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320.       Condes Vindicados, tomo 2.º, página 213.

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321.       Anales de Aragón, lib. II, fol. 2.

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322.       El justicia de Aragón y particularmente el gobernador D. Gil Ruiz de Lihori, a quienes se cometió tan delicado y extraordinario encargo, manifestaron durante aquella borrascosa época un odio declarado a cuánto tuviese relación con el Conde de Urgel. Pasando en silencio la guerra que valiéndose de su posición hicieron a los partidarios del Conde y la cruda persecución con que echaron a don Antonio de Luna de todos sus estados, más para quitar de en medio valedores y apoyo a la causa del de Urgel que llevados del justo y piadoso intento de vengar la muerte del Arzobispo de Zaragoza, bastante atestigua su parcialidad el haber llenado los reinos de Valencia y Aragón de soldados castellanos, que sólo a sus instancias envió el infante D. Fernando. Pero creemos que pesará más en semejante materia el testimonio del cronista Zurita, a quien ciertamente no se puede tachar de muy contrario al bando del Gobernador o de muy partidario del de Urgel: -«...Por otra parte certificaba (D. Antonio de Luna) que tenía aviso de Guillén de Palafox y de Ramón de Palafox, que el Infante de Castilla era solicitado con gran instancia, que viniese a este reino o enviase algunas compañías de gentes de armas, que entrasen en Calatayud, ofreciéndole aquella ciudad y otras fuerzas, a requesta de Gil Ruiz de Lihori con otros de su bando...» Zurita, An. de Ara. Lib. XI, fol. 26. «Era así que no solo por la venganza de un hecho tan feo, como fue la muerte del Arzobispo... pero con temor de otra fuerza mayor creyendo que aquello se había ejecutado para encaminar el negocio por aquella vía y que era con gran conspiración y ayuntamiento de los que seguían la opinión del Conde de Urgel, Gil Ruiz de Lihori, Gobernador de Aragón, a quien el Conde tuvo por declarado enemigo ya en vida de D. Martín... se sirvió a ofrecer al infante D. Fernando de Castilla... con todos los de su linaje y valía... envió también a pedir, que el infante mandase venir las compañías de gente de armas que estaban ya en orden en las fronteras, y el Infante lo proveyó luego como entendió que le cumplía...» «Estaba por el infante en este Reino D. Diego Gómez de Fuensalida, Abad de Valladolid, procurando lo que tocaba a su servicio, y cometióle el infante que si al Gobernador y a él le pareciese que se debía enviar más gente, estarían apercibidas otras compañías... Lo primero que se procuró por el Gobernador, con sus gentes y con la que venía entrando de Castilla, fue echar la gente del Conde de Urgel, que estaba repartida en los lugares de D. Antonio de Luna; porque ninguna cosa se temía más por los de este bando que tener al Conde por Rey con victoria de los suyos o por la declaración de la justicia, los sustentaba la esperanza de ser más poderosa la parte del Infante para oponerse con los que tenían el principal cargo de justicia.» Id., fol. 28.

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323.       Graduáronse de esta manera: por Aragón, en primer grado, D. Domingo Ram, obispo de Huesca; 2.º Fr. Francisco de Aranda, donado del monasterio de Padres Cartujos de Porta-Celi; 3.º Berenguer de Bardaxi, letrado: por Cataluña, en primer grado, D. Pedro de Zagarriga, arzobispo de Tarragona: 2.º Guillén de Vallseca, doctor en leyes; 3.º Bernardo de Gualbes, doctor en ambos derechos: por Valencia, en primer grado, Bonifacio Ferrer, prior general de la Cartuja; 2.º Fr. Vicente Ferrer, del orden de predicadores: 3.º Ginés Rabassa, doctor en leyes, y por haberle sobrevenido un accidente que le privó de la razón cedió la plaza a Pedro Bertrán, doctor en derechos. Los capitanes encargados de la custodia del castillo de Caspe fueron Domingo Lanaja, ciudadano de Zaragoza, Ramón Fivaller, de Barcelona, y Guillén Zaera, de Valencia; y debían cuidar de la defensa de aquella villa Pedro Martínez de Marcilla por Aragón, Azberto Zatrilla por Cataluña y Pedro Zapata por Valencia.

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324.       No se desmintió en aquella ocasión el celo del Parlamento catalán por la conservación de sus fueros que habían hecho la felicidad de sus mayores y que con tanta firmeza a principios del siglo pasado debían defender sus descendientes por la vez postrera. Temerosos entonces de que aquellas libertades y preciosos privilegios padeciesen menoscabo en la elevación al trono de un rey tal vez tomado de diferente línea de la que tan dichosamente les rigiera, mayormente cuando se hallaba el Estado sin fuerzas propias y lleno de soldados extranjeros, en particular de gentes de armas de Castilla, que más que nunca poderosa andaba en almogavería como si fuera en frontera de Granada; propusieron los catalanes por medio de su embajador al Parlamento aragonés que, antes de la declaración de los nueve, sería muy conveniente tratar de la salvación de sus fueros, para que después de la publicación estuviese ya fijada la forma y orden de lo que se les debía jurar. Pero el Parlamento de Aleañiz remitió su decisión a la sabiduría de los nueve, dando luego facultad al gobernador y al justicia para que eligiesen seis sujetos que asistiesen a la publicación en Caspe. También nombró los suyos el de Tortosa y eligiendo al mismo tiempo los que después habían de ir a saludar al nuevo rey, como si se tratase de otra embajada ordinaria, mandóles que sólo diez días se detuviesen en su corte, conforme a sus estatutos.

