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El Teatro Nuevo Español, ¿antiespañol?

René Andioc





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El título que doy a las páginas que siguen, y que a todas luces se inspira en otro, más acertado por cierto, de un definitivo trabajo de Francisco Lafarga (1989), no entraña la más mínima disconformidad con las conclusiones de éste, relativas al importante porcentaje de obras extranjeras traducidas que ostenta la colección iniciada por la efímera Junta de Reforma en 1800. Ya escribía Leandro Moratín, en una nota a La comedia nueva redactada tres o cuatro años después de fracasado el intento de la Junta, que de las veintiocho obras publicadas en los seis volúmenes del Teatro Nuevo Español hasta 1801, solamente «tres o cuatro» eran originales, «y las restantes, traducciones que necesitan traducción» (1867, 146). A lo que quisiera dedicar por mi parte algunas reflexiones es sobre todo, aunque no exclusivamente, a la lista de comedias prohibidas representar que encabeza el primer volumen de dicha colección y continúa en los cinco sucesivos, tratando de apreciar en qué medida se puede seguir considerando que aquello supuso una especie de atentado contra la cultura nacional o, cuando menos, una barbaridad, y hasta dónde llega la responsabilidad atribuida a Leandro Moratín en la composición de aquella lista negra. Dicho de otra forma: sin convertirme ni en fiscal ni en abogado defensor (pues lo que me importa es acercarme a la escueta verdad histórica, no contribuir por muy poco que sea a la fama o al desdoro de «Inarco», q.e.p.d.), superando en la medida de lo posible los argumentos polémicos, no por fáciles de esgrimir del todo improcedentes, por supuesto, aunque sí indefinidamente controvertibles, y el desvío que nos inspiren tales hechos en general (a no ser que se crea que hay dos clases de censura: mala y buena), intentaré atenerme a la documentación de que disponemos, insertándola en su contexto histórico.

Venga pues un poco de historia, y también de cronología.

En primer lugar, ¿cuáles fueron las fechas de publicación de los tomos del Teatro Nuevo Español? La Gazeta de Madrid de 15 de enero de 1800 notifica a sus lectores la institución de distintos premios que, como es sabido y refiere Moratín, nunca se adjudicaron (aunque sí, pese a lo afirmado por el escritor, cobraron los dramaturgos el tres por ciento de las recaudaciones en lugar del precio fijo de veinticinco doblones por una obra en tres jornadas, pudiendo elegir también este modo anterior de remuneración); se habían de publicar además, según la misma fuente oficial, dos colecciones: una de obras premiadas, y otra de las que, sin premiar, se juzgasen dignas de ser representadas. Se daba un plazo de ocho meses a los aspirantes para entregar los partos de sus ingenios al secretario de la Junta. El primer volumen de la finalmente única «colección de las piezas dramáticas nuevas que desde principio del presente año cómico se van representando en los teatros de la calle de la Cruz y del Príncipe de Madrid» se   —352→   anunció en la Gazeta de 12 de diciembre de 1800; el segundo, en el mismo periódico del 23 de enero de 1801; el tercero -con una necesaria modificación del subtítulo: «...que desde el principio del próximo año cómico se van representando...»- el 5 de mayo; el cuarto el 28 de julio; el quinto el 6 de octubre; y el sexto, aunque fechado en 1801, el 16 de febrero de 1802, añadiéndose, como también se hizo con los anteriores, que se estaba imprimiendo el siguiente, «tomo 7º de este Teatro», que no vio la luz pública y «en nuestro dictamen -escriben Díez González y el director Andrés Navarro a fines de 1802-,1 contenía las mejores piezas originales y traducidas quando cesó la Junta en esta comisión» en virtud de la Real Orden de 24 de enero del mismo año (Cotarelo, 1902, 121).

Y se observará de entrada que cuando apareció el tomo primero del Teatro Nuevo Español, a mediados de diciembre de 1800 según queda dicho, D. Leandro llevaba ya más de cinco meses sin ocupar el cargo de corrector que, después de rechazar el de director, se le confió y tuvo por lo mismo que aceptar en enero de aquel año, pues si prestamos fe a su diario íntimo, se enteró el 15 de julio, o sea un día antes de la notificación oficial por el ministro Caballero (AMMA, 1-15-85), de la exoneración que había solicitado; y a los dos escasos ya le preguntaba al irascible gobernador del Consejo, presidente de la Junta, a quién había de entregar, según rezaba la Real Orden, las «piezas de representación y música» que se hallaban en su poder; el documento oficial, o por mejor decir, su traslado por el gobernador del Consejo (AMMA, 2-483-103: 18 jul. 1800), mandaba exactamente: «...que pase [Moratín] a la Junta las piezas antiguas que existan en su poder [...], que la misma Junta, en vista del estado de las piezas de que Moratín se hallaba encargado, haga uso de las que crea son más conformes al fin de la reforma». Se advertirá que a Moratín se le manda devolver las piezas no al contador ni a los «autores», quienes antes, como se verá, las habían puesto a su disposición, sino a la misma Junta, es decir que el escritor -que no había solicitado su nuevo cargo, probablemente creado para justificar el sueldo que, ya como simple vocal sin papel bien definido, seguía cobrando, y que deseaba más bien guardar alguna distancia con la actividad de sus colegas-, no había concluido, ni mucho menos, en tan poco tiempo, la tarea, honorífica y lucrativa aunque a cambio de ello fastidiosa, de corregir o separar las comedias antiguas. En su diario íntimo no se rastrea, durante los seis meses concernidos, la más mínima huella de dicha tarea entre sus numerosas ocupaciones, no pocas de ellas callejeras. Por otra parte, quien debe a todas luces «creer» si son «conformes al fin de la reforma» las comedias, es decir: quien ha de seguir separando a su vez la supuesta buena semilla de la cizaña, no es Moratín, sino la Junta, y de ésta, naturalmente, los vocales más «inteligentes» en literatura dramática, el director Navarro y el censor Díez González, que es el que parece dominar al docto areópago.

¿Qué tipo de intervención fue pues el de Moratín primero en la redacción del prólogo «Al lector» del Teatro Nuevo Español, luego en la elección de los dramas «buenos» publicados en la colección, y, como antes decía, sobre todo en la composición de la lista de obras prohibidas representar en los teatros del reino? Empecemos por lo que, al menos a primera vista, parece menos discutible: como explico en otro lugar (1970, 636-639), D. Leandro debió de enterarse alrededor del 23 de noviembre de 1799 de las modalidades de su nombramiento como director de la Junta por la Real Orden del 21, en la cual, contra lo que él había propuesto   —353→   siete años antes a Godoy, se le denegaban implícitamente los plenos poderes que él consideraba imprescindibles para llevar a cabo su proyecto, pues estaba a las órdenes del Juez Protector -a la sazón el corregidor de Madrid, Morales Guzmán y Tovar, sustituido en febrero de 1800 por el gobernador del Consejo-, quedando por lo mismo, según escribe lindamente unos años después, «dividida la autoridad y la inteligencia», y corriendo ésta el riesgo de asumir, a los ojos del público, la responsabilidad de eventuales decisiones de aquélla. Como reacción inmediata y lógica, dimite el escritor su cargo sin estrenar, siendo admitida a los pocos días su renuncia y nombrándosele simple vocal de la misma Junta, como queda dicho y se lo comunica el ministro de Estado José Antonio Caballero al gobernador el 6 de diciembre de aquel año de 99 (AMMA, 1-15-85). Y al mismo le participa ya Caballero el 14 de enero siguiente (Sepúlveda, 115-118; Kany, 246-247)2 la nueva orden del Rey por la que se crea para Moratín el empleo de

corrector de piezas teatrales antiguas, a fin de que examinando las que componen los caudales de ambas compañías y las que existen separadas, pertenecientes a ellas, aparte y remita a su Real Biblioteca Pública las que, en su opinión, deban quedar enteramente prohibidas para el teatro, elija y separe las que convenga representar, y éstas las vaya corrigiendo tanto en lo perteneciente al arte como en lo que toca a la moral, costumbres cristianas y miras políticas que, ya de intento o por incidencia, se traten en ellas...



