente natural como contrapunto del infierno que se nos presenta ante los ojos, y esa voluntad ha sido explicitada por Asturias en alguna ocasión para negar el supuesto pesimismo absoluto de la novela. Mientras la dictadura se presenta en una ciudad satánica con una población degradada hasta los últimos límites, la naturaleza opone su vitalismo y belleza; así se observa en el final de la segunda parte: «Sobre la esmeralda del campo, sobre las montañas del bosque tupido que los pájaros convertían en cajas de música, y sobre las selvas pasaban las nubes con forma de lagarto llevando en los lomos tesoros de luz». El mestizaje se nutre también del mundo de leyendas guatemaltecas, y de un modo sesgado aparecen en la novela personajes mágicos de la tradición popular, como el Cadejo, criatura siniestra que persigue a las gentes por la noche, o la Siguamonta, mujer maligna cuya presencia es asimismo agente del miedo, así como otras referencias solapadas. También es importante la función y presencia de los espejos -«por donde sólo pueden volver los náufragos»- que repiten la realidad siniestra y la acercan a la muerte; hay que añadir que nigromancia, espiritismo y presagios funestos se vislumbran en la obra aunque solo sea sutilmente.

La adscripción al mundo mítico otorga a la novela una naturaleza transhistórica, en la que se puede reconocer el lector perteneciente a una cultura o momento ajenos para acceder a esos arquetipos universales: la presencia de fuerzas malignas y el miedo sagrado que condicionan la obsesión por la huida imposible. En este sentido es fundamental la concepción del devenir temporal; en la cultura maya el tiempo avanza hacia atrás, y la estructura de los distintos capítulos va creando un clima asfixiante al enredar el hilo de la temporalidad en una madeja que no puede progresar; la mirada del lector se ve obligada a detenerse y retroceder a cada instante, en la imagen del inmovilismo con que el ejemplo de Lot, explícito en dos momentos de la novela, la envuelve.

La palabra mestiza: vanguardismo y americanidad

... hacer visible lo invisible con palabras


Uno de los grandes valores de la novela está precisamente en el complejo engranaje con que Miguel Ángel Asturias articula componentes culturales tan distantes como el cristiano y el maya-quiché, proceso análogo al que define la identidad de Leyendas de Guatemala -la leyenda del Cadejo y la de la Tatuana son buenos ejemplos de ello-, obras ambas que se escriben en los años veinte y culminan a principios de la década de los treinta. Ese singular mestizaje se extiende consecuentemente al plano de la escritura para ofrecernos una original asimilación de las innovaciones estéticas aportadas por los grandes movimientos de vanguardia, en los que Asturias halla el camino para reencontrarse con su propia identidad así como el lenguaje indígena, cuya musicalidad y seducción lingüística interioriza al traducir, por las mismas fechas, el Popol Vuh. Aunque por dificultades extrínsecas la novela no saliera a la luz hasta 1946, el momento de su escritura le otorga un carácter funcional en la nueva narrativa americana como superación de movimientos ya agotados en una propuesta que por su precocidad revoluciona la escena de la escritura, mérito poco atendido a causa de la lamentable tardanza de su publicación. Las claves de esa innovadora interpretación de la vanguardia han de buscarse en la peculiar recepción de tres actitudes estéticas -expresionista, cubista y surrealista- condicionantes, respectivamente, del retorno a las raíces hispánicas, a la concepción maya del tiempo y a lo real maravilloso.

