Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
IndiceSiguiente


Abajo

Espatolino1

Gertrudis Gómez de Avellaneda



portada





  —5→  

ArribaAbajo- I -

¿Habéis estado alguna vez en Italia? ¿Conocéis aquel país clásico de los héroes, de los artistas y de los bandidos? Si por pereza o absoluta carencia2 de medios no habéis tenido aún la dicha de recorrer aquella privilegiada región de Europa, no os habrá faltado, por lo menos, uno de tantos libros curiosos como andan por esos mundos, y gracias a los cuales alcanzamos todos la ventaja inestimable de viajar sin movernos de nuestro sitio, mirando y comprendiendo aquel celebrado país, con los ojos y la inteligencia de Madame Staël, de Chateaubriand, de Dumas y de otros infinitos, cuyos nombres sería largo de consignar. ¿Y quién, además, no ha tenido a   —6→   mano una de aquellas innumerables guías, con cuyo auxilio se logra en pocos minutos conocer palmo a palmo aquella tierra bendita, inexhausta fuente de inspiración para el poeta y para el novelista?

Dando, pues, por indudable que conocéis, tanto como yo misma al menos, la parte del mundo a que intento trasportaros, espero me seguiréis sin ningún género de temor o pena, y aun supongo prudentemente que no me impondréis en toda su extensión la enojosa tarea de Cicerón.

En este concepto, trasladémonos desde luego, lectores míos, al camino de Roma a Nápoles, y descansemos un instante en aquella línea que separa los Estados Pontificios del territorio de la antigua Parténope. Echemos desde allí una rápida ojeada al suelo pantanoso y triste que dejamos a la espalda (y del que pudiera decirse que, cansado de producir grandes hombres, desdeña el fútil adorno de la vegetación), y otra no menos breve a las fértiles campiñas que se despliegan delante de nosotros, y en las que hallaremos toda la lozanía, todo el vigor de la naturaleza, pudiendo apenas persuadirnos que esa tierra, que parece tan joven, conserve la huella de glorias tan antiguas como las que recuerda su orgullosa vecina.

Continuemos nuestra marcha sin volver a detenernos, ni para admirar la pompa de los caminos ni para saludar con religioso respeto aquella torre que atrae nuestras miradas, y donde descansaron las cenizas de Cicerón.

Apartemos la vista de la bella perspectiva que nos ofrece la ciudad fundada por Eneas3, célebre a lemas por tantas batallas; y dejemos a un lado las ruinas   —7→   de la antigua Minturna, a cuya inmediación halló un asilo el joven Mario contra la persecución del implacable Sila. Para acercarnos rápidamente al teatro de nuestra primera escena, preciso es cerrar los ojos, y no distraernos con tantas huellas como aquí han dejado la poesía y la historia: preciso es continuar nuestra marcha y divisar el monte Massico, sin acordarnos de que sus excelentes vinos han sido celebrados por Horacio, ni de que podemos encontrar no lejos de él los vestigios de un magnífico anfiteatro.

Próximos nos hallamos a la nueva Capua, vecina de aquélla, cuyas delicias fueron tan fatales a las tropas de Aníbal, y más adelante descubrimos, coronando una pintoresca colina, el soberbio palacio mandado construir por Carlos III; pero en el que no pararemos la atención por llegar cuanto antes a la tierra de San Elpidio, donde existió en otro tiempo una ciudad de los Volscos.

¿Qué nos falta?... Otra jornada corta y ya estamos en Nápoles, y ya vemos su golfo bordado de islas, entre las que descuella la célebre de Tiberio4, que guarda entre sus rocas el maravilloso lago cuyas aguas, arenas y piedras, se adornan con igual pureza del más sereno azul del firmamento; y la feraz Ischia levantándose con elegancia sobre su pedestal de basalto; y Procida con su viejo y ruinoso castillo, en otro tiempo tan importante, y donde meditó tal vez el vengativo Juan sus sangrientos horrores de las vísperas sicilianas.

Mas nada de esto debe ocuparnos por ahora: advertid que estamos en el año de 1811; cuando el brazo del coloso del siglo, tendido sobre la hermosa   —8→   tierra que pisamos, imprime un sello de terror que embarga la facultad de los recuerdos.

Época por cierto lastimosa hemos escogido para visitar tan peregrina región. Doquier hallamos las señales de una política ambiciosa y suspicaz, y en el silencio de las poéticas noches, en vez de los cantos del pescador que tendía sus redes al compás de las estrofas del Tasso, escuchamos las roncas voces de los soldados franceses, que acaso recuerdan todavía los terríficos tonos de la Marsellesa.

Sin embargo, en esta tierra que veis, sometida a un yugo extranjero, respiran algunos hombres libres, indómitos, que vagan a su capricho por todo el país que acabamos de recorrer rápidamente, y por otros que no me propongo designar, bastando aseguraros que su fama es conocida desde las majestuosas selvas de Neptuno5 hasta el estrecho de Mesina. ¿Quiénes son, pues, me preguntaréis, esos herederos de las glorias romanas; esos fieros vagabundos que, como rocas aisladas, sirven todavía de escollo al poder desbordado de la Francia? Muy sensible es a mi corazón descubriros una triste verdad; pero es un deber de que no puedo eximirme. ¡Esos hombres son unos bandidos! Si queréis conocer al jefe de aquella horda atrevida, no tenéis necesidad de consultar la historia: pronunciad solamente el nombre de Espatolino delante de los poetas italianos, y os inundarán con multitud de versos consagrados a sus funestas hazañas; preguntad también a las mujeres, ya sean de Palestina, de Sorrento o de Monteleone, y os referirán a porfía maravillosas   —9→   historias en que hallaréis amalgamados el ingenio y el crimen, la ferocidad y el heroísmo.

Mas nada preguntéis si queréis ahorraros un trabajo inútil, pues los hechos de que voy a hablaros son tan auténticos que no necesitan testimonio alguno.

¿No veis aquella barca que se desliza suavemente por la azul superficie del golfo, al monótono compás de cuatro remos manejados sin duda por expertas manos?

Parece haber salido de Nápoles con dirección a Portici.

A la suave claridad de la luna que brilla en toda su plenitud en mitad del cielo de la hermosa Parténope, podéis distinguir sin dificultad las personas que ocupan la barca. Dos de ellas son remeros que sólo interrumpen su silencio para dirigirse de vez en cuando alguna palabra insignificante; pero las otras dos (también hombres) parecen empeñadas en una conversación muy viva. El uno, que representa de 50 a 52 años, mezcla al idioma francés (que usan evidentemente para no ser entendidos de los remeros) voces italianas, descubriendo su viciosa pronunciación que no le es familiar la lengua de que se sirve. El otro más joven se expresa con pureza y facilidad, como quien maneja el idioma nativo. El primero es de pequeña estatura, enjuto de carnes, de aspecto sagaz: su fisonomía y su traje anuncian un agente de policía. El segundo es alto, bien encarado, de mirar fogoso; se distingue por la marcialidad de su porte, y no hay precisión de penetrar bajo su ferreruelo y ver su uniforme, para reconocer a un oficial francés.

-De todos modos, señor Angelo -decía éste, mientras sacudía la blanca ceniza de su cigarro habano-; de   —10→   todos modos, es una mengua para el Gobierno que a las puertas mismas de las ciudades defendidas por las invencibles armas francesas, se cometan cada día tantos y tan escandalosos atentados por un puñado de forajidos.

-El divino Hijo de María tenga piedad de nosotros -respondió el agente de policía-; pero ¿qué quiere vuestra excelencia6que haga un infeliz como yo contra el hombre que así se burla de todo el poder de nuestro invencible dueño, el grande, heroico y virtuosísimo emperador? Espatolino, señor coronel Arturo de Dainville, es un ahijado de Luzbel, que sin duda hizo pacto con su padrino desde los primeros años de su vida, comprando, ¡Dios sabe a qué precio!, su especial e invisible protección. A la edad de 20 años ya tenía nombradía en su funesta carrera, y hace casi otros tantos que crece de día en día la fama de sus abominables triunfos. ¡Oh, señor Dainville, señor Dainville!, el augusto emperador bien puede haber encadenado a su carro todos los númenes del destino; pero no sé si podrá entenderse con los espíritus infernales que protegen al bandido.

-No son los espíritus infernales los que le han preservado hasta ahora -respondió con visos de enojo el militar-, sino vosotros los italianos, que, aunque fingís aborrecerle, inutilizáis cuantos esfuerzos emplea el Gobierno dando aviso de todas sus operaciones al célebre malhechor. ¿Pensáis que se me ocultan los nombres de sus cómplices?

A la luz del día hubiérase visto palidecer el rostro del italiano; pero aunque la macilenta claridad de la   —11→   luna le fuese en este punto favorable, notábase el temblor de su voz cuando contestó.

-La Santa Madonna me preserve de poner en duda la incomparable perspicacia de su excelencia, pero, ¿quién se atrevería a hacer traición al Gobierno francés, que es tan general y profundamente respetado?

-Os digo que conozco a todos aquéllos que se han atrevido, señor Angelo, y que bien pudiera impedir los caritativos avisos que dan al bandolero, haciéndoles cerrar las bocas con el plomo de las balas.

-Es muy cierto, excelentísimo señor, es demasiado cierto -repuso el agente-, nadie ignora que el valeroso coronel Dainville, pariente y amigo de las muchas y altas personas que ocupan los primeros destinos del reino, goza toda la influencia que merece, y...

-No se trata de mi influencia -interrumpió con impaciencia el francés-, ni la necesito para entregar al Gobierno los culpables cuyo castigo reclama la justicia. Os he dicho y os repito, señor Angelo Rotoli, que si Espatolino se pasea impunemente desde Roma hasta Reggio de Calabria, es por culpa de aquéllos que le sirven de espías cerca del Gobierno.

-Así será, señor valerosísimo, así será -respondió cada vez más turbado al oír el tono significativo del coronel-; no dudo que Espatolino tenga numerosas relaciones en el país, y que advertido de las sabias disposiciones del Gobierno logre inutilizarlas con su astucia y su talento; porque se dice que ese malvado tiene un singular talento, señor Dainville, y aparte de sus comunicaciones con el espíritu malo...

-Dejad los espíritus en paz, y antes que lleguemos a Portici pongámonos de acuerdo como buenos amigos. Sed sincero y veraz una vez en vuestra   —12→   vida, señor Angelo. Todavía puedo perdonaros pasadas imprudencias, pero si persistís en una disimulación culpable, os declaro que designaré por sus nombres a las personas que favorecen la impunidad de una cuadrilla de asesinos.

Tembló de pies a cabeza el italiano, y pareció combatido entre dos contrarios y poderosos sentimientos; pero venció sin duda el más noble, pues dijo, no sin algún embarazo.

-Yo no sé, excelencia, hasta qué punto sea exacto el nombre de asesino que aplicáis a Espatolino; pues aunque no queda duda en que a sus manos o a las de su cuadrilla, han perecido algunos hombres, no ha llegado a mi noticia ningún hecho que pruebe en él un natural feroz y sanguinario. Se dice que no le faltarán buenas obras que poner en la balanza de sus faltas, y que si los poderosos tiemblan al escuchar su nombre, le bendicen no pocas veces los aldeanos que han perdido su cosecha; pues sabida es la generosidad con que sabe socorrer la miseria.

-¡Con la bolsa que roba en los caminos públicos! -exclamó indignado el oficial-, ¡con el oro que arranca de los cadáveres de sus víctimas!... ¡Excelente modo, señor Angelo, de ser generoso! En fin, el tiempo se pasa, y por última vez os repito que es preciso elijáis entre servir al Gobierno o responder a los cargos que pesan sobre vos, pues estáis acusado de mantener secretas comunicaciones con los bandidos.

-¡Glorioso San Paolo! -exclamó juntando las manos el agente de policía-, ¿quién puede haber dicho tan infame mentira al señor Arturo de Dainville? Todo el mundo conoce en Roma mi conducta ejemplar, y he venido a Nápoles para tomar posesión de ciertos bienes heredados de un pariente, y de una casita   —13→   que, como sabe su excelencia, he comprado en Portici con el objeto...

-Voto a brios, señor Angelo, que es abusar demasiado de mi sufrimiento el hablarme ahora de vuestras herencias y proyectos. Nada me importa el motivo que os ha conducido a Nápoles: lo que os digo es que sois agente de policía, y que en Nápoles o en Roma es preciso nos entreguéis a Espatolino.

¡Yo!, ¡yo entregar un sujeto a cuyo nombre tiemblan los más valientes! ¿Cómo he de hacerlo señor Arturo? Vuestra excelencia no ha reflexionado en lo que exige de su humilde criado.

-Mi resolución es inmutable: o entregáis a ese facineroso, o seréis juzgado como cómplice suyo. No me miréis de ese modo, señor Rotoli, ni aparentéis un aire de víctima; pues con nada lograréis destruir la firme convicción que tengo de vuestra culpa.

El italiano fijó en su interlocutor una mirada profunda, como si quisiese penetrar en su alma y medir la convicción que acababa de expresar; pero aunque todo el aspecto del extranjero indicaba la mayor seguridad en su creencia, una sonrisa fugaz aclaró por un momento la turbada frente de Rotoli, que dijo con pausa:

-Habláis de convicciones, ilustre caballero, pero olvidáis que para justificar vuestras amenazas necesitáis algo más que convicciones: necesitáis pruebas.

-Las tengo -respondió fríamente el oficial.

-¡Las tenéis!

-Decid, señor Rotoli, ya que os empeñáis en reducirme al extremo de hablaros con rigor, decid: ¿quién pagó los doscientos luises de oro que debíais al maestro de posta de Civita Vecchia, y por los cuales os amenazaba con la cárcel?

Turbábase más y más el italiano, pero esforzábase   —14→   por encubrir su embarazo.

-No sé, invicto coronel -dijo-, con qué objeto me dirige vuestra excelencia esa extraña pregunta; pero la satisfaré sin vacilar diciéndole que el maestro de posta de Civita Vecchia percibió de mis propias manos la mencionada cantidad y que tengo su recibo.

-Si el maestro de posta la tomó de vuestras manos no negaréis que a las vuestras llegó por las de Espatolino.

-¡La divina Madonna y el bienaventurado San Carlos me valgan! -gritó con un gesto de doloroso asombro el italiano-. ¿Decís, señor mío carísimo, que fue Espatolino?...

-El que os regaló los 200 luises de oro que pagasteis al maestro de posta, y si deseabais conservar el secreto, no obrasteis con prudencia en maltratar a la persona que tuvisteis por confidente, y que en venganza puede muy bien decir a cuantos gusten escucharle que Espatolino paga vuestras deudas en premio de otros servicios que recibe de vos.

Brillaron con una expresión salvaje los ojos negros de Rotoli, y con una voz gutural y áspera, que más que acento humano parecía rugido de una hiena, dijo torciéndose las manos y abandonando el idioma de que hasta entonces se sirviera, para usar el suyo nativo:

-¡Pícaro infame!, yo le arrancaré la lengua.

