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Españoles en Italia e italianos en España

IV Encuentro de investigadores de las universidades de Alicante y Macerata



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ArribaAbajoNota introductora

El convenio de colaboración científica y académica entre las universidades de Macerata y Alicante ha permitido la realización de un fructífero intercambio de experiencias docentes y de investigación. En el marco de esta labor conjunta ha destacado la celebración de cuatro seminarios dedicados a distintos aspectos de las relaciones entre Italia y España. Presentamos aquí las actas del cuarto, que tuvo lugar en la Universidad de Alicante en mayo de 1995.

El objetivo de los departamentos implicados en el citado convenio es continuar celebrando estos seminarios y ampliar su temática dentro del marco de las relaciones entre ambos países. Asimismo, deseamos incorporar en la medida de lo posible investigadores de otras universidades para constituir un grupo que estudie unas relaciones interesantes y fructíferas tanto en el pasado como en el presente.

Con este objetivo ya está prevista la celebración de un quinto seminario en el otoño de 1996. Esperamos ampliar así una investigación cuyos frutos se pueden resumir en los sumarios de las anteriores actas y en el del presente volumen.


I Seminario

Quaderni di filologia e lingue romanze, nº 6 (1991) Página
-Juan A. Ríos, «El viaje a Italia de Viera y Clavijo» 5
-Enrique Rubio Cremades, «La presencia de Italia en las letras románticas españolas» 21
-José Carlos Rovira, «Clemente Althaus y la tradición italiana»39
-Ángel L. Prieto de Paula, «Desde Leopardi a los escritores españoles de fin de siglo: hacia una caracterización del mal de la tierra» 63
Daniela D'Ambrosio, «Osservazioni stilistiche su La Psiche di Juan de Mal Lara» 81   —10→  
-Barbara Pennacchietti, «La figura di Satana nella Historia del Monserrate di Cristóbal de Virúes» 91
-Patrizia Micozzi, «Tradición literaria y creencia popular: el tema del licántropo en Los trabajos de Persiles y Sigismunda de Cervantes»107
-Lucrecia Porto Bucciarelli, «El sainete en el panorama teatral rioplatense. De El amor de la estanciera a El conventillo de la Paloma. Más de un siglo de teatro popular en Buenos Aires»153
-Danila Mandozzi, «Attraveso la narrativa di Francisco Umbral» 167




II Seminario

Quaderni di filologia e lingue romanze, nº 7 (1992) Página
-Armando Alberola Romá, «Un viajero español de excepción por la Italia del siglo XVIII: el abate Juan Andrés Morell»5
-Mª de los Ángeles Ayala, «La presencia de Italia en el Album Pintoresco Universal: impresiones de viaje»23
-Enrique Giménez López, «El viaje a Italia de los jesuitas españoles expulsos» 39
-Jesús Pradells Nadal-Mario Martínez Gomis, «Viajeros españoles en la Roma de la primera mitad del s. XVIII»59
-Juan A. Ríos, «Las Cartas Familiares de Juan Andrés»86
-Enrique Rubio Cremades, «De Madrid a Nápoles de Pedro Antonio de Alarcón» 101
-Diego Poli, «Il viaggio in Italia di Antonio Nebrija como «viaggio nella grammatica»117
-Alfredo Luzi, «Uno scrittore italiano e la Spagna: Edmondo De Amicis»125
-Sandro Baldoncini, «De Granada al Nuovo Mondo: l'epopea ispanoamericana di Giovanni Giorgini e Girolamo Graziani»141
-Giulia Mastrangelo Latini, «La 'riscoperta' delle Canarie»155
-Rita Monacelli Tommasi, «Valenza e Alicante viste da Luigi Ziliani» 167
-Patrizia Micozzi, «Immagini e ricordi della Catalogna nelle Lettere d'un Vago italiano ad suo amico di Padre Norberto Caímo» 179
-Lucrecia Porto Bucciarelli, «Dal Viaggio in Ponente: gli itinerari ispanici del bolognese Domenico Laffi» 205
-Carlos Alberto Cacciavillani, «I viaggi di Diego Velázquez in Italia»241