En el expresionismo -quizá la clave estética central del libro- ejerce Asturias su lectura del imaginario español que desde Goya o Quevedo y su claroscuro tremendista denuncia el asedio de la pesadilla real, de los monstruos de la razón. Son explícitas las referencias del narrador guatemalteco a los caprichos goyescos y muy especialmente a su cromatismo; el amarillo incisivo de los ojos de esas figuras se reitera con insistencia en la novela de modo significativo, en la mirada del secretario, del presidente, de los policías o del propio favorito, asimilado a un alcaraván. Los Sueños de Quevedo, a quien declara su maestro primero en el momento de la concesión del Premio Nobel, son un sustrato al que la novela rinde homenaje en su configuración como descenso al infierno, su atmósfera visionaria y su crítica feroz a toda la sociedad a través de una galería de personajes anónimos pero emblemáticos. La distancia de Asturias se articula en una acritud diferente; su mirada no es la del desprecio altivo, sino la de ese miedo telúrico -casi físico- que convierte la escritura de la novela en un acto de conjunto y catarsis a un tiempo. Por otra parte, la subversión de lo real que presenta en La hora de todos un mundo al revés para acceder a la realidad escondida en las sucesivas máscaras, enlaza directamente con un gran paradigma del expresionismo: la obra de Ramón del Valle-Inclán, al que Asturias conoce personalmente en la España de 1930 y por cuya estética se siente deslumbrado. Como los protagonistas del esperpento, los personajes de nuestra novela son fantoches, espantajos, figuras de guiñol. La caricatura es una técnica dominada con maestría y aporta un contrapunto humorístico que matiza la tensión y la gravedad en que nos sumerge la trama. La deformación ejercida por esas «lentes de agua» que reformula la función del espejo cóncavo valleinclanesco nos ofrece la cara oculta, sórdida o siniestra, de la realidad.

Fantasmas, espectros, sombras, los personajes son figuras evanescentes en dos vías de desrealización: la degradación esperpéntica y la metamorfosis, que a su vez se manifiesta en dos actitudes, la reificación -los sujetos devienen piedras o muñecos de trapo- y la animalización -versión del nahualismo representada en su lado mágico en Hombres de maíz- que vincula a cada personaje con su correspondiente espíritu animal, en la irracionalidad de bestiarios alucinantes. Murciélagos, insectos, serpientes o cangrejos congregan efectos de repugnancia y horror; la imagen del presidente absorto en perseguir a una mosca repite un motivo frecuente: la telaraña o laberinto en que todos se encuentran acechados y atrapados.

La asimilación de la novela al expresionismo no se produce solo por la vía hispánica, que es tan solo la puerta de entrada. El movimiento, que había triunfado en Europa hacia 1914 y mantiene su mayor vigencia en los años veinte, está afectado por una honda preocupación ideológica con la que Asturias se identifica, y opone a la recreación superficial de los sentidos del impresionismo una trascendentalización que intenta llegar a la oculta melodía interior de las cosas. De la plástica se desplaza a la literatura y encuentra en Franz Kafka a uno de sus mayores representantes; los bestiarios que nutren sus relatos -La metamorfosis es el más célebre- o la parábola de la acechanza siniestra del poder que constituye su obra cumbre, El proceso (1925), no son ajenos a El Señor Presidente, con el que comparte una sensibilidad de época y el modo de trascender lo real con la máquina perturbadora de lo fantástico, la agresión inquietante de agentes invisibles desde lo cotidiano. La actitud expresionista se define por su humanismo trágico y una obsesiva violencia; su claroscuro apesadumbrado alterna con una luz incisiva que hiere los sentidos para proyectar una inestabilidad que define el estado anímico del artista. La sordidez del erotismo se conjuga con lo visionario demoníaco en multitud de casos; la obra del checo Alfred Kubin, ilustrador de Poe y Nerval así como de su propia novela La otra parte (1908), precursora del análisis del poder que inmortaliza Kafka, también se ha sentido como familiar a la novela de Asturias.

La exasperación del contraste entre degradación y lirismo, definidora de esa estética, provoca un efecto poético incuestionable que define el texto. El Pelele ensangrentado se refugia en la frescura de una fuente presentada como ardilla de plata, y por él lloran los mingitorios y el viento imita a los zopilotes; el rostro del Mosco en el suplicio es «carbón mojado por la lluvia»; la primera aparición del favorito nos lo presenta como un ángel en el basurero; la luna espejea en los desagües. La tensión espiritual y el dominio de la irracionalidad se funden en el expresionismo al aunar el misticismo sombrío del gótico y la distorsión barroca, y su plasticidad se funda en la función deformante del juego de sombras y luces que desrealiza las imágenes para reiterar el tremendismo ya anotado: «Las caras de los antropófagos, iluminadas como faroles, avanzaban por las tinieblas, los cachetes como nalgas, los bigotes como babas de chocolate».

