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El tema del viaje en los cuentos publicados en las revistas románticas españolas (1832-1857)

Borja Rodríguez Gutiérrez


I. E. S. «Santa Cruz». Castañeda. Cantabria



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La prensa española, en los últimos años del siglo XVIII y los primeros del siglo XIX, oscila entre la libertad de expresión que consagran las Cortes de Cádiz y el trienio constitucional, y las sucesivas represiones y censuras que imponen los gobiernos de Floridablanca, Godoy y Fernando VII. El impacto de la revolución francesa -y del papel que en ella tuvieron los periódicos revolucionarios- en los gobernantes españoles, es la causa fundamental de las sucesivas restricciones, limitaciones y prohibiciones. Los breves períodos de libertad de prensa, con la proliferación de periódicos agresivamente políticos, no hacen sino aumentar estos temores de los gobernantes.

La nueva etapa que se insinúa tímidamente en los últimos años del reinado de El Deseado, bajo la influencia de la reina María Cristina, y que comienza definitivamente tras la muerte de Fernando VII significa, en cuanto a la prensa, una libertad muy matizada y mediatizada. En un Estatuto Real de 1834 van a quedar perfiladas todas las cautelas con que los gobernantes van a tratar a la prensa periódica. Hay una primera barrera económica con la que se pretende impedir las hojas volanderas o los periódicos más populares. Se crea la figura del editor-responsable que debe ser solvente económicamente; asimismo se exige un depósito previo de 20.000 reales en Madrid y de 10.000 en el resto de las poblaciones para poder sacar a la calle las publicaciones. Este depósito debe ser repuesto inmediatamente en caso de multa al periódico. Los redactores de El Zurriago jamás habrían podido sacar a la luz su periódico con estas   —90→   leyes. En 1836 estos depósitos aumentan: 40.000 reales en Madrid, 30.000 en Barcelona, Cádiz, Sevilla y Valencia, 20.000 en Granada y Zaragoza. Se instituye la censura previa para toda obra que trate de religión, política, gobierno, leyes, familia real y materias del estado. Pero sobre todo se potencia la autoridad sobre la imprenta del gobernador civil que puede secuestrar cualquier publicación aunque ésta haya pasado por la censura. Estas disposiciones «moderadas» se suavizan, es cierto, con la llegada de los progresistas al poder. Pero se mantiene la figura del editor-responsable que debe proveer un depósito en metálico para la publicación del periódico. Y, sobre todo, se mantiene la potestad de prohibir de los gobernadores civiles. La guerra carlista va a permitir a los progresistas poner un amplio número de cortapisas a la libertad de prensa proclamada en el artículo dos de la constitución de 1837. A partir de 1839 se obliga a presentar dos horas antes de la distribución un ejemplar de la publicación al gobernador para ser revisado. Valls (1988; 115) lo afirma claramente: «Los progresistas, cuando están en el poder, adoptan medidas parecidas a los moderados para domeñar la prensa y encauzarla al servicio de los intereses partidistas del gobierno». Los gobiernos moderados que van a sucederse a partir de 1844 van a incrementar aún más las medidas represivas contra la prensa: se crea un registro de editores y de impresores que están obligados a responder con sus máquinas como garantía de las multas; las fianzas pasan a ser de 120.000 reales en Madrid y 45.000 en provincias y deberán reponerse en tres días caso de producirse una multa.

Bajo este marco legal el periodismo político agresivo que existió en el período de las Cortes de Cádiz y en el trienio constitucional no volverá a repetirse. La fundación de un periódico exige una base económica fuerte que no pueden permitirse los «francotiradores del periodismo» como Fernández Sardino (El Robespierre Español) Gallardo (La Abeja) o Morales y Mejía (El Zurriago). Es el momento de las empresas, la aparición real del negocio periodístico; la política se vuelve muy peligrosa para los periódicos. Los elevados costes de las multas desaconsejan los contenidos políticos: la literatura gana terreno.

