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ArribaAbajo- III -

Espejo en el tiempo


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ArribaAbajoEn esos días de culebras

No era suficiente tomar grandes palos sacados de escobas viejas para matar el miedo.

Tampoco era miedo real, palpable. Sólo una repugnancia que iba formando en la piel un empedrado al levantarse por turno cada poro, como cuando las calles no estaban aún asfaltadas.

Bastaba que alguna voz «¡hay una culebra!», formada por la magia de noches demasiado cálidas mezcladas con lunas agresivas, cortara en forma temprana el amanecer.

Entonces las camas se deshacían, también por turno, y cuerpos de distintos tamaños saltaban para formar la fila de perseguidores implacables, cada cual con su palo de batalla.

Afuera, algunas sombras tardaban en despedirse, metidas entre los árboles, jugando con los techos, alcanzando lugares inalcanzables, corriendo la última salida.

Bernarda parecía formar parte de ellas, emergiendo como manchón acumulado por aglutinamiento de penumbra, con esas marcas de tiempo que eran «pedazos de susto que tiñen la piel», según decía, donde toda su historia estaba escrita.

Seguida de Espiridión, un espíritu en forma de hombre, eterno enamorado de Bernarda, prolongación de su contorno, sin que nunca nada hubiera sucedido, saturaban la calma del día sin culpa, golpeando ollas viejas y tapas que no hacían juego «para mover de lugar a la intrusa».

Ocupaban cuartos colindantes, por más que la pared medianera no parecía suficiente a Bernarda,   —94→   quien decía que Espiridión iba midiendo la pieza noche a noche en todas las direcciones con la intención, «más que segura», de acumular fuerza para derribarla, tomándola por sorpresa cuando ella, por fin, de puro cansada, se escondía en esos sueños de los que tanto le costaba deshacerse.

Espiridión tenía la cara alargada por el desencanto, o quizás por «nacimiento obligado», como repetía Bernarda queriendo que la escucharan, con risas fruncidas en los ojos, sin atreverse a hacerlas descender, y consideraba todo un acierto eso del «nacimiento obligado», diciendo que en el estirón, para que saliera, se le fue alargando la cara.

Pero ya el grupo, amaestrado por la experiencia, estaba recorriendo las habitaciones puestas en hilera (quizás para facilitar la cosa), buscando lo que el primer par de ojos había visto.

Era una tarea que podía prolongarse según la destreza de la culebra, no más de treinta centímetros de asco acurrucado contra la pared, tomando su color, escondiéndose con su mejor arma.

Entonces paraba el ruido de ollas y la discusión entre Bernarda y Espiridión, en cuanto a la estrategia a seguir, subía de tono sobrepasando el de las ollas mientras el sol, ajeno a ese tipo de pequeñeces, empezaba a caldear palabras y cuerpos, al tiempo que el lunar de Bernarda, grueso y peludo a un costado de la boca, temblaba la rabia del derecho, alerta para silenciar de un solo golpe la voz de Espiridión.

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Entonces, juntos, se unían al grupo ya formado en la persecución de la culebra.

Espiridión, siguiéndola como siempre, con el rabo entre las piernas como perro sorprendido en falta, como si hubiera sido falta la suya una simple equivocación esa noche que todo empezó a brillar más que otras, y él sintió algo extraño en los ojos de Bernarda, como ganas de eso que nunca le había pasado, que el recuerdo fue presionando hasta dejarlo apagado, pero aún humeante...

Salió corriendo, esquivando los brazos multiplicados de Bernarda, lleno de vergüenza o de furia, y una de las dos cosas, con el tiempo, tocó el fondo donde se acumulan por necesidad.

Desde entonces, la siguió en actitud de espera, callado, con los bigotes colgando o erizándose en las puntas, según fuera su estado de ánimo, con la calma que acecha el descuido de la paciencia...

Eran muchas esquinas y bordes de pared para una sola culebra, adiestrada por otras más antiguas en la necesidad de la supervivencia.

Después del alboroto inicial había que guardar silencio, «para tomarla por sorpresa en el momento de cambio de color», decían, porque todos estaban convencidos de que así era, de que disponía de un mecanismo especial, un tipo de palanca o algo así, solamente para despistar, para jorobar..., «entonces para qué aparece la muy diabla», decía Bernarda con la ayuda del eco de Espiridión.

Nada podía iniciarse antes de terminar con el problema comprendido en oficinas y escuelas, porque era una inquietud diaria, experimentada   —96→   por quien más o quien menos, que alteraba justificadamente los horarios.

Llegaba el momento en que la idea de varias culebras iba serpenteando la razón, en vía directa al convencimiento.

Pero Espiridión decía que «siempre vienen de a una», y «qué sabes tú que ni pronuncias bien tu nombre», le enrostraba Bernarda, mientras las voces chicas preguntaban «¿a qué hora vamos a desayunar?» y Bernarda, en su alteración, no había siquiera comenzado a bombear la cocina de kerosén para hacerla entrar en calor.

«Es por el clima», se decía con resignación; «se forman con el calor y la humedad».

Pero eran sólo frases para espantar el miedo, y este parecía cundir cuanto más se lo ahuyentaba.

Entonces Espiridión, tomando el camino hacia la sala, la que se abría una vez por semana para airearla, sacudir las alfombras, ventilar recuerdos, recibía el «a quién se le ocurre, ni que fuera tan fino el animal ese, la culebra digo...», y la sombra de hombre no tardaba en regresar con la cabeza baja.

