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(Inédito)


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ArribaAbajoSermón de San Pedro, predicado en la villa de Riobamba, el día 30 de junio del año 1780 por el licenciado don Juan Pablo Santa Cruz y Espejo137

Tu es Petrus et super hanc petram edificabo Ecclesiam meam.

Tú eres Pedro, y sobre esta piedra pondré los fundamentos de mi Iglesia.


(San Mateo al capítulo 16).                


Si atendemos, católicos, a quien dirige Jesucristo estas palabras, vemos que las dijo a un hombre del vulgo por su extracción, a un hombre sin luces, por lo que hace al entendimiento, a un hombre sin poder por lo que   —526→   mira a la representación sobre la tierra en fin, a un hombre sin talento, sin doctrina, sin el uso de la palabra, sin el ejercicio de los arbitrios, y sin aptitud para los negocios del siglo. Por otra parte, si atendemos cuál es el empleo a que le destina, advertimos, que es a la celsitud de un alto ministerio, a la gobernación de un reino vasto y extenso en todas las partes de la tierra, y, en una palabra, al régimen de la sagrada Esposa de Jesucristo, de una   —527→   Iglesia toda llena de misterios, e inaccesible a los ojos de la carne y de la sangre. A Ella es a quien ha de servir este hombre desvalido, a Ella es, digo, a quien ha de servir de fundamento esencial el apóstol Pedro. «Tu es Petrus et super hanc petram edificabo Ecclesiam meam». Parece, católicos, que en la misma predilección con que Dios hombre le escoge, le segrega de los demás, y le destina a un fin tan glorioso, está la alabanza y el asunto de las que hoy debía yo dedicar al soberano Sacerdote. ¿Pero creéis, católicos, que yo vengo a lisonjear en la superioridad sólo espiritual de la Potestad de Pedro, una grandeza mundana, un esplendor de tierra y una prerrogativa concedida o usurpada por los padres de las gentes? Nada menos: vengo a decir; siguiendo el elogio del Príncipe de los Apóstoles, en lo que consiste su verdadera gloria. Atended, católicos: la Iglesia había de ser perseguida: la Iglesia había de padecer un género de aflicciones y de tormenta, y el conductor de ella había de ser, y debía ser un Pastor impávido y un Pastor vigilante. En efecto, lo fue Pedro completamente, y veis aquí que bajo de estos dos caracteres haré la tela de mi discurso, si el espíritu divino, oyendo los ruegos de la Virgen María; me ilustra con el resplandor eterno de su gracia. Ave María.


- I -

Una nueva religión es la que Pedro va a establecer en el entendimiento y corazón de todos los mortales. Ya Jesucristo le había anunciado el modo que había de guardar en el ejercicio de su ministerio; para que nada le cogiese de sorpresa.

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Pedro, al tiempo de establecer la nueva Iglesia, no había de buscar, ¿qué digo? no había de tener ni aún la esperanza del oro, de la plata y de las comodidades. Pedro había de comparecer en medio de los lobos carniceros. Finalmente, Pedro había de ser llevado a las Sinagogas, arrastrado a los Tribunales, y sentenciado por éstos a los suplicios. Si había de suceder esto, como en efecto sucedió, se requería que Pedro tuviese un corazón revestido del valor, de la fuerza y la constancia; un ánimo sin apocamiento, sin temor y sin bajezas; y desde luego, Pedro, impávido para arrostrar a tanta suerte de objetos todos temibles, hace frente al horror de la pobreza; hace frente al respeto de las potestades seculares; hace frente al rigor de los tormentos; tres circunstancias bajo las cuales se caracteriza la magnanimidad de Pedro, y en las que se incluye perfectamente su santa y apostólica impavidez.