El periodismo «de noticia» tal como ahora lo conocemos comienza a desarrollarse en España a partir de 1850. Los periódicos de la primera mitad del siglo son culturales y literarios y en muchos casos, muy vinculados   —91→   a la personalidad del redactor o redactores. El extremo de esta vinculación se da con los periódicos individuales, obras de un único redactor o, todo lo más, de dos en colaboración (El Robespierre Español de Fernández Sardino, El Pobrecito Hablador y El Duende satírico del día de Larra, Fray Gerundio de Modesto Lafuente, Abénamar y El Estudiante de los dos conocidos escritores costumbristas, etc...) No obstante la tendencia predominante es la que José María Carnerero desarrolla en Cartas Españolas (1831-1832) una revista «moderna» con un director/editor y un cuadro de colaboradores. Esta tendencia se consolida con las dos publicaciones emblemáticas del Romanticismo: El Artista (1835-1836) dirigida por Eugenio de Ochoa, y Semanario Pintoresco Español (1836-1857) fundada y dirigida en su primera época por Ramón Mesonero Romanos.

La existencia de este género de revistas posibilita a los escritores unas facilidades de publicación hasta entonces no existentes. Los directores necesitan originales para cumplir con la periodicidad sea diaria, semanal o mensual. Esto, sin duda, conlleva consecuencias negativas: traducciones y adaptaciones no declaradas, artículos sin firma que en ocasiones constituyen plagios, publicación de artículos idénticos o con ligeras variantes en diferentes periódicos, etc... Pero, sobre todo, constituye una plataforma de lanzamiento ideal para jóvenes que comienzan y para que exista una más amplia nómina de escritores «profesionales».

Los géneros periodísticos que experimentan un desarrollo importante, en cuanto a número de obras publicadas, son: el artículo de «curiosidades» bien sean de la naturaleza, científicas o técnicas; el artículo de viajes; el artículo de costumbres; la biografía; la leyenda en verso y el cuento.

El cuento es ampliamente cultivado y a finales de la cincuentena acumula un considerable número de publicaciones, obra de la práctica totalidad de los escritores de la época. La multiplicación de obras y autores posibilita su evolución y transformación y explica la aparición, en la segunda mitad del siglo de varios de las autores de cuentos más importantes de nuestra literatura: Alarcón, Bécquer, Pardo-Bazán, y «Clarín». Esta abundancia de cuentos no ha sido apreciada y estudiada hasta ahora debido a las condiciones de su publicación: la inmensa mayoría sólo aparecen en publicaciones periódicas lo que dificulta su lectura y estudio.

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Ahora bien, cuando se acomete el estudio de las publicaciones periódicas de la época, resulta claro que se intenta evitar los temas más polémicos y susceptibles de ser objeto de «atención» del gobierno. Tal vez la desaparición del Romanticismo más agresivo e iconoclasta haya que relacionarla con las dificultades que esta tendencia tiene para expresarse. Directores de publicaciones periódicas como Ramón de Mesonero Romanos, Antonio Flores, Francisco Navarro Villoslada, o Ángel Fernández de los Ríos no darán con facilidad albergue en sus páginas a manifestaciones que puedan ser críticas con el poder. La censura va a estar vigilante y actúa sin dilación. Valls (1988; 104-106) anota que El Cínife de Burgos editado por Manuel Landeira fue suprimido «por publicar artículos sediciosos y absurdos, introduciendo por su medio la desconfianza y concitando el desorden» y El Siglo de Madrid, editado por Espronceda por «atizar el espíritu revolucionario». Pero las causas de la suspensión podían ser más banales. En 1845 El Pasatiempo. Periódico literario de Granada fue suprimido a causa de un artículo publicado por José Giménez Serrano «Yo quiero ser sastre». El Gobernador de Granada, Martín Foronda y Viedma, suprime la publicación al considerar que el autor del artículo «se entremete en el campo de la política». Da idea de la susceptibilidad de la censura de la época el hecho de que la alusión política que existe en el artículo de Giménez Serrano sea la siguiente: «Tentado estoy de echarme a intrigar por estos colegios electorales y hacerme diputado, pero es tan ordinario y común este cargo honorífico que no me satisface: a más carezco de maña para hacerlo más lucrativo y por consiguiente no hay caso». Si los artículos de Larra hubieran tenido que pasar por una censura tan rígida como ésta sería difícil que se hubieran publicado.