«Te pusieron demasiado nombre», decía Bernarda, «ese es el problema».

A media mañana ya no había lugar que no hubiera sido visto, hurgado. El piso, junto a la pared, estaba lleno de desprendimientos de pintura por los golpes «por si acaso».

«Es hora de terminar con esta zoncera», decía Bernarda, y el tono de orden aquietaba los ánimos.

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Cada cual iba dejando su palo en el lugar de costumbre «para la próxima vez», y la ducha del único baño se hacía poca para tanto apuro.

Espiridión, el último en salir de la fila de cuartos, con esos ojos que podían ver por todo un batallón cuando no estaba Bernarda cerca, «ahí está», decía mirando los treinta centímetros rojizos, casi marrones, adheridos como sopapa a la pared.

Era el único que en verdad no tenía miedo.

Con el resto de la población doméstica a sus espaldas, estiraba el pie de alpargata tocándola con suavidad.

«Está muerta», dijo esa vez.

Muchos ojos lo miraron.

Bernarda afirmó que «no puede ser, que las culebras no mueren sin ayuda», y estiró el suyo también de alpargata.

«Lo hizo adrede, una especie de venganza», afirmaron cuando la voz de Bernarda quedó atrapada para siempre. Después, un palo que no había sido guardado asestó el golpe final a la culebra.



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ArribaAbajoLady

Hace días que un pensamiento, el mismo, da vueltas en la cabeza en una invasión que ha dejado prácticamente de lado otras meditaciones.

Y sigo pensando, y dando importancia a la cosa, y teniéndome rabia porque, después de todo, lo encuentro banal, aunque no sé si es banal el pensamiento, la persona que lo genera o yo. Pero que trastorne mi diario vivir, no llego a entenderlo.

Estamos perfectamente delimitadas, tanto en lo geográfico como en las jerarquías. Y no es que trato de cambiar lo que está establecido, pero no deja de molestarme. Creo que son destellos de orgullo, o de envidia bien pudiera ser, mientras ella está allá y yo acá, y las horas son casi las mismas y el té lo puedo tomar como mejor lo quiera, pero claro, tengo que servírmelo yo sola, y qué hay de malo en eso, me digo, mientras pienso en las bandejas que de puro resplandecientes duplican el contenido y los guantes blancos, deseosos de complacer, anónimos, eso sí, se esmeran en que el té llegue justo a la raya esperada y no marque el resto prístino donde se posarán labios pintados por otras manos para hacerlos más perfectos, y sorberán lo justo.

Y si engorda o adelgaza, un gentío se agolpa adelante de la reja hasta que un vocero de profesión, que es todo lo que hace con certeza en las largas horas de un día, con la nariz levantada lee una declaración oficial para descartar dudas y tranquilizar a la población.

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Y yo también he tenido hijos, y han entrado a mi organismo y salido de él sin que nadie reparara en el evento que me parecía único y maravilloso, y hasta pensaba -porque se habrán dado cuenta que ese es uno de mis problemas- que me nombrarían la «madre del año».

Y no, no fue así, y me tuve que conformar con seguir teniendo hijos, a lo mejor con la esperanza oculta de que por fin algo sucediera, pero parece que es normal que los demás tengan hijos.

Y hay tantos que, quizás por eso, cuando nace el único que toda la población espera, suenan clarines y trompetas, a lo mejor porque representa a los demás anónimos del mundo que también vienen completos, como hechos de medida, pero no son iguales.

Hojeo la revista y en varias páginas seguidas aparece con su eterna sonrisa y el corte de pelo que la hizo famosa, que lo cambió una sola vez para suscitar una ola de críticas, porque no es bien mirado que en su posición se cambie de peinado como de vestido, aunque eso de los vestidos es totalmente distinto, y pienso qué hará con tantos, y las ganas que de repente alteran mi sueño ya no pensando sino viéndome con una de esas obras únicas rodear mi cuerpo, despertando con el camisón arrugado que ya dejó de ser «wash and wear» de tan usado y busco, siguiendo el ritmo del despertador, un lado de la zapatilla al tiempo que siento que el otro me queda más grande, porque es la de Juan Antonio, y así me levanto, con el peinado echado hacia un lado, el mismo sobre el que me dormí, y la tremenda marca imitando el borde de la funda cortándome la mitad de la cara.

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En la oscuridad borrosa del despertar que no quiere ser, voy a la cocina y prendo la luz, pero no se prende; en cambio, se ilumina el patio interior.

Tiro tres fósforos y, por fin, el cuarto se levanta en llamarada al chocar con el gas que lo tenía abierto hace un rato, pero a quién se le puede pedir que sea consciente a esa hora del día si los días, para poder gastarlos, tendrían que comenzar más tarde.

La boca se me abre en un bostezo no programado pero habitual, y sé que de ahí en adelante he puesto el pie en la alfombra de la rutina.

No es un deslizar principesco.

Es sólo el mío.

Pongo las tazas sin platillo -porque así usan los gringos y debe ser bueno- sobre la mesa de la cocina y apoyo sobre un paño la sartén con los huevos de yema reventada.

Todos comen y van saliendo como resultado de una computadora. Leo una parte del diario (la otra quedará para después del almuerzo) en el recreo sin campanilla que me permite esa hora.

