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Les Deux Sources de la Morale et de la Religion, pág. 109. Alcan, París, 1934. En la Tercera Parte veremos cómo Bergson señala la existencia de una referencia constante al próximo en las actitudes más significativas del individuo. (La cursiva es nuestra)

 

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El otoño de la Edad Media, tomo I, págs. 54 y ss., Madrid, 1930.

 

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Escritos de don Manuel de Salas, pág. 171, Santiago de Chile, 1910.

 

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Historia de Chile, pág. 72, tomo III, Santiago de Chile, 1944. Naturalmente el sentido que pueda conferírsele a semejante latencia de inestabilidad o fugacidad anímicas, depende, en cierto modo, del origen que se le suponga. Francisco A. Encina lo remonta a un particular recambio étnico. En la Cuarta Parte, Cap. V, volumen II, de este trabajo volveremos sobre esto, al tratar de las limitaciones del «mendelismo psíquico» aplicado a la comprensión de los hechos históricos y sociales.

 

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Ob. cit., pág. 33

 

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«Cierta psicología caracterizada por la sobreestimación del éxito económico», es una de las notas que el historiador argentino J. L. Romero señala como propias de lo que denomina la «era aluvial». Tanto para la clase media argentina, en la que coexistirían los ideales criollos fusionados con los ideales del inmigrante, como para la élite criolla, la riqueza constituye -según este autor- la ambición primordial. «Sentido de aristocracia y este afán de enriquecimiento -escribe-, conformaron la actitud política de la élite de la era aluvial». Acerca de esta idea de la Argentina aluvial, véase su estudio Las ideas políticas en Argentina, pp. 175 a 133, México, 1946.

 

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Llegados a este punto es menester diferenciar tanto los motivos que concurren a la formación de una actitud psíquica de autoaniquilamiento, como las situaciones históricas y las estructuras anímicas que se destacan como favoreciendo la actualización de tales complejos de motivaciones. El pensador mexicano Samuel Ramos (Ob. cit., pp. 9-12), ha descrito también un proceso mental de «autodenigración», pero vinculando dicha actitud a la conducta del mexicano frente a la cultura nacional. Concibe la imitación y el mimetismo cultural como un «carácter peculiar de la psicología mestiza»; observa, sin embargo, que la valoración de lo cultura que supone el acto de imitar se deforma convirtiéndose en menosprecio por lo propio, lo que acontece al realizar el individuo un parangón con lo ajeno. De este modo, la persona experimenta un sentimiento de inferioridad, y la imitación, al desarrollar un estado cultural ilusorio, responderá entonces a la necesidad de un mecanismo psicológico compensatorio de la autodenigración deprimente. Por otra parte, Samuel Ramos opina que si el mexicano no se incorpora a la cultura de un modo auténtico, ello obedece a que su interiorización requiere un esfuerzo continuo y sereno de que el mexicano no es capaz, dado el hondo desequilibrio psíquico que delata su sentimiento de inferioridad. Finalmente, la anarquía de la vida externa también le aparece como impedimento de la continuidad del esfuerzo.

Karl Mannheim, por su parte, trata del automenosprecio recurriendo igualmente, para su comprensión al sentido de procesos anímicos ya analizados por la psicología analítica, sólo que destaca motivaciones sociales antes que culturales. Para Mannheim el individuo pierde el respeto a sí mismo cuando se frustra su posibilidad de ascender en la escala social. Este sentimiento de inseguridad social puede determinar el que los impulsos se vuelven hacia adentro y lleguen a tomar «la forma de un castigo a sí mismo que degenera en orgías masoquistas mutiladoras de uno mismo». (Libertad y planificación, pp. 117-118, México 1942).

Distinguiendo así, diversas formas de automenosprecio y distintas modalidades o planos anímicos en que se manifiesta la voluntad de autoaniquilamiento, podemos recordar las observaciones de Joaquín Grau relativas a la relación existente, de un lado entre universalidad y personalidad, y de otro entre fidelidad a sí mismo y amor al prójimo Nos limitaremos a señalar que para dicho escritor el desprecio de sí mismo originado en la pérdida del amor, lleva a la íntima disolución y al correlativo rebajamiento de la personalidad del prójimo (Autor y mundo, pp. 212-213 México 1940).