Dominose empero, y añadió con tono sumiso y zalamero:

-¿Vuestra excelencia habla tal vez de ese desgraciado Pietro Biollecare, que no puede perdonarme el que haya sido más afortunado que él? Nuestro común pariente, al que pensaba heredar, tuvo el antojo de preferirme y no he logrado aplacar el odio de Pietro contra mí, ni aun con la generosa conducta que antes y después del hecho he observado con él. En   —15→   mi casa le acogí en los días de su desamparo, señor Arturo, y a mi casa le llamé después que supe ser yo la causa, aunque inocente, de su última desgracia; procurando por todos los medios imaginables hacerle olvidar el malogro de sus esperanzas; pero ingrato a tantos beneficios el desacordado joven, me calumnia por todas partes, desde que le reconvine paternalmente porque tuvo el atrevimiento de poner los ojos en mi Anunziata.

-¿Pietro ama a vuestra sobrina, señor Angelo?

-Veo que vuestra excelencia ignora las infamias de ese tunante -dijo con viveza Rotoli, regocijado al ver que la conversación tomaba otro giro-; imposible parecerá al noble coronel, que un miserable como el tal Biollecare se haya atrevido a levantar su pensamiento a la perla de mi casa; a la hermosa doncella que vuestra excelencia mismo ha encontrado digna de...

-Adelante, amigo, adelante -interrumpió el francés-; nada tiene que ver mis sentimientos con los negocios de Biollecare.

-Estoy en ello, excelentísimo, estoy en ello. Os decía, pues, que ese pobre diablo se atrevió a mirar con buenos ojos a mi perla, y que habiéndole reconvenido por su osadía, se salió de mi hospitalario albergue, calumniando vilmente mi acreditada honradez.

Sonrió el oficial a estas últimas palabras con cierta ironía, que aparentó no entender el italiano, y se disponía a continuar su panegírico cuando aquél le desconcertó diciendo:

-Si Pietro ha mentido al asegurar que recibisteis de Espatolino los 200 luises de oro para el maestro de posta, ¿qué podréis alegar contra el testimonio de una carta que le confiasteis algunos días antes de aquél en que salió de vuestra casa, y que no quiso devolveros?

  —16→  

-¿Una carta dice vuestra excelencia?

-De vuestra letra, señor Angelo.

-Y esa carta, carísimo señor...

-Esa carta dice así; la sé de memoria; escuchad:

«Amigo y camarada E... os esperé ayer inútilmente en el paraje consabido; es la primera vez que os puedo reconvenir de inexactitud, y eso me tiene inquieto. Andad con cuidado y procurad verme mañana, pues tengo cosas importantes que comunicaros. Ya sabéis el sitio y la hora de costumbre.

Vuestro.
A. R.».

-¿Y por simples iniciales que pueden convenir a cien nombres, asegura vuestra excelencia que esa carta se dirigía a Espatolino?

-Os empeñáis en apurar mi indulgencia, y voto a brios que habréis de arrepentiros de no ser franco y sincero con un hombre que desea salvaros; sí, señor Angelo, salvaros; pues, os juro por mi espada y por la gloria de la Francia, que no saldréis bien librado si las acusaciones que ahora rechazáis con tanta impavidez llegan a ser conocidas y apreciadas por el Gobierno.

-Cálmese vuestra excelencia y esté cierto de que nada es comparable al efecto, veneración y confianza que inspira a su humildísimo Rotoli. Bien lo pudiera decir mi perla, que no oye en todo el día de mi boca sino elogios del señor Arturo. Verdad es que la linda criatura me estimula con su aprobación, y que es tan vivo el afecto que vuestra excelencia ha sabido inspirarla, que todo el mundo lo conoce.

-Menos yo -observó con amarga sonrisa el extranjero-. Pero en fin, señor Angelo, ¿persistís en negarme que iba dirigida a Espatolino la carta que conserva en su poder Pietro Biollecare?

  —17→  

-No digo precisamente, noble caballero, que dicha carta fuese dirigida a otro que a Espatolino, y en todo caso vuestra excelencia debe advertir que no sería un gran delito en el pobre Rotoli escribir cuatro letras a un antiguo conocido; porque ha de saber vuestra excelencia que ese menguado nació ni más ni menos como vuestra excelencia y como otro cualquiera hijo de mujer, y que la que le echó al mundo era una santa criatura, muy devota de la divina Madonna, y casada legítimamente según la Iglesia romana, con un hombre acomodado que después vino a menos; pero que en la época en que nació Espatolino tenía siempre algunos escudos sobrantes a disposición de sus amigos.

-¿Acabaréis con mil diablos, señor Angelo?

-Perdón, excelencia: era preciso deciros que en aquel tiempo en que todavía no era bandolero Espatolino, yo era amigo de su padre, muy amigo, bien que fuese mucho más joven que dicho sujeto, el cual murió, si mal no me acuerdo...

-Basta, señor Rotoli, basta, pues lleváis trazas de contarme toda la historia de toda la generación del bandido.

-Voy a terminar al instante, carísimo coronel: decía pues que no sería culpa muy grave, que en memoria de la buena amistad que profesé al padre escribiese al hijo, y quisiera verle, con el caritativo fin de apartarle, si posible era, del camino de perdición que ha emprendido. Estudie vuestra excelencia la malhadada carta y comprenderá su sentido. Digo en ella que tengo cosas importantes que decirle: claro está que son importantes para la salud de su alma.

No pudo menos que sonreírse el oficial al oír la explicación de Rotoli; y como al mismo tiempo la barca se detuvo y se encontraron delante de Portici,   —18→   se dispuso para saltar a tierra limitándose a decir:

-Pensad con detenimiento en cuanto me habéis oído, amigo Rotoli, y mañana id a verme y a darme contestación. Ahora vamos a vuestra casa, pues deseo saludar a vuestra sobrina y saber de sus labios si sois veraz en lo que aseguráis de su afecto a mi persona.

-Vuestra excelencia sabe que la chica es cerril como un gamo montaraz -repuso Rotoli, siguiendo a su interlocutor, que ya estaba en tierra-; pero, ¿quién duda que allá en su corazón?...

-Su corazón es enigma para mí -dijo con cierto enfado Dainville-; pero apresurad el paso, señor Angelo, que es tarde, y quiero volver a Nápoles.

La casa que habitaba el agente de policía, aunque en un sitio extraviado y solitario, ocupaba una situación pintoresca, y al llegar a ella detúvose un momento su dueño para mirarla y admirarla con el orgullo de propietario, diciendo a su acompañante:

-Tal cual la ve vuestra excelencia, no la trocaría yo ni por el palacio de Cellamare.

-Entremos -dijo Dainville dando un golpecito con su mano izquierda en el hombro derecho de Rotoli-, y tened entendido, que si procedéis bien con el Gobierno y vuestra graciosa sobrina alimenta por mí los sentimientos que le suponéis, ella y vos podéis esperar mucho de Arturo de Dainville, y esta casa albergará las personas más felices que existirán en Italia, que seréis vosotros.

-Así lo creo, generosísimo señor, así lo creo -dijo Angelo golpeando en la puerta; pero nadie respondió.

-La pobre chica es medrosa como una cervatilla, y como está sola, se habrá metido en lo último de la casa.

  —19→  

-Hacéis mal en dejarla sola, señor Rotoli.

-No hay que temer, excelencia, porque por estas cercanías no aparece otro bandolero que... ninguno, absolutamente ninguno, señor Dainville.

Sonrió el oficial y dijo:

-No recojáis vuestras palabras, y decid sin rebozo que no suele venir otro bandido que Espatolino, y que de ése nada tiene que temer el amigo de su padre.

Desentendiose Rotoli de la observación, y volvió a llamar repetidas veces en la puerta sin que se interrumpiese el silencio que reinaba dentro, hasta que pegando un fuerte golpe con su bastón, cedió la puerta al empuje y se abrió crujiendo.

-Divina Madonna -exclamó asombrado-. ¡La puerta está abierta y la casa en completa oscuridad! ¡Si se habrá dormido Anunziata!

Sacó fuego, encendió una mecha de azufre y penetró en la casa seguido del coronel; pero estaba desierta.

-¡Glorioso San Paolo! -gritó el agente-, ¡nadie! Ni Anunziata, ni su perro, a quien por amor a mí ha dado el nombre de ¡Rotolini!... ¡Maledetto!, ¡mi perla ha sido robada!

-¡Robada! -repitió con terror el coronel.

-¡Por Pietro! -añadió el agente, como herido de súbita inspiración.

-¡Desgraciado de él! -dijo el extranjero-, ¡desgraciado de él si vuestra sospecha es exacta! Venid, Rotoli, volvamos a Nápoles: la policía...

-La policía no hará nada -dijo Angelo-, ni hay necesidad. ¿Pensáis que el bribón se habrá quedado al alcance de la policía? ¡Ay perla de mi vida! ¡Anunziata!, ¡mi Ángel! ¡Yo te recobraré!, aunque te ocultasen en las entrañas de la tierra. Espatolino sabrá encontrarte.

  —20→  

Estas imprudentes palabras que se escaparon al desconsolado Rotoli en el primer calor de sus sentimientos, no produjeron en Dainville el efecto que hubieran causado en otra cualquiera circunstancia.

-¿Espatolino decís? -exclamó-. ¿Pensáis que podrá ese hombre descubrir el paradero de Anunziata?

-Nada hay oculto para él -respondió con ferviente fe el italiano-, ni existe un rincón en Italia que no conozca, y donde le falten agentes y amigos. Sí, señor Arturo, antes de tres días nos será devuelta Anunziata.

-Pues bien -dijo el coronel, después de un instante de vacilación-, ved a ese bandido, y decidle que si me la restituye... le aseguro su indulto.

Salió al concluir estas palabras, y dirigiose en busca de la barca que debía volverle a Nápoles, mientras Rotoli murmuraba con rápidas y maravillosas transiciones del dolor a la alegría:

-¡Pobre sobrina mía! ¡Pícaro Pietro, tú me pagarás el haber vendido mi secreto! ¡Perla de mi corazón! ¡Traidor, ya caísteis por fin en mis manos! ¡Qué desgracia la mía, Santísima Madonna! ¡La venganza!, ¡qué cosa tan dulce es la venganza!



  —21→  

ArribaAbajo- II -

Al siguiente día a las diez de la mañana atravesaba del Mercado (largo del Mercato), y se dirigía a la casa de Dainville, situada hacia el principio de la calle conocida con el nombre de Vico del Sospiro, porque desde ella alcanzaban a ver los reos condenados a la última pena el instrumento del suplicio, que de tiempo inmemorial tenía su asiento en aquella plaza.

Angelo se detuvo un momento mirando el paraje en que era costumbre levantar cuando llegaba el caso aquel signo terrífico de las ejecuciones, y si algún extranjero le hubiese visto entonces preocupado al parecer con un hondo pensamiento, habría imaginado, juzgando por sus propias impresiones, que el corazón del agente se conmovía al recuerdo de las agonías sin número de que había sido testigo aquel sitio formidable, donde en otros tiempos estaba permanente la horca.

En efecto ¡cuántas memorias no puede despertar el largo del Mercato! ¡De cuántos grandes sucesos no ha sido teatro! Allí terminó su acibarada vida la ilustre   —22→   víctima del inexorable Carlos, el infortunado Coradino; allí también fue inmolado Federico de Austria; allí, en fin, se verificaron las principales escenas de la célebre revolución que tuvo por jefe a aquel hombre extraordinario que en las tempestuosas y últimas horas de su existencia recorrió con rapidez increíble toda la extensa escala de los destinos sociales, desde pescador hasta jefe del Estado7.

Y si la imaginación se desvía de las imágenes de lo pasado que la vista de aquella plaza despierta en la memoria, ¿cómo no fijarla en el espectáculo singular que allí presenta siempre una clase excéntrica en la humanidad, extranjera a la civilización, y cuyo retrato pudiera parecernos un capricho de la fantasía a no tener tan cerca el original?

-Los Lazzaroni abundan constantemente en la plaza del mercado, como sitio de los más concurridos, y a todas las horas del día se escuchan allí sus melancólicos cantos.

Sin embargo, no eran aquellos seres únicos en su especie, ni los grandes sucesos que se ofrecían a la memoria los que motivaban la suspensión de Rotoli. El rencoroso italiano coordinaba en aquel instante el plan que debía seguir para satisfacer su venganza, y mirando el sitio destinado al suplicio, con sensaciones de temor y de esperanza, se decía a sí mismo: «¡Si consiguiese ver figurar en él al ingrato Pietro!». «Ánimo, Rotoli -añadía-, el coronel está ciego de amor y de celos, y todo depende de que tengas el necesario talento para hacer que sea en su juicio una certeza absoluta lo que sólo es en el tuyo una ligerísima e infundada sospecha».

Entró resueltamente en la casa del coronel al terminar   —23→   estas reflexiones, y no tardó en ser conducido al aposento de aquél, que sin duda había pasado mala noche, pues aún estaba en cama y con el rostro algún tanto macilento.

-Y bien, señor Angelo -dijo incorporándose-, ¿qué noticias me traéis de Anunziata?

-Ninguna, ilustre coronel, ninguna que pueda agradaros. Sólo sé que su raptor es, como había sospechado, el infame Pietro.

-¿Cómo lo habéis sabido? -preguntó vivamente Arturo.

-Por confesión de su mismo padre, excelentísimo: que sobre flojo e inepto es un viejo infeliz, más pobre que Amán y más tonto...

-Adelante, amigo, adelante por Dios; pues me van pareciendo insufribles vuestras eternas digresiones.

-Vuestra excelencia tiene razón; es una manía que no han podido quitarme todos los esfuerzos de mi perla.

-Acabad lo que ibais diciendo respecto a Biollecare.

-De Biollecare el viejo querrá decir vuestra excelencia, ¿no es esto? Del raptor de vuestra sobrina. Es que con quien yo he hablado es con su padre Giuseppe, el viejo Giuseppe Biollecare, que fue marino en su juventud, después labrador y últimamente no es nada ni tiene sobre qué caerse muerto. ¿No le conoce vuestra excelencia? Es un hombre cargado de años; pero que aún pudiera ganar el pan, si no fuese tan holgazán como su hijo: no es con todo un pícaro como Pietro; ¡eso no!, el viejo Giuseppe pasa generalmente por buen sujeto, honrado, leal y religioso, aunque en razón de su miseria haya contraído algunas deudas y...

-Voto a sanes, señor Angelo, que si continuáis esa   —24→   maldita relación, os haré echar de mi casa y jamás volveréis a atravesar sus umbrales. ¿Qué diablos me importan las noticias que me estáis dando?

-Perdón, excelencia, perdón os pido con el mayor rendimiento; yo pensaba que escucharíais con gusto los antecedentes que en mi pobre juicio parecían ventajosos a la aclaración del caso que nos ocupa: comprendo ya mi error y seré breve. Sabed, pues, nobilísimo coronel, que aquel buen viejo, que no es capaz de una mentira, y lo mismo su hija María, que parece excelente muchacha, me han dicho con lágrimas en los ojos que el pícaro Pietro falta de su casa hace tres días con hoy. Atended a esto, señor Arturo; ¡tres días! Es decir, que salió de su casa antes de ayer, sin duda para rondar cerca de la mía, acechando el momento favorable de ejecutar su perverso designio, como lo consiguió desgraciadamente en la noche última. El anciano me ha dicho que se llevó consigo su escopeta y su cuchillo de monte; pero que no tocó al poco dinerillo que tenían. ¡Dios sabe cómo se proporcionaría metálico el desalmado!