Del análisis que en 1925 hace el crítico alemán Franz Roh sobre la pintura post-expresionista nace precisamente un concepto que trasladado al plano de la literatura tendrá honda repercusión: el realismo mágico. Aplicado inicialmente a las obras de Kafka o Cocteau, se verá magníficamente teorizado bajo el nombre de lo real maravilloso por Alejo Carpentier en el célebre prólogo a El reino de este mundo, donde se indica un descubrimiento compartido con Asturias en los años parisinos: lo maravilloso americano a partir de la enseñanza de la vanguardia, y muy especialmente la del surrealismo. Miguel Ángel Asturias, por su parte, ha declarado que para los escritores de su continente el surrealismo representó el camino de acceso a lo indígena americano. En París fue gran amigo de Robert Desnos y conoció a Aragón y a Bretón, cuyo primer manifiesto provoca en 1924 una verdadera conmoción en la escena creadora. La reivindicación surrealista de lo maravilloso como única forma de belleza, la defensa del humor, la propuesta de eliminar lo racional en favor del mundo de los sueños y la exigencia de una libertad absoluta de la palabra, se filtran en ese aire de época y lo fecundan poderosamente. Muchos son los pasajes de nuestra novela en que se manifiesta el arraigo de esos postulados, como la siguiente visión de Cara de Ángel, que funde motivos alusivos a los sacrificios del corazón ofrecidos a los dioses aztecas o mayas con motivos cristianos desde la irracionalidad y el humor: «Don Juan Canales se le paseaba por la frente vestido de plumas. Había arrancado cuatro corazones de palo y cuatro Corazones de Jesús y los tocaba como castañuelas». Igualmente, el fluir de la conciencia articula numerosas secuencias oníricas (protagonizadas por el Pelele, Rodas, Cara de Ángel, Camila, Nana Chabela y Niña Fedina) que testimonian una adhesión a esa insurgencia expresiva, mientras la locura cuerda del titiritero cierra la novela: no pueden canalizarse con un lenguaje lógico los designios de la fuerza sobre la razón.

Al imaginario surrealista se asimila uno de los motivos recurrentes de la obra, el de los ojos desgajados de sus cuencas, que sintetizan una obsesión ancestral del ser humano con metáforas de la vigilancia y el miedo; además, se añade otra vinculación cultural: la creencia indígena que da título a una novela posterior de Asturias -Los ojos de los enterrados- según la cual los muertos esperan en sus tumbas con los ojos abiertos el día de la justicia. Esa imaginería se enriquece en los pasajes oníricos con formulaciones tremendistas: Rodas enloquece perseguido en su delirio por un ojo de vidrio que da nombre a un capítulo completo, y la Chabelona, que ingresa en la demencia tras la brutal agresión de la policía, pierde los ojos en una escena estremecedora. Asimismo, los ojos de la muerte iluminan los faroles del coche del Auditor, y la luz roja del prostíbulo se identifica con la pupila inflamada de una bestia.

Al ámbito surrealista se acoge también la reivindicación de lo mágico: la voz de las campanas que abre el libro con su poder conjurador o el titiritero que sobrevuela los escombros en la noche final. Es significativa a este respecto la elocución que en la agonía del Pelele aporta inesperadamente el pájaro-campana de oro, perteneciente a la tradición legendaria guatemalteca, en un pasaje célebre: «¡Soy la Manzana-Rosa del Ave del Paraíso, soy la vida, la mitad de mi cuerpo es mentira y la mitad es verdad; soy rosa y soy manzana, doy a todos un ojo de vidrio y un ojo de verdad: los que ven con mi ojo de vidrio ven porque sueñan, los que ven con mi ojo de verdad ven porque miran! ¡Soy la vida, la Manzana-Rosa del Ave del Paraíso; soy la mentira de todas las cosas reales, la realidad de todas las ficciones!». Los motivos comentados se conjugan aquí para reivindicar la imposibilidad de deslindar el mundo de la verdad y de la ficción, del sueño y de la vigilia: todo conforma una unidad indisoluble, tal y como se encuentra cristalizada en el imaginario indígena.