Cuando se le mira a Pedro pronto y aparejado para recorrer el mundo, e introducir en él una doctrina toda del Cielo y espiritual; le veréis, católicos, que, para emprender un viaje tan dilatado, no toma un saco en que reservar la más ligera provisión; no lleva sobre su cuerpo más que una túnica y él se niega al alivio de llevarla doble; no cubre sus pies con el abrigo del calzado, y los expone desnudos a la intemperie de los climas, a la violenta mutación de las estaciones, a la escabrosidad de un suelo áspero, al ardor de las arenas que reverberan, al rigor de las malezas, abrojos, y espinas de que ellas están cercadas. No empuña un báculo que le sirva de apoyo; o, si le carga, es sólo uno, siéndole vedado el cargar dos. Ni puede poseer el   —529→   oro ni la plata, cuando se le ha mandado que renuncie hasta el deseo de lograr en sus bolsillos o ceñidores del tiempo alguna moneda de cualquier condición que fuese. Luego es preciso que Pedro haga sus correrías evangélicas, sin pan, sin camisa, sin zapatos y sin dinero, conque pudiera remediar toda su falta. Una vida desproveída de todo, o, por mejor decir, una vida rodeada de todas las necesidades, no es otra cosa, católicos, que la imagen de la pobreza más aflictiva; Pedro la hace frente, da los pasos a su dolorosa expedición, y, ejerciéndola en la penuria de los comunes alivios, es el apóstol Pedro la cabal pintura de un corazón impávido. Porque a la verdad, ¿a quién no asusta con su rostro feísimo el espectro formidable de la miseria? ¿Quién no teme carecer de lo necesario para los usos de la vida? ¿Quién no se horroriza cuando, al comer un pan de lágrimas hoy día, juzga que mañana le ha de faltar este mismo alimento amasado con su llanto? Si el rico se sorprende y se da por perdido cuando sólo conjetura que no ha de corresponder a su diligencia la ganancia, ¿qué pasará con el infeliz que no tiene fondos sobre qué fincar la seguridad de su subsistencia? ¡Ah! ¡qué horrorosa es, aun sólo imaginada, la representación de la pobreza! Todos sienten y temen sus tristes efectos. El orgulloso ve que con ella se cortan las alas a su ambición; el sensual, mira que se le quiebra la inmunda copa en que bebe el veneno de los deleites, como licor de salud; el avaro, llora que se pierde la esperanza de atesorar, y teme el que queden exhaustos de riquezas sus ocultos reservatorios finalmente, todos los hombres creen que el abatimiento de los ánimos, que la oscuridad   —530→   de las familias, que el origen de las envidias, que el espíritu de la discordia, que el principio de las desdichas, en una palabra, que el desorden de toda la naturaleza, provienen y nacen inmediatamente de la pobreza. De aquí sucede, que el hombre más miserable y pobre de lo necesario para vivir, se afana por las conveniencias del siglo y por los establecimientos mundanos. Pedro, pues, lo ha renunciado todo, y, teniendo en nada el oro que desprecia, y todas las esperanzas de lograrle alguna vez, toda su confianza ha puesto en el Señor de todas las grandezas y en el Criador del cielo y de la tierra. Va a predicarle, no en el esplendor de su soberana magnificencia; no en la extensión ilimitada de su poder; no en el decoro, lustre y gloria de su Potestad Suprema, sino en la ignominia de su pasión y en la locura de la Cruz. Al Dios de la humildad y de la pobreza, era menester que le diese a conocer un Apóstol humilde y pobre hasta el extremo, y un Apóstol que en todo su porte, en todas sus acciones y en toda su conducta manifestase que abrazaba de todo su corazón el oprobio de la pobreza. ¡Bendita para siempre esta virtud con que se despoja uno de los temores e inquietudes del corazón, y con que se aseguran las demás virtudes y la serenidad imperturbable del espíritu! Pedro, pobre, está expedito para anunciar las verdades que repugnan más al orgullo de la razón humana, y para decirlas delante de los Príncipes y a presencia de todas las gentes. En efecto, Pedro, impávido para resistir el tumulto de las opiniones del siglo, fue el que, no haciendo caso de la multitud que las sostenía, supo hacer frente al respeto de las potestades seculares.

