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El teatro como instrumento educativo en el México del siglo XVIII

Germán Viveros





En el mundo occidental y hablando en términos generales, el teatro ha pretendido ofrecer obras que escenifiquen temas, personajes o hábitos de interés común, en los que, al menos idealmente, el espectador/lector identifique intereses suyos, al mismo tiempo que obtiene un modo de esparcimiento; es decir, el teatro ha querido presentar obras que son de interés popular en cada época, y que, por otra parte, su validez es apreciada en la medida en que la obra realiza cabalmente el objetivo del autor y logra influir en su destinatario1.

Al iniciarse el siglo XVIII, en España el exitoso teatro de Lope de Vega y el de Calderón y de sus seguidores gozaban del gusto popular a tal grado que no resultaba natural ni fácil sustituirlos, sobre todo si se considera que tan sólo esos dos genios dramatúrgicos habían satisfecho a plenitud los deseos y preferencias de generaciones precedentes de espectadores/lectores2.

La dramaturgia española del siglo XVII supo aprovechar la etapa evolutiva que la antecedió, transformándola y haciéndola actual para su público y matizándola oportunamente con tintes religiosos, monárquicos o de honor3. El teatro de ese siglo ofrece una pluralidad temática, sustentada en ancestros también plurales, que transcurren desde la Edad Media hasta el mismo siglo XVII. Pero el resultado original, o acaso el más significativo o trascendente, lo constituye el hecho de que su temática, de interés netamente humano, asumió, en manos de sus creadores, visos genuinamente dramatúrgicos o propios de la acción teatral4.

El teatro peninsular español del siglo XVIII, a su vez, había puesto al lado la realidad como germen de creación dramática para atender, en cambio, a obras anteriores a su momento. Así, el trasfondo teatral vivo del siglo XVII era suplido con figuras de imaginación, con copias y con refundiciones, dadas a través de fórmulas literarias estereotipadas5. Surge entonces un teatro más preocupado por preceptos y por habilidades técnicas que por ideas, tipificaciones y grado de verosimilitud.

Por las circunstancias históricas, de todos conocidas, México no podía mostrar, en ningún sentido, una situación esencialmente distinta a la peninsular. El teatro no era excepción. En efecto, en los círculos teatrales de la Ciudad de México, de Puebla, de Guadalajara o de Veracruz, las obras y los autores que eran objeto de escenificación resultaban, en buena medida, los mismos que se ofrecían en la península. Se encuentra, así, que en España y en México eran dramatizadas obras de Antonio de Valladares, de José de Cañizares, de Juan Pérez de Montalbán, de José Concha, de Agustín Moreto, de Cristóbal Monroy, de Tomás Iriarte, de Diego Zorrilla, de Fernando Gavila, de Francisco Comella, de Luis Moncín, de Juan Meléndez y de muchos más que por igual eran vistos en ambos países. Sabemos también que, a todo lo largo del siglo XVIII, se dio creciente importación de obras teatrales españolas6. Además, piezas francesas e italianas no eran extrañas en los programas teatrales del Coliseo de México en el siglo XVIII; en éstos es posible ver registrados a Molière, a Pierre Augustin Beaumarchais, a Jean Baptiste Rousseau, a Jean Racine o a Carlo Goldoni7. Téngase en cuenta, por otra parte, que había autoridades virreinales; entre ellos y en primerísimo lugar se hallaba Pedro Calderón de la Barca, de quien el archivo del Coliseo, en septiembre de 1786, tenía disponibles para su representación 62 comedias, además de otras 202 «impresas y reconocidas», de varios autores españoles, sin contar 160 sainetes y 80 entremeses8. Otro comediógrafo que era favorito de los censores del teatro en México, junto con Calderón, era Antonio de Valladares; ambos les significaban garantía de respeto a los ordenamientos gubernamentales9. Muestras documentales como las mencionadas hacen ver, en todo caso, que la vida teatral en la Ciudad de México era intensa, como lo denotan las cuatro escenificaciones semanarias que había a lo largo de cada temporada; a esto se sumaban hechos equiparables en Guadalajara, en Puebla, en Valladolid y en Veracruz. Estas circunstancias hacían que escasearan los actores y que las autoridades obligaran a los disponibles a representar «todas y cualesquiera comedias que en todos y cualesquiera días de la semana se les mandare»10. Este hecho también explica la contratación de actores y bailarines extranjeros que procedían de otros virreinatos, como fue el caso del italiano Camilo Bedoti, quien pasó a México procedente de Lima11.