La transfiguración de las percepciones se complementa con dos recursos fundamentales en la novela y asociados a la tercera actitud estética anotada: el cubismo. La yuxtaposición de planos discontinuos descompone y violenta las imágenes para multiplicar las perspectivas y dar una visión mucho más auténtica del mundo que se nos presenta; el recurso es sistemático también en una novela análoga, Tirano Banderas de Valle-Inclán, donde se nombra textualmente al cubismo en más de una ocasión. En un pasaje de la novela de Asturias leemos, por ejemplo: «Las uñas aceradas de la fiebre le aserraban la frente. Disociación de ideas. Elasticidad del mundo en los espejos. Desproporción fantástica. Huracán delirante. Fuga vertiginosa, horizontal, vertical, oblicua, recién nacida y muerta en espiral». La elipsis condiciona el fragmentarismo resultante, paralelo a la desintegración progresiva de seres e identidades que se intenta plasmar.

La otra gran deuda hacia esa estética se constata en la concepción del tiempo: el instantaneísmo nutre la idea maya del devenir regresivo así como la convicción del eterno retomo. Sobre este ha observado Mircea Eliade la visión positiva del tiempo que condiciona en el imaginario colectivo: se sabe que volverán las lluvias o las buenas cosechas, y siempre queda la posibilidad de actuar mágicamente sobre el proceso de los acontecimientos, mientras la progresión histórica aliena al hombre haciendo que se asome sin armas a lo desconocido. El sustrato indígena se funde una vez más con las nuevas voces para interpretar con la acronía esa sensación de inmovilismo y asfixia de los personajes sometidos por una dictadura que asimila a lo mítico su aparente eternidad. La acción se sitúa en unos días de abril para pronto perderse en la indefinición de meses y años; la circularidad de la novela la sumerge en un estatismo angustioso. La obsesión por la huida imposible es recurrente; en sus visiones el Pelele quiere huir en un tren de juguete que siempre vuelve tirado de un hilo; la esposa de Carvajal siente su carruaje detenido cuando quiere avanzar en la desesperación de intentar salvar a su marido de la muerte -«estaban fijos como los alambres del telégrafo»-; Canales alertado de su peligro intenta huir pero los pasos no le obedecen, su cuerpo se va aferrando misteriosamente al suelo y le impide avanzar si no es solo con el deseo; finalmente, el pasaje de la huida en tren

Cara de Ángel es emblemático a este respecto. El lector se percata poco a poco de que la progresión temporal de la novela es una ilusión. Los personajes y las situaciones vuelven, se aferran al pasado, y la urdimbre de la intriga desvela la no linealidad del tiempo, que se enreda en una madeja inmovilista.

Cubismo, surrealismo, expresionismo, tres nombres para una realidad única: la renovación del lenguaje artístico, tan fecunda para la tarea creadora y que Asturias bebe en el aire de su tiempo y nutre con su vocación hacia lo ancestral americano en una fórmula profundamente innovadora.