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III Seminario

Quaderni di filologia e lingue romanze, nº 8 (1995) Página
-Carmen Alemany Bay, «Una polémica sobre identidad cultural entre Madrid, Roma y Buenos Aires»9
-Miguel Ángel Auladell, «Presencia italiana en los diversos mecanismos compositivos de La Guía, de Liñán y Verdugo» 13
-Mª de los Ángeles Ayala, «Rienzi el Tribuno, drama histórico de Rosario de Acuña» 27
-Clara Ferranti, «La sequenza di appropiazione linguistica nell'itinerario spagnolo dell'Alfieri: Riaffermazione della ricerca della lingua perfetta»35
-José María Ferri Coll, «El Superbi colli de Castiglione y la poesía española de ruinas en el Siglo de Oro»45
-Enrique Giménez - Mario Martínez, «La llegada de los jesuitas expulsos a Italia según los diarios de los padres Luengo y Peramas»53
-Juan Luis Giménez Ruiz, «Clasicismo e hispanismo: El léxico de la naturaleza en el soneto LV de Fernando de Herrera»63
-Ramón F. Llorens, «Legiones y Falanges: Una experiencia insólita»79
-Giulia Mastrangelo Latini, «El sombrero de tres picos nei films di Mario Camerini»91
-Diego Poli, «La visione delle lingue nell'esilio di Lorenzo Hervás y Panduro»105
-Jesús Pradells, «Francisco Pla: Un ex-jesuita proyectista en la Italia del siglo XVIII»113
-Ángel L. Prieto de Paula, «El modelo italiano en la formación de las academias literarias españolas del primer barroco: Los 'Nocturnos' como paradigma»117
-José Carlos Rovira, «Naufragios en Andamios Esquemáticos: Los estridentistas mexicanos en la ciudad futurista»149
-Enrique Rubio Cremades, «Juan Valera: Política y Literatura en la Italia del siglo XIX»163
-Belén Tejerina, «El Calderero de San Germán de Gaspar Zavala y Zamora traducido al italiano por Pietro Andolfati»173







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ArribaAbajoEl Padre Isla en Italia

Enrique GIMÉNEZ LÓPEZ


Mario MARTÍNEZ GOMIS



Universidad de Alicante

Hace algunos años el profesor Rafael Olaechea, en una ingeniosa y clarificadora conferencia, se atrevió a diseccionar la que él llamó triple condición del P. José Francisco de Isla -el hombre, el jesuita y el escritor- constituyente, al cabo, decía, del «sólo Isla verdadero»1. Aspectos, distintos, pero indisociables que configuraron la personalidad socio-religiosa y literaria del autor de Fray Gerundio. No obstante la interacción, el carácter indisoluble de estos factores, creemos que si en Isla prevaleció en algún momento de su existencia su faceta de intelectual y de escritor (cuando se lanzó a la aventura de crear a su famoso predicador), o se dejó llevar por aquellos resabios de mundanidad que le sumergieron en el mar de las polémicas de su tiempo, su condición de jesuita, «ni muy bueno ni muy malo», al decir de sus biógrafos2, afloró con toda su intensidad a partir de 1767, cuando el ya anciano y famoso literato, venciendo los achaques propios de la edad y de su hipocondría, aceptó los riesgos y penalidades del exilio -eludibles en su caso- embarcándose con sus hermanos de religión a bordo del «San Juan Nepomuceno»3.

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Es a partir de este momento, cuando, primero en Córcega (1767-1768), y más tarde en el definitivo exilio de Italia (1768-178l), el acerado filo de su pluma se unió a su voluntaria y aceptada condición de «peón o soldado raso» de la Compañía4, para volcarse en defensa de la misma a través de una intensa labor literaria de corte apologético y vindicativo. Tarea en la que vinieron a confluir un haz de fuerzas ya existentes y probadas: la triple habilidad de traductor, creador y polemista, el ingenio satírico y mordaz y su indiscutible maestría en el género epistolar.

La plena asunción de esta militancia jesuítica, cuyos precedentes no son difíciles de rastrear en la carrera literaria de Isla, se debió fundamentalmente a las consecuencias dramáticas del exilio, tanto al acto reflejo que motivó la defensa de la Compañía ante el acoso de las Cortes borbónicas, como a la necesidad de mantener la cohesión y el espíritu de cuerpo frente a los primeros brotes de descomposición que surgían en forma de secularizaciones. Factores que fueron in crescendo conforme se consolidaba el temor a la extinción, se consumaba ésta mediante el breve de Clemente XIV Dominus ac Redemptor de 1773, y en pequeños grupos alentaba la esperanza de una futura restauración. Pero no podemos olvidar otras circunstancias que contribuyeron también a una más específica dedicación de Isla en la vindicación jesuítica. Por ejemplo, la responsabilidad del escritor ante sus hermanos de religión, estimulada por una fama que había traspasado las fronteras de Europa y que le había convertido en un personaje carismático entre sus compañeros y discípulos. Su sentido de la obediencia dentro de la orden y la necesidad de lavar pequeñas -o grandes, según se mire- faltas personales que podían haber predispuesto a la opinión pública española contra su Instituto; la vigilancia o control especial a que fue sometido conjuntamente por parte de las autoridades españolas en Italia y por algunos destacados personajes italianos enemigos del jesuitismo: todo un acicate para un polemista y luchador nato como era Isla.