Independientemente de la intensidad que tenía la vida teatral dieciochesca en México, importa decir que podría ser caracterizada de dos maneras. Una, constituida por su voluntad preceptiva, en la que se quería dar lugar a la variedad y a la elegancia formales, inspiradas en ideales del mundo antiguo, vistos a través del teatro francés o del italiano, y que derivaran en efectos escénicos de intención correctiva, disciplinaria o didáctica, aun a costa de dosis de aburrimiento12. Además de esto, y tal como ocurría en la España peninsular, en la América Española la dramaturgia gustaba de plantear -con intención amonestadora- conflictos entre el deber y el sentimiento y entre éste y la razón13, sin dejar completamente al lado los temas nacionales de cada virreinato, como al parecer ocurrió en México con José Agustín de Castro y sus obras El charro y Los remendones14. Precisamente en México esta primera peculiaridad atribuible al teatro queda representada por obras como: Andrómaca de J. Racine; El falso nuncio de Portugal, de José de Cañizares; La presumida y la hermosa, de Femando de Zárate; El buen hijo, de Antonio Valladares; Hernán Cortés en Tabasco, de Fernando del Rey; La conquista de México, de Diego Sevilla; El pleito de Hernán Cortés, de Cristóbal Monroy, o el Coloquio de Nuestra Señora de Guadalupe, de José Protasio Beltrán.

La segunda perspectiva que es dable distinguir en la dramaturgia representada en Nueva España es aquélla que podría llamarse de raigambre popular, significada por sainetes, entremeses, tonadillas y zarzuelas, en los que se concedía especial esmero a temas de ocasión, o a circunstancias propias de gente sencilla. Era teatro para entretener, distraer o para mover a risa; creaciones escénicas que, aunque acaso algunas contuvieran motivos de reflexión, en su realización teatral probablemente carecían de efectos de tal índole. Reveladores de esa creíble peculiaridad son títulos como: El sistema de los preocupados, Los caracteres opuestos, El cotejo de los tiempos, Cuando la conciencia acusa, La boda del criado, El peluquero y la criada, o Los pastores15. Se verá, así, que, a la plena actividad escénica, se sumaba la variedad de géneros dramáticos en ejecución.

En 1737 fue editada en España por primera vez La poética, del zaragozano Ignacio de Luzán; su libro III, especialmente, pronto se constituyó en lo que podría ser llamado el canon del neoclasicismo español. Como ha dicho el contemporáneo editor de La poética: «no hubo ningún neoclásico importante que desconociera la influencia luzanesca.16» Fueron varias las ideas luzanescas que dejaron huella en la dramaturgia dieciochesca española posterior a 1728, año en que el zaragozano ingresó en la Academia de Palermo, con sus Razonamientos sobre la poesía, que fueron el fundamento de La poética, editada en 1737. Hay en ésta, empero, ideas que sirvieron de punto de partida para la creación teatral de su época, tanto para la tragedia como para la comedia, «siendo casi todas las reglas ya dichas respectivamente comunes a una y otra especie». Sean recordadas algunas que, al menos en Nueva España, orientaron la actividad escénica17.

La comedia... es una representación dramática de un hecho particular y de un enredo de poca importancia para el público, el cual hecho o enredo se finja haber sucedido entre personas particulares o plebeyas con fin alegre y regocijado; y que todo sea dirigido a utilidad y entretenimiento del auditorio, inspirando insensiblemente amor a la virtud y aversión al vicio, por medio de lo amable y feliz de aquélla y de lo ridículo e infeliz de éste.


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Los errores propios de la poesía dramática son fáciles de conocer, si se saben sus reglas. No ser verisímil la fábula, no tener las tres unidades de acción, de tiempo y de lugar, ser las costumbres dañosas al auditorio o pintadas contra lo natural y verisímil, hacer hablar las personas con conceptos impropios y con locución afectada...


[p. 540]                


Y si por lo inverisímil no apruebo en las comedias semejantes asuntos, por lo irreverente y dañoso no me parece que se puedan tampoco aprobar las comedias de santos... Si alguna utilidad tienen tales comedias, es tan poca que no tiene comparación con los graves daños que causan.