Metáforas de lo invisible: la palabra hechicera

... por la palabra al encantamiento


El lenguaje resultante de la manipulación creadora de tantos ingredientes debe su ritmo encantatorio a la asunción consciente de los modos indígenas de la enunciación. Entrevistado en 1965 por Luis Harss, Miguel Ángel Asturias reivindica esa concepción sagrada y mágica de la palabra, así como la idea india de la poesía como lugar donde las palabras se encuentran por primera vez. Ese principio estimula su poética indagadora, y el mismo origen tiene el protagonismo de las onomatopeyas o la multiplicación de sílabas que evocan los fenómenos naturales e insisten en captar el mundo exterior. El idioma español se enriquece con ritmos y actitudes de los ancestros americanos, superando la actitud criollista que se limita a la proliferación de localismos; la magia es para Asturias un segundo idioma y a su fecundidad se acoge. Desde esta actitud, convierte a la jitanjáfora -de la que Alfonso Reyes lo considera «adelantado»- en uno de sus recursos primeros, con el protagonismo de la sonoridad de la palabra, fortalecida por la presencia de numerosas canciones e incluso un poema del propio autor, «Responso». En el marco de la iconografía que rige la novela, el doblar de las campanas y el retumbar de los tambores imponen un ritmo funerario -toque de difuntos- y de ritual mágico, que tiene su clímax en la visión numinosa de Tohil. Pero las primeras están también contagiadas de este valor: tienen alma y es su voz la que abre la novela y le impone su ritmo. Asturias desarrollará en la «Leyenda de la campana difunta», incluida en El espejo de Lida Sal (1967), uno de los motivos de su animización; una monja mestiza que no puede aportar riquezas para la elaboración de la campana del convento se arranca los ojos y ofrece su belleza con la ambición de inmortalizar su nombre, pero su tañido repite la voz de Sor Clarinera pidiendo perdón y es enterrada para siempre. Igualmente, son ellas las qué en el capítulo IV rezan con rumor monocorde: «lás-tima... lás-tima... lás-tima...», y al final de la novela se alude al «golpetear de badajo de campana muerta». En el primer capítulo, los ecos lúgubres del campanario se suman a los rumores sombríos de los personajes, una algarabía de voces, ecos y lamentos cuyo cuadro siniestro nos sumerge en un purgatorio donde las almas penan interminablemente. Se impone así una tónica que domina la novela de modo continuado y explica el sentido de ese ritmo salmódico, afianzado por citas explícitas de oraciones por los difuntos. Las referencias al sonido también lúgubre de instrumentos populares guatemaltecos -la marimba, el tun o la violineta- completan el sentido de esa musicalidad, al igual que las insistentes onomatopeyas, como las que evocan los rumores del mundo natural o la voz de las ruedas del tren en que Cara de Ángel es conducido a una trampa mortal.

La riqueza verbal de la novela se funda también en otros recursos lingüísticos entre los que destaca la maestría en la transcripción del lenguaje popular con sus juegos de palabras o las falsas etimologías -jerónimo por género, plantas por pláticas- que aportan un tono jocoso. También es frecuente la creación de vocablos, fiel a ese principio del lenguaje indígena sobre el valor expresivo del primer encuentro de dos términos, algo sobre lo que también teorizaron los surrealistas en el célebre ejemplo, tomado de Lautréamont, del paraguas y la máquina de escribir enfrentados en una mesa de disección (André Breton, Situación surrealista del objeto). La aglutinación será la vía más prolífica: maldoblestar, solíngrima o piedralumbre son algunas de sus manifestaciones. Por otra parte, la concisión propia de la lengua indígena motiva también otros recursos que definen el estilo de la novela, como el uso de epítetos -a menudo burlescos, que invierten su valor convencional, institucionalizado en la épica- para definir a los personajes: el Auditor es «árbol de papel sellado» o «helado corazón de bala».

La consagración del lenguaje que se ejerce en la novela se ve además enriquecida por otras aportaciones estéticas del momento. Una de ellas es la cinematográfica, que además aparece explícitamente como candil de ánimas en el episodio dedicado a evocar la infancia de Camila (la técnica del flash-back está muy vinculada a ese arte), y se deja traslucir en la representación del movimiento -especialmente en los paisajes vistos desde el tren- o la peculiar plasticidad de la obra, así como su poderoso componente teatral. Tampoco se puede obviar la presencia de Gómez de la Serna, al que Asturias conoció personalmente, en expresiones que aplican la fórmula de las greguerías, también frecuentadas por Valle-Inclán y definidas como la suma de humor y metáfora; en la novela, las telarañas espuman el paso de los fantasmas, el amanuense tiene una cara pálida y pecosa de secante que ha bebido muchos puntos suspensivos, la niebla pone una venda a las calles, la llama cansada de la vela tiene mirada de miope, las araucarias son telarañas que cazan estrellas fugaces y las agujas del reloj son saltamontes que cuentan el tiempo a brincos.