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Para conducirse Pedro conforme a los principios de la religión que había aprendido de la boca del mismo Jesucristo su Maestro; para no desviarse un punto de sus reglas indefectibles en tan ardua empresa, primero venera la sublimidad de las potestades seculares; pero, rindiéndolas aquel homenaje debido a la excelencia, de su independiente soberanía, conoce que, aunque desasistido de todas las recomendaciones externas, debe no intimidarse por no tenerlas, sino que con el valor y presencia de ánimo digno de un discípulo de Cristo, estaba en la obligación de intimarles su nueva Ley. El mundo que hace consistir el sistema de sus fueros en el resplandor de una falsa gloria, ama y solicita los méritos brillantes, aunque no sean sólidos. Así los talentos sublimes con el don de la elocuencia las riquezas abundantes con el frenesí de la prodigalidad: el valor generoso con la profesión de las armas: la nobleza ilustre con la perenne circulación de la sangre en todas las generaciones, constituyen a las personas capaces de presentarse delante de las potestades, y de hacer figurar en la escena de esta vida. Y así es que los sujetos en quienes no derramó la Providencia alguna de estas prerrogativas lustrosas, están muy lejos de querer hacer un papel que no les adecua, ni pueden representar. Un secreto orgullo les abate dentro de ellos mismos, y, obrando una interior cobardía, los hace aparecer moderados. Vencidos ellos así en lo oculto de su pensamiento, vencidos, digo, así de su propia soberbia, no osan hablar delante de los Magistrados, de los Tribunales, de los grandes, de los poderosos, y de los soberanos. Pedro al contrario, sí sabe que los debe respetar, sabe que el   —532→   Rey de los reyes debe ser obedecido, con preferencia: si conoce que la ley le prescribe aquel culto exterior y civil de rendimiento a la Majestad del Trono; también conoce que la misma ley le ordena que ha de decir la verdad a aquellos mismos que más la aborrecen, y a aquellos mismos que, pudiendo ahogar la respiración de un cuerpo mortal y quitarle la vida, no pueden perder el alma.

El respeto que inspira la soberanía al común de los hombres, labra en Pedro el mérito de su inviolable fidelidad hacia ella; pero a pesar del resplandor que circunda y orla la frente de las testas coronadas, se prepara Pedro a no dejarse deslumbrar de la brillantez de la corona; y antes sí, se dispone a sujetar esa misma corona y la cerviz de los Señores y Potestades que la ciñen al yugo del Evangelio. Pedro cuando es destinado al ministerio de Pontífice Supremo y de Pastor universal de la Iglesia, ve, que delante del augusto solio de los que gobiernan la tierra, debe poner juntas las manos, con el ademán y con la realidad de la humillación y el ruego; pero por otra parte sabe, que ha de levantar la diestra, y, empuñando en su mano otros tantos cetros, cuantos corazones reales hubiese dominado con las armas de la Cruz; ha de sacrificar al Dios eterno los trofeos y victorias de la Religión. Vencerá Pedro los lazos de su encogimiento; vencerá las reflexiones humillativas de su propio conocimiento; vencerá la cortedad del genio, los embarazos de su lengua, las cadenas del silencio; vencerá aquel temor que influye la circunspecta y respetable presencia de las personas que imperan en todos los dominios del universo, y, no haciendo algún caso de lo que ellas y el mundo todo dirán de sí, de su misión, de   —533→   su ejemplo, de su poder espiritual y de su oficio de enseñar; Pedro hará mucho caso de la salud eterna de tan altos personajes, y les dirá cuanto le convenga decir. En efecto, Pedro, a la faz de los hombres más ilustres a quienes se rinde y se sujeta todo viviente, mostró ese corazón impávido, penetrado de la sumisión y la generosidad, del respeto y del desembarazo, de la obediencia y de la libertad de comunicarles los tesoros de la doctrina. De este modo hizo frente al respeto de las potestades seculares. Y si en las manos de éstas estaba el arbitrio de castigar a Pedro, ved ahora, católicos, cómo él desde luego muestra a su despotismo un corazón intrépido, y cómo hace frente también al rigor de los tormentos.