Y prosigue la orden:

El trabajo de que S.M. quiere se encargue Don Leandro Fernández de Moratín es sólo el de corregir, arreglar y reducir a mejor forma las composiciones antiguas de los más célebres dramaturgos españoles, que entre un gran número de bellezas contienen defectos de tal calidad que no deben tolerarse en un teatro bien dirigido. Por este medio tendrán los teatros la abundancia de piezas que han menester: las antiguas suplirán por muchos años a las modernas, y despojadas aquéllas de los muchos desaciertos que tal vez las inutilizan, conservarán la mayor parte de sus primores, y quedarán dignas de presentarse al público, mientras otras de mayor mérito no las substituyan.



«Inarco» se entera del nombramiento el 18 -avisado por el corregidor a quien comunicó la orden el gobernador del Consejo el 17 (AMMA, 4-52-123)-, escribiendo aquel día en su diario íntimo: «nouvelle ex C[o]rr[e]cción de piez[a]s anciennes». De la larga pero, creo yo, necesaria cita anterior se pueden inferir al menos dos cosas: en primer lugar, con la tarea encargada a Don Leandro, «no se coartan o desmienten las facultades y obligaciones del censor de teatros propuesto en el plan», según advierte la orden, es decir, y debe quedar bien claro, que las obras contemporáneas o nuevas quedan fuera de -digámoslo así- su jurisdicción, pues se solía calificar entonces de antiguas a las comedias del Siglo de Oro y de los primeros decenios del XVIII, entre ellas, por ejemplo, las de Cañizares, Zamora, Salvo y Vela y otros; estas comedias antiguas, recuérdese, son las que ocupan ya un lugar destacado en la crítica de los teatros dirigida desde Londres por D. Leandro a Godoy en carta de 20 de diciembre de 1792 (1973, 145).3 En segundo lugar, Cotarelo, tras mencionar en su Isidoro   —354→   Máiquez (79) la citada Real Orden de 14 de enero y afirmar, equivocadamente según creo, que Moratín «se guardó muy bien de aceptar el compromiso de cometer profanación semejante», esto es, corregir las comedias antiguas (¿acaso fueron también profanaciones los arreglos y refundiciones? ¿o lo fue la tarea del censor gubernamental y del eclesiástico?),4 y contentarse con separar de los caudales de las compañías las obras tenidas por no representables, prosigue afirmando unas pocas páginas adelante que el nuevo corrector formó «la lista de comedias prohibidas en número de muchos centenares, cuya lista se publicó en los preliminares de los seis tomos del Teatro Nuevo Español»; de manera que la suma -no totalmente exacta- de 616 títulos, calculada en una nota que sirve de complemento a la mención de ocho comedias áureas citadas en el texto como preclaras víctimas del ostracismo moratiniano (85), da a entender, contra la voluntad del historiador, al menos lo supongo, que las seiscientas y pico son todas antiguas, lo cual tampoco corresponde a la realidad. No siempre, conviene decirlo sin embargo, se refieren explícitamente los papeles relativos al nuevo cargo de D. Leandro a las comedias «antiguas», ni siquiera él mismo lo puntualiza en su correspondencia oficial, probablemente por caerse la cosa de su peso; incluso alude simplemente a su exoneración de la «corrección de teatros» en su diario íntimo; pero no dejan lugar para la duda ni la Real Orden ya citada, ni el apunte del mismo diario relativo al nombramiento de enero de 1800, así como tampoco el traslado por el ministro Caballero al secretario de la Junta de la Real Orden de exoneración el 18 de julio. Quede ya, pues, descargado D. Leandro de una «culpa», o por mejor decir, de una parte no desdeñable de ella, que no fue suya, y sí, por simple deducción, de otros miembros de la Junta. Y antes de indagar el grado de responsabilidad que le tocó en el traslado de las comedias antiguas a la Real Biblioteca, es decir, en su provisional desaparición de los escenarios, tratemos de resolver el problema planteado por el prólogo, intitulado «Al Lector», del Teatro Nuevo Español.

Unos creen que su redactor fue el mismo Moratín, lo cual parece no encajar bien con el escaso entusiasmo, por no decir más, que manifestó, como se ha visto, de 1799 a 1801. Otros opinan -entre ellos Lafarga- que fue Santos Díez González; por mi parte, me incliné también a la segunda tesis, aunque sólo influido por la tonalidad general del texto, sin más argumento que una simple impresión global. Ahora me parece posible confirmar esta impresión con algunos elementos menos subjetivos. En su citada nota manuscrita al texto de la página 56 de la edición príncipe de La comedia nueva (1867, 143 ss.), D. Leandro se desvincula totalmente de la Junta, criticando incluso el contenido de la colección de obras impresas en el Teatro Nuevo Español, algunas de las cuales -escribe- «en la ejecución no se habían podido sufrir»; y prosigue recordando el pasaje del prólogo del tomo primero en el que «la Dirección» (¿el director, Andrés Navarro, o éste y el censor D. Santos, pues obran frecuentemente juntos?) repitió -dice- «lo que antes se había expuesto en el plan de reforma», esto es, el de Díez González, y reproduce el conocido pasaje del prólogo en el que se censuran en las comedias contemporáneas los «sitios de plazas, batallas campales, luchas con fieras, truhanes, traidores, soldados fanfarrones», etc.; luego, refiriéndose a la lista de obras prohibidas representar, su frase es: «imprimió la Junta de Dirección y Reforma una larga lista de las comedias que había hecho recoger» (palabras de las que parece hacerse eco Emilio Cotarelo),   —355→   es decir que se trata para él de todas las obras, tanto antiguas como contemporáneas (y tal vez, por lo mismo, intente atenuar indirectamente la propia, si bien breve, actividad).

