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ArribaAbajoIII. Los clubs y las sociedades literarias españolas


ArribaAbajoDe los «caballeritos de Azcoitia» al Ateneo de Madrid

Lejos de nosotros la peligrosa novedad de discurrir.


Gaceta del 3 de mayo de 1823; de un documento
que publica la Universidad de Cervera.
               


Sentimiento religioso de catolicidad y sincero afán de incorporarse al progreso humanístico de las ideas liberales se amalgaman en la mente española del siglo XVIII, produciendo terreno apropiado para absorber el caudal de cultura irradiado en la Europa precursora de los derechos del hombre y del ciudadano. La sequedad teológica de nuestros moralistas del XVI y el XVII; el dique que al libre divagar del espíritu había puesto el concepto ibérico de lo non sancto, con más el régimen procesal «suasorio» de la jurisdicción eclesiástica; la intangibilidad de atributos de la realeza; y la válvula de escape al sentido heroico y aventurero que las guerras de Europa y la fortuna en Indias fueron para los disconformes, habían resecado el intelecto hispánico, ávido de las savias cultas alumbradas de tarde en tarde para ser soterradas entre aspavientos y latines.

No es de extrañar, pues, que con tales antecedentes la sed de cultura estallase con proporciones casi de plaga nacional en el momento en que monarcas de espíritu benévolo, hechos a otros ambientes, abrieron, aunque con cautela, la espita de las fuentes de Minerva ya a punto de obturarse por su prolongado desuso. Al páramo que los fuegos del justicia requemaron, sucedió   —117→   el jugoso prado de los frescos pastos en que calmar la dolorosa apetencia del secular ayuno. Y fue, en efecto, en las más verdes y jugosas de las tierras de España, abiertas por sus costas y el tráfico de sus naves a todos los comercios -que el de las mercancías engendra inevitablemente el de las ideas-, donde se concretaron los primeros fulgores del renacer. Es Jovellanos, nacido en las Asturias y regado por las salpicaduras de la mar bravía de Gijón, quien primero se atreve a discurrir por los laberínticos pasos de la Justicia, sin atormentar su cráneo con la peluca rígida y empolvada que entre sus cosméticos llevaba prendidas las viejas fórmulas amparadoras a las veces del desafuero legal. Y son Javier María de Munive y Manuel Ignacio de Altuna, paisanos de los viejos pilotos de la ría de Bilbao, los que primero fundan con sentido orgánico un laboratorio del pensamiento en Azcoitia.

* * *

Las noticias de Amberes, de Amsterdam, de París, de Ginebra, se adentran por la ría y por sus caseríos, repartidas por los hombres de mar, sucesores de los que hicieron el comercio con las estampas de Flandes y con los puertos de La Rochela y Brest; los libros, fresca aún la tinta de las prensas de Europa, llegados junto a la pacotilla del marino, van abriendo con los surcos paralelos de sus letras la feraz y despierta inteligencia de caballeros, clérigos y comerciantes, que unos por negocio, otros por sus viajes y otros por su afanosa vocación de estudio, leen, como si estuvieran en romance paladino, las novedades venidas de Inglaterra y de la Francia precursora.

Las casas de las villas vascongadas se animan por las noches, y entre el alegre departir de los sucesos locales, las partidas de naipes, el comentario a la avería ocurrida a una nave en el golfo de Gascuña y la denuncia de una nueva mina en el monte cercano, quien tuvo la fortuna de digerir el último libro, ilustra a sus contertulios con la impresión recibida, que se discute, se   —118→   contradice o se apoya, según el rinconcillo de donde surja el parlamento. Cada cual, al llegar el instante de disgregarse, el momento del cada mochuelo a su olivo, piensa que le quedó lo más sabroso aún en el buche, y se promete no perder la velada siguiente, en la que habrá de responder a don Jacinto o al padre Salvador sus objeciones de última hora sobre el fundamento natural del pacto de Juan Jacobo Rousseau que él defendiera.

El hábito polémico va desplazando el comadreo. La afición a las justas académicas y la necesidad de preparar las armas, crea espontáneamente un orden de materias, y los primeros reglamentos sobre lugar de reunión, duración y distribución de tiempo, así como los temas, se fijan ya en Azcoitia en 1748:

«Las noches de los lunes se hablaba solamente de matemáticas; los martes, de física; los miércoles se leía historia y traducciones de los académicos tertulianos; los jueves, una música pequeña o un concierto bastante bien ordenado; los viernes, geografía; el sábado, conversación sobre los asuntos del tiempo, y el domingo, música.»

He aquí el cuadro que nos da Santibáñez de aquellas tertulias azcoitianas sobre las cuales edificaron Munive -marqués de Peñaflorida-, Altuna y Narros, el año 1764, la famosa Sociedad Vascongada que el propio marqués dirigió y de la que salieron en ejemplar estímulo el Seminario de Vergara y las innumerables Sociedades Económicas de Amigos del País, de las que dice con acierto un historiador: «Los planes concebidos amorosamente por los Amigos del País están puntualizados en la memoria que elevaron a Carlos III, abogando por el mejoramiento de la agricultura, la repoblación forestal, el fomento de la industria y el comercio, etc., y anticipando los conceptos y las palabras que tantas veces han sido lanzadas al país por las llamadas “fuerzas vivas”, en términos apremiantes, sin cambio sustancial de contenido; persistencia de temas que tanto demuestra la clarividencia de aquellos bien intencionados varones, como la desidia de sus descendientes.»

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Pero volviendo a nuestros buenos vascos, más modestos en los fines y más eficaces en el rendimiento, que cumplidamente supieron llenar aquéllos, los «caballeritos de Azcoitia» cultivaron la inclinación y el gusto hacia las ciencias, bellas letras y artes; corrigieron y pulieron las costumbres; desterraron en gran medida el ocio, la ignorancia y sus funestas consecuencias y estrecharon más la unión de las tradicionales provincias vascongadas; o lo que es lo mismo, pusieron en marcha la «peligrosa novedad de discurrir», que, a pesar de los frenos, persecuciones, incidentes, amenazas y torturas, sufridas por sus cultivadores, se ha ido abriendo camino paso a paso por entre los barrotes carcelarios, las condenas al destierro y a la miseria, y las ejecuciones, rebrotando como el ibérico Guadiana con el caudal más limpio por la depuración que el filtro de su curso oculto significa.

* * *

La política liberal carlostercista se anubla en los comienzos del siglo XIX; la ambición del general Bonaparte, anticipo paralelo de los «espacios vitales», provoca, primero, los temores del Príncipe de la Paz, y cuando el de Asturias con cautelosa y repugnante trama logra la abdicación de Carlos IV, casi al repique de las botas de los granaderos napoleónicos que pisan fuerte por las calles de Madrid siguiendo al Duque de Berg en su entrada triunfal por la capital de las Españas, los intelectuales españoles se encuentran en la más dolorosa de las encrucijadas. ¡Momento de intenso dramatismo para los que habiendo bebido con amor las doctrinas de la igualdad y la fraternidad en su fuente originaria, se ven ante el problema de defender su patria, contra un invasor, rector de un pueblo al que debían su pensamiento, o unirse a él para caer en el desprecio y en el odio de los patriotas!

Floridablanca, ya octogenario, y Jovellanos, que hacía tiempo se había percatado de la tormenta amenazadora que pugnaba por salvar las crestas pirenaicas, supieron   —120→   resolverlo con la altivez del caso, presidiendo aquél la Junta Central, constituida para arrojar al invasor, y éste en respuesta memorable a la invitación que Sebastiani le hiciera para ligarle a las águilas triunfantes de Napoleón.

