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ArribaAbajoCapítulo VIII

Sentimiento de lo humano e impotencia ante el prójimo


- I -

Los oscuros matices, las brumas en que se envuelve y transcurre la vida del americano, ocultan un íntimo constreñirse frente a la persona ajena, que ostenta tonos aún más sombríos cuando no los contemplamos en el exterior despliegue de la actividad social que todo lo disfraza con su ardor transitorio, sino en la fisonomía que ofrece la convivencia inmediata. A nada se resiste tanto el americano como a entregarse plenamente en sus relaciones; no obstante, nadie como él vive más desolado esta fase de su evolución, de ahí la huella tortuosa que deja en sus caminos el poderoso anhelo de superarla que experimenta.

La distancia y lejanía interior en los contactos que caracteriza el panorama de su vida, por la fragilidad de los vínculos humanos con los que ella se teje exacerba el ánimo expectante negativo, llenándolo de dolorosa ansiedad. En radical alternativa se vive el ser y no ser del hombre, para decirlo atendiendo al sentimiento como de inexistencia del otro que invade al espectador cuando se evidencia en su semejante la incapacidad de establecer relaciones personales hondas y duraderas. Poco importa la consideración de las formas aparentemente armónicas con que se reviste la vida familiar y colectiva; siempre perdura, de un modo entrañable, ese género de aislamiento o interior fractura que denominamos impotencia ante el prójimo. Esta actitud, testimonia por una parte el agudo experimentar el ser del otro yo y, por otra, aviva, como correlato psicológico de   —[108]→   esa misma disposición, la imperiosa necesidad de establecer vínculos simpáticos con el otro. Tal impotencia es vivida, además, en el oscuro sentirse a sí mismo como inactual. Ahora, quien a su vez la contempla y presiente desde fuera, cree asistir como a un decidido esfumarse de la personalidad ajena.

El contacto orgánico y espontáneo con los demás, latente ya en la afirmación de lo concebido como legítimo en sí mismo, siempre condiciona en el individuo un ánimo alegre, pues, de algún modo esa espontaneidad afectiva se origina en el percibirse actual respecto de sí. Por el contrario, la angustia producida por el desplazamiento de las motivaciones, por la conciencia de la lejanía y no ser del propio yo, limita la forma interior de los contactos sociales en el sentido de la máxima prescindencia compatible con la naturaleza de las relaciones interhumanas.

Proseguiremos en esta dirección las consideraciones anteriores sobre la soledad, iniciadas en la Primera Parte.

- II -

El sentimiento de soledad que más frecuentemente acompaña al americano, es el que surge por las inhibiciones que le impiden expresarse espontáneamente y que coartándolo, lo dominan. No se piense en una pura agudización de la soledad determinada por impotencia expresiva. La verdad es que dichas inhibiciones poseen una fuente de origen más profundo, nacen de la transitoria imposibilidad de establecer vínculos, en el sentido de un no poder integrarse vivamente en el prójimo. Es decir, se trata de una soledad motivada por honda intuición del tú, antes que por alguna suerte de irreductibilidad o desarmonía en las actitudes.

El desorden interior, la inestabilidad de su ánimo, la propensión a caer en el ensimismamiento, afinan la sensibilidad que le permite descubrirse como lejano de sí mismo. Nuestro hombre se conoce en la medida en que presiente la no coincidencia de sus reacciones con el remoto horizonte de sus motivos, en que sabe de la desproporción existente entre la norma interior inspiradora de sus actos y los actos mismos. Conocimiento de sí que, claro o confuso, infiltra inseguridad en su conducta, así como también la irresponsabilidad de quien siempre cree poder permanecer al margen y no influido por sus propios actos. Desconoce o pretende ignorar la debilidad o fortaleza que deriva de las propias acciones, ya que éstas acumulan   —[109]→   morales precedentes y elaboran la tradición de sí mismo. De este modo, llega a creer -y ello se revela en la ingenuidad que en ocasiones manifiesta para concebir la libertad-, que puede desvanecerse la sombra de las decisiones del pasado, sobre todo cuando son de naturaleza íntima. En este sentido, el americano es espiritualmente discontinuo, inactual, lo que colabora en la formación del sentimiento de extravío al ponerle en evidencia su estar profundamente solo ante los demás. De ahí deriva, por natural encadenamiento reflejo -todo le induce a ello-, su creencia en la inautenticidad de la persona ajena.

No hay soledad más dolorosa que la surgida de la contemplación de la lejanía en que uno se encuentra respecto de sí mismo, sobre todo cuando tal perspectiva recíproca caracteriza psicológicamente a todo un grupo social.

El americano es el cohonestador por excelencia, de donde fluye la suspicacia que aflora de ambos lados al iniciarse las relaciones. En esas amistades detenidas en un punto muerto afectivo, ensimismadas, que tienen como contrapunto la discontinuidad, parece que el individuo se dijera en solitario diálogo: «el que está conmigo no es él». Samuel Ramos, en su obra ya citada, El perfil del hombre y la cultura en México, esboza una descripción del «pelado» con proyecciones hacia la comprensión de la psicología genérica del mexicano. En tanto este escritor se mueve en el plano empírico y descriptivo, reconocemos la agudeza de sus observaciones, y en esto de la desconfianza, sin duda está en lo cierto: «La desconfianza de sí mismo -escribe- produce una anormalidad de funcionamiento psíquico, sobre todo en la percepción de la realidad. Esta percepción anormal consiste en una desconfianza injustificada de los demás, así como en una hiperestesia de la susceptibilidad al contacto con los otros hombres». «La nota del carácter mexicano que más resalta a primera vista, es la desconfianza. Tal actitud es previa a todo contacto con los hombres y las cosas. Se presenta haya o no fundamento para tenerla. No es una desconfianza de principio, porque el mexicano generalmente carece de principios. Se trata de una desconfianza irracional que emana de lo más intimo del ser».

Pero esta suspicacia que, a juicio de Ramos, no queda circunscrita para el mexicano al género humano, porque se «extiende universalmente a cuanto existe y sucede», no nos parece que se dispare al vacío, derivando finalmente hacia un apriorístico virtuosismo escéptico. La cautela ante el otro, refinada o abrupta y silvestre, no indica un recelar ante lo falso y engañoso,   —[110]→   o un dudar rencoroso y avieso, sino que representa un atisbo del extravío que domina a los que conviven en su círculo más próximo. A veces se manifiesta hasta jovial y alegremente suspicaz, como resignándose al hecho de que el comportamiento del prójimo, compensatorio de alguna deficiencia, representa la condición casi natural del extravío de sus semejantes. En este punto, la soledad del americano tiende a confundirse con el sentimiento de la criatura, en tanto que una aproximación a tal experiencia primordial se manifiesta ya en el hecho de contemplar al otro yo como preso en la urdimbre de elementos que implican azar y necesidad, momentos de arbitrio y determinación. Lo cual, en uno de sus aspectos es vivido en la primaria comprensión de los rasgos fisiognómicos que, en su movilidad señalan no sólo el insuperable condicionamiento de lo individual por lo genérico, sino, además, la visión de lo irracional en los motivos del otro. Y, en fin, puede ocurrir, cuando el curso de sus motivaciones se singulariza alejándose hasta lindar con lo para uno incomprensible, que ello abisme en una especie de vértigo ante lo irracional.

Caracterizándose el vivir del americano por su discontinuidad, sucede que sólo fugazmente penetran, por decirlo así, las conciencias unas en otras. Esto es, los rafagueos en que se tiene presente al individuo como forma íntima valiosa en su pura diversidad original favorecen, con su ritmo contradictorio, el descenso al ensimismamiento o las violentas y súbitas sensibilizaciones ante el prójimo. Tal discontinuidad es proclive al ánimo turbio, agitado por anhelos desordenados y fomenta la hostilidad dirigida incluso contra el propio yo. En cuanto a los demás, se les vive a través de una extraña impiedad estimulada por la contemplación de la ansiedad apetitiva, impiedad que en situaciones extremas se transforma en un rencor indeterminado. Pero no se detiene aquí el encadenamiento de estos fenómenos básicos. El espectáculo del desear vehemente que fluye del desorden interior, del impetuoso querer presagiado como una red que a todos aprisiona, induce al americano a atribuir una doble raíz a la índole propia del individuo y su acto (imaginada todo lo confusamente que se quiera, pero no tan débilmente como para no influir en la configuración de su conducta). La una está constituida por lo pensado como fatalidad general de la vida en comunidad; y la otra, como la raíz que alimenta los ocultos, pero verdaderos motivos de los actos. Aunque tal doble ascendencia parece restarle realidad a la imagen del individuo contemplado le confiere, sin embargo, cierta fuerza espiritual capaz de arbitrio.

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Así, pues, la concepción del prójimo se encuentra animada por las opuestas intuiciones de su ser y no ser; o vemos la fisonomía llena de presente y futuro, limpia del remoto tiempo de los motivos o la mirada vacía, ensimismada. Esta última es la mirada del jornalero chileno, del campesino que deambula por los caminos; mirar distante, lineal, que rompe la armonía de su ser y actuar en lo presente, en el que llamea la expresión de un vivir en el singular tiempo de los motivos. El ambiente de la novela mexicana Nayar, con su vaho de ensimismamiento e impotencia expresiva, de silencio y soledad, describe a través de los antagonismos del mestizo, modalidades de sombría convivencia, típicamente americanas (si bien, aún en la peculiaridad de lo autóctono encontramos manifestaciones universales del diálogo humano). Y en Nayar se dice: «Muriéndonos de indiferencia, de olvido. Pudriéndonos de odio sordo contra nosotros mismos». Y también: «Mestizos de primera mano, con fuertes caracteres indígenas, eternamente pensativos. Tienen los ojos perdidos en su pensamiento hasta cuando trajinan hostigando a la yunta». Pocas cosas desencadenan un sentimiento tan lleno de complejas virtualidades como la contemplación de esa peculiar desarmonía. Porque no sólo perdura como tal desarmonía: además la engendra en el otro. Por el inquietante desamparo e impotencia en que, por instantes, paraliza el ajeno hermetismo. Comprensible resulta, entonces, el fenómeno observado por Samuel Ramos: «El mexicano tiene habitualmente un estado de ánimo que revela un malestar interior, una falta de armonía consigo mismo. Es susceptible y nervioso; casi siempre está de mal humor y es a menudo iracundo y violento».

En resumen, entre todas las disposiciones íntimas así generadas destaca particularmente, aflorando en múltiples formas, el sentimiento de soledad, entendido dentro de los límites ya demarcados. Intuición de la persona ajena y soledad se implican, como íntima disposición que penetra hasta la más abigarrada vida de «partido» o de gran ciudad; se enlazan cuando la conciencia americana se representa a los individuos como hundidos en el azar interior y entregados a una pertinaz huida de sí mismos. Soledad que teje la red interior en que permanece aprisionado el yo por la desrealización del tú; desrealización que se acrecienta, a su vez, por el obscuro saber de la grieta profunda existente entre su ser actual y el mundo interior de los motivos.

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- III -

No debe despertar perplejidad el hecho de perseguir tenazmente el tema de la soledad en el hombre, ni menos sorprenderse de la existencia del «solitario» americano. Porque no se trata de «héroes del yermo», como designa Burckhardt a los primitivos anacoretas cristianos. De hombres conviviendo y actuando en soledad se trata. Además, ¿como extrañarse, si ocurre que vivimos un instante histórico de tan definitivo tránsito hacia la subordinación del individuo al espíritu colectivo? Pues la titubeante búsqueda del camino por donde el amor al nosotros acaso alcance la ingenuidad propia de una posición originaria constriñe, dialécticamente, al ensimismamiento.

Sabido es que las comparaciones entre períodos de transición, resultan muy fecundas como analogías históricas. Por eso es natural que Burckhardt que, como auténtico narrador, posee un fino sentido para distinguir lo legítimo de lo culturalmente inauténtico, prefiera describir aquellas etapas en que se enlazan lo vivo y lo muerto; en que se entremezcla lo ya agónico con actitudes que anuncian nuevas relaciones del hombre con el mundo. Describiendo el origen del anacoretismo y del monacato en la vida del cristiano de los siglos tercero y cuarto, dice con una universalidad que nos alcanza: «Hay un rasgo de la naturaleza humana por el cual el hombre, al sentirse perdido en el ancho y agitado mundo, trata de encontrarse a sí mismo en la soledad. Esta soledad habrá de ser tanto más cerrada cuanto más profundamente se haya sentido el hombre íntimamente desgarrado»54.

Hoy, en la sociedad contemporánea, el aislamiento, la impotencia, la soledad aumentan por un extraviado sentimiento de común destino, de igualdad, que tal vez consigue rescatar cierto grado de seguridad. Pero ello a costa de perder el espíritu de la comunicación personal en torno a lo diverso e individual en uno mismo sin el cual, como hemos visto, no es posible la verdadera compañía entre los hombres.

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- IV -

Cuando el americano percibe al individuo a través de la doble índole de su ser: actual e inactual, auténtico e inauténtico, vive entonces la soledad como expresión de una manera profunda de experimentar al prójimo. Más allá de todo insuperable aislamiento monádico, de todo núcleo inaprehensible oculto en la intimidad, así como de cualesquiera diferencias ideológicas, el americano es el hombre que convive con su prójimo mirando hacia dos mundos. Porque su soledad es la visión de la realidad e irrealidad con que se le presenta el individuo; es la aprehensión de esta peculiar desarmonía que se ofrece a su sensibilidad. se siente sólo frente a la persona ajena dado que detrás de esa imagen recela otra.

Analizando la historia de México, el mismo Ramos piensa que ella se orienta a través del desdoblamiento del sentimiento de la vida en dos planos separados, el real y el ficticio: «Si la vida se desenvuelve en dos sentidos distintos, por un lado la ley y por otro la realidad, esta última será siempre ilegal; y cuando en medio de esta situación abunda el espíritu de rebeldía ciega, dispuesta a estallar con el menor pretexto, nos explicaremos la serie interminable de «revoluciones» que hacen de nuestra historia en el siglo XIX un círculo vicioso». Sin duda que la consideración precedente resulta exacta, pero creemos que para comprender plenamente el «círculo» aludido es menester descender hasta la esfera de la convivencia inmediata en su inmensa complejidad. Teniendo esto presente, acaso muchos episodios de la historia americana mostrarían aspectos hasta ahora desconocidos junto a un nuevo sentido.

Destacando ahora lo positivo de esa duplicidad que registra el ensimismado en los demás, es menester insistir en que no sería posible saber del extravío sin el impulso de una poderosa necesidad de ser actual a sí mismo. Auxiliémonos tomando un ejemplo de la experiencia filosófica. La vergüenza que experimenta Alcibíades ante la presencia de Sócrates, vergüenza que le lleva hasta desear la desaparición del maestro, revela aquella visión primaria de la criatura donde lo general y lo singular en el hombre aparecen en su cabal realización. Cuando no se ha alcanzado un equilibrio moral, lo individual y lo general propio de la condición del hombre, se erigen contrapuestos en una desarmonía que denota, por decirlo así, no ser. En cambio, la plena actualidad de la persona produce la coincidencia de lo uno y lo otro. El sentimiento, agudizado por la presencia del filósofo,   —[114]→   de haber caído tan por debajo de sí mismo y de sus posibilidades individuales, es lo que le llena de vergüenza. Vergüenza, no soledad, porque Sócrates es con plenitud. De ahí, justamente, que diga también: «A veces vería con alegría su desaparición de entre los hombres; pero sé que si esto ocurriera, sería mucho más desgraciado todavía»55. Por el contrario, la contemplación, la intuición de cómo lo singular en el hombre penetra y se hunde en lo general por la senda negativa de lo impersonal e irracional, condiciona el profundo sentimiento de soledad y de vergüenza por el hombre. Ciertamente, de todo esto, el individuo no siempre es consciente, ni posee de ello un saber teórico, sino que al contemplar o vivir los dos órdenes de obligatoriedad -el individual y el general-, como contrapuestos y deformando la imagen de la persona, experimenta el extravío, la humana caída.