-¿Es verdad lo que decís, señor Angelo? -respondió Dainville-, mirad bien cómo habláis, pues hacéis nacer en mí tan vehementes sospechas contra ese mozo, que si le calumniaseis...

-¡El bienaventurado San Giovanni me favorezca! -exclamó santiguándose el italiano-. Vuestra excelencia puede ir a ver al viejo Giuseppe y oirá de sus labios cuanto acaban de articular los míos.

-¡Y qué! -gritó con exaltación el francés-, ¿no os habéis quejado ante los tribunales de justicia? ¿No habéis todavía acusado solemnemente al infame raptor?

-Lo he hecho, señor Dainville, lo he hecho; pero   —25→   poco puede esperar un infeliz como yo, cuando no le protege algún amigo poderoso.

-¡Basta! -dijo Arturo, y echándose fuera del lecho comenzó a vestirse apresuradamente.

Mirábale Rotoli con ojos centelleantes de placer, y allá en sus adentros se decía: «Aquel ingrato va a pagármelas todas; es hombre perdido».

Y luego, como para sosegar su conciencia que acaso no estaba todavía completamente muerta, añadía: «Así como así, él no podía parar en bien. Además nadie puede decir con justicia que yo le haya calumniado, pues cuanto acabo de asegurar es la pura verdad. Mi única falta consiste en haber inventado que anoche Pietro amaba a mi sobrina, y en fingirme ahora íntimamente convencido de que él es un raptor, cuando lo cierto es que no tengo en qué fundar semejante sospecha, y que harto temo encontrar en el verdadero culpable un rango muy superior al de Pietro».

Mientras discurría así díjole Arturo:

-Nada me habéis hablado del hombre en quien fundabais anoche tan halagüeñas esperanzas.

Aproximose Angelo y respondió con misterio:

-Lo he visto, excelencia; lo he visto esta mañana, y según esperaba, me ha ofrecido su auxilio; ¡pero ah!, el pobre camarada no conoce a Anunziata y dice que no recuerda casi nada la figura de Pietro.

-¿No conoce a Anunziata habiendo estado con frecuencia en vuestra casa?

-¡En mi casa, señor coronel!

-Os ruego, amigo Rotoli, que depongáis vuestra habitual cautela, y pues se trata de un asunto que tanto nos interesa, olvidad que habláis con el coronel Dainville, emparentado con personas cuyos cargos públicos os amedrentan; así como yo olvido   —26→   que es un bandolero el hombre que os permito mencionar en mi presencia.

-Hablo a vuestra excelencia con toda la franqueza que me inspira su indulgencia, que no se desdeña de oír el nombre del pobre proscrito; pero es muy cierto que jamás, que yo me acuerde al menos, he visto a Espatolino en mi casa. No quería yo, señor Dainville, que sospechase mi perla que yo tenía la menor comunicación con el terrible sujeto a cuyo solo nombre temblaba la pobrecilla como la hoja de un árbol azotado por el viento, y hasta hoy no conocía el bandido la existencia de mi perla. No pocas veces me había dicho que aseguraban gentes del país haber visto en mi casa una linda mujer que era mi hija o mi sobrina; pero se lo negaba constantemente, pues excepto vuestra excelencia no quería yo conociese ningún hombre el peregrino tesoro que guardaba en mi casa.

-Celebro vuestra prudencia -dijo Arturo-, pero quisiera saber todo lo que os ha dicho Espatolino respecto al encargo que le hicisteis de descubrir el paradero de Anunziata.

-Me dijo que haría cuanto posible fuera, aunque tenía la gran desventaja de no conocer ni al robador ni a su víctima.

-¿Nada más os dijo?

-Nada más -respondió balbuciente y algún tanto turbado el agente de policía.

Su turbación nacía de que callaba la parte más interesante de su conversación con el bandido. Espatolino le había asegurado que a cierta hora de la noche que convenía admirablemente con aquélla en que se descubrió la desaparición de la doncella, algunos de sus compañeros que vagaban por las cercanías de Nápoles hacia el lado de Resina, habían visto pasar varios hombres a caballo escoltando a   —27→   una mujer que al parecer no iba por gusto suyo en aquella compañía; que los ladrones no se habían atrevido a asaltarles viendo la superioridad del número; pero que pocos minutos después aparecieron en la misma dirección otros dos hombres montados, y detenidos por ellos al instante, dijeron ser criados de un rico caballero hacendado en Resina y Puzzol, al cual iban siguiendo. Según la relación de Espatolino, no se limitaron a éstas las explicaciones que de boca de aquellos hombres obtuvieron sus compañeros, pues también supieron que ignoraban dichos criados quién fuese la dama que acompañaba su amo; que no conocían mujer ninguna en su familia, y que aquélla con la cual se dirigía a Puzzol no había estado en su compañía hasta aquella noche.

Tales datos no hubieran sido sin embargo de gran valor, a no mediar una circunstancia, que si la ignoraba el bandido la conocía perfectamente Rotoli, y era que hacía algunas semanas conoció a la doncella un noble y rico señor, en unas fiestas de Ischia, y que desde entonces le había visto Rotoli vagar algunas veces por los alrededores de su casa, atisbando las ventanas de la habitación de Anunziata. Dicho señor tenía casas en Resina y en Puzzol, como de su amo habían dicho los dos criados a los ladrones, y el agente de policía, apreciando debidamente tan vehementes indicios, se guardó bien de comunicarlos a Dainville, cuyas sospechas le convenían hacer recaer sobre el infortunado hijo de Giuseppe.

Acabó de vestirse el coronel, y salió con Rotoli resuelto a no perdonar medio alguno para descubrir el paradero de Pietro. En efecto, los más activos gendarmes se repartieron aquella misma mañana en diversas direcciones, después de pedir al agente puntuales señas de la víctima, y sus diligencias fueron   —28→   tan eficaces y felices que en aquella noche fue capturado el infeliz Pietro en una fonda de Marigliano, y al día siguiente se vio en la presencia de Arturo; pues habiendo comprendido el grande interés que tomaba en aquel asunto el joven coronel, se apresuraron los gendarmes a darle un irrecusable testimonio de su activa diligencia en servirle.

Estaba Rotoli con el militar francés cuando fue presentado a éste, atados entrambos brazos con gruesos cordeles, el mozo Biollecare, cuyo rostro expresaba la más violenta desesperación.

-¡Desventurado! -le dijo con severo acento Arturo-, después que por su orden se hubieron retirado los gendarmes. ¿Pensaste que tu crimen quedase desconocido o impune? Cuando te cubrías delante de mí con una máscara de honradez y acusabas al hombre bajo cuyo techo halló un asilo tu vida vagabunda, ¿esperabas engañarme tan completamente que cerrase los ojos a las evidentes pruebas del atentado que meditabas?

Hizo una breve pausa durante la cual apenas respiraba Rotoli, temiendo que el acusado alcanzase a producir razones o pruebas que le disculpasen, pero Pietro continuaba turbado, afligido y mudo, con toda la apariencia de un reo convicto.

-Sí, pérfido -prosiguió el coronel-, existen testimonios de tu crimen, que harían inútil cualquier subterfugio que te dictase tu sagacidad, y si de algún modo puedes excitar mi compasión y moverme a emplear mis esfuerzos en hacer menos dura la sentencia que en breve habrá de lanzar contra ti un tribunal severo, sólo lo lograrás por medio de la sincera confesión que aquí pronuncies.

Las esperanzas que le prestaban estas palabras parecieron reanimar el abatido ánimo del reo, que   —29→   levantando los ojos, que mantuviera hasta aquel instante fijos en el suelo, los clavó en Arturo con notable expresión de tristeza y de arrepentimiento.

-No es mi intención negar nada -dijo entre sollozos-, pues adivino que ha sido mi hermana la que me ha delatado a la justicia. Bien me amenazó con hacerlo; pero yo creía que sólo hablaba así para apartarme de mi idea, y ahora mismo que esto viendo su traición... pero yo se la perdono. La pobre chica es tan virtuosa, que creería un deber suyo el declarar mi culpa, y esto debe recomendarla mucho con las gentes honradas que ejercen la justicia. Sólo quiero decir su excelencia el señor Dainville, que mi padre es tan bueno como María, y está de todo tan inocente como el día en que nació: por eso la justicia al castigarme debe compadecer al pobre viejo que nada sabía de mi culpa y que harto dolor tendrá cuando mire mi castigo. Esto es todo lo que puedo decir al señor coronel, y esto diré al tribunal, pues repito que nada niego y me abandono a su justicia.

Al escuchar tan completa confesión de un delito de que él mismo, siendo su acusador, le creía inocente, estregose los ojos Angelo creyendo que soñaba, y abriéndolos extraordinariamente los clavó con sorpresa en el hijo de Giuseppe, mientras decía en su interior: «¡Si habré acertado por casualidad! ¡Si lo que creía una invención del odio, sería una inspiración de la verdad!».

Menos sorprendido Arturo, dijo al preso:

-Haces bien en no intentar una negativa inútil; pero no basta que confieses el hecho: es necesario devolver al instante la prenda tan villanamente robada.

Entonces fue Prieto quien abrió los ojos con el aire de quien se esfuerza para comprender.

-¡La prenda   —30→   robada! -repitió dos veces-. Vuestra excelencia ha sido sin duda mal informado -añadió moviendo la cabeza-. Aquí descubro una mentira que no puedo dejar pasar. No aseguro a la verdad que ellos no hayan robado una prenda, ni aunque fueran mil; pero protesto que no he tenido parte. Desde el momento en que logré reunirme con ellos, el capitán me encargó la comisión de ir a Nola y a Marigliano a llevar ciertas cantidades de dinero a unas pobres familias que protege. Por cierto, señor excelentísimo, que no podré olvidar la confianza que me dispensó, y que lloré de gozo cuando me dijo estas palabras: «Aunque eres nuevo entre nosotros, te creo un buen muchacho, y si por desgracia no lo fueras, esta prueba nos libertaría del deshonor de tener un pícaro en nuestra compañía. Porque quiero darte ocasión de manifestar lo que eres, y por la mayor seguridad con que puedes entrar y salir en las poblaciones, te escojo para desempeñar esta comisión; cuando la hayas terminado, ven a buscarme en este mismo sitio, y si en él no estuviere, aguárdame». Obedecí, señor Dainville, y cuando los gendarmes me prendieron en la hostería del Oso Blanco de Marigliano, ya iba a salir de aquella población para volver a juntarme con Espatolino. Ésta es la verdad, y mintió quien dijo que yo robé prendas a nadie: que harto culpable soy con lo que he hecho sin necesidad de que me inventen delitos que todavía no he cometido.

Había en el aspecto y tono del mozo un carácter tan solemne de sencillez y verdad que hubiera sido imposible desconocerle. Arturo comprendió que había hallado un culpable, pero no el que buscaba, y que si bien la revelación que acababa de oír empeoraba la causa de Pietro, probaba su perfecta inocencia respecto a la culpa que se le había imputado.

  —31→  

Por una de aquellas extravagancias tan comunes en el corazón humano, en vez de atenuarse la ira del militar contra el pobre reo, pareció cobrar mayor violencia; pues destruida en un instante la esperanza lisonjera de recobrar su querida, la desesperación de Arturo no encontró otro objeto más próximo en quien derramar su amargura que el infeliz que acababa de disipar un error que le había halagado.

-¡Cómo, monstruo! -exclamó-, ¿eres un agente del feroz Espatolino? ¿Perteneces a la horda de asesinos que tiene aterrorizada la Italia?

-¡Perdón, nobilísimo señor!, ¡perdón! -respondió todo trémulo el hijo de Giuseppe-. Puesto que vuestra excelencia sabía mi delito y que mi sincera confesión y mi suerte deplorable y mísera me hacen merecedor de alguna clemencia...

-¡Basta! -dijo secamente Dainville-. Hola, Rotoli, llamad a los gendarmes para que conduzcan a este hombre a la cárcel, y que sea informado de su crimen y de su captura el juez a quien compete. Nada tengo que ver con esta causa -prosiguió volviendo la espalda al desdichado que le miraba con ojos suplicantes, puesto que el reo ignora o finge ignorar el paradero de Anunziata, única revelación que pudiera salvarle.

-¡Que pudiera salvarme! -exclamó Pietro con ansiedad dolorosa-, ¿decís, noble señor, que aún puedo salvarme? ¿Lo habéis dicho, no es cierto?

-Sí -repuso el coronel-, pero es preciso que sepa yo antes en dónde se encuentra la sobrina de Rotoli.

-¡En dónde se encuentra! -repitió Pietro con el aire de la ingenua sorpresa-. ¡Pues qué!, ¿no lo sabéis?

Y después de un minuto de reflexión fijó los ojos en Angelo y le dijo con el más rendido acento:

  —32→  

-En nombre de la Santa Madonna, señor Rotoli, decid, dónde está vuestra sobrina, si es que ya no la tenéis en Portici. Ya habéis escuchado que el señor Dainville me da esperanzas de salvación; y no, no sois tan malo ni me aborrecéis tanto que queráis negarme todo auxilio y condenarme a la muerte. Tened piedad de mí, señor Rotoli, ved que no soy un malvado. ¡Ah!, si he cometido una culpa, Dios sabe por qué lo hice. ¡No conocéis lo que es la miseria!... ¡el hambre!... Compadecedme, señor Angelo, y si es que habéis escondido a vuestra sobrina, decidme por Dios dónde.

El desorden, la sencillez y la verdadera angustia con que había sido pronunciado tan extraño ruego, hubieran persuadido contra los más fuertes indicios la inocencia de Pietro en el robo de la doncella, y tan penetrado de ella quedó el coronel, que sin dirigirle ninguna otra pregunta repitió la orden de conducirle a la cárcel.

Obedeciole Rotoli disimulando mal su complacencia; pues hallar reo de tan mala causa a su enemigo era un bien superior a su esperanza. La casualidad le proporcionaba satisfacer cumplidamente su venganza, y casi se persuadía de que el cielo mismo estaba interesado en ella.

El preso salió de la casa de Arturo en medio de los gendarmes, y el implacable Angelo marchaba a su lado, recreándose con las demostraciones de dolor que se le escapaban.

-¡Mi pobre padre! -decía entre sollozos-, morirá de pesar si me condenan a muerte. ¡Pobre viejo, que cifraba su orgullo en la honradez de sus hijos!... ¡pero era tanta su miseria!, ¡y mi triste hermana sin un pedazo de lienzo con que cubrir sus carnes!... Por ellos, por ellos y no por mí determiné hacerme bandido: condenar mi alma para adquirir dinero. ¿Y   —33→   habré de morir como un facineroso sin tener el consuelo de que logren algún provecho de mi culpa? ¡Pobre, pobre Giuseppe!, más le valía haberse muerto de hambre como mi desdichada madre.

Rotoli pareció algún tanto conmovido oyendo tan sentidas lamentaciones, y dijo muy bajito al desconsolado reo:

-Has sido ingrato conmigo, Pietro, pero no puedo olvidar que en otro tiempo fui tu amigo, y que tu anciano padre es un excelente sujeto que en días más felices para él tuvo ocasión y voluntad de prestarme algunos ligeros servicios. Soy agradecido y te compadezco.

-¿Podréis salvarme? -preguntó vivamente el mancebo.