Estoy pelando una papa y la manía de pensar me envuelve, los ojos se entrecierran y parece que un vuelco inesperado puede desprenderse de la cáscara oscura que resbala en contorsiones sinuosas.

Entra Juan Antonio chico, el que no tiene horario por falta de edad, y me pregunta de sopetón «¿qué es fidelidad, mami?» y sin darme cuenta le contesto que es acostarse toda la vida con el mismo hombre sin haber tenido la oportunidad de hacer comparaciones, y me arrepiento de inmediato, y le grito que el Larousse está en   —102→   el lugar de siempre, que es mejor que me lo pase, que no recuerdo bien, que para eso están los diccionarios, que...

Pero es cerca de la hora del almuerzo y sigo pelando papas porque me voy enredando en las tiras que caen, produciendo un efecto hipnotizador. Prendo la radio y la vuelvo a apagar, pues la música es la misma que pasan en forma persistente por los parlantes del supermercado, y la tengo tan metida en el laberinto del oído que no necesito hacer compras para seguir escuchándola.

No me va mejor en el cine porque, apenas escucho la voz que dice «el mundo al instante» y que no sé por qué siempre la relacioné con la de un enano, veo de nuevo su rostro, terso, transparente, sin cabellos revueltos ni marcas de almohadas, y los dientes blancos, tan blancos que da rabia, a punto de subirse a un tren que lo acercará a un puerto donde está anclado el barco para iniciar un recorrido de descanso y se diluya ese aire triste que da lugar a comentarios inconvenientes.

Se derrama la leche y no me importa tanto, a pesar de que queda pegada a los quemadores y resiste raspados que llevan pedazos de uña y piel.

Juan Antonio me pregunta si es una enfermedad; estoy distraída y no sé a qué se refiere y me dice eso de la fidelidad, porque él no quisiera tenerla.

Alguien golpea la puerta. Es la vecina que me alcanza una taza preguntándome si puedo prestarle un poco de azúcar que no alcanzó a comprar, pero que me la devuelve en la tarde, y yo la miro y sonrío, y ella sonríe también, y luego   —103→   lanzó una carcajada porque pienso, y eso sí es una enfermedad, que la «lady» aquella que tanto me inquieta no tiene a nadie a quien pueda sacar de apuro tan fácilmente, pues no ve mano alguna extendida porque otras se encargan de bajarlas para evitarle esa incomodidad y, ya cansada de pensar, lleno tanto la taza que desborda y me llena las zapatillas, pero no lo pienso más ni me importa...



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ArribaAbajoPor la puerta oscura entreabierta

Duermo el sueño que va escapando en su propia dirección, pues la tiene, como el caminar o pensar, o el estrujar de ropa, o el anudarse los cordones, aunque el pensar puede llevar hacia adelante o hacia atrás, moviendo las palancas necesarias.

A veces aterrizo en lugares desconocidos, como si hubiera perdido el rumbo, donde todo es extraño, perturbado, indefinido, hasta hacerse increíble.

Por evocar he hecho un pozo profundo en la memoria.

Me pregunto si, cómo sucede con los espacios que dejan las muelas extraídas, se irá cerrando sin dejar rastros.

Y escribí la carta y la deposité con gran prisa.

Y él la recibió; estoy segura.

De lo contrario, no se hubiera comportado como lo hizo, recogiendo sus cosas, trasladando a otra habitación pedazos de tiempo entremezclados, fríos y cálidos, como una mezcla de estaciones.

Se llevó consigo hasta el silencio que era nuestro, que lo habíamos formado con esfuerzo para permitir que sanaran los roces que llegaban a quemar la punta de la lengua.

Y me dejó con las voces acusatorias que se desplazan con gran estruendo y se estrellan contra mis sienes, produciendo un zumbido que se introduce como barrena hasta formar una masa de arrepentimiento. Algo dentro de mí lo rechaza   —106→   porque me conozco, y él dice «te conozco demasiado», y conjugamos verbos iguales en tiempos distintos y vías paralelas.

El conjunto no es más que un desencuentro adquirido como una enfermedad, palpable en el brillo furioso de la mirada.

«Las lágrimas lavan las penas», decía la doble abuela, la que llamábamos bis-abuela, mientras entre los labios desmoldados por la falta de dientes asentaba un cigarrillo de tabaco negro.

Pienso que las penas, de tanto ser lavadas, pueden borronearse sin que se pierdan.

Y el recuerdo tiembla.

Y cuando tiembla formando esas ondas que bien pueden tratarse de delirio o decepción, según el lugar en que se encuentren, aparece el miedo y esas pequeñas cosas que pasaban casi inadvertidas con la rapidez de lo insignificante, las va aumentando el temor, hasta que el ahorro de palabras, por su causa, separa cuerpos y espíritus.

El silencio beneficioso, curativo, se distorsiona hasta sepultar el entendimiento.

Fue durante la primavera.

Siempre dijiste que mucho frío o demasiado calor no eran propicios para decisiones importantes.

A veces pienso que hay cosas que no deben ser iniciadas para no ser testigos de su término.

Era un convenio de palabra, como los que existían antes que hombres ilustres pusieran orden y todo tuviera que ser registrado sobre el papel, legalizado, antes de que algunas omisiones dieran lugar a mal entendidos de conveniencia   —107→   y fuera posible la introducción de «resquicios legales».