Por lo pronto conviene insistir en que Isla, a pesar de aquella afirmación del P. Batllori indicando que el autor del Fray Gerundio «viejo y achacoso fue a Italia más a morir que a trabajar»5 -afirmación quizá motivada por la evidencia de la disminución de su actuación pública en el mundillo literario, y porque no escribió una obra de creación a la altura de su famoso predicador- no se ajusta mucho a la realidad. De su pluma salieron, durante su estancia italiana, numerosas traducciones de muy diversa factura, y tres obras originales de entidad: el Memorial a Su Magestad Católica..., la Anatomía al informe de Campomanes y la Anatomía de la Carta Pastoral del arzobispo de Burgos, sin olvidar la continuidad de su actividad epistolar con familiares y amigos. El propio Isla, desde Bolonia, en 1776, recordaba a su hermana y corresponsal María Francisca: «Yo no he estado ocioso en este país, parte traduciendo para aprender la lengua, que poseo pasaderamente, y parte cultivando mi propio pobrísimo terreno con los pocos instrumentos que tenía para las labores»6. Del mismo modo su admirador y amigo, el también   —15→   jesuita P. Manuel Luengo, dejó testimonio en varias ocasiones de su continuidad y constancia literaria: «lo cierto es que este hombre laboriosísimo, aunque no se entiende como pudo tener tiempo, escribió el año de setenta y dos, a lo que yo juzgo, un tomo en cuarto no muy pequeño contra esta consulta de Campomanes»7. Y en otro momento, a raíz de la impugnación que Isla realizó sobre la Pastoral del Arzobispo de Burgos -cuatro tomos de alrededor de 400 páginas cada uno8- evocó las duras condiciones de trabajo del escritor que caminaba ya por los sesenta y nueve años: «...y todos ellos -los tomos- de su letra, sin que haya allí ni una tilde de otra mano; porque en esta obra, como en todas las demás cosas que ha escrito, generalmente hablando, nunca ha podido tener un amanuense»9.

Mas regresemos de nuevo al análisis -objeto, al cabo, de este artículo- de esas evidencias literarias y biográficas que ponen de relieve la acrecentada conciencia jesuítica de Isla nada más salir rumbo al exilio. La prueba del carisma y la fama que gozaba nuestro personaje entre los miembros de la Compañía, evidentes ya por sus famosas polémicas o por el éxito del Fray Gerundio, se puso de manifiesto en la expectación y el interés que despertó su presencia a bordo todavía del San Juan Nepomuceno, cuando el convoy de la Provincia de Castilla coincidió frente a las costas de Córcega con la flotilla que portaba a sus hermanos de Andalucía. En tal trance, Isla tuvo ocasión de comprobar el afecto y la admiración que éstos le profesaban rindiéndole visita a bordo de su embarcación. Tales sentimientos se manifestaron, igualmente, a lo largo del año de estancia en Córcega. Allí, en la pequeña ciudad de Calvi, asediada por el estado de guerra o por las tensas treguas, mientras que la mayor parte de la Provincia de Castilla se hacinaba en paupérrimas e improvisadas viviendas, Isla gozó de un trato preferencial por parte de sus superiores, albergándose en la casa del párroco del lugar con relativa comodidad10. No le faltaron motivos -si su aguda inteligencia no se hallaba harto percatada ya- para apreciar cuánto representaba para sus hermanos y la república literaria europea, tras su llegada a Italia, en el otoño de 1768. Recuerda Olaechea como el propio Isla, desde Bolonia, escribió a su hermana relatándole la multitud de visitas de admiradores que recibía, no siempre de buen grado11. Y no fueron ajenos a este reconocimiento de sus méritos literarios otros privilegios: el permiso que le concedió el Conde de Aranda para cartearse con sus familiares de España12, y el calor dispensado por algunas   —16→   familias de notables italianos, la del senador conde de Grassi que le albergó en su casa de Crespolano, y los condes de Tedeschi que hicieron lo propio en su palacio boloñés, tras su reclusión en Budrio13.

Isla se hallaba, no obstante las amarguras del exilio, en el cenit de su fama, y a pesar de la prohibición inquisitorial que se cernía sobre su Fray Gerundio desde 1760, las ediciones clandestinas de la obra, las copias manuscritas, continuaban proliferando al tiempo que veía aparecer en estos años italianos dos traducciones al inglés (1772 y 1773), y otras tres al alemán (1773, 1777 y 1779)14.

Sólo que esta fama que le convertía en una punta de lanza experta y prestigiosa para cualquier empresa que implicase la defensa de la Compañía amenazada, se tomaba, también, contra su persona. Y sobre esta cuestión ya tenía experiencia. Isla, consciente o inconscientemente, con el éxito de su Fray Gerundio, había contribuido en España a incrementar el odio contra su Orden, echándose encima a todos los frailes de las diversas religiones y ganándose con ello la reprimenda de sus propios superiores, e incluso el juicio severísimo del historiador jesuita Andrés Marcos Burriel acerca del «mal» que había hecho a la Orden15.

En el destierro, si la fama aplacó las críticas de sus hermanos, agudizó por el contrario la vigilancia de sus enemigos con todo el peso de las amenazas contenidas en la Real Pragmática de 2 de abril de 1767 imponiendo el más absoluto silencio en torno al asunto de la expulsión, primero, y el del Breve Dominus ac Redemptor de julio de 1773, ordenando la extinción de la orden ignaciana, más tarde.

