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Enlaces y desenlaces en las novelas de Carmen Martín Gaite

Gonzalo Sobejano


University of Pennsylvania



El fin de una novela designa tanto su término textual (el final) como el cumplimiento de su intención (la finalidad). Toda historia abarcada por una novela es susceptible de continuación, pero el punto en que se da por terminada dentro del cerco narrativo puede denominarse la conclusión de dicha historia cuando su imaginable prolongación queda implícita (por anticipaciones, indicios o subentendidos) y llamarse epílogo cuando tal prolongación se resume en el último lugar de la novela. Si ésta plantea un problema o conflicto, tendrá una solución. La trama de la novela -el proceso desde el estado virtual, a través de la acción motivada, hacia la modificación o no modificación de aquel estado- acaba en el desenlace, que, con mucha frecuencia, admite lo que podría llamarse antedesenlace: un posible terminar de la trama, invalidado luego por el desenlace escogido.

La palabra desenlace, tan usada en crítica literaria, demanda por contraste otra palabra, enlace, menos usada pero necesaria para comprender el significado de aquélla. Ambas remiten a la trama. Pueden distinguirse enlaces de varios órdenes: temporales, locativos, situacionales, interpersonales, temáticos, textuales.

La intención de este apunte es poner de relieve en las novelas de Carmen Martín Gaite los enlaces interpersonales (relaciones entre personajes) y sus desenlaces. Es característico de esas novelas, primero, que en ellas enlaces y desenlaces recuperan la plenitud semántica deteriorada por el uso terminológico: son hilos, ataduras, lazos que se pierden, desatan o sueltan después de haberse tendido entre persona y persona; y segundo, que esos enlaces son primordialmente dialogales (no, por ejemplo, laborales, lúdicos, eróticos, ideológicos) y que los desenlaces coinciden generalmente con aquel momento en que los interlocutores no pueden ya seguir hablándose porque han perdido el hilo.

El balneario (1955) plantea una situación típica de la novelística de Martín Gaite: la comunicación excepcional (en el sueño de la primera parte) frente a la incomunicación normal (en el despertar de la parte segunda). Ya el sueño giraba en torno a la comunicación dialogal cortada (entre la mujer y su imaginario marido) y alrededor del vano afán de la mujer por reanudarla; pero mayor es la frustración fuera del sueño: al despertar, la señorita Matilde comprueba que no sólo ha sido sueño la congoja, sino también la compañía, y que el mensaje que con tanta urgencia deseaba comunicar al desaparecido compañero ha quedado «pendiente, roto sobre los abismos» (p. 55)1. Al enlace, ilusorio pero sentido como real dentro del sueño, seguiría así el desenlace: la ruptura del vínculo. La señorita Matilde, sin embargo, mientras las señoras del balneario la llaman para que baje a jugar la partida de todas las tardes, vacila entre su adhesión inútil a lo soñado y la memoria de las cosas y costumbres cotidianas del balneario, y este desfile de imágenes de la realidad no hace sino destacar más agudamente la virtud extrañante y modificadora del sueño. Sabe esta mujer que «no podrá reanudar los sueños», que «Se ha roto el eslabón» (p. 70), pero acaba de imaginar que a la noche «se hundirá en el sueño con deleite y ansia, como si bajara, afrontando mil peligros, a las profundidades del mar» (p. 69), y sobre todo se siente más sola que nunca, «espantosamente sola» (p. 70). El sueño, pues, ha dejado en ella una más intensa conciencia del enlace añorado y de la rotura de ese enlace, y en esta mayor clarividencia estaría el verdadero desenlace de la trama.

Para comprender mejor el conflicto propuesto en la novela, el lector debe acudir al lema, antepuesto, como siempre, pero que sólo cobra sentido pleno al final. El lema, de Unamuno, pregunta si cuando el hombre dormido sueña algo lo que más existe es él, como conciencia que sueña, o su sueño. A la luz del desenlace de la trama -conciencia más intensa de la soledad- podría decirse que la solución del conflicto planteado favorece al sueño, pues en el caso de la señorita Matilde la fuerza del sueño penetra en su valoración de la realidad de la vigilia, mientras que la conciencia que soñaba nada podía contra el sueño (apenas sospechar a lo último «si estaría soñando» [p. 47]). La respuesta afirmativa parece fortificada por el final absoluto del texto: Matilde se aparta de la ventana donde ha estado meditando, se arregla, se mira al espejo y, antes de bajar a reunirse con las señoras, al salir del cuarto, «cierra la puerta con llave» (p. 70). Cierra la puerta con llave no por miedo a los ladrones, ni porque nunca haya de volver a ese cuarto, sino como quien cierra un sagrario para que nadie lo profane o la recámara de la intimidad (de la subconsciencia) para que nadie la viole. Retorna Matilde al mundo de la incomunicación diariamente padecida, pero más tarde subirá y abrirá con su llave esa habitación, se acostará y «se hundirá en el sueño con deleite y ansia» (p. 69). Tal sería la verdadera conclusión de la historia en su irradiacción sobre ese futuro que el texto ya no necesita perseguir: un deseo más vehemente de alumbrar lo ordinario por lo extraordinario. Si esta interpretación es justificable o arbitraria podrá decidirlo el examen de las otras novelas, pues en El balneario, primer ejercicio de adiestramiento de Martín Gaite en el arte de novelar, acaso esté ya en miniatura toda la problemática de su obra ulterior.