Jesucristo Señor Nuestro, al enviar a Pedro por la extensión de toda la tierra a que anunciase su Reino celestial, le pone delante, por decirlo así, la imagen de la muerte. Parece que el Señor le hace aquí a Pedro los mismos oficios que le hizo el Argel en el jardín de las olivas al tiempo de su oración. Muéstrale, pues, a Pedro, en compendio, el amargo cáliz que había de beber, pero manifestándole que era su voluntad el que lo bebiese, le conforta, y le da constancia para los sufrimientos. Menos no podía ser, porque el ánimo más esforzado caería en el abismo de la desolación, si se le dijese que era enviado como una oveja en medio de los lobos feroces: que había de ser presentado en los Concilios y ante los tribunales prevenidos ya contra las máximas de su doctrina: que había de ser conducido hacia los Presidentes y hacia los Reyes, para dar a ellos y a todas las gentes testimonio de Jesucristo, no con una simple declaración de la   —534→   verdad, sino con el sacrificio de toda su sangre, y con el de la misma vida, arrancada a manos de la crueldad más bárbara y de los tormentos más atroces. Esta representación horrorosa a la naturaleza, se le hace más formidable, cuanto más ella reflexiona las verdades incomprensibles que se han de anunciar, las pasiones de los hombres a que se han de decir, la dureza del corazón humano, el orgullo común de la razón natural, el poder despótico de los vicios, que son otros tantos insuperables estorbos para hacer agradable la persuasión y admirable la creencia de un Hombre-Dios crucificado, que condenó con sus dolores y su muerte la vida libre, la vida viole, la vida deliciosa y la vida de los sentidos. Imaginaos, católicos, cuál será la sorpresa y el abatimiento de un espíritu, cuando se le destina celos suplicios, cuando se le anuncia que ha de morir, cuando se le pinta la invierte más dolorosa, cuando se le propone todo su horror, en un modo que lo vea claro. Pedro es el que antes de entrar el pie en las sendas escabrosas del ministerio apostólico, ya ve todo el aparato funesto de los instrumentos, de los ministros, de la misma ejecución de la muerte. Patentízale el mismo Jesucristo con aquella claridad que emana y es propia de la luz increada, con aquellos colores con los que los objetos descubren su propia esencia, y con aquella verdad indefectible que es digna de un ser omnipotente e infalible. ¿Cómo juzgáis, católicos, que correspondiese la voluntad de Pedro, al conocimiento de su destino, de las fatigas de su oficio y del término de sus días? ¿Sería huyendo de los peligros? ¿Repugnando el cáliz de los tormentos? ¿Resistiendo el abrazarse con su Cruz? ¿Renunciando los   —535→   preceptos, el ejemplo y la fe del Crucificado? ¡Ah! ¡Providencia admirable de mi Dios! Vos que elegisteis lo más despreciable de este mundo para confundir a los fuertes, Vos que escogisteis la insensatez, la ignorancia y la locura para arruinar los principios de la sabiduría del siglo; hicisteis que Pedro se revistiese de aquel valor insuperable que no han conocido ni logrado los héroes de este mundo, le previnisteis de aquellas disposiciones de ánimo que constituyen una constancia heroica, y así Pedro correspondió a la vista de los tormentos y de la muerte, haciéndoles frente y despreciando todo su rigor por cumplir con las obligaciones de su cargo. Habéis visto, católicos, en las sombras de mi discurso al Pastor impávido, dígnese ya vuestra atención benigna escuchar al Pastor vigilante.