Por otra parte, Moratín no acostumbra en sus escritos teóricos a poner referencias a pie de página del tipo usado por el prologuista, y sí D. Santos; además, no se puede atribuir a la mera casualidad el que figure en el prólogo del Teatro Nuevo una larga cita de la edición, por Sancha, de la Historia de toda la literatura, de Juan Andrés, relativa a la comedia lastimosa o «tragedia urbana», que Díez, más claramente partidario que D. Leandro del nuevo género, parafraseaba unos años antes en sus Instituciones poéticas, con indicación de la misma procedencia, así como tampoco la exacta reproducción, en ambas obras, de una definición de la comedia (o drama) pastoral por Luzán en su Poética, también con su nota al pie (respect.: XXI y 112; XXIII y 136); prosigamos: el autor del prólogo contempla la posibilidad de que, «por desgracia», falten piezas buenas y dinero, por lo cual se vería la Junta en la obligación de «poner en la Scena alguna Pieza de la clase reprobada por los Maestros del Arte», lo cual está en clara contradicción con la actitud constante y los vituperios de Moratín, quien afea la inconsecuencia de la Junta, pues ésta, al poco tiempo de publicar una lista de obras recogidas, presentó «en los teatros de Madrid las piezas más desatinadas y absurdas que pudieron hallarse, con el fin de sacar dinero y dilatar su existencia tan a costa de su opinión»: a finales de septiembre de 1802, confesará el propio D. Santos que la Junta «se ha visto precisada a dar algunas de estas piezas», del género -dice- a que pertenecían el Carlos XII y Alejandro en Escútaro, «para poder cumplir con sus contratas y obligaces».5 Y reténgase la frase siguiente, cuya exactitud habremos de comprobar más adelante: «Entonces -prosigue Moratín- se vieron en las tablas dramas monstruosos, que en muchos años nadie se había atrevido a poner en ellas, que estaban prohibidos por el Consejo, por el Juez de teatros, por el tribunal del Santo Oficio, y por la misma Dirección que los mandaba representar». A partir de aquí, los tres párrafos sucesivos que aducen ejemplos de lo antes denunciado por «Inarco» empiezan por «Los que [habían acusado la ignorancia y la codicia de los cómicos...]», «Los mismos que [habían exagerado el peligro de poner en espectáculo los pasajes de la Escritura...]», «Los que [habían impreso que las composiciones dramáticas arregladas son el objeto principal de la reforma del teatro]...»; es decir que al referirse al prólogo, D. Leandro afirma implícitamente que no participó en su redacción; más aún: el último subrayado, de Moratín, es frase sacada por él del mismo prólogo. ¿Cómo podía criticarse a sí mismo pocos años después de publicado el tomo primero del Teatro Nuevo Español, en el que viene dicho prólogo? Tampoco se armoniza la actitud del prologuista, favorable a la publicación de traducciones en la colección, con la crítica por D. Leandro de aquellas «traducciones que necesitan traducción». Además, esas notas moratinianas, redactadas poco después del estreno de El sí de las niñas, como muy tarde en 1807, se destinaban a una proyectada, aunque fracasada o diferida, edición del teatro completo del autor, de manera que éste no se hubiera expuesto imprudentemente a que le desmintiesen los acusados. Por último, después de anunciada la publicación del tomo VI en la Gazeta del 16 de febrero de 1802 (y también la próxima aparición del VII...), Díez recibe una carta, fechada a 12 de marzo, del abogado de los Reales Consejos Francisco Filomeno, autor de la   —356→   comedia El matrimonio casual, estrenada dos meses antes en la Cruz; y en ella le ruega el dramaturgo novel tenga a bien incluir su obra en la efímera colección; a lo cual contesta Don Santos, en una nota al margen, que pensaba publicarla en el tomo VII «con otras también nuevas y originales», pero que «habiendo variado las circunstancias», resulta ya imposible (AMMA, 3-471-12).6 Parece evidente, por lo tanto, que el que dirigió efectivamente la colección fue Díez González, y que hay que dejar de atribuirle a Moratín, con precaución o sin ella, un texto que no es suyo, y que muy probablemente redactó el censor.

Fundándome en la Real Orden que manda que «estas ideas [la corrección de comedias antiguas] empiecen a verificarse para principio del inmediato año cómico», traté de comprobar si en Biblioteca Histórica Municipal de Madrid se custodiaban los ejemplares de las comedias calderonianas con que se iniciaron las temporadas de 1800-1801 y 1801-1802,7 y, caso de ser así, si aparecía alguna huella del «corrector»; sin resultado: el único ejemplar, impreso en 1766 en Barcelona, que entonces sirvió «Para empezar Año 1801», el de Antes que todo es mi dama, tiene enmiendas y supresiones, pero de mano desconocida; los de las demás comedias no sirven para nuestro intento. En cambio otro hay (Tea. 132-18), impreso en 1765 y vuelto a utilizar, de La niña de Gómez Arias con sello del Coliseo de la Cruz, apuntes de varios «directores de escena» sucesivos, y un reparto que corresponde a la temporada de 1811-1812, en que se representó dos veces. Las correcciones de puño y letra de «Inarco» no pueden corresponder a este último período, a pesar de haberse publicado en el Diario de Madrid del 17 de enero de 1811 un decreto «que no sabemos si llegó a cumplirse, aunque es de suponer que no», según escribe Cotarelo (1902, 719), y que instituía una «Comisión encargada de examinar las obras dramáticas originales o traducidas». Es el único ejemplar que conozco, por ahora, de una comedia antigua «corregida» por Moratín -antes y también después que otros menos mirados, fuesen cómicos o censores-, y lo más probable es que dichas enmiendas datan del período en que desempeñó el escritor sus breves funciones oficiales de «corrector». La obra formaba parte en 1799 del caudal de Navarro. ¿En qué consistió pues la «profanación» de la obra por el escritor? Pues simplemente, con vistas a su representación (y a su comprensión por la mayoría del público) -pues de eso se trataba y no de una edición-, en aligerar unos parlamentos (muchísimos menos que los tachados en cada página por la compañía) en los cuales sobraban en su opinión tal o cual discreteo, varias agudezas, los clásicos cañoneos de metáforas, de improperios «épicos», también de repetición, series de figuras de retórica, es decir lo que para él y otros muchos, que vivían a principios del siglo XIX y no a mediados del XVII (y menos aún a fines del XX), pertenecía a cualquier clase de poesía menos la dramática, la cual iba dejando de ser poesía propiamente dicha, al menos en las comedias, convirtiéndose paulatinamente en prosa, pues el diálogo requería mayor «naturalidad». Por otra parte, el censor de la conducta de Clara la mojigata» prefirió, naturalmente, suprimir unos cuantos versos de principios de la jornada segunda en que Dorotea justifica su fuga de casa por el casamiento forzoso a que se la destinaba. Pero también corrigió Moratín las erratas de imprenta; y los versos de cosecha propia con que sustituye los calderonianos no desdicen, mutatis mutandis -digámoslo así-, de los del gran maestro. Como quiera que fuese, se evitó luego la «profanación» pública de la obra: lo interesante, en este caso, es en   —357→   efecto que la comedia, a pesar de las correcciones que, si nos atenemos a la letra de la Real Orden de 1800, equivalen a declararla implícitamente digna de ser representada, está incluida en la lista de obras recogidas en el tomo primero del Teatro Nuevo Español, publicado, repito, más de cinco meses después de la exoneración del autor de su cargo de corrector. Por tratarse de un ejemplo único, sólo puede esbozarse con muchísima cautela a este nivel una pregunta: ¿fue verdaderamente Moratín el redactor de toda la lista de las comedias antiguas alejadas de las tablas? Tal vez sea posible acercarnos a una respuesta.