Efectivamente Natalia, una de los dos protagonistas de Entre visillos (1958), aunque más joven que la señorita Matilde, sufre un conflicto muy parecido entre el mundo al que aspira y el que la rodea y amenaza oprimirla. Aspira esta adolescente a la comunicación sincera, al diálogo reflexivo y veraz consigo misma (a través del «diario» que escribe) y con otros. Pero estos otros son muy pocos: una compañera que, al abandonar los estudios para casarse, se le hace tan lejana a Natalia que ésta, al comprobarlo, llora desconsoladamente; otra compañera cuya inferioridad social ve con malos ojos la familia de Natalia; su hermana Julia, que acabará marchándose a Madrid para seguir al que pronto será su marido; y, en fin, el solitario profesor, Pablo Klein, de quien Natalia se cree enamorada y en quien ha despertado simpatía, pero que se va en el mismo tren que la hermana mientras Natalia presiente que no volverá. El mundo que rodea a esta muchacha es el estrecho y convencional de la ciudad provinciana donde cualquier posibilidad de comunicación dialogal aparece obstruida por la mera relación oral de la charla, del palabreo, del cotilleo. Así, la dualidad sueño/vigilia que formaba el conflicto en El balneario se reitera en Entre visillos como dualidad diálogo/conversación, o, en otros términos, intimidad/exterioridad.

Como El balneario, también Entre visillos se distribuye en dos partes y alterna la tercera persona de la visión exterior con la primera persona de la visión subjetiva, aunque aquí son dos las conciencias individuales que se expresan por sí mismas (Pablo Klein y Natalia) y la alternancia, no rigurosa, es por capítulos, no en cada parte. En todo caso, conforme la novela avanza, se da una progresiva interiorización que expresa la convergencia de los protagonistas hacia un reconocimiento mutuo de su diferencia respecto al ambiente: ambos dialogan, para sí y entre sí, bajo el rumor de las charlas ajenas. En el esfuerzo por lograr un enlace dialogal se asemejan Pablo y Natalia, y sobre todo ésta, cuando cree haberlo encontrado en aquél, ansia retenerlo, mantener encendida la relación que la ha deslumbrado (capítulo xiii). Este sería el antedesenlace: la ilusión de Natalia de poder mantener el vínculo, al echarse a buscar por las calles al hombre con quien ha dialogado y que acaba de dejarla a la puerta de su casa. Las barreras se imponen en seguida: edad, familia, ambiente, convenciones, todo va en contra de esa ilusión. Del verdadero desenlace (de la ruptura de los lazos tímida pero vehementemente tendidos por ella hacia su interlocutor) sólo toma conciencia Natalia al final de la novela. Ha salido a despedir a su hermana y comprueba que en el mismo tren se marcha el profesor amigo, que es quien refiere la partida:

El tren ya iba a rebasar la pared de la estación. Natalia corría con cara asustada.

-Vuelve usted después de las vacaciones, ¿verdad?... A ver si no vuelve -dijo casi gritando.

No le contesté ni que sí ni que no. Seguí diciéndole adiós con la mano, hasta que la vi pararse en el límite del andén, sin dejar de mirarme. Se le caían lágrimas.

-Adiós, adiós...

Habíamos salido afuera. Sonaban los hierros del tren sobre las vías cruzadas. Con la niebla, no se distinguía la Catedral.