Pero la palabra que sólo se dice, impulsada quién sabe cómo o porqué, también se va borroneando, como las penas, o se gasta con el uso o el tiempo y de pronto, se escurre por esa puerta oscura que siempre está entreabierta, donde se extravía sin remedio.

Quizás porque no fuimos capaces de cerrarla.

Empezaste manipulando los brazos y hablándome de la «temporalidad de las cosas», buscando el pretexto de la puerta.

También eran palabras...

De tanto hablar me convenciste de las bondades de la tinta.

Por eso te escribí.

Fue una suma de palabras que me fueron molestando y que, sin embargo, nunca conseguí que tomaran la dirección de la puerta.

Más bien, quedaban atrapadas en eso que se llama memoria, un lugar intangible de funcionamiento alocado que graba o desgraba a voluntad.

Creo que, después, poco me importó que el verano se escurriera por la puerta entreabierta.

Entonces llegó la estación de la tristeza y todo fue cubriéndose de hojas pintadas por la melancolía y la nostalgia.

Es una estación difícil de enfrentar en soledad, de recorrer en silencio, de sentir el crepitar de las hojas bajo los pies sin levantar la mirada para sonreír al acompañante.

Y con la última hoja que se desprende para revolotear su entrega a la tierra, vuelven a lavarse las arrugas que ya están impresas por culpa de los pliegues que encogen el sentimiento.

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Los labios se llenan de estrías por tenerlos apretados y, en medio de los ojos, un surco vertical los acerca.

Hasta la expresión se vuelve extraña con estos cambios.

Los amigos empiezan a notarlos, y encontrar a una «distinta».

Las miradas de reojo, de conocimiento cómplice, de superioridad porque lo de ellos todavía resulta, van ganando adeptos en la misma proporción en la que la otra parte queda sola.

He perdido la costumbre de dormir sola en una cama grande.

Sé que está al lado, en otra habitación, y eso agranda la cama.

Se van haciendo rutinarios esos ruidos que preludian el sueño -el tuyo- y que escucho todas las noches antes de caer en el mío, y me hacen buscar irrealidades necesarias para continuar con el acto de vivir.

Me doy cuenta de que he invertido mis necesidades, y corro el día para llegar por fin el momento mágico que desencadena el saber que sigues a mi lado.

Hasta que cesaron los ruidos, y la puerta entreabierta desplegó sus hojas.

Apareciste en el centro, con la maleta colgada de un brazo y el abrigo en el otro, y mi imaginación (que siempre la encontraste descabellada) cambió de lugar la escena, y me vi sentada en un cine, con la palabra «fin» apareciendo y desapareciendo en la pantalla, y luego unos números al revés en medio de resplandores intermitentes, hasta que las luces se prendían y todo quedaba en blanco.

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Creo que eso también pasó en primavera, aunque no estoy segura, pues no lo he anotado, y todo lo que no se anota se pierde, aunque sí, fue en primavera, porque «no hacía mucho frío o calor para tomar decisiones».

He adquirido una actitud extraña. Dicen que es manía. Cierro las puertas que encuentro a mi paso, cuido el viento y los sonidos para que no escapen. Tampoco tengo interés en dejar entrar nuevos vientos o sonidos.

Quiero mantener todo igual, por si acaso...



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ArribaAbajoKosta

La conocí de niña, cuando la conciencia es tan desconocida como la salida de laberintos. «No se culpe a nadie de mi muerte. Mi vida la hice a mi manera, como la quise».

Eso leo todas las veces que la angustia me lleva al cementerio para acallar esos fantasmas que uno no quiere que mueran por completo. Pero tengo que hacer un esfuerzo para enganchar las letras y formar el nombre que el tiempo se empecina en borrar. Y son especialistas los grabadores e indeleble, según dicen, la tinta para recordar la memoria.

Quedo parada frente al mármol frío. Quedo parada, no sé para qué, o mejor dicho, sabiéndolo quedo parada. Mi mano recoge en forma automática una piedra pequeña, de las muchas que hay alrededor, como si las hubieran dejado adrede, y la pongo en un costado, encima del mármol, porque así es la costumbre y así sabrá que alguien vino a visitarlo.

Lo llamaban Kosta.

Es muy fuerte la imagen para que se pierda así no más. Me hubiera molestado esa conciencia infantil que no existe y la otra que sí existe pero de la que no se es consciente.

Y no quiero que me moleste, no por mí, sino por esa parte que es suya y que no quiero alterar.

Está parado, con el cigarrillo en la mano, o la mano en el cigarrillo siempre humeante que iba levantando un verdadero cerro en el escritorio por falta de capacidad del cenicero.

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Insistía en que no era suya la culpa sino un problema de dimensiones, sin relación alguna con las necesidades verdaderas. De ahí las mangas excesivamente largas, o los brazos cortos, o al revés, o los altos o bajos, o la desproporción sin vueltas.

«Siempre hay algo que no funciona», solía decir.

El tiempo y él se desplazaban juntos hacia el mismo lugar. De lo que no estaba seguro era del camino, porque le gustaba cambiarlo así como se cambia de traje (aunque no se lo cambiaba), o como se cambian las escenas en el teatro, por la misma necesidad.

No era alto ni un gran galán, pero era él, dentro del nombre que se ajustaba como hecho a la medida. Colgaban los bigotes negros y un mechón del cabello negro, obstinado, también colgaba.