Además de las motivaciones culturales, sociales, espirituales o puramente afectivas del odio a sí mismo, es posible distinguir la actitud de automenosprecio originada en una particular experiencia metafísica y religiosa. Tal es el caso de Pascal. Sus variaciones filosóficas acerca del odia a sí mismo -que Max Scheler juzga como cabal expresión de resentimiento-, nacen de una peculiar vivencia de la infinitud. En efecto, ya se trate de que el odio a sí mismo represente un real estado anímico o sólo una tendencia o aspiración religiosa, la dialéctica pascaliana de la experiencia de lo infinito le lleva a decir «que no hay que amar más que a Dios, y no odiar más que a sí mismo» (Pensamientos, 476). Ahora, la pregunta que verdaderamente teje la trama de implicaciones significativas propias del pensar de Pascal es la siguiente: «¿Qué es un hombre en lo infinito?». «Nada -se responde-, comparado con el infinito todo, comparado con la nada». (72). Para Pascal, la razón es impotente para fijar lo finito «entre los infinitos que lo encierran y lo huyen». No obstante, la humana posibilidad de pensar lo infinito, de intuir el hombre su miseria frente a la inmensidad, en fin, el «conocerse miserable» le hace grande. Por ello, según Pascal, el hombre debe odiarse y amarse, según que se represente y perciba su miseria ante lo infinito o su conciencia de lo infinito, posibilidad que lo cósmico no posee. Así, pues, infinito y conciencia de la infinitud, amor a Dios y odio a sí mismo, son las tensiones valorativas que condicionan en Pascal la humillación y el autodesprecio. El tender hacia el yo, le parece contrario a todo orden, pues, «se debe tender a lo general» (477). Finalmente, parece que no sólo le resulta espantable a Pascal el «silencio eterno de los espacios infinitos», sino también la soledad que experimenta frente al hombre, frente al prójimo, por la visión de la común miseria e impotencia. «Se muere solo», nos dice. Mas, son innumerables las variedades posibles del humano sentimiento de la soledad. En Pascal, él nace de la actualización de algunos dualismos antagonísticos, tales como los que se manifiestan al contraponer lo humano a lo divino o la miseria del hombre a lo infinito, concebido como infinito de valor. No obstante, la afirmación pascaliana según la cual «le moi est haïsable», vincúlase a ciertas antinomias que afloran en las relaciones del individuo con el prójimo. De esta manera, aunque piense que no hay por qué odiarse cuando se es capaz de tratar cortésmente a los demás, en cambio, las dos cualidades que atribuye al yo («...il est injuste en soi, en ce qu'il se fait centre du tout; il est incommode aux nutres, en ce qu'il les veut asservir: car chaque moi est l'ennemi et voudrait être le tyran de tous les autre») 455, edición de León Brunschvicg, París 1905), revelan impotencia para coordinar la relación humana interpersonal a lo divino o a lo infinito como valor.

Estas cuatro manifestaciones del odio a sí mismo no representan, ciertamente, las únicas existentes o susceptibles de ser descritas. En efecto, a la de índole cultural, a la forma social del automenosprecio, a la que señala la relación entre universalidad y personalidad, y a la modalidad representada por la experiencia religiosa de lo infinito, debemos agregar, sin vacilar, la que desarrollamos en el presente capítulo. Esto es, lo humillación de sí a la voluntad de autoaniquilamiento motivada por la peculiar dialéctica del sentimiento de lo humano propia de un particular ideal del hombre que el americano pugna por expresar. Creemos que lo investigado hasta ahora, en este último sentido, es casi nulo, o por lo menos, insuficiente.

 

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Si atendemos a la posibilidad de sufrir sin resentirse como condición diferencial de cierto tipos humanos, aparentes semejanzas, acaso puramente exteriores, parecen desvanecerse. Así sucede al comparar al «roto» chileno con el «pelado» mexicano. En efecto, en la descripción del «pelado» que debemos a Samuel Ramos -al que juzga como la expresión más elemental y bien dibujada del carácter nacional-, la nota del resentimiento por él destacada, su complejo de inferioridad, lo distancian del sentido de las notas que aquí se indican como propias del «roto» y, en mayor medida aún, del tipo humano que simboliza Martín Fierro. Recordando, además, nuestra duda o cautela tipológica para considerar como dada una verdadera dirección hacia dentro o hacia afuera, nos parece discutible que el «pelado» pertenezca al grupo de los «introvertidos», como piensa Ramos, discutible, aunque se acepten como propias de él, las mismas características de su comportamiento señaladas por este autor. En la Parte Cuarta, Cap. V de este trabajo, volveremos sobre las ideas de Ramos. Una exposición de ellas se encontrará en la obra de José Gaos Pensamientos de Lengua Española, pp. 169 y ss., México, 1945, y a cuyo criterio interpretativo también nos referiremos en dicha parte y capítulo.