Acerca del temor que el gobierno de Madrid siguió teniendo a la pluma de Isla en el exilio, de su condición de alto sospechoso, conviene recordar algunos incidentes de esta época. El primero de ellos tuvo lugar a mediados de diciembre de 1772, cuando el embajador en Roma, Moñino, tuvo noticia por sus agentes, de que un jesuita había remitido, a través del responsable de correos del ducado de Toscana, vía Génova, un libro a Londres. La sospecha de que fuese Isla el autor del mismo movilizó todas las instancias de la administración española, temerosa de que se tratase de una sátira destinada a dañar los intereses de la Corona16. Fue un antiguo «vigilante» de los jesuitas desde los tiempos de Córcega -el Comisario Real Fernando Coronel17- quien obtuvo la   —17→   confirmación del autor del libro, cuando inquiriendo al responsable de la posta, un tal Camilo Businari, sugirió el nombre de Isla y éste respondió sin dudar: «ése, ése es».

Moñino, por lo tanto, comunicó la noticia a Madrid, se reunió en Consejo Extraordinario el 30 de marzo de 1773 y elevó consulta a Carlos III ordenándose de inmediato la localización e incautación de la obra18. Acto seguido tuvo lugar la operación de caza y captura de la misma responsabilizando en la pesquisa a Moñino, a Juan Cornejo, ministro de España en Génova -por donde debía pasar el correo- a Fernando Coronel en Bolonia y al encargado de negocios español en Londres Francisco Escarano, para el caso de que el libro hubiese llegado ya a Inglaterra19. Fue Cornejo, sin embargo, el que se llevó el gato al agua localizando la obra de Isla en Génova a finales de abril, apresurándose a escribir a sus superiores intentando tranquilizarles al señalar que «se reduce a una Apología de la obra de Fray Gerundio de Campazas, sin contener sátira ni invectiva alguna contra nuestro gobierno»20.

Pero el nombre de Isla no era precisamente un bálsamo tranquilizador para los ministros españoles y Roda ordenó inmediatamente el envío del libro a Madrid argumentando que éste no podía publicarse en un país extranjero y protestante, «mayormente constando a S.M. que esta obra la trabajó su autor en España, donde no pudo imprimirla, y se comentó con hacer copias a mano, y es dirigida a satirizar determinadamente personas condecoradas»21.

El asunto no paró aquí y en Londres, Escarano siguió trabajando para averiguar quién era el destinatario de la obra, resultando ser un viejo conocido de Isla, Giuseppe Baretti, a la sazón Secretario de la correspondencia extranjera de la Real Academia Británica22. Y que ya había visitado a nuestro escritor en España en 1760 y en Italia en 1771 para tratar de publicar las dos partes del Fray Gerundio en Inglaterra. Escarano, aleccionado desde Madrid, pudo obtener de Baretti la promesa de que no publicaría el texto de Isla sin el consentimiento de Carlos III23.

El problema acabó, pues, de manera diplomática y sin hacer caso a las recomendaciones del celoso funcionario Fernando Coronel que, meses antes, había sugerido a Moñino la puesta en práctica de una espectacular celada, en connivencia con el legado pontificio de Bolonia, cardenal Malvezzi, para invadir la casa del escritor apresándole por sorpresa todos sus papeles24.

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Si en esta ocasión se frustró tan drástica medida, no ocurrió lo mismo en el segundo incidente que tuvo lugar a principios del verano de 1773, cuando se preveía la inmediata extinción de la Compañía por parte de Clemente XIV. Durante esos meses se redobló la vigilancia que sobre los jesuitas en general y sobre Isla en particular ejercían tanto Fernando Coronel en nombre del gobierno de España, como el cardenal Malvezzi, delegado de la autoridad pontificia. Fue este último quien alertó a Coronel acerca de las sospechas que recaían sobre tres jesuitas españoles de la Provincia de Castilla: Isla, a quien se consideraba el autor de un epigrama latino que ridiculizaba a los ministros de las cortes borbónicas y al propio Malvezzi25, Francisco Janausch, de quien se sabía que arengaba a los escolares italianos del colegio boloñés de Santa Lucía para que ofrecieran seria resistencia ante la inminente supresión de la Compañía26; y el joven Antonio García López, traductor y distribuidor de un panfleto titulado Vero amico del Papa que corría por Roma y en el que se ponía en duda la autoridad de Clemente XIV para suprimir la orden ignaciana27.

A primeros de julio fueron detenidos los tres jesuitas por orden directa de Su Santidad bajo la acusación de «escrituras temerarias». Y según informó del suceso el cónsul español en Bolonia, Juan Zambeccari, a Grimaldi, las razones que habían dado con los huesos de Isla en prisión no dejaban lugar a dudas: todo se debía a la actividad combativa y polémica que el jesuita desarrollaba en la ciudad a favor de la Compañía, siendo preocupante «la audacia con que hablaba de los soberanos y el Papa»28. Buena prueba de ello era el incidente que había protagonizado en casa del conde de Pallavicini en el transcurso de un almuerzo. Al surgir como tema de conversación, por parte de su   —19→   anfitrión, la excesiva firmeza con que los jesuitas se habían opuesto a la causa de la beatificación del venerable Juan de Palafox, Isla, levantándose con descortesía y despidiéndose, había exclamado:

si la Compañía no hubiese algún otro mérito que el de haber descubierto a la Iglesia Católica en la persona del Palafox un Jansenista y un Libertino, esto sólo bastaba para que Ella fuese eternizada con universal reconocimiento29.