Llegaba a la hora en que el mate ya había sido domado por otras bocas, cuando la yerba no despide trozos que escalan la bombilla buscando la más mínima separación entre los dientes para instalarse.

Parecía calcular el tiempo para gozarlo en toda su esencia, cuando el recipiente se vuelve más redondo por haber pasado por varias manos. «Ayuda a pensar», decía, sin especificar si era el mate o el cigarrillo, mientras la lengua iba desenredándose y, subida a una alfombra mágica de palabras, conseguía dejarme embelesada con una expresión tonta a más no poder.

Mi enamoramiento llegaba a asfixiar la garganta.

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Entonces decía, con la seriedad y convencimiento de mis ocho años intensamente vividos, «me casaré con Kosta».

Provocaba grandes carcajadas esa aseveración, que para mí no podía ser más certera.

Me daban un caramelo para neutralizar el brillo de los ojos. No me ayudó el dulce, pero sí esas aspiraciones profundas que a través de la garganta logran ocultar la vergüenza.

Sentada en una esquina, caía en la observación sin ser vista.

Eran épocas en que cierta palabra se pronunciaba cautelosamente. Nunca la aprendí entera, y del murmullo, sólo el «ista» me llegaba. Si se me ocurría preguntar «¿qué?», muchos pares de manos se movían para apagar el fuego en medio de «sh, sh», porque en mi conciencia casi se me dio por formar la palabra entera.

Decía las cosas con cierta displicencia, como no dándoles importancia, y nada era demasiado importante para él, «excepto lo importante», agregaba riendo.

Un diente de oro que asomaba con la carcajada era considerado «un recuerdo». «La verdad es que estaba algo suelto cuando el hombre dejó caer la mano», afirmaba.

No era necesario preguntarle el motivo, pues hasta su misma actitud se podía considerar motivo.

Por la misma razón se hizo viejo sin serlo, adelantándose al reparto natural de arrugas, a las que llamaba «la culpa de los otros».

No recuerdo cuántas veces atravesó el río, obligado por su lengua inquieta, para pasar algunas temporadas en tierras ajenas al corazón,   —114→   cuando el destierro no era tan frecuente pero sí notorio.

Volvía con «ganas recalentadas» y la congestión era evidente.

No tardaba en explotar en medio de apaciguamientos y consejos que nunca le sirvieron.

Creo que muchas cosas llegaron a «arreglarse», en medio de la conversación acalorada, que iba liberando deseos oprimidos. Kosta tuvo el valor de decirlas, sabiendo que, al escucharse, tendría que atravesar de nuevo el río.



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ArribaAbajoEl espejo en el tiempo

No pude dormir. Cuando sonó el despertador no me di cuenta si este me había despertado o si ya estaba despierta. No reaccioné, como todos los días, saltando de la cama para dirigirme en forma mecánica al baño, tomar de la misma manera el cepillo, ponerle la pasta dental apretando el tubo -que los demás presionaban justo al lado de la boca de salida para evitar el excesivo trabajo de hacerlo desde el extremo- en forma tal que para obtener mi parte cuando me tocaba el turno, me obligaba a hacer correr la pasta hasta rellenar la depresión que había quedado en el centro, consiguiendo por fin verla aflorar demasiado rápidamente sin poder controlar la cantidad necesaria, desperdiciando una buena parte de ella.

Corté el sonido del despertador y puse la mano detrás de la cabeza. Era extraño lo que se me ocurrió pensar en ese momento, flores. Cómo se ven cuando poco a poco pierden su esplendor y en forma lánguida, como desinflándose, se vuelven mustias.

A lo mejor me sentía un poco así, por eso esas imágenes. Me senté en la cama y bajé las piernas; ¿las había bajado o fueron cayendo solas? Pesaban una barbaridad. Busqué con los pies las zapatillas; encontré un solo lado y me la puse buscando con el otro pie el lado que faltaba; al no encontrarlo, para no agacharme, me saqué el lado que tenía puesto. Hice un esfuerzo por levantarme. ¿Tenía que hacerlo?

Todos los días desarrollaba una rutina sin preguntarme si era necesario hacerlo. Lo hacía   —116→   porque me había acostumbrado, porque era la parte que me correspondía dentro del ajedrez familiar. Nunca pensé si en algo variaría el resultado modificando el desarrollo de los pasos que daba. ¿O dependía de esto el resultado?

El rompecabezas tenía que cuadrar.

El sonido del despertador desencadena una acción programada cronológicamente, sin lástima de los que tienen que poner en marcha esa acción. Me paré. El piso estaba frío y yo algo marcada en la pieza a obscuras y por más que mentalmente conocía el sitio de cada mueble y aun en la obscuridad podía esquivarlos; sin duda, mi mente estaba tan a obscuras como el cuarto, lo que hizo que chocara con gran aspaviento contra el arcón puesto al pie de la cama, obligándome a pronunciar el primer improperio de la mañana.

Con una pierna sintiéndola más corta que la otra por el movimiento de balanceo para equilibrar el dolor, llegué al baño. Al abrir la puerta tuve que cubrirme la cara con los brazos para evitar el golpe de luz que entraba por la ventana. Me restregué los ojos para acostumbrarlos. ¡Qué enorme se veía el espejo encima del lavatorio! Levanté la cabeza y me miré. El espejo parecía opaco, sucio; con un paño lo froté, con fuerza, queriendo hacer desaparecer las rayas pegadas en el fondo, pero estas se movían haciendo inútil mi empeño. Me lavé varias veces la cara con agua fría, secándome cuidadosamente; volví a mirarme: aún seguían ahí las líneas que del espejo se habían trasladado a mi rostro; no recordaba haberlas visto antes.