Hay que decir que a pesar de todas estas dificultades nos encontramos con un extraordinario florecimiento de la prensa en la época. Aparecen las publicaciones más emblemáticas del romanticismo español: El Artista, No Me Olvides, Revista de Madrid, Semanario Pintoresco Español... Hartzenbusch (1874; 41-131) registra en su catálogo 654 periódicos y revistas en Madrid de 1833 a 1850. En provincias también se experimenta esta multiplicación: treinta y un títulos en Aragón (Fernández Clemente y Forcadell, 1979; 40-51, quince en Valladolid (Almuiña, 1977; 425-457), doce en Santander (Del Campo, 1987; 69-103).

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La abundancia de revistas combinada con las medidas de censura originarán las especiales características de la literatura publicada en prensa durante los años románticos. En primer lugar una literatura «escapista» en cuanto a la temática que huye de todo aquello que pueda irritar al gobierno de turno. En segundo lugar una literatura «conformista» en cuanto a los géneros: los directores dan preferencia para su publicación a obras que entran dentro de los gustos más habituales del público de la época. En tercer lugar una literatura «de consumo»: de fácil lectura, de dimensiones reducidas, que renuncia a inquietar la mente del lector con problemas contemporáneos o innovaciones estilísticas.

Surge la figura del escritor «profesional» que lo mismo dirige una publicación (y si es necesario la redacta en su totalidad) que colabora en otras con todo tipo de colaboraciones, saltando de un género a otro y publicando más de una vez la misma obra con los retoques que sean necesarios.

Los artículos de viajes y las narraciones breves son géneros que cumplen a la perfección con las necesidades de los directores: escapismo, conformismo y facilidad de lectura. Son cultivados con asiduidad, y en revistas como El Museo de las familias, que dirigió durante 24 años (1843-1867) José Muñoz Maldonado, Conde de Fabraquer, llegan a constituir la parte fundamental de la publicación. Son géneros «cómodos»: tienen éxito popular, lo cual interesa por igual a autor y director y garantizan un alejamiento de la realidad española del momento, por lo que no son objeto de atención de la censura. El artículo de viajes publicado en las revistas románticas es en general acrítico, descriptivo, atento a los paisajes, a los tipos y costumbres y a los monumentos artísticos. En muchas ocasiones se refiere a viajes por países extranjeros con carácter informativo y ligero. En los cuentos de las mismas revistas también se encuentra con frecuencia este alejamiento de la realidad, bien sea espacial, bien temporal y en muchas ocasiones de ambas clases.

No se pueden hacer diferenciaciones entre los autores por cultivar uno u otro género. Los escritores románticos, los más conocidos y los menos pasan del cuento al artículo de viajes sin mayores problemas. La «profesionalización» de la que antes hablábamos les lleva a acomodarse a las necesidades de la publicación en la que colaboran.

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Sin embargo esta actividad tiene sus consecuencias a la hora de estudiar las relaciones entre ambos géneros. La más llamativa de estas consecuencias es la inexistencia de «cuentos de viajes».

Como cuentos de viajes entendemos aquellos en los cuales el viaje es el elemento fundamental de la historia, su centro temático y estructural. Cuento de viaje sería aquel que narra un viaje y los efectos que este viaje ocasiona en la mentalidad y en la personalidad del protagonista del relato. El conflicto del protagonista se resuelve mediante el viaje en sí mismo, no por el objetivo que al final del viaje se consiga. Para resolver este conflicto el personaje es afectado por aquellos aspectos que son privativos de la esencia del viaje: el conocimiento de diferentes tierras, diferentes costumbres, diferentes paisajes y sociedades. Los efectos que este conocimiento provoca en su propia personalidad llevarán al protagonista a la culminación de la historia.