Fue entonces cuando Malvezzi y Fernando Coronel lograron, esta vez sí, hacerse con los papeles y documentos del escritor -«saqueo universal», lo llamó Isla-, sin conseguir ningún elemento con que apoyar la acusación. La causa de tan infructuosa pesquisa pudo muy bien radicar en que «El gran número de esbirros que tomaron todas las avenidas hizo gran rumor, y habiéndolos visto algún Padre previno a los demás, y desde que llamaron hasta que abrieron la puerta, tuvieron tiempo para cuanto quisieron, pues hay quien asegura que pasaría media hora»30.

No obstante la debilidad de los fundamentos legales para mantener al jesuita en prisión, el peso de la actividad apologética de Isla, sobre el que se vertían toda clase de acusaciones -entre ellas que se dedicaba a hacer proselitismo de la misma repartiendo «remiendos puercos» de la camisa de su correligionario el P. Calatayud, recientemente fallecido, a modo de reliquias31- inclinaron el peso de la balanza a favor del mantenimiento de la reclusión, que no cesó hasta pasados dieciocho días: concretamente hasta el 27 de julio de 1773; o sea, seis días después de la firma del breve Dominus ac Redemptor que ordenaba la extinción de la Orden.

El final del encarcelamiento, no fue sino el encarcelamiento de otro destierro: esta vez a Budrio donde permanecería hasta septiembre de 1775. Fernando Coronel apoyaba este alejamiento de Bolonia en razón de que Isla «estaba muy introducido en todas partes, y que con sus truhanadas, se mezclaba y hacía que otros entrasen en asuntos muy serios»32. El cardenal Malvezzi, artífice al cabo de esta condena -al declinar Madrid intervenir en ella por no considerar a Isla como vasallo del rey una vez extinguida la Compañía33 -iba más lejos al hacerlo sospechoso de conspiración junto a su anfitrión el marqués de Grassi y otras facciones boloñesas, abundando que «por su gusto lo tendría en reclusión perpetua»34. Según el prelado Isla, además de persona «bulliciosa» que se dejaba «llevar de sus pasiones en los casos que se ofrecen» se dedicaba a cultivar la amistad   —20→   de «gentes opuestas al gobierno presente»35, afirmación que hacía referencia al jesuitismo de ciertos grupos de Bolonia contrarios a la política e ideas del cardenal36.

Aunque tras los años de Budrio Isla no se vio involucrado ya en ningún otro altercado de envergadura propiciado por su condición de jesuita -quizá debido a su achacosa salud- su pluma no gozó de igual reposo hasta el momento mismo de su muerte en 1781. Esta actividad que sus superiores habían asumido, y quizá encarrilado desde su segunda estancia en el colegio de Villagarcía, por las razones ya expresadas se reactivó nada más iniciar el exilio inclinándose hacia la literatura apologética.

Nada más llegar a Calvi, el P. Ignacio Ossorio, provincial de Castilla, encomendó a Isla una misión que le iba como anillo al dedo: la redacción del famoso Memorial en nombre de las cuatro provincias españolas de la Compañía de Jesús desterradas del Reino a S.M. el Rey D. Carlos III37. Se trataba en principio de un trabajo de síntesis que Isla debía realizar a partir de una serie de informaciones proporcionadas por «un sujeto de cada uno de los Colegios» a quien se le había ordenado registrar los pormenores del apresamiento de su comunidad y del viaje hasta Córcega. Estas relaciones, junto a otras ordenadas a los novicios, ciertos diarios redactados espontáneamente por algún que otro jesuita, y las experiencias personales de Isla, debían constituir el material de una obra cuya finalidad no se hallaba totalmente definida. La idea del P. Ossorio, al parecer, vacilaba entre la ejecución de un Memorial que recogiese los agravios sufridos por los jesuitas en razón del incumplimiento de los artículos de la Real Pragmática por parte de los oficiales ejecutores de la misma, o la redacción de un documento histórico que perpetuase el amargo recuerdo del trance de la expulsión38. Las dudas del Provincial, y del propio Isla, radicaban en la imposibilidad de enviárselo al rey dada la prohibición existente en la Real Pragmática, y el título de Memorial obedecía a la ligera esperanza de eludir dicha prohibición dado, que, según se pensaba, no se observaba en este documento una taxativa interdicción a elevar un recurso al soberano39.