(p. 256)                


Una de las más apreciables virtudes de Entre visillos es su revelación del pequeño mundo provinciano en tal época y en tales circunstancias sociales, a través del lenguaje coloquial de las personas ordinarias. Pero, sin negar esta excelencia, hay que ver otra no menor en la exposición delicada del conflicto entre la interioridad solitaria y la exterioridad gregaria, que se plantea y se resuelve, igual que en El balneario, como un contraste entre la libertad (del sueño o del diálogo profundo) y la coacción (de la realidad gris o de una determinada sociedad represiva). El desenlace es la ruptura del enlace más potencial que efectivo entre una mujer y un hombre: enlace apenas iniciado, ya roto. La solución parece negativa para la libertad, pues el lector ve desunirse a quienes habían empezado a encontrarse a través de la palabra verdadera; pero también sabe el lector que los diálogos entre aquéllos, por breves que hayan sido, han sembrado en el ánimo de la joven alumna y amiga el deseo de seguir una carrera, el proyecto de salir, viajar y formarse, la esperanza de la libertad. La conclusión de la historia, momentáneamente separadora y negativa, contiene indicios de futuro: Natalia ha crecido por dentro al calor del diálogo y es, al final del texto, más consciente que al principio de su propia disconformidad y de lo que desea ser. También, como es obvio, la autora de la novela, al coronar su obra, se hace más dueña de ese pasado que trasmite a los lectores para que completen el diálogo. Y no es que haya que identificar a Natalia Ruiz Guilarte con Carmen Martín Gaite, pero sí se puede concordar la imagen de aquélla con la voluntad creativa de ésta al perfilarla.

Si hasta aquí se ha tratado de advertir que los enlaces y los desenlaces de las dos primeras novelas deben interpretarse como relaciones personales que se atan y desatan, a partir de la tercera novela, Las ataduras (1960), la imagen del vínculo adquiere relieves cada vez más acusados. Narrada toda ella en tercera persona, esta novela plantea el problema del vínculo familiar y afectivo que se resiste a ceder. La historia expuesta es la de la atadura de un padre (y de un abuelo) a su hija (y nieta); atadura que parece deshacerse por la ulterior de la hija a su esposo. Pero esta nueva atadura deja desconsolado al padre, y tampoco parece satisfacer a la hija, aunque se esfuerce por guardarla. Los enlaces entre ambos dejaron de ser convivencia y han venido a pararán sucedáneos: una visita del padre (Benjamín), una carta de la hija (Alina). Para ésta el desenlace es la permanencia dentro de la atadura nueva, que no ha borrado sin embargo su querencia hacia la antigua, y para Benjamín la resignación a la soledad, la nostalgia y la cercanía de la muerte.

Si ya en El balneario y Entre visillos la comunicación deseada se enderezaba hacia el diálogo o plasmaba en diálogos, en Las ataduras queda más claro ese deseo. Decía el abuelo a su nieta: «Hablar es el único consuelo. Estaría hablando todo el día, si luciera quien me escuchara. Mientras hablo, estoy todavía vivo, y le dejo algo a los demás» (p. 56), y respondía Alina: «Cuéntame todo lo que quieras. Siempre me puedes estar dando a guardar todo lo tuyo...» (p. 57). Aunque el marido de Alina atribuya al padre de ésta un complejo edípico, el enlace de Benjamín con Alina no sólo fue de padre con hija, sino de maestro a discípula: «le contaba largas historias cerca del oído», «La llevaba con él al monte en todo tiempo y le enseñaba los nombres de las hierbas y los bichos. Alina, con los nombres que aprendía, iba inventando historias...» (pp. 39-40).

Las ataduras es la primera novela de Martín Gaite que hace uso de un marco que envuelve un centro vasto. Los segmentos primero y segundo, en un pasado inmediato, se corresponden respectivamente con los segmentos quinto y cuarto, quedando en el interior el segmento tercero, mucho más largo, que evoca un pasado remoto (el de la relación familiar primera); así como el marco resalta la nostalgia de los separados y la dificultad de relacionarse y de hablarse, el centro exalta la fecundidad de los antiguos enlaces dialogales, la gloria de la relación Entre los segmentos funcionan delicadamente engarces o transiciones que la retórica define como «anadiplosis». Las ataduras compone un poema elegiaco de la desvinculación: se impone en el presente inmediato (en el marco) el estado de pérdida, y se proyecta a lo lejos (en el centro) la atadura perdida, objeto de recuerdo melancólico. El río contemplado por Alina, en la mañana gris, suscita la rememoración. El desenlace es la desatadura. El final del texto insinúa sólo, acaso irónicamente, modestísimos consuelos para el padre obsesionado.