Cabe aún señalar, en Platón mismo, otro matiz espiritual en sus consideraciones en torno al sentimiento de la vergüenza, que nosotros interpretamos a través de la experiencia de lo interpersonal y su valor moral configurador, antes que en el sentido del puro ascenso racional del diálogo. Así, en el Sofista, distingue Platón dos posibilidades tendientes a educar y purificar el alma56. La amonestación del padre dirigida al niño, poseedora de una tradición de autoridad originaria, y la de la «crítica». En cuanto a esta última, la interrogación que no refuta, va desbrozando de impurezas el propio pensamiento del otro, hasta que llegando el hombre a entrever lo que verdaderamente piensa, experimenta vergüenza de sí iniciándose, merced a ella, su purificación. Liberación espiritual motivada por vergüenza de sí mismo, no estimulada en el diálogo Por otro recurso que el de poner a la persona ante sí como frente a un espejo. Es, pues, la vergüenza encendida por la propia inactualidad, que encuentra el camino de la superación también a partir de sí mismo.

Después de lo dicho, se verá que el proceso descrito atraviesa por los siguientes momentos: soledad, al advertir cómo el alma ajena encuéntrase sumergida en la oscura monotonía de lo general; vergüenza, porque la autenticidad   —[115]→   del otro le revela a uno su caída por debajo del personal señorío; y, finalmente, vergüenza también ante sí mismo, al evidenciarse el propio extravío interior. Lo cual representa, al mismo tiempo, la purificación final, que culmina en una especial disposición frente al otro, por cuya virtud el hombre conquista el poder de la intransigencia para sí y de la dulce humildad con los demás.




ArribaAbajoCapítulo IX

Necesidad de prójimo y temor al ridículo


- I -

Al estudiar la esfera propia de los fenómenos interhumanos se muestran nuevos matices y perspectivas, a medida que descubrimos nuevos encadenamientos y configuraciones en las conexiones internas que rigen esos mismos procesos. Tanto por el lado de su universalidad, como por la riqueza de las variaciones en que aquéllos encarnan históricamente.

En cuanto a lo último, ocurre que la ausencia de auténtica religiosidad explica ciertas peculiaridades del sentimiento de lo humano en América, aunque como ritual exterior ella influya en los individuos y los grupos, pero sin alcanzar a modelar su forma de vida. Esta falta de interiorización de lo religioso, no se manifiesta únicamente como desorden en la convivencia. Se revela, amplificada, en las organizaciones socialcristianas. En la trayectoria de dichos grupos y en el carácter de «militantes» de sus adeptos, no siempre pueden establecerse verdaderas diferencias con los miembros de otros partidos. Lo propio cabe decir por lo que toca a su transigencia en las alianzas con organizaciones poseedoras de ideologías poco afines.

Es un fenómeno semejante -en otro plano- a lo que sucede, en general, con el ateísmo en el mundo moderno. En él observamos que por revelarse el individuo incapaz de elaborar una concepción ética que emane de su propio ser, se extravía en medio de fanáticos ideales, compensando su falta de fe con el abandono a un tipo de impersonalismo que se manifiesta   —[116] →   como un voluntario querer anularse merced a una suerte de «primitiva» participación en el Estado57.

Por otra parte, la falta de religiosidad tendrá distinta repercusión en la convivencia, según que se tienda a una especie de totalitaria mediatización de las relaciones -acaso originariamente condicionada por esa misma ausencia de religiosidad-, o que actúe la valoración del hombre tomado en sí mismo. Supuesto lo último y dada la escasa interiorización de lo religioso asistimos -y no debe entonces sorprender- al despliegue de una gran riqueza de conexiones psicológicas particulares, que ahora intentaremos describir.

*  *  *

Si deseamos representarnos, en un boceto intuitivo, la posición íntima del americano en su mundo, a la que se subordinan sus modos de reaccionar, podríamos decir: Es tan honda su necesidad de prójimo y tal la intensidad de su continua presencia interior, que ella configura las más diversas formas de su ser y pensar. Pero, como también todo lo contempla desde sus ocultos motivos, viviendo simultáneamente su propia inactualidad, esta visión del hombre se convierte en su soledad, en sentimiento de desrealización de sí mismo y los demás. Pues el americano está agudamente sensibilizado para percibir las diferencias cualitativas existentes entre lo afirmado y la norma de lo afirmado, de donde surge su extrema suspicacia ante las actuaciones individuales o colectivas, manifestada de mil modos. Como fenómeno sintomático de un comportamiento social típico, esta forma de la presencia interior de la persona ajena, es un factor tan hondamente   —[117]→   significativo en la configuración de nuestras modalidades de convivencia, que todo lo penetra y anima con el particular dinamismo psicológico que le es propio. Es aquí donde, para el americano, se ubica su esfera de estremecimiento.

En estas profundidades anímicas, insondables casi, se origina también su complacencia en un aparente vivir sin designios. En ella debemos ver como una falta de fe en el hombre que llena de mutua suspicacia nuestra vida. Ese oscurecimiento del destino personal, con frecuencia destacado por diversos autores, posee como características principales un signo temporal; el cansancio ante largas expectaciones o intentos de planificar el futuro como, asimismo, la tenaz conducta irreflexiva y, en fin, el poder echar por la borda, en un instante, por atenerse al bien inmediato, posibilidades vitales que se ofrezcan a distancia. Bien. Pero es necesario tener muy presente lo positivo que encierra esta actitud.

A juicio nuestro, indicia falta de fe por intransigencia afirmativa como característica propia, más allá de las universales reacciones del hombre democrático pintadas ya por Platón en La República, donde destaca lo inestable de su conducta58. Si bien la verdad es que algunas manifestaciones de dicha intransigencia se descubren aún como una suerte de rencor dirigido hacia nosotros mismos. Así, puede leerse en la Radiografía de la pampa: «Lo nuestro no nos interesa porque aun guardamos rencor a lo que somos de verdad». Y si un protagonista, el poeta, en Raza de Bronce grita: «No tengo fe en nadie», antes que un sentimiento de inferioridad colectiva que inhiba toda espontaneidad creadora, hay que ver en ello hondas vacilaciones en el sentimiento de lo humano, henchido de afirmaciones. Y si ocurre que el chileno deja la apariencia de un desorden exterior, de anarquía en la forma de vida o incluso de dilapidación, es que obedece a cierta permeabilidad afectiva para los problemas del círculo de convivencia en que actúa. No integra una sociedad cerrada, llena de mezquina racionalidad y cálculo, sino que atiende al problema personal y económico del amigo como al suyo propio.

Aquella necesidad de prójimo que se manifiesta en la búsqueda de una convivencia armoniosa y creadora, aflora a través de diversas grietas en las que se rompe la continuidad de la vida, si bien en ello también finca un estilo colectivo. En efecto, en los más diversos estratos de la realidad social de América, se observa el cruce de los vínculos que se originan,   —[118]→   por un lado en el estar adscrito a una categoría social más o menos rígida y, por otro, con los que emanan de una particular experiencia del yo ajeno. El no sentirse, por ejemplo, significativo -lo que no sólo caracteriza el sentir de ciertas élites- expresa la ausencia de correlación interior entre le individuo y la sociedad así como entre el individuo y su prójimo. (Para una mirada superficial, por subordinar lo segundo a lo primero, únicamente la adecuación individuo-sociedad aparece como verdaderamente decisiva).

La impresión subjetiva de no ser socialmente significativo representa, en el fondo, una de las tantas manifestaciones del íntimo coartarse frente a los demás. Eso, del lado del sujeto; en cambio, al proyectar el individuo al mundo social la misma certidumbre de personal extravío, ella será vivida como la certeza de no encontrarse legítimamente representado por las formas de gobierno y sus dirigentes políticos59. Lo cierto es que, en general -en América, por dondequiera-, nada condiciona en el hombre tantas frustraciones e indecisiones, y por lo mismo tantas congojas, como el no sentirse encarnando una significación objetiva. Es una terrible forma de soledad en que lo singular en uno amenaza convertirse en algo socialmente degradante.

Que se observe una notable proliferación de hombres de partido, no indica que se haya anulado en ellos dicho sentimiento; por el contrario, se le evade o disimula en esa forma de acción que a menudo sólo encubre un imperioso anhelo de seguridad social. Este último signo de nuestra vida pública, explica ese género de desarmonía que se filtra incluso en los círculos o grupos políticos que aparentan la más luminosa racionalidad científica. Pues el americano siente y juzga su vida de militante como algo necesario, a manera de una fatalidad, sin la verdadera alegría de la acción, desprovisto de espontaneidad creadora. Del mismo modo, la autoridad del «jefe» no reobra en los militantes inervándolos de confianza recíproca. De ahí la típica inestabilidad interior de nuestras organizaciones políticas de izquierda. Porque el equilibrio de la conducta personal y el comportamiento general del individuo se encuentran estrechamente ligados al grado de vinculación orgánica con el prójimo la cual supone, como íntima disposición que la fundamenta, la capacidad para juzgar al otro en sí mismo, como valioso en su diversidad, en su ser distinto60.

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- II -

Intentemos todavía descubrir en profundidad otros estratos anímicos del fenómeno investigado.

Cuando los individuos se vinculan a través de nexos personales y diferenciados, no se encuentran tan expuestos a las explosiones irracionales del ánimo. La relación existente entre dos individuos cuando se genera una discusión que culmina en momentos irreflexivos, adquiere el ritmo de un vaivén en que la íntima disposición hacia el amor o el odio -si se trata de relaciones afectivas-, oscila entre la visión de la plena singularidad del interlocutor y el hecho de adscribirlo a lo impersonal. La fractura del vínculo corre pareja con la incapacidad -o inhibición- para, en la circunstancia determinada, juzgar y valorar al hombre en sí mismo, desarraigándolo de cualquiera urdimbre externa. En todo trance o conflicto afectivo, la violencia marcha unida a la pérdida del contacto diferenciado con la persona ajena. Irracionalidad de los vínculos y mediatización de los mismos, siempre se tocan en un punto. En otros términos, toda explosión afectiva de este tipo representa una caída en el impersonalismo. Además, el conocimiento del mecanismo interpersonal de la violencia, muestra que la generalización de la imagen del prójimo no es algo inherente -como cree Simmel- a la esencia de las relaciones humanas, sino que se limita a revelar un carácter negativo de las mismas.

Volviendo, ahora, al ejemplo anterior, y prescindiendo de la índole del motivo que impulse a la disputa -ya que es indiferente que se trate de pugna de intereses o de poner en duda la legitimidad de un afecto-, ocurre que el nivel de diferenciación en la referencia al otro señala rumbo al conflicto. Pero no es sólo eso lo fundamental aquí. Si la forma interior de la relación, por el mismo descenso de aquel nivel, se limita en un instante a un agudo sentimiento de incomprensión, el individuo que se siente incomprendido experimenta al propio tiempo, paradójicamente, el ser del prójimo hasta la desesperación. Porque al percibirse uno como   —[120]→   degradado por el otro en lo universal, comienza a ver en la ajena impotencia para individualizar, una suerte de animal o instintiva rigidez. Pero, por otra parte, también ello supone que tales enlaces momentáneos de incomprensión condicionan una extrema finura del sentido para captar lo singular, compensatorio del sentirse uno rebajado en lo general. Es decir, la proyección en lo universal, tanto como la percepción de lo individual, se fusionan en la experiencia del otro de tono sentimental negativo.

Una honda expresión del sentido que posee para el hombre la presencia de lo humano singular, lo encontramos en el sentimiento ambivalente que ella inspira cuando su imagen deslumbra y anonada. La percepción de lo singular cede entonces su lugar al pavor ante lo demoníaco, pues la indeterminación extrema de una particularidad en la persona se intuye como irreductible, en el sentido de no aparecer como susceptible de establecer vínculos con ella. Así, es propio de ingenuas creencias populares pensar que el carácter, concebido como peculiaridad anímica que encarna en un sujeto, posee algo de demoníaco y, paradójicamente, de impersonal (en cuanto se presiente que ese demonismo impide la auténtica reciprocidad de los contactos)61.

Tal ambivalencia -simultáneo amor y repulsa por lo único- arraiga en la voluntad misma de querer aprehender espiritualmente lo individual, Esta asimilación de lo singular a lo anormal y demoníaco, se encuentra dramáticamente descrita en un pasaje de la novela Hambre, de Knut Hamsum. El protagonista experimenta, angustiado, el sentimiento de que escapa a la comprensión de su amada lo más querido de su ser, al propio tiempo que sus reacciones son interpretadas por ella como morbosas desviaciones: -Sí, sí -dice-, veo el miedo en sus ojos. Dígame usted que me cree loco; sí, usted lo siente así vivamente. No, mi singularidad no la comprende usted; le da a usted miedo, un miedo incontenible».

Entrar en relación inmediata con un individuo, amar, es perseguir lo singular, pero una singularidad que se norma a sí misma en lo universal   —[121]→   o propio del hombre. Sin embargo, en la ley interior que nos domina se percibe una necesidad que fluye de la vida misma, o de nuestro ser como tal individualidad. Y si, a través de las infinitas diferencias cualitativas en que se intuye a la persona ajena, sólo excepcionalmente un comportamiento cobra la apariencia de lo demoníaco, la visión de lo individual en lo universal siempre es vivida como doloroso o alegre constreñimiento, según que lo personalmente necesario brote o no como una fuerza natural, independiente de toda potencia exterior. En tal caso, la vivencia de lo legítimo en sí mismo (que en su indeterminación puede llegar a percibirse como anormal o demoníaco), se experimenta con especial plenitud ante la presencia de la criatura.

Pero aún no hemos recorrido por entero la compleja órbita propia de estas fundamentales conexiones psicológicas. El saber de la coincidencia de lo único y lo valioso engendra un sentimiento de obligatoriedad hacia la persona humana, tanto como su misma presencia es capaz de desencadenar los más hondos conflictos y antagonismos anímicos. Podría hablarse de una experiencia esencial de la captación de lo valioso y heterogéneo a uno mismo, como de la obligatoriedad moral de lo interpersonal. Y ello en varios sentidos. Recurriremos a dos ejemplos: uno tomado de la esfera de la experiencia religiosa, donde lo heterogéneo respecto de uno aparece como inconmensurable con la propia esencia (R. Otto); y otro extraído del mundo de las creaciones literarias, donde la búsqueda de la legitimidad del vínculo extrema el anhelo de lo singular al punto de hacer desvanecerse casi la relación perseguida.