Finalmente, hay que anotar dos últimas precisiones: la importancia de la técnica contrapuntística y del simbolismo onomástico. El contrapunto extrema el contraste entre degradación y lirismo, tensa violencia y distensión humorística, lo consagrado y lo vulgar. Es recurrente en el ritmo narrativo la sucesión de cada episodio nocturno, de muerte y de sombra, con los aromas y sabores de la mañana y su sensual luminosidad. En otro plano, los símiles evocan la solemnidad de tópicos culturales en imágenes de gran fuerza humorística por la desproporción del contraste: doña Chon tiene cara de garbanzo y ropa merovingia, y las prostitutas componen el cuadro de las tres gracias; el desarrollo de este recurso para oponer lo sagrado y lo sexual proporciona imágenes agresivas e irreverentes que evocan a Valle-Inclán y a Buñuel, como en el caso de la descripción de los graffiti que cubren las paredes de la celda de Fedina. Además contribuye a la técnica contrapuntística la presencia de una extensa galería de personajes cuyas voces aportan un perspectivismo que convierte la obra en relato coral, al tiempo que sus nombres contribuyen a su naturaleza arquetípica. Ese es el motivo de que muchos figuren tan solo por su apodo -Mosco, Patahueca- o su cargo -Auditor, secretario, amanuense-, mientras otros heredan valores preexistentes, bíblicos o literarios, como Abel Carvajal -injusta mente inmolado-, Judit Canales -que también ayuda a entregar la cabeza de un general- o Farfán, con reminiscencias del corpulento, bebedor y jactancioso Falstaff de Shakespeare y su fanfarronería ridícula. Camila es la protagonista hermosa y cruel de una égloga de Garcilaso citada literalmente en la novela y de un pasaje del Quijote (que también incluye fragmentos de las églogas garcilasianas) donde causa involuntariamente la destrucción de su marido por el dolor del amor traicionado (El curioso impertinente). Finalmente, Miguel Cara de Ángel presenta una doble analogía: con San Miguel Arcángel -es un ángel satánico, en la quevedesca inversión de valores que articula la novela- y con Cara de Plata, el personaje de Valle-Inclán que da título a una de sus Comedias bárbaras y representa la rebelión del hijo contra el padre, don Juan Manuel en este caso, asociado a la iconografía demoníaca en el marco de su ciclo mítico, dominado por las fuerzas de la hechicería y del mal. Todas estas referencias son además síntomas de un homenaje abierto a los maestros venerados: Cervantes, Shakespeare, Quevedo y Valle-Inclán.

Crónica, testimonio y profecía. A modo de conclusión

... toda dictadura es siempre una novela


Finalmente, nos resta abordar dos últimos aspectos que condicionan la trascendencia y significación de la obra: el lugar que ocupa en la genealogía de las novelas de dictador y el modo como en ella se confabulan la Historia y la ficción para ofrecernos un testimonio de época con proyección universal.

La filiación de El Señor Presidente con Tirano Banderas (1926) ha sido reconocida por Miguel Ángel Asturias, pero su afinidad no limita la identidad y autonomía de la obra ni tampoco su originalidad; además, son muchas también las distancias entre ambas, que pertenecen a una saga bastante nutrida de novelas con valor desigual. En el ámbito europeo destacan las de Francis de Miomandre (Le Dictateur, 1926), que tradujo en 1931 al francés Leyendas de Guatemala, Joseph Conrad (Nostromo, 1904) o Valle-Inclán, pero es en las letras latino-americanas donde más manifestaciones se nos ofrecen, producto de contextos dramáticos análogos. Desde la ya lejana Amalia (1855) de José Mármol, los alegatos contra el poder absoluto se invisten de múltiples formas y configuran un listado casi interminable, del que destacaremos tan solo la gran trilogía constituida por El recurso del método de Alejo Carpentier, Yo el Supremo de Augusto Roa Bastos -ambas publicadas en 1974- y El otoño del patriarca (1975) de Gabriel García Márquez, vinculadas tácitamente a la que aquí nos ocupa y de la que las separa una gran diferencia: El Señor Presidente es una novela de dictadura, mientras estas últimas son novelas de dictador. La obra de Asturias se desarrolla como parábola contra la irracionalidad del poder absoluto a partir de la proyección de la atmósfera de opresión y fantasmagoría, de inmovilismo y de miedo que pesa sobre la sociedad que la sufre. El tirano apenas aparece en la obra de un modo directo; es la acechanza invisible que motiva ese sobrecogedor pánico telúrico, y su naturaleza es mítica. Asturias considera que las dictaduras centroamericanas se distinguen por ese rasgo, y anota que por eso son tan importantes los terremotos, que de pronto devuelven a la sociedad a la realidad al comprobar que el todopoderoso tiene un poder limitado; el de 1917 es el motor de los movimientos sociales que desembocan en el derrocamiento de Estrada en 1920, y de ahí que aluda a él en más de una ocasión. Cuando el tirano fue encarcelado, nadie creía que se tratara del verdadero Señor Presidente, que aquel anciano tuviera algo que ver con la deidad maligna capaz de subyugar a todo un pueblo durante un tiempo casi eterno con su voluntad personal

