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ArribaAbajo- X -

Gensano es un lugarón a seis leguas de Roma, célebre por sus vinos, que gozan de grande estimación en los dominios del Papa, y por haber sido el valle que le separa de la Riccia, según la opinión de un acreditado escritor, teatro de las misteriosas conferencias de Numa Pompilio con la ninfa Egeria.

En la época de nuestra historia era la mejor fonda de aquel pueblo un gran casarón ruinoso, conocido por el nombre de il Paradiso, sin duda para significar el buen trato que hallaban en ella los parroquianos. En un aposento interior de dicha casa se habían alojado Anunziata y su compañero, y desde ella dirigió la primera una expresiva carta a su tío, rogándole le facilitase los medios de hablarle secretamente para tratar de un negocio importante.

El pastor encargado de aquella misiva anduvo tan listo, y el esbirro fue tan diligente en contestar, que al día inmediato tuvo la joven de sus manos estas líneas que la colmaron de gozo:

«Por culpable que sea la que se ha atrevido a escribirme,   —166→   no puedo olvidar que es hija de mi hermana, y que fue en otro tiempo mis delicias. Pocas horas después que estas letras, llegaré a Gensano y escucharé lo que quieras decirme».

Anunziata pasó en oración las horas que precedieron a su entrevista con Angelo, y era ya de noche cuando éste se presentó en il Paradiso. Púsose de rodillas la esposa del bandido, y pidió el perdón y la bendición de su tío, con una humildad tan patética, que hubiera ablandado el corazón de una fiera. Angelo se conmovió en efecto, y levantándola cariñosamente se estuvo algunos momentos contemplando sus facciones con dolorosa complacencia.

-¡Qué cambiada estás, pobrecilla! -la dijo-. Dios te ha castigado severamente.

-He padecido mucho -respondió ella-; pero tengo la esperanza de ser dichosa, puesto que sois tan bueno conmigo.

-¿Te ha abandonado acaso el monstruo que te sedujo? -preguntó Rotoli con acento sombrío.

-Me adora más cada día -contestó con calor la joven-; porque soy su esposa y seré en breve la madre de su hijo.

Angelo paseó su mirada por el talle de Anunziata con un gesto expresivo de desagrado; luego se dejó caer en una silla exclamando:

-¡Esto es una desgracia!, ¡una gran desgracia!

-No, sino una felicidad preciosa -respondió ella-; sabed, padre mío, que mi esposo, arrepentido de sus crímenes, sólo desea vivir para mí y para nuestro inocente hijo; sabed que mi venida tiene por objeto proponeros en su nombre, después de alcanzar de vuestro corazón generoso el perdón de nuestra culpa, que os encarguéis de comprar su indulto al Gobierno, ofreciendo todo el oro que apetezca.

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-¡Tan rico, está Espatolino! -exclamó el esbirro, cuyos ojos brillaron de codicia.

-Posee un tesoro -contestó cándidamente la joven-, y además de lo que dará por su indulto al Gobierno, reserva para vos diez mil escudos y algunas buenas alhajas; lo más precioso que le pertenezca será para vos, estoy cierta; pues por poco que nos quede, siempre nos parecerá bastante si alcanzamos la dicha de vivir tranquilos en cualquier rincón de Italia.

Rotoli guardó silencio algunos minutos, pareciendo que reflexionaba profundamente. Anunziata se afanó en balde por leer en su impenetrable fisonomía lo que pasaba en su alma. Por último dijo el agente:

-No me parece imposible alcanzar lo que desea Espatolino; pero quisiera avistarme con él. ¿Ha venido contigo a Gensano?

-Estoy sola.

-¡Sola!

Arrojó en derredor una mirada recelosa, y clavándola seguidamente en el semblante de su sobrina añadió moviendo la cabeza:

-No lo creo; ¿cómo había de dejarte venir sola un marido que tanto te ama?

-Le he abandonado sin consentimiento suyo: sabiendo cuáles eran sus deseos e intenciones, respecto al asunto de que se trata, me escapé furtivamente y he venido a este paraje, con la esperanza de veros en él y de interesaros en nuestro favor.

-¿Dónde quedó tu marido? -dijo Rotoli sin apartar su escrutadora mirada del rostro de Anunziata.

-Bien conoceréis -contestó ella- que no me corresponde a mí revelar a nadie el secreto de su retiro, sin tener la más completa seguridad de su indulto.

-¿Me crees capaz de abusar de tu confianza? -dijo Angelo con acento de indignación-. ¿Por qué te has   —168→   dirigido a mí, desdichada, si tan triste concepto te merezco?

-Perdonadme, padre mío -repuso ella juntando las manos en ademán de súplica-, no abrigo respecto a vos desconfianza alguna, y así como os hago dueño de mi vida os fiaría sin temor el destino eterno de mi alma; pero existen deberes que jamás sacrifica una persona delicada, y ninguno tan sagrado como el que tiene una esposa de respetar las órdenes de su marido. El lugar en que se encuentra Espatolino es un secreto suyo, que no estoy autorizada a descubrir.

-Hubo un tiempo -dijo Rotoli prestando a su voz gratas inflexiones, y a sus ojos la expresión más afectuosa- en que ningunas órdenes eran tan sagradas para Anunziata como las que dictaba su tío... su padre, ¡pues tal he sido siempre para mi perla! ¡Ahora todo ha cambiado, todo! He sobrevivido al afecto de cuantos seres amaba, y me encuentro en el mundo como en un desierto. ¡Triste es la existencia -añadió con amargura- cuando sólo anima un corazón desolado, que no encuentra ya en otro ni franqueza ni cariño!

-¡Yo os amo, más que nunca! -exclamó la joven enternecida-; no pronunciéis palabras que me parten el alma. Si he sido culpable para con vos, jamás podré ser ingrata a tantas bondades como habéis tenido conmigo; ¡pobre huérfana desvalida, que no tuvo en su niñez otro arrimo ni otro amparo que vos!

-¡Siempre eres la misma, sí!, siempre posees ese acento que me halaga tanto, que manda en mi corazón. ¡Muy culpable has sido, hija mía, mucho!, pero para no perdonarte era menester no haberte oído. Quiero olvidarlo todo; quiero por amor a ti ser generoso con el cruel que te arrancó traidoramente de   —169→   mis brazos... ¡El esfuerzo es grande... pero no importa! Dime dónde está tu marido y correré a buscarle, para deliberar el plan que debemos proponernos tocante al importante asunto que nos ocupa.

La joven bajó los ojos algo turbada y guardó silencio.

-¿No me respondes, perla mía?

-Quisiera -dijo ella con timidez y emoción- que tuvieseis la bondad de tratar del mencionado asunto únicamente conmigo, pues ya os he dicho que no estoy autorizada para descubriros el retiro de mi esposo.

-¡Insensata! -gritó el agente arrebatado por la ira, y erizándose todo como el gato que va a lanzarse a su presa-. Dime al punto dónde se encuentra el bandido.

Anunziata tembló, pero tuvo la necesaria resolución para responder:

-No debo, ni quiero decíroslo.

-¡Bien! -dijo fuera de sí su interlocutor-; veremos si eres más complaciente con la justicia, ante la cual vas a comparecer.

-Menos aún que con vos.

-Ya me lo dirás cuando veas el patíbulo.

-Ni cien patíbulos me arrancarán una palabra que no debo decir -repuso ella con imponente calma-. Conozco ahora la imprudencia que he cometido en ponerme en vuestras manos, y sufriré sus efectos con resignación y sin cobardía. Llevadme cuando gustéis al suplicio con que me habéis amenazado; es vuestra obligación, y yo he andado desacordada al buscar en vos al padre, olvidando al esbirro,

Rotoli la miró pasmado de tan inesperada firmeza, y luego comenzó a pasearse por el aposento con muestras de grande agitación. Algo pasaba en efecto   —170→   en el secreto de su alma; alguna lucha se verificaba en aquel momento entre las sordas pasiones de aquel hombre. Su rostro se fue despejando, sin embargo, progresivamente, hasta recobrar su habitual expresión de zalamería, y hubiera sido imposible al más hábil fisonomista decidir si su cólera estaba desvanecida o solamente concentrada.

-Anunziata -dijo-, tus injustas desconfianzas me sacan de quicio. El hombre cuya seguridad temes comprometer es tu marido, y tal título bastaría a ponerle a salvo de mi resentimiento, aun cuando no existiesen en mi memoria recuerdos muy poderosos. Aquel desventurado ha sido mi amigo y tengo contraídas con él obligaciones de gratitud. Verdad es que su conducta posterior las ha destruido; que me ha arrancado contigo mi felicidad, y con Pietro, mi venganza...

Interrumpiose como si no acertara a vencer completamente el rencor que había reanimado aquellos últimos recuerdos; pero después de una breve pausa añadió con aire de triunfo:

-¡Ea!, ¡es tu esposo y ha sido mi amigo!, que Dios y la Santa Madonna tengan tanta piedad de mí como yo de él.

Tomó su sombrero con precipitación, y Anunziata exclamó:

-¡Os marcháis!

-¡Para servirte en lo que deseas, pobre oveja descarriada! -respondió el agente con un tono de verdad que hubiera convencido a la misma desconfianza-. Sospechas de mí, y rehúsas indicarme el paraje en que pudiera hablar a Espatolino. Bien, guarda tu secreto; yo te perdono el concepto que en esa reserva me manifiestas, y me vuelvo esta misma noche a Roma para trabajar con tanta diligencia como eficacia por el logro de tus deseos. Ruega a Dios que ablande el corazón de los que   —171→   pueden con una palabra dar la vida o la muerte, y espera aquí mis avisos.

-¡Bendito seáis, padre mío! -exclamó la joven cayendo de rodillas.

Rotoli debió experimentar en aquel instante una de aquellas sensaciones vivas y generosas que son demasiado raras en la vida de los hombres de su profesión, pues brilló en sus ojos una fugaz ternura, y permaneció algunos segundos trémulo y agitado, como quien procura y no acierta a vencer un sentimiento que le domina y le halaga. Por segunda vez en aquella breve conferencia sintió el esbirro la lucha que sostenían en su interior dos impulsos contrarios; pero alguno quedó vencedor indubitablemente, pues su fisonomía, ligeramente alterada, volvió a recobrar aquella mezcla singular de paciencia, astucia, penetración y disimulo que le caracterizaban y le prestaban cierta semejanza con la traidora alimaña a quien ya una vez le hemos comparado.

Levantó del suelo a su sobrina abrazándola cariñosamente, y la dijo con melosa voz:

-Descansa en mi actividad, pobrecilla, y no dudes del interés que tengo en apartar de la senda de perdición al hombre que es ya, por desgracia, tu legítimo dueño. ¿Estás bien segura de que puede dar mucho oro por su perdón?

-Sí lo estoy, padre mío -respondió la joven-, y os garantizo además que recibiréis en señal de su gratitud por vuestros buenos oficios, no ya los diez mil ducados que os prometí, sino el doble. ¡Oh!, ¡todo, todo lo que nos quede será para vos!

-¡Bien, bien!, no es eso lo que me mueve a serviros, aunque a la verdad no soy rico, como algunos imaginan, y pronto tocaré aquel período de la vida en que el hombre no alcanza otros goces que las comodidades   —172→   positivas. ¿Qué otra cosa que la riqueza puede desear un viejo que no espera ya felicidad en el mundo, donde se encuentra solitario?

Anunziata quiso contestarle, sin duda para asegurarle nuevamente de su cariño, pero Rotoli salió presuroso del aposento, llevándose el pañuelo a los ojos.

«¡No!, ¡el mundo no está lleno de malvados, como dice Espatolino! ¡Los hombres no son como se los finge su aborrecimiento!», se dijo a sí misma la joven. «Contagiada ya por sus erróneas y amargas ideas, he sido capaz de desconfiar de mi pobre tío, que con todos sus defectos tiene un alma excelente».

Bendijo nuevamente a Rotoli a consecuencia de tales reflexiones, y se preparaba a rezar encendiendo dos bujías a una imagen de la Virgen que decoraba la chimenea, cuando fue distraída de su devota ocupación por un rumor de pasos precipitados, que evidentemente se iban aproximando. Palpitole el corazón como si adivinase por instinto quién era la persona cuyas pisadas oía, y lanzándose fuera de su estancia se halló en los brazos de Espatolino.

Al recobrar a su amada, al verla sana y salva después de padecer por ella las más crueles aprensiones, aquel bandido feroz lloraba como un niño, y se abandonaba a los más pueriles extremos de placer y de ternura. Su mano homicida acariciaba trémula la sedosa cabellera de Anunziata, y sus labios, acostumbrados a pronunciar blasfemias, exhalaban en acentos embargados por la emoción las más dulces palabras que puede inspirar un amor ardiente y una inefable ventura.

Calmados los primeros arrebatos, refiriole su esposa la entrevista que acababa de tener con Rotoli, y las esperanzas que concebía; pero Espatolino, meneando   —173→   la cabeza, respondió:

-Algún proyecto infernal ha concebido el esbirro, y convendrá a su éxito una aparente generosidad, le conozco; es implacable como yo; la diferencia grande que nos distingue es que yo acometo como el león y él acecha como el tigre.

-¡Siempre desconfianza! -exclamó con tristeza Anunziata-. ¡Siempre esa insana y cruel prevención contra los hombres!

-¡Y bien!, no pensaré sino lo que tú pienses; no creeré sino lo que tú creas; pero sal de esta casa al punto, vida mía. Poseo una poco distante, que será para nosotros un asilo más seguro. Si Rotoli obra de buena fe y envía aquí los avisos que te ha ofrecido, tengo medios muy fáciles de hacerlos llegar a nuestro retiro sin descubrirle... ¡Marchemos al momento, esposa querida, porque mi corazón presiente desgracias en este sitio! Escucha: esta tarde, mientras indagaba tu paradero con mortales inquietudes, un ave siniestra me fue constantemente siguiendo, y tres veces al preguntar por ti me respondió su fúnebre graznido. Es una aprensión ridícula; pero no puedo desecharla: me acuerdo que un pájaro semejante pasó sobre mi cabeza la tarde que volviendo del presidio vi morir a mi hermana.

-Estoy pronta a seguirte a donde quieras -respondió la joven-, con tal que me asegures que podré recibir sin retardo los avisos de mi tío.

-Hay en esta misma hostería una persona que me es adicta, y te juro que diez minutos después de que se hayan recibido aquí las cartas de Rotoli las tendrás en tu mano.