En Ritmo lento (1963) parece haber intentado Martín Gaite la mayor distanciación respecto de sí misma al adoptar como protagonista a un hombre contemplativo y replegado en vez de a una mujer anhelosa de participación y vinculación, y un primer esbozo de este intento era ya la figura de Pablo Klein, el desarraigado visitante de aquella ciudad en la que apenas podía hacer otros papeles que los de observador, asesor o catalizador. Sin embargo, todo lo que David Fuente escribe viene inspirado por el empeño de comprender sus relaciones con los otros.

La disposición de la novela se asemeja a la de Las ataduras: un «Prólogo» (en tercera persona); el «relato» de David (once capítulos en primera persona); y un «Epílogo» (en tercera persona de nuevo). Los capítulos del relato, salvo el último, enuncian en sus títulos nombres de personas, prueba patente de que la atención del sujeto, desde la soledad de su habitación en una casa de reposo, está pendiente de lo que ha sido y de lo que pueda ser su trato con los demás.

Desencadena ese relato una carta de Lucía (la novia última) que anuncia a David su matrimonio con otro. (El «Prólogo» consistía en la visita de Lucía al Dr. Fuente, padre de David, para conocerlo y notificarle discretamente tal decisión). Ciérrase el relato cuando parece próximo el regreso del paciente a la familia, luego de haber recibido una carta del padre en que éste le confía la ruina de la casa. Entre la carta de la novia y la del padre, el desfile de personas con quienes se ha relacionado David a lo largo de su vida, observa una consecuencia cronológica sólo aproximada. Para David no tiene importancia la cronología, sino la memoria espontánea, guiada por un secreto azar. Y tiene importancia también la semántica de sus relaciones. Las personas con las que David, desde su peculiar «ritmo lento», ha tenido ocasión de relacionarse, pertenecen a dos series opuestas: o son inaccesibles al diálogo o lo admiten aunque difícilmente y con resultado inseguro. Los inaccesibles lo son por su respeto a la tradición, su voluntad de dominio, su afán de medro, su insinceridad, su afectación, su apresuramiento. Los accesibles lo son por su veracidad, serenidad, docilidad, disponibilidad. Es el padre de David quien educa a éste en la pedagogía del diálogo que nunca se completa: «Era él casi siempre el que empezaba a hablar de lo que fuera. Nunca tenía prisa... con lo cual podía ocurrir y de hecho ocurría muchas noches que, llegada la hora de la cena, la conversación hubiese derivado por derroteros propios, sin que ni él ni yo nos hubiésemos preocupado de encauzarla»; «Mi padre, que era en todo muy preciso y científico, hablaba procurando claridad, sin apasionamiento, y yo le contestaba en el mismo tono distante e impersonal» (p. 103). Pero aunque David ama este diálogo lúcido y despacioso, al que trata de habituar a Lucía, su compañera más dócil, también es capaz de «hablar alteradamente» con su amigo Bernardo (p. 107) o en la embriaguez de los recuerdos, como lo hace con su cuñado Julio (p. 209).

La traza misma del relato de David viene dada por la orgánica, natural y vital fluencia del diálogo consigo mismo y con su hipotético destinatario: «fragmentos de historia», «ya el hilo de lo que voy pensando me fuerza a desviar mi relato...» (p. 98); «Ya he caído en hablar de mis cosas y no me puedo parar...» (p. 114); lo que los diarios íntimos pretenden salvar del olvido «sólo puede ser salvado echándolo, por el contrario, al olvido mismo, como a una olla donde las fechas cercanas han de cocer inexorablemente revueltas con las lejanas...» y así es como emergen a veces «aromas reconocibles y precisos» (p. 178).

En ocasiones recurre el relator a la anadiplosis como puente de un capítulo a otro (del i al ii, del vi al vii, del vii al viii); pero desde el punto de vista de la trama y no de la materia verbal del texto, los enlaces pueden definirse como tentativas de comunicación dialogal del protagonista con los otros, esfuerzos que desembocan en su convencimiento de no poder vincularse a otra persona que a su padre, aquel por quien él es como es y de quien tendría que desatarse para hallar por sí mismo la solución a su problema: su aparente «anormalidad».

En el capítulo último del relato hay un momento en el que puede reconocerse el antedesenlace o solución ilusoria. De sus conversaciones con el psiquiatra recuerda David, como resultado, «un aborrecimiento paulatino de mi condición de espectador sin asidero, y un deseo vehemente de entrar a formar parte del mundo de los demás» (p. 247). Con ello la trama (busca de la comunicación) llegaría a su desenlace (participación en el mundo de los otros), o el conflicto (la presunta «anormalidad» de David) obtendría su solución (ajuste a la normalidad). Y en efecto, David entra a trabajar en un banco, percibe un sueldo, le habla a Lucía de casamiento y, cuando ésta le declara que ha dejado de quererle, se convierte en el amante de turno de su prima Magdalena, y su padre y el psiquiatra parecen esperar que al fin encuentre David en la pintura su «medio de expresión propicio» (p. 254).