En el pasaje de sus Confesiones en que trata de cómo la palabra de Dios habla al corazón, San Agustín describe la ambigüedad de su sentimiento al percibir el Principio supremo: «¿Quién podrá comprender esto? ¿Quién podrá referirlo? ¿Y qué es aquella luz que en mi interior como entre sombras diviso, que hiriendo mi corazón sin ofenderle, al mismo tiempo me horroriza y me enamora? Me espanta, digo, por la desemejanza que hay en mí respecto de dicha luz; y me enamora, por la semejanza que hallo de mí a ella»62. Esta experiencia agustiniana de un simultáneo sentirse como semejante y desemejante, se desenvuelve en torno a un núcleo inalienable de interiorización de lo percibido, vale decir de afirmación de la propia intimidad. Pues, mientras más hondo parece el abismo cualitativo existente entre lo semejante y lo desemejante, tanto   —[122]→   más significativa y cósmica se revela la unidad que se establece entre el universo y lo íntimo.

Mas, cuando acontece que esta misma experiencia de la interiorización dialéctica de un contenido, posee como designio la busca de un contacto inmediato fundado en la cabal diversidad entre uno y la amada, esa distinción, lejos de anular el vínculo le confiere también la cósmica legitimidad de lo único e irrepetible. Con todo, cuando este sentimiento se extrema, o se limita a una búsqueda del nexo particular sin que la conciencia del ser distinto y querer ser amado como tal alcance hasta una esfera ético-religiosa, se produce un aniquilamiento subjetivo del vínculo. Así le ocurre al personaje de la obra de James Joyce, Desterrados. Ricardo persigue angustiosamente una relación humana desprovista de mediatizaciones, inmediata. Pretende ser amado sólo por sí mismo. Dice a su mujer en el acto tercero: «No te deseo desde las tinieblas de la fe sino desde la viva inquietud de la hiriente duda. Retenerte sin ataduras, ni siquiera de amor, estar unido a ti en cuerpo y alma, en pura desnudez... eso es lo que ansiaba».

Existe en los hombres un eterno afán de amarse únicamente a través de sí mismos. Pero el orden en que se concibe dada la legitimidad de las relaciones, es vivido por cada pueblo o período histórico de un modo particular y característico. Siguiendo ese orden cabe remontarse hasta la concepción de la vida de épocas enteras. Por eso, el conocimiento de cómo se juzga entre nosotros lo auténtico en los contactos sociales, lo consideramos de importancia primaria.

- III -

El plano en el cual lo universal en el hombre aparece encarnado en lo individual, es aquel en que el sujeto puede observar, contemplar y presentir en el prójimo el desplazamiento, la lucha de sus motivos. La intuición de semejante extravío o tortuosidad del alma ajena conjura verdaderamente, aunque resulte extraño, el temor a que su simpatía por lo singular se proyecte en formas vitales lindantes con lo inaccesible o irracional. Es la tranquilizadora evidencia de la caída en lo típico.

Naturalmente, no se trata aquí de la aprehensión de categorías lógicas, sino del hecho de que el implicarse de una y otra forma del ser personal, fundamenta la posibilidad de la captación inmediata del sentido   —[123]→   de las expresiones. Más aún: el sentido de un rasgo fisiognómico cualquiera, lo intuimos y comprendemos, de una manera enigmática, en este suponerse recíproco de lo individual y universal. Y del mismo modo como vimos que la necesidad de prójimo propia del aislamiento subjetivo, agudizaba la mirada para percibir el extravío, justamente porque la impotencia para establecer vínculos directos se origina en la falta de autodominio, en la inactualidad; del mismo modo, el saber de la lucha de los motivos en el alma, la percepción del individuo en su ser único, superando las inhibiciones que impiden la real proximidad interior, engendra un poderoso y juvenil sentimiento de liberación, de libertad personal.

Porque el hombre no se juzga ni se siente verdaderamente libre sino en cuanto su espontaneidad expresiva arraiga en la aprehensión diferenciada del alma ajena. Ciertamente que el dinamismo por el que se integran y configuran en la psique estas formas de ser y reaccionar se revela, por momentos, inasible, y en cuanto al sujeto que las vive, tampoco se le muestran con claridad y distinción teóricas. Sin embargo, esta experiencia moral de la persona estimulada por expresiones que se desplazan respecto de los verdaderos motivos animadores, es tan primaria como la comprensión de las expresiones fisiognómicas. Algunas maneras de reaccionar que se acostumbra a explicar recurriendo a la hipótesis de una conciencia colectiva, resultan comprensibles por ese vincularse peculiar a través del tiempo de los motivos, que prueba ser el sustrato o fundamento psicológico con que se entreteje el orden o desorden de convivencia de un grupo humano. En efecto, el hecho de aproximarse interiormente al otro al contemplar el desajuste de las actitudes respecto de los motivos de los actos, explicaría la súbita y mutua comprensión que cabe observar entre ciertos sujetos y, especialmente, en individuos fuertemente traumatizados o resentidos. En la literatura universal encontramos descritos numerosos casos de relaciones que se establecen a partir de motivos ocultos. Los personajes del mundo de Dostoyevski se mueven en función de certeras evidencias referidas a futuros actos del prójimo, meramente previstos. Y se unen, además, por este mismo hecho, creando contactos que dan lugar a una urdimbre psicológica en apariencia incoherente o fantástica. Igualmente podría interpretarse el presagio, el presentimiento o el augurio en los personajes del género trágico.

Lo cual, por cierto, está muy lejos de concebir que la atmósfera espiritual de los resentidos es un mundo ideal de clarividencia para el conocimiento del alma ajena. Significa, solamente, que la necesidad   —[124]→   de prójimo y la continua presencia interior de los demás, favorece en ellos la intuición del verdadero signo de los estados internos. Cosa que tampoco excluye el desarrollo de aquel particular género de resentimiento que se disimula en un justificarlo, comprenderlo y perdonarlo todo, por imaginar cualquier acto como propio del hombre. Es la venganza de la comprensión, que permite un resentido y complaciente mirar el mal.

Cuando tenemos la certeza de que alguien miente o justifica su conducta reprobable desviándose, al hacerlo, del verdadero curso de los motivos, contemplamos una especie de desajuste fisiognómico y expresivo total; verificamos la no coincidencia entre la figura física y la figura psicológica. Es una desarmonía que pendula como entre dos planos del ser personal, en cuanto que por ese desajuste, por el desplazamiento de los motivos, vemos deslizarse a la persona por debajo de sí misma; sucumbir en el torrente de lo general, en lo limitado, instintivo, oscuro e impersonal. Todo ello visto con tanta seguridad como desazón del ánimo, ya que la inautenticidad despierta un turbador sentimiento de desrealización del otro, de su impersonal metamorfosis.

A esta altura de la descripción de la experiencia de la persona ajena, cabe abstraer los siguiente momentos psicológicos que en la vida íntima se unifican y fusionan: a) sentimiento de desamparo ante la inautenticidad del otro yo, por la intuición de b) lo universal e individual, de lo racional e irracional aflorando negativamente en c) el desplazamiento o desajuste de motivos y expresiones; y finalmente, d) que la percepción de la inactualidad de los demás suscita peculiares reacciones de obligatoriedad, precisamente porque tal visión únicamente se erige ante quien posee honda necesidad de prójimo. Todo lo cual, a su vez, se encadena al originario saber de que en la posibilidad de establecer vínculos espontáneos y orgánicos con los hombres, se alcanza libertad e íntima plenitud.

Esta intuición de lo individual, representa un género de conocimiento de sí mismo orientado en un sentido particular. Esto es, presentir el desplazamiento de las motivaciones, de las expresiones respecto de aquéllas, elabora un vivir oscilando entre dos mundos; condiciona una interior inestabilidad que causa desazón, angustia, sentimiento de irrealidad, pero que lleva implícita la posibilidad, presagiada, de poder crear contactos diferenciados con el prójimo. De ahí que al vivir el individuo permanentemente coartado e inhibido frente a sus semejantes se vaya debilitando en él, paulatinamente, el sentimiento de la existencia, aun cuando no llegue a   —[125]→   dudar de la realidad de su yo o del mundo exterior. Porque una de las fuentes de origen del criterio para discernir la realidad y libertad personales, reside en la capacidad primaria para establecer vínculos humanos creadores.

¿Quién no ha observado decantarse una casi hostil inquietud, precedida de un íntimo coartarse, que penetra como bruma las reuniones de los hombres de nuestro pueblo? Tensa inquietud que para el americano se hace insoportable si no se genera un vínculo personal, o si no aparece un objeto o un hecho cualquiera que unifique la atención; insoportable, sano que la impotencia frente al prójimo inhiba las reacciones provocando la caída en el aislamiento o que, por el contrario, superando transitoriamente este estado se produzca en el sujeto el deshielo del hermetismo, una desbordante manifestación de cordialidad. Cede así, por este camino, la desazonadora tensión anímica, favorecida por los contactos impersonales, y la persona se percibe como libre: el sentimiento diferenciado del prójimo constituye su libertad. Entonces se hace posible aspirar, como diría Montaigne, a «que la multitud os sea uno y uno os sea toda la multitud»63.

Luego de señalar este matiz psicológico de autoctonía, que se añade al fenómeno que hemos venido describiendo en su universalidad, seguiremos unos ocultos senderos interiores que conducen al conocimiento de peculiaridades del sentido del ridículo enlazadas al hecho más básico dado en el coartarse ante los demás.

- IV -

No se agota con lo enunciado la significación que encierra este aspecto de la vida americana que se revela en el coartarse, ni con proclamar el temor a hacer el ridículo como una de nuestras disposiciones psicológicas más típicas. A menos de destacar el hecho de que esa extrema sensibilidad para rehuir lo extraño y singular obedece a una experiencia de lo humano que aun deja una estela de vacilaciones en su desarrollo de la individualidad. En este sentido, dicho sentimiento se rige en el chileno por una como falta de alegría originada en un desajuste de convivencia. Entre otras muchas manifestaciones inhibitorias, el verdadero temor al ridículo se descubre en el temor a singularizarse, ya sea en el vestido o en la conducta.   —[126]→   Por lo que se refiere al comportamiento en sociedad, se trata de ser cortés para conjurar cualquiera reacción muy característica, antes que por estimar la cortesía como valiosa en sí misma.

Adolfo Menéndez Samará se ha ocupado de esta actitud, aproximándose un tanto a la comprensión por el sentimiento de lo humano64. En efecto, también en el mexicano, desde el ser contemplativo, pasando por el temor a distinguirse en el uso del vestido, hasta la cortesía misma, le parecen a este escritor tonalidades de las formas de vida reveladoras de miedo a la singularidad dependiente de algún desajuste de convivencia. La postura contemplativa del hombre de la planicie la juzga como inhibición de sí mismo ante la posibilidad de parecer ridículo. Y del vestir, dice: «Los varones raras veces usan colores llamativos en sus trajes; pretenden ambos sexos, desaparecer en el conjunto anónimo para no correr el peligro de caer en el ridículo. En ningún lugar del mundo la juventud es tan parca y fúnebre en su tocado como aquí». Incluso la cortesía no le parece estar motivada por un cabal espíritu de sociabilidad: «Es una mezcla de timidez y ansia por conquistar un criterio favorable a la misma cortesía, pues no ser tal, es ridículo». Finalmente, a Menéndez Samará este sentimiento se le muestra como regulador de la convivencia; es decir, el temor de parecer ridículo acaba polarizándose en el afán de crítica mordaz. Pero la propensión a la crítica no la juzga como un complejo de inferioridad del mexicano, sino como una manifestación más desarrollada de la autocrítica que exaltando lo normal excluye lo singular.

Las consideraciones precedentes, que juzgamos necesarias por constituir el temor al ridículo una actitud característica, en general, del americano, nos invitan a aventurarnos más allá de la pura descripción del fenómeno. ¿Por qué ese temor? La misma incapacidad -destacada ya en páginas anteriores-, para establecer vínculos orgánicos, espontáneos; el mismo impulso de retracción, que parte del hermetismo, actúan aquí. Ensimismamiento, impotencia expresiva, miedo al ridículo, inhibición del desenvolvimiento de la individualidad, enlázanse estrechamente. Por eso, aplicaremos a nuestro mundo la conocida observación de Jacobo Burckhardt al describir el despertar de la personalidad, quien muestra cómo entonces no se temía la singularización, en ninguna de sus formas (lo cual para nosotros equivale, según hemos visto al tratar del Renacimiento, no a un comienzo absoluto, sino a un momento, históricamente diverso, del proceso universal de interiorización de lo personal): «en la Italia del siglo XIV   —[127]→   se sabe poco de falsa modestia e hipocresía. Nadie teme llamar la atención, ser distinto de los demás y parecerlo». Y en una nota, Burckhardt aún agrega que «por el año 1390 no había en Florencia moda imperante en la indumentaria, pues cada uno se vestía según su manera y según su gusto especial».

Por su parte, en la Filosofía de la moda sostiene Simmel, con la agudeza que le es propia y limitándose a los motivos sociales que la hacen posible, que aquélla persigue la simultánea exclusión e inclusión del individuo en un grupo y, particularmente, en una clase. De este modo, la ausencia de una estructura o jerarquía de clases, sería la razón negativa que explicaría la falta de una moda dominante, ya sea entre los bosquimanos o en la culta sociedad florentina del siglo XIV. Pero Simmel no hace más comprensible nuestro peculiar temor al ridículo, aun cuando acepta que en la imitación se satisface el anhelo de fusionar lo singular con lo general, ni cuando reconoce que el débil rehuye la individualización o piensa, además, que existe una proporcionalidad entre «el impulso de individualismo y el de inmersión en la colectividad». Tampoco alcanza a tocar el fondo del problema debatido al referirse al temor a la vergüenza como castigo por atreverse a burlar la norma general. En la descripción de ésta tanto como de otras tendencias sociales, tropezamos con un juego de antagonismos que no siempre cabe atribuir a peculiaridades de la sociedad americana, sino que, al contrario, posee un contenido y una significación universal que tramonta lo puramente autóctono. Mas, si las proporcionalidades formales entre lo individual y lo colectivo a que recurre Simmel, no bastan para fundar el conocimiento objetivo de esta realidad, entonces, lejos de caer en afirmar una autoctonía antropológicamente absurda, deberemos buscar por otro camino -tal como lo intentamos en el presente estudio- la real universalidad en que nos movemos. El conocimiento de las oscilaciones propias del sentimiento de lo humano, nos guía al centro vivo de nuestro orden espiritual de existencia. Con su doble dirección dialéctica que, desde la pureza e inmediatez del vínculo espontáneo corre hacia la actualidad interior del sujeto; y, recíprocamente, a partir de esa plenitud misma permite alcanzar el contacto inmediato éticamente liberador.

Si dirigimos ahora la mirada hacia algunas manifestaciones del lenguaje, también se descubre en él la estela de ese tenso -aunque aparente no querer singularizarse. Anota Américo Castro, tratando de los arcaísmos de la lengua de Buenos Aires y, particularmente, de la adopción de portuguesismos   —[128]→   como papelón, que su injerto «rima plenamente con la actitud de recelo social en que vive el argentino, siempre temeroso del qué dirán, un síntoma más de la ausencia de normas internas y firmes». Insistiendo en lo mismo, Martínez Estrada piensa que «se escribe mal porque avergüenza escribir bien; se adopta modelos incorrectos porque no quiere uno someterse».