-Marchemos, pues.

Espatolino pagó generosamente los gastos hechos   —174→   por su mujer, y acompañados de Pietro salieron del Paradiso.

El albergue seguro ofrecido por el bandolero a su joven compañera, y adonde efectivamente la condujo, era una casa de modesta apariencia, pero muy espaciosa y en una agradable situación, próxima al antiguo castillo de los duques Cesarini.

Desde sus ventanas podíase recrear la vista con las deliciosas colinas cubiertas de verdes viñedos y con las románticas orillas del lago Nemi, frecuentadas por los jóvenes de Gensano, teatro en muchas ocasiones de citas amorosas y de campestres festines.

Un año, poco más o menos, hacía que habitaba aquella casa un labrador anciano que la fabricó, y a quien por su carácter adusto y taciturno llamaban il Silenzioso. Vivían con él su mujer y su hijo; ella era sorda y ciega, y él parecía haber heredado la índole de su padre, pues apenas conocían su voz los vecinos de Gensano.

Aquella familia misteriosa no trataba con nadie pero no ignoraban en el pueblo que solía recibir las visitas de algunos forasteros, a quienes unos suponían parientes del dueño de la casa y otros aseguraban ser ilustres señores romanos, que se servían del Silenzioso para sus aventuras galantes; nadie empero sospechara hasta entonces la verdadera condición de los huéspedes que de vez en cuando favorecían aquel pintoresco retiro, y Espatolino podía creer con fundamento que gozaría en él la posible seguridad.

También debían alojarse allí los camaradas que habían ido a reunírsele en Gensano; la distribución de las piezas habitables de aquella casa estaba tan bien entendida, o mejor diremos, tan propia para el   —175→   destino que solía tener, que los bandidos podían estar bajo el mismo techo que su jefe, sin tener con éste una comunicación demasiado inmediata y que le hubiera sido incómoda, entonces que tenía consigo a su mujer.

En la noche en que Espatolino trasladó a Anunziata a aquel solitario albergue no se hallaban en él sus compañeros, pues por orden suya visitaban las cercanías buscando la perdida prenda, que más dichoso que todos había ya descubierto y recobrado; circunstancia que no supieron los bandoleros hasta dos días después que regresaron de sus inútiles correrías.

La impresión que había hecho en ellos aquella nueva afrenta (pues tal reputaban la comisión de correr en pos de una mujer desperdiciando un tiempo precioso) se nos hará patente muy pronto; mas antes de tratar de personajes tan secundarios en nuestra historia, razón será que instruyamos al lector del resultado que tuvieron las generosas promesas de Rotoli.



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ArribaAbajo- XI -

Declinaba una de las más apacibles tardes del melancólico otoño. Los últimos rayos del crepúsculo, que esparcían una tinta purpúrea en las ondulantes nubes del ocaso, tornasolaban con los matices del ópalo las tranquilas aguas del lago de Nemi, y las frescas auras de la noche balanceaban murmurando las flotantes vides que decoraban sus pintorescas orillas. Espatolino y su esposa, sentados en el hueco de una de las ventanas que daban sobre el lago, respiraban en silencio aquel ambiente saludable que en los últimos días de octubre consuela a los habitantes de las cercanías de Roma de la mortífera influencia del aria cattiva, que durante los meses de verano ocasiona tantos males en el país27.

Callaban, como hemos dicho, el bandolero y su mujer; ambos parecían profundamente preocupados.   —177→   El semblante de Anunziata tenía una expresión indefinible de ansiedad, impaciencia y fatiga, y al observar la alteración de sus facciones, su palidez enfermiza interrumpida a intervalos por una llamarada de fuego febril que encendía momentáneamente su cutis, y sus ojos hundidos por una dolorosa vivacidad, fácil era conocer que su cuerpo y su espíritu padecían igualmente, y que uno y otro no estaban muy distantes de aquel momento supremo en que la calma del desaliento sucede a las devoradoras transiciones de una larga expectativa. Espatolino tenía fijas en ella sus miradas inquietas, y como un espejo de aumento reflejaba aquel rostro varonil, con acrecentamiento de energía, las penosas sensaciones que se pintaban en la expresiva fisonomía de la joven.

Rompió ella por último el largo silencio, y señalando con su mano trémula el astro diurno que iba a desaparecer, dijo con acento profundamente triste:

-¡Otro ha pasado ya!

-¡Sí -respondió Espatolino-, otro día de agonía para ti, esposa adorada! Tres has tenido de esta horrible inquietud, y te he visto padecer sin alcanzar un medio de consolarte.

-¡Dios mío! -exclamó ella cruzando sobre su pecho los brazos enflaquecidos-. ¡Cuán cruel es Rotoli al guardar un silencio cien veces peor que la declaración más amarga! ¡Qué sentimiento tan insufrible es la incertidumbre! ¡Qué espantosa la expectativa! ¡Estarse así, parado, inmóvil, en aparente sosiego, mientras se nos viene acercando la sentencia de vida o de muerte, y no poder apresurarla, ni adivinarla, ni huirla! ¡Esto es peor que el infierno, Espatolino! ¡El infierno no tiene un suplicio tan terrible como la duda!

-¿Por qué no has de ver en esa misma dilación de Rotoli un motivo de esperanza? -dijo el bandido-.   —178→   Si mi proposición hubiese sido absolutamente desechada, ¿qué le alentaría a aguardar aún?

-Y si alguna esperanza tuviese -respondió la joven-, ¿por qué nos retardaría su participación? El pobre Rotoli tiene un buen corazón, por más que dudes de él, y erróneamente imaginando que nos haría más desgraciados la certeza que el temor de una repulsa invencible por parte del Gobierno, guarda este silencio que me asesina.

-Tus cavilaciones son tristes; ¿qué se han hecho aquellos faustos presentimientos de que me hablabas la noche primera de nuestra reunión? ¿Por qué concibes ahora tan negras inquietudes habiendo alimentado entonces una confianza tan completa? Yo era dichoso escuchándote hacer la elocuente pintura de nuestra suerte venidera, y deseo que vuelvas a recrearme con ella. Pero, ¡ay!, no te acuerdas ya del delicioso retiro que con tantos pormenores imaginabas y embellecías; de aquel rebaño de ovejas que tú misma apacentabas; de aquellos robustos búfalos que cargaba Pietro cada día con el abundante producto de nuestras viñas; de aquel jardín coronado por un pintoresco palomar, en donde jugaba nuestro hijo revolcándose entre las flores, mientras los pichones ensayando sus primeros vuelos iban a posarse sobre sus hombros, acariciando con sus picos de marfil los dorados cabellos del inocente ángel. Y luego aquella iglesia pintorescamente situada, en la que oíamos misa antes de emprender nuestras cotidianas faenas, y aquellas alamedas sombrías por donde paseábamos en las tardes del estío; y aquellas mañanas de primavera en que almorzábamos sobre la grama, oyendo el ruido de las aguas y los cánticos de las aves; y las largas noches de invierno pasadas junto al fuego, leyendo yo, cantando tú o contemplando   —179→   ambos en silencio el apacible sueño de nuestro hijo, mientras la leña chirriaba, el viento azotaba los cristales de nuestras ventanas, y la nieve cubría con sus copos nuestro humilde techo. ¡Oh, esposa querida! ¡Cuán dulce era tu voz, cuán elocuentes tus palabras cuando me hacías el hechicero retrato de aquella nuestra vida futura! ¿Por qué callas ahora? ¿Qué se han hecho las imágenes deliciosas que creaba tu imaginación para seducir mi alma?

-¡No lo sé! -respondió con desfallecida voz la sobrina de Angelo-; pero no ha sido culpa mía su fuga. ¡Infeliz!, ¿por qué me contaste tantas veces que un búho siniestro respondía a tus acentos, cuando me llamabas?, ¿por qué te he visto incrédulo y sombrío cuando te comunicaba mis halagüeños delirios, como si un espíritu infernal, posesionado de tu espíritu, le hubiese cerrado a toda emoción inocente y a toda esperanza lisonjera? ¡Y bien! -añadió estremeciéndose-, la profunda desesperación de tu alma se ha comunicado a la mía; ¡escucha!, yo también he tenido funestos agüeros y presentimientos lúgubres. Anoche me dormí un momento... un solo momento, porque bien sabes que me ha abandonado el sueño, y en aquel breve instante tuve una angustiosa pesadilla. Soñé que te arrastraba a pesar tuyo hacia un horizonte azul, que se me presentaba en lontananza despejado y sin límites. «Ven -te decía-, ven, que allí están el perdón, la virtud, la felicidad». Y continuaba andando y tú me seguías; pero también el pájaro funesto iba con nosotros, cerniéndose sobre nuestras cabezas, cobijándonos con sus alas, respondiéndonos con sus graznidos. ¡Yo caminaba sin cesar, impaciente, presurosa, ávida... y el horizonte, cada vez más próximo, en vez de aparecer más claro, se iba oscureciendo, estrechando! Bien   —180→   pronto sólo se presentó como una gran masa de vapores oscuros; luego me pareció que cobraba formas que iban por instantes distinguiéndose mejor. Yo corría llevándote de la mano, y el pájaro seguía también tenazmente sobre nuestras cabezas. ¡La sombra de sus alas era tan fría, que la frente de ambos iba cubriéndose de la rigidez y blancura del mármol, y la sentíamos pesada, muy pesada! ¡Cada vez que aquel pájaro fatal batía las alas balanceándose en la atmósfera, nos salpicaba con un licor caliente, que al caer en nuestras frentes se helaba con prontitud y colgaba en témpanos sobre nuestros ojos... ¡mirelos y eran de sangre! ¡Pero andábamos, andábamos sin parar... la vaga forma de aquella mole aérea era ya más distinta! ¡Tú temblaste! «¡No temas -te dije-, es el perdón, la virtud, la dicha!...». El pájaro dejó oír un último y prolongado grito, y la masa de vapores nos presentó súbitamente una forma clara, pronunciada, horrible: ¡el patíbulo!

Calló la joven; su frente estaba humedecida por un sudor helado, y sus labios trémulos habían perdido el color; su nariz apareció perfilada y casi trasparente, y una aureola de un azul violado se señaló con distinción al rededor de sus ojos, que se cerraron con desfallecimiento.

Espatolino, tan conmovido como ella, la ciñó con sus brazos estrechándola contra su seno.

-Desecha tan pueriles supersticiones, ángel de mi vida -la dijo-, débil, calenturienta, preocupada con pensamientos tristes, te rendiste un instante al sueño, y nada más natural que esa pesadilla, que indica sólo el estado lastimoso de tu salud y de tu espíritu. Tú, que crees en una Providencia sabia y benéfica, ¿cómo puedes abrigar las cavilaciones tenebrosas de un impío fatalismo?   —181→   ¿No eres inocente y pura? ¿No he jurado abandonar la carrera del crimen? ¿No has implorado al Dios a quien adoras, y no es él la suma bondad y la omnipotencia infinita? ¡Hija del cielo!, ¡deja a mi alma árida y descreída agitarse en el caos de la duda, y temblar por los absurdos delirios de la imaginación!, ¡tú tienes un Dios!, ¿por qué desconfías?

-¡Es verdad! -dijo ella-. Dios es tan piadoso que no puede ensordecer a los gemidos de mi corazón; Jesucristo derramó su sangre para lavar los pecados del mundo, y por culpable que seas tú, también fuiste redimido; tú también tienes aquel augusto derecho al perdón, que legó con su muerte el Salvador a los hijos de Adán. Pero hay felicidades tan grandes que no pueden concederse al arrepentimiento mismo; sólo la inocencia las alcanza.

-¡Y quién más inocente que tú, ángel del paraíso! -exclamó con pasión Espatolino-. ¿Pesarán más en la balanza de la justicia divina mis crímenes que tus virtudes?

-Si tu corazón estuviese verdaderamente convertido -dijo ella-, yo desconfiaría menos de nuestra dicha. ¡Si Dios leyendo en tu alma la encontrase llena de amor, de pesar y de arrepentimiento!... pero tus rodillas no se han doblado para adorarle; tus labios no se han abierto para bendecirle ni una vez siquiera. ¡Por eso padezco!, ¡por eso dudo!, ¡por eso pierdo la esperanza! ¡Espatolino! Dios es misericordioso pero también es justo. ¿Pudiera perdonarte mientras tú le desconoces? ¿Pudiera llamarte mientras tú le huyes?

Espatolino inclinó la frente con aire pensativo.

-Prométele que serás bueno si te perdona -añadió ella-; júrale con verdad y con amor que no volverás a apartarte de la senda de la virtud, y entonces   —182→   podré esperar. Dile, ¡Dios mío!, ¡creo en Vos y en Vos espero, y sólo deseo vivir para reparar los errores de mi vida pasada; para expiar mis crímenes con la penitencia y ser un buen cristiano, un buen esposo y un buen padre!

-¡Sí! -dijo el bandido levantando la cabeza-. Juro todo eso, y creo en quien creas, y amo a quien ames, y espero en quien esperes. ¡Sí! -añadió poniéndose de rodillas-, hay un Dios que te hizo tan hermosa y tan pura, y yo le adoro en su obra.

La puerta de la estancia se abrió en aquel momento y Pietro entró presuroso agitando un papel en la mano.

-¡Albricias! -exclamó corriendo hacia donde estaban los dos esposos-, ¡albricias, mi capitán!, ¡albricias, mi capitana! Un mozo del Paradiso me ha entregado esta carta que acaba de llegar de Roma, y la letra del sobre es del señor Angelo; ¡bien la conozco!

Anunziata se apodera con ansia del inspirado papel, pero un temblor convulsivo invade todos sus miembros, su vista se ofusca y se fija inútilmente en aquellas líneas de vida o de muerte; ¡no puede leerlas!, ¡las letras le parecen cubiertas de un velo espeso! «¡Luz!, ¡luz!», exclama con agonía. Pietro aproxima una bujía; pero los ojos de Anunziata no distinguen mejor los importantes caracteres que se afana por comprender. Siéntese trastornada, teme desmayarse, no puede reprimir aquella agitación que la asesina, y sin embargo defiende con tenacidad el papel que quiere quitarla Espatolino.