Sea como fuere, el caso es que Isla, entre julio de 1767 y el 15 de febrero de 1768 en que puso punto y final a la obra, llevó a cabo el encargo bajo el título provisional, poco delicado y un tanto agresivo dadas las circunstancias, de Memorial a S.M. sobre los excesos y agravios hechos a los jesuitas de las cuatro Provincias de España en su Real Decreto de 26 de febrero de 1767. El manuscrito, considerado por Luengo como excesivamente largo para tratarse de un Memorial, no se envió jamás al rey, pero se convirtió,   —21→   pasado el tiempo, en obra «leída con gusto, y con ansia, de algún honor y acaso utilidad a la Compañía»40. La verdad es que, a pesar de determinados reparos de Luengo que le achacó algunas omisiones (debido sin duda al horror vacui que ante el papel sentía este diarista en un momento de su vida en que esta comenzaba a ser devorada por su propio Diario), el Memorial de Isla era una obra bien urdida, con los elementos dramáticos del exilio sabiamente dosificados, y un alegato a la inocencia de la Compañía que, al final, acababa decantándose más hacia la narración novelada de los hechos que a la frialdad expositiva de los agravios y las sinrazones que habían propiciado el éxodo. En otras palabras: Isla, en aras de la persuasión, se había decidido a conmover los corazones y no tanto a impactar en la razón. Tiempo tendría para dar rienda suelta a los cortantes y agudos argumentos que le habían otorgado la fama de hábil polemista.

La ocasión se presentó ya en tierras italianas con motivo de la refutación de dos textos justificativos de la expulsión: el de la Consulta del Consejo Extraordinario de 30 de abril de 1767, redactado por el Fiscal Pedro Rodríguez de Campomanes, y el más voluminoso de la Pastoral del arzobispo de Burgos, Rodríguez de Arellano41. En ellos, Isla volvió a ser el hombre agudo e implacable de otras controversias. Ambas respuestas de entrada recibieron un título común, Anatomías42, es decir, de disección, párrafo a párrafo, de estos escritos que Isla consideraba altamente ofensivos contra su Orden. Ambas obras, igualmente, recurrían a un mismo estilo de probada solvencia en Isla para no dar lugar al riesgo de la improvisación: el género epistolar y coloquial. En la Anatomía de la carta pastoral la polémica se resolvía entre dos abates de ficción, uno romano y otro florentino; en la refutación a Campomanes primaba el diálogo entre Omer Joly de Fleury43 y un supuesto secretario del arzobispo de París que criticaba el informe del magistrado y político español.

Del talante de ambos textos, y del concepto que poseía Isla de su persona, nos habla muy a las claras la definición que el escritor hacía del secretario del arzobispo parisino, trasunto de sí mismo:

...el Secretario es un hombre de superiores luces, de un exquisito discernimiento, de una vivacidad extraordinaria, de una explicación feliz; pero acompañado   —22→   todo de un genio franco, desembarazado y festivo, y que hace infinitamente salada su conversación44.



Aunque las Anatomías están muy lejos de ser obras tan divertidas como pueda hacer presumir la definición de uno de los ficticios polemistas -más bien son todo lo contrario: dos farragosos textos de erudición en la línea tradicional de la literatura político-religiosa de controversia- Isla no dejó por ello de recurrir a sus belicosas habilidades para la chanza, con muchas salpicaduras de sal gruesa, aderezadas, en esta ocasión, a la mayor gloria de Dios. Así, no dudó en calificar a Campomanes y Rodríguez de Arellano de miserables, trastornados, aduladores, ignorantes, calumniadores, impíos, insolentes y arrebatados por el odio, sino que, con frecuencia descalificó sus acusaciones recurriendo a la escatología: unas veces eran «flatulencias o ventosidades de la boca»; otras un «asqueroso vómito» que para lavarlo «no bastaría el agua del Tíber», o bien «partículas fetulentas que se dejan percibir en esta última bocanadilla».

En muy apretada síntesis las Anatomías se entraban en el debate de tres grandes cuestiones muy presentes en todos los escritos apologéticos de Isla en Italia: los límites del poder real; la conspiración jansenista contra la Iglesia; y, sobre todo, la vindicación de la fama y honra de la Compañía de Jesús. Las claves de la polémica secular constituían el meollo y la fundamentación de estos escritos: los pros y los contras acerca del tiranicidio, el laxismo, el supuesto «espíritu orgulloso y antievangélico» de la Compañía, el «espíritu de fanatismo», el «espíritu de cuerpo», su antitomismo, la «mala doctrina», en fin, manifiesta en un sincretismo que hacía compatibles los dogmas del catolicismo con los ritos malabares y chinos.