«No lidiamos -respondía el autor de la Ley agraria-, como pretendéis, por la Inquisición, ni por soñadas preocupaciones, ni por el interés de los grandes de España: lidiamos por los preciosos derechos de nuestra religión, nuestra Constitución y nuestra independencia.»

Otro sector que anhelaba para España libertades y progreso y consideraba tan pegadiza la familia Borbón como la Bonaparte, con la ventaja en favor de esta última de la legislación impuesta por Napoleón en los territorios conquistados y las promesas encerradas en los primeros decretos promulgados en nombre de José I -abolición del Santo Oficio, reducción de conventos, etcétera-, se sumaron ciegamente a las legiones del Corso, justificándose a sí mismos un papel en el liberalismo europeo, y fueron despectivamente señalados por el pueblo en armas, que había jurado exterminar al último enemigo antes que permitir el brote de raíces en tierra hispánica de la dinastía Bonaparte.

El cataclismo perturba líneas y conductas, y se da el caso de que un Moratín, después de haber escrito en su carta al abate Melón el panegírico más desenfrenado del absolutismo y la defensa de los privilegios de casta y fuero, abominando de los progresos que hacen en las gentes «las erradas máximas de los modernos», para agregar que «de otro modo pensaban nuestros abuelos y el pan valía más barato y había más cristiandad y más temor de Dios»; cuando llega el día en que aquellos dislates pudieran servirle para adoptar una actitud honesta de patriota, se olvida, por lo visto, de cuanto dijo, y en una pirueta tan ágil -eso sí- como una de sus buenas comedias, se alinea entre los Azanzas, los Meléndez Valdés, los Cabarrús o los Llorentes, que en Bayona, al discutir aquella carta otorgada con máscara de Constitución, aportan su ingenuo deseo de progreso en algunas   —121→   reformas, principalmente las propuestas por don Mariano Luis de Urquijo, el antiguo ministro de Carlos IV, traductor, y no malo por cierto, de Voltaire, pero que no por ello se libró del juicio general que sobre los diputados hiciera un día el fiscal Arribas negándoles talento, ilustración e influencia sobre el pueblo, ni tampoco del sarcasmo elocuente, puesto al margen del informe cursado por sus consejeros, de puño y letra del propio emperador con cuatro cortas palabras: «Vous êtes des bêtes

La guerra exige el esfuerzo máximo de todos, y escritores, artistas, historiadores, hombres de ciencia, olvidan sus quehaceres para entregarse de lleno a la lucha. La literatura se hace política inevitablemente, recorriendo toda la escala; desde implantar los fundamentos filosóficos del Estado que los doceañistas construyen en Cádiz, hasta el libelo y las aleluyas que cantan las virtudes heroicas de los guerrilleros y ocultan con prudencia la ineptitud de generales como Aréizaga -flor eterna de la Historia-, que en Ocaña, viendo a sus soldados tratando de pegarse al terreno, exclama: «¡Más franceses! ¡Buena va a armarse!», y enfundó el catalejo con gesto suficiente y marcial.

El regreso a España de Fernando VII en medio del general contento, que hubiera podido marcar un importante avance cultural tras la triste experiencia, fue por obra del monarca felón un espantoso salto atrás y el pensamiento libre hubo de ocultarse temeroso de perder hasta el más inocente de sus representantes en la infamante pena de garrote con que obsequiaba a sus más encendidos defensores, el rey que con tantos trabajos y sangre habían logrado reponer en el Trono de su tocayo San Fernando.

Los intelectuales se refugian en las sociedades secretas. El Conde de Montijo reorganiza en Granada por el año de 1816 la decaída francmasonería. Doceañistas y afrancesados conspiran en búsqueda peligrosa de la libertad perdida. El Gran Oriente, Los Maestros y Los Hermanos llevan en su vida pública los nombres de Cabarrús,   —122→   Argüelles, Romero Alpuente, Gallardo, Riego; y las «tenidas» eran tejer y destejer de alzamientos, conspiraciones, proyectos y esperanzas en las que con el aparato de su liturgia se fortalecían los débiles, entusiasmaban los activos y simulaban su ambición los arribistas.

Cristalizada la conspiración con el gesto de Riego en Las Cabezas de San Juan, el año 1820, traga bien a disgusto, ante los gritos alborozados de los liberales, el rey nuestro señor, aquel papel de Cádiz que siete años antes mancillara; y en explosión incontenible la oratoria política se instala en los cafés madrileños y en los clubs. La tertulia resurge y en discusiones apasionadas y violentas a las veces y en clamores de triunfo en otras ocasiones, pueblan La Fontana de Oro, La Cruz de Malta, el Café del Príncipe, Lorenzini y los cenáculos y tabernillas de la Corte, para aumentar las novedades que El Semanario Patriótico, El Espectador Sevillano o el resucitado Conciso les sirvieran como pasto de polémica. Liberales exaltados y moderados discutían sus puntos de vista y a los templados argumentos que en el Café del Príncipe exponía Martínez de la Rosa, contestaban con lucubraciones altisonantes, en que la diosa Razón y el nuevo orden danzaban en contrapunto, por boca de un Alcalá Galiano.

El perdón se extendió acogedor a todos los absolutistas, y años después pudo decir, en verdad, aunque con el dolor de su responsabilidad histórica, don Agustín de Argüelles, que en todas las provincias se había corrido un velo generoso sobre los seis años que mediaron entre 1814 y «este glorioso día» -de efímero reinado, añadiremos-; ya que los Cien mil hijos de San Luis al mando de Angulema dieron al traste, por la conjura de Fernando VII y Chateaubriand, con el resplandor de vida cultural que se iniciaba. Acaso llenos de buenas intenciones, no queden en la Historia limpios de culpa los grupos de patriotas que para evitar los errores del Gobierno crearon a manera de rebrote castizo de las logias, las sociedades de Los Comuneros y Los Anilleros, cuyas profundas reformas consistían en bautizar con nuevas   —123→   nomenclaturas las ya gastadas de los francmasones. Extravío romántico, ingenuo y desafortunado del que no quedó rastro en poco tiempo.

* * *

¡Qué suspiro de alivio no sería el de los intelectuales españoles de 1833, al conocer el óbito de su amado monarca! Cierto que algunos se refugiaron en el costumbrismo al modo de Mesonero, para así esperar con viejo criterio mahometano el paso ante su puerta del cadáver de su enemigo; pero el espectáculo constante de la muerte enteriza de los que como Torrijos o Mariana Pineda supieron en sus últimos instantes conservar admirable decoro, hizo a otros como a Espronceda esmaltar su corta vida de escritor con los lances de guerra y de revolución.