- II -

¿Quién creyera, católicos, que la Iglesia santa que tenía por su primera piedra angular al mismo Jesucristo, podía padecer los insultos y rebeliones tramadas por hombres que habían de hacerse honor de parecer sus agresores, y gloria de ser en realidad sus enemigos? ¿Quién creyera que una junta establecida por la mano del Todopoderoso, adquirida con las fatigas del Redentor, y sellada con la marca de su sangre y de su Cruz, no había de vivir y prosperarse en el seno de la paz y bajo el asilo de la misma tranquilidad? Si fuese una congregación a quien hubiese reunido la política con sus máximas de sagacidad; a quien hubiese dado leyes la sabiduría del siglo con sus principios de prudencia mundana; a quien hubiese seducido el hechizo de la elocuencia, con los encantos de la persuasión;   —536→   y a quien hubiese dado ser, estabilidad, movimiento y acción sola la inteligencia del hombre, con su espíritu de superioridad, de manejo y de cábala; estaría bien que padeciese las alteraciones propias de la inconstancia de su corazón, las vicisitudes del tiempo, las contradicciones de la razón natural. Pero una Iglesia, o universal asamblea de hombres, con un solo pensamiento, de una sola voluntad, sujetos a unas mismas leyes invariables, de unas mismas costumbres irreprensibles, y unánimes en prestar a su Soberano Institutor una misma individua fidelidad, ¿es posible que habrá de ser combatida, padecer sus adversarios, y verse rodeada de lazos, de perfidias, de asechanzas y de peligros? ¡Ah! ¡Buen Dios! ¡Qué profundos son los abismos de tus consejos, qué incomprensibles los caminos de tus juicios! A la verdad, católicos, la Iglesia de Jesucristo nació en la cuna del padecer, de la aflicción y el dolor; se educó en la escuela de las contradicciones, y se perpetuará hasta la consumación de los siglos, en medio de las hostilidades y de una guerra interminable. ¿Y de esta Iglesia ha de ser Pedro, pusilámine, ignorante, desvalido y desconocido, el primero que, vuelto Príncipe, tome las riendas de su gobierno, empuñe su cetro de un poder sin límites, y ciña su frente con la diadema de regia y muy sublime superioridad? Sí, católicos, para que sea Pedro un Príncipe tan poderoso, le basta ser un Pastor que vele en la propagación de la fe, y que vele en la extirpación de los vicios. Ved aquí la vigilancia de Pedro: vigilancia en difundir por toda la redondez del orbe el depósito de la verdad; y vigilancia en preservar la grey de los pastos venenosos.