Importa en efecto averiguar qué porcentaje representan en la lista considerada aún incompleta por los editores del Teatro Nuevo Español las comedias áureas o antiguas recogidas (pero, insisto en ello, cuya lectura no se prohibía), si todas seguían representándose en aquella fecha o desde cuándo no se habían puesto en cartel (la Real Orden se refiere primero a las obras del «caudal», y luego a las «separadas», esto es, sin utilizar ya por las compañías), o incluso si se habían representado efectivamente en lo que iba de siglo, concretamente desde 1708, que, como es sabido, es la fecha a partir de la cual se conocen casi sin interrupción las funciones diarias de los teatros madrileños. ¿Qué tipo de conclusión, pongamos por caso, se puede sacar de la presencia, en las listas, de una larga serie de autos sacramentales, cuya prohibición por el Gobierno se remontaba a 35 años atrás y seguía vigente? ¿O de la inclusión en las mismas de docenas y más docenas de comedias de santos y Escritura no vueltas a llevar a las tablas, unas desde la referida Real Orden de 1765 que renovaba la prohibición fulminada por Fernando VI, otras desde tiempos más remotos, y las demás ni siquiera representadas un solo día desde 1708, si bien debemos tener en cuenta, para las últimas, la documentación algunas veces fragmentaria de que disponemos? Ninguna conclusión, en efecto, si no es, quizás, que de no haberse trasladado los textos a la Real Biblioteca, hubieran ardido, todos o en parte, durante el incendio del Príncipe -y del archivo de la Junta- ocurrido en julio de 1802, aunque no por ello se le debe considerar a Moratín benemérito «malgré lui» de las letras patrias... Por otra parte, conviene también examinar si todas las obras que figuran en el Teatro Nuevo se las entregaron antes para examen a D. Leandro. Así no fue, ni mucho menos. Y, a la inversa, ¿no fueron en realidad más de las que aparecen en las citadas listas las piezas trasladadas de los caudales de los teatros a la Real Biblioteca? Aunque duró poco la actividad de la Junta, se puede afirmar rotundamente que sí: después de publicado el sexto y último tomo del Teatro Nuevo y hasta la extinción total de aquélla el 1 de marzo de 1803, e incluso más tarde, es decir hasta dos años después de cesar Moratín en el cargo de corrector, no paró en efecto la tarea de selección de obras «no recomendables», tanto antiguas como nuevas.

Según los documentos que se han conservado (AMMA, 2-483-103), el contador Juan de Lavi y Zavala dio parte el 19 de enero de 1800 a los «autores» Francisco Ramos y Luis Navarro del traslado de la Real Orden que le mandó el día anterior el corregidor Morales, «Protector General» de los teatros y a la sazón presidente, para pocos días, de la Junta, advirtiéndoles que pusiesen a disposición de D. Leandro «el caudal de comedias que existe de las 2 Comps de su cargo para los fines que se expresan en la citada orden»; acusaron recibo el 25 el primero, y el 26 el segundo. Por su parte, D. Leandro, desde el vestuario del Coliseo de la Cruz, mandó llevar un oficio el mismo día 25 por la noche a Lavi, pidiéndole que   —358→   le remitiese lo antes posible «todas las piezas impresas y manuscritas, de representación y música» que existían en su contaduría, «separadas del caudal de teatros», acompañándolas con una «lista exacta de ellas» (AMMA, 1-15-85); el contador contestó al mensajero que no obraban en su poder «más piezas que las de Escritura, Santos y Autos sacramentales», a lo cual replicó el otro que «se entendía por todas las que van expresadas y qualquier otra que hubiese en la Contaduría»;8 sin demora, Lavi dio parte de ello al día siguiente 26 a Morales, manifestándole que «como en la [real] orden [...] se habla sólo del caudal que tienen en sus Casas los Autores», necesitaba su previo permiso para entregarle al corrector «todas las piezas que existen en esta Contaduría»; inmediatamente le contestó Morales:

Sin embargo de lo que vm. me dice con esta fecha, entregará vm. al Sor dn Leandro Fernández de Moratín las Piezas de escritura, santos y Autos sacramentales que me expresa vm. se hallan en esa contaduría del Propio de Comedias de su cargo, formando individual inventario de lo que exista y se entregue.



El 12 de febrero, D. Leandro acusa recibo de unos legajos de comedias que le envió Lavi, «los quales -escribe- y los anteriores que me tenía ya embiados son en todo diez y nueve legajos» (Sepúlveda, 602). Y prosigue: «Quedo enterado de lo que Vmd. me advierte acerca de que recogerá las músicas y me las remitirá quanto antes pueda; y si entonces quiere vuestra merced que le dé un recibo que abraze todas las obras de teatro que me haya remitido, se le daré para su resguardo». Las «músicas», o partituras, de la compañía de Ramos y las de la de Navarro las envió Lavi, según el borrador de una carta de éste que se ha conservado, el 14 (sic) y el 15 de febrero9 respectivamente: 184 obras en ocho legajos las del primero, y 100 «de la misma clase» en siete legajos las del segundo. Fueron pues 19, más los 15 últimos, o sea en total 34 los legajos que tuvo a su disposición el «corrector». De las listas, o «imbentarios», de dichas obras sólo han aparecido hasta ahora las de Ramos, fechadas ambas el 15 por Lavi y firmadas por D. Leandro el 17: una de las «músicas [...] de Autos, óperas, Zarzuelas y Comedias», la cual contiene, naturalmente, 182 títulos más 2 «que no se han tenido presentes sus nombres», esto es, como queda dicho, 184 (AMMA, 1-172-13), y otra de las «Piezas Dramáticas, impresas y manuscritas, de representación y Música, existentes en la Contaduría del propio de Comedias de esta Villa...», que corresponde a las obras a que se refieren Lavi y Morales en su carteo y consta, al parecer, de unos doce legajos10 con 233 títulos, y probablemente menos, pues he descontado los que vienen repetidos bien sea por descuido o por duplicados -aunque se da también el caso de que dos títulos idénticos, abreviados como los más, pueden referirse a dos obras distintas-, y una docena de sainetes, no incluidos como género en la Real Orden. De las «músicas» de Ramos, cuyo número pone una vez más de manifiesto la conocida importancia de ese elemento en el teatro de la época, una cuarentena corresponde a otras tantas comedias apuntadas en el otro inventario mandado a Moratín; y por otra parte unas setenta y cinco escasas -menos de la mitad del lote- amenizaron las obras de la compañía prohibidas representar en la lista del Teatro Nuevo Español, es decir que, si mal no he contado, el centenar de obras restantes,   —359→   antiguas todas (con excepción de unas cuatro o cinco zarzuelas y un par de traducciones-adaptaciones de Bazo, tampoco muy recientes), lograron el indulto, incluso no pocas comedias de santos, legalmente proscritas desde 1765. Pero, aunque ninguno de los legajos de comedias mencionados en ese carteo contiene un mismo número de obras (las cuales, además, con excepción de las simples partituras o «músicas», se entregaron en su mayor parte en varios ejemplares, según se indica enfrente), fueron en total cuarenta, de una veintena de títulos cada uno y además con exclusión de las partituras, los prohibidos finalmente por la Junta a la hora de su extinción, según se puede leer en una larga Lista impresa -a la que no se refiere Moratín-, indudablemente concluida en enero o febrero de 1803, y publicada suelta y sin fechar casi seguramente después del 1 de marzo,11 con dos particularidades interesantes: primero, en ella llegan los títulos hasta finales de diciembre de 1802, o sea hasta más de dos años, como dije, después de recibir D. Leandro la «n[ou]velle ex ex[o]ner[ación de c[o]rrección de th[ea]tros», la noticia de haber cesado en sus funciones de corrector, el 15 de julio de 1800, y mientras seguía en las de censor Santos Díez González, ascendido incluso a «censor general» el 22 de abril de 1803 (AMMA, 3-400-7). Dicha lista, a la que nos hemos de referir en adelante como a «Lista de l803» o «segunda lista», contiene muchos más títulos (775, descontando también en este caso los duplicados), que los publicados en los preliminares de los seis tomos del Teatro Nuevo Español, los cuales apenas rebasan los 600. Pero además, dichos títulos vienen rigurosamente por el mismo orden que en la citada colección,12 sólo que en ésta faltan naturalmente no pocas obras, tanto antiguas como modernas, prohibidas en la nueva lista; es decir que los redactores de la segunda se fundaron en la anterior, que tenían a mano, ampliándola; y vale la pena subrayar que el legajo XL y último de la de 1803 (exceptuando nueve obras colocadas al final: El hombre de dos caras [sic], estrenada en julio de 1802, Rey valiente y justiciero, de Moreto, repuesta en julio de 1800 y siete estrenos recientes de los Caños) está constituido por la cuasi totalidad (20) de las «Comedias de Santos y Escritura» registradas, también por el mismo orden13 en un legajo de comedias «Impresas» del inventario de Ramos cuyos cuatro primeros títulos (con El mágico prodigioso al frente) corresponden a los cuatro con que concluye la lista provisionalmente «suspendida» del tomo VI y último del Teatro Nuevo Español, lo cual deja suponer que la interrupción de la lista de obras indeseables anunciada por los editores de dicho tomo no fue por falta de material, sino, como reza la nota, por no tener «un número suficiente de las nuevas originales o traducidas con que suplir la falta de las antiguas que merezcan desecharse», y también o sobre todo, probablemente, aunque costaba confesarlo, porque ya había renunciado la tambaleante Junta, por falta de recursos, a llevar a cabo la publicación del tomo VII anunciado, con la aparición del sexto, en la Gazeta de l6 de febrero de 1802, como parece confirmarlo el mismo Díez González. Ahora bien: en conclusión a su respuesta a las acusaciones formuladas por el regidor Castanedo el 28 de septiembre de 1802, Navarro y Díez sometían a la aprobación del subdelegado Fuerte Híjar, representante del gobernador en la Junta, un nuevo reglamento para la dirección y reforma de los teatros de Madrid (AMMA, 3-400-21);14 y en el párrafo VII, punto III («Del censor de los teatros») del borrador que se ha conservado, se puede leer: «Si en atención a ser muy corto el númº de buenas piezas qe se hallan en el repertorio de los teatros, la Junta   —360→   tuviere pr conventehabilitar en ciertas temporadas algunas de las antiguas qesólo pr defectuosas en qto a las reglas del arte se hallan excluidas de (sic) las listas formadas por el censor,15 no necesitará pª esta habilitación de más informe qe el de este censor»; se trata indiscutiblemente de las listas publicadas ya en el Teatro Nuevo Español, cuya prosecución se propone por otra parte en ese reglamento, y el pretexto, ya invocado varias veces por Díez González, es el mismo que justificó la suspensión de la enumeración de obras recogidas al final del tomo VI de la colección.