La valentía de Isla en la defensa de estas acusaciones, contrastó abiertamente con el ambiente de temor que existía en aquellos momentos dentro de la propia Orden, y el autor del Fray Gerundio aparecía así a los ojos de sus correligionarios más audaces y comprometidos como un auténtico líder de la resistencia. El P. Luengo, testigo a veces implacable de lo que ocurría en el seno de la Compañía, era muy claro a la hora de valorar el efecto y las repercusiones que había tenido la Pastoral de Rodríguez de Arellano entre los jesuitas exiliados. Conocía una respuesta que el P. Idiaquez redactó a la misma hacia 1771 pero, aunque alababa su claridad expositiva y su tono convincente, no dudaba en expresar el deseo de sus hermanos más combativos: «los jóvenes echamos de menos un poco de ardor, de vehemencia, y de ímpetu con que hacer más palpables, más monstruosos y más dignos de irrisión pública los groserísimos despropósitos y enormísimas calumnias del Ilustrísimo Author»45. Su juicio sobre la respuesta de Isla se ajustaba más a estas aspiraciones: «...es una obra tan apreciable que casi se puede llamar una   —23→   universal y casi completa apología de la Compañía» e indicaba como un grupo de jóvenes jesuitas se hallaban realizando una copia de la misma añadiéndole notas y algunas correcciones46.

La redacción de este tipo de trabajos originales no había conseguido apartar a Isla de otra de sus actividades literarias preferidas desde sus años de juventud: la traducción. Ya en España se había dedicado a ella con entusiasmo47, bien con el propósito de divulgar una serie de escritos que a su juicio podían combatir los ataques que, desde posiciones enciclopedistas, ponían en peligro los fundamentos de la civilización cristiana, en «un siglo en el que hay tanta libertad pegadiza y religiosa»48, bien para defender a la Compañía de las duras críticas que ya arreciaban. Se trataba de una actividad muy del agrado del escritor que no excluía la faceta creativa debido a las muchas libertades que se tomaba en este tipo de trabajo, incluyendo «buen número de notas oportunas y eruditas» en sus versiones castellanas49 e incluso, en aras de hacer más eficaz el mensaje del original, desviándose «mucho del noble estilo del autor y en no pocas partes de sus no menos nobles pensamientos»50.

En el exilio reanudó inmediatamente su antigua afición movido por dos claros impulsos: «ocupar el tiempo, divertir la imaginación y ejercitarme algo en la lengua que necesitaba aprender para vivir» -el italiano -51, y continuar con su acción vindicativa. Nada más instalarse en Calvi inició la traducción de las Cartas críticas, festivas, morales... del abogado José Antonio Constantini52, obra que intentaba editar en España bajo el seudónimo de «un Presbítero desocupado». Si el original no era un tratado apologético de su Orden, el seudónimo, un tanto inocentemente, era un pretexto para lanzar una puya al gobierno de Madrid, tal y como interpretó el P. Luengo: tras «un Presbítero desocupado» Isla deseaba hacer alusión a «un sacerdote a quien no se permite ocuparse en las cosas propias de su estado, quales son los ministerios de confesar, predicar   —24→   y enseñar, de los que fuimos apartados todos los jesuitas españoles el día de nuestro arresto»53.

Tras otro divertimento, la traducción de El Cicerón de Gian Carlo Passeroni, Isla volvió a meterse en la harina de la propaganda vindicativa al verter del latín al castellano el libro del jesuita francés Henry-Michel Sauvage Realité du Project de Bourg-Fontaine54. En esta ocasión se trataba, de nuevo, de airear la conspiración jansenista que, según Sauvage, había tenido lugar en el monasterio Cartujo de Bourg-Fontaine, cercano a París, «para echar por tierra la religión Christiana e introducir el Deísmo» en toda Europa55. La expulsión de los jesuitas, a juicio de Isla, no había sido sino uno de los planes previstos en esta conjura y hablaba muy a las claras de la arbitrariedad e injusticia de la decisión, así como de la ingenuidad de los monarcas de la casa de Borbón56.

La importancia que para lo jesuitas expulsos tuvo esta traducción no deja lugar a dudas. Luengo la consideró como «la más bella que hizo en su vida», y años después la valoraba del siguiente modo: «en el día estará esta traducción en Madrid, bien guardada para una ocasión oportuna, en que se pueda escribir con libertad contra los jansenistas ¿quién sabe cuándo llegará ésta?»57.

Tras el destierro a Budrio y la extinción de la Compañía el prestigio de Isla entre sus correligionarios subió muchos enteros, de modo paralelo, tal vez, a la radicalización de sus escritos. Los rumores acerca de su actividad literaria se vieron envueltos en un cierto halo legendario que trascendía, probablemente, a la misma realidad: se le suponían obras anónimas y corría la especia, hacia 1774, de que en Holanda había publicado un duro alegato contra el gobierno de Madrid. El criterio del P. José Pignatelli, confirmando estas cuestiones, diciendo conocerlas por «un conducto segurísimo y digno de todo crédito»58, avalaba el aura carismática que estaba logrando Isla.