Me quedé estudiando mi propia imagen reflejada   —117→   en el espejo, tratando de encontrar otros signos que se me hubieran escapado como las líneas que veía por primera vez. Me observaba sin verme, o no tenía la capacidad de hacerlo minuciosa y detenidamente, o tal vez no resulta interesante la auto-observación. Quise regresar a la cama pero, clavada en el lugar, estaba como hipnotizada por mis propios ojos. Flores. El narciso se inclina para admirar su reflejo en el agua, regodearse con su belleza, y la ilusión va aumentando como los círculos concéntricos que se producen al caer una piedra en su superficie. No buscaba belleza en la profundidad de la figura que era yo misma sin reconocerme. Sonreí, tratando de relajarme. No pasó lo mismo en el espejo. Me asusté. No parecía un espejo. La imagen no era reproducida, permaneciendo fija, convertida en una fotografía, mi fotografía. Eso necesitaba, que la imagen permaneciera estática para poder observarme. Y en la profundidad de los ojos que me miraban fijamente, vi una acusación, un reclamo a las tantas exigencias, a las metas marcadas, inamovibles, a la tranquilidad entregada a los nervios en progresión, a desafiar al tiempo en una carrera desigual, a pasar por la vida con los ojos vendados, a...

Me dolían las sienes. Abrí el botiquín que ocultaba el espejo y saqué dos aspirinas. Las tomé y volví a cerrarlo. La imagen se había ido. La busqué desesperadamente. Necesitaba encontrarme. Abrí de nuevo el botiquín y busqué en el interior. Volví a cerrarlo y, al mirar de nuevo el espejo, me di cuenta, con gran alivio, que de nuevo repetía mis movimientos aunque algo había cambiado en la visión distinta que reproducía.

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Miré el reloj: la hora era la misma que cuando sonó el despertador.



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ArribaAbajoCuando las calles no estaban asfaltadas

De tan colgada, siempre en el mismo lugar, dejó de verse por evidente. Pero la evidencia se puso de manifiesto cuando desapareció. Y desapareció como si hubiera decidido volver a su lugar habitual para ser pisoteada, protegiendo la integridad de esas terminaciones que cabalgaban el deseo del pescante El ruido metálico lo hacía más gallardo, y daba la impresión de ser empujado por el viento. Pero eran otras épocas, el asfalto no había sido inventado aún y los adoquines eran peligrosos, resbaladizos, con recovecos que, de pronto, enganchaban la protección de las pezuñas y la herradura solitaria se perdía a veces entre colores parecidos. Pero alguien, de los que siempre andan buscando la suerte para recogerla, la encontraba, y el trofeo, ratificado por decires y creencias, era colgado en un lugar visible para que lo vieran los demás.

No importaba demasiado que el caballo la hubiera perdido. Había que cargar al herrero con esa culpa.

Tampoco era el caso de comprar una herradura nueva.

Era preciso encontrarla.

Como recoger la suerte que otro había extraviado, así era, y por eso de doble valor.

Así estaba, enganchada en un clavo en medio de los estantes del negocio. Había otros clavos donde colgar las tijeras o suspender la cinta de medir.

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Pero la herradura tenía un lugar de privilegio.

Oxidada, con algunos agujeros ausentes por el uso, delgada hasta el punto de romperse, pero estaba ahí y parecía consciente de su misión, a carta cabal.

No era posible tocarla ni cambiarla de lugar.

La ciudad no era tierra de temblores ni desajustes naturales. Creo que de puro cansada o débil se cortó la curva que la sostenía y desapareció.

Su ausencia fue visible y mi padre, con la ira totalmente de su propiedad, empezó a culpar a todos y a temer desastres, y las palabras suaves o los calmantes en base a miel e hierbas olorosas no pudieron aplacarlo.

El miedo empezó a extenderse, a cundir como si se le hubiera dado cuerda. Y tomó también los sueños, y el caminar por la calle, y el levantarse con el pie equivocado, y el hablar más de la cuenta, porque también así era posible atraer la mala suerte.

El culpable, porque había que encontrarlo, fue buscado más que la misma herradura, y los clientes se convirtieron en culpables potenciales, y la rabia se apoderó de la cara de mi padre y formó otra, difícil de reconocer.

Fue ese día que apenas estaba amaneciendo, cuando por la ventana todavía se observaba una estrella prolongada, que golpearon la puerta de calle y mi padre, entre el resto de sueño, levantó el pasador de fierro y lo dejó caer sin darse cuenta, rompiendo algunas baldosas, porque le avisaban que alguien había visto la puerta del negocio entreabierta, forzada.

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Encima del pijama se ajustó el pantalón, y con mi madre siguiéndolo y nosotros detrás en procesión de amanecida, llegamos para entrar sin llave, el candado inmenso en el suelo, abierto, casi como una herradura matándose de la risa, y el negocio entero dado vuelta, desordenado, con lugares vacíos.

Nos pusimos a recoger y acomodar, entre gritos y órdenes de mi padre que seguía culpando, porque el descuido de alguno la hizo desaparecer.