Contra lo que vengo tratando de sugerir -y más que sugerir, si bien no demostrar inequívocamente- se podría aducir un documento oficial: el 23 de febrero de 1800, el ministro Caballero avisa al gobernador, general García de la Cuesta, ya presidente de la Junta, que D. Leandro «ha solicitado se le releve de la asistencia a las juntas diarias de reforma de teatros para dedicarse más de lleno al reconocimiento y corrección de las piezas que tiene a su cargo y que deben servir para dar principio al próximo año cómico» (AMMA, 4-52-121); según la Real Orden, en efecto, le incumbía desempeñar ambas obligaciones. Pero a pesar del interés que ofrece este documento, creo que la súplica de D. Leandro poco tiene que ver con su conciencia profesional de corrector novel y es más bien consecuencia en primer lugar del hastío y cansancio producido por una larga serie de sesiones en casa de Cuesta (doce en dieciocho días seguidos, según su diario íntimo), y sobre todo de la escasa amenidad de sus relaciones con el valiente uniformado, quien le amenazó con tirarle un tintero a la cabeza a guisa de argumento contundente el día 18, por lo cual no tardó mucho el escritor en tomar la decisión de renunciar, con distintos pretextos, a servirle de blanco (1973, 26 feb. y 14 mar.); por otra parte, y aunque tampoco se me oculta la fragilidad de este elemento de apreciación que tengo expuesto ya más arriba, en el rico fondo de obras teatrales de aquella época que posee la Biblioteca Histórica Municipal no queda rastro de enmiendas de puño y letra de Moratín en los ejemplares manuscritos e impresos de las cuatro comedias inaugurales que pudieron haber servido en las dos temporadas de 1800 a 1802. Debe constar en efecto que en la apertura de la de 1800-1801, es decir cuando aún estaba Moratín en funciones, se representaron, casi podríamos decir que según costumbre, sendas comedias de Calderón en los dos teatros «nacionales», y así también en la de 1801-1802, habiendo ya cesado el escritor en su cargo; pero no en la siguiente. De manera que no se le escapará a nadie la escasa consistencia del argumento tantas veces esgrimido de que aquel respeto a la tradición lo impuso la presión del «pueblo», cuya asistencia no excedió los tres y cuatro días respectivamente, y que acudió en cambio ocho seguidos, al menos en la Cruz, en abril de 1802, a ver la comedia moderna Cecilia y Dorsán, cuyas entradas, excepcionalmente, no se apuntan en la prensa.

Exceptuando por una parte los sainetes, bailes, fines de fiesta, etc., es decir el género calificado con frecuencia de «menor», no concernido por la prohibición, y tratando por otra de salvar mal que bien la dificultad nacida de la escasa documentación relativa a algunos «años negros», se puede calcular en unas 1570 las comedias, tragedias, «piezas», obras líricas y «dramas» representados de 1708 hasta finales de 1800 -año de la aparición, en diciembre, del tomo primero del Teatro Nuevo Español-, y en 1670, cien más, las puestas en cartel desde la misma fecha inicial hasta 1802 inclusive -que es adonde llega la Lista de 1803-, en los   —361→   dos (y al concluir el período, tres) teatros públicos madrileños.16 A primera vista, pues, los 614 y 775 títulos de obras recogidas en esas respectivas publicaciones suponen un porcentaje verdaderamente asombroso, y parecen justificar ciertos aspavientos de indignación, sin que valga en este caso lo de la paja y la viga: ¡un 39 y un 46 por ciento! ¡Vaya paja en efecto!

Sin embargo, como se ha advertido ya, entre las obras recogidas figuran primero, y no es poco, los autos sacramentales y las comedias de santos y Escritura comprendidas en la Real Orden de 1765, y, por lo mismo, no repuestas desde entonces; en el citado inventario de Ramos, que es el único que nos queda, son ya 22 autos,17 y más de 130 comedias (110 en la primera lista, otras 20 en el legajo último de la de 1803);18 de la cuarentena de piezas de tema profano pertenecientes a la misma compañía que también se hallaron en la Contaduría, se recogieron 23; pero lo más importante es que éstas, en su inmensa mayoría, por no decir totalidad, eran, como las anteriores, antiguas o no se habían repuesto desde hacía años o, más bien, decenios: 20 de ellas llevaban de 18 a 78 temporadas sin representar; El parecido en la corte, repuesta en cambio regularmente hasta entonces, logró el indulto en 1800 aunque no en 1803; y también cayó la inmortal Marta, aún tan «revoluntina» como en 1716, pues alcanzó por su parte el año de 1796; solamente una «nueva», recién estrenada (1798), La esclava del Negroponto,19 compartió la triste suerte de aquéllas.