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325.       Reunidos para la votación, a pesar de haber entre ellos personas de mayor dignidad y famosos letrados, Fray Vicente Ferrer expuso el primero su opinión a favor del Infante de Castilla, a la cual se conformaron el obispo de Huesca, Bonifacio Ferrer, Bernardo de Gualbes, Berenguer de Bardaxi y Francisco de Aranda. «Y pareció verdaderamente, dice el piadoso y buen Cronista aragonés, que lo ordenaba así nuestro Señor para más declarar que en aquel juicio intervenía más que razón y ley y costumbre de gentes, y no se fundaba solamente en letras y sabiduría humana: y fue mucho de maravillar que aquel santo varón (S. Vicente Ferrer) sólo fue el que dio razón de su parecer en que se fundaba: y los que se conformaron con él no dieron otra ninguna sino que eran de su opinión.» Pero creyendo con Solís1 que es exceso de la piedad, muy natural y propio de aquellos tiempos y de semejantes escritores, el atribuir al Cielo las cosas que suceden contra la esperanza o fuera de la opinión, y que en cualquier acontecimiento extraordinario débese dejar su primera instancia a las causas naturales; cuando no a otros motivos, atribuímos aquella acción de Fray Vicente Ferrer y sus efectos a su previsión, finura y audacia políticas, y a la enérgica persuasión de su elocuencia. No fue esta sin embargo tan generalmente eficaz que no hubiese quienes expusiesen su parecer contrario. D. Pedro de Zagarriga aseguró que, dejando a un lado las buenas calidades de D. Fernando, según justicia, Dios y buena conciencia el duque de Gandía y el Conde de Urgel eran mejores en derecho y que a uno de ellos pertenecía la corona; pero que por ser iguales en grado de parentesco con el postrer Rey, debía de los dos preferirse el que fuese más apto y útil para el estado; y conformándose a este voto Guillén de Vallseca añadió que tenía por más idóneo al Conde de Urgel. Abstúvose de votar Pedro Beltrán, protestando que en tan corto espacio de tiempo no había podido suficientemente instruirse en el asunto.



1     Historia de la conquista de Méjico, libro 1, cap. 19.

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326.       Respecto a la construcción de esta capilla, existen en la actualidad algunos datos que permiten fijarla en el reinado de D. Jaime II (1291-1327), sustituyendo a otra que existía ya en el siglo XII. Consta, en efecto, que en 1302, el maestro Bertrán Riquer dirigía obras en el Real Palacio, y como al mismo tiempo el Rey escribía que se procurase la adquisición de una torre y una casa para mayor desahogo de la capilla y de su campanario, puede conjeturarse que en aquella ocasión se idearía esta última, tal vez por principal impulso de la reina D.ª Blanca de Anjou o de Nápoles.

     Lo que sí consta ciertamente, que por aquel entonces las mitras de Vich y Valencia contribuyeron a la obra; que G. de Gallifa y P. Lull trabajaban en el campanario, y que Francisco de Montflorit, imaginer o escultor, había acabado una imagen, seguramente de una Virgen, para la propia capilla.

     Sobre 1344, Ferrer Bassa, pintor de Barcelona, pintó para la misma un retablo de Jesucristo y la Virgen María, el cual fue sustituido por el que en 1464 mandó hacer D. Pedro el Condestable de Portugal, representando a Santa María de los Reyes, que a no dudar es el mismo que aún se conserva en el edificio, ocupando un lugar preferente en el Museo allí instalado.

     Esta capilla, que se llamó también vulgarmente de las Santas Reliquias por las muchas que en ella se guardaban, fue unida en 1423 al convento de la Merced, sin dejar por esto su destino de capilla real. Después de varias vicisitudes que desde 1835 ha venido sufriendo, habiendo dejado de estar destinada al culto, pudo lograrse que en 1856 se empezase una restauración que ha dirigido el arquitecto D. Elías Rogent, y que en 1867 fuese por R. O. exceptuada por el Gobierno de la venta que la amenazaba. Puesta al cuidado de la Comisión provincial de Monumentos, ésta, en unión con la Real Academia de Buenas Letras, ha formado allí un Museo, hoy declarado oficial, en el cual se ven notables ejemplares que llenan casi por completo sus ámbitos.

     RIBERA, Real capilla de Barcelona, Barcelona, 1698. -PUIGGARI, Garlanda de joyells. -BALAGUER Y MERINO, Capella Real de Sta. Ágatha. (Álbum pintoresch monumental de Catalunya- 1.ª colección.)

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327.       Evidentemente es del siglo XIII. Derribado en marzo de 1869, fueron cuidadosamente recogidos sus sillares, y reconstruido, mediante suscrición pública, en el Ensanche, calle de Aragón, abriéndose al culto el 15 de agosto de 1871 bajo la advocación de la Purísima Concepción de Nuestra Señora. Dirigieron la reconstrucción los maestros de obras Sres. Granell y Robert.

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328.       Este claustro está en vías de reconstrucción al lado de la iglesia, si bien habiéndosele dado dimensiones mucho más reducidas.

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329.       Véase la nota 218.

     En 1423 se trasladaron a este convento las Monjas Dominicas, desde cuya fecha lleva el nombre de Monte Sión.

     Antes lo ocupaban los Religiosos Agustinos de la Penitencia conocidos por Frares del sach.

     El convento tiene su iglesia de una sola nave de estilo ojival, con capillas laterales. El altar mayor está muy elevado sobre el nivel del templo, subiéndose a él por una ancha escalinata.

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