Ahora bien, estos elementos que hemos mencionado, característicos de la experiencia del viaje, son precisamente, los que constituyen la mejor materia prima para un artículo de viajes. Aquí nos encontramos con una nueva realidad: la «profesionalidad» del escritor romántico. Esta profesionalidad le hace plantearse que debe hacer un adecuado uso de sus materiales. El autor romántico prefiere diferenciar cuento de artículo de viajes, ya que se da cuenta de que de esta manera puede escribir dos obras diferenciadas y por lo tanto dos publicaciones diferentes. El viaje es un elemento presente en los cuentos de las revistas románticas, y lo es con mucha frecuencia a causa del escapismo del que antes hablábamos, pero no su elemento principal, sino recurso o instrumento para desarrollar la trama.

La presencia más habitual del viaje en el cuento es como introducción o recurso para presentar el cuento. Se trata en este caso el viaje de un mero marco, de un pretexto para presentar el cuento. Hay diferentes maneras de llevar a cabo esta presentación. En algunas ocasiones el narrador es un viajero al cual relata una narración un natural de lugar («Un cuento de pescador» M. M. B.1), o un compañero de viaje («La Torre encantada de Toledo» de Basilio Sebastián Castellanos2). En otras ocasiones el narrador en sus viajes es testigo de la historia que luego narra, aunque sin llegar a participar como personaje, como ocurre en el relato anónimo «Elena»3. En otras ocasiones es el propio protagonista de la historia quien cuenta al   —95→   narrador-viajero su historia, bien de forma oral («Las cuevas de Santa Ana» Anónimo4) bien entregando al narrador un escrito con los recuerdos de su vida («Alberto Regadon» de Pedro de Madrazo5). Carlos Creus en «Una princesa del Líbano»6 desarrolla una introducción tan amplia al encuentro con la princesa libanesa que narra su historia que, en rigor, su obra consta de un artículo de viajes y un cuento muy vagamente relacionados. Todos estos sistemas, y otros existentes, tienen una segunda utilidad para el autor: «alejar» el relato de la realidad española del momento, contarlo como algo que ocurrió en otras tierras, y, gracias a ello, evitar la acción vigilante de la censura.

Este alejamiento de la realidad española se da también en otros cuentos, al incluir un viaje en el relato. El viaje es necesario en cuanto al desarrollo de la trama, dado que el protagonista debe cambiar de escenario, pero no es determinante para su personalidad ni para la historia que se cuenta. Su descripción se reduce al máximo e incluso es inexistente y apenas se nos informa de que el protagonista se ha trasladado de un sitio a otro.

Este tipo de cuentos aluden al viaje pero apenas lo desarrollan. Algunos utilizan el viaje como inicio del relato: el protagonista (o protagonistas) al llegar a un nuevo lugar experimentan una serie de aventuras que dan lugar al relato. En «La Cabellera de la Reina» de Gabino Tejado7, el protagonista viaja al inicio del cuento a Segovia para cumplir un destino profetizado en los astros. En «La casa del duende y las rosas encantadas» de José Giménez Serrano8, Diego Antúnez y su hija abandonan su casa huyendo de la miseria al principio del relato. Aposentados en Granada ya no volverán a viajar en todo el cuento. Serafín Estébanez Calderón en «Capítulo suelto de cierta novela egemplar (sic) que algún día habrá de perecer en plaza»9 inicia su relato con el viaje a Damasco de tres personajes, Caleb, Cafur y Alick. Los dos últimos roban y abandonan medio muerto a Caleb en el desierto.

Otro grupo de relatos transcurren durante un viaje. En ellos el viaje es necesario para que la historia se desarrolle, es imprescindible el contraste entre el protagonista y un país extraño. Esto pasa en dos cuentos (los dos sin firma) con un argumento prácticamente idéntico, tanto que da la impresión que se trata de un plagio. En «Aventura horrorosa»10 un viajero   —96→   en una posada de Calabria oye una conversación y, a resultas de ello, piensa que durante la noche van a asesinarle. Al final descubre que a quien iban a matar era a un pollo. En «La Víctima»11 la situación es casi idéntica: el escenario es este caso una posada inglesa. El protagonista cree que le van a arrojar por la ventana y al final resulta que lo que se quiere sacar por la ventana es un barril de whisky de contrabando. Ambos relatos juegan con la situación de un extraño en un país desconocido y, por lo tanto, más atemorizante. El viaje es necesario también en «Las Sanguijuelas»12 de Antonio de Ramón Carbonell. La anécdota central (un médico receta a un labriego enfermo unas sanguijuelas y éste, ignorante de su uso, se las come), necesita del desplazamiento del narrador a una zona atrasada donde tal ignorancia sea posible. En «Los Bandidos de Andalucía»13 de Juan Manuel de Ariza, uno de los muchos cuentos de la época que desarrollan el tema del «bandido generoso», los viajeros de una diligencia son asaltados por un grupo de bandoleros, capitaneados por un segundo de José María «El Tempranillo». Cuando los bandidos intentan violar a dos de las viajeras llega El Tempranillo e indignado por lo sucedido, mata al cabecilla y devuelve a los viajeros sus posesiones.