Las listas que encabezan los seis tomos del Teatro Nuevo Español resultan iluminativas a este respecto: de las 614 recogidas, la cuarta parte no corresponde a ninguna obra representada de 1708 a 1800, exceptuando tal vez -mera conjetura, aunque no muy aventurada- algunas que se pondrían en cartel durante los antes llamados «años negros» o, también, las que llevaban títulos que no he logrado identificar.20 A ello se debe añadir un 28 por ciento, o muy poco falta, constituido por obras no representadas en los cuarenta años anteriores, o sea de 1760 para adelante; un 18,7 por ciento sin reponer desde el período 1761-1780 (y unas cincuenta obras -un 8 por ciento- desde el decenio siguiente, 1781-1790). Es decir que poco menos de las tres cuartas partes de las comedias recogidas en 1800 llevarían sin representar, como máximo prácticamente un siglo, y como mínimo veinte años. De las restantes, también ingresaron provisionalmente en el purgatorio teatral unas 40 y tantas comedias antiguas, en el sentido muy lato de la voz, cuyas reposiciones, aunque no siempre regulares, habían conseguido pasar la fecha de 1790, una treintena de obras estrenadas las más en los años ochenta y repuestas en la década siguiente, y unas 25 verdaderamente nuevas estrenadas durante este postrer período.

Una de las conclusiones que se sacan de esta contabilidad (tan poco «literaria»...) me trae a la memoria en alguna medida el caso de la supresión de los autos sacramentales, la cual, según la crítica de principios (y mediados) de nuestro siglo, dejó supuestamente privado al público de unas sublimes lecciones de catecismo o teología; tampoco creo ahora que los madrileños, tan noveleros según decían -tal vez con excepción de una corta minoría culta- suspirasen por la reposición de unas comedias que las compañías tenían guardadas como mínimo desde diez o quince años atrás. Durante el trienio de 1800 a 1802, de las veintiuna obras más «rentables» (¡«para todos los públicos»!) a las que, escribe indignado Moratín, no tuvo más remedio que acudir la Junta, «olvidándose de los mismos   —362→   principios que establecía», para diferir la quiebra, fueron cuatro escasas las que llevaban tanto tiempo fuera de los escenarios (de manera que la indignación de «Inarco» falsea la exactitud cronológica);21 pero, sintomáticamente, se trata de dos comedias de magia: El mágico de Astracán y El mágico del Mogol, y dos «de Escritura»: Los trabajos de Job y Los trabajos de Tobías, e interesa advertir que si ninguna de las cuatro está comprendida, naturalmente, en la primera lista22 y todas, en cambio, figuran en la segunda, las dos últimas, «antiguas» éstas a diferencia de las de magia (arreglada, eso sí, una de ellas con posterioridad) no fueron eliminadas a pesar de conocer bien Moratín sus argumentos, al menos en 1807, y de acudir con notable frecuencia al teatro durante aquellos años de la reforma. Tampoco, de entre la citada veintena de comedias que entonces exasperó al comediógrafo, se recogieron El príncipe perseguido, Las máscaras de Amiens, El feudo de las cien doncellas, El pródigo y rico avariento, y eso que las cuatro se habían repuesto ya durante las dos temporadas anteriores a la reforma; y si también se salvaron Las amazonas de Escitia, de Antonio de Solís, y No hay con la patria venganza y Temístocles en Persia, de Cañizares, con menos miramientos las trataron los redactores de la Lista de 1803; todo lo cual constituye un nuevo argumento en favor del simple inicio de la ejecución del encargo, y no responsabilidad exclusiva ni total, por parte de Moratín, en la redacción de la lista de proscripción.

Efectivamente, conviene repetirlo, por no decir machacarlo, a D. Leandro se le encargó con exclusividad el examen de las comedias antiguas. Aun admitiendo la hipótesis, pues no es más que hipótesis, de que fuese el único redactor de la lista de las que se mandan recoger en el Teatro Nuevo Español, queda ya notablemente reducido el número de víctimas de su escrutinio: si tomamos la voz «antigua» en su sentido cronológicamente muchísimo más amplio que el que le da el propio escritor en su diatriba de diciembre de 1792 contra ellas (me refiero a la carta a Godoy), considerando nosotros como tales, digamos las anteriores a 1760 (las debidamente identificadas, claro está),23 y descontando los autos y comedias de santos, recogidos desde hacía más de tres decenios, que ocupan prácticamente los dos tomos últimos sin duda por quedar sellada su suerte desde antes de promulgarse la Real Orden, se llega a unas 190 obras como máximo. ¡No es cosa!, como dijera admirado el Pipí de La comedia nueva, pero en cualquier caso es mucho menos, indudablemente, de lo que se viene suponiendo, y de ahí se infiere, necesariamente, que las restantes antiguas fueron víctimas de otra mano. Las restantes, y seguramente, como hemos visto, también la mayoría de las anteriores, pues por muy conocedor (como lector y espectador) que fuese del teatro antiguo, y a diferencia de un censor oficial, Moratín no podía llevar él solo a cabo en unos meses, máxime teniendo otras ocupaciones, una tarea de corrector de plena, o casi plena, dedicación.

Por otra parte, los editores de la segunda Lista añadieron en un año escaso, esto es entre febrero de 1802, fecha de la aparición del tomo sexto del Teatro Nuevo Español, y enero o febrero del año siguiente, en que debió de concluirse dicha Lista, nada menos que 136 títulos, a los que se tienen que sumar los 22 del legajo XL y último de ella, que contenía sobre todo, como hemos visto, las restantes comedias de santos de la compañía de Ramos, prohibidas desde 1765, más las siete citadas obras profanas estrenadas poco antes en los Caños del Peral (en   —363→   cambio, se dejaron en el tintero tres comedias y un auto apuntados en la primera lista, probablemente por inadvertencia). Casi la mitad permanecía alejada de los tablados como mínimo desde veinte años atrás; pero lograron los de la Junta echar mano de otras «indeseables» menos olvidadas: unas 16 de la década de los 80, más una veintena de las estrenadas en aquellas fechas o algo anteriores pero que seguían ofreciéndose al público; entre las supervivientes antiguas también cayeron unas veinte, acompañándolas unas pocas nuevas.

Y es de suponer que al sobrevenir la extinción de la Junta el 1 de marzo de 1803 ya se habían engrosado más las filas de las malhadadas emigrantes a la Real Biblioteca, pues por una parte, en ambos documentos oficiales «se suspende por ahora la continuación» de la lista, y por otra, en una Lista de las comedias que de orden del Sr Marqués de Fuerte Híjar24 se han sacado de la Rl Biblioteca, fechada el 3 de abril de 1803, hoy desgraciadamente traspapelada (véase n. 5), entre los 29 títulos que tengo apuntados, de un total de 63 que había, se advierten dos, El sol de España en su oriente y toledano Moisés, de Solo de Zaldívar, y A España dieron blasón las Asturias y León y triunfos de Don Pelayo, de Concha, que no están incluidos en ninguna de las nóminas de proscripción, de manera que entre la fecha de la redacción de la segunda Lista y la de la extinción de la Junta debieron de incautarse de algunas comedias más, a no ser que el redactor, como ya se ha advertido, las omitiese involuntariamente.