Las tres obras recientes vinculadas con nuestra novela ofrecen variantes muy diversas que defienden su autonomía. La formulación de Roa Bastos reivindica la transgresión lingüística y la libertad barroca como reacción hacia el discurso monolítico; en ella el tirano, déspota ilustrado que se asocia especialmente con Gaspar Rodríguez de Francia -el mítico Karaí Guasú-, permanece en su propio infierno, condenado a ser juzgado eternamente por la humanidad y a ver repetido el magnicidio del que es objeto. Sin traicionador sus raíces paraguayas, Roa Bastos dota a su novela de una intencionada universalidad y comparte con la obra de García Márquez la ambigüedad de la muerte del tirano, entre la verdad y la ficción, repetida en un espejo eterno que la aparta de la historia convencionalmente entendida. Su vinculación con Valle-Inclán y Cervantes y su mestizaje lingüístico -la guaranización del castellano con juegos de palabras, metáforas insólitas y aglutinación de términos- la acercan también a Asturias. Igualmente, las otras configuraciones anotadas se mueven en un asfixiante tiempo circular, de eterno inmovilismo y límites desdibujados. Carpentier articula su versión desde un sorprendente humorismo mientras García Márquez ofrece una tremenda metáfora de la soledad del poder en un personaje patético -síntesis también de distintos dictadores reales, entre ellos Estrada Cabrera- dominado por la figura de la madre, perseguido por el miedo a un atentado, que llega a convertirse en espectador aterrado del carnaval de su propia muerte en la figura de su doble Patricio Aragonés, en una obra que se abre y se cierra con su fallecimiento y el paradójico fin de la eternidad. El sincretismo de las figuras en que se inspira caracteriza también al Primer Magistrado de Carpentier y su final, como en los dos casos anteriores, distancia, a esta novela de El Señor Presidente y su eternidad mítica. Exquisito afrancesado y déspota sanguinario al igual que Estrada (nombrado explícitamente en el capítulo XXII), como él negocia los intereses de su país con el imperio del norte, y en clave barroca, plena de musicalidad y plasticidad escultórica, recuerda también a Valle-Inclán con su alusión a las tierras calientes donde desarrolla la trama. El humorismo que destella en las páginas de esta trilogía se aleja de la mueca helada o carcajada esperpéntica que motiva Asturias para rebajar el objeto de su crítica y provocar una risa más distendida y libertadora.