-Lo deseo -respondió con cautela el agente-, y no me parece imposible. ¡Calma, calma, amigo Biollecare! Calma y disimulo -prosiguió al notar los gestos de júbilo que hacía el preso-. Yo haré por ti cuanto esté en mi mano y me valdré del notorio ascendiente que ejerzo en el ánimo del coronel Arturo para interesarle en tu favor.

-La divina Madonna y el bienaventurado San Giovanni os lo pagarán en el cielo, señor Angelo -dijo con acento trémulo de emoción el hijo de Giuseppe-. Ahora conozco que he sido injusto con vos, y que merezco por ello los sinsabores que estoy pasando.

-No es tiempo de pensar en tales cosas -dijo Rotoli-, estamos ya próximos a la cárcel, y antes de separarnos quiero decirte lo que te conviene hacer para mejorar en lo posible tu causa. Pero dime ante todo, hijo mío, ¿tienes contigo algún papel que pueda perjudicarte? porque te advierto que serás escrupulosamente examinado al entrar en la prisión y que un documento escrito que probase tu complicidad   —34→   con Espatolino, te haría indudablemente más daño que todas tus imprudentes confesiones en presencia de Dainville.

-No tengo papel ninguno -dijo con candidez el joven.

-Francamente, ¿no tienes contigo ningún escrito?

-Aguardad, ahora recuerdo que en el bolsillo derecho debo tener una cartera de piel, y en ella una carta de mi hermana que recibí estando en Ischia hace algunas semanas. Me rogaba la enviase algunas monedas de las que suponía producto de la pesca, porque nuestro padre estaba enfermo; pero la pesca fue mala y...

-Bien, bien -interrumpió Angelo-, nada importa que vean esa carta; pero repasa tu memoria, Pietro: ¿no tienes absolutamente ningún otro papel?

-Ninguno... ¡Ah, sí! Tengo también aquella carta vuestra a Espatolino, que en mi ciega ira contra vos no quise llevar a su destino ni devolvérosla. Creyendo que erais mi enemigo, la guardaba como un arma contra vos; pero os juro, señor Angelo, que hace tres días que no me acordaba de ella.

Animose extraordinariamente la fisonomía de Rotoli.

-Esa carta -dijo- te puede ser perjudicial, pues, cuando el Gobierno sólo vea en mí un culpable como tú, mal podré alcanzar el crédito que necesito para salvarte.

-Pero, ¿no podréis sacar con disimulo la cartera de mi bolsillo? -exclamó con ansia Pietro.

-La noche está oscura y los gendarmes llevan entre sí una conversación tan viva que no se cuidan de nosotros.

-¿Lo creéis así? ¡Si pudiera escaparme!

  —35→  

-¡Imposible! -exclamó Rotoli, agarrándole por un brazo-; pero puedo sacar la cartera. ¿Dices que en el bolsillo derecho?

-Sí, ahí, ahí mismo donde ponéis la mano.

-Chist, ya la tengo; ¡aquí está!

-Dios os lo pague, señor Rotoli -dijo el hijo de Giuseppe, y el agente le miró con inexplicable expresión.

Llegaron en esto delante de la cárcel, y el pobre mozo comenzó a temblar como un azogado.

-¡Ánimo! -le dijo Angelo-, espero que pronto nos volveremos a ver.

Prorrumpió en llanto el mozo, y entró en la sombría morada en medio de los gendarmes, que le dirigían groseras chanzonetas, mientras el agente de policía, guardando en su pecho la cartera, murmuraba con infernal sonrisa:

-¡No le creía tan necio! ¡El insensato no se ha reservado ningún recurso!



  —36→  

ArribaAbajo- III -

Era una noche de las más poéticas que pueden gozarse en la hermosa Parténope. Una de aquellas noches en las que el pensamiento no se eleva al cielo, porque lo encuentra en la tierra; en que el placer físico que producen la calma, el claroscuro, los perfumes, la suavidad del ambiente, la belleza apacible de la naturaleza en reposo, nos apegan al suelo sin oprimirnos ni esclavizarnos; permitiendo al espíritu y a la materia asociarse más estrechamente, confundirse por completo para gozar de la vida en toda su plenitud. Una de aquellas noches, en fin, en las que se siente una comunión de amor entre el cielo y la tierra, y parece que circulan por el aire suspiros de deseos y palabras de esperanzas.

La luna acababa de aparecer: todo estaba tranquilo en las pintorescas riberas del golfo de Puzzoli, y la linda ciudad parecía dormida al blando murmullo de las sosegadas olas. Sin embargo, aún era bastante temprano para que las personas más aficionadas a los encantos de la naturaleza que a los atractivos de la sociedad pudiesen salir de sus casas   —37→   y pasearse por la playa, disfrutando a un mismo tiempo de la vista de la tierra, del firmamento y del mar.

Las almas entusiastas en quienes nunca se debilita el prestigio de los grandes nombres, por más que caiga sobre su memoria el polvo de los siglos, se dirigirían sin duda con preferencia al lugar en que se ven todavía las venerandas minas de la casa de campo de Cicerón; mientras otras más filosóficas irían a meditar sobre las locuras del orgullo humano cerca de los miserables restos de aquel famoso puente de Calígula, origen de tantos desastres.

Nosotros, empero, no nos detendremos en éste ni en aquel sitio: veremos pasar las barquillas que en diversas direcciones se deslizan por el azulado golfo, sin parar en ellas la atención, y entablaremos conocimiento con dos personas que han llegado, costeando, al monte nuevo, local del antiguo lago de Lucrino.

Son nuestros personajes un hombre y una mujer, que se pasean asidos del brazo y gozando con embeleso, según parece, de los encantos de tan serena noche. Ningún camino puede ser largo para gentes que se muestran tan complacidas de andar juntas, de admirar juntas, y de juntas detenerse para expresar sus sentimientos bajo la espléndida bóveda de aquel hermoso cielo, con miradas de placer y palabras de ternura.

El paraje en que se hallan no les parece, sin embargo, digno teatro de su mutua felicidad, pues desviándose de sus moles de piedra van siguiendo despacio la ruta que conduce a aquel lago célebre, consagrado por los antiguos a los dioses del infierno, pero que en nuestros días no sería indigno asilo de divinidades más benignas. El averno se ha trasformado   —38→   completa y ventajosamente; sus umbrías y deliciosas orillas, que conservaron por mucho tiempo fama de mortíferas, atraen hoy, con la benéfica suavidad de su ambiente, al poeta que acude buscando inspiraciones y al pescador que nunca se aleja descontento de ellas.

Los dos personajes que habían tomado aquella senda, iban entretenidos en grato coloquio; mas antes de instruir al lector de su conversación, podemos hacer en pocas pinceladas el retrato de ambos.

Era él de aventajada talla, y su ferreruelo azul no impedía se echasen de ver las buenas proporciones de su cuerpo. Su traje, según podía inferirse de la parte visible, no se diferenciaba mucho del común de los marineros; pero veíase brillar en su cintura un primoroso puñal, de empuñadura de oro. Llevaba en la cabeza una gorra de paño que apenas coronaba su profusa cabellera negra, que sombreando una frente anchurosa y grave, templaba la fogosidad de sus grandes ojos de color indefinible.

A la luz del día se hubieran notado en el semblante de aquel hombre las huellas que imprimen los años y las desventuras; pues aun visto con la favorable claridad de la luna podía advertirse que sus varoniles facciones carecían ya de aquella frescura intacta de la primera juventud, y que había en su fisonomía un no sé qué de triste y austero, que hacía nacer la idea de que no se albergaban en su alma afectos dulces y recuerdos gratos, que pudiera el rostro reflejar.

Con todo, en el momento que hemos escogido para pintarle era evidente que le animaban sentimientos tiernos, pues su brazo derecho apretaba suavemente el izquierdo de su compañera, y apartándole con la otra mano los rizos que la brisa la arrojaba al rostro,   —39→   parecía embelesado en la contemplación de sus facciones, alumbradas por aquel astro tan propicio a la hermosura. La de aquella mujer no era, sin embargo, de primer orden, aunque hubiese mil gracias en su figura meridional, no menos voluptuosa que expresiva. Sus años no podían exceder de veinte, y su vestido era el mismo de las aldeanas de Portici, aunque de tela superior.

Un hermoso perro maltés seguía a esta desconocida pareja, cuyo coloquio cobraba mayor animación a medida que se prolongaba.

-Hace dos horas -decía el hombre-, que me diriges, entre las más lisonjeras protestas de cariño, palabras oscuras y tristes que en balde me afano por comprender. Explícate, Anunziata; ¿qué quieres decir con esos acentos melancólicos lanzados en medio de nuestra felicidad?

Su voz, aunque llena y varonil, se prestaba sin esfuerzo a las más dulces inflexiones de su lengua musical. La joven respondió:

-No quiero negarte por más tiempo, Giuliano, que un pesar invencible me oprime en estas horas de delicias.

-¡Un pesar!, ¡tú, mi Anunziata!, ¡tú, mi ángel!

-Me amas y te idolatro -repuso ella-; pero cuando consentí en huir contigo de la casa de mi tío, pensaba que tu nacimiento oscuro y tu pobreza extrema serían un obstáculo a nuestra unión, recelando que Rotoli nos negase su consentimiento.

-Es verdad.

-Me habías dicho que eras un pescador de estas riberas y te creí, Giuliano.

-Y bien, Anunziata, ¿te arrepientes acaso?

-¡Ah ingrato! -dijo ella-, ¿por qué me engañaste?

Un ligero temblor agitó el brazo en que se apoyaba   —40→   la sobrina de Rotoli. «¡Anunziata!», fue lo que pudo articular su amante, y en tono en verdad más desabrido que apacible.

-Un pescador que vive de su humilde oficio -continuó ella-, no prodiga el oro como te he visto hacerlo; no se alberga en casas como la que ocupamos en Puzzoli; no es acatado en las fondas en que descansa como tú lo fuiste en Resina... En fin, Giuliano, sé que este nombre que te doy no es el tuyo.

-¡No es el mío! -repitió con voz alterada su interlocutor.

-Esta mañana el hombre que se dice dueño de la casa que habitamos creyó que estaba sólo contigo, y deponiendo al punto la fingida familiaridad con que te trata en mi presencia, te habló con respeto y articuló un nombre que no fue Giuliano.

-¿Cuál fue, pues, desdichada?

Esta exclamación se hizo en un tono que amedrentó a la doncella.

-¡Santísima Madonna!, ¿qué tienes, querido mío? Me causas miedo.

Sacudió la cabeza el hombre y se mordió los labios, como si experimentase a la vez un aumento de impaciencia y el deseo de moderarla.

-¿Dices que no es mi nombre Giuliano? -pronunció suavizando su acento-. ¡Bien! ¿Cuál es, pues, el nombre que escuchaste?

-No le oí -respondió ella-, porque hiciste un gesto por el cual comprendió el otro que yo estaba cerca, y la prisa que se dio en llamarte Giuliano me hizo conocer que habías ahogado en sus labios el nombre verdadero que iba a proferir.

-¿Y es el nombre lo que ama en mí la sobrina de Rotoli? -dijo con agitación Giuliano.

-No por cierto; pero te amé con un nombre humilde:   —41→   te amé pescador y pobre, y temo que tu posición en el mundo sea distinta de la que aparentabas.

-¡Mi posición [en] el mundo!, ¿y qué te importa?, ¿qué tienes que ver con ella?

-¿Qué me importa? ¡Pues qué!, ¿no me juraste hace cuatro días, al sacarme de la morada de mi tío, que serías mi legítimo esposo? Y si eres un rico caballero, ¿querrás unirte a una pobre doncella desvalida, sin bienes, sin nobleza... sin nada, Giuliano?, ¿ni aun una madre que la acoja en su seno cuando tú la deseches del tuyo?

Al terminar estas palabras prorrumpió en amarguísimo llanto, y conmovido su amante, la ciñó con sus brazos y la dijo:

-Escucha, Anunziata: sea el más poderoso monarca del orbe, o el más despreciable mendigo, soy tuyo para siempre. Pronto iremos a una ciudad en la cual podré recibir tus promesas al pie del altar, y desde este momento yo te juro por ti, a quien adoro sobre todas las cosas, que tu voluntad solamente tendrá el poder de separarnos.

La joven le miraba sin pestañear con sus grandes ojos húmedos todavía, reteniendo sus sollozos para no perder una sílaba de aquellas palabras halagüeñas que llegaron todas a su corazón.

-No mientes ahora -dijo-, no se acompañan con ese acento y esa mirada las mentiras que Dios aborrece. ¡Esposo mío!, yo te creo y te amo.

Continuaron su marcha: ella no volvió a llorar; su rostro agradable y expresivo brillaba de amor y de esperanza, y los más tiernos nombres salían de sus labios purpurinos y frescos, que parecían brindar un dulce beso, pero él no se apresuraba a acercar los suyos. Había perdido súbitamente su alegría;   —42→   su rostro estaba sombrío, sus palabras eran breves e inconexas.

Notolo al fin la doncella, y dijo:

-Esposo mío, ¿estás enojado con tu Anunziata?

Sonrió con tristeza Giuliano, y sólo respondió con una caricia.

-¿Quieres que te hable de los primeros días de nuestro cariño, Giuliano? Escucha: era una noche hermosa como ésta; yo cantaba en mi ventana y vi la gentil figura de un hombre al frente de mi casa. Tenía un ferreruelo azul: ¡éste!, pero en vez de esta gorra de paño llevaba un gran sombrero que casi le cubría la cara. Su talle era noble, sus ojos brillaban en la oscuridad como dos luceros: ¡he aquí aquel talle! (y le ceñía con sus brazos), ¡he aquí aquellos ojos! (y los besaba).

-Sí -respondió Giuliano-, entonces oí por la primera vez tu voz, más grata a mi oído que el murmullo del agua al viajero sediento. No había visto tu rostro, pero le adivinaba, y desde aquella noche te amé, Anunziata.

-¡Cuán dulces eran los largos coloquios que teníamos en la ribera! Y cuando la presencia de Rotoli me impedía acudir a la cita, ¡cuánto te agradecía que fueses a colocarte al frente de mi habitación y tirases conchitas a mis ventanas! ¿Te acuerdas cómo enseñé a Rotolini a que te llevase mis cartas en la boca? El pobre animal te conocía mejor que yo misma, y a veces me advertía tu llegada con aullidos, que hacían rabiar a mi tío. También recuerdo cuando tuviste celos del coronel Dainville porque le veías entrar en mi casa.

-Una palabra tuya bastó para sosegarme.

-Es verdad, te dije, que su amor me fatigaba y que no tenía ya un corazón que darle. ¡Ay! ¡Pero   —43→   cuánto he padecido cada vez que te ausentabas!, ¡qué días tan largos los que pasaba lejos de ti!, ¡cuánto lloraba por las noches cuando nadie me veía! Ya no volveremos a separarnos.

-¡Nunca, vida mía, nunca! Pero al traer a mi memoria la noche feliz en que escuché tu canto divino, ¿no pensaste en que ibas a despertar el deseo de volver a oírle? Canta, Anunziata, canta aquella letra que hizo palpitar de ternura un corazón de acero.

-He aquí el lago Averno -dijo ella-, sentémonos sobre estas piedras, al pie de este edificio arruinado: no importa que haya sido templo de Plutón; esta noche lo será del amor.