«¡No!, ¡no!», grita; y vuelve a acercarle a los ojos, pasando por ellos su mano, como si creyese poder despejarlos del velo que los cubría. Su cuerpo está trémulo, sus facciones desencajadas, una indescribible ansiedad se retrata en ellas, mientras que su mirada,   —183→   fija en el papel, parece devorarlo. Espatolino la contempla con no menor agitación; sus ojos observan atentamente los de Anunziata; los latidos de su corazón se escuchan distintamente en aquel momento de angustioso silencio. A la ansiedad que revelaba el rostro de la joven cuando se afanaba en balde por distinguir las letras de la carta, sucede la inmovilidad de una atención profunda: ¡conoce Espatolino que ya ha pasado la ofuscación de su vista, que ya lee! No respira, no hace un gesto, toda su alma está en sus ojos, que recorren aquellas líneas. Espatolino no aparta de ella su mirada; lee en su fisonomía lo mismo que ella en la carta. Ve colorarse ligeramente su tez casi lívida; reanimarse el brillo de sus ojos; entreabrirse sus labios exhalando fuertes respiraciones, como un asfixiado cuyo pulmón comienza a dilatarse; luego todo su semblante se despeja, se ilumina, brilla con una inefable expresión, y cae de rodillas exclamando:

-¡Ya puedo morir, Dios mío!

-¡Y bien!, ¡y bien! -dice con alterado acento Espatolino.

-¡Estás perdonado! -responde ella, y pierde el sentido.

Por violentas que puedan ser las emociones de la alegría, es muy raro, por desgracia, que causen la muerte. Cruel el destino hasta cuando halaga, avaro hasta cuando prodiga placeres, no renuncia al derecho de cobrarse con usura, ni nos permite salir del mundo cargados con la deuda del reconocimiento. Gran favor le deberíamos si hiciese la vida tan breve como la felicidad, ya que no es posible hacer la felicidad tan larga como la vida; pero, lo repetimos, rara vez llega la muerte en aquellos momentos supremos en que acabamos de gozar toda la plenitud   —184→   de la vida, y cuando dilatándose y engrandeciéndose el alma, anhela por salirse del cuerpo y lanzarse con todo su vigor a la eternidad.

El primer movimiento de Anunziata, al recobrar los sentidos, fue arrodillarse [por] segunda vez para dar gracias al cielo por aquella inmensa felicidad. Su esposo la contemplaba en silencio.

-¡Póstrate! -le dijo ella con acento dulcemente imperioso-, ¡humilla tu alma rebelde ante el Dios de las piedades! ¡Estás perdonado!... ¿No lo has oído? Estás perdonado por los hombres, porque Dios ha hablado a sus corazones. ¡Y qué!, ¿el tuyo sólo desoirá su voz, cuando te llama, cuando te redime?

-¡No! -exclamó el bandolero-. Si la injusticia y el infortunio me hicieron desconocerle, no negaré a la clemencia y a la felicidad el poder de revelármele. Dios existe y tú eres el ángel de su misericordia, enviado a la tierra para salvar las almas extraviadas por la crueldad de los hombres.

-¡Póstrate! -repitió ella con exaltación-, póstrate y llora, y ruega y bendice conmigo.

¡Oh, poder milagroso del amor!, el impío Espatolino se arrodilla junto a su amada: su frente rebelde se humilla confusa; sus labios blasfemos murmuran una oración. La joven esposa, inclinada hacia él, puestas entrambas manos sobre sus espaldas, los ojos levantados al cielo con expresión sublime, la frente iluminada por el sentimiento de una alegría profunda, derrama abundantes lágrimas sobre la cabeza de aquel criminal querido. ¡Bautismo regenerador, que preside la luna con sus melancólicos fulgores, como si fuesen mensajeros del perdón celeste!

Ella se levanta luego pálida, sí, pero radiante, divina.   —185→   Tenía en aquellos momentos una belleza sobrehumana.

-Pietro -dijo-, busca flores: las más hermosas, las más puras; quiero adornar con ellas el altar de la Madonna y que pasemos la noche rezando de rodillas delante de él.

Pietro salió dando saltos, batiendo las manos, y húmedas todavía sus mejillas con las lágrimas que le arrancara la escena de que había sido testigo.

La joven se acercó a un nicho cubierto por una cortina de tafetán verde; la descorrió dejando patente una pequeña, pero primorosa estatua de mármol blanco, que representaba a la Virgen pisando la cabeza del dragón. Encendió y puso sobre la meseta del altar algunas bujías, y postrándose en el pavimento, dijo a su marido:

-Ven; voy a leerte la carta bendita del generoso Angelo, aquí de hinojos ante la santa imagen de la Madre del Redentor; escúchame como se escucha la absolución de un ministro de Dios, levantando tus ojos y tu corazón a la efigie veneranda de la castísima Virgen.

Obedeció el bandido con la docilidad de un niño, y ella leyó en alta voz aquella carta que el exceso de su regocijo le había impedido terminar. Su voz era dulce, vibrante, impregnada, por decirlo así, de todos los sentimientos deliciosos que rebosaban en su alma. Espatolino la escuchaba atentamente y en actitud respetuosa. La carta estaba concebida en estos términos:

«Mucho siento, hija mía, haberte tenido tantas horas (que te habrán parecido siglos) sin noticias de nuestro asunto; pero no ha consistido en mí. La cosa presentaba grandes dificultades, y he tenido que hacer uso de toda mi sagacidad, de toda mi pertinacia y de toda mi paciencia para conseguir el hacerme   —186→   escuchar; lo que no hubiera alcanzado, sin embargo, sin el auxilio de un amigo que goza la más justa consideración. ¡Qué excelente caballero es el coronel Dainville! ¡Qué corazón has despreciado! ¡Esa locura tienes que expiarla severamente, Anunziata! Qué felices hubiéramos sido todos, si en vez de encapricharte por... En fin, ya no hay remedio y puesto que estás casada y que serás madre en breve, sólo debo pensar en evitarte la desgracia y la vergüenza de ver perecer en un suplicio a tu marido, a quien he perdonado de todo corazón.

»He trabajado mucho, mucho por conseguir su indulto; pero hasta este instante era dudoso el resultado, y por eso no quise darte una esperanza que pudiera salir fallida. Gracias a Dios y a los buenos oficios del señor Arturo de Dainville (a quien nunca podremos agradecer debidamente tantos favores inmerecidos), acabo de saber con grandísima alegría que el Gobierno se digna aceptar el arrepentimiento de tu esposo, y le promete solemnemente un generoso y completo indulto».

Hasta aquí había leído la primera vez Anunziata, y aquí volvió a interrumpirse para bendecir nuevamente al cielo. Luego continuó con voz conmovida, que fue embargándose más y más a medida que se acercaba a la conclusión del escrito:

«Sí, hija mía; Espatolino puede contar por seguro su perdón y se le permitirá, además, la tranquila posesión y el libre uso de sus riquezas, de las cuales nada debe ni quiere admitir el Gobierno. Otra es la condición que le impone; dura a la verdad, dolorosa, lo conozco, y temo que tu marido caiga en la tontería de rehusarla».

-¡No!, ¡no! -exclamó el bandolero-, ¡yo la acepto, cualquiera que sea! Escríbeselo así, Anunziata; dile   —187→   que al instante la he aceptado; que quiero mi indulto, que quiero tu felicidad a cualquier precio. Bien conozco que debo sufrir algún castigo... ¿Querrán cortarme las manos?, ¡estoy pronto!, somos ricos; no las necesito. ¿Creen que deben dejarme ciego?... ¡No poder verte! ¡No poder conocer las facciones de mi hijo!... Es horrible; pero no importa, oiré tu voz y la suya que me repetirán: «Somos felices».

Anunziata, que había continuado en silencio su lectura mientras él hablaba, dejó caer súbitamente la carta lanzando un grito penetrante y profundo. Espatolino comenzó a temblar y la preguntó azorado:

-¿Cuál es esa condición terrible?... ¡Por qué leo en tu rostro que es terrible! ¡Cuál es, dila! Excepto la de separarme de ti, ninguna pueden imponerme que no esté dispuesto a aceptar. ¡Habla! ¿Qué exigen de mí?

-¡Oh! -dijo ella con un rechinamiento de dientes que causaba frío-, ¡no la aceptarás, estoy segura! ¡Somos perdidos, perdidos para siempre! ¡No hay perdón, no hay felicidad!

-¡Habla! -repitió el bandido con ahogada voz e imperioso acento-. ¿Qué exige de mí el Gobierno?

-Que entregues a tus compañeros para que sirvan de escarmiento público -respondió desfallecida la joven.

Saltó Espatolino como si le hubiese picado una víbora; fue espantosa la expresión de su rostro en aquel momento, y nada nos parece comparable al ademán y al acento con que dijo:

-La traición... ¡el perdón a precio de sangre!... ¡Oh viles!

Arrancose los cabellos con sus manos convulsas, rugió como un tigre en la agonía, y añadió con gesto amenazador y con acento temible:

-¡Guarden su infame dádiva!, ¡guárdenla como yo mi odio!   —188→   Nada quiero ni de Dios ni de los hombres; ¡soy el bandido!, ¡lo seré siempre!, guerra eterna a la humanidad, y si fuese posible, ¡guerra también al cielo!

-¡Ya lo sabía yo! -articuló débilmente Anunziata.

No dijo más; una violenta convulsión la acometió al punto, y un velo cárdeno cubrió su semblante, espejo un momento antes de las más vivas emociones e imagen entonces de la muerte.

Espatolino acudió a socorrerla; pero al verla creyó imposible remediar los funestos efectos de aquel último golpe, capaz de quebrantar el corazón más fuerte, y apretándola entonces con una especie de frenesí contra su seno agitado:

-¡Muere! -exclamó-, ¡muere, desventurada!, el mundo no es digno de poseerte, y yo sólo te he atraído para destrozarte el alma!



  —189→  

ArribaAbajo- XII -

La convulsión y el síncope que padeció sucesivamente Anunziata fueron precursores de una fiebre violenta, que la rindió completamente cerca de las nueve de la noche. El letargo inseparable de aquel género de calentura era interrumpido a intervalos por accesos de delirio; entonces hablaba de traiciones, de cadalsos, de lagos de sangre en que se sumergía. Rechazaba con esfuerzos vehementes no sé qué fantasma que, según podía inferirse de sus inconexas palabras, se le presentaba amenazador y terrible. En algunos momentos parecía prestar la mayor atención como si alguno le hablase en voz muy baja, o se afanase por comprender el origen de algún rumor vago que llegase a sus oídos; pero enseguida lanzaba estremeciéndose agudísimos gritos, y repetía despavorida:

-¡Es él!, ¡es el mismo búho que graznaba sobre la cabeza de Espatolino!

  —190→  

Otras veces se figuraba estar en presencia de su tío, y le reconvenía por no querer salvar del patíbulo a su esposo, o bien, convirtiendo de súbito en el mismo rey a su imaginario interlocutor, le dirigía con patético acento las más humildes súplicas, implorándole a nombre de su hijo, cuya voz (decía) escuchaba resonar en sus entrañas.

La fiebre parecía cobrar mayor violencia por instantes; un ligero y lustroso sudor humedecía sus facciones desencajadas; su respiración se hacía más difícil progresivamente; su pulso era duro y desigual, y se quejaba de que le apretaban la cabeza con un círculo de hierro. Espatolino estaba desesperado. Quiso enviar a llamar con uno de los suyos algún médico del pueblo; pero il Silenzioso le advirtió que sólo había uno en la actualidad, y que se aseguraba generalmente que podían aplicársele aquellos versos:


    Quando il becchin sentiva che chiamato
era el medico tal per una cura,
senza stare a informarsi del malato
facea la fossa per la sepoltura28.



-Pero conozco un hombre muy hábil que aunque no esté recibido de médico pasa por profundamente instruido, y ha hecho curas maravillosas -añadió il Silenzioso-. Vive a una milla de aquí, en el camino de la Riccia, en una casita aislada, pues es un sabio que sólo se ocupa de la Física y de la Astronomía. Mi   —191→   hijo le conoce, y si el capitán lo permite saldrá al punto en su busca.

-¿Creéis que vendrá? -preguntó Espatolino.

-Es un hombre muy filantrópico, y su mayor placer consiste en asistir a los enfermos.

-Pues bien, que parta al punto vuestro hijo, y en anticipada muestra de mi gratitud, haced que le lleve este anillo de brillantes.

El Silencioso salió con prisa a cumplir la orden, y Espatolino se puso de rodillas a la cabecera de la enferma, que entonces parecía aletargada. Contemplola largo rato con dolorosa atención: el rostro de la joven se desfiguraba más y más; ligeros estremecimientos recorrían sus miembros rígidos; y aunque permanecía inmóvil, notábase la opresión de su seno por la dificultad con que respiraba. Pietro, creyéndola moribunda, lloraba tendido junto a los pies de la cama; sus sollozos atormentaban de tal manera el corazón de Espatolino, sin ellos ya demasiado afligido, que le mandó salir de la estancia. Solo con su mujer, abandonose a toda la amargura de su dolor; lágrimas silenciosas corrieron entonces por sus mejillas, y sus manos apretadas contra su pecho señalaron en él sus uñas:

-¡Anunziata!, ¡vida mía! -la dijo-, ¿qué sientes?, ¿por qué no me diriges una palabra?, ¿ignoras que está aquí tu Espatolino?

Entreabrió ella sus ojos secos y ardientes, y los clavó en él, pero sin conocerle, murmurando enseguida algunas confusas frases, de las cuales sólo éstas entendió su esposo:

-El perdón... ¡si no, morir!... vale más morir que soportar esta existencia. ¡Él no quiere!... mi hijo está agonizando en mi seno, porque no quiere nacer para ser un ladrón como su padre. Su padre ha declarado la guerra a Dios y a los hombres... Dios tiene un infierno, los hombres   —192→   un patíbulo... mi hijo no quiere ni el infierno ni el patíbulo... ¡quiere el perdón!, ¡el perdón es la vida!

-¡Oh!, ¡esto es demasiado! -exclamó con desesperación Espatolino-. No hay crimen que no sea expiado por tan atroces padecimientos. Yo pudiera darle la vida -añadió después-, pudiera darle la felicidad... ¡pero a qué precio! ¡La traición!... ¡no!, ¡nunca!, ¡nunca! -prosiguió tendiendo las manos, como si rechazase a alguien-. ¡Déjame, demonio tentador!... ¡que muera ella, que muera mi hijo!, ¡perezcan cien veces antes que Espatolino rescate sus vidas a precio de una infame alevosía! ¡Ellos!... ¡mis compañeros!, ¡mis leales amigos!, ¡ellos, infelices como yo!, ¡ellos, que darían su sangre por una gota de la mía!... ¡Infamia!, ¡maldito sea el hombre infernal que osó proponérsela a Espatolino!