Volviendo al punto de partida, podemos decir que su fina sensibilidad para el ridículo muestra sólo otro aspecto de la impotencia expresiva, hondamente arraigada en el alma americana. Es el íntimo aislamiento, el hermetismo, que tornan evanescentes los perfiles de la individualidad en un mundo que, en apariencia, evita los contactos personales; que, paradójicamente, los rehuye por amar al hombre en sí mismo, por un verdadero titanismo o austeridad en la convivencia. Mas, en esa tensa disposición interior, duerme su futuro cultural. Por eso, abandonando cualquier tono sibilino, intentemos sacar a la superficie su mecanismo espiritual más recóndito.

- V -

Parecería, de pronto, que se erige ante nosotros una contradicción que amenaza obscurecerlo todo con su sombra inquietante. Porque la historia nos advierte que en el Renacimiento existía aquella indiferencia por parecer insólito, paralela al desenvolvimiento de lo individual; en América, en cambio, se pone de manifiesto un ideal del hombre en cuyo escenario íntimo se destaca la actitud del coartarse y la hiperestesia para lo ridículo como inequívoco acompañamiento. De tal suerte que se trataría de una contradictoria experiencia de lo individual donde el temor al ridículo no indica precisamente un adormecimiento de la personalidad, como debería ser en el caso de generalizar a nuestra realidad el criterio y las conexiones de sentido establecidas por Burckhardt. La verdad es, para decirlo de inmediato, que una distinta experiencia de lo individual en conexiones espirituales particulares, aviva igual temor.

¿En qué reside entonces lo diferencial? En el fondo, según veremos, se hace presente el mismo mecanismo antropológico primario dado como un no querer derivar, en la conciencia del otro, negativamente, hacia una universalidad degradante. Sin embargo, ¡cuánta limitación y oculto temor, no hay en la soberbia que se despliega como anhelo de parecer distinto de los demás! En el virtuosismo de proclamar lo único en uno, bien que   —[129]→   con otros signos y apariencias, se delata una cautela semejante a la que muestra el evitar descubrirse ante los demás singularizándose desaprensivamente. De nuevo se actualiza aquí el problema de la experiencia de lo individual y su variabilidad histórica.

Veamos, ahora, qué se nos revela si miramos el ridículo desde fuera, objetivado, desde el lado del espectador, guiados por la esperanza de divisar la clave adecuada para la comprensión de lo diferencial en los dos casos que se analizan. Esto es, cómo ocurre, cuál es el mecanismo psicológico por el que se unen indiferencia a hacer el ridículo e individualismo, por una parte, y encontrarse agudamente sensibilizado para dicho sentimiento deseando al propio tiempo la aprehensión directa del prójimo, por la otra. Debemos también hacer abstracción del hecho de por qué es, en general, una persona ridícula, lo cual no es lo mismo que la especial sensibilidad revelada para ello ni los motivos que la animan en las distintas circunstancias sociales. Como notas externas, Bergson destaca que la persona se torna ridícula merced a una suerte de «distracción» que se agrega a ella desde fuera, «sin incorporarse a su organismo, como un parásito». De donde, enlazando luego dicha observación con el hecho de lo cómico, concluye que lo cómico siente instintiva afinidad por lo general65. En consecuencia, no debe sorprender que afirme, enunciándolo con el carácter de una especie de ley psicológica, que siempre causa risa el ver convertirse una persona en cosa. Y siguiendo el mismo curso de razonamientos, dirá que lo ridículo se presenta cada vez que se pueda tener la impresión de una «rigidez mecánica» en el otro. En fin, para Bergson, nada de esto tiene sentido en el aislamiento.

En su estudio sobre el pudor, Scheler afirma que tal sentimiento protege al individuo y los valores que encarna, de la caída en la esfera de lo genérico. Por eso, en cuanto asimilamos, de alguna manera, ridículo, vergüenza y pudor, advertimos también que Bergson, Simmel y Scheler se tocan sutilmente en un punto. Scheler con Bergson, por lo arriba expuesto, y con Simmel por aquello del temor a la vergüenza como castigo por burlar la norma general.

En resumen: Pensamos que únicamente peculiaridades de la experiencia del prójimo explican el espejismo de aquella amenaza de una desconcertante contradicción en los hechos mismos. Esto es, el conocimiento de la relación existente entre forma interior del aislamiento, ideal del hombre y tipo de comunidad anhelada, así como el cambiante nivel de   —[130]→   interiorización de lo personal, permite comprender que dado un poderoso sentimiento de lo individual, en un caso exista hiperestesia e indiferencia, en otro, por el ridículo. Siempre, por cierto, dentro del marco general de la primaria sensibilización frente al otro. De ahí, según ya quedó dicho, que el virtuosismo manifiesto en el tenaz querer singularizarse, oculta también disfrazados temores, y verdaderamente es una forma de coartarse. Sin embargo, no podría decirse que en el Renacimiento, igualarse al otro, hubiera resultado degradante, a manera de una caída moral, y ello no en general, sino con los matices con que se experimenta entre nosotros.

Justamente porque sólo en el amor al hombre tomado en sí mismo, concebido como valor supremo, en la necesidad de actualidad personal, en la pasión de realidad, en el deseo de autodominio y en el sentimiento del nosotros a él vinculado, todo deslizamiento hacia el mundo inferior o subterráneo de lo mecánico, instintivo, general, se experimenta esencialmente como alejamiento de esa posibilidad de plena autonomía y libertad frente al otro y en el vínculo con el otro.

Por último, anida, pues, en la vergüenza original, un imperativo de realidad; voluntad de despertar lo real en vino mismo y en el mundo tendiendo a la conquista de plenitud y alegría en la relación con los demás.

Llegados a esa etapa y ausente todo soberbio sentimiento de lo individual -lleno de disimulados temores y debilidades del ánimo- tampoco se experimenta soledad o vergüenza frente a la persona ajena. El miedo al descenso psicológico en lo general, biológico y mecánico, arraiga en una aspiración a convivir desde lo esencial en uno mismo, en una necesidad de prójimo que no cabe satisfacer -y ello se presiente- a partir de los estratos inferiores del ser, en que uno se va alejando dolorosamente de sí y del otro.




ArribaAbajoCapítulo X

Dialéctica del sentimiento de lo humano


- I -

La real dependencia de las formas de vida individual de la disposición espiritual básica designada como necesidad de prójimo, condiciona el hecho de que especiales relaciones funcionales coordinen las distintas actitudes psicológicas. Los antagonismos anímicos crean entonces su estructura   —[131]→   polar en una dirección específica, por lo que el odio, v. gr., se manifiesta como lo contrapuesto a la libertad personal. Si el sentimiento -y la realidad de la libertad- se originan en una índole particular del vínculo humano, sucede que por la ausencia de éste se elabora su contrario, no en la dirección ideal del opuesto lógico, por tanto, en este caso como experiencia de encadenamiento, sino en el sentido de una antítesis dada en la convivencia, que marcha del nexo personal a lo impersonal. Delátase, pues, la presencia de originales conexiones espirituales internas en la ley de sucesión propia de los fenómenos interpersonales. Por eso, cuando el hombre no es interiormente libre, un sentimiento de hostilidad hacia los demás da el tono afectivo al estilo de vida.

Expresado en otros términos: destácase aquí la fusión psicológica de hostilidad y encadenamiento, a manera de contrafigura interior del enlace existente entre aprehensión directa del prójimo y libertad. Polaridad de disposiciones que se comprende sin más, siempre que se tenga presente la experiencia básica que anima y confiere sentido a toda la compleja -y a veces contradictoria- dialéctica del sentimiento de lo humano: que el hombre sólo se percibe como libre entre libres. Porque el verdadero sentimiento de libertad trasciende siempre en la dirección de vivir un común destino, de vivir en solidaridad espiritualmente urdida con la referencia al otro. Quiero decir que la libertad se erige como una expresión de lo interpersonal, de vínculos directos, puesto que en ellos se funda.

La certidumbre de padecer un común destino agudiza también esa hostilidad. Es lo que acaece, con incontenible violencia, entre las masas, donde la mutua contemplación de lo adverso, hiriendo a uno y otro, favorece las reacciones de odio y resentimiento66. Lo cual se verifica, en especial, cuando   —[132]→   las relaciones sociales se deshacen en una esfera neutra, mediata e indiferente y el anhelo no logrado de nexos espirituales inmediatos deriva, por último, hacia la hostilidad dirigida al otro yo, que resulta ser la consecuencia inevitable del impersonalismo.

Con el análisis que precede aún no queda caracterizado ese proceso de recíproca animosidad. Hay que distinguir aquí los varios planos y matices en que se manifiesta este fenómeno, los que a su vez representan una veta sintomática de las experiencias particulares en que se fundan. Distinguir lo que estimula el amor al prójimo, el anhelo de identificarse con el valor espiritual entrevisto en el otro, y la unificación en lo impersonal por visión de lo puramente semejante en el alma ajena. Lo primero puede conducir al fanatismo religioso, en el que las exigencias ascéticas impuestas al propio yo se manifiestan hacia afuera en implacable intransigencia. En cuanto a lo segundo, al odio proyectado sobre los demás en virtud de la conciencia de una impersonal igualdad, como odio está verdaderamente motivado por la falta de verdadera compañía, que esa misma semejanza condiciona; en fin, por soledad ante el otro, por pérdida del sentimiento de libertad la cual sólo adquiere sentido enfrentado a lo espiritualmente diverso en el alma ajena. De ahí que conciencia profunda de solidaridad colectiva y saber de un común destino, únicamente engranan armoniosamente a partir de una experiencia diferenciada del otro yo. Más allá del fenómeno general de la ambivalencia en el amar y el odiar, puede decirse que cada pueblo reacciona elaborando formas de hostilidad características, según el carácter de su ideal del hombre y el grado en que éste se realice en su esfera más esencial; la modalidad de la relación afectivo-espiritual.

Cuando el anhelo enderezado a establecer vínculos orgánicos con el hombre regula las reacciones de amor y de odio, estos fenómenos psíquicos aparecen en una perspectiva original. El americano parecería que odia al que sufre, a quien sufre en la condición de su semejante, pero ello con la misma vehemencia y al tiempo que defiende lo que considera justo y legítimo. A pesar de eso, con frecuencia se abren profundas grietas de resentimiento. Luis E. Valcárcel, analizando la manera de incorporarse del indio peruano a la cultura del presente, destaca un hecho muy significativo para la comprensión de lo que venimos exponiendo. Además de   —[133]→   señalar en él amargura y resentimiento acumulados en su lucha con los obstáculos que le interpone una sociedad que le acoge con reservas, perfila este otro rasgo: «Es constante la comprobación de la dureza e implacabilidad con que actúa desde arriba, comprendiendo en su saña a los mismos indígenas. El abogado indio es temible por su astucia, falta de escrúpulos y pertinacia».

Con razón podría observarse que en el caso del abogado indio, la actitud inexorable se funda en su incorporación al nuevo estamento, en el cual ya no rige la misma perspectiva de solidaridad o padecimiento en torno a lo semejante. Pero, en general, es la impotencia para establecer vínculos inmediatos con el otro lo que primariamente decanta en el alma el amargo sentir de la inexistencia de un común destino, y arroja al mero padecer. Por lo que no resulta contradictorio que se desarrolle la idea de solidaridad al vivir un destino colectivo trágico. Sobre todo si está despierta la conciencia diferenciada de comunidad, en que el hecho de saber y sentir que sólo se es libre entre libres aumenta la hondura de los vínculos en la heroica aceptación de lo aciago que a todos hiere. Es decir, es la forma interior de las relaciones la que señala la presencia de un mero padecer indiferenciado, de un soportar sin real comunicabilidad, así como de un vivir alegre, serena o trágicamente el común destino. (Por cierto que la falta, en este último caso, de recíproca hostilidad en el seno del grupo mismo no excluye que, como unidad colectiva, pueda tender decididamente a ser hostil respecto de otro oponiéndose, por ejemplo, como lo heleno a lo bárbaro, animosidad en que los antiguos griegos veían un imperativo cultural).

Tocamos aquí el fondo de sorda hostilidad que anima los modos de convivencia de una sociedad donde el individuo persigue una idea del hombre contrapuesta a la que se erige a imagen y semejanza de su propio aislamiento subjetivo. La impiedad psicológica revélase, entonces, como inhibición o ausencia de sensibilidad para distinguir el curso de lo trágico en el otro. Más aún: la ceguera para percibir conflictos dramáticos de la vida personal, se convierte en odio soterrado, justamente porque el no poder captar la significación universal de lo trágico limita la contemplación del ser del hombre a su pura imagen psicofísica. Trátase de un rencor metafísico hacia el individuo, que se aviva en tales casos de aislamiento, ante la visión de la criatura encadenada a la mera fatalidad biológica y animal. La tendencia colectiva a caer en el impersonalismo, representa una reacción de defensa que inhibe y sofrena -por desplazamiento aparente del   —[134]→   objeto-, la recíproca hostilidad, porque entonces ya no posee un núcleo de referencia individualizado.

Caben, pues, dos actitudes ante la certidumbre de vivir un común destino: una positiva, germinal y creadora, dependiente de la existencia de una relación directa con el prójimo; otra negativa y subterránea, unida a la mediatización de los contactos sociales. Describiendo las hostilidades de la soledad en la pampa argentina, Martínez Estrada va espigando muy próximo al punto que deseamos destacar, cuando escribe que «desengaño y fastidio, resentimiento y apuro pesan sobre las almas; un difuso descontento se atrinchera contra algo invisible, en expectativas de agresiones imaginarias». (Más que de un común destino, tal vez en este caso debería hablarse de agresión y hostilidad estimulada por un penoso sentimiento de desamparo por la ausencia de una auténtica comunidad).

Absorto en el mudo ensimismamiento, presintiendo, a pesar de la aparente indolencia, la semejanza y el común destino; ausente el amor o el odio, o enlazándose con aquellos estados afectivos de un modo inefable, ocurre que la imagen del prójimo se da para el americano desrealizada en rasgos tales, que lo psíquico y lo físico se rechazan en direcciones polares. Recuérdense las peculiaridades de la representación del cuerpo humano en la pintura de Cándido Portinari, que en la plástica americana simboliza, a juicio nuestro, el fenómeno que intentamos comprender. Portinari -y en cierta medida también Emiliano Di Cavalcanti- bordea lo desmesurado, lo acromegálico en la concepción imaginal de la forma corporal. No obstante, se advierte una lucha por conquistar la armonía entre alma y cuerpo merced a una especie de espiritualización de lo corpóreo consistente en dar relativa independencia o extraña autonomía a los miembros del cuerpo y los rasgos del rostro. Resulta fecundo advertir cómo el artista que se esfuerza por hacer encarnar el espíritu en la materia, que pugna por animarla, recurre a la creación de formas corporales fantásticas y deformes, donde solamente la mirada, absorta, detenida, estática pero alerta, parece compensar, regular la anormal autonomía de las partes en el todo de la figura. Pero, no se agota con esto el significado que envuelve, para estos pueblos que viven hondamente el estremecimiento de lo humano, la disociación interior de la imagen del hombre. Tal referencia al ser de la persona ajena, no se reduce a un recíproco perspectivismo o caída en el aislamiento monádico. Porque la vivencia del otro yo, desarraigada de la visión de totalidad, nos descubre una esfera particular de experiencias en   —[135]→   la que se elabora el sentimiento de la libertad que, pasando por la indiferencia llega hasta la hostilidad hacia los demás.