Y reclinada sobre las rodillas de su querido, cantó con hechicera voz estos versos de Metastasio:


Amo te solo; te solo amai:
tu fosti il primo, tu pur sarai
l‘ultimo oggetto che adorerò8.



Los céfiros esparcían sus dulcísimos conceptos, y Giuliano la dijo:

-Prosigue tu canto, tu canto sosiega las tempestades de mi alma.

Ella cambió de música y letra, y cantó con expresión:


   Fosca nube il sor ricopra,
o si scopra il ciel sereno,
non si cangia il cor nel seno,
non si turba il mio pensier.
Le vicende della sorte
imparai con alma forte,
della fasce a non temer9.



-¿Tendrás esa fortaleza? -exclamó Giuliano-. Si el   —44→   destino fatal que me acosa llegase a alcanzarte, ¿sabrías soportarlo sin cobardía? ¿No se mudaría tu corazón si vieses en tu amante un ser desventurado, cuya alma enferma pudiera contagiar la tuya tan hermosa?

-¿Eres infeliz? ¿Por qué, pues, me reservas tus penas? No, no soy tan flaca que no pueda llevar el peso de la parte que en ellas me corresponde. Tu suerte será la mía, próspera o adversa, puesto que soy tu esposa. Habla, y que desde esta noche no existan secretos entre nosotros.

Diciendo esto doblaba las rodillas delante de él y le miraba con ojos llenos de ternura.

Arrancó Giuliano de su cabeza la gorra de paño, como si su ligero peso le oprimiese, y arrojándola lejos de sí sacudió su espesa cabellera poniendo la mano sobre su frente.

-¡Me abrasa! -dijo, y comenzó a pasearse con pasos presurosos por la orilla del lago.

-¡Habla! -repitió Anunziata con tono suplicante.

Detúvose él y tomando agua en el hueco de sus manos, empapó su frente y sus cabellos, que, cobrando mayor lustre con la humedad, quedaron lacios y brillantes como las plumas del cuervo. También sus ojos parecieron a Anunziata más resplandecientes que de costumbre, pero tenía aquel fuego algo de siniestro, y se hicieron visibles en su tez algunas ligeras arrugas que hasta aquel instante no se echaran de ver. Todo su aspecto tuvo entonces un no sé qué de terrible y majestuoso, de triste e imponente.

Apoyado un brazo en una columna mutilada, y tendiendo el otro a la joven que se acercaba a él arrastrándose de rodillas.

-¡Anunziata! -la dijo-, he sido un monstruo, pues pude engañar tu crédula confianza.   —45→   Cualesquiera que puedan ser las consecuencias de la confesión que voy a hacerte, siento como tú la necesidad de que no existan ya secretos entre nosotros. Todos debes saberlos: mi nombre, mis desventuras y mis crímenes. Levántate, doncella, pues vas a ser el juez de un alma indómita hasta ahora, y para la que nunca tuvo significado la palabra arrepentimiento.

Al decir esto su rostro tenía aquel sello terrible de un inmortal orgullo, que conserva entre los horrores de su eterna expiación el formidable espíritu vencido por el arcángel del Omnipotente. Estremecida la doncella exclamó:

-¿Quién eres?

-Levántate y escúchame, Anunziata, reuniendo tu valor, porque voy a contarte una historia larga, y siniestra: una historia que no conoce el mundo, y que tú sola debes oír, sin otro testigo que el cielo impasible y mudo que nunca comprendió la voz de la desventura.

-¡Oh esposo mío!, no blasfemes de la justicia de Dios -dijo Anunziata.

-La fatalidad es el único Dios que dirige mi destino -respondió con voz sombría el fingido pescador-, mi nombre te explicará mi vida, y mi vida te explicará mi religión.

-Pronuncia, pues, ese nombre -gritó con ansiedad la sobrina de Angelo.

-Me llamo...

-El agudo sonido de un silbato se dejó oír en aquel instante: la doncella tiembla sin saber por qué, y el falso Giuliano, interrumpido en el momento de hacer su revelación, saca del bolsillo un instrumento como aquél que acaba de oír y responde con igual sonido.

  —46→  

-Un hombre aparece como por encanto en la misma orilla. Su traje imita el de un montañés de la Calabria; su cuerpo es robusto; su estatura atlética, y su rostro, aunque alumbrado por la suave claridad de la luna, tiene una expresión atrevida y feroz.

-¡Giuliano! -dice, y de un salto se pone a su lado el amante de Anunziata. Hablan en voz baja algunos minutos, y la pobre joven, que no puede oír lo que dicen, aprieta las manos sobre su seno oprimido y se encomienda mentalmente a su ángel custodio, porque presiente desgracias inconcebibles.

La misteriosa conferencia concluye, y Giuliano volviendo presuroso la dice:

-Es forzoso separarnos al punto. Fío tu seguridad al amigo que está presente; síguele y él te llevará a un paraje seguro, al cual iré a encontrarte muy pronto. Todo está preparado para tu partida, y un deber imperioso me llama a otra parte.

La joven temblando arroja una recelosa mirada al sospechoso personaje a quien la confía su amante, y murmura una negativa; pero él repite con acento y ademán imperioso.

-Obedece y nada temas: ¿quién se atrevería a ofender en lo más mínimo a la esposa de...?

-¿De quién! -preguntó con ansiedad la doncella.

-De un hombre que jamás supo perdonar -respondió Giuliano, y tomándola por la mano la llevó hacia su sombrío compañero que permanecía inmóvil.

-Aquí la tienes -dijo-, tu cabeza responde de su seguridad.

Enseguida le vio Anunziata alejarse presuroso, y sin duda el montañés le había traído un caballo, pues dos minutos después oyó su violento galope.

  —47→  

-Tened piedad de mí, señor calabrés -dijo entonces con ahogada voz.

-¡Corpo di Dio! -contestó el áspero personaje-, ¿de quién diablos tenéis miedo?

Le ofreció su nervudo brazo, que ella tomó temblando, y siguieron la senda que debía volverles a Puzzoli.



  —48→  

ArribaAbajo- IV -

Arturo de Dainville, enteramente abrumado del pesar de haber perdido a su amada, y ocupado en imaginar medios de encontrarla, no había vuelto a pensar en Pietro, que abandonado al vengativo y pérfido Rotoli, activo y fecundo en recursos para perderle, supo agravar su causa con los malos antecedentes que prestó a la reciente culpa del reo.

La confesión que éste hizo delante de los jueces, tan completa como la que antes pronunció en presencia del coronel, hacía innecesarias mayores pruebas que las que arrojaba naturalmente el proceso, y resultando plenamente convicto y confeso del crimen de complicidad con el terrible bandido, se halló en uno de los casos comprendidos en un bando publicado pocas semanas antes, y por el cual se imponía pena de muerte a cualquiera persona que mantuviese comunicación o diese asilo a los individuos que componían aquella feroz cuadrilla, que era, hacía veinte años, el espanto de Italia.

Al mismo tiempo se ofrecía una suma considerable a quien entregase a Espatolino o diese aviso   —49→   cierto de su paradero, asegurando un completo indulto si el que prestaba este servicio a la humanidad era alguno de los cómplices de aquel sanguinario jefe.

Los medios prodigiosos porque había sabido libertarse repetidas veces de riesgos inminentes, burlando las más eficaces medidas del Gobierno, interesado en salvar de aquel azote a las provincias regidas por él, habían contribuido a irritar más los ánimos, haciendo que el Gobierno considerase como punto de honor el acabar pronto con aquella horda asoladora, cuya audacia se hacía mayor con la impunidad.

El terror que infundía en los propietarios de los pueblos pequeños el nombre de Espatolino era tan poderoso, que muchos de los más ricos habían aceptado la imposición de considerables contribuciones que le pagaban exactamente, dándose por dichosos con verse por este medio a salvo de mayores males; pero el bandido, cumpliendo con religiosidad sus convenios, respetaba las posesiones de todos aquéllos que voluntariamente le rendían tributo.

Algunos señores napolitanos que poseían fincas rurales eran acusados también por la voz pública de prestar protección al bandido, por el interés de verse libres de sus atrevidas agresiones. Decíase, en fin, generalmente, que la cuadrilla homicida contaba con importantes auxiliares dentro de las principales ciudades, y que ejercía una especie de soberanía en las poblaciones secundarias; donde solía detenerse semanas enteras sin hallar una voz que le denunciase, ni un vecino que le negase albergue en caso de necesidad. Se aseguraba, bien que no hubiera podido probarse hasta entonces, que el mismo Espatolino tenía arrendadas por segunda mano   —50→   casas de buenas apariencias en varias ciudades, que ocupaban personas de su devoción, a las que pagaba generosamente, y que en ellas se hospedaba cuando lo tenía a bien, a veces sigilosamente, a veces sin ningún misterio, pasando tan pronto por un mercader extranjero como por un príncipe italiano.

Para que tales rasgos de incomparable osadía no fuesen rechazados por increíbles, los que divulgaban aquellas voces se manifestaban persuadidos de que no hacía falta a Espatolino quien le proporcionase fingidos pasaportes y otros medios de engaño, y que en cada ciudad, villa y aldea existía alguna fonda en la que era recibido siempre con afectada o verdadera alegría, y agentes que pagaba para que velasen por su seguridad; la que era tanto más posible, cuanto que, según la notable variedad de los retratos que se hacían de él, era muy difícil poder saber con exactitud las señas de su persona. Los mismos que habían sido sus víctimas estaban discordes al pintarle. Un gran señor, a quien habían asaltado en el camino de Lagonero a Chiaramonte, y al que robaron todo su equipaje después de matarle dos criados que intentaron resistir, aseguraba haber visto cara a cara al famoso bandolero, y que conservaba distintamente en la memoria su cuerpo pequeño, pero robusto; su cabeza erizada de pelos rojos ásperos; sus ojos sangrientos; su nariz roma, y su tez encendida como el fuego.

Un fabricante de Torre della Nunziata, cuya casa fue escalada en mitad de la noche con imponderable temeridad, negaba que el robo que le habían hecho hubiese sido ejecutado, como creían sus paisanos, por ladrones de la población, y decía haber oído a uno de los agresores pronunciar el nombre de Espatolino, en el momento que, cayéndose la máscara   —51→   que llevaba puesta aquel jefe de facinerosos, dejó ver su descarnado y amarillo rostro lleno de cicatrices, y afeado aún más por una grandísima nariz curva y unos ojos bizcos de siniestro mirar. El horrible personaje, según la aseveración del fabricante, era de colosal estatura, flaco y nervioso, con unas manos descomunales y una voz que se parecía a los bramidos del Vesubio al tiempo de su erupción. Por último, un aceitero de Massa, que fue despojado ingeniosamente del producto de su cosecha, desmentía a los anteriores, y juraba por su alma que Espatolino era un hombre negro como un etíope, de nariz recta y ancha, boca de abismo, ojos pequeños y torvos, pelo negro y crespo, largo de piernas, corto de talle, y más bien grueso que delgado.

Entre tantas contradicciones nadie podía averiguar las verdaderas facciones del bandido, pues los que efectivamente le conocían eran los únicos que no hacían alarde de aquella ventaja.

Aunque el Gobierno no desestimase los rumores públicos, le había sido imposible hasta entonces convencerse de su verdad ni lograr indicios tan vehementes que le autorizasen a proceder contra ninguna de las personas que parecían sospechosas. Limitose, pues, a redoblar las diligencias que podían proporcionarle datos más positivos respecto a los reos de aquella misteriosa y extensa complicidad, despertando la codicia y excitando el terror por [me]dio del bando de que hemos hecho referencia a[ntes], y el cual era una circunstancia fatal para el hijo de Giuseppe. Los jueces, que anhelaban la ocasión de imponer un ejemplar castigo que sirviese de escarmiento a los agentes secretos de Espatolino, no podían despreciar la que entonces se les presentaba, y   —52→   el infeliz joven, víctima de la conveniencia pública, fue juzgado con un rigor que hace gemir la humanidad. La sentencia se pronunció, y aquella sentencia fue la de muerte.

El día en que tan tremendo fallo se notificó al reo, estaba solo y triste en su casa el coronel Arturo de Dainville. Nada sabía del preso; nada había hecho en su favor ni en su daño; y Rotoli, que conocía su carácter generoso, aunque irascible, se guardó bien de noticiarle la suerte del infeliz Pietro, por temor de que interesándose por él pudiese robarle la completa satisfacción de su implacable venganza.

Arturo, pues, ignorante del resultado del juicio, y sintiendo más que nunca la fuerza de su amorosa inclinación, acaso por lo mismo que consideraba más difícil la oportunidad de satisfacerla, vivía abismado en sus recuerdos. Eran las seis de la tarde del día en que había entrado el reo en capilla, y mientras Rotoli, seguro de su triunfo, rondaba por las inmediaciones de la sombría morada, como el ave carnívora que acecha el cadáver en que espera cebarse, Arturo, que le había esperado vanamente toda la tarde, se había echado con abatimiento en un sofá, abandonándose a sus melancólicas ideas.

«¿Qué sería de Anunziata? ¿En poder de qué desalmado gemiría cautiva la tierna doncella por cuya posesión hubiera dado diez años de su vida? ¡Ay!, acaso aquella esquiva hermosura que había resistido a las seducciones de su ardiente amor, sería en aquel instante juguete mísero de los brutales antojos de un infame raptor».

Así discurría, Arturo, y así hubiera continuado discurriendo, si no le hubiese sacado de su amarga cavilación uno de sus asistentes que entró a decirle que una joven que parecía poseída de la más profunda   —53→   aflicción pedía ansiosamente se dignase el coronel escucharla un instante.

Arturo tembló: una mujer que llegaba a él en el momento en que pensaba más tiernamente en la que amaba, no podía encontrarle frío ni severo.

Era joven, era francés, la galantería no le abandonaba ni aun en los momentos más solemnes de su vida, y además una esperanza vaga, insensata, pero lisonjera, atravesó rápidamente por su imaginación. «¿Si Anunziata, escapando de su cautiverio, vendría a pedirle protección?».

-Que entre al momento esa joven -dijo, y se levantó para recibirla palpitándole el corazón.

La puerta dio paso un minuto después a una muchacha de 24 años, desgreñada y casi andrajosa, que se arrojó a sus pies levantando hacia él su rostro macilento y ajado, en que se veían impresas la desventura y la miseria.

El coronel suspiró al ver desvanecida su fugitiva ilusión, pero conmovido al aspecto de la infeliz criatura, que abrazaba sus rodillas con un ardor convulsivo, la levantó cariñosamente y la mandó sentar.

-No, ilustre caballero -dijo ella-, no merece esta desventurada ocupar una silla en vuestra casa; pero tened piedad de mí, de mi anciano padre que va a morir de dolor y vergüenza.

-¿Quién es tu padre y en qué puedo serviros?

-Mi padre se llama Giuseppe Biollecare -contestó ella con desmayada voz-, y yo soy su hija María, hermana de Pietro a quien conoce vuestra excelencia, y que fue preso, según se dice, por su orden.

-María -repuso Arturo-, tu hermano es reo de un delito en el cual nada tengo que ver; pero, ¿qué es lo que pides? ¿Qué quieres de mí?