En el Café del Príncipe cuaja con rapidez la tertulia del Parnasillo, que Azorín calificó de «solar del romanticismo español» y que Larra legó a la posteridad con estas agrias expresiones, en El Pobrecito Hablador: «El reducido, puerco y opaco Café del Príncipe.» Todavía años después don Juan Valera nos habla del famoso café -Obras completas, Correspondencia, vol. I- y no por cierto en tonos encomiásticos: «Mi tertulia más ordinaria en todos los sentidos, es el Café del Príncipe o de los Literatos. ¡Válgame Dios y qué discusiones y disputas se arman allí y cómo murmuran los unos a los otros! ¡Hay seis o siete pandillas enemigas y ninguno puede ver a los demás!». En aquel recinto favorecido por los poetas y grato a las musas, como dijera también Valera, que por lo visto, a pesar de lo desagradable que le resultaba su frecuentación, no podía pasarse sin ella, pusieron paño al púlpito los Duques de Frías y de Alba, Larra y Bretón de los Herreros -de donde acaso se conocieron lo suficiente como para enemistarse-, Espronceda, Mesonero Romanos, Martínez de la Rosa, Vega, Ceruti y tantos otros; y es posible que el año 1835, presenciando una disputa más agria de lo que lo cortés   —124→   permite, don Juan Miguel de los Ríos, amigo leal de don Ángel de Saavedra, tercer duque de Rivas, que el 22 de marzo estrenaba en el Teatro del Príncipe su Don Álvaro o la fuerza del sino, pensase en la conveniencia de crear, a imitación de aquella Sociedad Vascongada de los «caballeritos de Azcoitia» un centro en el que con libertad y buenas formas pudieran sacarse a la luz pública discusiones académicas, sin el peligro del intruso, inevitable en la tertulia del café ni el temor de las mazmorras del Saladero que había silenciado a los ingenios de la Corte por toda la década de 1823 a 1833, cuando el traslucirse una opinión que llegase a oídos de los agentes de don Tadeo Calomarde era, en caso de suerte, traspasar la frontera.

El ambiente optimista de los primeros pasos de un Gobierno liberal moderado propiciaba el desarrollo de la idea que germinara en el espíritu de don Juan Miguel. Bretón de los Herreros, Espronceda, el Duque de Rivas, Alcalá Galiano y los más selectos de los contertulios del Parnasillo, le prestaron su apoyo y obtuvieron el asentimiento benévolo del presidente del Consejo, Martínez de la Rosa; y vencidas las dificultades, surge en pleno Madrid romántico, con el nombre más clásico de cuantas sociedades literales hubo, el Ateneo Científico, Literario y Artístico, que en su memorable sesión inaugural, después de elegidos para presidente y secretario don Ángel de Saavedra y don Juan Miguel de los Ríos -romántico y clásico, respectivamente-, trazó el camino glorioso de un siglo de cultura bajo el símbolo de Palas Atenea.

Bogotá, a 19 de junio de 1939.





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ArribaAbajoIV. El Duque de Rivas


ArribaAbajoVida romántica del Duque de Rivas

Padecer para vivir.


Lema heráldico de los Duques de Rivas.                



Tres destinos. Marzo, 1791

Francia hierve en impaciencias revolucionarias, inflamada por la prosa demagógica de sus jóvenes letrados. La sublevación de las provincias prepara el terreno a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano que el desdichado Luis XVI habrá de jurar ante la Asamblea Constituyente, ya camino del desastre dinástico. Desquiciado y miserable, muere en ella, fuera de su patria, sin que se sepa cómo, el capitán John Byron, a los treinta y seis años de edad, dejando en Inglaterra una viuda y un niño de tres años, débil y enfermizo. El niño es cojo, y con el tiempo, siendo el sexto lord, Byron, escribirá el Don Juan.

* * *

Rumbo a las Azores el Saint-Pierre, bergantín de ciento sesenta toneladas, despachado con carga y pasaje en Saint-Malo para Baltimore y escalas, pone a prueba sus condiciones marineras corriendo el temporal bajo la experta mano de su capitán el comandante Dujardin Pintedevin. Entre los pasajeros, clérigos en su mayoría proyectados a la libre América por la revolución en marcha, un joven francés de veintitrés años, pequeño de cuerpo, hermoso rostro, cabellera ondulada y rasgos   —126→   enérgicos, sueña en alcanzar mando y gloria literaria. En su faltriquera, con escasa plata, guarda una carta de presentación para Washington, que le ha proporcionado el Marqués de la Rouerie, amigo del presidente americano a cuyas órdenes sirvió en la Guerra de Independencia bajo el nombre de «Coronel Armando». El joven pasajero, viendo el azul y el blanco de las olas, recuerda que un día, a los siete años, después de una función de iglesia, su madre le vistió por vez primera como iban otros niños. Hasta entonces sus trajes fueron blancos y azules, y siente la nostalgia de vestirse de nuevo con las olas del mar encabritado, cuya fuerza conoce e intuye como hijo de negrero. Como Ulises, se amarra al palo mayor, y cuando el mar y el viento le golpean el rostro sobre el que cae la cabellera lacia, grita a pleno pulmón para animarse: «¡Oh tempestad, no eres aún tan hermosa como te hizo Homero!». François René de Chateaubriand no era aún vizconde, ni en su mente había germinado Atala.

* * *

Noble mansión de los Duques de Rivas. Doña María Dominga Ramírez de Baquedano, marquesa de Andía y de Villasinda, esposa de don Juan Martín de Saavedra y Ramírez, duque de Rivas, soportaba con entereza los preludios de alumbramiento de su segundo parto. Amanecía en Córdoba el 10 de marzo y el viento frío de la madrugada rizaba las aguas del Guadalquivir.

La Córdoba de Séneca, Lucano, Averroes y Góngora despertaba aquella mañana como tantas otras, y el campanero de la catedral, sucesor acaso sin saberlo, del muezín que en la gran época del Califato congregaba a los fieles, llamaba a la misa de seis con la práctica rutinaria de más de treinta años de repiques.

Antonio, el viejo mayordomo de los duques, después de dar unas cuantas órdenes al servicio, para que todo estuviera preparado de acuerdo con las instrucciones de la partera, acababa los últimos toques de su indumentaria,   —127→   cepillando cuidadosamente la librea galoneada que, en honor al acontecimiento esperado, vestía aquel día desde sus primeras horas. Antonio tenía, por reflejo fiel de las aficiones poéticas del señor duque, sus ribetes de trovero y debajo de sus cabellos grises bullían unos cuantos consonantes dispuestos para el poema en honor del vástago que iba a llegar de un momento a otro.

En un saloncito próximo al dormitorio de la duquesa, don Juan Martín de Saavedra esperaba tomando polvos de su tabaquera de oro, traída del Perú, la noticia del resultado del trance. La impaciencia le hacía constantemente asomarse al mirador, desde el que podía contemplar el panorama de los bellos tejados cordobeses, sobre los que se veían brillando a los primeros rayos del sol unos cuantos ángeles de bronce, colocados por la devoción a San Rafael. El sonido de unos pasos precipitados hizo latir el corazón del prócer con ritmo acelerado. El viejo Antonio, con la respiración fatigada por su exceso de diligencia, y la voz entrecortada por la importancia de la nueva que traía, dijo respetuosamente:

-Otro varón, y hermoso, por cierto, señor duque. Dentro de unos minutos la señora duquesa y el niño estarán ya visibles. Y -añadió tras una breve pausa- permita el señor duque a su más fiel servidor que haga votos por la ventura de vuecencia, de la señora duquesa, del duquesito y del recién nacido, tan bello como esos ángeles que han presidido con felicidad el dichoso acontecimiento.

-Gracias, mi buen Antonio -respondió el duque, con cariñoso acento-, quiera el cielo marcar una senda gloriosa a este nuevo Saavedra, y Dios te premie tus desvelos por mi casa.

Con continente estudiadamente reposado, don Juan Martín, seguido por su mayordomo, atravesó el pasillo y una antecámara, penetró en el dormitorio de su esposa, diole un beso en la frente pálida y se inclinó sobre el pequeñuelo, que probaba su capacidad pulmonar en los primeros vagidos.

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En aquel llanto se forjaba el aliento que de por vida hubo de acompañar a Ángel de Saavedra y Ramírez de Baquedano, en sus distintas personalidades de militar, poeta, pintor, político y diplomático. Había nacido ya el autor del Don Álvaro.