Esta caracterización del sentimiento de lo humano en América -en algún sentido específico agudización de la forma universal- hace más comprensible la ausencia de un estilo de vida coherente. La escasa fe y adhesión interior con que se participa en las amistades -relativamente al nivel en que se desenvuelven-, o en los grupos políticos de tendencias más opuestas, anima un ambiente en el que se entrechocan, de modo desconcertante, momentos de amor y de abnegación, de odio y rencor, de hostilidad o abismal indolencia, en fin, de inerte despreocupación por lo que la persona encarna de valioso y singular. La tensa inquietud que invade al individuo por querer descubrir lo legítimo en el hombre, y el avizorar suspicaz que esta inquietud implica, fomenta una suerte de fantasía hostil aplicada al curso de lo humano, la cual caracteriza la mordaz propensión a criticar, típica en los diversos círculos sociales. Y cuando esta fantasía, en una de sus formas, tiende a la hostil representación de la vida íntima, la existencia adquiere un ritmo en que los instantes de ensimismamiento siguen a los de noble cordialidad o los de pureza a los de resentimiento. Se explica entonces que en medio de una atmósfera afectiva semejante, oscurecida por la indiferencia o fugazmente iluminada sólo por relámpagos de suspicacia o recelo, las formas del amor y la amistad no creen un alto estilo de vida, sino que conduzcan al autoaniquilamiento o al desorden interior. Y también se comprende la falta de interiorización, no sólo del amor y la amistad, sino de la acción misma.

- II -

Del mismo modo como ya anteriormente lo señalamos al tratar de las «relaciones de incomprensión»67, en otros trances afectivos se agudiza igualmente la percepción del individuo como sucede, por ejemplo, cuando un hombre ya no ama pero deja subsistir un vínculo en el límite de lo afectivamente neutro. Al arribar a este remanso de indiferencia se acentúa la experiencia negativa del otro yo, al propio tiempo que aflora un inquietante sentimiento de ilegitimidad. Entonces, en contraste con lo que acaece en el amor por lo singular que el prójimo encarna, vive ahora el individuo la más radical lejanía respecto de sí, porque el hombre únicamente   —[136]→   se extravía frente al hombre mismo. Van Gogh, atormentado por el deseo de mantener una verdadera amistad, no se resigna al cultivo de su mero ritual externo; y así, escribe a su hermano que en la amistad convencional «es casi inevitable que se produzca amargura, precisamente porque uno no puede sentirse libre, y aunque uno no dé curso a sus verdaderos sentimientos, éstos bastan para dejar recíprocamente una duradera impresión desagradable, y hay que perder la esperanza de la posibilidad de ser algo, uno para otro».

Dirijamos ahora la mirada a un fenómeno más general. Observamos en quien no ama, aunque alimente un amor no individualizado por el hombre, que se le ofrece un mundo particular, de diversa índole del que nos descubre el amor por la persona misma. Es decir, la especial responsabilidad de quien no ama pero experimenta hondamente el ser del hombre, es siempre mayor (aún no tendiendo, según quedó dicho, a lo singular en el nexo amoroso). Conocemos la tortura de la culpa que brota del no poder vincularse a un individuo con ágil espontaneidad. Culpa como sentimiento contrapuesto al de libertad. Pues el contacto espiritual inmediato, que sólo resulta posible como expresión de la propia actualidad, nos abre el mundo de la libertad interior.

Según las circunstancias históricas, el espíritu de la acción fluye sereno del sentimiento de libertad que surge al aproximarse interiormente al individuo comprendiéndolo en sí mismo, desde la plena objetividad que envuelve superar el aislamiento subjetivo. Cuando no se consigue establecer respecto del otro un nexo afectivo-espiritual armónico, se torna insoportable su presencia, por lo que el sujeto se inclina a buscar evasivo refugio en las relaciones mediatas, impersonales. La sociedad fascista y totalitaria constituye la moderna expresión de la huida del individuo de todo vínculo humano inmediato.

Quizás nadie como Dostoyevski ha penetrado con igual hondura en la dialéctica del sentimiento de lo humano y de la voluntad de vínculo. Toda su obra transcurre en un mundo donde el hombre vive atormentado por dudas acerca de lo que haya de extravío o liberación, en el amor que experimenta. Sus personajes, «amadores de la humanidad», sienten místico amor por el hombre, dirigido a la humanidad toda. Llevan la comprensión hasta el límite de la experiencia posible para lo bueno y lo malo pero conservan, no obstante ello, la certidumbre de que la íntima virtud del individuo se les escapa. Por eso, su aguda sensibilidad para la presencia de la persona, culmina en reacciones irracionales y negativas que   —[137]→   manan de una suerte de resentimiento acumulado por la impotencia ante el prójimo.

- III -

El desafecto y la indiferencia del americano, nos guían al encuentro de ciertas formas de reaccionar, cuyo curso contradictorio se explica porque tal lejanía de lo humano es sólo aparente. El hombre no soporta al hombre sin amarlo, a menos que se entregue a contactos sociales indiferentes, impersonales, en los que en verdad ya no se vive espontáneamente al prójimo como tal; o también, salvo que lo conciba negativamente, como obedeciendo a instancias físicas y espirituales que escapan a su control. Esta íntima disposición frente al individuo que ilumina el sentido del hermetismo, descubriendo la necesidad de establecer vínculos inmediatos que lo caracteriza fundamenta, además, el sentimiento de autonomía de la persona y la valoración del hombre tomado en sí mismo, con entera independencia de nuestras categorías subjetivas.

Pero, sobre todo, dicha actitud amorosa crea la idea del hombre, en cuanto condiciona formas peculiares de obligatoriedad espiritual. La intuición de la libertad dándose a partir del vínculo humano directo, despierta la natural aspiración a ser con plenitud a través de la acción concebida como un creciente individualizarse. Acaso la realidad más profunda y enigmática de la psicología humana aparece ahí donde el análisis muestra fusionados el ideal de un tipo humano determinado y la necesidad de prójimo como impulso de íntima obligatoriedad.

En cuanto la mirada interior identifica la propia autenticidad con la posibilidad de vincularse con el prójimo, nada hay más desazonador que el aislamiento y, al mismo tiempo, nada que determine una tal agudización de la necesidad de contactos inmediatos como ver sombras de hermetismo en el otro. Al contemplar en el círculo inmediato de convivencia que la imagen de lo individual vira peligrosamente hacia lo irracional, se experimenta, unido al lazo afectivo, el deseo de actualizarse vinculándose libremente a lo singular en el prójimo. ¿Cómo se presenta el espectáculo de la lucha y alternativa subordinación de los elementos singulares y generales? Se ofrece, desde luego, en la intuición de lo singular y lo general desplazándose camino de lo irracional, clara o confusamente presentido en el sentimiento de la personal inactualidad, en el oscuro saber de motivaciones que no se expresan directamente. Se trata de un tenso   —[138]→   vivir la desarmonía del alma, del inasible entrecruzamiento de lo individual y universal, donde singular y general valen tanto como personal e impersonal, como libertad o encadenamiento a la ciega necesidad. Nos entristecemos al observar que alguien se debate constreñido por una actitud que en su error cree animar libremente, pero cuyos verdaderos motivos se le escapan: es la irrealidad -o la animalidad, si se quiere- propia del hombre; por el contrario, los animales nos entristecen cuando revelan una expresión humana en sus ojos, como el destello de algo singular que vemos aniquilado por la necesidad animal.

Existe, pues, una comprensión del otro original y primaria, natural, para cuyo despliegue no es necesario el conocimiento intelectual de lo particular y universal en el hombre. La intuición de lo singular y lo general en los demás, inarmónicamente dándose en el limbo de lo irracional, se vive como una peculiar fluctuación de su ser mismo, como lejanía de sí en el individuo contemplado, como extravío. El presentimiento de la existencia de un motivo oculto en las acciones de los hombres es percibido, justamente, como un ser y no ser del sujeto. Así, también el niño parece que deja de serlo tornándose, por hombre, a un mismo tiempo real e irreal, por la torsión que ha experimentado el nuevo estilo de sus expresiones.

Por otra parte, destacando todavía otros matices, ocurre que quien advierte el ajeno extravío o vive con hondura una relación personal experimenta a su vez, como correlato psicológico, el particular influjo sobre su vida íntima del hecho mismo de la «comprensión» y también de su especial contenido. Esa influencia se manifiesta en el ánimo por la simultánea aparición de sentimientos de proximidad y de lejanía afectiva respecto de la persona objeto de la comprensión. Es la dialéctica del reobrar del acto de comprensión espiritual sobre el individuo que comprende. Si vemos cómo un amigo cohonesta vanamente sus vicios o debilidades intentando rescatar ante sí mismo su arbitrio y autodeterminación; o, simplemente, si observamos que un individuo cree poder determinar lo que en verdad escapa por entero al control de su conciencia, no experimentamos proximidad o interior armonía, porque al desrealizarse se borran los perfiles individuales de su actitud. En estos casos nos invade la certeza de un hermetismo impermeable a todo contacto espiritual profundo, por la intuición del ajeno encadenamiento a lo general y mediato.

(Con todo, también se ama al moralmente imperfecto. Y para el sentir cristiano, siempre hay valores por desenvolver en el alma de los demás. Pero, sin embargo, de la intuición fisiognómica de la ilegitimidad en el   —[139]→   otro puede derivar indiferencia o voluntad de vínculo, como actitudes dependientes de las perspectivas vitales del sujeto, donde el desajuste, la desproporción, entre lo que se afirma y lo que se hace, es la encrucijada de sentido que abre o cierra la puerta al vínculo creador. En fin, cabe observar el alejamiento del otro, así como un despertar del anhelo de contactos directos, condicionados por la misma visión de la ajena caída en lo general).

La dialéctica del proceso de comprensión de expresiones condiciona, además, ciertas discontinuidades y desarmonías que modulan el ritmo de la convivencia. Contemplar en la vida del otro lo singular desenvolviéndose sin trabas o, por el contrario, su caída en lo impersonal, favorece, respectivamente, la espontánea cordialidad o el sentimiento de soledad. Porque no se ama al sujeto que aparece como desrealizado debido a la desproporción entre lo que afirma y lo que hace. De donde deriva lo frágil y transitorio de los vínculos afectivos que se establecen entre nosotros, lo cual es favorecido por la conciencia de la ajena irrealidad. Por eso, al indagar el sentido de las acciones de signo colectivo, de un modo pertinaz ronda al individuo un suspicaz saber popular de la existencia de aquella desproporción que, en lo político, inclina al pueblo a ver en la democracia puro farisaísmo, literaria falacia.

La alerta finura para percibir la lejanía del otro respecto de sí mismo, capaz de distinguir los débiles destellos provenientes de remotos y equívocos motivos, en uno de sus aspectos indica el tránsito de la percepción ingenua a la percepción diferenciada o inmediata de la psique ajena. Visto por otro lado, esto se relaciona con el deseo de atenerse a los motivos reales o imaginados como tales, deseo que, consciente o no, reobra creadoramente en la comunidad, por la no relativización de los vínculos personales, por la ausencia de mediatización que requiere tal referencia directa a los motivos reales. Resulta instructivo verificar que en ciertos períodos históricos, la tendencia al comportamiento objetivo constituye el hecho más relevante. Es así como Burckhardt, al preguntarse qué de bueno posee el arte del estado en la Italia del Renacimiento destaca, junto a la falta de temor «una firme confianza en el poder de los motivos reales». En cambio, el desnudo señalar lo ilegítimo en los otros engendra, a partir de las infinitas perspectivas convergentes de las relaciones, una estructura social típica que revierte, ahora negativamente, inhibiendo el ascenso creador de la vida colectiva.

En Sudamérica, la creencia en la común ilegitimidad, presenta, como   —[140]→   rasgos característicos, un tono de ingravidez, unido a la valoración de lo azaroso e indeterminado, que el americano se solaza en concebir como elementos esenciales de la existencia, para concluir en un comportamiento vacilante o irreflexivo, en el desorden y la indolencia.

Por lo que atañe al conocimiento de las relaciones funcionales inherentes al hecho de atenerse o no a los motivos reales, sólo importa destacar aquí que dicha conducta revela fortaleza y fe en el hombre. Puesto que la diversidad concreta de tales relaciones funcionales, que en uno y otro caso condiciona esa exigencia de objetividad, no se rige por una mera integración mecánica, sino por las normas -éticas, religiosas, políticas- que caracterizan a cada sociedad.

- IV -

La disposición colectiva que describimos atendiendo al dual atenerse o no a los motivos reales que condicionan los actos, se relaciona estrechamente con ciertas modalidades expresivas del hombre. El recíproco influjo que va creando la comprensión de lo expresado, opera la unidad significativa de la totalidad social. Se comprende al otro a través de la misma urdimbre espiritual con que el hombre se expresa, ya sea en sus movimientos fisonómicos o en la creación artística. Es decir, aquella transfiguración que torna expresivo un objeto o un rostro -su tensión imaginal, la inefable distorsión entre lo singular y lo general- anima también el ciclo estético de comprender y expresar.

De ahí que, para Goethe, el poeta deba «representar lo particular, y si éste es sano, al hacerlo representará algo general», lo que, además, explicaría que si «por temor a no ser poéticos evitan los poetas la verdad individual», caen en lugares comunes. En este mismo sentido se orienta Benedetto Croce al decir que en las categorías artísticas «lo singular palpita con la vida del todo y el todo está en la vida de lo singular. Cada pura representación artística es ella misma y el universo, el universo en aquella forma individual en lo universal». En la dialéctica propia del sentimiento de lo humano, las formas en que el saber de lo legítimo e ilegítimo en el prójimo influye en uno mismo, se revela en un modo de percibir al otro semejante a la índole del mecanismo expresivo que hace posible la representación artística. Podríamos decir que la espontaneidad   —[141]→   de lo estético es, en cierta manera, un fenómeno del mismo orden que el sentimiento de libertad personal dado en la posibilidad de vincularse orgánicamente al prójimo. Esto es: del mismo modo como representar lo finito falsea el arte, el contacto con los demás deriva hacia lo demoníaco, morboso o irracional, cuando en el nexo personal no se alcanza lo universal en el hombre.

En los movimientos expresivos encontramos un valioso ejemplo de ese oscilar entre dos órdenes de existencia, que juzgamos como una clave adecuada al conocimiento del acto de comprensión mismo así como de los motivos que condicionan las distintas formas de reaccionar frente al prójimo. Bergson, en su estudio ya citado sobre la risa, formula el principio según el cual la «rigidez constituye lo cómico y la risa su castigo». La expresión ridícula del rostro se caracterizaría por la inmovilidad de ciertos rasgos de la fisonomía. La alternativa de un tender a lo plástico o lo muerto en los movimientos expresivos, Bergson la lleva aún más lejos. La risa se provocaría por la contemplación de lo automático y mecánico superponiéndose en el rostro o en el total comportamiento del individuo: «tal desviación de la vida en el sentido de la mecánica es en este caso la verdadera causa de la risa»68. Esta lucha entre la rigidez y la flexibilidad propia de la vida se manifiesta, según ya lo recordamos, de un modo extremo cuando se produce la transfiguración imaginal de una persona en cosa.