  —54→  

-¡Ay, señor! -exclamó la joven volviendo a arrodillarse-, ¡salvadle! ¡Salvadle por amor de Dios! Os ha engañado el perverso Rotoli si os ha dicho que Pietro es un mal hombre. Sabed, señor excelentísimo, que teníamos un pariente que poseía algunos bienes, y aunque era tan avaro que nada nos daba para aliviar nuestra triste situación, nos había ofrecido que nombraría a Pietro su heredero para después de sus días. El pérfido Angelo logró perder al pobre mozo, calumniándole con aquel viejo de quien todo lo esperaba, y para lograr más fácilmente su perverso designio, fingió compadecerse de nosotros, y se llevó a su casa a mi crédulo hermano. Con este rasgo de caridad deslumbró a nuestro pariente y logró mayor crédito, cuando, realizando algún tiempo después su infernal pensamiento, le acusó de ladrón y de otros vicios detestables. Su maldad llegó hasta el extremo de haberle supuesto la intención diabólica de envenenar al viejo avaro a quien esperaba heredar, y aunque todas sus acusaciones carecían de fundamento y apoyo, consiguió perder a su víctima en el concepto de aquél. Por tales medios obtuvo la herencia que estaba destinada a Pietro, y echándola luego de generoso, volvió a llamarle a su casa, teniendo el talento de persuadirle que no había contribuido a su desgracia, y que deseaba proporcionarle una colocación ventajosa. Seducido por estas promesas, y tan sencillo que dio valor a su astuta justificación, Pietro, olvidando lo pasado, se dedicó ciegamente al monstruo con la fidelidad de un perro.

Pero ¿sabéis qué interés tenía Rotoli en recobrar su amistad? Pues no era otro que el de servirse de él en sus comunicaciones con los bandidos, porque conocía la reserva excesiva de mi hermano, y confiaba   —55→   mucho en la influencia que ejercía en su espíritu. En efecto, señor, él fue causa de que viese a Espatolino y se deslumbrase con sus fatales promesas; él quien le abrió una senda de perdición; quien supo mantenerle en aquellas malas ideas... hasta que nuevamente ofendido y sintiendo despertar en su pecho su antigua probidad, se resolvió a abandonar aquella casa peligrosa y a confiaros reservadamente las relaciones secretas con que estaban ligados el agente de policía y el bandido. ¡Dichoso él si después de tan honrada determinación hubiese olvidado la existencia del funesto personaje que le había hecho conocer Rotoli! ¡Pero la miseria!... ¡el hambre!... ¡el demonio de la tentación!... Señor excelentísimo, un momento bastó para que Pietro, acosado por la desgracia y recordando las proposiciones del bandido, sucumbiese miserablemente y se hiciese reo de aquel mismo crimen que dos días antes había denunciado en otro. Pero, señor, sus manos no han derramado la sangre del prójimo; ningún robo ha cometido todavía; la intención solamente es su delito, ¿y habrá de ser juzgado sin misericordia?

-No lo será, María, no lo será -dijo enternecido Dainville-, su castigo no pasará de una corrección, y yo cuidaré de proporcionar a tu padre los medios de ganar con qué vivir honradamente en lo sucesivo.

-¡Una corrección! -exclamó la doncella-, ¿pues qué, señor excelentísimo, estáis seguro de que se revocará la terrible sentencia?

-¿Qué sentencia? -preguntó el coronel-, ¿ha sido por ventura pronunciada alguna?

-¡La de muerte, señor, la de muerte! -dijo con voz profunda la infeliz.

-No es posible -respondió estremeciéndose Arturo.

  —56→  

-Señor, el reo está en capilla.

-Es cosa horrible ciertamente -añadió el coronel paseándose agitado-, yo no debí olvidar aquel desdichado. Rotoli no perdona nunca, tiene un alma de tigre.

María le seguía con las manos juntas y con el rostro desencajado.

-Pero vuestra excelencia le salvará, ¿no es cierto, señor coronel? Vuestra excelencia tiene un buen corazón, pues bien veo que se ha conmovido al oírme.

-María -dijo Arturo deteniéndose de pronto-, ¿estás bien segura de que aquella cruel sentencia ha sido ya notificada al reo?

-Sí, señor; y aunque le dieron esperanzas de salvación si declaraba cuál era el paraje en que había ofrecido Espatolino esperarle, se ha negado a decirlo, ni nada absolutamente que pudiera perjudicar a otro. Sólo acusó a Rotoli quejándose de sus muchas perfidias; pero no ha podido presentar pruebas, y el agente ha logrado entero crédito al asegurar que mi pobre hermano le calumniaba por el bárbaro deseo de perderle, castigándole por la preferencia que hizo de él en su testamento nuestro mencionado pariente. Otras muchas cosas ha dicho para probar su inocencia y recriminar a Pietro, el cual bien pudiera haber llamado a vuestra excelencia por testigo respecto a una carta de Angelo a Espatolino, que el astuto agente logró arrancarle no sé por qué medios; ¡pero como se dice que vuestra excelencia protege a Anunziata!... ¡Como mi pobre hermano cree que es vuestra excelencia su mayor enemigo y el más empeñado en su pérdida!... Yo no lo pienso así, no señor, he conocido ya que sois muy bueno, y todo lo espero de vos.

-¡Malvado Rotoli! -dijo Arturo después de un instante de reflexión-, en efecto, pudiera hacerle   —57→   mucho daño con mis declaraciones; pero ¿se salvaría Pietro?... ¡No!, su enemigo sería partícipe de su suerte, pero aquélla no cambiaría.

-¡Y qué, señor! -exclamó con angustia la joven-, ¿no me ofrecéis salvarle?

-¿Cómo podría cumplirlo? -respondió el coronel-. Los jueces que tan dura sentencia han pronunciado, ¿consentirían en revocarla?

-Dicen que se publicó un bando que condenaba a muerte a todos los que tuviesen relaciones con los bandidos; ¡pero son tantos, señor excelentísimo, son tantos los reos!... ¿Por qué ha de ser Pietro el único castigado?

-Es el único convicto y confeso -respondió Arturo-; la sentencia es cruel, pero no injusta.

-¡Que no es injusta! -gritó María torciéndose los brazos-. Así, pues, ¡no hay remedio!, ¡no hay misericordia!, ¡morirá en la horca! ¡Padre mío!, ¡padre desdichado!, ¿por qué no eres ya pasto de los gusanos? ¿Te ha conservado Dios la vida para que la vieses deshonrada? ¡La horca! ¡Oh, Dios mío!, ¡la horca!

Y la infeliz se arrancaba los cabellos con sus convulsas manos.

Arturo, penetrado de lástima, se paseaba agitado, buscando en su imaginación recursos para salvar al reo; pero ninguno hallaba. María acababa de recordarle el funesto bando y comprendía la conveniencia de un castigo severo en un crimen que iba haciéndose tan extenso, y que había estado por tanto tiempo impune.

-¿Nada me decís? -exclamó María con profunda desesperación.

-Vuelve al lado de tu anciano padre -contestó Arturo conduciéndola por la mano hasta la puerta del aposento-, y procura alentarle en tan tremendo   —58→   golpe. Nada puedo prometerte respecto a tu hermano; pero yo le reemplazaré, y tu padre pasará cómodamente los últimos días de su vida.

Apartose de ella conmovido, y María nada le contestó. Su dolor había tomado un aspecto sombrío: gemidos sordos salían de su pecho, y sus ojos hundidos tenían la expresión de la demencia. Estuvo un instante inmóvil en el sitio en que la dejara Arturo, y después salió de la casa con pasos rápidos y desiguales, articulando con acento ronco y lúgubre:

-¡No, no le veré yo morir en la horca!

Dainville se sentía enteramente trastornado: la triste escena que acababa de pasar a su vista le afectaba dolorosamente. Por espacio de una hora se paseó por su habitación con aire pensativo y agitado; luego abrió una ventana, respiró con avidez el ambiente de la noche, y sintió el deseo de salir a la vecina plaza para pasearse al aire libre: su cabeza ardía y su pecho estaba oprimido.

Vistiose apresuradamente, tomó su sombrero y salió del aposento; pero en el instante en que atravesaba una larga sala que conducía al recibimiento oyó la voz de su asistente que porfiaba negando la entrada a alguno que se empeñaba en verle.

-Decid quién sois o marchaos -repetía por tercera vez el criado-. El amo no recibe gentes desconocidas.

-¡Y qué! -respondió una voz trémula y algo cascada-, ¿arrojaréis con tanta dureza a un infeliz anciano que no pide sino ser escuchado un breve instante? Vuestro amo será más compasivo, andad y decidle que este viejo afligido le pide permiso para hablarle.

-Vuestro nombre -volvió a preguntar el asistente.

  —59→  

El anciano vaciló un momento y dijo por último con acento doloroso:

-Giuseppe Biollecare.

-¡Dejadle entrar! -gritó Arturo, y salió a recibir al desventurado padre.

Aunque estaba la sala poco alumbrada, es indecible el efecto que produjo en el coronel la vista de aquel anciano. Su majestuosa talla estaba encorvada por los años; su cabeza, cubierta por una cabellera de plata, contrastaba con sus ojos, negros como el azabache y animados con toda la sublime elocuencia del padre que va a abogar por la vida de su hijo. Su tez era tan blanca como la luenga barba que adornaba la parte inferior de su rostro aguileño, pero veíase surcada por profundas arrugas y una aureola morada se distinguía perfectamente alrededor de sus ojos. Eran vacilantes sus pasos, y sus manos trémulas se crispaban apretando el báculo que le servía de apoyo.

-Bienvenido seáis, señor Giuseppe -dijo Arturo presentándole una silla.

-Quisiera hablaros a solas, señor coronel -contestó el anciano.

Presentole su brazo Dainville para que se apoyara y le condujo al aposento en que dos horas antes había presenciado la amarga aflicción de su hija. Hízole sentar y puesto a su lado tomó la palabra diciéndole:

-Sé a lo que venís, señor Giuseppe, y deseo con el mayor ardor serviros, aunque creo imposible lo que deseáis. No me dirijáis súplicas que me partirían el corazón y que serían sin embargo perdidas; pero disponed de mí como de un hijo y llorad en mi seno vuestra desgracia: mis lágrimas se unirán a las que derraméis.

  —60→  

-No vengo a pediros lo que habéis ya rehusado a mi hija -dijo el anciano con tristeza, pero sin debilidad-, no vengo a conmover vuestro pecho con el espectáculo de mi desventura, sino a haceros una proposición admisible y ventajosa.

Dainville le miró sorprendido. Giuseppe prosiguió:

Se ha publicado un bando declarando reo de pena capital a quien dé asilo al feroz Espatolino, le ocultó, le trate; pero se han ofrecido recompensas a los que le entreguen o faciliten los medios de capturarle.

-Es verdad -dijo Arturo.

-También se expresó en dicho bando -añadió el anciano-, que si otro ladrón, aunque fuese de los mismos de su cuadrilla, le entregaba o daba aviso cierto de paradero, de manera que pudiese verificarse su captura, sería indultado completamente.

-Así es buen anciano; pero ¿qué esperanzas fundáis en aquellas promesas? ¿Ignoráis que Pietro ha rehusado toda revelación que pudiera perjudicar al bandido?

-Lo sé, señor Arturo, pero si mi hija calla, yo puedo hablar. Sabed que aunque inocente de la locura de Pietro, el cielo que vela por los infelices y envía milagrosos auxilios a los que le imploran con ardiente fe, me ha proporcionado un descubrimiento importante que puede salvar a mi hijo.

Arturo aproximó su silla a la [de] Giuseppe: la más profunda atención y la curiosidad más viva se veían pintadas en su semblante.

Sé dónde se encuentra en este momento el terrible bandolero -dijo el anciano-, si pronuncio una palabra, dentro de diez minutos estará en el lugar que ahora ocupa mi hijo. Informad de ello al Gobierno, decidle que me conceda la absolución de Pietro y   —61→   que sabrán por mí el paraje en que se encuentra ahora mismo el azote de Italia.

-¡Es posible! -exclamó con asombro Dainville.

-Es tan cierto como la existencia de un Dios -respondió el anciano con tono solemne.

-¿Sabéis dónde está ese malhechor famoso?, ¿decís que puede ser capturado sin demora?

-Digo que está tan cerca, señor Dainville, que diez minutos después que yo haya revelado el lugar en que se encuentra, podréis decir con verdad: «Lo he visto».

-Yo os felicito con todo mi corazón. Vuestro hijo será salvado, pues no me cabe duda en que su indulto os será concedido en premio de tan importante servicio. Voy a comunicar al Gobierno vuestra declaración.

-Antes de que me hagáis esa merced -repuso Giuseppe-, escuchad las condiciones que exijo. No me fío de nadie, señor Arturo: los que como yo han vivido setenta y cuatro años en este mísero mundo, no tienen fe sino en Dios. No me basta tampoco ver yo mismo su indulto firmado por el rey: es preciso que Pietro sea puesto en libertad, y nada revelaré hasta que no hayan pasado dos horas cabales de su salida de la cárcel; porque si aún estuviese al alcance de la justicia, bien pudiera suceder que le echasen el guante, y que pereciese Espatolino sin salvarse Pietro. El Gobierno francés no perdería nunca a un italiano: somos hijos de país conquistado, señor Arturo.

-La desconfianza que expresáis -dijo el coronel-, sólo puede hallar disculpa en la amargura de vuestra situación: sois padre, señor Giuseppe, y teméis por la vida de vuestro hijo. Esto únicamente hace perdonable la injusticia de una sospecha tan ofensiva   —62→   al Gobierno francés. ¿Pero no habéis pensado, pobre anciano, que es imposible que sin otra garantía que vuestra palabra se ponga en libertad al reo?

-Yo prestaré otras -respondió Giuseppe.

-¿Cuáles?

-Mi hija María y yo seremos encerrados en un calabozo, y si pasadas dos horas de la libertad de Pietro no sabéis por mí de un modo terminante y positivo dónde está el capitán de los bandidos... Más digo, si no lo habéis visto ya con vuestros ojos, y tocado con vuestra mano, mi cabeza y la de mi hija responden por la de Pietro. No creo que el Gobierno conceptúe escasa semejante garantía, pues aunque me haga la justicia de creer que daría mi vida por la del reo, no podrá sospechar que salvase un hijo culpable sacrificando una hija inocente. En cuanto a mí, sé que cumpliendo el empeño contraído nada tengo que temer; pero perdonad la suspicacia de un viejo; no tengo igual confianza respecto a Pietro, porque sé que es culpable y que el Gobierno francés no perdona nunca.

-Pero no es pérfido ni traidor, señor Biollecare -dijo con calor Arturo-. Si firmara el indulto del reo, ¿suponéis que fuese capaz de revocarlo vilmente después de aprovecharse de vuestras revelaciones?

-Todo lo creo posible en este triste mundo, señor Dainville; ¡he visto tantas iniquidades! Yo desconfiaría de la misma madre que me llevó en sus entrañas.

-Por ultrajante que sea vuestra sospecha, os prometo que hablaré con el mayor empeño para que se acepten vuestras extrañas condiciones. Id con Dios, señor Giuseppe, y esperad las órdenes del Gobierno.

  —63→  

-Os advierto, señor Arturo, que si he de responder de Espatolino; si se desea prenderle, es forzosa la actividad; sé positivamente dónde estará dentro de cuatro horas y aun dentro de seis; pero si se pasa la noche, todo será inútil, pues no puedo asegurar dónde estará mañana.