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Considerados a la vista de piezas dramáticas dieciochescas, los fragmentos precitados, igual que muchos más que podrían ser transcritos, demuestran que las ideas y teorías luzanescas alentaron la dramaturgia dieciochesca escrita en lengua española, a pesar de las objeciones que a esta aseveración opusieron contemporáneos del zaragozano18. Es indubitable, en efecto, que, directa o indirectamente, La poética se revela de varios modos en poetas y en autores teatrales de su época. El tema ya ha sido estudiado19. Pero incluso los casi contemporáneos de Luzán ya abordaban la cuestión de la influencia luzanesca en la poesía dramática de mediados del siglo XVIII. Tal es el caso dejóse de Clavijo y Fajardo, quien -como ya lo demostró y lo dijo R. P. Sebold- utilizaba como fuentes de formación y de información teatral a Alonso López Pinciano, a José González de Salas y a Ignacio Luzán. Más aún, iniciado el último tercio del siglo XVIII, el afamado dramaturgo Vicente García de la Huerta -autor de la paradigmática pieza Raquel- afirmaba que, de Luzán, «todos conocen sus obras y su fama durará siempre en el aprecio de todos los que sepan juzgar del mérito»20. Es muy probable, no obstante, que, además de Luzán, otros teorizadores de la poesía en general también hayan influido sobre los dramaturgos españoles dieciochescos. Este asunto ya ha sido objeto de estudio21. Por esto es dable decir que el español Diario de los literatos (publicado entre 1737 y 1742), orientado por el Journal de Trévoux, no sólo recogía planteamientos de este último, sino que también evidenciaba que había asimilado ideas de Nicolás Boileau, manifestadas en su Arte poética. Cosa semejante ocurrió con Agustín de Montiano y Luyando y sus Discursos sobre las tragedias españolas, publicados entre 1750 y 1753; incluso con José Clavijo y Fajardo, quien, en su diario El pensador, se declaró opuesto a la escenificación de autos sacramentales y discurrió sobre la idea de la función didáctica de la comedia, sobre todo por considerar que el público al que estaba destinada no leía libros ni había recibido otra instrucción. Por otra parte, la función educadora del teatro se veía notablemente apoyada por las comedias de magia, porque al público le gustaba lo espectacular (aves, dioses, demonios, transformaciones), aunque en México ésas fueron prohibidas. Sea lo que fuere, el hecho es que el neoclasicismo español imitó costumbres de época, igual que incidentes de la vida cotidiana, pero, sobre todo, defendía el argumento de que la justificación de todo drama radica en su potencia didáctica, para, así, hacer del teatro una escuela de costumbres e imitación de la vida, pero rechazando toda afectación, extravagancia y, en general, todo exceso22.

Tomás de Iriarte se mostraba fiel a teorías clasicistas de inspiración ítalo-francesa. Sus obras teatrales son de orientación educativo-social, y en ellas evidencia el más rígido neoclasicismo, de preocupación moralizante y de deleite por el arte literario en sí mismo. Para Iriarte el teatro tiene una misión, y ésta es la de reformar las costumbres23. Por su parte, Juan Pablo Forner sostenía que, en las artes, la indiscutible prioridad la tenía el teatro, «por ser como un centro o punto de concurrencia en donde se unen todas las artes amenas, para instruir y mejorar a los hombres con los halagos de la imitación... El fin del teatro es enseñar y corregir deleitando». Para Forner, el objeto de la representación teatral ha sido, desde sus inicios, corregir y enseñar, aunque en su época -decía él- el teatro se preocupaba más por «embelesar y hacer reír de cualquier modo».24

En el México del siglo XVIII, como era de esperarse, las ideas básicas en torno a poesía, a su objeto y a sus peculiaridades, eran las mismas que tenían vigencia en España, aunque matizadas por la idiosincracia de la vida en América. Pero en estas tierras se dio una circunstancia diferenciadora, que es importante señalar. El hecho fue el que, en México, no hubo una actitud teorizante en cuanto a la literatura en general y al teatro en particular; es decir, por iniciativa propia ni dramaturgos ni ensayistas se ocuparon especial o precisamente de reflexionar acerca del teatro, de su objeto o de sus formas. La entidad que en el siglo XVIII tomó esta iniciativa, y que la realizó, fue el gobierno virreinal, aunque éste hizo que, en ocasiones, gente de teatro participara en la argumentación teórica acerca de la vida teatral, considerada ésta en su más amplio sentido. Es digno de señalarse el hecho, porque da clara idea de lo que puede esperarse de una dramaturgia surgida en ese contexto ideológico.