En otras ocasiones nos encontramos con cuentos en los cuales el viaje es un elemento del escenario, no estrictamente necesario. Tal ocurre en «Una escena de amores en un buque»14 de Jacinto de Salas y Quiroga, una historia de amor, celos y venganza que podía haberse desarrollado en cualquier otro ambiente.

Los relatos fantásticos suelen llevar asociado un viaje o viajes. Tanto los de fantasía infantil (como los que publica Juan de Ariza con el título general de «Cuentos de vieja» en el Semanario Pintoresco Español) como los más «adultos» (por ejemplo los de Eugenio de Ochoa en El Artista) enfrentan al protagonista a la necesidad de un desplazamiento para conseguir su objetivo. Pero este viaje, necesario porque lo fantástico siempre aparece asociado a lo extraño, es un elemento del relato que no causa un efecto en el protagonista: no es importante el descubrimiento de lo nuevo, de lo diferente, la descripción de otras tierras, costumbres y personas, etc. En «El caballo de siete colores»15 de Juan de Ariza, Alfredo, su joven protagonista, marcha a buscar fortuna y su auxiliar mágico es un caballo fabuloso que puede llevarle a cualquier sitio del mundo. Los siete   —97→   colores del animal representan las siete veces que Alfredo puede utilizarle. En «La Capa Roja»16 (Anónimo) la fantasía, en este caso terrorífica, se produce durante un viaje en el cual el protagonista es constantemente perseguido por una figura de la que sólo se puede apreciar su capa roja.

Lo mismo podemos decir de los cuentos de aventuras históricas. Generalmente en estos el personaje principal sale de su tierra, huyendo de algún tipo de problema, y a lo largo de sus viajes va superando dificultades que le hacen madurar y perfeccionarse. Al final vuelve a su tierra y gracias a la experiencia acumulada consigue solucionar el problema que dio lugar a su marcha. Ahora bien la peripecia individual del protagonista es lo fundamental y en nada se diferencia el escenario de una parte del mundo de otra. De nuevo la tierra diferente no provoca ni en autor ni en protagonista ningún interés. Un ejemplo lo podemos encontrar en un relato anónimo publicado en 1846: «La espada del Duque de Alba»17. El protagonista, natural de Gante, viaja por barco a Laredo, por tierra hasta Yuste, va de allí a Roma y regresa a Gante sin dedicar el autor ni una sola palabra a las particularidades y las características de la tierra que visita.

Otro grupo relacionado con los cuentos de viaje son los que podríamos llamar cuentos «del que espera». Estos cuentos están centrados en un viaje, pero no a través de la figura del viajero, sino de otro personaje que espera su regreso. El viajero al llegar traerá lo que significa el éxito o el fracaso de la vida del personaje que espera. «La iglesia subterránea de San Agustín de Tolosa»18, de Juan Antonio Escalante, es un buen ejemplo de ello. Un joven, Reinaldo, es enviado por su tío, sacerdote en la iglesia de Tolosa, a rescatar a un hermano del sacerdote, prisionero de los piratas berberiscos. El Sacerdote espera inquieto. Durante mucho tiempo ha dudado en emplear al dinero que ha entregado a Reinaldo en rescatar a su hermano, a causa de su avaricia. Se debate ahora entre el deseo de volver a ver a su hermano, los remordimientos por haberle dejado largo tiempo cautivo, y el dolor de la pérdida de su fortuna. Al fin vuelve Reinaldo y los temores del sacerdote se cumplen: no ha ido a rescatar al cautivo, sino que ha dilapidado todo el dinero. El sacerdote arrastra al joven a la cripta, en la que hay un pozo y allí lo ahoga. En ese mismo momento un terremoto sepulta al asesino y su víctima.