Byron, Chateaubriand y Saavedra, a quienes la vida haría tropezarse siempre en circunstancias extraordinarias, marcaban su destino en surcos paralelos trazados en distinta latitud. Siete años después, en 1796, George Byron se transformaba en el sexto lord Byron, al mismo tiempo que Saavedra, niño también, es nombrado capitán de caballería agregado al regimiento del infante. Todavía en 1824 llegan a Inglaterra el cadáver de Byron y la sentencia de muerte que sobre Saavedra dictó la Audiencia de Sevilla, a consecuencia del triunfo de los absolutistas que organizó el señor Vizconde de Chateaubriand.




1809


La justicia de su parte
y la razón de su bando,
con Dios en los corazones
y con el hierro en las manos.


Del Romancero del Duque de Rivas.                


Las compañías de Guardias Reales habían logrado reunirse bajo el mando del general Aréizaga, en los alrededores de Ocaña. Saavedra, que por haber renunciado a su condición de capitán venía batiéndose hacía más de un año como guardia real en la compañía que mandaba su hermano mayor el Duque de Rivas, ardía en el entusiasmo de los dieciocho años. El 17 de noviembre, en las primeras horas de la tarde, la caballería española, entre la que figuraba la compañía de Rivas, en una salida de reconocimiento, dio vista a la francesa que mandaba el general París. Invasores y patriotas en plena exaltación de odios, aprovecharon la ocasión para medir sus fuerzas, creyendo los patriotas que su entusiasmo vencería la superioridad numérica del enemigo, y los franceses   —129→   que su fuerza y su técnica servirían para aplastar a aquellos inacabables defensores de la independencia. Los llanos de Ocaña resonaron bajo los cascos de más de mil seiscientos caballos. Los cuatrocientos jinetes españoles en apretada formación se lanzaron sobre el centro del enemigo. El choque fue de pasmosa violencia y en el primer encuentro, don Ángel de Saavedra libró por una corbeta de su montura que recibió un lanzazo en el flanco derecho. Segunda y tercera vez se produjo la carga, y esta última acabó con el noble bruto de Saavedra, materialmente traspasado. Pie a tierra, don Ángel hacía frente a cinco enemigos que le cercaban, manejando con heroica gallardía su espada en paradas y ataques. La sangre corría ya por su frente y sólo sirvió para encenderle más. Tres de sus enemigos hubieron de morder el polvo para siempre y cuando con diez heridas creía ya salvada la situación, un dragón imperial, lanza en ristre y al galope de su cabalgadura, le dio un bote de lanza en el pecho que al derribarle le hizo desvanecer, entre los centenares de muertos y heridos que llenaban el campo de batalla, en el abrazo fraternal de las víctimas al mezclar su sangre.

Los restos de los escuadrones de Aréizaga, volviendo grupas, ganaron en desorden su base de salida. Al pasar lista los jefes de las unidades derrotadas, el Duque de Rivas repite con insistencia y ansiedad el nombre de su hermano Ángel. Nadie responde, y el oficial con lágrimas en los ojos pide voluntarios para rescatar al ausente. Doce guardias reales, compañeros de don Ángel, se adelantan decididos y siguen a su capitán volviendo al campo sembrado de muertos en rebusca piadosa.

La expedición regresa sin lograr su objetivo y el semblante del joven duque refleja la desesperación por la desgracia. Don Ángel, sin embargo está en aquellos momentos en Ocaña, a donde lo ha llevado un soldado de apellido Buendía, que lo encontró cuando amparado en la noche buscaba despojos por el terreno de la lucha. Don Ángel había recobrado el conocimiento rodeado de cadáveres. Los gritos de los moribundos abandonados   —130→   le hicieron darse cuenta de su situación y en un esfuerzo de voluntad logró ponerse en pie y trató de marchar. Nublósele la vista por la debilidad consecuente a la hemorragia y cuando pesadamente caía de nuevo agotado, le vio Buendía, lo reconoció y terciándolo sobre su caballo, le salvó de una muerte segura.

Llegados a Ocaña, Buendía condujo a Saavedra a una cama, y allí las heridas que el frío había cerrado coagulándole la sangre, vuelven a abrirse al calor renovándose la hemorragia que pudo contener por fin un barbero, cuando el médico recomendaba la extremaunción como su mejor fórmula.

Pudo su hermano verle aquella misma noche y ordenó que en un carro se le trasladara a Tembleque en compañía de otros siete heridos graves, antes de dar comienzo la Batalla de Ocaña, en la que las tropas del emperador quedaron victoriosas. Por el camino fueron quedando varios de los heridos, y al iniciarse la desbandada por las noticias que de la derrota llegaban, debió su vida a la lealtad de sus amigos Pobeda y Mendinueta que negándose a abandonarle en aquel trance, buscaron el camino de Villacañas, por ser Pobeda de Daimiel y conocedor, por tanto, del terreno. En Villacañas entró Saavedra «Con once heridas mortales, / hecha pedazos la espada», como dijera él mismo, años más tarde, recordando en uno de sus romances la aventura más romántica de su vida militar.




1825


«Las olas como montañas
atajar quieren su curso».


Del Romancero del Duque de Rivas.                


El puerto de Liorna ve alejarse una goleta inglesa impulsada por fuerte viento de Levante. Un sol mediterráneo del mes de julio ilumina las hinchadas velas que destacan sobre el límpido azul de la mar. Sobre cubierta, acodados a la amura de babor, cerca de popa, don Ángel   —131→   de Saavedra y su esposa, casados hace unos meses en Gibraltar, contemplan la costa italiana donde, gracias a los buenos oficios del señor cónsul de Inglaterra, en Liorna, no han sido encarcelados. ¡La influencia del embajador de Fernando VII ha podido más que la autorización de Su Santidad para vivir en Roma! Y ahora, rumbo a Inglaterra, de donde saliera hace un año, y en donde dejó a sus amigos Istúriz y Alcalá Galiano, como él desterrados por defender la soberanía nacional. Confiscados sus bienes, condenado a muerte por unos magistrados aduladores de la Real Audiencia de Sevilla, y perseguido hasta en el extranjero por los rencores del monarca absoluto que no olvidaba a Saavedra el haber votado la suspensión de sus prerrogativas regias, el pasajero de la goleta no tiene más amparo que el amor de su esposa y una profunda fe en los destinos de su patria momentáneamente sojuzgada.

El quinto día de navegación, al largo de Sicilia, tras unas horas de mar gruesa, les sorprende un temporal deshecho. Saavedra encierra a su compañera en la cámara y ante lo crítico de la situación se ofrece al capitán. Los siete marineros, incapaces para hacer frente al mar cada vez más embravecido, se acobardan a pesar de las órdenes precisas del viejo capitán, y éste ruega a Saavedra se haga cargo de la caña del timón para reducir él personalmente a los indisciplinados tripulantes. Don Ángel, en lucha desigual, aguanta los embates furiosos de las olas pugnando por sacar la nave de los arrecifes. Son varias horas de tensión y esfuerzo, y cuando al cabo, aunque desalentados, están a salvo, Saavedra se retira junto a su esposa y ha de meterse en cama. Las viejas heridas reliquia de la Guerra de la Independencia que durante años le habían producido frecuentes vómitos de sangre, se han vuelto a abrir con la violencia del ejercicio improvisado.

El temporal, al alejarlos de su ruta, los ha llevado a las proximidades de Malta, la isla que los ingleses ocupaban desde 1800 y cuyo dominio afianzaron a consecuencia del Tratado de París de 1812. El capitán, en vista del   —132→   estado alarmante de su pasajero, decide hacer escala en la isla y desembarcar al matrimonio Saavedra.