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Esa primera vigilancia de Pedro en esparcir por los confines de todo el mundo la doctrina revelada, debía ser, y fue su primera obligación cumplida. El celo le servía de primer fundamento; el amor del prójimo daba progresos al edificio; el deseo intenso de la gloria de su Dios, perfeccionaba la obra. Conducido Pedro por tan poderosos motivos, animado de estímulos tan pungentes luego que fue lleno de la caridad del Espíritu divino, e ilustrado de sus luces abrasadoras; entona la voz de su predicación milagrosa, y en ella lo primero que hace es la apología de sus colegas o Apóstoles, a quienes la malignidad de los concurrentes llamaba ebrios, y repletos de una bebida perturbadora de los sentidos y de la razón. Pedro les dice: ¡Oh vosotros judíos por naturaleza y todos los que moráis de forasteros en Jerusalén, atended muy bien mis palabras, abrid, para escuchar, las puertas de los sentidos, oídlas a fin de que os sea lo que os dijere, perceptible, claro y notorio! Los discípulos de Jesucristo, sus Sacerdotes, sus Apóstoles y mis compañeros, no están poseídos del furor de la embriaguez como juzgáis. Si ellos han desplegado sus labios, si ellos abrasados con las lenguas de fuego del Dios consolador, han dado movimiento a su lengua ligada por tanto tiempo con las cadenas del silencio; si ellos han hablado ahora con ímpetu, elegancia y un género de divino entusiasmo los diversos idiomas de todas las naciones, no es porque estén ebrios, sino porque hoy se cumplen los vaticinios del profeta Joel, que ha pronosticado que en este tiempo derramaría el Señor su Espíritu sobre las personas de todas condiciones, de todo sexo y de todo estado, y   —538→   todas profetizarán. Pedro, después de haber hecho la defensa de sus hermanos sacerdotes, pasa a increparles a los mismos enemigos sus perfidias y aquel modo inicuo y traidor con que a Jesús Nazareno, varón aprobado por Dios y por ellos mismos, en atención a sus virtudes, a sus prodigios y a los caracteres de su divinidad, le entregaron, le afligieron y le dieron muerte: «Hunc definito consilio, et praesentia Dei traditum, per manus iniquorum affligentes interemistis». Luego, Pedro les descubre los misterios de la Resurrección del que fue crucificado, anunciándoles que Jesucristo o su cuerpo benditísimo no quedó abandonado en el profundo del infierno; que su carne sacrosanta no experimentó la corrupción; que a este Jesucristo lo resucitó Dios, y que de todo eran testigos los Apóstoles todos y él mismo. Certísimamente, sepa esto toda la nación de Israel, añadía Pedro, porque es Dios este Jesús a quien habéis crucificado. Esta es la excelente, enérgica y eficaz oración de Pedro. Su efecto es la pronta contrición de los oyentes, quienes en medio de la amargura saludable del arrepentimiento, le preguntan qué era lo que habían de practicar. Entonces Pedro comienza a secundar, con más esmero, esas semillas de sus primeras palabras, que empezaban a brotar, y les dice: «Haced penitencia, y cada uno de vosotros bautícese en el nombre de Jesucristo, para recibir los dones del Espíritu divino». Los que reciben la eficacia de la exhortación, de Pedro igualmente abrazan las aguas saludables del Bautismo, y lavándose de su iniquidad, renacen a la vida de la gracia. Son tres mil los convertidos a la fe de la nueva Religión. Ved allí las primicias y el fruto de la predicación de Pedro; pero notad de   —539→   paso, que para obtener esas primicias y ese fruto, establece Pedro primeramente la integridad del honor de los ministros evangélicos; porque estos desacreditados con la mancha de la ignominia, con la afrenta de los vicios, con el sambenito de una mala conducta, no son buenos para edificar, y al contrario sirven de desdichada ruina en la casa del Señor. La propagación de la verdad y de la fe está vinculada, ya se ve, a la gracia de Jesucristo; pero igualmente depende de la santidad de sus divulgadores. Pedro trae a la manifestación de los misterios de Dios, de las máximas del Evangelio, de la ley de caridad, trae, digo, aquellas santas disposiciones, del desasimiento de todo lo terreno, de una vida sencilla, pobre, humilde e inmaculada; y de un celo ardiente, activo y generoso. Y como los triunfos de la Cruz no se habían de deber a la composición de los discursos adornados, ni a los razonamientos socráticos, ni a la elocuencia platónica, sino a la sencilla y uniforme repetición de unas mismas palabras, de unos mismos pensamientos, de unas mismas verdades; Pedro no muda de tono, de expresión, ni de concepto, porque sabe que el mundo no ha de conocer a Dios por la sabiduría, sino por la locura, o, digamos así, por la insensatez de la predicación ha querido Dios labrar la salud eterna de los hombres. Así, a esa continua voz repetida en los mismos términos, con la mayor sencillez, se renueva el prodigio de la conversión de cinco mil. Encargado Pedro de volver a toda la tierra cristiana, evangélica y celestial, no duerme como se rindió al sueño en el valle de Getsemaní pero vigilante está pronto a no perdonarse fatiga alguna, para conseguir el fin.   —540→   Cuando es negocio de satisfacer a los magistrados, él es el primero que cuida de dar las respuestas más oportunas y valientes. ¿Cuando se trata de obligarle a que calle, él es el que intrépido clama delante de los príncipes de esta manera: Juzgad si es cosa regular ni justa, que en presencia del Dios Santo y Tremendo os obedezcamos a vosotros, antes que a este Dios mismo? Pedro que en todo su semblante, en todo su exterior, y en toda su estructura había dado a conocer su idiotismo, su cobardía, y su vulgar educación; asombra ahora haciendo ver su constancia, su valor, y sus expresiones todas de luz y fuego. Ya sola la presencia de Pedro es un milagro, es un ejemplo, es una convicción, y es el fundamento sobre el cual se va acumulando el sagrado orden del edificio cristiano. ¡Oh! ¡cuánto me duele, que por la tiranía de las pasiones se me vuelva estrecho el tiempo; y me ejecute a no tener en tortura vuestra atención! Más dijera, católicos; acerca del modo con que Pedro fue un Pastor vigilante para difundir por todas las extremidades del mundo el depósito de la verdad; pero acabo haciéndoos una breve reflexión sobre su vigilancia pastoral en preservar su rebaño de los pastos venenosos.