-Ese pájaro negro me está picoteando los ojos -murmuró con acento de dolor la enferma-, está graznando en mis oídos... el frío de sus alas hiela mi frente... ¡me pesa como si fuera de mármol!... no puedo más... esto es... ¡la muerte!

Cerráronse nuevamente sus ojos y volvió a aletargarse. Espatolino apoyó la cabeza en el borde del lecho, y apretó entrambas manos sobre sus labios para ahogar los gemidos que pugnaban por salir de su angustiado pecho.

Era la hora solemne de la medianoche; la lámpara que ardía sobre una mesa estaba cubierta con una gasa oscura, al través de la cual derramaba en la estancia una claridad débil y fúnebre. Todo estaba en silencio, sólo se oían la penosa respiración de Anunziata y los desordenados latidos del corazón de Espatolino.

  —193→  

De repente aquélla se estremece y exclama con acento profundo:

-¡La traición!... ¡eso es horrible! ¡Dios no quiere la traición!

-¡Alma de mi vida! -dijo Espatolino-, tranquilízate, no existe la traición cerca de ti.

-¡Ella va a estallar sobre tu cabeza! -pronunció una voz clara y varonil, aunque modificada por la cautela.

Volviose Espatolino y vio de pie a sus espaldas a un joven robusto, de semblante expresivo y ojos perspicaces.

-¡Gennaro Occhio linceo!, ¿qué has dicho?

-¡La verdad!, esa niña en un sueño o en un delirio, acaba de anunciártela también. La traición vela junto a ti, Espatolino; ¡huye, o estás perdido!

-¡La traición!, ¿quién?, ¿cómo?... ¿acaso Rotoli?

-No conozco ese nombre; pero los traidores están cerca de ti, bajo tu mismo techo.

-¡Bajo mi techo!... ¡cómo! ¿El Silencioso?...

-No, tus camaradas, tus súbditos: ¡Roberto y sus compañeros!

-¡Mientes! -gritó Espatolino poniéndose en pie con gesto amenazante.

-No hables tan alto, por amor a tu vida; he expuesto la mía por darte este aviso; he logrado, con no pocos trabajos y astucias, escaparme de mi estancia sin ser visto y llegar a la tuya, pero desconfían y me acechan. Ambos estamos en este instante en inminente peligro y es preciso abreviar la conferencia.

-¡Estás loco, Gennaro! -dijo Espatolino-, has tenido alguna pesadilla.

-Bien larga, a fe mía -respondió Occhio linceo, con amarga sonrisa-; pues hace muchas horas que   —194→   estoy padeciendo una penosa angustia, temeroso de poder llegar hasta aquí sin ser notado, en cuyo caso estábamos perdidos.

Espatolino se aproximó más a su interlocutor; una expresión indefinible se veía en su rostro y dijo:

-¡El infierno entero se ha entrado en mi alma! Explícate, Gennaro, porque creo que va estallar mi cabeza y quiero saber antes lo que significan tus palabras.

-No las has comprendido, ¡corpo di Dio! ¡Capitán!, te repito que los momentos son preciosos y no hay que perderlos. ¡Escucha!, tus camaradas y los míos se han convenido en comprar su indulto a precio de tu cabeza. Muchos días hace que el pérfido Giacomo se atrevió a hacernos tan odiosa proposición; pero entonces fue desechada. Ya sabes que Braccio di ferro y cuatro de sus amigos rehusaron obedecerte y fueron a reunirse con Lappo; pero ignoras que los mismos que cumplieron entonces tus mandatos participaban del descontento de los rebeldes. Cuando Baleno intentó expresarte, a nombre de todos, el disgusto con que veían la mudanza de tu carácter y el descuido con que ejercías tus funciones de capitán tuviste la imprudencia de amenazarle...

-¡Su audacia merecía la muerte! -dijo con sorda voz Espatolino.

-Y tu soberbia le pareció a él digna de su venganza -respondió Occhio linceo-. Desde aquel momento fue tu enemigo, porque te hubiera creído justo si le mandabas ahorcar por la menor infracción de la disciplina; pero te juzgó tirano cuando rehusaste escucharle como a un camarada celoso de tu gloria. Giacomo tuvo ya un auxiliar, y un auxiliar temible, porque Baleno goza de influencia entre los nuestros. El huracán que se formaba sobre   —195→   tu cabeza estalló sordamente cuando nos mandaste correr las cercanías en busca de tu mujer, mientras que todos estaban impacientes por ir a la expedición propuesta por ti mismo, y de la que se prometían tan considerables ventajas. Tu pérdida fue resuelta, y si volvieron aquí sólo fue para asegurarla. Esta tarde nos hemos reunido cerca de la Madonna di Gallora29, para convenir definitivamente en los medios de librarnos de ti. Giacomo repitió su proposición, porque anhela su indulto, y Baleno, que en otra ocasión le había llamado infame, la apoyó ahora, porque quiere vengarse. Su dictamen conquistó el de otros; solamente Roberto, Irta chioma y yo rechazamos la traición; pero estábamos en minoría. Roberto cedió por fin; Irta chioma resistió por mucho tiempo; pero notó señales de inteligencia entre los otros, temió que le asesinasen allí mismo, y como es un mozo que aunque sabe cumplir con su obligación cuando llega el caso, no está dotado de una gran fortaleza de espíritu, se intimidó al ver que era el único que se oponía a una resolución ya irrevocable tomada, y suscribió a todo obligándose con juramento. He dicho que Irta chioma era el único que resistía, y de eso inferirás que yo, luego que me convencí de que era inútil trabajo el tratar de disuadir a aquellos malvados, fingí participar de su opinión y no hablé ni una palabra más. Pero todos conocían mi adhesión a ti y lo mucho que te debo, capitán, y desconfiaron con razón de mi sinceridad; por eso me espían, y por eso sólo a fuerza de sutileza y disimulo he podido burlar su   —196→   vigilancia y llegar hasta ti para advertirte lo que pasa.

-¡Esto es horrible! -exclamó Espatolino-, ¡yo pierdo el juicio!

-¡Baja la voz en nombre del cielo! -dijo Occhio linceo-, y escúchame. Está decidido que al romper el alba parta Baleno a Roma; sabes bien que se publicó un bando en que se ofrecían por tu cabeza diez mil escudos, y además el perdón absoluto de los culpables, si eran de los tuyos los que prestaban este servicio al Gobierno. Baleno, fiado en este bando, va a entablar las negociaciones, ofreciendo tu vida por el indulto suyo y de los otros catorce.

Espatolino cayó en tierra como si todos los músculos de su cuerpo se hubiesen quebrantado:

-¡Traditori! -fue todo lo que pudo decir.

-Aun contando con el hijo del Silencioso -prosiguió Gennaro-, pues el padre es un viejo que no sirve para maldita la cosa, y con Pietro, que es un gallina que no sabe disparar un fusil, sólo somos cuatro; sería locura el pensar en acometerles durante esta noche, en que sin duda no dormirán muy tranquilos. Lo más seguro es que aproveches estas horas para salir furtivamente con tu mujer y con Pietro, y que andéis deprisa hasta llegar a un paraje que os parezca seguro. Yo, si me necesitas, no tengo reparo en acompañarte, pero como estoy espiado pudiera comprometer tu fuga, y quedándome aquí algunas horas más facilitaría los medios de escaparme, antes que se advirtiese tu ausencia, y correría a buscar a Estéfano y a Lappo, que no dudo se conserven leales, para que acudiesen con su gente al sitio que escojas para tu retiro.

-¡Traditori! -volvió a gritar Espatolino, rugiendo como un león herido.

  —197→  

-No es tiempo de hacer lamentaciones -dijo Gennaro-, sino de huir; acuérdate que al rayar el alba partirá Baleno a Roma; que su proposición será aceptada, y que Roma sólo dista de aquí seis leguas, es decir, que mañana por la noche ya puedes haber entablado conocimiento con los gendarmes, y algunos días después con el verdugo. Yo no puedo detenerme más; ¡adiós!, dispón tu fuga y buen viaje.

-¡Aguarda! -dijo levantándose Espatolino-. Mira; mi mujer está agonizando; es imposible la fuga. ¡Oh!, ingratos -añadió golpeándose la frente con sus puños-, yo la dejaba morir... ¡a ella!... ¡la dejaba morir cuando ellos me vendían!

-¡Y bien!, ¿qué piensas hacer? -preguntó impaciente Occhio linceo-. ¡Pero silencio!... ¡He sentido rumor!... ¡Sangue dell’ostia!, ¡estamos descubiertos!, ¡somos perdidos!

-No hay cuidado -respondió una voz sumisa-; soy yo, Pietro, y el pobre Rotolini, que no sabe qué hacer sin la capitana, que le tiene acostumbrado a dormir a sus pies.

-Calla, pues, y retírate -dijo bruscamente Espatolino-; ¡desgraciado de ti si ocasionas el rumor de una mosca que vuele!

-No hay cuidado -repuso Pietro saliendo de puntillas-; Rotolini y yo callaremos como dos cadáveres.

Espatolino se acercó a Gennaro, y asiéndole del brazo derecho con su mano férrea, le dijo en voz muy baja y profundamente rencorosa:

-¡No puedo partir, pero quedándome aquí puedo salvarme y vengarme!

-No te entiendo -respondió encogiéndose de hombros Occhio linceo.

-Escucha: me has dado una prueba de lealtad, y   —198→   tengo muchas de tu valor. Sé que tu ojo es certero y tu mano segura.

-¡Ya lo creo!... ¡por vida de Júpiter!, me llaman Occhio linceo.

-Baleno saldrá para Roma dentro de algunas horas.

-Ya son las cuatro o cerca de ellas; a las cinco poco más o menos se pondrá en camino, y como llevará un caballo de los mejores, bien se puede asegurar que estará en Roma a las nueve.

-Ese viaje es muy corto -dijo con sombrío acento Espatolino.

-Ya lo conozco; ¡pero qué hemos de hacer!

-Obligarle a emprender otro más largo.

-¿Adónde diablos?, ¿ni cómo hemos de poder obligarle?...

-Te llaman Occhio linceo: tu ojo es certero y tu mano segura; el camino de Gensano a Roma es, a trechos por lo menos, bastante solitario.

-¡Voto a sanes, que hasta ahora no te había entendido!

-¡Pero ya me entiendes! ¡Y bien!, ¿quieres hacer a tu capitán este último servicio?

-¡Y diez más, corpo della Madonna! ¿Pero qué conseguirás con eso? Cuando vean que no vuelve Baleno mandarán a otro, y... a menos que creas posible irlos despachando de igual modo uno a uno... pero eso es difícil porque sospecharán.

-¡No!, me basta con Baleno; si se logra que no llegue a Roma, al otro día nada tendré que temer: ¡estaré salvo y vengado!

-Eres muy sabio, capitán, y no dudo que será como dices. ¡Dios lo quiera! Conque yo sólo tengo que hacer...

-Que Baleno emprenda un viaje más largo.

  —199→  

-¡No volverá de él, te lo juro! Pero luego, ¿qué haré?

-Ponerte en salvo, y procurar ser dichoso -dijo Espatolino con voz trémula.

-¿No volveremos a vernos?, ¿no me citas a algún paraje?

-¡No, amigo mío!, olvídame, y pues eres rico, sal de Italia y proporciónate una existencia tranquila en cualquier país extranjero.

-La tranquilidad no me parece gran cosa, que digamos, porque fui soldado en otro tiempo, y a no ser por un bofetón inmerecido que me dio mi teniente... El hombre no siempre es dueño de sí mismo; aquella afrenta me causó coraje... tenía el sable al lado, y no sé cómo diablos me lo encontré en la mano. ¡Dios haya perdonado al bruto del oficial! Buen bofetón me dio, y tristes consecuencias ha tenido. ¡Desde entonces soy bandolero!

-Si dejas de serlo -repuso con alterada voz el capitán-, si te cansas de una profesión sangrienta, procura noticias de Espatolino; será entonces un laborioso labrador, oscuro, pero dichoso; poseedor de una mujer angélica y de uno o más hijos preciosos. Su puerta siempre estará abierta para ti; su corazón también... ¡ah!, ¡su corazón está despedazado, es verdad!, pero he conocido un hombre leal: ¡tú!; dos mujeres santas: ¡mi madre y mi esposa!, por eso no te digo que la humanidad es perversa, aunque ellos también hayan sido infames y traidores: ¡ellos que eran mi última fe!

-¡Que Dios los castigue! -dijo Occhio linceo.

-¡Y yo! -añadió Espatolino volviendo a recobrar su gesto y su tono amenazador y lúgubre.

-Así sea, capitán; bien merecido lo tienen.

-¿Cuándo partirás?

  —200→  

-Si lo veo posible ahora mismo, si no algunos minutos antes que él; diré que tengo un cólico, y que voy a consultar a un médico de Gensano; acaso creerán que trato de escaparme, pero no importa; no sospecharán la verdad y eso basta. Pero si por desgracia llegasen a sospechar y me impidiesen salir...

-En ese caso no hay otro remedio que morir matando -respondió Espatolino.

-Entendido, capitán. Que la Santa Madonna nos asista.

-Adiós, Gennaro, recibe un abrazo de tu amigo.

Los dos bandidos se abrazaron estrechamente y se separaron: el uno volvió cautelosamente a su habitación, el otro a la cabecera de su esposa, a la que halló bañada en sudor.

-¡Dios sea loado! -exclamó; era la primera vez en veinte años que aquellas palabras salían de su boca-. Este sudor indica una crisis: el pulso está mejor... la respiración más libre.

-¿Quién habla? -preguntó ella con voz lánguida.

-¡Yo!, ¡tu esposo!

-He tenido un sueño espantoso... soñé que... ¡no me acuerdo!, pero tengo ideas confusas... ¡sí!, te había perdonado el rey, pero luego retiró su palabra, y, dijo... ¡que te matasen, o que matases tú a tus compañeros!, ¡no dejó otra alternativa el cruel!... Todo eso ha sido un sueño, ¿no es verdad?

-No todo, amor mío. Tenemos esperanzas del perdón.

-¡Las tenemos!

-Sí.

-¿Me lo juras, Espatolino?

-Te lo juro por Dios, en quien ya creo como tú.

-¡Crees en Dios!... ¡ah!, ¿será que estoy soñando   —201→   todavía?, ¡que no despierte jamás!, ¡que muera soñando!