Por no conocer todos los de las sesenta y tres, no puedo conjeturar por qué se sacaron tantas obras de la Biblioteca; se afirma en ambas listas de comedias recogidas que se suspende la enumeración «hasta tanto que se tenga un número suficiente de piezas nuevas originales o traducidas con que suplir la falta de las [...] que merezcan desecharse»:25 lo único que se podría inferir lógicamente de la medida de Fuerte Híjar es que la fecundidad de los comediógrafos no estuvo a la altura de las circunstancias; pero es que fueron muy pocas, al menos de entre las 29 que conozco (o, por mejor decir: 25, pues vienen con ellas cuatro autos) las que se repusieron entre 1803 y 1808. Sin embargo, no creo que sea meramente casual la presencia de seis comedias de magia.26

En cualquier caso, se puede afirmar que la labor «depuradora» de Díez no paró hasta el último instante, e incluso... después: testigo de ello me parece ser en primer lugar la presencia, en el legajo XL y último de la Lista de 1803, de El diablo predicador, aún repuesta en los Caños el 22 de febrero del mismo año, en que se dio fin a la temporada propiamente dicha; y también el equivalente «explicativo» o «analítico», podríamos decir, y en parte equivocado, del título El hombre de (las) tres caras o el proscrito de Venecia (julio de 1802): «El gran vandido, traducida y refundida con el título de el hombre de dos caras» (sic), pues el original era L'Homme à trois visages, de Pixérécourt, adaptado por su parte del alemán Abällino der große Bandit. Parece confirmarlo el que las siete últimas obras recogidas en aquella segunda lista (estrenadas en la temporada en curso y en la anterior de 1801-1802) formen un breve conjunto aparte, no calificado de «legajo», sino, a modo de apéndice o complemento de última hora: Piezas representadas en el teatro de los Caños del Peral; y en él se advierte dos veces la misma característica que en el título de la citada traducción del melodrama de Pixérécourt (se observará que todas son traducciones): de El Amphitrión se dice que está «traducida del latín y de éste al castellano», y de La Blanca, o los   —364→   Venecianos, tragedia (sic, por: Blanca y Montcasín o los Venecianos), [que quedará recogida] «si su traducción no está conforme a la copia que existe en el caudal de dicho teatro».27 Además, a los dos meses de disuelta la Junta, Isidoro Máiquez, encargado de la compañía de los Caños, redactó una carta dirigida al «Sor dn Santos Díez González» -insisto en ello- para avisarle que había llegado a su noticia la prohibición de «algunas piezas de las representadas en los teatros de esta Corte de dos años a esta parte» (referencia indudable a la segunda lista, cuya publicación fue por lo mismo algo posterior a la orden de extinción de la Junta), pidiéndole «una lista de las citadas piezas, con expresión de las qe sean prohividas por vmd. y las qe lo estén por la Inquisición»; a lo cual mandó contestar el censor el 26 de abril de 1803 remitiéndosela «de orden del Exmo. Sor Gobernador del Consejo [...], con encargo particular qe me manda S.E. haga a vm. de qe cuide no se representen en ese teatro de los Caños del Peral»; otro ejemplar «fue a Pinto, Apoderado de la Compª de la Cruz» (AMMA, 2-478-27). Como se ve, la desaparición de la Junta no suponía ningún cambio oficial en los criterios de calificación de las comedias, pues eran dos cosas distintas, y seguía siendo D. Santos el que garantizaba la continuidad del orden estético y moral.

En los borradores del ya citado informe suyo y del director Andrés Navarro sobre una moción de su contrario el regidor Castanedo presentada al Consejo el 28 de septiembre de 1802, D. Santos («El Censor») arremete contra «lo detestable de la materia de algunas [comedias], como de la intitulada el Quid pro quo, de la Sofía o Costumbres del día, de la Madre [culpable o esposa]delincuente, y otras muy mal recibidas de los Espectadores o concurrentes de buen gusto»; estas tres obras forman parte precisamente de las siete de los Caños que acabo de evocar. Y a propósito del portavoz de los cómicos Antonio Pinto, cita el mismo entre las piezas «monstruosas» representadas «por su tenaz empeño» en los dos años de la reforma Los trabajos de Tobías, de Rojas Zorrilla, y El justo Lot, refundición de la de ¿Cubillo? por Bernardo Gil (Los dos amigos de Dios, Abrahán y el justo Lot), añadiendo que «por el tenaz empeño de todos los Actores se representaron en esos años el Diablo predicador y las otras comedias de Magia, solicitando licencia superior en vista de la resistencia del Director», esto es, Andrés Navarro (y yo diría además: el mismo Díez); el 3 de enero de 1803, Máiquez intervino por su parte para conseguir la habilitación de la obra de Belmonte, «en atención a que no obstante ser una de las que se hallaban prohibidas, se representó últimamente en el teatro del Príncipe» (Cotarelo, 159),28 y logró su intento. La primera de las tres, no mencionada en el Teatro Nuevo Español, sí viene en la lista de 1803; en cuanto a la célebre comedia de Belmonte, que también está en ella, formaba parte de las últimas del inventario de Ramos, de manera que no sabemos si también la quisieron recoger los editores de la colección de 1800-1801; pero el que figure entre las que suscitan la reprobación de Moratín contra la Junta (al parecer menos poderosa que la presión de los cómicos y sus valedores, según confiesa D. Santos) permite suponer que sí. Por último, gracias al mismo documento que venimos comentando nos enteramos de que, como censor que era ya antes de la reforma, Díez había tenido muchas oportunidades de manifestar su aversión a otras comedias en su opinión «monstruosas»: recuerda que en la temporada de 1799-1800, en atención a los pocos recursos de las compañías, propuso que «sin exemplar», esto es, excepcionalmente, por no sentar un precedente, «se les permitiese representar   —365→   las comedias del Pródigo y rico avariento, del Bruto de Babilonia, Sansón y otras piezas disparatadas que con la Misantropía produgeron mucho dinº a costa de la infamia y descrédito de la cultura del teatro, como se puede ver en el informe dado por el Censor que se halla al fin de la primera pieza».29 La primera -también criticada por Moratín en su citada nota, y representada un mes escaso después del nombramiento de éste-, tal vez por ser arreglo (de la de Tirso), salvó los dos obstáculos sucesivos, cayendo en 1805 por edicto de la Inquisición; la tercera (El mayor valor del mundo por una mujer vencido y nazareno Sansón), por quedar ya prohibida en la lista del Teatro Nuevo Español, se recogió también, naturalmente, en la otra; en cuanto a la segunda comedia, que no es la de Matos, Moreto y Cáncer sino un «drama sacro» de Mas Casellas, Nabucodonosor y profecías de Daniel, representado en los Caños en marzo de 1800, la Junta, es decir, el propio Díez, la incorporó a la Lista de 1803.

El único elemento discordante es que entre las siete obras de los Caños prohibidas en aquella Lista de 1803 se nombra El Amphitrión, estrenada el 25 de diciembre de 1802, la cual, si prestamos fe al catálogo de Moratín, era obra ¡del mismo Díez! Cotarelo (1929, 50-51) agrega, sin aclarar más, que «otros escritores de su tiempo» confirman la atribución de «Inarco» y advierte, aunque no era la primera vez, que, curiosamente, le tocaba a D. Santos censurar una obra propia;30 el censor, pues, «quizá para afectar imparcialidad» en opinión de D. Emilio, después de observar que su composición «parece estar defectuosa en la verisimilitud qe es parte tan esencial de la Comedia», concluye diciendo que en realidad no es así, pues por suponerse la acción en la antigua Tebas, «cuyos habitantes creyan las infamias y malvada conducta de sus falsas Deydades, no carece esta Comedia de su respectiva verisimilitud»; y prosigue: «...no puedo menos de confesar qe esta Comedia tanto en Latín como en Francés y en Castellano no es mui arreglada a la pureza de ideas q. deben excitarse en la escena»; pero remitiéndose a este respecto a la autoridad del juez eclesiástico (favorable, y perfectamente trivial, en la página anterior...), acaba dictaminando que «por lo tocante a la Poesía» es una «verdadera Comedia regular, q. puede representarse, precedida la licencia del Excmo Sr Governador del Consejo, Presidente de la Rl Junta de Dirección de Teatros, juez privativo de todos los del Reyno, &ª &ª» (esta enumeración de títulos, que suena como las que ostentan las dedicatorias de libros a altos personajes, me huele un si es no es a interesada). ¿Cómo explicar, pues, esta contradicción? ¿Por aquel prurito de imparcialidad, real o afectada, que advertía ya Cotarelo en el examen de la propia obra por un censor de notorio rigor y severidad con las ajenas?31 No podía tratarse de una mala jugada de última hora, acorde con la de La lugareña orgullosa, plagio de El barón, que pusieron en cartel los de los Caños el 8 de enero de 1803, veinte días escasos antes del estreno, tumultuoso, de la comedia moratiniana, ya que El Amphitrión se había representado en los mismos Caños del Peral, foco de resistencia a la Junta, lo cual tampoco deja de parecer algo paradójico, a no ser que se tratase de una forma particular de captatio benevolentiae por parte de la empresa del teatro...