 

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Poesía y estilo de Pablo Neruda, pág. 23, Buenos Aires, 1940.

 

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En cuanto las consideraciones precedentes fluyen de la observación de una actitud de pasividad colectiva frente al acaecer, ello indica que no nos referimos a unas formas de expresión literaria o a particulares actitudes de un tipo determinado de espectador frente, también, a una determinada poesía trágica. Lejos de ello, sólo tenemos presente la infusa penetración, la animación de la imagen del mundo y del orden de la convivencia por una particular experiencia de lo trágico, que como un elemento esencial integra la actitud colectiva frente a la vida que estructura todas los actos. Aunque sin describir tales vivencias en una sociedad determinada, pensadores como Scheler. M. Geiger y E. Meumann, han formulado certeras observaciones acerca del fenómeno de lo trágico. En efecto, Max Scheler, en su ensayo ya citado Zum Phänomen des Tragischen, afirma que nada aclara, y antes elude el problema, «la contemplación psicológica que parte de la investigación de las vivencias del espectador u   —264→   observador de sucesos trágicos, y que desde ahí se remonta hasta las «condiciones objetivas» o a los estímulos adecuados a tales vivencias. Para Scheler, tal indagar sólo indica cómo actúa lo trágico, pero no qué cosa es. Así, en contraste con la definición de Aristóteles, que atiende preferentemente al aspecto psicológico al decir que lo trágico engendra el deleite que le es propio al lograr, por medio de la piedad y el temor, la purificación de las pasiones, afirma Scheler que lo trágico -considerado por encima de las normas de su manifestarse artístico, ya que le parece dudoso que sea un fenómeno «estético»-, es un elemento substancial constitutivo del universo mismo (págs. 237-238).

Del mismo modo, Moritz Geiger, en su estudio sobre La estética fenomenológica, desecha la posibilidad de saber «en qué consiste la esencia de lo trágico» mediante el análisis de las experiencias estéticas. Por lo que respecta a Aristóteles, nos dice igualmente, que sus descripciones psicológicas no nos indican su esencia (si bien Geiger no desconoce las determinaciones objetivas de lo trágico en Aristóteles). Con todo, y aun cuando Geiger dice, v. gr., que «lo que constituye lo trágico, por ejemplo en Shakespeare, son determinados momentos constructivos del acontecer dramático; algo, pues, que está en el objeto, no el efecto psíquico», no llega hasta la «ontologización» de trágico que verifica Scheler al convertirlo en fenómeno constitutivo del ser del cosmos. (Lo que por otro lado, se explica porque Geiger atiende sólo a la índole fenoménica del objeto estético). E. Meumann, por su parte, destaca también en lo trágico la representación de un dolor humano como objeto y, en cuanto al modo de su representación, señala su aspecto activo al decir que «el hombre que sufre se hace interiormente dueño de su sino y le da la ocasión de afirmar su grandeza humana y su íntima superioridad sobre el destino». La tragedia es la descripción objetiva de esa elevación interior, que Meumann distingue del goce estético que ella despierta en quien contempla la superación del dolor. (Sistema de Estética, pág. 133. Madrid. 1924).