También don Quijote vencido soñaba convertirse en pastor (II, cap. lxvii); también Ana Ozores, la Regenta, creíase sana y libre de sus obsesiones en medio de la naturaleza (cap. xxvii); también Fernando Ossorio se imaginaba henchido de energía y curado para siempre de su locura mística (Camino de perfección, cap. lvii), y los tres sucumbían: a la muerte, a la tentación, a la tristeza. David Fuente no se normaliza; provoca un escándalo en el banco y es llevado a esa casa de reposo, donde escribe: «Lucía, admirable criatura. Ha tenido que llegar esta noche para que te entienda. ¡Tú no me querías 'normal'! ¡No me querías amordazado! No me reconocías así»; «Dijiste que ya no te parecía yo. Que habías dejado de quererme» (pp. 252, 253).

Cuando David recibe la carta de su padre en que éste le dice que «la casa se va a pique» y el médico le advierte que, al regresar, no defraude a su padre, finaliza el relato:

Sólo puedo concebir un final trágico. Por ejemplo, el de que la misma noche de mi regreso la casa se cayese de vieja y nos sepultase a los dos bajo ella, mientras tomábamos café en el despacho. Sería la única manera de no esperar a las últimas boqueadas, y este gran acontecimiento sustituiría a todas las mezquinas e insuficientes explicaciones, se tragaría mis remordimientos y los suyos. Nos iríamos a pique de una vez los tres juntos.


(p. 256)                


En este caso, el final del texto del relato funciona como una hipérbole imaginaria del verdadero desenlace, que consiste en el fracaso de la comunicación, en el malogro de todo enlace. El lema, del Juan de Mairena de Machado, corrobora ese desenlace: «Pensar es deambular de calle en calleja, de calleja en callejón, hasta dar con un callejón sin salida». El impasse es el símbolo de la incomunicación: «Estoy metido, con todos los que viven, en el callejón de estar viviendo» (p. 252), se había dicho David a sí mismo.

Pero a ese final sigue un «Epílogo» (suprimido en la segunda edición, restablecido en la tercera). En él se narra el escándalo del banco, anterior al relato de David, pero además (y éste es el auténtico epílogo) se da a conocer lo que ocurrió después de abandonar David la casa de reposo: halló a su padre muerto y, achacándose la culpa, desfiguró a cuchilladas el cadáver, al que cubrió de besos y de lágrimas, y fue recluido en un manicomio tras el entierro del suicida. La ruina de la casa, entrevista al fin del relato, se ha cumplido moralmente. No pudiendo desprenderse de la atadura del padre, David la rompe mediante ese asesinato póstumo; no pudiendo salir del callejón, habitará una celda en la morada de los «anormales», excluido para siempre de la sociedad «normal». Su relato ha sido, sin embargo, el único diálogo que podía entablar: con la sombra del padre, consigo mismo, con todos y con nadie.

En Retahílas (1974) da Martín Gaite la más perfecta forma a su concepción de la trama como enlace dialogal y de su desenlace como cesación del diálogo. La autora define «retahílas» como peroratas, monsergas o rollos. Son, de hecho, ataduras dialogales. También aquí se observa la pauta trinaría: «Preludio» (en tercera persona), retahílas de Eulalia y de su sobrino Germán (dos por capitulo, del uno al cinco, y una sola breve y suelta, de Eulalia, en el seis), y «Epilogo» (en tercera persona de nuevo). La anadiplosis, literal o semántica, funciona indefectiblemente de retahíla a retahíla, subrayando el contacto por la palabra. La apelación constante al tú que escucha cumple la función conativa, y el desahogo que el hablar significa para el que habla, la función expresiva. El relieve de estos valores -contactante, apelativo y expresivo- hace de esta novela la más lírica de cuantas ha escrito Martín Gaite, creando una fluencia, una celeridad, una libertad de emisión que aproximan su texto al de un poema.