Como quiera que sea, conviene relativizar la importancia y captar lo mejor que se pueda el significado, en su época, de aquella manifestación de intolerancia, aprobada, como en todos los casos de ese tipo, según nos consta, con buena conciencia en nombre de unos determinados valores morales y estéticos tenidos,   —366→   naturalmente, por los únicos eternos y universales, y más propios para «educar»; una medida -téngase bien presente- no ordenada por el capricho de un puñado de irresponsables, sino por el Gobierno (el cual, que yo sepa, no suele contar en ninguna época la estética pura entre sus «cuestiones palpitantes») y por lo tanto, quiérase o no se quiera, una medida de política interior. Nada comparable, en cambio, a las piras purificadoras, tanto en sentido propio como en el figurado de la voz, pero siempre en nombre de valores provisionalmente más eternos que otros, que han conocido los de mi generación y de la siguiente. Las obras recogidas por la Junta, como queda dicho, las podía seguir comprando y leyendo la gente (la que sabía leer y tenía recursos suficientes, claro está...). No así los centenares de libros prohibidos in totum o incluso para los que tenían licencia, mencionados en el Suplemento de 1790 a 1805 del Índice expurgatorio, que incluye también bastantes comedias y tragedias, entre ellas La Celestina (peor tratada que en 1747), La fianza satisfecha, de Lope, no recogida por la Junta, ¡El sitio de Calés, de Comella!, y... algunas de santos, cuyas reposiciones desataban entonces los improperios de Díez González y Moratín: entre ellas, el muy solicitado y veterano Diablo predicador y El pródigo y rico avariento, también ausentes de las listas.32 En suma, si recordamos por encima de ello la labor constante y diaria, tan poco grata a los dramaturgos, de la censura gubernativa y eclesiástica y el número no desdeñable que se le debe de textos manuscritos manoseados y supuestamente mejorados por sujetos tal cual vez «inteligentes», como el propio Díez González, y con mayor frecuencia en opinión de Jovellanos, solamente deseosos de añadir un pico al sueldo o a la congrua, resulta que los miembros de la Junta se comportaron simplemente como sus contemporáneos, y no peor, por ejemplo, que los de la posguerra (me refiero a la de la Independencia...). Y si entre los aficionados podían sentirse defraudados algunos, serían los espectadores más que los lectores, es decir aquellos para quienes, precisamente (dicho con el vocabulario de la época), se deseaba convertir en «escuela de buenas costumbres» una diversión cultural.

En cuanto a Moratín, que compartía indudablemente este punto de vista, eso sí, hemos visto que, según escribe con razón Cotarelo, «fue el primero que renunció a seguir reformando nuestra escena» (el subrayado es de D. Emilio), que, contrariamente a lo afirmado por el mismo, sí aceptó en cambio «cometer la profanación» de modificar el texto de varias comedias antiguas destinadas a la representación (cuando menos, varios versos y parlamentos de una de ellas, La niña de Gómez Arias, y es de suponer, simplemente suponer, que de algunas más), al igual que hacían los mismos dramaturgos del siglo anterior o contemporáneos con las obras ajenas o incluso las propias, los censores, galanes y apoderados de compañías, autores de «arreglos» de toda clase (y siguen haciendo, en la época actual, no pocos directores de cine). Pero se me concederá que lo hizo con precaución y no sin talento, como podrá comprobarlo cualquier lector deseoso de formarse una idea por sus propios medios. Teniendo pues en cuenta la brevedad del desempeño de su cargo de corrector, sus demás ocupaciones, tanto públicas como literarias y privadas, y, más aún, la convergencia de elementos documentales que implican o descubren el predominio de Díez González en la actividad censoria de la Junta, creo que se puede atenuar notablemente la responsabilidad efectiva de «Inarco» en la constitución de aquel corpus de comedias antiguas, no tan diferente, salvando las distancias, del que en nuestras bibliotecas actuales se califica   —367→   de «Infierno»; sólo que en éste ni siquiera se le deja al lector curioso la libertad de arder...

A modo de conclusión, y sin querer a todo trance manejar la paradoja, lícito es abrigar la convicción de que el Teatro Nuevo Español fue -en su época, repito-, al menos tan «español» en su tarea correctora y censoria como en la elección de las obras premiadas que publicó; y si se tiene presente la asombrosa proporción de traducciones o adaptaciones de piezas extranjeras que integran dicha colección (¡22 de un total de 28!), casi se puede afirmar que lo fue más (o que no lo fue menos)...

No carecería de interés el dar remate a este artículo -pues en mi opinión es al fin y al cabo lo más importante- con un estudio detenido, a partir del fondo y forma de las obras recogidas, de los motivos estéticos, morales, religiosos, políticos (inseparables unos de otros pues se complementan y aclaran mutuamente por formar parte de un sistema ideológico determinado, no desprovisto por otra parte de interesantes contradicciones) en que se fundó la prohibición. No creo que resultarían sus conclusiones radicalmente distintas de la interpretación más general que en otro lugar propuse, tiempo ha, de la polémica teatral en la época de D. Leandro; pero nada se perdería en profundizar, para confirmar eventualmente, y sobre todo matizar o corregir, es decir, suscitar al fin y al cabo nuevo interés por ese tema puntual de estudio, pues la historia literaria, como cualquier otra historia por cierto -menos la oficial, claro está-, es «revisionista» por esencia.

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Obras citadas

Andioc, René. Sur la querelle du théâtre au temps de Leandro Fernández de Moratín. Bordeaux, 1970.

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Cotarelo y Mori. Iriarte y su época. Madrid, 1897.

------. Isidoro Máiquez y el teatro de su tiempo. Madrid, 1902.

------. Traductores castellanos de Molière, ¿Madrid, 1929? (ed. suelta, s.l.n.a., con pág. distinta de la del Homenaje a Menéndez y Pelayo, t. I, 1899).

Demerson, Paula de. «Un escándalo en Cuenca», BRAE, XLIX, 1969, pp. 317 y siguientes.

Fernández de Moratín, Leandro. Obras Póstumas. Madrid, I: 1867.

------. Epistolario. Madrid: Castalia, 1973.

Herrera Navarro, Jerónimo. Catálogo de autores teatrales del siglo XVIII. Madrid: FUE, 1992.

Kany, Charles E. «Plan de reforma de los teatros de Madrid aprobado en 1799». RBAM, 23 (1929): 246-247.

Lafarga, Francisco. «Sobre el Teatro Nuevo Español (1800-1801): ¿español?». Fidus interpres. Univ. de León, 1989. II: 23-32.

Sepúlveda, Ricardo. El corral de la Pacheca. Madrid, 1888.







 
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