En Malta


«La vista otra vez la extiende
por la mar que muerta y llana,
fundido oro se diría
del sol poniente en la fragua.»



Malta acoge al enfermo, y su clima es un sedante para el torturado espíritu del patriota. Las dificultades de residencia las resuelve un hecho curioso. Teniendo Saavedra apenas seis meses -septiembre de 1791-, para consolarle, por lo visto, de su condición de segundón de familia ilustre, se le nombra caballero de la Orden de San Juan de Malta, y ese título le abre las puertas de la isla que tanta influencia había de ejercer en su personalidad de escritor.

El Marqués de Hastings, gobernador de Malta, le recibe con cordial simpatía, lo mismo que el general Woodford; pero su gran amigo durante los cinco años que vivirá en el dominio inglés es Frere, el antiguo embajador de Inglaterra ante la Junta Central española durante la Guerra de la Independencia. Conocedor a fondo de España y de sus tradiciones, y hombre de dilatada cultura, le da a conocer a Shakespeare, a Walter Scott y a Byron; le reconcilia con la antigua literatura nacional española, que Saavedra, como tantos otros escritores de su tiempo, desprecia, sin apenas conocerla, y le regala una primorosa edición de las obras de fray Lope Félix de Vega y Carpio, de las mejores prensas del siglo XVII, y una colección de Crónicas de Castilla que después habrá de reflejarse en sus romances históricos y que fue manejada por don Ángel en Malta para iniciar El moro expósito, que terminó en París en 1831.

Malta, la isla mediterránea que vigila las aguas entre Sicilia y África; que, como Mallorca y Córcega, conserva sus retorcidos olivos milenarios, sus almendros floridos en las primaveras y sus uvas doradas al sol del mar   —133→   latino agosteño, penetra en el espíritu de Saavedra de la mano de un compatriota del gran romántico lord Byron, señor de Newstead, y frente al mar, en los atardeceres serenos, el alma del desterrado se esponja, recibiendo la brisa que horas después irá a besar las costas levantinas de su España, regada con la sangre de mártires patriotas que ofrecieron su vida años atrás por la vuelta del tirano para ser luego por él sacrificados.

Es uno de esos atardeceres que hacen esperar la presencia instantánea del «rayo verde» sobre las aguas quietas del Mediterráneo. Saavedra y Hyrler, su maestro de pintura, sentados ante los caballetes y con las paletas cansadas de trabajo, siguen atentamente el ocaso de la curva solar. La inminente tangencia del astro con el agua les tiene absortos en espera del milagro. A lo lejos las velas latinas de los pescadores que salen a aprovechar la luna nueva, rompe el poema azul de la marina pura, para componer casi un cromo convencional. Hyrler, sin embargo, se recobra y prepara la mezcla de cobalto y amarillo con que intentará eternizar el momento fugaz de la conjunción del fuego y el agua. Saavedra, preso de la belleza ambiente, quisiera pintar, pero su mano inmóvil y que aprieta los pinceles, cae a lo largo de su cuerpo, como embrujada por el hechizo mágico de la puesta del sol. Quisiera medir el poema que siente con fuerza irresistible subirle a la garganta, y las palabras se le ahogan en ella, pobres de expresión y faltas de color ante la inimitable sinfonía polícroma del atardecer. Allá por donde el sol se pone, presiente a su madre rezando, en el oratorio de la noble casona que le vio nacer, por la pronta vuelta del hijo ausente; y el disco solar se le aparece en rojo como el circo de la trágica vida española. El ritmo de la mar sobre la costa tiene un acento marcado de romance, y unas lágrimas varoniles, amargas y agridulces, resbalan por el rostro del poeta.


Dos lágrimas relucientes
sus mejillas deslustradas
queman. Un hondo suspiro
del pecho oprimido arranca.



  —134→  

En silencio, que su compañero sabe respetar, recogidos los útiles de pintura, lentamente, dejan su atalaya. El camino trepa por entre bancales cultivados y la tierra reseca, todavía caliente, parece esperar para enjugarlas las primeras lágrimas románticas nacidas por doloroso amor de España en el corazón del poeta desterrado.




La fuerza del sino, 1835

No hace aún un año que la muerte de su hermano el Duque de Rivas ha hecho entrar a don Ángel de Saavedra en posesión del título y de los bienes familiares. El nuevo duque brilla en el Estamento de Próceres como brilló el año 1822 de secretario de las Cortes. Sus diez años y tres meses de ausencia le han templado en política. La necesidad le hizo maestro de pintura en Orleáns, cuyo museo conserva una espléndida Natura muerta, varios de sus cuadros figuraron en la exposición del Louvre, y su nombre se encuentra en el Annuaire d’artistes de Paris de 1831.

El destino le compensa de pronto de la dureza de su primera etapa, y es ahora cuando más comprende la belleza y la poesía de su existencia romántica. En medio de su vida prócer, trabaja con mayor entusiasmo que nunca en la versificación del Don Álvaro o la fuerza del sino, compuesto en prosa en París cuatro años antes, y el recuerdo de sus primeras obras de frío clasicismo le sorprende y avergüenza como picardías de una vida moza e irresponsable. ¿Cómo pudo escribir el poema del Paso honroso y sus dramas Ataúlfo y Aliatar? Ante sí mismo se sonroja de los versos satíricos que el año 1812 publicara en El Redactor General y de los que mucho antes -tenía quince años- aparecieron en el periódico que dirigido por don Antonio de Capmany y Montpalau confeccionaban con él el conde del Haro, luego duque de Frías, Cristóbal Beña y los hermanos José y Mariano Carnerero. Su canon literario ha cambiado totalmente,   —135→   y ha cambiado también el tono de su vida. ¡Qué lejos queda ya su pasada admiración por Quintana, Arriaza y Martínez de la Rosa! ¡Qué lejos también los días azarosos de Aranjuez y El Escorial, donde por vez primera se opuso a los designios del emperador, decidiendo su vida militar!

El año 1835, con el estreno, el 22 de marzo, del Don Álvaro en el Teatro del Príncipe, se asienta la personalidad literariamente romántica del Duque de Rivas. La crítica en su mayoría ataca violentamente y de un modo perfectamente estúpido la aparición del gran drama que revoluciona las normas del dormido escenario español. Los artículos que aparecen en El Correo de las Damas y en El Eco del Comercio, llegan a decir que el autor se ha rebajado hasta el nivel de los que abastecen los teatros de los arrabales de París, presentando una composición más monstruosa que todas las que «se han visto ahora en la escena española». Larra en su crítica publicada sin firma -era amigo personal del duque- en La Revista Española el día 25 de marzo, trata de adoptar un tonillo irónico, muy en armonía con su estilo bilioso, que tanto admirador e imitador le han valido. Habla del Don Álvaro como de «una cosa, en parte imitación de nuestras vejeces y en parte remedo de extrañezas del día y de la tierra extraña» y declara no saber si es comedia, drama o lo que fuere. Y el público, como en el estreno de Hernani en París cinco años antes, se apasiona y exalta con acaloramiento sin precedente. Los señoritos aristócratas, con gestos melindrosos de petimetres hueros, silban durante la representación; y el pueblo, el que es capaz de sacrificios y grandeza de alma, se emociona ante la belleza plástica de la obra, el fatalismo de la tesis y el dinamismo de la acción. El hecho es que como Hernani hizo a Víctor Hugo, el Don Álvaro hace definitivamente al Duque de Rivas, y todavía la polémica anda enzarzada por las tertulias de la Corte y los soportales de la plaza Mayor, cuando la figura del duque pasa al más destacado plano de la actualidad madrileña. El Ateneo le hace su primer presidente, aclamado   —136→   por lo más selecto de las letras y las artes. La Real Academia de la Lengua le otorga uno de sus sillones, y el Estamento de Próceres le lleva a su primera vicepresidencia. Con el triunfo inicial de su producción romántica cierra el ciclo de su existencia profundamente literaria y emotiva. En el Duque de Rivas se da esta paradoja: fue clásico, mientras su vida estuvo impregnada de romanticismo, y romántico cuando alcanzó la plenitud de una existencia de brillante y tranquila burguesía.