Había ya en Judea una multitud numerosísima de fieles: ya la Iglesia estaba fundada; ya la ley evangélica se iba esparciendo, como los rayos del sol se esparcen desde que este planeta acerca su curso luminoso a las líneas de nuestro hemisferio; y era menester que esta grey santa se apacentase en la dehesa de una doctrina saludable. Sí, católicos; Pedro vela en sostener el sistema de la fe, por la armonía de las costumbres.   —541→   Se congrega esta Iglesia, y ora con confianza a Dios: pide que se le liberte de las iras y amenazas de sus enemigos; que se le conceda la libertad de hablar con toda satisfacción su palabra; se enciende su caridad; son escuchadas sus deprecaciones; son bien despachadas sus súplicas; toda la Iglesia entonces se llena del Espíritu Santo; hablan confiadamente las verdades eternas, y en toda la multitud de los creyentes, no preside más que un solo corazón, no anima más que un solo espíritu. Todo es común: no hay división de partidos, de intereses, de utilidades; y se extermina de junta tan sagrada el espíritu de propiedad; por lo que con mayor eficacia daban los Apóstoles y en especial su Príncipe glorioso, testimonio de la Resurrección de Jesucristo, a cuya fe correspondía la abundancia general de las gracias y bendiciones. Pedro aún más, luego que advierte a dos propietarios dentro de su Iglesia, y por decir mejor, a dos cismáticos de la caridad fraterna, y del desinterés evangélico, publica su mentira, y se la imputa como una injuria inmediata al mismo Dios, y no a los hombres; caen muertos repentinamente Ananías y Safira se difunde el temor por todos los corazones; advierten los fieles el poder de Pedro; temen su indignación la Iglesia toda se persuade de la dignidad de Pedro, de la potestad de sus llaves, y de la verdad con que se debe tratar al Supremo Pastor de ella. Esto en compendio, católicos, por lo que mira a la integridad de las costumbres que enseña Pedro a su Iglesia. Dejo de haceros memoria del castigo con que afligió el atrevimiento de Simón Mago. Este es el primer hereje, que procurara introducir en la Iglesia de   —542→   Dios el veneno de la falsa creencia, y de la blasfemia contra el Espíritu Santo. Pedro le contiene, y dice: ¡Oh comprador de las cosas santas y de los dones espirituales de Dios, que juzgáis que éstos sean capaces de poseerse por la fuerza y atractivo de la plata! Este tu dinero te sirva de ruina «Pecunia tua tecum sit in perditionem». En estas palabras, y en las otras dichas a los defraudadores de los bienes comunes de la Iglesia se ve, cómo Pedro con el báculo de su potestad velaba en preservar a su grey de los pastos venenosos. Lo que sucedió entonces sucede hoy, y sucederá para todos los siglos. La Iglesia de Dios es una, católica y apostólica. El Esposo de ella es uno mismo: su cabeza invisible es el mismo Jesucristo, y aunque sus vicarios hayan de sucederse y perennemente hasta la consumación de los tiempos; pero este primer Vicario, este sagrado Apóstol todavía vela en el régimen de la que fue su verdadera Esposa. Desde lo alto de los cielos hace los mismos oficios, y dice las mismas palabras de Jesucristo a cada uno de los cristianos. Yo ruego y rogaré al Padre de las luces, a fin de que no sea defectible su fe, vacilante su creencia, dudosa su persuasión, ni su vida desordenada. Conozcamos, fieles, la grandeza de Pedro: admiremos en ella los consejos de Dios en el establecimiento de su Iglesia. Creamos que podemos insultarla con nuestros atrevimientos, o con nuestras prevaricaciones; pero juzguemos que estaremos seguros, si la humildad profunda establece los fundamentos de nuestra fidelidad hacia la Iglesia de Jesucristo, quien por la intersección de Pedro la coronará de inmortal gloria en medio de su Iglesia triunfante.- Amén.





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