-¿Y decís que se halla dentro de Nápoles?

-Sí, señor.

-¿Y aseguráis que será encontrado?

-Os he dicho, noble caballero, que podréis verle con vuestros ojos como me estáis mirando. Si se escapa no será culpa mía, pues todo lo que puede exigírseme es que lo presente; que diga: «¡Aquél es!».

-¿Y lo haréis?

-Lo juro -dijo Giuseppe con acento grave y con la mano derecha puesta sobre el corazón.

-¿Vuestra morada?

-Aquí tenéis las señas.

-¡Bien! Volveos a ella, y aguardad la resolución del Gobierno.

-Si acepta mis condiciones, decidle, señor coronel, que envíe los gendarmes al instante para que me conduzcan con mi hija al calabozo que se me señale, y que dos horas después de que me hayan entregado algunas líneas de la mano de Pietro en que me diga: «Salgo ya libre», me vayan a buscar y me presenten a quien quieran. Diré dónde se halla Espatolino; pero no existen tormentos o suplicios que antes de pasadas las dichas horas logren arrancarme una sola palabra.

-Bien, buen anciano, adiós.

-Aguardad, señor coronel; para que vuestras diligencias en favor de mi hijo sean más eficaces, y para que alcancéis la recompensa de ellas, debo deciros dos palabras más.

  —64→  

-¿Cuáles son?

-Sé que amáis a la sobrina de Angelo Rotoli y que un infame os la ha arrebatado, en el momento en que su tío os aseguraba más sinceramente de su cariño.

-¿Quién os ha dicho?... -exclamó con nueva sorpresa el coronel.

-Eso no os importa, pero sí el saber que conozco al robador de Anunziata, y que declararé dónde la guardaba anoche.

-¿Tienes acaso pacto con el demonio?

-Dios, señor excelentísimo, Dios y no el diablo es quien acude al socorro de un padre desventurado, que con lágrimas de sangre le implora en el día de la tribulación. ¡Bendita sea su misericordia!

Y cruzados los brazos sobre el pecho y los ojos levantados al cielo, el rostro de aquel viejo presentó en aquel instante una expresión sublime. Un rayo de luz que hería su nevada cabeza resbalaba sobre su frente ancha y majestuosa, y podría creerse que era como reflejo brillante del pensamiento de religiosa fe que embargaba entonces todas sus potencias.

Dainville se inclinó con involuntario respeto ante aquella figura grave y melancólica.

-Padre mío -le dijo, apretando su mano-, sois sin duda un justo, pues hay en vuestro rostro un sello divino que no he visto jamás en ningún mortal. Sí, Dios os ha revelado todos los secretos que deben salvar a un pecador arrepentido y a una mujer inocente que se halla en las garras del vicio. Dios os ha escogido también para libertar a vuestra patria del monstruo que la ensangrienta con sus crímenes. Id tranquilo, y permitid que imprima mis labios en vuestra digna mano.

  —65→  

Giuseppe alargó su diestra, y respondió conmovido:

-Que el cielo os haga más dichoso que a mí, joven guerrero, y que cuando el hielo de la vejez cubra vuestra cabeza, aún arda en vuestro corazón, como en el mío, el santo fuego de la fe.

Salió con paso trémulo, y Arturo salió también un minuto después para comunicar al Gobierno cuanto le había dicho el padre del reo.



  —66→  

ArribaAbajo- V -

No se había engañado el coronel al graduar la importancia que daría el Gobierno a la captura de Espatolino. Aquel malvado que tantas veces se había burlado de todos sus esfuerzos; aquél que aparentaba desafiar el poder de la nación dominadora de Europa; aquél cuya vida era una mengua para los nuevos señores de Italia, iba a caer por fin en sus manos. ¿Qué precio sería excesivo para tan importante adquisición?

El coronel Dainville, sujeto de reputación y prestigio, salía por garante de la honradez y veracidad de Giuseppe, de cuya virtud se tenían de antemano ventajosos antecedentes. Excusábanse además las extrañas condiciones que imponía, en atención a su avanzada edad y al trastorno que pudieran haber ocasionado en su espíritu sus actuales pesares. Todo se le perdonó, pues, y los procedimientos fueron tan activos que a las nueve de la noche se habían sabido sus proposiciones, y a las diez ya estaba firmado el indulto del reo, expresando que se le concedía en consideración al eminente servicio que su padre prestaba al país facilitando el exterminio de la feroz cuadrilla que lo desolaba. El mismo Dainville se halló presente cuando se leyó al reo su indulto, después de algunas prudentes precauciones que no impidieron, sin embargo, que se trastornase momentáneamente su razón con dicha tan inesperada.

  —67→  

El espectáculo del dolor más profundo hubiera afectado con menos viveza al coronel que la vista de aquella alegría frenética: era una dolorosa convulsión de placer, capaz de ocasionar la muerte. Pietro no comprendió nada de las circunstancias a las cuales era deudor de la vida; sólo sabía que estaba libre, que no moriría en el patíbulo; y aún después de escuchar cien veces que su padre se hallaba preso y no saldría de la cárcel hasta que hubiese revelado el paraje en que se hallaba Espatolino, todavía exclamaba incesantemente:

-Voy a mi casa al momento. Mi pobre padre acaso esté enfermo de la pesadumbre, muy ajeno de sospechar que ya estoy libre y soy el más venturoso de los hombres. Quiero ver al rey Joaquín -añadía-, y bendecirle en su trono, que Dios conserve por largos años. ¡Viva el rey de Nápoles! ¡Viva la Francia! ¡Viva el emperador! Señores, una copa de aguardiente. ¡Me abraso! ¡La cabeza se me parte! ¡El corazón no me cabe en el pecho! ¡La vida me asesina!

Éstos y otros discursos igualmente inconexos eran interrumpidos por accidentes convulsivos, y en los primeros momentos de su libertad su estado le impidió hacer uso de ella. Sin embargo lograron calmarle algún tanto; obedeció maquinalmente la orden que se le dio de escribir a su padre noticiándole la dichosa mudanza de su suerte, y después que hubo trazado sin comprenderlas, las palabras que le fueron dictadas, Arturo mismo le sacó de la prisión diciéndole:

-Ya estás libre, Pietro. Sé prudente y virtuoso. ¡Dios te guíe!

Le puso en el bolsillo algunas monedas y le dejó para ir a casa del director de policía, que era donde debía comparecer Giuseppe dos horas después a hacer sus revelaciones.

  —68→  

Pietro al verse solo sintió una especie de miedo y echó a correr como un loco, tomando más por instinto que por deliberación el camino de su casa. La luna que estaba ya en menguante no había salido todavía: eran las once o estaban próximas, y como todos los sucesos de aquella noche fueron un secreto para el público, nadie había acudido por la curiosidad de ver el acto de poner en libertad al reo, y las calles estaban bastante solitarias. Sin embargo, al atravesar una de las más tristes que conducían al apartado arrabal en que habitaba su familia, notó que un hombre de elevada estatura, perfectamente embozado, le seguía con tenacidad, empeñado al parecer en alcanzarle: con efecto distaba ya muy pocos pasos de él. Tembló de pies a cabeza el hijo de Giuseppe, pues lo único que se le ocurrió fue que estaba revocado su indulto y que venían a cogerlo para volverlo a la cárcel. Su agonía con este pensamiento fue tan angustiosa que, habiendo querido huir y gritar, sólo pudo exhalar un gemido y cayó en tierra como herido de un rayo.

Su perseguidor se llegó a él precipitadamente, y le descubrió el pecho y la cabeza para que el aire puro de la noche le reanimase.

-Pietro -le dijo en voz muy baja luego que le vio en estado de oírle-, nada temas, soy tu amigo y vengo a salvarte.

-¡Mi amigo! -articuló con débil voz el infeliz-. ¡Y venís a salvarme! ¿Pues qué, sois el rey? ¿Habéis sabido que quieren desobedeceros y volverme a la capilla?...

-¡Calla, insensato! -dijo con impaciencia el desconocido-, mira que te pierdes y me pierdes.

Pietro se enderezó con ímpetu:

-¡Salvadme!, ¡salvadme!, seré vuestro esclavo: el indulto...

-No confíes en él -le interrumpió su interlocutor-,   —69→   dentro de dos horas puede ser revocado, y si aún te hallas al alcance de la justicia, volverás al horrible lugar de que acabas de salir, y que no trocarás sino por el patíbulo. Es preciso que cuando suene la hora fatal para ti estés ya en paraje en que no sea posible encontrarte. A cincuenta pasos de aquí nos esperan dos caballos que disputan al viento su ligereza, y si eres callado y dócil, yo respondo de tu vida.

Pietro se agarró fuertemente de su brazo y exclamó:

-Marchemos.

-Silencio, pues, y confianza -repuso el desconocido-, aligera el paso y sígueme.

Echó a andar deprisa, tomando una callejuela oscura y sola, donde no se oía otro ruido que el de sus pisadas en las baldosas, y Pietro le siguió todo volviendo sin cesar la cabeza, porque le parecía ver en cada sombra la de un horrible gendarme, con el brazo tendido para asirle.

Conveniente nos parece dejarles continuar su marcha, y como suponemos que el lector, por poco que hayamos logrado interesarle en favor del viejo Giuseppe, estará curioso por saber cómo salió de su empeño, daremos por trascurridos siete cuartos de hora y le conduciremos a la casa del director de policía, a cuya presencia debía comparecer.

Las dos horas iban a cumplirse, y numerosos gendarmes aguardaban con impaciencia el momento en que les enviasen a prender al famoso bandolero, que ya contaban por suyo. En efecto, todas las disposiciones se habían ejecutado con tanto sigilo, que era de esperar que aquella vez se lograse el objeto; pues no había podido ser informado Espatolino por ninguno de sus espías.

El direttore di polizia, o jefe político, estaba en su   —70→   despacho acompañado del procurador general10de Arturo Dainville y del capitán de los gendarmes.

-Mirad la hora, coronel -dijo el jefe político.

-Faltan quince minutos para la una.

-El viejo no tardará en llegar. Se ha dado la orden de que se encuentre aquí a la una en punto; pero ¿sabéis, señor procurador general, que no puedo abrigar la esperanza de ver en mi poder a Espatolino? Nos ha dado tantos chascos, y la caprichosa fortuna parece tan empeñada en su favor, que aun viéndole en el patíbulo temería se me escapase.

-Mi sobrino Arturo, por el contrario -respondió el procurador-, presta tanta fe a la promesa de su protegido, que dice juzga tan asegurado al bandido como si le viese en la cárcel bajo cien cerrojos.

-Pero es extraña la condición del viejo -observó el jefe de policía-, ese empeño en dar tiempo al hijo para que huya me parece sospechoso, pues si efectivamente piensa y puede dar aviso cierto del lugar en que se halla Espatolino, no concibo por qué haya de temer por el indultado.

-El señor Giuseppe, según tengo entendido -dijo el procurador-, es un viejo caprichoso que nos honra con el más triste concepto que puede concebirse de los hombres; y no es extraño sospechase que conseguida la ventaja que esperábamos del indulto de su hijo, le llevásemos a hacer compañía a Espatolino en el elevado puesto que se le destina.

-Todo debe perdonarse -dijo Arturo- a un anciano cuya larga vida ha sido un tejido de desventuras, y que en la amargura del último y supremo dolor que ha padecido, viendo culpable al hijo en quien   —71→   no había sembrado sino semillas de virtud, hubiera podido desconfiar del mismo Dios.

-Yo le perdonaría fácilmente -dijo el jefe de policía-, pero temo que todo sea una farsa para salvar al reo.

-¿Olvidáis -repuso el procurador- que la vida de su hija y la suya propia pagarían la de Pietro si resultasen fallos los medios de que se ha servido para salvarle?

-Sé que ha dicho que le ahorquen a él y a su hija si no cumple su promesa; pero en la seguridad de que no habíamos de ejecutar tan atroz venganza...

-¡Cómo! -exclamó el procurador general, incorporándose en la silla en que estuviera hasta aquel momento reclinado-, ¿qué queréis decir?

-¿Tendríais valor para quitar la vida a un viejo y a una mujer por una astucia ingeniosa, empleada para salvar a un hijo y a un hermano? -preguntó el otro funcionario, cuyo semblante estaba anunciando un corazón bondadoso.

-¿Y por qué no, voto a brios!, ¿y por qué no? -exclamó el procurador dando en la mesa que tenía delante una fuerte palmada-. ¡Sí por Dios!, los veríais colgados antes de veinte y cuatro horas.

-El reló dio en aquel instante la una, y al mismo tiempo un gendarme anunció la llegada de Giuseppe.

-Hacedle entrar -dijo el jefe-, y vosotros estad prontos a mi primera orden.

La puerta dio paso inmediatamente al anciano Biollecare y a su hija. Ésta parecía bastante serena, y aún podía advertirse en sus hundidos ojos una vislumbre de alegría, pero su padre andaba más lenta y trabajosamente que cuando cinco horas antes   —72→   había entrado en casa de Dainville, y su talle se encorvaba tanto hacia adelante, que apenas se le podía ver el rostro.

-Acercaos, buen viejo -dijo el director o jefe de policía-, ya están corridas las dos horas que pedisteis, y vuestro hijo ha tenido tiempo de dirigirse a donde mejor le pareciese. Por ofensivas que hayan sido vuestras condiciones, ya veis que todas se han aceptado; y haciendo a vuestra honradez una justicia que habéis rehusado a la nuestra, esperamos con entera confianza las revelaciones que debéis hacernos.

-Quisiera besar vuestras plantas -respondió con voz temblorosa y débil el anciano, que de todo lo que había dicho el director parecía no haber comprendido otra cosa sino que su hijo estaba en salvo-. Dios os bendiga por la noticia que me dais, pues aunque he recibido una carta de Pietro en que me comunicaba su indulto y libertad, apenas podía creer, señor excelentísimo, una felicidad tan inmensa. Bendiga Dios al rey, a la reina, a vuestra excelencia y a todas las ilustres personas a cuya intercesión debamos esta merced.

-Supuesto que estáis convencido -repuso el jefe- de la injusticia de vuestras sospechas, no perdamos tiempo y decid dónde debemos encontrar a Espatolino.

Giuseppe levantó penosamente la temblorosa cabeza, fijando con el mayor asombro su mirada atónita en el que acababa de hablar, y Arturo, que desde que compareció no había apartado los ojos de él, lanzó en aquel momento un grito de sorpresa.

-Aquí hay un engaño incomprensible -exclamó-, un misterio que no puedo explicar; pero este hombre no es el padre de Pietro.

  —73→  

En efecto, aquellos ojos empañados por la vejez, que acababan de levantarse hacia el rostro del jefe político; aquellos espejos turbios en los que el alma no podía ya reflejar sino imperfectamente sus más vivos sentimientos, no eran los mismos que Arturo había visto resplandecientes y sublimes, con el santo fuego de la fe y del ardiente amor paterno.

Un momento de silencio había sucedido a la declaración de Dainville; el viejo y María se miraban con asombro, y el jefe político, el procurador general y el capitán de gendarmes miraban a Arturo, como esperando alguna otra aclaración de sus extrañas palabras:

-¡Señores! -dijo éste-, repito que aquí hay un engaño, una burla imperdonable: este viejo es un impostor.