-No morirás; vivirás para mí, para nuestro hijo; seremos buenos, ¡felices!

-¡No me engañes!, ¡mira que he padecido mucho y siento un trastorno!... ¿Estaré loca, Espatolino?

-¡No, ángel del cielo! Tranquilízate; descansa, procura cobrar fuerzas para la dicha.

-¡La dicha!, ¡sí!... Tienes razón; ¡yo necesito la dicha!

Murmuró algunas palabras que no pudieron entenderse, y se quedó dormida.

Espatolino velaba su sueño, besando sus cabellos esparcidos sobre la almohada; pero cualquiera que le hubiese observado habría conocido que a pesar de la dicha que era para él contemplar el alivio de su esposa, un dolor profundo desgarraba su corazón, y escucharía salir de su boca contraída esta frecuente exclamación: «¡Traditori!».

Hacia las cuatro de la madrugada oyose el ruido de las pisadas de un caballo.

-¿Vuelve el hijo del Silencioso que fue a buscar al médico? -preguntó Espatolino a Pietro, que había vuelto a situarse a los pies del lecho de la enferma.

El mancebo abrió un balcón cautelosamente y observó por él. Luego volvió de puntillas y dijo muy bajito:

-Es Occhio linceo que se marcha; lo he conocido, a pesar de que aún es de noche.

-¡Bien! -dijo Espatolino-, llama al Silencioso, pues tiene que llevar una carta a Roma apenas despunte el día. Dile que quiero traer para la asistencia de mi esposa un famoso médico residente en aquella corte; ¿entiendes?, el médico se llama Angelo Rotoli.

-¡Angelo Rotoli!

-¡Silencio, y obedece!

  —202→  

El mozo salió, y Espatolino escribió sobre sus rodillas este billete:

«He leído vuestra carta y os creo sincero. En este concepto quiero conferenciar con vos sin testigos, y os espero solo junto a las minas de las tumbas que están a la derecha en la vereda del camino que conduce a Roma, a tres millas y media de Gensano. Mañana martes a las siete de la noche estaré allí. ESPATOLINO».



  —203→  

ArribaAbajo- XIII -

Cuando llegó el curandero en cuya busca había salido por la noche el hijo del Silencioso, la enferma se encontraba libre de calentura, y un ligero calmante que le administró contribuyó eficazmente a adelantar su mejoría. Espatolino, sin embargo, no daba muestras de la alegría que debía causarle tan favorable mudanza: su semblante torvo y desencajado, llevaba el sello de un profundo y secreto dolor, que en vano procuraba encubrir bajo forzada sonrisa.

La salida del sol había sido acompañada de un recio aguacero; pero la atmósfera, purificada por la lluvia, permitió al día ostentarse más sereno y hermoso. La temperatura era suave; el aire puro, todo contribuía al alivio de la joven doliente, cuyo pecho respiraba en efecto con libertad, mientras sus ojos se fijaban en su esposo con dulcísima ternura.

-Amigo mío -le dijo-, me siento mejor, mucho mejor; disipa tus inquietudes, pues padezco al notar en tu semblante la huella dolorosa de las penas que te causo.

  —204→  

-Estoy tranquilo; soy feliz -respondió el bandido con acento que le desmentía.

-Escucha: he estado tan trastornada; tengo aún tanta debilidad y confusión en la cabeza, que no acierto a distinguir la verdad de la mentira; no sé qué cosas he soñado durante la fiebre, y cuáles me han pasado realmente. Sólo me acuerdo con claridad de que esperábamos una carta de Roma... ¡una sentencia de vida o de muerte! Todo lo posterior se me presenta oscuro; tengo no sé qué ideas de traición, de muertes... Se me figura que recibimos tu indulto, pero que fue revocado enseguida, porque te exigían por precio de él que entregases a tus pobres compañeros, que aunque muy criminales te aman como a padre; tú te negaste, y entonces... ¡te condenaron a ti! Todas estas cosas habrán sido imágenes del delirio, ¿no es cierto?

-No todo -respondió Espatolino-. Cuando tu salud se encuentre completamente restablecida, te explicaré los varios acontecimientos de la terrible noche que acabamos de pasar. Por ahora sólo te conviene saber que antes que concluya el día debo avistarme con Rotoli, y que tengo grandes esperanzas de conseguir mi indulto sin comprarlo a precio de la vida de amigos leales.

Al pronunciar las últimas palabras una sonrisa amarga y convulsiva contrajo momentáneamente sus labios; pero Anunziata no reparó en ella y levantó los ojos al cielo con una expresión inefable de gratitud, mientras apretaba contra su seno las manos de su marido.

-Dios es piadoso -dijo-, y los hombres no son tan malos como ha juzgado tu resentimiento.

-Si Dios es piadoso -repitió el bandolero con indefinible   —205→   gesto, y los hombres me han dado una nueva prueba de su bondad.

A las diez de la mañana despidió Espatolino al Esculapio, pagándole generosamente, y mandó llamar a Roberto. Presentose il Fulmine con aspecto receloso; pero debieron tranquilizarle las primeras palabras del jefe.

-Hace cuarenta y tantas horas que regresasteis de la correría que hicisteis cumpliendo mis órdenes -le dijo-, y no había podido veros ni hablaros. No ignorareis que aunque tuve la dicha de encontrar a mi esposa, fue amargada por el disgusto de una enfermedad que ha padecido, y de la que, gracias al cielo, ha cesado ya completamente el peligro. Libre mi corazón del cuidado que le ocupaba, he pensado en vosotros, amigos fieles y bondadosos, que tomáis una parte en todos mis pesares, y que habéis estado en triste inacción durante las amargas horas en que el riesgo de una existencia querida me ha impedido atender a mis obligaciones de capitán. Os debo mil gracias por la indulgencia que concedéis a la única debilidad de mi vida, y mientras dispongo alguna expedición que nos compense del tiempo perdido, quiero que festejéis el restablecimiento de mi mujer con un banquete opíparo, cuyos gastos corren por mi cuenta. Toma este bolsillo, Roberto; haz traer a esta casa lo mejor y más delicado que pueda encontrarse en los lugares de la cercanía, y dispón una cena para esta noche, digna de vuestro habitual apetito y de mi munificencia. Tengo que ocuparme en asuntos graves de conveniencia para la cuadrilla; os permito celebrar la fiesta sin esperarme, reservándome el derecho de sorprenderos cuando menos lo penséis, para echar algunos tragos con vosotros,   —206→   brindando por la salud de mi esposa y por vuestra lealtad nunca desmentida.

Oyendo hablar así a Espatolino, cuya voz insegura y de mudado semblante eran en su concepto indicios evidentes de lo mucho que había padecido en la dolencia de su mujer, experimentó Roberto una emoción invencible, mezcla de confusión, de remordimiento y de vergüenza por su propia debilidad, que de tal calificaba la impresión que sentía. Tomó con repugnancia el bolsillo que le alargaba Espatolino, y murmuró bajando los ojos y con señales de timidez que contrastaban admirablemente con los rasgos groseros y atrevidos de su figura hercúlea.

-Hemos sentido mucho vuestra conducta, capitán... todos os queríamos bien... no sé si los compañeros estarán dispuestos a... En fin, haremos lo que mandéis.

Temblaron los labios de Espatolino al responder:

-¡Bien!, dispón, como te he ordenado, una abundante cena a los camaradas, y no les escasees los mejores vinos. Hablaremos después, Baleno, que es muy listo, puede encargarse de las provisiones.

-Es que... Baleno no está aquí -dijo con voz casi ininteligible il Fulmine.

-¿Dónde ha ido? -preguntó el capitán mirándole de hito en hito.

Hubo entonces un instante en que dominado el teniente por el antiguo influjo que ejercía en su corazón Espatolino, por la turbación de su culpa y acaso también por un sentimiento de generosidad, que no estaba extinguido completamente en su alma, estuvo a punto de arrojarse a los pies de su víctima y confesárselo todo. Comprendiolo Espatolino, y a su pesar se sintió conmovido. También él se halló entonces impulsado a renunciar un pérfido disimulo,   —207→   a indignarse, a reconvenir... ¡a perdonar acaso!

Uno y otro bandido batallaron un momento con aquellos secretos deseos, y ambos consiguieron sofocarlos.

-Baleno ha ido a hacer algunas compras en Albano -dijo Roberto.

-Sentiré que no participe del festín -respondió con diabólica sonrisa Espatolino-; pero espero que los demás no desairaréis mi obsequio, y que me guardéis una copa.

-Se hará como lo deseáis, capitán.

-Pondréis la mesa en la sala que está al extremo opuesto; mi mujer aún se encuentra muy débil y el ruido pudiera molestarla.

Roberto se retiró y Espatolino volvió junto a la enferma.

Dormía apaciblemente, envuelta entre pieles de armiño, cuya blancura no superaba a la de su rostro pálido. Espatolino contempló largo rato su tranquilo descanso, besando repetidas veces las trenzas de ébano de su suelta cabellera.

-¡Ella al menos será feliz! -murmuraba algunas veces-. ¿Qué importa que mi corazón conserve abiertas heridas incurables?

Pietro entraba frecuentemente en la alcoba, seguido de Rotolini, que jamás se le apartaba.

Una de las veces que se presentó dijo a Espatolino:

-Capitán, il Silenzioso acaba de volver de Roma con esta carta para vos. El pobre viejo ha pasado un buen susto, pues tropezó en el camino con un cadáver todavía caliente, y tuvo que alejarse a toda brida, por temor que llegasen gentes y le creyesen autor de aquella muerte. Lo más extraño del caso es que, según afirma, el difunto se parecía a Baleno como un huevo a otro.

  —208→  

-¿A quién ha comunicado esta observación? -preguntó con alterado rostro el capitán.

-A mí solamente.

-Corre y dile que le prohíbo desplegar los labios en todo el día de hoy.

-Poco le costará -dijo Pietro al salir-, así como así él no habla sino cuando muere un papa.

-¡Bien, Occhio linceo! -dijo Espatolino al abrir la carta que el hijo de Giuseppe le había dejado-. Ya sabía yo que tu vista era perspicaz y tu brazo certero.

La carta de Rotoli sólo contenía esta línea de su mano:

«Estaré a las siete en el paraje que me indicáis».

Espatolino miró su reloj.

-Son las cinco -dijo-. ¡Aún hay que aguardar dos horas!

Paseose agitado por el aposento; se asomó a un balcón para respirar la brisa de la tarde, porque sus fauces estaban secas; luego se puso al cinto su puñal y un par de pistolas, y esperó junto a la cama de su mujer el momento oportuno de acudir a la cita.

A las seis estaba ya la tarde bastante oscura. Las sombras de la noche iban descendiendo rápidamente; pero el cielo continuaba despejado y el tiempo apacible.

El bandido imprimió un largo beso en la frente de su esposa; ordenó a Pietro que no se apartase de su cabecera; salió de la casa del Silenzioso, y montando en su alazán tomó a paso igual el camino de Roma.

Tenía que andar tres millas y media para llegar al paraje de la cita; pero aquella distancia era nada para Vento rapido, cuya impaciencia moderaba trabajosamente su dueño, obligándole a mantenerse en un trote reposado.

La luna, que estaba en sus primeros días, no tardó   —209→   en ostentar su semicírculo luminoso sobre el azul sereno del firmamento. Aquella claridad débil y melancólica cobraba cierto carácter fantástico e indefinible al alumbrar las ruinas de los sepulcros, que abundan en la ruta de Gensano a Roma.

¡Pensamiento extraño y grave era el de los antiguos, al decorar los caminos con monumentos mortuorios!...

Ninguna impresión triste y solemne es comparable a la que produce la vista de aquellas tumbas, alumbradas por la luna, cuyos pálidos resplandores reflejan en los mármoles en que parecen dibujar sombras vagas y vaporosas.

Aquellas líneas arquitectónicas; aquellas pilastras que ha mutilado el tiempo; aquellas inscripciones borradas; aquellas alegorías que son ya incomprensibles... todo en fin, en lo que resta de aquellos suntuosos templos de la muerte, produce en el ánimo un sentimiento profundo.

Los últimos momentos del orgullo humano se presentan allí en ruinas; parece que el ángel de la destrucción tremola su fúnebre bandera sobre los escombros de las mismas obras que le fueron consagradas, arrebatando al hombre hasta el triste consuelo de dejar un testimonio de su fragilidad.

Espatolino, abandonando las bridas de su caballo, se entregaba a pensamientos tan severos y lúgubres como los objetos que le rodeaban.

Apartándose un poco del camino real hacia la derecha, se encuentran algunas ruinas mejor conservadas que las otras. Son dos tumbas circulares que debieron de ser suntuosas. En la época de nuestra historia todavía se veían en una de ellas dos bellas estatuas, representando al tiempo en la actitud de descargar su hoz, y al genio de los recuerdos   —210→   recogiendo sus despejos. El tiempo había destruido la cabeza de su propia imagen, y al genio de los recuerdos le faltaban ya las manos.

Aquél era el paraje designado por Espatolino a Rotoli, y bajándose del caballo que ató al tronco de una columna mutilada, sentose en un pedestal vacío y tendió una mirada triste a su alrededor.

En presencia de tantos símbolos de la muerte, de tantos testimonios de la miseria humana, preguntábase a sí mismo el bandido, si merecía odio y venganza un ser frágil y pasajero; si no era un espectáculo lastimoso y risible ver al hombre en lucha con el hombre.

El galope compasado de un caballo que evidentemente se iba acercando le sacó de sus pensamientos. Púsose en pie y llevó la mano a una de las pistolas que tenía en el cinto. El caballo se paró; el jinete, echando pie a tierra, se adelantó solo hacia las ruinas, y un búho dejó oír en el mismo instante su fatídica voz.

-¡Pájaro maldito! -dijo estremeciéndose el bandolero-. ¿Siempre me has de perseguir?

-¿Quién va? -preguntó luego al hombre que se acercaba.

-Angelo Rotoli -respondió la conocida voz del esbirro.

Espatolino tendió en cuanto alcanzaba su vista una mirada recelosa; pero nada descubrió: Angelo venía verdaderamente solo.

Calmado su primer impulso de desconfianza, adelantose el bandido a encontrar el agente.

-Bienvenido seáis, señor Rotoli -le dijo tendiéndole la mano.

Apretósela cordialmente éste, y fue a sentarse sin ceremonia sobre un trozo de ruinas. El bandolero volvió a mirar a todos lados, prestando al mismo   —211→   tiempo la mayor atención; pero el silencio y la soledad eran igualmente profundos.