La historia que trasparece en los diálogos de Retahílas es la de dos personas de distinto sexo, edad, estado y mentalidad que buscaron con ansia su interlocutor. Eulalia lo tuvo en su hermano Germán (alejado), en su cuñada Lucía (muerta), y lo intentó con su marido Andrés (separado). Germán, el sobrino, desaparecida pronto su madre, ha vivido bajo la tutela del padre y de la madrastra anhelando una relación verdadera que apenas ha podido probar junto a un amigo (Pablo) y que ha entrevisto como deseable, por muchos años, con esa tía, Eulalia, sólo conocida antes por fotografías, referencias o breves encuentros. Ahora se produce el contacto entre estas dos personas, al azar de un telegrama, y el diálogo prende y flamea toda la noche como un prodigio: «en el hilo está todo», «toma hilo, dame hilo» (p. 89); estar hablando es estar bordando «en nuestra tela, en nuestro texto» (p. 92); «hay gente a la que hablando se le calienta la boca... lo pide el que escucha» (p. 98); ni la escritura, siempre mediata, ni el discurso mental, donde las palabras son como «fantasmas agazapados en un cuarto oscuro» (p. 98), valen lo que vale la comunicación oral, «juguete que siempre sirve y nunca se estropea» (p. 99). El que escucha «entiende», «se ríe», «te mira», «te sigue prestando atención», «las historias son su sucesión misma, su encenderse y surgir por un orden irrepetible, el que les va marcando el interlocutor», «cada mirada incuba una historia» (p. 100).

En éstas y en otras muchas declaraciones similares aflora un afán incontenible de relación interpersonal inmediata y el miedo a la soledad de la vida y de la escritura (el blanco papel vacío). Cuando Eulalia comprende que el tiempo la ha distanciado de su hermano, los recuerdos le resultan insuficientes: «no hay hilo», «lo has soltado tú» (p. 134); «todo remite al hilo, querencia a la atadura que nos mantuvo en vida algún momento» (p. 138). A veces el hilo es «un nudo corredizo en la garganta amenazando asfixia, pero no quieres otro» (p. 139). Así, las retahílas de palabras se sienten como enlaces personales, relaciones de amor. Para el joven Germán «hablar era quererse» (p. 162); «es desesperante hablar al aire» (p. 164). Relaciones de amor frente a soledades de muerte: «Vivir es disponer de la palabra, recuperarla, cuando se detiene su curso se interrumpe la vida y se instala la muerte», afirma Eulalia (p. 187) en términos que recuerdan los temores del abuelo y del padre de Alina. Y dialogar, en fin, no es sólo tejer un texto, sino también encender una hoguera: «necesitaba tu hoguera para encender la mía» (p. 223), «no hay lumbre parecida a la de las palabras que calientan la boca» (p. 224).

El texto de la novela se refiere a menudo a su propia constitución como enlace dialogal. Germán se complace en escuchar a Eulalia historias acerca de su madre: «sin prisa, con toda la noche por delante para ti y para mí, dando forma al relato entre los dos» (p. 183). Y Eulalia, aludiendo a las cosas que le cuenta a Germán, explica que «antes de ser palabra han sido confusión y daño, y gracias a eso, a haber pasado tú tu infierno y yo el mío podemos entendernos esta noche» (p. 185).

El desenlace sobreviene cuando Eulalia, sobrecogida de miedo al creer oír en el jardín el paso del caballo de la muerte, se inmoviliza junto a su interlocutor, reduciéndose ambos al silencio: «-¡Ssssí... Calladnos» (p. 229). La muerte ha roto la comunicación milagrosa. Y en el «Epílogo» la historia concluye añadiendo a la imagen de la muerte la imagen del desengaño: esa lámpara que crudamente ilumina la verdad disimulada en la sombra y al calor de las hogueras verbales: el comienzo de la vejez, el rostro de Eulalia «súbitamente descompuesto y plagado de surcos» (p. 223). Aunque el desenlace y el epílogo imponen esas imágenes negativas, el conflicto (soledad/compañía, incomunicación/comunicación) alcanza una solución, si transitoria, afirmativa, la adoptada por la protagonista: «Yo en mis ratos de muerte, que son muchos... me acuerdo de que existe la palabra, me digo: 'la solución está en ella» (p. 187). Los lemas realzan tal solución: «La elocuencia no está en el que habla, sino en el que oye» (Sarmiento); «Chaque fois que nous sommes en détresse, c'est le langage qui nous apporte la solution nécessaire» (Brice Parain). Retahílas, novela casi totalmente dialogada, a diferencia de otras de este género (desde el Coloquio de los perros hasta Diálogos del anochecer) tiene por tema el diálogo mismo, la solución en la palabra, la salvación por la palabra.