Hemos prescindido de su interpretación social de la risa -como de acicate que estimula la tensión de lo vivo, que intimida, humillando, por la caída en la rigidez mecánica-, para destacar solamente aquellas observaciones sobre lo cómico que apuntan a esa pugna entre lo individual y lo genérico o entre la atracción de lo inercial y automático, de un lado, y lo vivo e irreversible de otro. Particularmente importaba poner de relieve cómo, no sólo en los movimientos expresivos característicos de las emociones, sino en la expresión general del hombre y en la dialéctica del sentimiento de lo humano, se descubre la fuente de sentido que unifica en sí misma expresiones y relaciones sociales, en un continuo vaivén   —[142]→   dialéctico de formas espirituales que por individualizarse hasta lo infinito se pierden en la nada; o que, al contrario, por sumergirse en lo general descienden a lo amorfo e impersonal.

En lo que sigue veremos qué nexos existen entre la rítmica expresiva y la concepción de la vida.




ArribaAbajoCapítulo XI

Expresión e imagen del mundo


- I -

El fundamento teórico del enunciado final del capítulo anterior, que proclama la existencia de relaciones de sentido entre rítmica expresiva y concepción de la vida, se encuentra en el conocimiento del siguiente hecho originario: Las diversas formas sociales que adopta el sentimiento de lo humano, animan un dinamismo expresivo que constituye el signo cabal de una particular valoración del hombre. Describir cómo se implican y configuran recíprocamente estilo expresivo fisiognómico e idea del hombre, representa nuestro problema y objetivo en este punto. Persigamos ahora sus consecuencias antropológicas en varias direcciones.

Sucede que en ciertas circunstancias, el individuo puede llegar a experimentar un sentimiento de moral desfallecimiento, capaz de detenerle en inhóspita desolación interior o de arrojarle a la inseguridad de sí mismo, como a un rey Lear en busca de su legitimidad. Tal ocurre con aquella mordedura íntima por la que la persona se percibe sombríamente por debajo de sí al descubrirse falseada en la convivencia. Un diálogo, un tráfago ilegítimo de palabras, banal, artificioso, hiere y menoscaba el respeto de sí como no llegará jamás a hacerlo la pasión desmesurada o una mentira. En el americano este sentimiento de falsedad en la convivencia se encuentra agudizado de manera extrema. El saberse inferior a sí mismo, en el sentido recién señalado, penetra y turba su ánimo. (Sin dejarse tentar aquí por el demonio que inclina a las fáciles generalizaciones, añadamos que esa disposición psicológica del americano, así como el hecho de sentirse el individuo afectivamente degradado en la convivencia superficial y falaz, remóntase a una experiencia moral primaria: El hombre es el ser que, de ordinario, se percibe por debajo de sí mismo, más acá de sus   —[143]→   posibilidades éticas y espirituales. Sin embargo, la verdad es que en esa conciencia se encuentra una tensión de plenitud, un querer llegar a ser, sin claroscuros, sin vacilaciones en ese ser, a la manera de como es un árbol o una estrella. Más aún: sucede que la conciencia de sí mismo, la autognosis, se da en la forma interior de un simultáneo sentirse uno por debajo de sí).

Ahora bien: a continuación mostraremos cómo la íntima disposición que emana de un vago presagio -antes que conocimiento- de equívocos motivos animando nuestros modos de sociabilidad, condiciona también la existencia de un peculiar tono fisiognómico americano. Veremos, además, cómo disposición de ánimo, forma del sentimiento de comunidad y modos expresivos de la colectividad se enlazan en una compleja trama de interacciones. De ahí que tan pronto como se estudian las concepciones de la vida y el comportamiento social en función del sentimiento de la humano y del sentido antropológico de la primitiva unidad subjetiva «expresión-comprensión», se encontrará el hecho siguiente: la actitud vital básica del hombre, propagándose a través del ánimo, influye en el tono y ritmo afectivo-espiritual de la vida en común y éste, a su vez, revierte en los individuos solidicándose en la general modulación expresiva. Porque más allá de la acción recíproca que circula entre el espíritu subjetivo y el objetivo, ocurre que el sentimiento de la vida y del otro adquieren su más propio estilo expresivo y mímico en consonancia con la dirección interior de los anhelos últimos y la voluntad de unificación con formas de vida, seres o valores. Tanto aquellos anhelos como esta voluntad esencial discurren en directa dependencia de peculiaridades del sentimiento de lo humano. Mirando de este modo dicho aspecto de la antropología de la convivencia y de la psicología colectiva, su problema más central se reduce a un planteamiento bien concreto.

Que ya en la misma disposición de ánimo característica de un pueblo determinado, aflora una veta psicológica reveladora de la intuición de su unidad interior, de su autoconocimiento. Por eso se debe rechazar el vago concepto de una regulación social del ritual expresivo de los afectos. Es necesario descubrir condicionamientos menos formales. Reparar en que el fenómeno primitivo, el hecho inmediato, no racional de la expresión y comprensión de expresiones conduce, por sí sólo, desde la esfera de la intimidad a la mímica y a la general modalidad expresiva, sin que ello únicamente resulte inteligible merced a una teoría de la conciencia colectiva. Porque en el sentido y la forma de la expresividad total de un pueblo, en   —[144]→   su particular estilo mímico, se da una de las posibilidades de sanción y comprensión interpersonal de las normas supraindividuales. Al contemplar la peculiaridad mímica, los gestos expresivos que delatan un ánimo determinado, no se limita el individuo a comprenderlo, sino que por ellos adquiere un saber no racional del orden de legitimidad afectivo-espiritual que rige ese instante social.

Al decir, como es obvio, que entre nosotros lo social penetra en lo individual configurando las modalidades expresivas, observamos la aparente paradoja de que este ser social impone a través de una dirección de aislamiento el oscuro constreñirse interior revelado por nuestro ritmo expresivo. Y cuando ocurre que el valor supremo para el hombre es el hombre mismo, la urdimbre en que se enlazan sociedad, expresión y aislamiento, ostentará caracteres acaso sorprendentes. Es decir, el estoicismo en la convivencia, la austeridad frente al otro que linda casi con el titanismo en el culto de cierto género de prescindencia de los demás deja, inequívoca, su impronta fisiognómica.

Se justifica aquí una importante y fundada advertencia teórica. El hecho del saber del otro, del conocimiento recíproco a través de la captación del sentido de las expresiones, debe ser diferenciado claramente de la existencia de una suerte de percepciones colectivas o de datos inmediatos de la conciencia social, de que habla M. Halbwachs. Tampoco dicho saber corresponde al fenómeno de comprensión simpática, analizado por W. Mc Dougall al estudiar las sociedades animales. Como es el caso, por ejemplo, en la propagación de ondas de tristeza que, por alejamiento de la reina, se comunica de sus acompañantes a todas las abejas de la colmena.

En este sentido, Vierkandt destaca la importancia sociológica de la propagación de las disposiciones de ánimo, si bien señalando como fundamento de ello la actitud expresiva total del individuo. Es decir, la transmisión de sentimientos, aun operándose bajo el influjo de la comunidad depende de relaciones directas, de contactos interpersonales.

Se trata, para nosotros, como quedó dicho, de un acto primario, en el que a través del dinamismo expresivo descubren las individualidades repliegues de lo íntimo. Porque justamente la esencia del sentido metafísico de la expresión supone presencia y visión de lo íntimo, lo cual distingue la expresividad humana de toda primitiva tendencia simpática, aunque en esta última también pueda rastrearse la «intimidad de lo vital» (Ortega y Gasset). Pero, el hecho de referirse a la expresión como a un fenómeno esencial de lo vivo, sitúase más acá del problema que nos ocupa, esto es,   —[145]→   el de las relaciones internas dadas entre la expresión, lo interpersonal y la dirección propia del anhelo vital. Lo mismo puede decirse de la teoría según la cual las intuiciones fisiognómicas se fundarían en una función sintética apriorística adecuadamente orientada para percibir correlaciones entre lo físico y lo psíquico (Weininger).

Sabido es que existen conexiones esenciales entre expresión e intimidad. He aquí un enlace básico, al extremo que, aun siendo opuestos en algún sentido, no puede concebirse la primera sin la segunda. Pero todavía en este tramo, el enunciado conserva ciertas características formales. En cambio, al tener presente nuestra hipótesis que advierte la posibilidad de un proceso de interiorización creciente, fundada en la infinitud de la experiencia de lo íntimo, ocurre que la polaridad complementaria intimidad-expresión se imanta de un nuevo sentido. Sobre todo si, además, no se olvida que el curso psicológico del fenómeno de interiorización se conecta genéticamente con la experiencia del otro, con el grado de inmediatez de los vínculos interhumanos. Pero ya volveremos sobre eso al tratar de los movimientos expresivos en la pintura americana.

Descubrimos pues, por este camino, una conexión estructural entre los modos expresivos, fisiognómicos, afectivos, rituales y el sentimiento de lo humano. Además, merced al conocimiento de esta unidad significativa damos otro paso hacia lo concreto y material. En efecto, no se trata solamente de perseguir la referencia, el contenido colectivo de los movimientos expresivos, puesto que con tal indagar aun permanecemos atenidos a enunciados puramente formales. El adentrarse en sí mismo del indio maya o peruano, su parquedad expresiva de hombres que van creando silencio y soledad desde su mirar como distante y perdido, es signo de la afectividad propia de un orden social particular, tal como sucede, según luego veremos, con la mímica cortesana china, también vinculada a una imagen singular del mundo.

En consecuencia, digamos que en uno de sus aspectos, el real conocimiento material del influjo de lo social en el acaecer mímico, comienza cuando se ponen en relación un particular ámbito de intimidad, de interioridad y el estilo mímico que lo revela. Lo cual representa un sano relativismo expresivo. Cabe, pues, afirmar que la rítmica expresiva de cada pueblo, considerada a partir de las más diversas formas de vida en común hasta las manifestaciones creadoras del arte, posee una dirección espiritual-fisiognómica, acorde con lo que el hombre en la situación histórica particular experimente como íntimo, rítmica en la que se revela el recíproco   —[146]→   influjo existente entre disposición de ánimo y expresión. La índole originaria inmediata, no racional del hecho de aprehender el sentido de las expresiones resulta decisiva aquí69 .

Es decir, el sentido de las tendencias íntimas que animan el movimiento «fisiognómico-expresivo», es susceptible de objetivarse inmediatamente, de influir en el prójimo, ya sea de manera positiva o negativa. Pero no debe interpretarse el enunciado precedente como hipótesis que sustenta una continua interferencia entre «ondas» sociales cuyo centro de origen se encontraría en los individuos. Pensamos, sencillamente, que el «ámbito de intimidad» es función de las características propias de las tendencias primarias de unificación. Y ello de tal manera, que la índole y objeto del anhelo de participación condicionan también tonos afectivos particulares en la cualidad del ánimo y en sus expresiones correlativas.70 Ahora bien: manifestaciones de la conducta individual que son interpretadas como un proceso de regulación social de los movimientos expresivos como, por ejemplo, diversas maneras de lamentarse, o el eclipse de lo íntimo en ciertas formas de vida matrimonial que afloran en una particular mímica y pantomímica en la convivencia, etc., se originan, en verdad, en un impulso plasmador que emana de la naturaleza del objeto, a que tiende esa voluntad de unificación la cual, por otra parte, puede obedecer a una tendencia supraindividual.

Porque, según hemos mostrado al tratar del ánimo, ocurre que lo experimentado como íntimo depende del objeto propio de la voluntad de unificación afectivo-espiritual proyectada en el mundo; mostrado, además, que la dialéctica de lo íntimo posee como uno de sus momentos esenciales la aspiración a integrarse con la realidad frente a la cual la intimidad se polariza en un yo; y expuesto, en fin, que resulta un orden peculiar de lo sentido como interioridad según que el yo se contraponga especialmente a la divinidad, a la naturaleza, al estado, a la historia o la sociedad. Pues bien, lo importante ahora es verificar que todas las peculiaridades espirituales de dichas tensiones de referencia pueden rastrearse en la fisonomía, la mirada y el gesto.

Así, cuando acaece que el grupo tiende a destacar el valor de lo puramente   —[147]→   humano, no hipostasiado como sociedad, estado o naturaleza, las modalidades de la regulación colectiva de las expresiones se decantan, precisamente, en una expresividad singular, que en este caso es la propia del americano. Más adelante, en un breve análisis del simbolismo fisiognómico de la cueca chilena, de la zamba y el tango argentinos, veremos cómo la índole mímica de esos bailes típicos coincide con la disposición a la búsqueda de un vínculo humano directo, lo que se manifiesta en el tono del gesto como un perdurar del individuo detenido, perdido en sí mismo. La regulación social de las emociones se exterioriza, entonces, como dirección de aislamiento, de temor al otro. Es así como entendemos la necesidad teórica de referirse al contenido material, intencional del fenómeno primario de una regulación social de los fenómenos expresivos. No basta, por tanto, hablar de cómo se proyecta el espíritu de lo social en lo individual: la plena comprensión de ese hecho sólo fluye luego de haber determinado la cualidad del objeto amado, original, al que se tiende como valor supremo.

Si éste resulta ser el valor del hombre aprehendido en sí mismo, más acá de experiencias trascendentes, el dinamismo y modulación de los gestos adoptará formas y ritmos bien diferenciados. Así, ya un rápido examen de las relaciones que enlazan experiencia del otro y expresión, pondrá de relieve notables peculiaridades de los fenómenos fisiognómicos y mímicos.

El influjo plasmador de la presencia del otro se opera en múltiples direcciones y tonos afectivos (incluso en el caso de la indiferencia, dada como reacción frente a los demás). Del seno de esa multiplicidad y por abstracción, pueden aislarse dos momentos: la representación del otro o su visión inmediata condiciona, primero, una variación en el tono de la experiencia de sí, y, segundo, un cambio en la imagen del contorno. Despliégase aquí una riqueza infinita de modos de vivencia y de mímica. «Mas, detengámonos tan sólo en este hecho: que el cambio cualitativo en la experiencia interna y en la perspectiva del mundo circundante se exterioriza en la expresión de una manera particular.

Pero, al tratar de analizar cómo se manifiesta la variabilidad del sentimiento de la persona ajena en los gestos expresivos, es necesario dejar atrás el estudio de los momentos mímicos arquetípicos, biológicos como, v. gr., de furia, cólera, actitud de ataque o sumisión, que incluso guardan cierto grado de afinidad con reacciones que aparecen como semejantes en algunos animales.

  —[148]→  

Si, por ejemplo, seguimos el curso expresivo en que se actualiza mímicamente la disposición de ánimo que busca ejercer dominio sobre la persona ajena, o lo perseguimos en los rasgos en que se revela el contacto espiritual del religioso con el creyente y el incrédulo; en la relación de duda, en el vínculo de impotencia (distinto si quien la experimenta desea o no que se descubra como tal); o, en fin, si lo rastreamos en la mirada amorosa, en los gestos propios de la amistad, veremos erigirse como necesarios otros criterios hermenéuticos. Criterios de interpretación fisiognómica que intenten o hagan posible aprehender lo dado -no racionalmente como sentimiento de realidad o irrealidad del sujeto, como inmediatez o mediatización de los nexos interpersonales.