-Ya veis la exactitud con que acudo a vuestro llamamiento -dijo Rotoli-, y con ello os doy una prueba notoria del interés que tomo en vuestra suerte, y de la sinceridad con que os he perdonado. Sois marido de mi perla, y tal título os concede un derecho a mi cariño, que halla por otra parte sobrado apoyo en los recuerdos que conservo de la buena amistad que en tiempos no remotos os he merecido.

-Y que os profeso aún, señor Angelo -respondió Espatolino-. El amor me condujo a una acción de la que sin duda podéis justísimamente reconvenirme; pero estoy dispuesto a repararla con cuanto alcance mi entendimiento o vos me indiquéis.

-Os creo; sois mejor de lo que opina el vulgo -repuso el agente-; pero hablemos de vuestro asunto. ¿Habéis reflexionado en lo que exige de vos el Gobierno?

-Sólo quisiera saber si accediendo a sus deseos tengo seguro mi indulto.

-Tan seguro que más no puede ser -dijo el agente-. ¡Así me asegurasen a mí la gloria eterna! Tengo la palabra de honor de personas muy respetables; me consta que el Gobierno ha discutido con detención este negocio, y que se ha determinado solemnemente concederos el perdón, con tal que os prestaseis al servicio que reclama de vos.

-Si se trata de capturar toda la banda de que he sido jefe -observó Espatolino-, os juro que no me es posible, aun cuando quiera, satisfacer al Gobierno. Mi gente está diseminada, y sólo puedo entregar a los individuos que se hallen conmigo.

-¿Pensáis que no había previsto eso mismo? -replicó   —212→   Angelo-. Cuando se me habló de la condición aneja a vuestro indulto, hice observar que rara vez teníais junta toda vuestra gente, y que os sería difícil conseguirlo de pronto y sin despertar sospechas. Hice presente que faltándole vos y haciendo un escarmiento con los pocos que podríais entregar a la justicia, la cuadrilla no tardaría en disolverse, o el Gobierno en aniquilarla. Pesadas mis razones, el Gobierno declaró que vuestro perdón sería firmado tan luego como estuviesen en poder de la justicia los bandidos que os acompañan, sea cual fuere su número.

-Os advierto, señor Angelo -dijo Espatolino, fijando una mirada escrutadora en los ojos del esbirro-, que si abusando de la fe con que os escucho me hicieseis caer en algún lazo, no gozaríais del triunfo de vuestra traición. Tengo dos pistolas en el cinto y no podríais componeros de manera que os libraseis de una bala al primer indicio de felonía.

Rotoli no se alteró. Su rostro, que alumbraba la luna, tenía más pronunciada que de costumbre aquella su expresión zalamera y taimada. Riose de los recelos que expresaba su interlocutor y dijo en tono festivo:

-Muy ducho habría de ser el que pudiera pegárosla; sois zorro viejo, amigo Espatolino, y hartas veces me lo habéis probado.

La serenidad de Angelo disipó la desconfianza del bandolero.

-Os he juzgado mal -dijo con un aire de franqueza y sinceridad que hasta entonces no había tenido-. Seamos amigos, señor Angelo.

-De todo corazón, sobrino... porque lo sois ya: sois mi sobrino, mal que me pese. En fin, ya no hay remedio, y espero que haréis dichosa a mi perla, puesto que os resolvéis a ser hombre de bien.

  —213→  

-¡Ah, sí! -exclamó con exaltación Espatolino-, será dichosa, no lo dudéis; y vos también, señor Angelo, y mi hijo... porque soy padre... sí, amigo mío, ¡soy padre! Todos seréis felices, pues tal es mi voluntad, tal mi única ambición, y el interés absoluto y exclusivo de mi vida. Para vosotros mis riquezas, mi corazón, mi alma... ¡todo! No habrá cosa que no emprenda, ni sacrificios que no haga para aseguraros una existencia feliz.

Angelo se sintió turbado... más aún, se sintió enternecido. En honor de la humanidad es preciso confesar que no existe alma tan encallecida que no tenga todavía algunos puntos sensibles a las emociones generosas.

Reinó un instante de recíproco silencio, que rompió Espatolino diciendo:

-¡Ea, pues!, no hay tiempo que perder; acudid a la justicia de Gensano; no faltarán treinta hombres en el pueblo que se pongan a vuestra disposición, y digo treinta, porque aunque mis camaradas no llegan a quince, cada uno de ellos vale por dos paisanos, aun estando sin armas y borrachos, como espero que estarán.

El recuerdo que hacía del valor de sus compañeros arrancó un suspiro al bandolero, y murmuró con amargura aquella exclamación, que con tanta frecuencia se le venía a la boca desde que supo el pérfido complot tramado contra él: «¡Traditori!».

-Es inútil molestar a la gente pacífica del lugar -respondió Rotoli poniéndose en pie-. Comprendí por vuestra cita que estabais dispuesto a aceptar la condición del Gobierno, y para evitar entorpecimientos traje conmigo una manga de gendarmes. No sería yo, por cierto, quien se atreviese a acometer a vuestros leoncitos con paisanos cobardes, que tiemblan a la sola vista de sus bigotes. He venido aquí solo, para   —214→   daros una prueba de confianza a vuestras órdenes; pero si no tenéis inconveniente llamaré a la tropa que se ha quedado a alguna distancia esperándome.

Despertose de nuevo la desconfianza de Espatolino, y asiendo con su férrea mano un brazo del esbirro:

-Pensad en lo que os dije -exclamó-, vuestra vida responde de mi seguridad.

-Dejaos de amenazas tontas -dijo con impaciencia Angelo-. Si tenéis miedo de los gendarmes, ¿hay más que no llamarlos? Encargaos vos de capturar a vuestra gente y mandadla entregar con quien mejor os parezca, puesto que os merezco menos confianza que cualquier otro.

Soltole el brazo Espatolino, y casi avergonzado de unos recelos que no tenían aún fundamento alguno, dijo:

-¡Perdonadme!, los hombres me han abierto esta llaga incurable en el corazón; esta triste desconfianza es una enfermedad del alma, de la que soy deudor a ellos. Llamad, señor Angelo, a los gendarmes.

-Juradme antes que no volveréis a sospechar de mí; de otro modo no los llamaré a fe mía. Conozco vuestro genio de pólvora, y si tuvierais el antojo de imaginar que os engañaba, me regalaríais una bala con la frescura del mundo. Os digo que vale más que busquéis vos mismo quien os ayude a prender a vuestros hombres, y que mandéis me los entreguen en Gensano, donde esperaré con los gendarmes.

-¿A quién he de buscar? Perdonadme, os repito, señor Angelo; os juro que estoy avergonzado de los temores que os he mostrado, y que confío ciegamente en vuestra lealtad.

-Eso lo decís ahora; apenas os vuelvan los vapores   —215→   de cavilación que suelen subiros al cerebro, tornaréis a creerme capaz de todas las infamias. Yo os empeño solemnemente mi palabra de honor al aseguraros que nada tenéis que temer, ¿pero qué vale para vos una palabra de honor?... No, amigo Espatolino, os digo seriamente que no quiero tomar a mi cargo esta peligrosa comisión. No estoy tan aburrido de mi vida que la ponga en vuestras manos sujeta a los arrebatos de vuestra loca suspicacia. Id con Dios, y contad conmigo para todo aquello en que pueda serviros mi inutilidad, menos para esto.

-¡Y qué Rotoli!, ¿rehusaréis cumplir las órdenes del Gobierno y vuestras obligaciones? ¿Os entrego a mis compañeros y rehusáis capturarlos?

-Ni el Gobierno ni mi oficio me imponen el deber de dejarme matar por un loco. Loco, sí, Espatolino, loco estáis; pues sólo así pudierais pensar que yo tuviese el alma tan negra que hiciese una traición infame al marido de mi Anunziata, ¡mi perla!

-¿Conque sólo teméis?...

-Vuestros arrebatos, ya lo he dicho antes. Lleváis una par de pistolas y un puñal; en la menor cosa os figuraríais descubrir un indicio de traición; el miedo os haría ver fantasmas...

-¡El miedo! -interrumpió con desdeñosa sonrisa el bandolero-. ¡Y bien!, tranquilizaos, Rotoli.

Concluyendo estas palabras, disparó al aire entrambas pistolas, y volviéndoselas a colocar con calma en el cinto, añadió:

-Ya estoy completamente a vuestra disposición.

-Tenéis un puñal -dijo el esbirro moviendo la cabeza.

-¡Tomadlo!, ¿estáis ya tranquilo?

-Falta que lo estéis vos; no quiero hacer nada   —216→   sin que me juréis que tenéis una entera confianza en mi palabra.

-Sí, la tengo, os lo juro. De hombres en quienes confiaba he recibido costosos desengaños; ¿por qué no he de creer que he padecido otro error al juzgaros? Estoy en vuestras manos, señor Angelo, y me entrego sin reservarme ningún recurso.

-No os arrepentiréis -dijo el esbirro, y llevando a sus labios un silbato, que sacó del bolsillo de su chaleco, hizo salir de él un prolongado sonido.

-¡Hola! -dijo Espatolino frunciendo el entrecejo-, ¿teníais convenida con ellos esa señal? ¡Sois muy prudente, señor Angelo!

-¡Y vos muy malicioso, señor Espatolino!, acordaos que me habéis prometido una entera confianza.

-¡Tenéis razón! -dijo con amarga sonrisa el bandido-. ¡Ea! -añadió tirando al aire su sombrero y sacudiendo su cabellera negra y espesa-, ¡cúmplase la suerte! Me entrego a vos, Rotoli, como al inexorable destino.

Un minuto después apareció una gruesa manga de gendarmes y el esbirro dijo volviéndose a Espatolino:

-Cuando gustéis, sobrino.

-Vamos allá -respondió.

Segunda vez volvió a oírse, aunque a mayor distancia, el fúnebre graznido del búho.

-¡Basta, ave de muerte! -dijo con impaciencia el bandolero-. No digas más, que ya te he comprendido.



  —217→  

ArribaAbajo- XIV -

Los bandidos se prestaron a celebrar el banquete mandado por Espatolino, no ciertamente porque tuviesen la esperanza de divertirse a costa de su víctima, sino por efecto más bien de un hábito de obediencia a sus órdenes.

Por encallecidos que estuvieran aquellos corazones, la idea de aceptar un obsequio del mismo a quien vendían les causaba cierta repugnancia que sólo pudo ser sofocada por los vapores del vino.

Los nómadas selváticos tenían esta notable desventaja respecto a los hombres de la sociedad. Salteadores de los caminos públicos, gente sin ley ni vínculos convencionales, conservaban sin embargo un instinto natural que rechazaba la perfidia. Capaces de todos los crímenes crueles, no podían aceptar la bajeza de la mentira; y sus manos, que se lavaban diariamente en sangre, temblaban al recibir un beneficio espontáneo, de la de un hombre engañado.

  —218→  

En este punto estaban los forajidos, como ya hemos dicho, mucho más atrasados que los hombres de bien. Los vagabundos sin ley hubieran podido tomar lecciones de aquellos individuos civilizados, que para todo tienen una; que profesan principios y proclaman máximas. Ellos les hubieran enseñado a sonreír con halago al amigo a quien se vende, a beber en su copa, a comer en su mesa. Ellos les hubieran mostrado cuánto más seguro es el golpe de la mano cuando fascina un rostro traidor a la desprevenida víctima.

Los hijos de las selvas llamaban cobardía y mentira lo que entre las gentes cultas se determina más decorosamente con el nombre de habilidad y disimulo, porque la ferocidad bien puede ser fruto de instintos brutales que no han recibido ningún género de modificación, y por eso no es extraña entre los hombres incultos; pero sólo en la sociedad se encuentra aclimatada la perfidia.

-¡Qué lástima! -decía Roberto llenando por la vigésima vez su ancha copa de plata-, ¡qué lástima que no esté aquí Baleno, para que nos cantase alguna de sus barquerolas sicilianas!... ¿Sabéis, compañeros, que ya tarda demasiado el pobre mozo? ¿Si le habrá echado el guante la justicia?...

-¡Caa!, ¡había la justicia de hacer esa injusticia! ¿Y el bando?, ¿había de desmentir el bando?

-Baleno es un poco ligero de cascos; se habrá encontrado por el camino con alguna chicuela de ojos negros, y a Dios, comisión.

-Esa hipótesis es absurda. El negocio es demasiado importante para que ni todas las chicas del mundo lograsen hacérselo olvidar a Baleno.

-Su tardanza me parece a mí muy natural; la   —219→   justicia estará tomando sus medidas. ¡Pues qué!, ¿no hay más que llegar y besar el santo?

-Bebamos, pues, a la salud de Baleno, y por el buen éxito de la negociación.

-Tienes un corazón de demonio, Giacomo, ¿te atreverías a hacer semejante brindis?

-¿Y por qué no?

-¿Beberías por la muerte del que nos regala el vino?

-¡Y qué bueno es, camaradas! Otra copa; llenad todos... tú también, melancólico Irta chioma. ¿Qué te parece el vinillo?... Esto es de lo bueno; de lo más escogido de monte Giove.

-¿Por quién se brinda?, ¡acabemos!

-Ya está dicho: por Baleno y por el buen resultado de su comisión.

-Yo no respondo a ese brindis.

-Ni yo.

-Ni yo

-¡Ni nadie, voto al diablo!... ¿Qué necesidad tenemos de acordarnos ahora de este negocio? Lo hecho hecho; pero que no se mencione aquí.

-¡Bien dicho, Fulmine!, sería una infamia hacer con el vino de Espatolino un brindis por su sangre. ¡Pobre capitán!

-¡Ea!, cuidado con nombrar así al criminal. Nosotros no somos capaces de entregar a nuestro capitán; antes de proceder a esa... a esa... justicia, le habremos degradado de su rango.

-Él lo ignora.

-¡Es verdad!, bien a pesar mío se sigue tan mal sistema. Valía más haberle dicho claramente: «Has delinquido y vamos a castigarte».

-Se hubiera escapado.

-No; porque para eso hay cadenas y grillos.

  —220→  

-¡Cadenas y grillos!... ¡A Espatolino! Que haga eso la justicia; lo que es yo jamás me hubiera atrevido a poner las manos sobre él.