De Fragmentos de interior (1976) baste decir aquí que no es novela que se desvíe de la línea observada. Luisa, que viene a Madrid a recuperar a quien la enamoró, halla a éste olvidado de su amor, y en la casa donde entra a servir sólo recibe consuelo (diálogo) del señorito Jaime, una especie de antedesenlace se dibuja cuando Luisa, aconsejada por la hermana de Jaime, parece resuelta a reconquistar a su seductor apelando a artificios, haciéndose de valer; pero muy pronto renuncia a la farsa y, cortando el lazo, decide abandonar la ciudad al día siguiente. Así lo cumple (capítulo xv) y éste es el desenlace. Pero la verdadera solución del conflicto y la conclusión de la historia se logran al final del texto. Se ha suicidado Agustina (la madre de Jaime) y Luisa retorna a la capital de donde huía, aunque sea pasajeramente: «Buscó un pañuelo dentro de su bolso y encontró el que Jaime le había dejado en prenda. Se lo llevó a los ojos. Seguía manchado de maquillaje y aún olía a colonia de limón» (p. 202). Con ese pañuelo ofrecido por Jaime a Luisa al verla llorar había enjugado Jaime la noche antes el llanto de su madre (p. 127). «Hay gente que nace para sufrir y otra para hacer sufrir», decía Agustina, la portuguesa sentimental, la suicida (p. 68). El final sugiere que Luisa, cualquiera que sea su destino, se solidarizará siempre con las víctimas. Y el lema (de David Paul: «Others may be puzzled, you can cope...», aunque pueda referirse de manera impresionista a la entrada de Luisa en Madrid (capítulo ii, págs. 19-20), parece aludir además a la diferencia entre los que vacilan y sufren y los despegados y seguros, diferencia ya resaltada en Ritmo lento (por ejemplo, entre el rápido y eficaz Bernardo Ponce y el tardo y sufridor David Fuente). En ninguna novela de Martín Gaite queda tan de manifiesto la raíz de soledad que nutre el afán de comunicación dialogal como en El cuarto de atrás (1978). El capítulo i presenta a la protagonista-narradora (Carmen Martín Gaite) en la soledad de su insomnio; los capítulos ii a vi están integrados por diálogos; el capítulo vii y último vuelve a presentar a la protagonista en su soledad, apenas interrumpida. Nuevamente una ordenación tripartita: preludio, serie de diálogos, epílogo (como en Retahílas), Todo transcurre (como en Retahílas) durante una noche. Pero (a diferencia de Retahílas) el interlocutor no pertenece al mismo mundo de la protagonista, sino que se mueve en un ámbito fantástico o «de misterio», entre lo extraño y lo maravilloso. El juego es aquí más notorio, pero no deja memoria de mayor alegría, sino de más profunda angustia. No se finge que una mujer encuentre, por fortuna, a un pariente que la adora, se finge que una mujer recibe la visita imprevista de un desconocido que, cualquiera que sea la indecisión en que todo se quiere poner, nunca cesa de parecer un fantasma brotado de la soledad, el genio interior o tornavoz recóndito de su propia conciencia.

Del estado virtual expuesto al principio de la novela -poder dormirse o no- la protagonista, a través de un paso a la acción que parecería ocurrir durante el sueño o durante el insomnio (realidad inexplicable de la que quedarían como testimonios dos tazas sobre una bandeja y una cajita dorada), viene a una situación final de perplejidad y de tímida esperanza en pugna con la soledad a la que retorna.

Sin perjuicio del valor de recapitulación de una vida al filo del medio siglo y al acabar la era de Franco (perfectamente definido en el capítulo iv), El cuarto de atrás podría interpretarse como una rectificación (¿o como una confirmación?) de El balneario. Lo fantástico o misterioso toma ahora aspecto de realidad, y la realidad ordinaria admite resquicios por los cuales el misterio se adentra en ella y la desencaja. La autora parece haber intentado que sueño y realidad sean aquí, no dos ámbitos separados, como en El balneario, sino dos zonas secantes que se relacionan e interfieren. Pero si se compara el final de El balneario con el de El cuarto de atrás, puede notarse que la cajita dorada que aquí aprieta en su mano la mujer solitaria recuerda no poco el cuarto del sueño cerrado con llave por la señorita Matilde. La semejanza se acrece al pensar en ese cuarto trastero que en la casa familiar servía de refugio de libertad soñadora a la muchacha de otro tiempo y en el hecho de que la mujer que esto rememora ha iniciado su evocación obsedida por imágenes de clausura hospitalaria: casa, cuarto, cama, corazón.