A estos momentos corresponden dos nuevas traducciones de nuestro literato: El espíritu de los magistrados exterminadores del italiano Andrés Balbani, alegato contra el antijesuitismo de los Parlamentos franceses, y las Irreflexiones del autor de un folleto titulado: «Reflexiones de las Cortes Borbónicas contra el jesuitismo», original del jesuita italiano Carole Benvenuti. Como es sabido, este último escrito era la respuesta a un panfleto, inspirado por Moñino, que había corrido por Roma intentando presionar a Clemente XIV para que acelerase la extinción de la Compañía59. El panfleto en cuestión aludía   —25→   a la falta de «palabra» del Papa para llevar a cabo su promesa de acabar con la orden, acusándole de dejar pasar el tiempo con la intención de que se produjese «la mudanza de ministros o la falta de soberanos justamente metidos en este empeño»60. La respuesta de Benvenuti, que le acarreó una dura persecución, contenía, además de los consabidos tópicos sobre la maquinación jansenista, un alto contenido político que no debió pasar desapercibido a Isla y que pudo muy bien estimular los deseos de la traducción: las dilaciones del Papa se debían no sólo a la falta de pruebas para justificar la culpabilidad de los jesuitas en los muchos cargos que se les imputaban, sino en el prudente silencio que los Príncipes de Europa, no pertenecientes a la Casa de Borbón, guardaban sobre el asunto. Ni que decir tiene que estos cautelosos monarcas estaban en posesión, al menos para Isla, de la verdad.

Siguieron a estas versiones al castellano la de las Memorias sobre el Pontificado de Clemente XIV, un librito de 95 páginas61, debido probablemente a la pluma de algún jesuita, desvirtuando las biografías panegíricas del Pontífice recién fallecido y que habían visto reciente aparición en Florencia y Venecia62, y otra destinada a ensalzar la figura del último General de la Compañía, Lorenzo Ricci, que había pasado también a mejor vida: la Oración Fúnebre atribuida, según Isla, a un dominico, y que le venía al pelo para que, algún día, pudiese imprimirse en España sirviendo de motivo de reflexión y tormento a los Padres Predicadores de allí, «solemnísimos calumniadores y ultrajadores insolentes de los jesuitas y su religión»63.

Aunque entre 1776 y 1779 Isla se tomó una tregua en su labor apologética dedicándose a la traducciones de un tratado de espiritualidad, el Arte de encomendarse a Dios del clérigo italiano Francesco Bellati64, y de una obra de ficción, el Gil Blas de Alain-René Lesage65, todavía dedicó el tiempo que le quedaba de vida para, sacando fuerzas de flaqueza, de sus muchos achaques y postraciones, seguir combatiendo por la causa del Instituto ignaciano. Dos traducciones más cierran el capítulo de su lucha en Italia a lo largo de 1780 y 1781: la Carta al Sr. Abogado NN. autor de las Memorias sobre la historia del primer siglo de los Servitas y de los Hospitalarios de San Juan de Dios del jesuita italiano Francesco Serra, y la Memoria Cattólica da presentarsi à sua Santità, original del jesuita Carlo Borgo.

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La primera, traducida durante el verano de 1780, y que constaba de 156 páginas, consistía en una impugnación al escrito de un abogado italiano, Zanoletti, al servicio de la embajada española, que había justificado la extinción de la Compañía estableciendo comparaciones con la desaparición de otras órdenes en épocas pasadas (los Servitas, los Hospitalarios, los Templarios, etc.). La segunda, la Memoria, era un documento de 188 páginas, de carácter furibundo contra la extinción y contra Clemente XIV. Buena parte de su contenido se centraba en la tesis de la falta de validez del Breve Dominus ac Redemptor66, atreviéndose a descalificar todas sus aseveraciones. La guinda del libro, consistía, no obstante, en los argumentos que el autor disponía para demostrar la elección simoniaca del Papa en el Cónclave de 1769; una lección manipulada por los enemigos de la Compañía y que había propiciado la subida de Ganganelli al trono de San Pedro por sólo sus escasos méritos de hombre débil y manipulable67.

La Memoria, por tanto, se convirtió en un auténtico escándalo en Roma aun antes de ser editada de manera anónima y circularon sus primeras versiones manuscritas. Isla se encargó de pasar su traducción a lo jesuitas boloñeses con mucha temeridad, pero cuando tuvo noticia de la persecución de que fueron objeto los supuestos autores y colaboradores de la condena del texto por el Papa, decidió deshacerse de él echándolo al fuego y dejando a su buen amigo y admirador Luengo con las ganas de leerla68.

Estos acontecimientos ocurrían durante los primeros meses de 1781 cuando Isla, acosado ya por el fantasma de la ceguera, se aproximaba lentamente hacia una muerte que, para su sorpresa, se le anunciaba con frecuencia sin decidirse a llamar a la puerta de la casa de los Tedeschi donde vivía69. Isla, para entonces, no estaba ya para muchos combates pero, a pesar de todo, continuó asido a la pluma y no dejó de escribir a su hermana María Francisca sino hasta casi el momento de su fallecimiento el 3 de noviembre de 1781. Si hemos comenzado este artículo con unas palabras del profesor Rafael Olaechea para traer a colación al Isla-apologeta, al Isla-jesuita, es justo que lo acabemos con otras palabras suyas, aquellas que nos dicen «que el fragor de las polémicas fue como el redoble de tambor que acompañó a Isla hasta la tumba».



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