-Tiene razón Irta chioma. ¿Quién había de tener alma para aprisionar a Espatolino? ¡Camaradas!, yo fui de los primeros que voté en su contra; pero no puedo menos de confesar que ha sido un valiente.

-¡Eso quién lo niega, voto a Judas!, yo, Roberto il Fulmine, arrancaría la lengua que tanto se atreviese.

-Que era valiente es indudable; pero... no quisiera aventurar una acusación, aunque tengo datos en que apoyarla.

-¡Di, di, Giacomo! -exclamaron a la vez todos los bandidos.

-Oyes, tú, el de la cabecera de la mesa, dame ese plato de ternera. Pues bien, decía que no cabe duda respecto al valor del que ha sido nuestro jefe; pero que es reo de un delito que merece cien veces la muerte.

-¡Quién lo duda!, ¿pues no ha de ser delito tenernos días y días mano sobre mano; anunciarnos grandes empresas, y venir a parar tanta bambolla en hacernos correr tras una mozuela?

-Pues digo que no es ese su mayor crimen.

-¡Cómo!, ¿has descubierto algún otro, Giacomo?

-¡Amigos!, tengo por tan cierto que Espatolino no cree en Dios ni en la Madonna, como dos y dos son cuatro.

-¡No cree en Dios ni en la Madonna! -gritaron con horror los bandidos.

-¡Escuchadme!, por más que procurase fascinarnos reservando lo mejor del botín para nuestra divina Protectora, le he visto reírse con disimulo de   —221→   nuestra devoción, y en cierto día... no sé cómo decirlo, camaradas.

-Habla, Giacomo, habla sin empacho.

-Es que la cosa es horrible. En fin, lo diré pidiendo perdón a la Santísima Madre de Dios por las palabras que voy a proferir. Un día en que se enojó conmigo me tiró una imagen de la divina Señora, y cuando se la devolví haciéndole observar su desacato, dijo... ¡es un judío, camaradas!... dijo una cosa impía contra aquella efigie sagrada.

-Giacomo, si eso es verdad, tienes razón en decir que merece cien muertes.

-¡Es un sacrílego!... Amigos, hacemos un bien a su alma en proporcionarle morir ahorcado. Esa muerte atroz le servirá de expiación y podrá entrar en el cielo.

-Es verdad, Roberto. ¿Quién había de imaginar que Espatolino no creyese en Dios?

-¡Haber tenido por jefe a un impío!... Amigos, ahora me admiro de que hayamos salido con bien de nuestras empresas.

-Eso porque la Madonna procuraba por tales medios atraerle al buen camino. La fortuna que le concedía era un llamamiento a su corazón.

-¡Ingrato!, ¡y no creía en ella!

-Pues lo que es yo, tengo para mí que su fortuna no venía de arriba. Que me asen en unas parrillas como a San Lorenzo, si el diablo no tenía su parte en ella.

-¡El diablo!... ¡que el bienaventurado San Giovanni tenga piedad de nosotros!

-Giacomo, no hables más de esas cosas. Mira qué pernil tan apetitoso. ¡Comamos y bebamos, camaradas!

-¡Sea!, ¡brindemos por la castísima Madonna!

  —222→  

-Brindemos.

-Ahora por los pobres extranjeros que matamos a la entrada de Nettuno.

-Deja en paz a los muertos. Bebamos por Occhio linceo, que enfermó anoche y salió esta mañana para consultar un médico.

-¡Ca!, tan enfermo está como yo. Se escapó porque no quería ser de los indultados.

-Decid más bien de los traidores.

-¡Irta chioma!

-No hay que hacerle caso; ¿no veis cómo le bailan los ojos? Está borracho.

-Señores, ahora que me acuerdo, ¿no brindaremos por la persona en cuyo obsequio se celebra la fiesta?

-¿Por la mujer de Espatolino?

-Es claro.

-¿Qué inconveniente hay? ¡Bebamos! Basta con castigar al marido de las faltas en que ha incurrido por amor a ella.

-¿Y por quién mejor pudiéramos vaciar una copa? -dijo Irta chioma-. Es hermosa como una tarde de otoño.

-¡Ja!, ¡ja!, ¡sublime comparación!

-Es exacta, Roberto, por más que te burles. La mujer del pobre Espatolino estaba en su balcón ayer tarde, y me chocó la semejanza que noté entre aquellas dos cosas tan diferentes en la apariencia: ¡la tarde y la mujer! Pero ambas eran bellas, pálidas y tristes. La hermosura de la joven parecía tan marchita como la vegetación del otoño; y su mirada tibia, dulce y melancólica, como la luz de la tarde.

-Compañeros, está visto que Irta chioma ha de venir a parar en poeta.

  —223→  

-Es que está enamorado como un tonto.

-Lo mismo da; pero escucha, pastor fido; tú, más que ninguno, puedes sacar utilidad de lo que llamas traición. Anunziata quedará viuda... ya me entiendes.

-¡Y qué! Se me antoja que esa chica es del número de aquéllas que cuando se encaprichan por uno no hay que pensar en sacar partido de ellas. ¡Además, lo que yo siento es una cosa tan particular!... Algunas veces cuando la veo me dan tentaciones de ponerme de rodillas y besar sus pies; pero... ¡cosa rara!, no sé si tendría placer en darla un beso en los labios.

-Eso se llama un amor respetuoso; bebamos por el castísimo Irta chioma.

-¡Bebamos!

El diálogo de los bandidos giró desde aquel momento sobre cosas de tal naturaleza, que no nos permite la decencia repetir ni imitar su lenguaje; los vapores del vino exaltaban más y más sus cerebros, y la francachela iba tomando un carácter verdaderamente bacanal, cuando un silbido agudo y prolongado se dejó oír del otro lado de la puerta, que estaba cerrada por dentro.

-¿Quién? -exclamaron a la vez cinco o seis voces, alteradas por la bebida.

-Espatolino -respondió el conocido acento del capitán.

-¡Espatolino! -repitieron los bandoleros poniéndose en pie por un antiguo hábito de respeto.

-Ea, señores -dijo Giacomo-, no hay que hacer adulaciones: es un igual; sentémonos y que uno sólo vaya a abrirle.

-¡Yo! -exclamó Irta chioma, que era el menos   —224→   borracho, y encaminándose a la puerta volvieron los otros a sentarse.

Entró Espatolino; su rostro estaba extremadamente pálido; nada indicaba en su aspecto que aquel hombre de pasiones implacables, se saborease con el triunfo de su venganza.

Adelantose hacia la mesa con aire casi despavorido, y Roberto le dijo:

-¡He aquí tu copa, camarada!, propón el brindis que quieras, con tal que no sea uno de los que me anunciaste esta mañana. Querías beber por tus amigos leales; pero nadie puede saber si los tiene... piensa otro brindis y te haremos la razón.

-¡Bien! -dijo Espatolino con acento lúgubre-, bebo por los traidores, porque creo que hay aquí más de los que vuestra conciencia delata.

En el mismo instante llenose la sala de gendarmes, que cayeron sobre los bandidos antes de que hubieran tenido tiempo para moverse.

Al verlos Espatolino como buitres encima de su presa, al oír los furiosos clamores de sus camaradas, una sensación dolorosa le obligó a apartar los ojos de aquel espectáculo, y quiso alejarse algunos pasos. ¡En vano!, sintiose al punto asido fuertemente por entrambos brazos, y viéndose desarmado conoció que era inútil la resistencia.

Los gendarmes le aseguraron sin demora con gruesas cuerdas, y buscando con los ojos a Rotoli viole Espatolino frente a frente de él, con aquella sonrisa satánica, única expresión de su odio satisfecho.

-¡He aquí lo que significa la palabra de honor de un esbirro! -dijo lanzándole una mirada de profundo desprecio.

-Nada temáis -respondió con impavidez Rotoli-,   —225→   ésta es una mera ceremonia y mañana estaréis libre.

Desapareció apenas pronunció estas palabras, y los gendarmes comenzaron a sacar a sus víctimas, obligándolas a andar con brutales empellones.

Para evitar igual ultraje, apresurose Espatolino a dejar la estancia, acompañado de los numerosos gendarmes que le cercaban, y a los que rogó cortésmente procurasen no causar mucho ruido para que su mujer ignorase, si era posible, aquel infausto acontecimiento.

Los gendarmes sólo respondieron con groseras burlas; pero escuchose la voz de Rotoli que decía:

-No os inquietéis por vuestra esposa, señor Espatolino, que ya he dado mis disposiciones respecto a ella.

Venciendo el bandido su repugnancia, le dio gracias y aun pudo añadir:

-Creo, señor Angelo, que con ella no seréis inhumano: está enferma y es vuestra sobrina... tened piedad de la desgraciada y... os perdonaré vuestra traición.

-Ni con ella ni con vos haré otra cosa que lo que mi conciencia me dicte -respondió sonriendo el esbirro.

Algunos gemidos lamentables llegaron al punto mismo a los oídos de Espatolino, y dirigiendo su mirada ansiosa hacia el paraje de donde salían, distinguió a Anunziata medio desnuda, desmelenada, en medio de seis gendarmes. ¡Aquél fue sin duda su dolor supremo!

Rugidos que en nada se asemejaban al humano acento salieron entonces de su pecho, y haciendo desesperados esfuerzos intentó romper sus ligaduras ¡pero fue en balde!, sólo consiguió ensangrentar sus brazos y agotar sus fuerzas. Cansado de insultar a Rotoli y a los gendarmes, de prodigar blasfemias y maldiciones, de pedir la muerte y de revolverse   —226→   furioso entre las cuerdas que le sujetaban, recurrió por último a las súplicas. Aquella alma soberbia era capaz hasta de humildad, por amor a Anunziata.

-¡Señor Angelo! -dijo-, bastante tenéis con mi muerte; compadeced a esa débil criatura. ¡Es madre!, yo os imploro a favor de un inocente que comienza a vivir en su seno. Saciad en mí vuestro odio: hacedme sufrir los martirios más horrorosos... ¡todo lo merezco!, ¡pero ella!... ¡ella no es culpable!... yo la seduje... yo la arranqué violentamente de vuestra casa... ¡es vuestra sangre! Tened lástima de ella en memoria de su madre: ¡de vuestra hermana!

Mientras esto decía presentaron a Pietro, al Silencioso y a su mujer; el hijo tuvo la fortuna de evadirse.

-Aseguradlos bien -dijo Angelo-, sobre todo a ese perillán, que ya una vez ha dado chasco al verdugo; pero ahora no se escapará.

Tomadas las necesarias disposiciones para la seguridad de los presos, pusiéronse todos en marcha. Subió Angelo a la grupa del caballo en que colocaron a su sobrina, y tomó la delantera a galope.

Los bandoleros exhalaban mil denuestos contra la justicia, a la que acusaban de traidora, pues semiborrachos y atolondrados por la violencia de la agresión, no habían comprendido la parte que tenía en ella Espatolino.

Éste era el único que parecía tranquilo; a sus pasados furores había sucedido la triste calma de la desesperación.

Comprendiendo que ninguna esperanza le quedaba; que eran inútiles todos los esfuerzos humanos para alcanzar merced ninguna del corazón de hiena del esbirro, resolvió soportar con valor su destino.   —227→   Poco le hubiera costado encontrar firmeza en su alma si sólo la necesitase para sufrir la muerte; otro era el dolor contra el cual tenía que armarse de todo su esfuerzo; los padecimientos de su esposa, y no su suerte propia, le atormentaban, y reunía toda su constancia para sobrellevar sin debilidad aquella terrible prueba.

Los presos y sus guardias entraron en Roma la tarde del siguiente día, y aquella misma noche fue nombrada la comisión que debía instruir el sumario.

Todos los bandidos, incluso el Silencioso y su mujer, fueron asegurados en estrechos calabozos, doblando el número de las acostumbradas guardias (tanto temía la justicia que pudiera escapársele su presa); solamente Anunziata se libró de la cárcel, por haber hecho valer Angelo el estado delicado de su salud, y saliendo por fiador obtuvo la gracia de que la señalasen por prisión su propia casa. Por duro que fuese el corazón del esbirro, el lastimoso estado en que se hallaba la desgraciada criatura consiguió despertar en él sentimientos de compasión, y empleó todos los medios posibles para proporcionarle algún alivio.



  —228→  

Arriba- XV -

Con no pequeño disgusto comenzamos a escribir este último capítulo de nuestra historia, pues creyendo firmemente que todos nuestros lectores están dotados de una sensibilidad exquisita, de buena gana nos excusaríamos de presentar a su vista el triste cuadro final de la vida del bandolero, si no nos retrajese del cumplimiento de tan laudable deseo el no infundado temor de que algún aristarco nos echase en cara, como culpa de pereza o de imperdonable olvido, el dejar sin conclusión nuestra obra.

No detendremos, sin embargo, la atención de las amables personas que se dignan prestárnosla, en los pormenores de un proceso criminal cuyo resultado nos sería imposible representarles como dudoso; diremos solamente que transcurrieron muchas semanas antes de que el sumario se diese por concluido, y que ya el pueblo de Roma comenzaba a impacientarse de su larga expectativa, cuando supo por fin que la causa pasaba al tribunal que debía fallarla, y que en la mañana siguiente se abriría la audiencia.

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Un gentío inmenso se agolpó en el recinto destinado a los espectadores, dos horas antes de que se presentasen los jueces y los reos. La funesta celebridad de Espatolino y las circunstancias particulares de su captura, excitaban en el mayor grado la curiosidad general.

El horror que inspiraba aquel bandido famoso, cuyas criminales proezas coronó por tanto tiempo la fortuna, y la alegría que todos debían experimentar al ver libre al país de tan terrible azote, no eran obstáculo para que las almas delicadas execrasen la alevosía de Rotoli compadeciendo a la víctima. Las mujeres, especialmente, mostraban por el capitán de bandoleros un interés más generoso que racional.

-Acaso estaba arrepentido de veras -decían-; acaso hubiera sido un hombre de bien en lo sucesivo; porque se asegura que está casado con una muchacha muy linda y bondadosa, y que desde que realizó dicha unión hubo en su carácter una mudanza tan rápida como loable.

Aquella conversión, obrada por el amor, no podía menos de encontrar grandes simpatías en el hermoso sexo. Se inventaron en su consecuencia mil causas extraordinarias a los más atroces crímenes de Espatolino; se aglomeraron circunstancias atenuantes, y se divulgaron innumerables novelas patéticas y absurdas, para justificar el interés que les inspiraba; sin que tantos esfuerzos de la imaginación alcanzasen, sin embargo, a forjar una historia tan triste y tan terrible como la verdadera del bandido.