Las excusas fueron pisoteadas por inútiles y casi como amenaza: «¡hay que encontrarla!», rugió.

Ya no interesó lo robado e irrecuperable, aunque no existía eso que se llama «seguro», que apareció sólo cuando lo que se conocía por confianza desapareció.

El polvo acumulado en las estanterías se elevó primero para después caer blandamente sobre el piso, marcando las pisadas desesperadas en la búsqueda de la herradura, y me acordé, como una ráfaga de memoria escapada, del juego ese de niños en que se escondía un cinto y todos pendientes del ruido y los movimientos del que lo iba a esconder, a pesar de los ojos cubiertos, pero me di cuenta de que no era lo mismo, y más valía que me abocara al problema presente.

Mi madre, siempre amante de la limpieza, tomó una escoba para deshacer las pisadas que ya parecían invasión y tarareando un tango, no por molestar sino por costumbre, empezó a remover lo acumulado bajo el último estante, cerca del suelo.

Se sintió primero el ruido y después salió la herradura, llena de polvo, con un pedazo menos   —122→   que incluso variaba su forma.

Más furioso que nunca, mi padre ordenó que la tiraran lo más lejos posible, que eran cosas de viejas, que cómo pudo él creer semejante idiotez, que eso era de brujas, y no tenía la menor duda de que la suegra... pero ahí no más se detuvo.

Las calles se asfaltaron y los carros con caballos se hicieron poco frecuentes.

Además, era difícil que perdieran herraduras en terrenos tan lisos.

Aparecieron candados en forma de herraduras y llaves inmensas que podía casi traspasarlos hasta escuchar el «clic» que bajaba la guardia.

Y se pusieron varios compitiendo en tamaño.

Y se tomaron seguros porque nada era como antes, y las herraduras desaparecieron porque no supieron justificar su historia.

¡Creer en esas cosas sin fundamento!

Claro que no soporta pasar bajo un andamio porque, como bien dice mi padre, nunca nada le ha caído de arriba, y no sea que de repente se acuerden de él...



  —123→  

ArribaAbajoAntes que todo lo borre el viento

Así se llamaba, Tránsito, o la llamaron desde ese día en que rompió la cortina que la separaba del mundo, desde ese momento en que no dejó de mirar y ver con esos ojos tan redondos de asustados, o puestos en un molde para que así fueran.

Llegó al pueblo con la mano solitaria colgada de la de su madre, tan solitaria como la suya.

Nació porque no tuvo otra alternativa, porque ya estaba lista y esperando.

Quizás por eso su inicio fue desganado y su cara continuó con sabor a llanto para no intentar nada nuevo.

Las dos juntas hacían una sola, soledad digo, grande como las cosas malas dejadas de cualquier toque de suerte, de un golpe de magia.

El viento barría la lluvia, pero el capricho era más fuerte, como suele ser, y dio la impresión de seguir lloviendo.

Era una lluvia extraña, de esas que escapan como perseguidas por hombres a caballo, quizás para asustar su memoria.

Porque parecía agua...

Un relincho elevó patas, cortando lluvia y viento.

Fue rápido, muy rápido y casi nadie se dio cuenta porque no había gente en el pueblo, tampoco caballos, igual que en el cine cuando los pueblos se cansan de gente y sólo el polvo recorre las calles llenas de abandono.

Pero están Tránsito y su madre, buscando con ojos y piernas y espacio con tiempo, espacio   —124→   interminable de pueblo solo, dormido, soñando trajines que ya no tiene.

La niña levanta los ojos y pregunta, sólo con los ojos, temerosa de sonidos que incomoden el silencio.

Hay un bar de polvo, de sombra, de película, quizás, surgido por la presión del deseo.

Adentro, un hombre del color de la tierra, cicatrizado de polvo en rayas oscuras y más claras metidas en la rigidez de un rostro, o rastro de rostro.

La madre aprieta la mano de la niña, aunque ya estaba apretada.

La aprieta con derecho de posesión, de límite de esfuerzo, de ganas nada más de sentirla.

No tiene edad, ni parece haberla tenido.

Lleva un cansancio acumulado que desliza la cara hacia abajo, madona pintada al descuido, mujer que nadie reclama.

Se pasean en la indecisión de la pregunta, en el temor de lanzarla.

Pero están allí.

Para algo llegaron gastando suelas, desmoldando zapatos, masticando la polvareda que el viento reparte como panes, como resto de lo que no existe.

El hombre no está solo.

A su lado, una mujer de trapo, blanda de carne sobrante.

Seca un vaso y las mira a través del vidrio del vaso en el aire.

Recoge la cara en la transparencia.

Es un apretón de cara, cara de vidrio quebrado.

  —125→  

Desaparece porque no es necesaria, y se pierde en una abertura de cortina que empuja.

Están adentro, en ese interior agresivo de paredes que cortan como lluvia de cuatro aristas, lluvia que nunca cae, imaginación de lluvia que se presiente, que se huele por otra necesidad jamás consumida.

El pueblo es una mancha sin forma a punto de salirse de su engarce.

Y él está ahí, después de todo, después de ella, después de Tránsito.

Ella olvida lo que trae escrito en la memoria, marcado en el recuerdo, apuntado o apuntalando, atizando las cenizas para buscar restos de fuego en ese duelo de ojos, de actitud.