-¡Un impostor! -exclamó María reanimando súbitamente su marchito semblante por una noble indignación-, mentís, coronel Dainville, mentís y ultrajáis indignamente la virtud más pura. ¡Oh padre, padre mío! -y se precipitó en sus brazos.

Aquel grito, aquella mirada dejaron confuso a Dainville. La impostura no podía tener aquel lenguaje, aquella expresión: no se llama padre de aquel modo a quien no lo sea. La voz de la naturaleza no puede imitarse.

-¿Quién sois? -dijo el procurador dirigiéndose al anciano.

-Giuseppe Biollecare, señor excelentísimo, todo el arrabal en que vivo me conoce. No sé por qué el noble caballero que está presente me ha llamado impostor; pero si en algo le he ofendido involuntariamente, le suplico que me perdone.

-¿No habéis estado en su casa -repuso el jefe político- en las primeras horas de la noche?, ¿no ofrecisteis descubrir el lugar en que se encuentra   —74→   Espatolino, y no conseguisteis a este precio el indulto de vuestro hijo?

El viejo, con la boca entreabierta, fijaba en aquel funcionario sus ojos empañados y lagrimosos, con una especie de estupor.

-Nada de eso es verdad -dijo por último-, nada, señor excelentísimo. Yo no tengo el honor de haber visto nunca al caballero que está presente, ni sé dónde para ese perverso Espatolino que sedujo a mi pobre hijo; en cuanto al indulto de éste sólo sé que debo tan alta merced a una persona poderosa, cuya vida proteja Dios y colme de prosperidades.

-Y vos -dijo el procurador a María-, y vos, desdichada, cómplice sin duda en esta infame impostura puesto que estuvisteis en casa del coronel pocos momentos antes que el miserable que tomó el nombre de vuestro padre, ¡hablad!, explicad este misterio de perfidia y falsedad, y preparaos al castigo terrible del crimen en que habéis incurrido.

-¡Yo criminal! -exclamó la hija de Giuseppe con un acento y ademán llenos de dignidad-, no, señor, jamás mi infeliz padre habrá de llorar por causa mía las amargas lágrimas que ha vertido por mi extraviado hermano. Vuestra excelencia puede disponer de mi vida; pero nadie puede ultrajar sin motivo a una pobre mujer por miserable que sea.

El jefe político tomó entonces la palabra, impidiendo lo hiciese el procurador, cuyos ojos echaban chispas de cólera, y dijo con dulzura a María:

-Te creemos, joven, te creemos, y en prueba de ello te mandamos que nos expliques este misterio, pues aunque no cómplice, debes ser sabedora de él.

-Señor, contaré lo que ha pasado, con la misma verdad con que rendiré cuenta a Dios de mi vida el   —75→   día en que comparezca en su presencia: Yo fui a casa del coronel Dainville a interceder por mi hermano y nada conseguí. Había anochecido ya cuando la dejé, desesperada, resuelta, ¡Dios me perdone el mal pensamiento!, a precipitarme en el mar. Iba como una loca por la calle; todos los que encontraba me miraban con sorpresa, porque los gemidos brotaban de mi angustiado corazón por más que quería sofocarlos. En esto un hombre alto, envuelto en un ferreruelo azul, me salió al encuentro súbitamente y me dijo:

-Joven, ¿por qué lloras con tanta amargura?

Yo seguí mi camino sin responderle; pero él se fue tras de mí y volvió a decirme:

-Joven, ¿eres la hermana del reo que está en capilla?

Entonces se redoblaron mis gemidos y me puse tan mala que creí desfallecer. El desconocido me agarró por el brazo, pero yo quise desprenderme y grité:

-¡Dejadme! ¡Dejadme morir!

-¿Y tu padre? -dijo-, ¿y tu pobre padre?, ¿qué será de él cuando haya perdido a sus dos hijos?, ¿qué mano amiga cerrará sus ojos cuando deje de existir?

Aquellas palabras llegaron a mi corazón.

-¡Oh, padre de mi vida! -exclamé.

-No me es posible apartarme de vos -repuso mi acompañante- en el estado de desesperación en que os miro. Vamos a ver a vuestro padre: el desgraciado necesita de vuestros consuelos, y es preciso que cobréis ánimo y que cumpláis con los deberes sagrados de hija.

Nos encaminamos a la casa del anciano, y el desconocido me hizo muchas preguntas respecto al delito y proceso de mi hermano, y a la conversación que acababa de tener con el señor Dainville.

-¿Por qué no ha ido vuestro padre con vos a implorar al coronel? -me dijo.

-Mi padre no conoce al coronel -respondí-, ni sabe que yo me he atrevido a hablarle sobre   —76→   este asunto. Se dice que el señor Dainville aborrece a Pietro, y mi padre le cree un hombre duro.

Hablando de estas cosas llegamos a mi casa. Mi padre no hacía otra cosa que rezar desde que supimos la sentencia de Pietro; toda la tarde había estado postrado delante de una estampa de la divina Madonna, y allí le encontré cuando volví.

-Decidle que un hombre que sabe su desgracia y le compadece con todo su corazón desea hablarle -me dijo el desconocido.

Hícelo así, y mi padre le recibió con aquella tristeza profunda, pero resignada, que había sido su expresión desde el fatal momento en que tuvo noticia de la suerte que esperaba al reo.

-Señor Giuseppe -le dijo el desconocido-, veo en vuestro semblante que en esta terrible situación no os ha abandonado vuestra constancia y que sabéis sufrir como hombre.

-Y como cristiano -respondió mi padre-. El Hijo de Dios murió en un suplicio afrentoso, y era inocente y santo; ¿qué mucho, pues, que alcance igual desventura a un hombre culpable? Pietro es culpable, señor caballero; por eso ruego incesantemente al Dios de las misericordias que le perdone su pecado, aceptando como expiación la muerte horrible que va a sufrir, y que vele por mi pobre María, que quedará sola en el mundo.

-¿Y vos, señor Giuseppe?, ¿no le quedáis vos y no tendréis en ella un consuelo para todas vuestras amarguras?

-Yo -respondió mi padre- no sobreviviré a mi hijo; bien quisiera vivir por María, porque será extremada su aflicción, a pesar de que de nada le sirvo: ¡de nada sino de estorbo! Sin mí hallaría acomodo en alguna casa honrada; pero por no querer abandonarme, ya lo veis, caballero... se muere de hambre.

Mi buen padre lloraba al hablar así: yo estaba arrodillada a sus pies y lloraba también sobre sus rodillas;   —77→   el desconocido nos miraba atentamente y parecía reflexionar. De pronto se levanta, se acerca a mi padre y le dice:

-¿Por qué habréis de perder toda esperanza? Vos que creéis en Dios, ¿cómo no confiáis en su misericordia?

-De ella espero la salvación de mi hijo en la otra vida -respondió Giuseppe-, pues en ésta nada tengo ya que esperar.

El desconocido guardó un instante silencio; parecía muy preocupado; pero dijo por último:

-No quiero que acojáis con entera fe una esperanza que acaso saldría fallida; mas tampoco puedo sufrir estéis tan absolutamente privado de ella. ¡Giuseppe!, ¡María!, ¡escuchad! Existe una persona que puede mucho y que desea salvar a Pietro: dicha persona no está desalentada todavía, y el reo puede ser indultado.

Yo arrojé un grito y caí a los pies de aquel hombre, que entonces me pareció un ángel. ¡Oh ilustres señores!, no es posible que acierte a expresar lo que sentí cuando supe que aún había quien concibiese esperanzas para mi desgraciado hermano. En cuanto a mi padre parecía próximo a volverse lelo. El desconocido se afanaba en balde por moderar nuestro júbilo.

-No olvidéis -nos decía- que la esperanza que os anuncio es muy dudosa.

-¡Pero hay alguna!, ¡hay alguna! -repetía yo.

-No creo -añadió mi padre- que os divirtáis a costa del corazón de un infeliz.

-No por cierto -respondió-; os he dicho y os repito que una persona que puede mucho se interesa por Pietro, y que acaso dentro de algunas horas su perdón estará firmado. Pero no hay que perder un instante: el tiempo es precioso y conviene dejaros. ¡Atended!, no habléis de esto con nadie: esperad en silencio y con ánimo dispuesto a soportar sin flaqueza el extremo de la alegría o del dolor, pues todo puede ser. Acaso os llevarán a la cárcel esta misma   —78→   noche: si así sucede, no os asustéis ni preguntéis la causa, ¿entendéis? Es preciso hablar poco, lo menos posible, porque conviene así a la salvación de Pietro. Si ésta se logra, recibiréis en el calabozo en que os hayan encerrado una carta del mismo Pietro, en la que os dirá que sale ya libre. ¡Cuidado con hacer locuras!, es preciso tener prudencia y esperar todavía. Luego lo sabréis todo y Pietro estará exento del menor peligro. La persona que vela por vosotros puede alcanzar esta misma noche un indulto del rey; pero si se pasa la noche y no han venido todavía a buscaros para conduciros a prisión... En ese caso... rogad a Dios por el alma del reo, y procurad consolaros.

Al terminar estas palabras puso sobre la mesa esta bolsa llena de oro (la joven la presentó sacándola de su seno), y quitándose el ferreruelo se lo puso a mi padre diciendo:

-La noche está fresca y vos muy débil; si os llevan a la cárcel salid bien abrigado con esta capa, y encasquetaos el sombrero hasta las cejas.

Se marchó precipitadamente; pero aunque al despojarse de su abrigo no descubrió sino un traje muy sencillo de marinero, bien comprendimos que era un gran señor disfrazado, así por el mucho oro que nos había dejado y por el conocimiento que tenía de lo que había de suceder, como por su aspecto distinguido. No os molestaré, ilustres señores, con la relación circunstanciada de las muchas conjeturas que hicimos sobre quién sería la persona poderosa que se interesaba en salvar a Pietro: mi padre no se fijaba en ninguna; pero lo que yo creí y creo que no es otra que la misma reina, pues dicen que tiene un corazón compasivo. ¿Y quién sino ella podría tener tanto influjo con el rey que hubiese logrado hacerle   —79→   firmar el indulto en esta misma noche? Por otra parte, el desconocido tenía aire de ser algún gentilhombre de palacio; acaso fuese el ilustre...

-No hay que nombrar a nadie sin necesidad -dijo el viejo interrumpiendo a su hija-; lo único cierto es que aún no habían pasado dos horas completas desde que nos separamos de aquel excelente y generoso señor, cuando los gendarmes llegaron a buscarnos para conducirnos a la cárcel. Cuando vimos cumplida esta parte del anuncio del desconocido, ya no dudamos de lo demás, y no sé cómo no me mató el regocijo. ¡Bendito sea aquél que envía al hombre fortaleza para soportar las supremas desventuras y las supremas felicidades! Continúa, María, porque yo no puedo hablar.

-Fuimos a la cárcel -dijo la doncella-, nadie nos habló ni nosotros hablamos con nadie hasta una hora después, que recibimos esta carta de Pietro.

María sacó un papel y leyó:

«El Rey ha firmado mi indulto, padre mío, y os aviso que en este instante salgo de la prisión, pues se me deja en completa libertad. Vuestro hijo, Pietro Biollecare».

Mi padre se puso de rodillas y oró con fervor: su alma religiosa volaba al cielo para dar gracias a Dios de tan inmensa ventura; mas yo bendecía también al rey, a la reina y al caballero desconocido.

Esto es cuanto ha pasado, nobles señores, pues a nadie hemos visto hasta el momento en que nos sacaron de la prisión para traernos aquí.

La relación de María tenía un carácter de verdad que era imposible dejase duda de su inocencia: los circunstantes se miraron asombrados. ¿Quién era aquel desconocido que pronosticó con tanta exactitud todos los acontecimientos de la noche? ¿Quién el   —80→   anciano que se había encargado de representar el papel de padre de Pietro en aquella ingeniosa comedia?

Estas preguntas se dirigían recíprocamente y nadie contestaba. Se interrogó a María sobre la edad del desconocido, y dijo que aparentaba de 35 a 38 años.

-El impostor que estuvo en mi casa -añadió Dainville- tenía por lo menos 70.

Un gendarme anunció en aquel instante que pedía permiso un esbirro para dar un aviso importante al jefe político.

-Esto va a clararse sin duda -dijo el funcionario, y se mandó entrar al agente. Era Rotoli.

-Señor director -dijo-, un hombre desconocido llegó a mi casa de Portici; yo acababa de entrar en ella y me preparaba a meterme en cama; pero lo que aquel sujeto me dijo me obligó a venir incontinenti a entregar a vuestra excelencia esta carta, cerrada con tres sellos.

Diómela el mencionado individuo, que parecía por su traza persona decente, y me dijo:

-Pues sois de la policía, haced un singular servicio, seguro de que seréis recompensado. Entregad a vuestro jefe esta carta antes de que haya pasado la noche; la hora no importa, pues su excelencia vela hoy y se halla ocupado en un asunto importante y complicado, que será esclarecido y terminado con el auxilio de esta carta. Respetad el misterio de mi conducta, y sabed que de no ser entregada esta carta pueden resultar irreparables daños, privándoos vos mismo de un descubrimiento que os interesa.

Me dejó la carta y se fue.

-Dadmela -dijo el jefe, y abriendo el pliego misterioso precipitadamente, leyó en alta voz en medio del profundo silencio de su auditorio:

«Señor excelentísimo: en el momento en que ésta llegue   —81→   a vuestras manos ya habréis sabido que el anciano infeliz que fue encarcelado no es el mismo que tuvo el honor de hacer al Gobierno una proposición que se dignó aceptar. Tengo demasiada buena opinión de su justicia para creerla capaz de descargar su indignación en un inocente, y más cuando el verdadero culpable va a delatarse a sí mismo. Sí, señor excelentísimo, repito que Giuseppe y su hija han sido, como vuestro digno amigo el coronel Dainville, víctimas de un engaño, del que soy único fraguador.

»Aunque me llamo culpable, pido a vuestra excelencia tenga a bien advertir que sólo lo soy por haber usurpado el nombre de otro; mas no por haber proferido la menor mentira en cuanto tuve el honor de expresar al coronel.

»Estoy demasiado agradecido a la eficacia de su excelencia para que no me apresure a cumplir todas las promesas que le hice, comenzando por aquélla que más debe interesarle. Prometí que le declararía el nombre del raptor de su querida, y que señalaría el paraje en que se hallaba ayer. En efecto; de nueve a diez de dicha noche dos personas se entretenían en animado coloquio a las orillas del lago Averno: la una era mujer y su nombre Anunziata; la otra, era su raptor y se llama... Espatolino.

»Respecto a la promesa de descubrir el paraje en que se hallaba dicho sujeto en el instante en que yo tenía el honor de hablar a su excelencia, el mismo señor Dainville conocerá, cuando lea esta carta, que lo he cumplido religiosamente. Aseguré que aquel capitán de bandoleros estaba tan cerca, que diez minutos después de haber yo declarado el sitio en que se encontraba, su excelencia podría decir con verdad: ‘Lo he visto, lo he tocado...’ y en efecto su excelencia puede decirlo   —82→   desde ahora con toda certidumbre; así como puede vanagloriarse de haber sentido los labios de su excelencia imprimirse con respeto en su homicida mano, vuestro humildísimo servidor.

ESPATOLINO».



IndiceSiguiente