Resumiendo, diremos -y lo que sigue señala un hecho fundamental-, que tanto para atender a la significación constitutiva de lo trágico y elevarlo a elemento substancial del universo mismo, como para experimentar lo trágico, individual o colectivamente, es necesario valorizar, conferir una especial jerarquía a lo personal, al acaecer singular. Es así como Aristóteles consideraba a la poesía «más filosófica y elevada que la historia, pues la poesía refiere más bien lo universal, la historia en cambio, lo particular». En la teoría de la contemplación estética desarrollada por Schopenhauer, se advierte de cómo el rechazo de lo singular constituye el motivo que le induce al desconocimiento de la esencia de lo trágico. Para Schopenhauer, la cualidad propia de la intuición estética reside en el hecho de poder captar, en lo individual lo general, su «idea». Además, en la contemplación estética, el individuo pierde su determinación como ser concreto, causal. Y aun cuando trata de la evolución de lo trágico y diferencia históricamente la resignación griega, la ataraxia estoica de la resignación cristiana frente al acaecer trágico, en el sentido de que el estoico espera «serenamente los males fatalmente necesarios» y el cristiano enseña la renuncia a la voluntad de vivir, sin embargo, no capta la esencia general de lo trágico. Y ello es así a pesar de que impugne la teoría psicológica de Aristóteles, ya que la substituye por la idea del aniquilamiento de lo individual al decir que el «disponer el ánimo del hombre a desprender su voluntad de la vida, debe tenerse como intención propia de la tragedia...» (El mundo como voluntad y representación, Segunda Parte, Cap. XXXII).

Volviendo, ahora, al antagonismo que como oposición entre actividad y pasividad subyace, respectivamente, a lo trágico y lo triste, debemos advertir que, no obstante cuanto se ha hablado con monótona insistencia, de la «tristeza americana», al no descubrir estos matices diferenciales, tampoco se ha descubierto la experiencia íntima que anima tal actitud. Así, por ejemplo, aunque el escritor brasileño A. Peixoto afirme que la tristeza del americano procede del saber que se vive en un mundo que todavía no existe -lo cual nos parece exacto-, en un mundo por crear, que queremos crear, pierde de vista el objeto en cuanto intenta remontarse a su origen. En efecto, nos hablará, entonces, de una primaria saudade nomádica. «Todos somos tristes, todos hemos abandonado el mundo antiguo y todavía no hemos creado el nuevo»; o bien dirá: «... nuestra tristeza de nómadas es un tanto europea y, aún, para ser más exactos, céltica...» «...Nuestra tristeza procede de que tenemos constantemente ese sentimiento, esa angustia de no estar completamente en nuestra propia tierra, de hallarnos fuera de nuestro verdadero país». Y, tal como sucede casi siempre que se rastrean los orígenes de un fenómeno americano, su trama histórica, sus valencias raciales, en lugar de intentar comprenderlo en sí mismo, sólo se consigue el obscurecimiento de la visión de sus contornos singulares. Es decir, la búsqueda de una huella que conduzca hasta los orígenes no debe substituir a la descripción de una actitud vital conclusa en sí misma, que se encuentra animada, además, por un particular ideal del hombre.

Finalmente, Max Scheler, al estudiar el fenómeno de lo trágico, también ha descrito -aunque sin vincularlo al sentimiento de lo humano-, el carácter peculiar de la tristeza trágica, destacando el momento de actividad que le es propio (consideraciones que, por otra parte, desconocíamos al desarrollar las observaciones sobre el anhelo sin fe y el sentimiento de lo trágico en el americano). Juzgamos necesario transcribir aquí el pensamiento de Scheler. En la página 249 escribe, diferenciando lo trágico de lo triste: «Luego: la tristeza específica de lo trágico es una señal objetiva del mismo suceso- independiente de las coherencias de vida» individuales de su observador. Está limpia de todo eso que podría producir agitación, indignación, reprobación. Es calmada, callada y grande. Tiene una profundidad y es ineludible. Está libre de sensaciones corporales y de todo lo que pudiera llamarse doloroso, y contiene resignación, conformidad y una especie de reconciliación con lo casualmente presente. Por lo que respecta a las relaciones existentes entra lo activo y lo trágico, dice (página 242): «Por consiguiente «trágico» es -en el sentido original- el destino de una actividad en el hacer y en el sufrir.» Pero esta actividad debe tener cierta dirección para que se manifieste lo trágico...» Para concluir esta nota desmesurada ya, aunque necesaria, diremos que el significado de lo trágico en el seno de lo universal, nos parece ser función de un determinado sentimiento de lo humano, de una determinada experiencia de lo singular; función, en fin, del grado de inmediatez de los vínculos interpersonales, expresión de la actualidad alcanzada por el hombre respecto de sí mismo. Así, pues, a una mayor mediatización de los contactos interhumanos, corresponderá un creciente embotamiento de la sensibilidad para lo trágico.