Quienes se orienten por dichas rutas interpretativas, deberán aventurarse hasta conquistar zonas acaso no holladas por la teoría de la expresión. Porque si bien es cierto que P. Lersch y F. Lange, entre otros, se preocupan sistemáticamente de la mímica de los ojos, su indagar no alcanza a considerar la mirada como signo de la total actitud vital-cósmica del sujeto, de la postura interior frente al ser del mundo y del otro. Es decir, del mirar como revelador de una categoría, de una experiencia del ser.

De preferencia se describen variedades de la dirección de la mirada en su fundamento psico-fisiológico o psicológico, se fijan las notas distintivas de la mirada indolente, errática, rígida, perdida o dirigida hacia arriba y hacia abajo. Verdad es que Lersch estudia en la mirada la «referencia óptica al contorno» que se manifestaría en el juego mímico como una proclividad, mayor o menor para abrir los ojos, sintomática de un interés equivalente por el mundo externo; asimismo, también distingue el «mirar» del «observar» comprendidos como modos distintos de la referencia óptica del individuo a su mundo circundante, aludiendo con ello a una conducta respectivamente contemplativa o activa y de dominio. Del mismo modo, Lange investiga la significación fisiognómica de la abertura parpebral, la dinámica propia de las modificaciones de su forma. Además, establece relaciones con condicionamiento entre profesión y mirada. Describe las características del ojo del médico, de la mirada del párroco o del ojo del investigador.

Ahora, si ocurre que por la contemplación del rostro ajeno se pueden obtener indicios de mediatización o inmediatez en la índole de las relaciones del individuos respecto de la naturaleza y los demás, oportuno es preguntar: ¿Qué intuye como hecho inmediato quien capta ese mirar, aquel tender mímico en que aflora la disposición de ánimo que indica ascenso   —[149]→   interior hasta lo objetivo o, por el contrario, caída en la obscura desrealización personal y del ámbito externo? ¿Cuál es el tono fisiognómico básico que opera como signo de anhelo de realidad o como señal de la existencia de relaciones directas con el otro?

Ensayaremos una respuesta aproximada que, como tal, únicamente destacará algunas notas esenciales. En la intuición fisiognómica se aprehenden, entre otros, los siguientes signos como propios de la mirada mediata: una especie de límite cualitativo en la perspectiva interior del ojo mismo, dureza, inseguridad; frente a ella el espectador siente, además, el encarcelamiento de la mirada, como un atisbar encadenado; contemplamos, en fin, un tono visual de inestabilidad, acompañado de matices sombríos que parecen expresar el hecho de percibirse el sujeto por debajo de sí mismo.

Ahora, como signos característicos de lo que denominaremos inmediatez de la mirada, reveladores de plenitud interior en el modo de referencia al mundo y los demás se aprehenden significativas imágenes y perspectivas en la mímica del ojo: translucidez, luminosidad, infinitud, realidad profunda y como distante; inmediatez que como cualidad expresiva semeja perspectivas infinitas diferenciándose en lejanía y proximidad en el tiempo de la mirada, en variados tonos ópticos de dulzura y espiritualidad. Pero no es sólo eso. Ocurre que al hundir nuestra mirada en la del prójimo se percibe un raro desvanecimiento de la polaridad sujeto-objeto, como escenario y apariencia interior del ojo inmediato. Captarnos entonces el mirar libre y sereno, proyectándose en el mundo, sin contornos ni aristas, como la luz del día.

A través de dichos signos, la intuición fisiognómica se orienta hacía el conocimiento de la actitud básica de la persona ajena. Se descubre así la posibilidad de establecer conexiones profundamente significativas entre imágenes de la mímica interior del ojo y la conducta primaria. Por un lado, muestran afinidad de sentido notas imaginales como límite del mirar, mediatización y desrealización; y, por otro, infinitud del horizonte interior del tono visual, realidad, inmediatez y autonomía moral. Merced a este análisis antropológico del mirar humano, vemos enlazarse planos tan diversos como el propio de una percepción de imágenes ópticas en el otro y la evidencia de un tipo de conducta.

Como, por otra parte, acaece que en el escenario interior del ojo -párpado, iris, pupila- el centro inefable que anima y diferencia su ver se capta, extrañamente, como objeto en un mundo, la comprensión de las disposiciones íntimas del alma ajena se verifica de manera singular. Parecería   —[150]→   que la intuición fisiognómica se despliega en categorías de relación sujeto-objeto. En otros términos: surge para el espectador como un límite infuso, en la perspectiva hacia adentro del mirar mediatizado -que no desvanece ni el angustiado fulgor del miedo, ni el equívoco brillo que se manifiesta en la alegría mezquina- En el mirar inmediato se destaca por el contrario, un tono cualitativo de ilimitación, de fusión; el ojo participa panteísticamente del contorno, su centro vivo parece propagarse a todo el rostro. Es un misterioso y sutil desbordarse de la mirada en el mundo, dado como manifestación de amor y alta espiritualidad. Eso, al menos, ve y experimenta el espectador. Mas, todo nos advierte que sólo recurriendo al auxilio de metáforas podemos aquí conjurar, detener el fenómeno en su cabal presencia. Tantos son los desdoblamientos que interpone al conocimiento este ser de la expresión.

- II -

Afirmamos más arriba que la comprensión de la variabilidad histórica de los movimientos expresivos, se ampliaba por el conocimiento de los anhelos vitales, de los móviles y valoraciones de la comunidad, así como por el espíritu de la acción. Sin embargo, todavía es necesario ahondar en el sentido, en el alcance que es justo conferir a la idea de fuerza configuradora del objeto al que se tiende como meta última de aquellos anhelos.

La significación de la naturaleza del contenido intencional para el estudio de los fenómenos mímicos se destaca más nítidamente al comparar las posibilidades expresivas del hombre y del animal. F. J. J. Buytendijk también lo señala al decir: «La rica capacidad de diferenciación de las interpretaciones expresivas debe, por tanto, tener su fundamento en las no sensibles, aunque sí intuibles, formas intencionales del cuerpo, puesto que la variedad de formas de los movimientos corporales es extremadamente limitada». Ahora -y es la hipótesis que tratamos de verificar- cuando sucede que ese contenido representa la acentuación de la conciencia del prójimo que, a su vez, puede revestir múltiples formas, las reacciones que se decantan en los movimientos expresivos resultan también peculiares.

Darwin, aunque débilmente, destaca este aspecto de la referencia al prójimo como elemento necesario para comprender el cambio de coloración del rostro y los gestos que caracterizan al rubor. «El rubor -escribe es la más especial y la más humana de todas las expresiones». Darwin reconoce que en la timidez reside una de las causas del rubor, disposición   —[151]→   de ánimo, que, además, hace posible ser un héroe en la guerra sin que ello excluya el intimidarse ante la mera presencia de otro hombre.

No obstante, se inclina a pensar que la atención concentrada en una parte del cuerpo, particularmente en el propio rostro -atención motivada por el amor propio y la inquietud creada por el juicio ajeno, antes que por la propia conducta moral- actúa modificando la tonicidad normal de las arteriolas del lugar a que aquélla se aplica. Tal le parece la hipótesis más verosímil. Por cierto que, como eslabón transformista, indispensable en su cadena de razonamientos, añade que desde los orígenes históricos -salvo en los tiempos del albor primitivo en que imperaba la desnudez el rostro y la apariencia externa del otro constituyeron una preocupación esencial. De tal manera que la explicación del rubor como dependiente de una situación, de un contenido específicos, cede su lugar teórico a un puro mecanismo psicofisiológico en que, por acumulación de las experiencias de incontables generaciones, se hacen posibles, como fenómeno humano, las diversas formas de la vergüenza y la timidez71.

Cabe aún descubrir y pulir otra faceta del mismo problema. Que la expresión inteligente en el hombre y los animales ocurra que se percibe como un «tener algo», es cosa que Buytendijk ya observó con finura. Y ello tanto si se expresa un «no estar interesado», un «callar», como un «ya saberlo». Lo cual implica la existencia de conexiones genéticas entre objetividad y expresión. El tener «lo otro» constituye un momento esencial del acto que expresa inteligencia en el hombre. De ahí también la rica gama de movimientos expresivos que se actualiza en concordancia con el inagotable contenido de las representaciones. El animal, en cambio, que vive inmerso en su mundo, posee una mímica dinámicamente pobre o inmovilizada.

En general, el concepto de «tener algo», pensado como lo heterogéneo a uno mismo -no como el mundo circundante del animal, vivido como verdadera proyección de su ser- ilumina las zonas aparentemente más alejadas y obscuras del fenómeno del gesto expresivo. Se comprende entonces, sin violencia ni artificio, que también la posibilidad o imposibilidad de un reír auténtico se manifieste en relación con una forma esencial de ser que posea o no como momento constitutivo el enfrentarse a un mundo   —[152]→   objetivo. Así, el mismo Buytendijk afirma, sin reservas, que sólo el hombre ríe. La seriedad -a su juicio- le viene al animal de vivir su contorno como un fragmento de sí; en cambio, la alegría invade al niño a través del sentimiento creciente de tener un mundo lleno de posibilidades. Siguiendo la misma pendiente natural de su razonamiento, observa que los animales tampoco pueden llorar, porque risa y llanto representan, como tales, crisis únicamente posibles en una forma de existencia en que el ambiente se ha transformado en universo72.

Sin pretender agotar este punto recordaremos, finalmente, las consideraciones de Bergson relativas a la significación social de los movimientos expresivos que caracterizan a la risa y lo cómico. En efecto, Bergson afirma que la función de la risa reside en la voluntad colectiva de aniquilar o reprimir las tendencias aisladoras. «Todo aquel que se aísla -dice- se expone al ridículo pues lo cómico se compone en gran parte de este mismo aislamiento». Pero estos planteos nos advierten que la mímica se vincula tanto a la significación de la objetividad como a la existencia de relaciones sociales. Mas, prosigamos el curso propio de esta exposición. Pues, debemos dejar atrás el nexo genético dado entre expresión y objetividad para abordar el problema -que es el nuestro- tocante a la dialéctica del dinamismo expresivo, condicionada por la naturaleza de los valores y anhelos de unificación que el hombre sitúa en primer plano en el curso de la historia.

- III -

A lo largo de la trayectoria milenaria de la teoría de la expresión se han desplegado diversas corrientes y criterios hermenéuticos, más o menos   —[153]→   silvestres en cuanto al fundamento del punto de partida. Lo importante en esa historia es que, en una u otra forma, de preferencia se aspiraba a describir cómo a las variaciones en la disposición de ánimo corresponden modificaciones físicas. Se tendía a describir el fenómeno universal de los cambios corporales que acompañan al vaivén de los estados afectivos. Asimismo, los fisonomistas se aplicaron a determinar las peculiaridades del acaecer mímico y del estilo de los gestos, considerados como expresión del carácter.

Pero, a partir de los últimos decenios del siglo pasado comienzan a tomarse en consideración, además de las conexiones genéticas, los momentos prospectivos, intencionales, ponderando su función como impulsos plasmadores de la apariencia exterior. Es decir, del puro estudio de los «silogismos fisiognómicos», que de la presencia de un rasgo determinado en el rostro concluyen la de otro semejante en el alma, en la línea psíquica de lo bueno y lo malo; de la sola búsqueda de un paralelismo dinámico entre sentimiento y expresión, entre disposición íntima y mímica; y del estudio, por último, de las correlaciones pantomímicas de la mirada (Piderit), de la idea de una sintaxis, de un vocabulario mímico se verifica el tránsito teórico a otra etapa sistemática. Del análisis de la expresión como reflejo de las vivencias del cuerpo (Wundt) y del planteo de la variabilidad social de los ritmos fisonómicos, los hermeneutas se vuelcan hacia la investigación de los llamados «movimientos de referencia». En efecto, ya en la proximidad de nuestros días, Ludwig Klages habla de la expresión como alegoría, como símil de la acción, pensando que aquélla debe comprenderse a través de esta última. Y todavía Klages aventura un paso más al enlazar los modos de expresarse con la voluntad, la personalidad y la conducta activa en sus complejas interacciones.

Con todo, sospechamos aún la existencia de un gran vacío en la teoría de la expresión. Porque junto a dichas caracterizaciones y condicionamientos de la mímica, más allá también de proclamar su utilidad social, entrevemos un amplio campo propicio a fecundas investigaciones orientadas en la dirección de este enunciado: La expresión, la rítmica de los gestos debe ser comprendida desde su tensión interior hacia el futuro, merced al despliegue de una voluntad histórico-cultural, superando entonces su análisis estático que reduce la mímica a puro signo de la unidad psicofísica, a la invariable correlación existente entre los movimientos expresivos y los estados emocionales.

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Ningún seductor relativismo se desliza aquí furtivamente. Sólo se atiende al hecho humano esencial que muestra desenvolviéndose en recíproco influjo proceso de interiorización creciente y modos de expresión. Porque ello supone que al coordinarse vivamente interioridad y expresión, así como esta última y la variabilidad del sentimiento de lo íntimo e individual, el estilo de los gestos sigue la órbita de aquel proceso primario. En qué sentido, además, dichas conexiones anímicas arraigan en las cambiantes formas de la experiencia del otro, es de lo que se trata a continuación.

Cuando se describe el fenómeno de la proyección de lo social en lo íntimo, con frecuencia se ejemplifica con las formas rituales de la antigua China. Pero verificar que los gestos expresivos se modulan según la estructura propia de una sociedad determinada, dentro de límites tales que confunden tal afirmación con un relativismo que sólo se detiene ante la fisiología de la mímica, no deja de ser un resultado formal. Aunque se piense que el conocimiento del verdadero sustrato fisiológico de las expresiones sólo puede fijarse adecuadamente después de describir manifestaciones históricamente condicionadas del ritual afectivo. Pues ¿se no parece el camino más indicado para evitar el peligro de caer en un formalismo casi tautológico, consistente en afirmar la gravitación de lo social en el estilo de los gestos individuales.

Los historiadores siempre se detienen a analizar el significado del hecho -observable tanto en la historia del pensamiento como en la vida inmediata- de que se proyecte la imagen de lo social en lo natural. Cuando un chino piensa que la virtud de la sociabilidad constituye un atributo del Este, deja sospechar bajo ese pensamiento un enjambre de supuestos e imbricaciones. Particularmente, esa idea se relaciona con una concepción de la naturaleza que envuelve una especial intuición del tiempo y el espacio. En efecto, los chinos no conciben dichas nociones como categorías abstractas, independientes entre sí. Al contrario, imaginan su continua interacción solidaria73.

La idea de espacio y tiempo concebidos como sitio y ocasión se articula con el afán de hacer engranar el universo en la sociedad. Las representaciones colectivas que prefiguran dichas ideas revelan -a juicio de Granet- la morfología social, simbolizan los principios que rigen la clasificación   —[155]→   de los grupos humanos. El tiempo y el espacio son pensados en conexión con acciones concretas. De ahí que la filosofía china se resista a postular la indeterminación del tiempo. Y llega aún más lejos al afirmar la discontinuidad de esas categorías, al extremo de representarse el tiempo desplegándose en simbiosis con el orden litúrgico. Es decir, es imaginado como propagación rítmica de sucesos que señalan ciclos o períodos vitales de la comunidad. Este espacio-tiempo social se aplica incluso a lo ya devenido, pues hasta el curso de lo histórico mismo, la conciencia del pasado y la verdad cronológica son elaborados conceptualmente eslabonando el acaecer en los rítmicos marcos de su liturgia.