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Relacionados con los cuentos de viaje, pero sin formar parte de ellos está un grupo de cuentos que podríamos denominar «del forastero misterioso». En estos relatos la acción se desencadena por la llegada de un extraño, de un viajero que provoca una alteración en la vida habitual de una serie de personajes. A veces el forastero no interviene en la acción sino que su sola presencia desencadena los hechos. Tal ocurre en un relato anónimo, «El Caballero Doble»19. El aspecto del extraño es paradigmático:

Un extranjero, bello como un ángel, pero como un ángel decaído; su sonrisa era dulce y dulce también su mirada, y no obstante esta mirada y esta sonrisa helaban de terror, e inspiraban aquel horror y estremecimiento que se experimenta al asomarse al borde de un abismo. Una gracia malvada, una languidez pérfida, como la del tigre que olfatea su presa acompañaba todos sus movimientos, y alucinaba, a la manera de la serpiente que fascina a los pajarillos.



Este extraño de aspecto tan romántico pasa una noche en un castillo y seduce a la castellana. Al día siguiente marcha y no vuelve a aparecer en el cuento. Nueve meses más tarde nace un niño con los ojos de dos colores, uno marrón como el castellano, otro azul como el misterioso forastero. Ese niño será el Caballero Doble y tendrá que luchar contra las dos naturalezas simbolizadas por sus ojos: la del ojo marrón, sincera y leal, la del ojo azul, cruel y malvada.

Pero en la mayoría de los casos el extraño toma una parte importante en la acción que se relata. En el cuento. «La Capitana. Un episodio de la vida de la Marquesa del Encinar»20 de José María de Andueza, se cuenta una aventura de una célebre ladrona (histórica, según dice el autor). La primera parte del cuento es una conversación entre un barón provinciano y su anciana tía, en la que ésta cuenta a su sobrino la llegada al pueblo donde viven de la Marquesa del Encinar. En el pueblo se han hecho muchos comentarios sobre su belleza, su gran riqueza y la franqueza con la que admite que está buscando marido. Los dos coinciden en que sería una boda muy conveniente para el barón, un maduro mujeriego que ya debe sentar cabeza. La segunda parte nos cuenta como la marquesa del Encinar, en realidad una astuta ladrona, hace una visita al barón y consigue robarle su vajilla de plata.

El forastero misterioso es, en ocasiones, tan misterioso para sí como para los demás. Esto ocurre en «La hija del pintor»21 de Fulgencio Benítez,   —99→   cuyo protagonista es un joven misterioso, Don Juan, que viaja por toda Europa sin conocer su identidad, acompañado por un anciano que le transmite órdenes tajantes que Don Juan nunca sabe de dónde vienen. Cuando Don Juan cree haberse enamorado se le obliga a abandonar a su amada pues tiene más altos destinos: se trata de Don Juan de Austria y las órdenes que recibía provenían de su padre, el Emperador Carlos V.

En conclusión: el cuento de viaje es prácticamente inexistente en las revistas románticas. Es muy diferente el asunto si consideramos al viaje como elemento estructural. En ese caso hemos comprobado su enorme abundancia. Resulta casi inexcusable en relatos fantásticos e históricos, proporciona el marco más habitual para la presentación del relato y facilita al autor el alejamiento de la realidad española que era tan del gusto de directores y de la censura.





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Bibliografía

  • Revistas consultadas

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  • Campo Echeverría, Antonio del. (1987) Periódicos montañeses. 1808-1908. Cien años de prensa en Santander. Santander. Tantín.
  • Fernández Clemente, Eloy y Carlos Forcadell. (1979) Historia de la prensa aragonesa. Zaragoza. Guara.
  • Hartzenbusch, Juan Eugenio. (1874) Apuntes para un catálogo de periódicos madrileños desde el año 1561 al 1870. Madrid. Rivadeneyra.
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