En cuanto a las relaciones de la novela guatemalteca con el referente común a todas, Tirano Banderas, hay analogías importantes, como la afinidad estética con el expresionismo y la vigencia de lo mágico; el tirano de Valle-Inclán es también mítico, y su inmunidad a las balas se explica por un pacto con Satanás, según la superstición indígena. Pero también hay grandes distancias. El escritor español basa su estética en la luz estridente del carnaval y en un movimiento centrípeto que unifica y sintetiza elementos muy diversos para crear un prototipo de dictador, al que condena a muerte. Asturias en cambio parte del claroscuro sombrío y de una figura concreta para proyectarla en lo universal, con un halo sobrenatural que le otorga la ilusión de la inmortalidad. Además, el patriarca satánico que domina la escena con su presencia poderosa e invisible no es, como en caso de los modelos analizados, una creación literaria que sintetiza atributos de distintos dictadores. El Señor Presidente se identifica con un personaje histórico concreto, Manuel Estrada Cabrera, cuyos designios y represalias sufrió Asturias muy directamente. El hecho de que no se aluda a él de modo explícito se debe a la trascendentalización que por la vía mítica se ejerce sobre la Historia. La novela es escrita cuando ya el tirano ha sido desplazado del mando de la nación, pero la sucesión de dictadores que antes y después ocupa su espacio invita también al escritor a difuminar su figura, que admite multitud de lecturas. Sin embargo, El Señor Presidente contiene innumerables claves implícitas que revelan la personalidad del modelo original: el afrancesamiento, el miedo a los atentados, las supersticiones, el resentimiento social por sus orígenes humildes y su condición de hijo ilegítimo, la erotomanía, el alcoholismo, la consagración de templos a Minerva por todo el país o su autodesignación como nuevo Pericles, así como la brutalidad de los castigos ejemplarizantes, la arbitrariedad en el uso del poder, la conversión del país en una selva de espías o su imperio del terror. A pesar de esa niebla con que conscientemente se envuelve la historia para trascenderla, hay algunos datos que con sutileza identifican el momento que se recoge. En el plano espacial, una referencia al trópico y otra al Pacífico orientan sobre el ámbito geográfico; la alusión a los espacios concretos de Ciudad de Guatemala es clara para el lector guatemalteco pero no condiciona la lectura para el resto. En lo temporal, tres fechas se vislumbran: el atentado con bomba contra Estrada y el emparedamiento del italiano se producen en 1907, ya 1917 corresponde el movimiento sísmico que hace estallar el malestar social, así como la batalla de Verdón; finalmente, la retirada del apoyo norteamericano -comentada por el Señor Presidente al favorito en el capítulo XXXVII- se da en 1919, y coadyuva a su destitución en 1920.

Muchos otros guiños contextualizan la novela de modo secreto pero inequívoco. Los sucesos con los que se inicia la novela están extraídos de la realidad; el Pelele fue efectivamente encontrado muerto en el Portal del Señor, presuntamente asesinado por la policía secreta, en 1917, y este dato contribuye a situar el texto a la vez que paradójicamente confunde su linealidad temporal, pues abre y cierra el libro. El resto de los mendigos, protagonistas de los relatos que constituyeron la matriz de la novela, pertenecían también a la realidad de la época, incluso con los mismos motes o apodos (Tío Fulgencio, Chicamiona, Patahueca, el Mosco...), e igualmente verídicos son otros personajes, como el Auditor (Fernando Aragón, que también tocaba el órgano en la iglesia), el maestro de Asturias (Pedro Rubio, luchador de reconocido prestigio en la época) o el poeta José Santos Chocano, panegirista del dictador profundamente odiado, al que los estudiantes, en nombre de la poesía, deciden salvar de la muerte cuando Estrada es destituido. Sin embargo, Asturias vela este entramado histórico con alusiones a Bolívar, Napoleón, Tiflis, Atenas y multitud de referencias más que disuelven su localismo para abstraer su sentido final. Su novela se articula, en última instancia, como una propuesta abierta donde el lector tendrá la palabra definitiva y habrá de ejercer su interpretación libremente y sin condicionantes. En más de una ocasión se ha criticado a la obra por su presunto derrotismo resignado, por dejar vivo en sus páginas al tirano para la eternidad. Pero la lectura atenta contraviene esos juicios doblemente: hay personajes, como el estudiante prisionero que aparece en los capítulos inicial y final -alter ego del autor- o el prófugo Canales y sus hombres, cuya defensa de la insurrección no por sutil puede obviarse; lo mismo puede decirse del significativo diálogo de las tres voces prisioneras en un capítulo crucial, «Habla en la sombra», inspirado en la estancia real de Asturias en la cárcel cuando era estudiante; por otra parte, el contrapunto ya comentado de las fuerzas mágicas de la naturaleza abre el horizonte a la esperanza. De este modo el autor supera el maniqueísmo falseador y ofrece una visión totalizadora de la Historia con una intencional proyección de futuro que en alguna ocasión ha reivindicado explícitamente.

Todo esto, unido a su fructífero mestizaje, condiciona el valor fundacional de El Señor Presidente en relación con la nueva narrativa hispanoamericana al situarse en los umbrales de la gran innovación estética que vivifica esa escritura. Mito e historia, americanidad y vanguardia, teología y demonología, articulan una novela arquetípica, que desde el ritmo encantatorio de la palabra participa en la inauguración del realismo mágico al tiempo que trasciende las coordenadas de su momento concreto para alcanzar un sentido universal.

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