En la antigua sociedad feudal china, el pasado y el futuro, el tiempo y el espacio parecían unificarse durante las festividades sagradas. Los momentos de dispersión y de concentración propios de esa comunidad basada en el cultivo agrario, los instantes de pasividad y actividad orgánica, los períodos de vida social latente, invernal, y los de recuperación de los vínculos colectivos engendraban -como dice Granet- una duración profana, monótona y una temporalidad creadora. Existía como una representación socializada del tiempo y del espacio subordinada a la antítesis rítmica del alternativo encuentro y alejamiento de los miembros del grupo.

Bosquejemos ahora nuestra hipótesis, ya que al desplegar ante nosotros esas imágenes del pasado perseguirnos fijar los perfiles interiores de un momento histórico, en cuya interpretación aquélla se verifique. Todo indica que la proyección de lo social en lo natural se realiza secundariamente. Ello no constituye un dato último e irreductible. Porque a dicha proyección precede -no temporalmente, sino en cuanto al sentido de las conexiones anímicas primarias- una particular experiencia de lo humano. Según la índole de este sentimiento ocurrirá que se desenvuelvan anhelos de unificación, orientados siguiendo el camino de lo social a lo natural o de lo cósmico a lo colectivo. De todos modos, importa notar que esta identificación secundaria, tomada en uno u otro sentido -ya sea que la imagen del universo se proyecte en la comunidad o la imagen de ésta en aquél-, crea ámbitos especificas de lo sentido como íntimo o, más bien, de lo moralmente concebido y tolerado como susceptible de participar en las relaciones humanas. No debe entonces causar asombro, que el ceremonial en la sociedad china posea el valor subjetivo de una realización, de ley que expresa el orden del universo penetrando, en consecuencia, el estilo de los gestos y la mímica del hombre.

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El historiador ve erigirse ante sí una serie de formas culturales que van enlazándose armónicamente en cuanto se descubre su centro animador, su jerarquía de motivos. Confluyen, en efecto, en el caso de la antigua sociedad china, un profundo sentimiento de la vida cósmica, relaciones sociales de índole particular, un pensar en categorías concretas, mediatización de los contactos humanos a través de ciclos estacionales, manifestándose además en singulares ritmos expresivos y, en fin, una reducción de lo íntimo a lo público, subordinándose lo personal a la etiqueta cortesana la que como costumbre reviste la importancia de una ley universal.

Hay también la fiesta, la asamblea en que la comunidad recupera su unidad originaria. El camino va del aislamiento hasta la orgía del reencuentro, a través del cambio en las formas de vida impuesto por el ritmo estacional. Soledad y comunidad son pues la humana manifestación de ciclos naturales74.

Como centro de origen de esa sinfonía de motivos culturales, se descubre una singular experiencia del otro. Lo cual no significa postular un autoritario criterio determinista, ni ver rígidamente la raíz causal, la génesis del proceso colectivo, en este caso, en fenómenos interpersonales. Se trata, tan sólo, de encontrar aquel síntoma de la vida social por cuya apariencia se revelen más nítidamente signos diferenciales que arrojen luz sobre la estructura profunda de una sociedad determinada. Que únicamente se eleve la gran ola de ímpetu de comunidad con ocasión del sucederse de los ritmos cósmicos es cosa que, por cierto, prefigura la forma de la experiencia interhumana de dicho encuentro. Pero, del mismo modo, la vinculación, la convivencia estacional supone, igualmente, o se hace posible en virtud de valoraciones previas, de particulares intuiciones emocionales del otro yo.

Durante aquellas antiguas fiestas rituales, se realizaban verdaderos diálogos, danzas o rodeos mímicos; torneos de ritmos y gestos. En este juego expresivo de improvisaciones mímicas debe buscarse, con rigor antropológico, la fuente interior de sentido que nos proporcione la clave hermenéutica de ese fenómeno colectivo. Mímica, encuentro ritual y ciclo cósmico engarzan aquí. Se fusionan en cuanto el contrapunto de gestos ritmados   —[157]→   aparece como elemento ritual básico del encuentro solemne. Y ello en una gama de experiencias posibles que posee como extremos de tensión espiritual el sentimiento de la vida cósmica y una intuición metafísica singular de la presencia del otro.

Verdad es que en esta recreación de la comunidad merced a fiestas sagradas vinculadas a ciclos cósmicos, los encuentros personales adquieren matices anímicos dependientes del sentido del ciclo. Pero también puede decirse que bajo la superficie rítmica del ritual se desliza la corriente subterránea propia del espíritu del encuentro, que lo hace posible como tal rito al mismo tiempo que se manifiesta en una determinada concepción del alma ajena75.

Observamos pues, en este caso, que el estilo de la rítmica expresiva es función de una primaria identificación de lo social con lo cósmico. Veremos ahora -y es lo que se trata de mostrar- cómo en la cultura china la convergencia de las imágenes y representaciones de la sociedad y la naturaleza, configura desde los movimientos expresivos hasta el método pedagógico. Que existe viva interacción entre todas las creaciones culturales, es cosa que cabe dar por supuesta. Lo importante es abandonar la vacía fórmula que proclama la regulación social de las manifestaciones afectivo-mímicas, para alcanzar hasta el sentimiento originario que condiciona cada estilo expresivo.

Las reglas y exigencias del ceremonial se imponen estimulando una verdadera disposición para el autodominio, que se propaga de la vida pública a la privada (justamente, según Max Weber, con el ritualismo se persigue la creación de un habitus del ánimo). El ceremonial fija los límites a la expresión de los sentimientos y a la índole de estos mismos, pues la afinidad existente entre el orden cósmico y el social, limita el ámbito de las manifestaciones de lo íntimo a ciertas actitudes que constriñen a un minucioso protocolo que rige tanto para el vestido como para el menor gesto o palabra. Asistimos a una reglamentación de la risa, la sonrisa y el llanto que convierte, por decirlo así, la alegría y la queja en una suerte   —[158]→   de grecas afectivas o del ánimo. Tal ocurre con señalado rigor porque la etiqueta y los ritos constituyen el fundamento del orden social y cósmico, en el sentido que el individuo debe tender a integrar la rítmica de sus gestos con el curso mismo del universo.

Y Granet expone que la virtud del alma se manifiesta en la adhesión a la mímica cortesana, del mismo modo como antiguamente se adquiría en las danzas sagradas. Por otra parte, la constitución del grupo feudal aparece como una familia y ésta, a su vez, como una especie de comunidad feudal, donde la sinceridad del vasallo debe manifestarse en una conducta reveladora de conformidad absoluta con las leyes de la etiqueta y el ceremonial. La penetración de lo feudal en la vida familiar condiciona, en primer término, el hecho de que el hijo no considera como pariente a su padre sin antes reconocerlo como su señor. Es decir, es la moral cívica la que configura el estilo doméstico de convivencia, y no al contrario, piensa Granet, con las consecuencias que pueden preverse. Así, el paradigma de las reuniones de la corte se generaliza al grupo familiar, desterrando toda cordialidad que arraigue en lo espontáneo. En la familia impera, entonces, la etiqueta y no la intimidad. La primera ahoga a la última76.

Este eclipse de lo íntimo que presenta bajo especiales tonalidades las relaciones filiales de la antigua China -ya se trate del amor en el matrimonio como de las reglas del duelo-, sólo para una mirada superficial simboliza una dirección histórica de plena objetividad. Con la pérdida de la espontaneidad se pierde, también, la visión objetiva del universo, aun cuando el paisaje mismo se torne peculiarmente expresivo, en ciertas circunstancias culturales. Anteriormente ya se habló de lo real e ilusorio en las tendencias extraversivas del hombre.

También en las particularidades de estilo del pensamiento chino, ya sea en sus manifestaciones orales o escritas, se muestra la veracidad de las consideraciones precedentes. La mímica y el ritmo, a juicio de Granet son tan importantes para el orador, como para el escritor y poeta. La forma del ritmo, al igual que el tipo de inspiración, condicionan la cualidad del género literario. Por lo que resulta natural, como lo hace notar el citado historiador, que no se comprenda verdaderamente a un autor chino sin antes penetrar en los secretos de su ritmo de expresión y pensamiento. La   —[159]→   estilística rítmica supone el abandono del momento discursivo para recurrir, en cambio, a la expresión simbólica, al extremo que los chinos meditaron en la posibilidad de una educación sin palabras.

Así, para la filosofía taoísta la suprema palabra es no decir nada. La enseñanza muda es la única que respeta la naturaleza de las cosas y la autonomía de los seres. Inspirado en los mismos principios, Tschuangtsé enseña que el conocimiento del prójimo acaece en razón de la unidad del mundo. En la filosofía de Laotsé y Confucio encontramos profundos ejemplos de esa actitud básica. Para el primero, la expresión más alta del pensamiento se orienta hacia la posibilidad de entrar en contacto directo con los fundamentos del universo. Y porque el ser del cosmos no es independiente del modo de experimentarlo ocurre, según Laotsé, que cabe encontrar en la propia interioridad el punto en que convergen lo íntimo y lo cósmico. Sabido es que también Confucio desenvuelve teóricamente este paralelismo entre el escenario interior del hombre y el despliegue de lo universal. Su doctrina de la acción, de la conducta y su metafísica de las costumbres, se fundan en la idea de una armonía esencial entre persona y cosmos, entre el yo y el tú. Por eso, en la concepción de Tschuangtsé, el verdadero sendero del artista conduce a la coincidencia de la propia naturaleza con la del material empleado, requisito indispensable para realizar una gran obra. Pues el designio último debe ser siempre la unidad de todo lo existente.

Recapitulando, advertimos que la conexión estructural dada entre la proyección de la naturaleza en la vida social y la total rítmica expresiva, prefigura tanto el orden de intimidad de la convivencia, como la mímica personal y el estilo literario. Además, al superar aquel concepto vacío de la psicología colectiva, cuya ampulosidad no va más allá de afirmar el condicionamiento social de los movimientos expresivos, se obtiene una significativa conquista teórica. En este sentido, se mostró cómo un particular sentimiento de lo humano -en el caso de China mediatizado ya por la previa identificación social-cósmica con una naturaleza concebida también de un modo especial-, deja en sombras la perspectiva de infinitud de lo íntimo, al tiempo que anima una rítmica expresiva que es la revelación cabal de una particular valoración del hombre77.

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- IV -

Iniciaremos el regreso al mundo americano recordando que en él, según ya quedó dicho, la forma concreta del influjo de lo social en los fenómenos expresivos se exterioriza en el hecho de que éstos siguen una dirección de aislamiento e impotencia. En la mímica que acompaña a ciertos bailes americanos, encuéntranse agudizadas las revelaciones de inhibición del anhelo de vínculo. Surge en ellos una mímica que se desenvuelve hacia adentro, que al ser captada inmediatamente en la fisonomía condiciona, a su vez, la mutua retracción.

Así, sucede que, tan pronto como se inicia la cueca, cambian súbita y radicalmente las expresiones de la pareja. Ambos, hombre y mujer, parecen ser ahora víctimas de un sortilegio. En sus rostros se inmovilizan los rasgos; algo en ellos se ha endurecido de recelo, de hostilidad, de lejanía, de pasión ciega y oscura. La mirada no se enciende con alegría trascendente que irradie como descubriendo el mundo, sino que, por el contrario, todo júbilo pliega las alas, dejando ver un mirar frío, absorto y distante. Y es una ausencia interior, un perderse en sí mismos, que no aleja necesariamente la risa, pero sí su caudaloso desborde. Porque sucede que ella oscila, resbala en los rostros como la luz rebota en un espejo. No inunda suavemente la fisonomía, prestándole sus tonos. Lo cual tampoco obedece a la tensión muscular requerida por el baile, a la   —[161]→   rigidez del acecho amoroso, que alcanzando hasta el rostro dejara flotante la risa y sin arraigo. Es la distancia interior del individuo respecto de sí, la que impide su brote espontáneo.

Por otra parte, el que los cuerpos no se aproximen hasta el límite del contacto, presta al baile un aire de ritual combate, de lucha erótica. Acaso podría atribuirse a este esbozo de enemiga o atracción sexual, la gravedad que invade los semblantes. Pues el juego amoroso, como piensa acertadamente Buytendijk, encierra un elemento dramático en las alternativas de tensión y relajación que le son propias, obedeciendo a la misma dinámica juvenil de la danza».

Sin negarle esas características de juego de amor, no creemos que la índole de éste baste para hacer comprensible la magia inhibidora que opera la cueca en quienes la bailan, como hombres del pueblo, sin estilizarla. En todo caso, la desolación, la fría rigidez que detiene los movimientos expresivos, nos descubre una singular modalidad de experiencia erótica, un momento originario en el sentimiento del otro.

La helada ráfaga que sube a los rostros cuando se baila la cueca, su muerta alegría, no se da únicamente en danzas que, como ésta y la zamba, imponen la separación corporal y rítmica entre el macho y la hembra. También en el tango aparece la cualidad de una mirada que se desvanece hacia adentro. Martínez Estrada apunta al mismo objetivo al describirlo como expresión de la falta de expresión, aunque el criterio que le induce a ello, orientado a destacar su raíz erótico-sexual -de acto solitario-, no agota el sentido del tango como fenómeno folklórico americano. A pesar de eso, juzgamos ilustrativo transcribir una parte de su magnífica pintura: «Baile sin expresión, monótono, con el ritmo estilizado del ayuntamiento. No tiene, a diferencia de las demás danzas, un significado que hable a los sentidos, con su lenguaje plástico, tan sugestivo, o que suscite movimientos afines en el espíritu del espectador, por la alegría, el entusiasmo, la admiración o el deseo. Es un baile sin alma, para autómatas, para personas que han renunciado a las complicaciones de la vida mental y se acogen al nirvana. Es deslizarse. Baile del pesimismo, de la pena de todos los miembros; baile de las grandes llanuras siempre iguales y de una raza agobiada, subyugada, que las anda sin un fin, sin un destino, en la eternidad de su presente que se repite»78.

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El horizonte interior de la mirada, en el americano, su mímica expresiva, revela, por instantes, su orden de intimidad coordinado a un originario, pero aun vacilante sentimiento de lo humano. La mirada perdida en sí misma delata extravío, desrealización de la persona. Y en cuanto ello es percibido inmediatamente en la intuición fisiognómica, la relación amorosa, por ejemplo, adquiere especial fragilidad. Pues contemplando al prójimo hundido en complejos psíquicos que lo mediatizan, nos invade siempre un doloroso sentimiento de irrealidad capaz de fragmentar la imagen de la vida en pesadas sombras.

Queríamos indicar, siguiendo la unidad de la exposición, que también en los movimientos expresivos se manifiesta el humano vaivén entre lo mediato y lo inmediato como cualidad esencial de las relaciones humanas. Por momentos, la mirada de un campesino chileno -no menos que la de un hombre de la calle- denota real mediatización. Pero la verdad es que el hombre siempre esta amenazado por la pérdida de esa mirada radiante que descubre el mundo. Mirar de niño, si se quiere...

Cómo se manifiesta la variabilidad fisiognómica en la representación artística -que no siempre coincide con el real modo expresivo que caracteriza a una comunidad determinada-, es el tema que abordaremos ahora.