Bogotá, a 7 de agosto de 1939.







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ArribaAbajoV. Dos de mayo


ArribaAbajoMadrid, 1808


Goyesca

Un viejo grabado de la época, que representa el rapto de los infantes españoles del palacio de Oriente por las tropas francesas el día 2 de mayo de 1808, titulado Provocan los franceses la ira del pueblo y en que se ve a los dragones y granaderos napoleónicos ametrallar a los madrileños que protestan al ver que se les llevan a «sus príncipes», es siempre el recuerdo primero que en esta fecha viene a mi memoria. Allí comenzó la epopeya de una guerra de independencia y la sangre vertida ante la fachada del palacio, corrió por las calles de la Villa y Corte durante todo el día hasta encharcar tiñendo de rojo la tierra de la colina de Príncipe Pío, que había de inmortalizar con su pincel el maestro, don Francisco de Goya, en uno de los más rudos lienzos salidos del alma ciclópea del genio aragonés: Los fusilamientos del dos de mayo.

Caracoleaba con prestancia de conquistador, entre sus guardaespaldas, montado en brillante potro azabachero, el serenísimo señor Príncipe de Murat, al enfilar el Real de San Jerónimo. Los buenos madrileños, lívidos de coraje y de impotencia ante el lujoso aparato de fuerzas que el futuro rey de Nápoles, cuñado del gran Corso, había desplegado, miraban con ojos encendidos la brillante comitiva del invasor, en contenidos deseos homicidas. Nadie había pensado en almorzar, a pesar de haber sonado hacía rato las tres de la tarde. Descalzo y desgreñado un mozalbete que apenas contaría los diez   —138→   años, dio el grito de combate: «¡Acaban de llevarse a los príncipes!». Los buenos madrileños se quedaron por un momento atónitos. Con su barril al hombro, un aguador escupió a la cara del serenísimo señor: «¡Muera el francés!». La primera descarga de fusilería aplastó contra el suelo al desdichado, mezclándose en la tierra el agua y la sangre que por diversos caños salía del cuerpo y del barrilillo agujereados por las mismas balas. De los pechos unánimes de los testigos de aquel crimen estúpido salió un rugido que decía: «¡Asesinos!». Y segundos después, locos de dolor y de ira, convertidos en fieras, hacían huir hacia el cuartel, en busca de refuerzos, al señor Príncipe de Murat y a sus escoltas, y ya dueños del campo, se lanzaban camino de la plaza de Oriente, dispuestos a dejarse matar antes de que salieran de la ciudad los infantes que el francés raptaba.

En la calle del Ave María, en la Cruz Verde, en Fuencarral, en la Puerta del Sol, en la plaza Mayor, grupos de patriotas daban la voz de alarma y espontáneos agentes de enlace llevaban las noticias de club en club y de café en café. Cada balcón, cada ventana, cada buhardilla era una atalaya desde la que se avizoraba el paso de las fuerzas invasoras para dejar tendidos de certero disparo de pistola o trabuco a veteranos de las campañas de Italia o de Egipto, que no lograban comprender lo que ocurría. ¡Cómo era posible que un pueblo chirigotero y alegre no se sintiese orgulloso de verles a ellos pasear por calles, plazas y plazuelas el águila triunfante del emperador! Compactas patrullas de granaderos iniciaron el registro sistemático de las casas. Donde eran recibidos con hostilidad, descargas a quemarropa reducían a silencio a los protestantes. Donde, sin resistencia, pero con cara inamistosa, los vecinos salían a engrosar los grupos de detenidos que se conducían al cuartel inmediato. Madrid luchaba enconadamente contra el vencedor de Europa. En el Parque de Artillería, un oficial, al mando de unos cuantos patriotas, vendía cara su vida, que se escapaba de múltiples heridas, con la energía indómita de quien entraba con su gesto por la   —139→   gran puerta de la Historia. Dos renqueantes cañones vomitaban metralla contra las mejores tropas del gran Napoleón, que mordían el polvo madrileño en una crispación de colosos vencidos.

Se ponía el sol tras las cumbres alejadas del Guadarrama. Por entre las crestas de Siete Picos, los últimos rayos proyectaban reflejos áureos y rojizos sobre los grises perlados del cielo de la Casa de Campo y el Campo del Moro. El estado mayor de los invasores circulaba a toda prisa las órdenes de represión. Las ejecuciones de los prisioneros se celebrarían en la Moncloa, en las praderas del Corregidor y San Isidro, en San Antonio de la Florida, en la Casa de Campo y en el patio de pelota del Palacio del Buen Retiro.

Menestrales, obreros, sacerdotes, ancianos, mujeres y niños, rodeados de soldados franceses, sobre cuyos altos gorros sobresalían brillantes bayonetas, eran arrastrados en interminables cuerdas hacia los lugares designados para el suplicio. El llanto de los niños se unía a las preces de los sacerdotes. A lo lejos sonaban disparos aislados y descargas que decían a los presos su muerte inmediata.

Con los puños crispados y lágrimas amargas presenciaba el horrendo espectáculo de los asesinatos, un fuerte anciano, como de sesenta años. Para cortar los gritos que subían a su garganta, aprisionaba los labios entre sus dientes. Un hilillo de sangre generosa manchaba su mentón acusado. Cada detalle se le clavaba en la retina hasta hacerle asomar nuevas lágrimas. En aquellos instantes se plasmaba para la eternidad en el alma de Goya el contraste violento, dramático y feroz que su paleta mágica devolvería un día para el arte con su lienzo inmortal de los fusilamientos de patriotas en el pequeño cementerio de la falda de la montaña del Príncipe Pío, donde hasta ese 2 de mayo habían recibido sepultura los empleados del Real Sitio de la Florida.







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ArribaAbajoVI. Simón Bolívar


ArribaAbajoSemblanza

En una vieja casa señorial de Caracas hay gran revuelo. Corre el año de 1783. Don Juan Vicente Bolívar Jaspes y Montenegro, caballero del hábito de Santiago, ha logrado la continuidad de su estirpe. Su esposa, doña María de la Concepción Palacios y Blanco, acaba de darle un heredero. Es español el padre, es española la madre; españoles son los abuelos todos. El señor capitán general de Venezuela felicita a sus compatriotas por la alegría que se les ha entrado por las pesadas puertas de cuarterones de su mansión. Con presagios de maravilla se ha asomado al mundo un español por los cuatro costados de los que, desgraciadamente, no suelen prodigarse en la Historia. El pequeñuelo que llora entre los finos pañales de su cuna se llama Simón Bolívar y Palacios Jaspes y Blanco, para que pueda afirmarse siempre su color antes de ser quemado por el sol de los Andes.

Andando el tiempo, Simón Bolívar y Palacios, que conoció en Madrid las corruptelas de la corte borbónica, la pobreza espiritual de algunos dirigentes de España a fines del siglo XVIII y la insatisfacción aneja a todo período decadente, habrá de libertar las antiguas colonias, y a su impulso irresistible de creador surgirán las nuevas naciones de la América hispana. Fue un español de limpia y generosa sangre el que por un ideal de democracia y de libertad tuvo que combatir contra otros españoles.