Antes de iniciarse el auge de la vida teatral dieciochesca en México, las ciudades con actividad escénica importante regulaban ésta de modo espontáneo y autogestor, atendiendo a "deliberaciones" y "prudentes precauciones", con "zelo y vigilancia" de lo que ocurría en el Coliseo de la Ciudad de México25. Con anterioridad al Reglamento teatral de abril de 1786, las "prudentes precauciones" sólo atendían a que las escenificaciones se hicieran ordenadamente, sin abusos ni excesos de especie alguna26, y cuidando sólo aspectos externos o secundarios de cada representación, como eran la distribución del público en el teatro, el vestuario del público y de los actores, la relación de éstos con los asistentes durante cada función, el acceso al local teatral, la venta de golosinas, etcétera27.

A lo largo del siglo XVIII, el gobierno virreinal de México quiso para el país una dramaturgia que propiciara «la decencia, decoro y honestidad de esta pública diversión», en oposición a los escándalos y desórdenes que solían darse en el Coliseo de México y que eran definitivamente contrarios «a las buenas costumbres y al arreglo que está mandado por el rey»28. No obstante, las autoridades civiles de México también se preocupaban por el aspecto de la diversión que debía ofrecer el teatro, pero no tanto por estar basada en su calidad dramática cuanto por considerar que, a mayor diversión, habría mayores ingresos económicos, que redundarían en beneficio del Hospital Real de Indios que se sostenía con parte del dinero proveniente del espectáculo teatral. Así, ya para finalizar el siglo XVIII, un juez de teatro pedía que los entremeses fueran «más modernos y de mejor gusto, para la diversión del público y mayores productos del teatro»29. Empero, hacia marzo de 1790 había gente de teatro que opinaba que éste carecía de «inteligencia, expresión, sentimiento, terneza, fuerza, fervor, entusiasmo, nobleza, majestad, práctica, graciosidad...», es decir, de las partes esenciales de la escena; por eso había que «pasarla con las [obras] que hay»30.

La autoridad virreinal en todo tiempo se había preocupado por el «arreglo de los teatros», porque -según decía en octubre de 1790- estaba consciente de la influencia que éstos ejercían en las costumbres del pueblo; por ello, en el Reglamento de abril de 1786, se habían tomado «muy prudentes precauciones..., para que la representación teatral se haga con la decencia, decoro y arreglo debido»31. Ese Reglamento fue muy explícito y contundente a este respecto, y no dejó dudas acerca del objeto con que era visto al teatro por parte del gobierno de la colonia. El Prolegómenos de su articulado pedía que «la diversión se ejecute con la pureza y rectitud que exigen la santidad de nuestra religión y lo resuelto por S. M. a este fin»32. De nueva cuenta quedaba sin consideración oficial la perspectiva meramente dramatúrgica o artística. Todavía en los inicios del siglo XIX -entonces tal vez por razones políticas más que de cualquiera otra índole-, voces que eran eco del criterio gobernante imaginaban el teatro como un taller para labrar héroes y reformar costumbres, aunque sin marginar del todo la «diversión para la vida humana, que es el descanso del alma». El mismo que así había hablado afirmaba que «debe preferirse toda composición que hiera el corazón con vivísimos afectos e inspire una útil moralidad. Así se logra cumplidamente el fin de deleitar e instruir, cantando, representando y riendo»33. Pero desde casi veinte años atrás se venía insistiendo en ideas afines. El padre Ramón Rincón, examinador y revisor de obras teatrales por elección del virrey, consideraba que la finalidad del teatro era poner los vicios a la vista del público, simultáneamente con su corrección y castigo34, porque -según él- de no ser así, la «gente ociosa, valdía y destituida de medios con que satisfacer su sensualidad y orgullo» podía animarse a oponerse «a la virtud de la religión»35.