Lo ve cubierto de cansancio mohoso, arrumbado como prolongación de mueble en ese espacio detrás del mostrador, esperando las motas que trae el polvo con forma de hombres que se apuestan en esa manga de desierto, donde se olvidan palabras, donde los gestos se afinan, donde el vacío cae con forma.

Un escozor la revuelve, le recuerda que está parada con una carga que va a estallar.

«Es tuya», le dice, volviendo a apretar la mano de Tránsito.

«No tengo nada mío», él retruca como si fuera un juego, tomando un vaso para esconder la cara, lo que le va quedando en ese desfiladero de restos que oprime hasta que todo se desgasta.

Ella siente que no debe estar donde está.

Y lo supo antes de llegar, en ese empeño crónico de enfermedad llevada de nacimiento.

Lo busca con los ojos.

  —126→  

Pero está el vaso.

Parece no sentir el hombre, no darse cuenta, no sangrar por dentro con la fuerza normal de líquido que debe desplazarse para estar vivo.

Quizás eso pasa, que no está vivo.

Es sólo cuerpo de polvo amoldado, negación de hombre, y el resto, molde acomodado en esa negación.

Entonces, la mujer se da cuenta que todo esta muerto, muerte de lluvia, soledad muerta que se entiende con los que ya están acabados, transportando arena en vientos cómplices, cubriendo hasta que el llano olvide esa manga, ese pedazo forrado que parece auxilio de fugitivos, de desahuciados, y busca desesperadamente con Tránsito en su mano los pasos marcados, el escape en ese mapa, la salvación antes que nada, antes que todo lo borre el viento.



  —127→  

ArribaDe sobra

Es tarde. Siendo que me he levantado, aunque el cuerpo arrastra un sueño no dormido. Por la ventana entreabierta, una luz nublada. Me cuelgo de la cinta que la enrolla y la luz nublada se agranda.

Me ocurre algo extraño en los últimos tiempos; se me corre un día, lo extravío en algún lado y vivo un día adelantado que no es el de los demás y me hace distinta.

No es cuestión de que mire detenidamente el calendario para convencerme.

Es que lo siento.

Lo más terrible es que me produce una serie de contratiempos que, por esa misma razón, hace que lo pierda. Lo que no entiendo es la relación con el día ganado que me hace perder tiempo.

Pero es así.

Llego apurada a funciones que no se realizan, marco citas que no resultan y, al final, creo que es una acción coordinada en mi contra.

No es algo que invento o voy creando en un impulso imaginario. Es real.

Sentada en la sala vacía del teatro, protesto por la ausencia de los actores que me pertenecen por el precio que he pagado.

Nadie parece escucharme.

Dicen que así se comienza, pero no me dicen qué es lo que comienza así.

Es como una confabulación entre los que saben y yo, que lo único real aparentemente en mí es el haberme levantado.

  —128→  

El agua está fría. O se ha enfriado, o no la pusieron a calentar.

En ese proceso sin importancia puede introducirse un día completo, pues es a la noche que se levanta el interruptor para hacer funcionar el sistema. Si no se ha levantado es porque no había llegado el momento, o quizás algún día tan rebelde como yo decidió no tener noche y por eso me sucede eso de que me sobra un día.

Tengo que recordar, hacer un esfuerzo, aunque cuando algo está borrado sencillamente no puede verse. No trato de contradecir, pero quiero que me entiendan.

Tampoco recuerdo haberme levantado con el pie izquierdo, que supone una alteración del orden de las cosas.

El camisón, con un borde descosido y las zapatillas con suelas de goma que levantan un quejido del parquet con cada articulación, hace más dramática toda mi figura y la entrada nada triunfal en un tiempo adelantado.

«Se le ha dado por no vestirse», escucho decir a alguien. Pero si estamos en tiempos distintos, ¿qué les importa?, pienso, aunque no sé exactamente por qué no tengo deseos de vestirme. La verdad es que es una forma de tomar las cosas y no es necesario ponerle adjetivos.

Son ellos los que tienen que apurarse para poder alcanzarme. Los miro con un aire de superioridad y dicen que es otra de mis manías, pero no es cierto. Es sólo que gozo por anticipado pensando en todo lo que todavía tienen que hacer, y que yo ya he hecho.

  —129→  

Nunca pensé que un día hiciera tanta diferencia, ni que pudiera dividirse en mentiras y verdades.

Me han dejado sola en esa habitación nublada. Insisten en que el sol está más fuerte que nunca, y yo río porque sé lo que les espera.

Hoy es mi cumpleaños, no, mañana. Soy joven y eso les molesta. Sobre todo por ese día que no conocen, que no lo tienen.

¡Qué pueden saber! Se pasean entre soles de días pasados. También hablan de «embarazo psicológico», por eso de los camisones sueltos. Como si el dolor de cintura lo sintieran ellos.

El médico me dijo que descanse, que es mejor para mi estado. Creo que le haré caso.

Necesito dormir, pero es de día.

Dicen que no me preocupe, que tengo el horario cambiado. Pero recuerdo que ya lo tuve cuando era niña. ¿Por qué otra vez?

Duermo, pero tengo los ojos abiertos. Siento que me los cierran. Hay gente, mucha gente. Hablan en silencio. Alguien recuerda lo buena que había sido. Pero no me lo dijeron o, a lo mejor, pensaban hacerlo ese día que les llevo de ventaja.







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