* * *

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Catorce años antes, en 1769, en Ajaccio, pequeña ciudad corsa, en el seno de una familia toscana de noble y viejo abolengo florentino -los Buonaparte- viene al mundo el niño Napoleone, que a la estirpe paterna agrega por su madre Leticia Ramolino los cuarteles itálicos de la familia de Pietra Santa. No hay una gota de sangre francesa por las venas del que habrá de ser emperador de los franceses... y conquistador de Italia, cuna de sus abuelos.

Curiosas coincidencias de destino entre Bonaparte y Bolívar. Uno y otro llegan a ser la primera figura del continente en que nacen. Uno y otro sienten el deseo vehemente de unificar los territorios de su mando. Bolívar sueña con la federación de la América hispana. Napoleón desea rehacer el imperio latino bajo su mando. Los dos derrotan a su patria de origen o de sangre. Bolívar a España, Napoleón a Italia. Uno y otro mueren jóvenes, y los dos separados del poder y abandonados de la mayor parte de aquéllos a quienes habían sacado de la nada. Pero Bolívar quería ser un «buen ciudadano», Napoleón quiso ser, y lo fue, un emperador. La diferencia vale tanto o más que las semejanzas.

* * *

Si algún rasgo es capaz de encuadrar la figura de Simón Bolívar, el Libertador de América, yo no dudaría en decir que es el amor. Bolívar es, sobre todo, por encima de todo, el gran amador. Es el hombre que por amor a la Humanidad se subleva contra un régimen que oprime a sus súbditos en la metrópoli y en las colonias. Es el hombre que por amor a la libertad crea cinco pueblos, allá donde crear uno parecía locura. Es el hombre que ama con pasión y con desinterés, sin precedentes y sin seguidores. Ama la gloria, la justicia, la libertad, la naturaleza, la patria, la belleza y la mujer, dándose a estos amores sin reservas y sin egoísmos. «Amaba un ideal -dice Sherwell-, y para ese ideal vivía y ese ideal fue su último pensamiento antes de entregarse al reposo de   —142→   la tumba.» No hay en la Historia ejemplo de más sincero desinterés que el suyo. Ya en las ansias de la muerte, cuando la verdad se impone sobre las conveniencias, Simón Bolívar dicta estas admirables palabras en su postrer proclama: «Colombianos, testigos habéis sido de mis desvelos por implantar la libertad donde antes reinaba la anarquía. He trabajado generosamente, sacrificando mi fortuna y mi sosiego. Resigné el mando al convencerme de que no creíais en mi desinterés. Mis enemigos aprovecháronse de vuestra credulidad y saltaron sobre lo que hay de más sagrado para mí: mi reputación de amante de la libertad; he sido víctima de mis perseguidores, que me han puesto al filo de la tumba. Los perdono. Al desaparecer de entre vosotros, mi amor me impulsa a expresar mi última voluntad. No aspiro a gloria alguna, fuera de la consolidación de Colombia; todos deben trabajar por los inapreciables bienes de la unión... Si mi muerte puede servir para acabar con el espíritu de partido y fortalecer la unión, tranquilo bajaré al sepulcro.»

La vida del Libertador es una práctica constante del más puro y limpio romanticismo. Heredero de una gran fortuna, la pone al servicio de su ideal y muere, después de haber libertado un continente y ejercido el poder en cinco repúblicas, en tan honesta pobreza que la camisa que ha de amortajarle ni siquiera le pertenece. Es la que comprara el Minca Aracataca para que el general Morillo le colgase al pecho una condecoración. La anécdota no es demasiado conocida y merece ser divulgada. Minca Aracataca era un cacique indio de las cercanías de Santa Marta a quien por algunos servicios prestados a la causa de España, el general Morillo, luego conde de Cartagena, promete una condecoración. El cacique sale de su rancho y a mitad de camino, bien porque encontrara dificultades para llegar hasta el general, o porque como dice Restrepo en su historia de la revolución de Colombia, se sintiera avergonzado considerando que traicionaba a los suyos, decide no presentarse a la ceremonia. Iba con una camisa nueva de chorrera que había comprado para   —143→   lucirla ante los españoles. Al variar de opinión no se atreve a regresar con aquella prenda de gala y encontrándose cerca de la finca de San Pedro Alejandrino, propiedad del hacendado español Mier, entra en ella, vuelve a ponerse su ropa vieja que llevaba en un hato, la deja allí y desaparece. La camisa es guardada en un armario y tiempo después cuando el 17 de diciembre de 1830 Simón Bolívar muere acogido por el señor Mier en su finca, un ayudante del Libertador, que busca sin encontrarla una camisa en el equipaje de su jefe, se tropieza con la de Minca Aracataca, imagina ser de Bolívar y es con ella amortajado.

Bolívar muere apenas se separa de su gran obra. No necesita para la posteridad, como Napoleón, el purgatorio de los seis años en Santa Elena. Le Temps de París de 1831, cuando se conoce la noticia de la muerte del Libertador, dice de él: «Bolívar ha sido el hombre completo de nuestra Era; ni una mancha se columbra en toda su vida. Ninguna cabeza se ha levantado tanto como la suya. Excede a Washington en la duración, extensión y dificultad de sus empresas y lo iguala en virtudes cívicas. Si cede a Napoleón en cuanto al genio de la guerra, es porque aquél es una especie de excepción en la Humanidad; pero al mismo tiempo, ¡a qué distancia no deja Bolívar a Napoleón bajo el aspecto de la libertad y de noble ambición!». Y Benjamín Constant decía de él en vida: «Si Bolívar muere sin haberse ceñido una corona -como murió-, será en los siglos venideros una figura singular. En los pasados no tiene semejante.»

No fue por un azar por lo que el más grande escritor romántico, lord Byron, bautizara su yate con el nombre de Simón Bolívar. Bolívar, noble y militar profesional como Napoleón, no tiene, como éste, la ambición del mando. Cualquiera otro la hubiera sentido en su lugar, y es maravillosamente cierto lo que dijera Emilio Olivier de que en tiempo de Bolívar el nombre de éste circulaba entre los pueblos de Europa -sin excluir a España- como sinónimo de libertad. La doctrina liberal de Bolívar, en efecto, no tiene quiebra. En el Congreso de Caracas   —144→   en 1814 dice a los representantes del pueblo allí congregados: «Yo no soy el soberano. Vuestros representantes son los que os han de dictar leyes... Con ansias deseo transferir este poder a los representantes que nombréis, y espero que me relevaréis de un cargo que cualquiera de vosotros puede sustentar dignamente, dejándome a mí el único honor a que aspiro, que es el de seguir combatiendo con nuestros enemigos. No es el despotismo militar lo que puede hacer libre a un pueblo, y el poder que yo tengo no puede ser bueno para la república sino por breve espacio de tiempo. Un soldado victorioso no tiene derecho alguno a gobernar su país. No es un árbitro de leyes y gobiernos: es el defensor de la libertad, y sus glorias han de ser las mismas que las de la república, y su ambición ha de considerarse satisfecha con hacer la felicidad de los ciudadanos.» Así hablaba y así actuó el Libertador de América. Napoleón, en cambio, a los dieciocho años, escribía a Paoli, el gran patriota corso: «Yo nací cuando la patria moría.» Entonces su patria era Córcega. Odiaba a los franceses: «He de hacer a tus franceses todo el daño que pueda», le decía a Bourrienne, el único de sus camaradas con quien tuvo alguna amistad. Y cuando éste trataba de calmarle, añadía: «No, pero a ti no; tú no te burlas nunca de mí; tú me quieres.» No era Napoleón el que quería a Bourrienne, era Bourrienne el que quería a Napoleón. Tampoco quería a los franceses. Su odio estaba alimentado por aquella frase que escribió a Paoli. En efecto, Córcega, como pueblo independiente bajo la dirección patriarcal de Paoli, después de haber sacudido el yugo genovés, agonizaba cuando nació Napoleone Buonaparte. En mayo de 1769 -tres meses antes de que naciera Napoleón- los corsos tuvieron que enfrentarse en Ponte Novo con las tropas invasoras francesas del Conde de Vaux, y derrotados por la superioridad numérica del enemigo, apenas si pudieron poner a salvo a su caudillo embarcándolo para Londres.