Exaltados los cerebros femeniles con los lindos poemas que ellos mismos engendraban y producían, divulgaban rápidamente sentimientos favorables al reo,   —230→   y no sabemos hasta qué punto hubiera influido la indulgencia fervorosa de las bellas romanas sobre la opinión general, si algunos hombres reflexivos y severos no hubiesen cuidado de oponer un antídoto haciendo cundir la natural observación de que aquella deplorable víctima de la traición de Rotoli, era culpable de otra más negra todavía; pues había intentado comprar su indulto a precio de la sangre de sus compañeros.

Las mujeres tienen un instinto prodigioso de rectitud, y saben distinguir admirablemente los crímenes de las bajezas. Con los primeros son rara vez severas, porque siempre encuentran en ellos algo de terrible y grandioso, que enciende su imaginación y fascina su juicio; pero para las segundas no hay jueces más inexorables.

Por desgracia de Espatolino eran completamente ignoradas las circunstancias que disculpaban su traición, y la noticia de aquella culpa pleveya y repugnante, produjo una reacción instantánea en el espíritu de sus amables protectoras.

El proceso, no obstante, continuaba siendo el objeto de todas las conversaciones, así de las que se suscitaban en los palacios, como de las que se entablaban en las tabernas. Fija tenazmente la atención del público en el célebre forajido, cuya sentencia iba a pronunciarse, no se admirará el lector de que fuese numerosa la concurrencia en el salón del tribunal la mañana en que debía verificarse el juicio.

La premura con que acudieron los curiosos de ambos sexos a tomar localidades cómodas les sujetó a dos horas de espera, y los sordos murmullos producidos por diferentes diálogos a sotto voce, no fueron acallados hasta el instante en que abriéndose   —231→   las puertas de la sala, comparecieron al mismo tiempo los jueces y los reos.

Al acrecentamiento de ruido que produjo por de pronto el simultáneo movimiento del concurso, siguió inmediatamente un silencio profundo, y todas las miradas se dirigieron hacia los delincuentes, que se presentaban por primera vez en espectáculo a la curiosidad pública.

Ocupaban el triste banco los bandidos, resto de la fracción que mantenía el capitán a sus órdenes inmediatas, y estaban además il Silenzioso, su mujer y Pietro; Rotoli había conseguido eximir por entonces a su sobrina, alegando su grave dolencia. Espatolino se había sentado en un extremo del banco y Roberto en el otro, mostrándose ambos serenos, imperturbables, bien diferentes de los demás reos, notablemente abatidos y flacos por algunos meses de encarcelamiento.

Los que habían conocido a Espatolino antes de aquel triste período de su vida, echaron de ver que los surcos de su rostro eran más numerosos y profundos, y que algunas hebras de plata matizaban su negra cabellera; pero no alteraba ninguna nube la grave serenidad de su frente, y su mirada tenía, como de costumbre, una tristeza desdeñosa y fiera.

Al recorrer con la vista la inmensa reunión descubrió a Rotoli, que había sido elevado al rango de comisario de policía en premio de sus últimos servicios, y que escuchaba en aquel momento las felicitaciones de algunos de sus amigos. Un ligero temblor contrajo los labios del bandido; pero supo dominar rápidamente su emoción, y despejando sus sienes de algunos bucles que se habían deslizado hasta sus mejillas, volvió su atrevida mirada hacia el tribunal que acababa de constituirse.

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Leído que fue el sumario púsose en pie con ademán imperioso, y dijo encarándose a los jueces:

-Señores, sé muy bien que todo está probado y que ninguna esperanza me resta. Tuve la imbecilidad de fiarme de la palabra de honor de un esbirro, y es justo que sufra las consecuencias. Deseo únicamente ilustrar al tribunal evitándole involuntarias injusticias, porque aquí somos varios acusados; pero no todos en igual grado delincuentes.

Volvió a sentarse concluido este breve discurso, y habiendo comparecido algunos testigos que depusieron contra él, los escuchó con admirable calma, rectificando las inexactitudes en que incurrían.

Confesó plenamente sus delitos, que especificó con horribles detalles, notándose que ponía particular empeño en disminuir la culpabilidad de algunos de sus camaradas, e interesándose mayormente por Pietro, cuya inocencia proclamó con esfuerzo.

Su serenidad y atrevimiento tenían absorto al auditorio; sus frecuentes arengas, rápidas, vivas y enérgicas, eran oídas con sorpresa por los mismos jueces; pero sólo cuando llegó la oportunidad de hablar en favor de su desgraciada esposa, comprendida injustamente en el proceso, sólo entonces fue cuando desplegó en toda su extensión y fuerza aquel género de elocuencia brusca y fulminante, cuyo recuerdo conservaron por mucho tiempo todos los que entonces la admiraron.

Su rostro, su voz y su ademán adquirieron de súbito una gravedad imponente, y las reglas oratorias se quedaron muy inferiores a aquella peroración improvisada, incorrecta, áspera, pero fascinadora por el entusiasmo de una convicción irresistible.

Suspendiose la sesión, ya muy adelantada la tarde, sin que el curioso auditorio hubiese alcanzado a   —233→   comprender el resultado que producirían los alegatos del reo principal; pero la siguiente y seis más, que se emplearon en la vista de la causa, dieron suficiente alimento a la novelería de la multitud.

En todas aquellas largas sesiones sostuvo Espatolino la misma tranquilidad y osadía que en la primera había manifestado, constante también en el decidido empeño de salvar a su mujer y a algunos de sus camaradas.

Faltaba únicamente, para que el drama representado ante el público llegase al mayor grado de interés, que hiciese compañía a los salteadores en el ignominioso banco una mujer joven y casi moribunda, aquel complemento del cuadro no se esperó en balde, pues todos los esfuerzos de Rotoli no bastaron para impedir que se hiciese comparecer a Anunziata en la última sesión.

Notable efecto causó en el concurso la aparición de aquella infeliz, flaca, decaída, azorada; pero interesante por el estado ya bastante evidente en que se hallaba, y por un aire de bondad de que no acertaron a privarla todos sus padecimientos. Pero ¿quién intentará la pintura de aquella escena muda y dolorosa de que fue testigo una multitud ávida de sensaciones y actores lamentables Espatolino y su esposa?

Por primera vez después de cinco meses de separación volvieron a verse aquellos dos desdichados: ¡y en qué sitio y en qué circunstancias!; fue la más difícil prueba de que salió triunfante la entereza del bandido; mas ella, la débil criatura, abatida por una larga enfermedad, sucumbió a su pesar, y estuvo por algunos minutos desmayada.

Mientras se le prestaban los necesarios auxilios, lívido y desencajado Espatolino clavábase las uñas en   —234→   el pecho, con una crispatura nerviosa que en breve se hizo sentir en todo su cuerpo... pero apartó los ojos de la interesante víctima y sin proferir una palabra, sin hacer un gesto, devoró en silencio aquella suprema angustia.

Cuando recobró Anunziata los sentidos y se tomó su declaración, que fue inconexa y contradictoria, se la permitió retirarse, lo que ejecutó apresurada y casi despavorida, lanzando sobre su marido una mirada delirante.

Sofocando con trabajo tantas emociones crueles pidió éste por última vez la palabra, y después de repetir la más vehemente defensa a favor de su esposa, reclamó como única gracia se le concediese una hora de secreta conversación con aquella desgraciada.

El tribunal estuvo acorde en prometérsela, y procediendo enseguida al fallo de la causa se pronunció la sentencia definitiva. La expectación del público no podía ser dudosa respecto a Espatolino, y todo el interés se fijó en Anunziata, cuya suerte se anhelaba conocer. La ansiedad no fue por cierto larga, pues en la misma tarde a cada uno de los comprendidos en el proceso le fue notificada su sentencia, y una hoja volante satisfizo completamente, algunas horas después, la curiosidad general.

Espatolino y diez de sus compañeros fueron condenados a muerte. Irta chioma, Pietro, il Silenzioso, y otros dos bandidos a presidio, los unos por diez los otros por veinte años; la mujer de Silenzioso y Anunziata a cuatro de reclusión.

Luego que entró en capilla nuestro protagonista mandó recordar a los jueces la promesa que le habían hecho, reclamando su cumplimiento. En efecto,   —235→   la noche postrera de su vida vio abrirse la puerta del calabozo para dar entrada a su esposa.

Su largo vestido negro contrastaba con la blancura mate de su semblante, que a la escasa luz del opaco farolillo, único alumbrado de aquel lúgubre recinto, presentaba un cierto brillo frío e inalterable como el del mármol. Sus pasos eran rápidos a pesar de la flaqueza que se advertía en su ademán; y sus grandes ojos pardos tenían una expresión extraordinaria.

-¡Y bien! -dijo sentándose en las pajas que servían de lecho al reo-. ¡Heme aquí!, dicen que me llamas y he venido.

Espatolino se puso de rodillas, y antes de que pudiese articular un acento desahogose su oprimido pecho con un diluvio de lágrimas.

-¿Por qué lloras? -le dijo su mujer sonriendo con melancólica dulzura-. ¿Desconfías de mi perdón?, ¿dudas de mis promesas?

Sin darse a sí mismo la explicación de aquellas palabras respondió con ahogada voz el infeliz:

-Sólo me aflige tu suerte y la de mi pobre hijo.

-¡Tu hijo!... -repuso ella con aspecto grave-, ¡te comprendo!, pídeme lo que quieras.

Procurando calmar su dolor hablola entonces Espatolino de las grandes riquezas que tenía enterradas en determinados sitios; diole gracias con efusión por los días de felicidad que le había proporcionado con su ternura, y la pidió perdón por los pesares que la había ocasionado, animándola al mismo tiempo a soportar con resignación aquél más terrible, aunque postrero, que le causaría su ignominiosa muerte. En nada empero se extendió con tan dolorosa complacencia como en las instrucciones que quiso dejarla   —236→   para la educación de su hijo: nombre que jamás pudo proferir sin acompañarle con lágrimas.

Escuchole Anunziata con atento silencio y sin dar la menor muestra de flaqueza. Aquella calma inesperada comenzó a inquietar a Espatolino.

-¡Háblame! -le dijo fijando en los de la joven sus ojos solícitos-, háblame, Anunziata, pues es la última vez que podré escucharte.

Ella habló en efecto... ¡habló mucho!, ¡habló demasiado! Desde sus primeras palabras descubrió Espatolino una verdad bien amarga. ¡Desdichado pecador!, ¡¡¡aquel momento era bastante expiación de toda una existencia!!!

A las once de la mañana del día que siguió a aquella noche de inconcebibles sufrimientos para Espatolino, el coronel Arturo de Dainville se hallaba solo, pensativo, en un elegante gabinete de su espaciosa habitación. Muchos minutos había permanecido inmóvil y sin dar otras señales de vida que algunos suspiros sofocados, cuando una puerta se entreabrió lentamente, y vio asomar por ella la zalamera cara del nuevo comisario.

Estremeciose el joven militar, y desvió los ojos con un gesto de repugnancia.

-No se enfade su excelencia -dijo con melosa voz Angelo Rotoli-. No vengo más que a deciros cómo ya queda felizmente terminado el negocio. Los perillanes han muerto como verdaderos cristianos; pero él como

un hereje consumado. No ha querido confesarse, ni aun siquiera ver al sacerdote, y en el mismo lugar del suplicio, de donde vengo, dijo que sólo se arrepentía de salir del mundo sin haberse bebido mi   —237→   sangre. ¿Qué le parece a vuestra excelencia la contrición del maldito?... Pero murió con valor... ¡eso sí!, es menester ser justos.

-¡Basta! -dijo con desabrimiento el coronel-. La Italia queda libre de algunos de los malvados que infestaban su suelo; pero aún restan muchos, y vos sois el mayor de ellos.

-Vuestra excelencia se chancea -repuso Angelo sonriendo con desvergüenza-. En fin, lo que ahora deseo es que os dignéis darme vuestras órdenes respecto a la chica.

-¡Miserable! -exclamó el joven mirándole con desprecio-. ¿Entraba en vuestros cálculos infernales que fuese yo consolador de la viuda del bandido?

-No lo digo por tanto, ilustre caballero, sino que como sois tan compasivo y generoso, espero que interpongáis vuestro crédito a fin de que se exima de la reclusión a la pobre muchacha, y se la conceda una plaza en el establecimiento que le corresponde.

-¿Pues en dónde diablos queréis colocarla? -preguntó con aspereza Arturo.

-Donde la corresponde estar, os he dicho, señor excelentísimo: esto es, en el hospital de Orates.

-¿Está loca?

-Y es una dicha para ella, carísimo coronel, pues le ha dado la manía de creerse reina. Está muy satisfecha por haber podido con sus augustos derechos firmar el indulto de Espatolino, al cual supone ya muy dichoso en un pintoresco retiro con su esposa y su hijo. ¡Es una demencia bien extraordinaria! ¿Creeréis que anoche estuvo en el calabozo del reo, que le vio, le oyó, y sin embargo no se le vino al pensamiento la sospecha de ser su mujer? Hablole como reina a cuya benignidad debía el perdón, y le   —238→   encargó que hiciese feliz a su esposa, por la cual, dijo, se interesaba mucho su real ánimo. Ha trasformado en palacio de mármol mi humilde morada, y desde allí dicta leyes de clemencia a todo el universo, firma decretos, prodiga indultos, y declara a sus ministros que ha venido a reinar sobre la tierra por providencia del cielo, encargada de la alta misión de reformar a los hombres. Sólo un momento malo ha tenido esta mañana, porque se encaprichó en que un pájaro negro le picoteaba los ojos, y le graznaba en los oídos; pero espero que pasará bien el resto del día, pues cuando salí de casa la dejé muy entretenida en discutir con sus consejeros, sobre las ventajas e inconvenientes que ofrecía la abolición de la pena de muerte.

-¡Desdichada! -exclamó enternecido Arturo, y despidiendo con un gesto imperioso al comisario, añadió rápidamente-. Esa pobre demente corre por mi cuenta; pero guardaos de volver a presentaros delante de mí.

Angelo se alejó haciendo humildes reverencias, y al atravesar el umbral de la última puerta lanzó hacia el gabinete en que quedaba el coronel una mirada indescribible, y murmuró entre dientes:

-¡Mentecato orgulloso!, si por algún capricho de la suerte cayeses en mis manos... ¡entonces sí que sería Rotoli completamente dichoso!