El cuarto de atrás propone como enlaces la relación dialogal con otro sujeto que puede o no existir («Usted no necesita que exista, usted si no existe, lo inventa, y si existe, lo transforma», dice el visitante / p. 196/) y la redención de la realidad por la inventiva («esa capacidad de invención que nos hace sentirnos a salvo de la muerte», dice la visitada pensando en la «isla de Bergai» / p. 195/). El desenlace de la trama dialogal sobreviene cuando cesan los diálogos y Carmen vuelve al lecho del sueño... o del insomnio; disyuntiva que pone en duda el sentido del desenlace. Al final del texto, la cajita dorada sugiere la solución (el remedio) de la memoria que aviva y desordena el pretérito, haciendo que la conclusión de la historia sea inconclusiva (la imaginación restablecerá los enlaces) y convirtiendo el epílogo en prólogo potencial de nuevas aventuras dialogales. La dedicatoria a Lewis Carroll, «que todavía nos consuela de tanta cordura y nos acoge en su mundo al revés», se ve ratificada por esta reflexión de la protagonista: «Hay un punto en que la literatura de misterio franquea el umbral de lo maravilloso, y a partir de ahí, todo es posible y verosímil; vamos por el aire como en una ficción de Lewis Carroll...» (p. 166). El lema es de Georges Bataille: «La experiencia no puede ser comunicada sin lazos de silencio, de ocultamiento, de distancia». Y, en efecto, en El cuarto de atrás el «otro» no tiene nada que contar: enjuicia con sosiego, oculta su identidad, corrige o elabora, y aun su entrevistada se deja llevar a veces por la precaución, el recelo, la sospecha, el silencio. Hácese así el diálogo más clarificador, menos emocional, más vario y oblicuo que en Retahílas.

Lo maravilloso triunfa, sin embargo, en El castillo de las tres murallas (1981), parábola de la libertad alcanzada a fuerza de amor y en pugna con la coacción del interés y la esterilidad del desamor. Lucandro (la avaricia y el egoísmo a la defensiva) tiene encerrada en su castillo de triple muralla a Serena (enamorada del amor y de la libertad), que huye cuando encuentra el amor, y promete redimir a su hija, Altalé, así que cumpla quince años. El sabio Cambof Petapel (sabiduría, imaginación transformadora) libra a Altalé de la opresión a que su padre la ha sometido, reiterando ella el destino de su madre. Llegado el plazo, Altalé huye con su adalid Amir, avatar juvenil de Cambof, tras haber alentado al pueblo de Belfondo a reivindicar sus derechos frente a la tiranía de Lucandro, el cual termina convertido en una de aquellas «brundas» o ratas que habitan los fosos inmediatos al castillo.

La figura de Altalé recuerda, en su mundo de maravilla, a Matilde, Natalia, Alina, Eulalia, Luisa, Carmen. También ella ama la relación dialogal (con Cambof) y las historias orales, y descubre el camino de la libertad o el amor más fácil y victoriosamente que ninguna de sus antecesoras: por arte de magia.

Es como si a través de este largo cuento de «final feliz» Carmen Martín Gaite soñase real la libertad apetecida tanto tiempo en vano. Así lo sugiere el colofón: «Acabé de escribir este cuento el 19 de abril de 1981, domingo de Resurrección. Supongo que para Cambof Petapel eso querrá decir algo». Cambof, que había experimentado varias reencarnaciones (muertes seguidas de resurrección) es el verdadero autor de la ruina del castillo de las tres murallas (la opresión dictatorial con todas sus consecuencias). Y ya, en El cuarto de atrás, advertía el hombre vestido de negro a su interlocutora cuando ésta le expresaba su temor a meterse en un laberinto: «En un laberinto, bueno, pero no en un castillo. Hay que elegir entre perderse y defenderse» (p. 56). Entre todas las «fugas» de esa «fugada nata» que es la protagonista típica de la narrativa de Martín Gaite, la fuga de Altalé de la incomunicación encastillada es la más decisiva, aunque también la más irreal.

En sus enlaces y en sus desenlaces, el diálogo buscado como forma suprema de comunicación a lo largo de las novelas de Carmen ha ido pasando, pues, de lo más verosímil (El balneario, Entre visillos, Las ataduras) a lo menos verosímil (Ritmo lento) y de aquí, a través de lo extraño (Retahílas) y de lo fantástico o misterioso (El cuarto de atrás), hasta lo maravilloso (El castillo de las tres murallas). No parece improbable que pronto, desde tan alta zona, descienda -fortalecido- a iluminar la realidad menesterosa. Sería un epílogo purgado de despecho romántico: un epílogo de conmensurada reconciliación.





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