En 1790 el padre Ramón Rincón, del Oratorio de San Felipe, y el Contador General del Tabaco, Silvestre Díaz de la Vega, se hallaban designados examinadores y revisores de obras teatrales. Cada uno de ellos, en circunstancias distintas, había expresado con claridad y precisión cuál era su idea acerca del teatro, y denotaban cómo la ponían en práctica. El oratoriano había dicho que él permitía la representación de comedias «bastantemente irregulares, pero cuyos defectos sólo interesan a la literatura, sin perjudicar las costumbres, y así, en la necesidad que padecemos de comedias bien hechas, se deben dejar correr, para subvenir al provecho del empresario»36. Es obvio que el poder virreinal anteponía el propósito educativo al estrictamente literario. Por su parte, Díaz de la Vega, con motivo de la redacción de una censura teatral suya, se dio ocasión de manifestar implícitamente su concepción acerca del teatro. Esa pedía que las piezas dramáticas resultaran «conforme a las buenas costumbres» y que proporcionaran «diversión menos defectuosa». Díaz de la Vega también quería que no fuera afectado el «lucro del empresario, objeto principal de él, y sin cuya esperanza ninguno tomaría sobre sí tal encargo, que en el día ha llegado a ser un ramo de comercio...»37. El Contador General del Tabaco, como el padre Rincón, concedía particular atención al aspecto moral del teatro, pero por igual atendía al financiero, que obnubilaba cualquier otro interés, incluido el literario, a pesar de que reconocía que «la poesía dramática debe contener las calidades de variedad, unidad, regularidad, orden y proporción con la verdad de los hechos», con lo cual, por otra parte, Díaz de la Vega se mostraba fiel a uno de los más caros anhelos poéticos de Luzán. Además, el censor teatral y funcionario de gobierno coincidía con el padre Rincón en cuanto a que había que aceptar la escenificación de piezas defectuosas, porque de otro modo no habría una sola, y el público gustaba de aquéllas y era el que hacía que el espectáculo subsistiera; por esto, Díaz de la Vega quería ser consecuente con Luzán en el sentido de atemperar las deficiencias de las obras teatrales38.

En mayo de 1787 otro hombre de teatro, el vigués Juan Manuel de San Vicente, quien para entonces tenía aproximadamente catorce años de autor y de empresario del Coliseo de México, cuando anunció «una función completa en todas sus partes», en la que se incluía la comedia El amigo verdadero, afirmaba que «el objeto principal [de ésa] se dirige a dar una instrucción moral, para hacer respectable al mundo la augusta voz de amigo...»; añadía enseguida que en la pieza se presentaba detestable la avaricia, «para hacer por este medio amable la virtud y odioso el vicio, como fin legítimo del drama, que es deleitar aprovechando»39.

Lo dicho anteriormente es sólo una muestra de los numerosos documentos de la época que hablan del objetivo educativo y moralizante del teatro mexicano dieciochesco. De acuerdo con aquéllos, es fácil vislumbrar su intención formadora, que giraba en tomo a una serie de propósitos que podrían aglutinarse en cinco grupos: a) queríase inculcar una conducta religiosa adecuada a la circunstancia española; b) queríase generar respeto y obediencia al rey, amor a la patria y sentimientos de justicia; c) queríase imbuir la moralidad española de raigambre cristiana; d) queríase configurar conciencia cívica e inspirar modales urbanos; e) lateralmente, queríase brindar diversión. Las orientaciones precisamente dramatúrgicas quedaban en segundo plano, fundadas en preceptos neoclásicos, entre los que asumían particular preponderancia los expresados paradigmáticamente en La poética de Ignacio de Luzán.

Esos propósitos de educación quedaron sentenciosa y ejemplarmente recogidos en el articulado del Reglamento teatral del 11 de abril de 1786. Importa decir, por otra parte, que en «corrales», en plazas públicas y en alguna casa particular se llevaban a cabo representaciones que en alguna medida escapaban al control impuesto por la autoridad virreinal; empero, las directrices básicas asentadas en el Reglamento se mantenían respetables y se hacían valer en el recinto oficial que era el Coliseo de la Ciudad de México, cuyo modelo era seguido por los restantes y escasos establecimientos teatrales de todo el país.

Así, ahora es dable opinar respecto a la intención educativa de nuestro teatro del siglo XVIII, siguiendo el juicio poético de versificador anónimo de la época:


      Procuro con ficciones
Inclinar hacia el bien los corazones.
      Con juegos y ficciones
Suelo inclinar al bien los corazones.
       Haré con mi ejercicio
Amable la virtud, odioso el vicio.
      La comedia es mi nombre
Y mi deber [el] corregir al hombre.
      Es el drama mi nombre
Y mi deber el corregir al hombre,
      Haciendo en mi ejercicio
Amable la virtud, odioso el vicio.
Es mi deber el corregir al hombre,
      Y haré con mi ejercicio
Amable la virtud, odioso el vicio.
Con risa y canto alivio pesadumbres
Y de todos corrijo las costumbres.
Ría, llore, cante, embelese, asombre:
Será mi fin la corrección del hombre.
Con risa y canto moralizo austero,
Que es bella la virtud, el vicio fiero.
En tono honesto, bien jocoso o grave,
Haga el vicio feroz, la virtud suave.
Con la risa, la burla y con el canto,
Halago la virtud, el vicio espanto.40





 
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