Bolívar nace en Caracas, y por defender la libertad, primero de Venezuela y luego de los pueblos hermanos,   —145→   se enfrenta al poderío del imperio español. Asume pues la postura difícil, sin reparar en su conveniencia. Napoleón nace en Córcega, reconoce que su patria se muere a manos de Francia y cuando va a estudiar a Francia -como Bolívar va a estudiar a España-, la reacción del uno es egoísta, olvidando los dolores de su tierra; la del otro es del más puro altruismo.

Bolívar es un soñador maravilloso que pone al servicio de sus sueños un Potosí de voluntad, y en los trances más duros, cuando todos los temples se quebraban, el acero de su alma lograba el milagro de reavivar la fe en el ideal. «Más temible vencido que vencedor», dijo en cierta ocasión de él el general Morillo, que tenía motivos para conocerle a fondo y admirarlo. Y después de la famosa entrevista de Santa Ana, en que los dos generales enemigos se abrazaron con la nobleza de quienes en la lucha han aprendido a estimarse, el Conde de Cartagena comunicaba al Gobierno de Madrid la siguiente nota secreta: «Nada es comparable a la incansable actividad de este caudillo. Su arrojo y su talento son títulos para mantenerse a la cabeza de la revolución y de la guerra; pero es cierto que tiene de su noble estirpe española rasgos y cualidades que le hacen muy superior a cuantos le rodean. Él es la revolución.» Bolívar es ciertamente la revolución que en España no puede desatarse por la Guerra de la Independencia primero y por el despótico y cercano gobierno de Fernando VII más tarde. En una proclama que firma el Libertador en su cuartel general de Angostura, el 15 de agosto de 1818, se ve el pensamiento de Bolívar a este respecto: «La España que aflige Fernando con su dominio exterminador, toca a su término. Enjambres de nuestros corsarios aniquilan su comercio; sus campos están desiertos. El imperio español ha empleado sus inmensos recursos contra un puñado de hombres desarmados y desnudos, pero animados por la libertad. El cielo ha coronado nuestra justicia: el cielo, que protege la libertad, ha colmado nuestros votos y nos ha mandado armas con que defender la humanidad, la inocencia y la virtud.»

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El sentido de la justicia en el Libertador esmalta su vida, porque a quien combate a sangre y fuego en la época de la guerra de represalias, no es nunca a los españoles amantes de la libertad, sino a los que al servicio de Fernando VII sujetan también en España el pensamiento y sojuzgan las libertades. Y a la intransigencia la combate en todos los terrenos. La imprenta, como alguien dijo de él, es la artillería de su pensamiento. Se da en Bolívar el caso extraordinario de que desde que inicia su labor en pro de la independencia de su patria, hasta muy poco antes de morir, el Libertador no abandona jamás su labor de prensa, y su preocupación por que el pensamiento liberal prospere y gane adeptos, le lleva a preocuparse, como ningún otro hombre de Estado de su tiempo, de responder a cuantos ataques se hacen a su doctrina. Funda periódicos, como El Correo de Orinoco, en Angostura; escribe en El Observador y aconseja a sus redactores que siempre que hablen de Fernando VII se pongan los artículos bajo titulares expresivos de tiranías y fanatismo; indica a un redactor, adelantándose en más de cien años al concepto moderno de la propaganda política, que la imprenta, en la guerra, es tan útil como los pertrechos. Colabora en periódicos de Venezuela, Colombia y el Perú, y pueden leerse artículos y boletines en las gacetas de Lima, Caracas y Guayaquil.

Simón Bolívar es el pensamiento puro de la revolución democrática, y es al mismo tiempo su incansable ejecutor sin una sola ambición personal. Simón Bolívar va de muchacho a España, conoce la Corte de Carlos IV. Esa Corte cuya crítica despiadada y exacta hiciera el inmortal pincel de don Francisco de Goya. Frecuenta primero las casas de sus parientes aristócratas, después las esferas y camarillas palatinas. Trata al felón del príncipe heredero, conspirador contra su propio padre, débil e infeliz; oye la historia escandalosa de la reina María Luisa, y sobre todo, ve lo que hasta entonces no creyera, que el pueblo español sufre, como el de América, esclavitud y miseria. Visita luego Francia e Italia acompañado de su antiguo preceptor.

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Corre el año 1804 y las ambiciones de Napoleón Bonaparte le han llevado a traicionar a la república a la que servía y a desoír los consejos de Josefina que, según Bourrienne en sus Memorias, le decía constantemente: «Por favor, Bonaparte, no te hagas rey.» Para Bolívar la traición de Napoleón es imperdonable. Toda la admiración que por él sintiera en su primera época, se transforma en desprecio. Su exaltado idealismo no concibe el interés personal y el sacrificio de un pueblo en aras de un interés dinástico. «Desde que Napoleón se ha hecho rey, -dice el futuro libertador de América en más de una ocasión-, toda su gloria me parece como el resplandor del infierno.»

El alma libre y pura de Bolívar, que a raíz de la muerte de su esposa, María Teresa de Toro, decidió no volver a casarse, dedicándose con toda su energía a la libertad del continente americano, no podía perdonar al corso Bonaparte, grande, sin embargo, por tantos conceptos, su vanidad de fundar imperios o monarquías en los que se perpetuase su apellido, por encima del triunfo de los ideales revolucionarios. Al año siguiente, en Italia, presencia el espectáculo de la gran parada de Milán en la que las tropas francesas victoriosas desfilan por delante del emperador de los franceses y rey de Italia -la de los Bonaparte-, sojuzgada por su propio hijo, y el acontecimiento provoca náuseas y odio en el alma ingenua del Libertador, incapaz de egoísmos e impurezas semejantes. Poco tiempo después, encontrándose en Roma y en ocasión de contemplar sus ruinas desde el monte Aventino, el espíritu romántico de Bolívar encuentra motivo para exaltarse ante la opresión de los pueblos, y en explosión magnífica jura no darse reposo hasta conseguir la libertad del suyo. La vista de las grandezas pasadas y presentes no le lleva hacia el fácil camino de tomar ejemplo de los césares, o del emperador de los franceses que decía de sí mismo: «Yo soy un emperador romano, de la mejor raza de los césares.» No, cada vez se arraigan más en él el ansia de libertar a las gentes sojuzgadas y su ideario democrático. No piensa   —148→   en su grandeza, sino en la de su pueblo, y a esa sublime tarea se entrega con desinterés de gran enamorado, capaz de todo sacrificio, sin pedir nada en cambio.

Las dos frases de Napoleón: «Yo nací cuando la patria moría» y «Yo soy un emperador romano, de la mejor raza de los césares», definen con suficiente claridad el impulso egolátrico del soldado condotiero contra el que había de concitarse el mundo entero para evitar que en su impulso irrefrenable sometiera a vasallaje las coronas imperiales o reales que se alzaban en el mapa político europeo de los comienzos de la decimonona centuria, aun cuando hay que decir, en honor del emperador de Francia, que la mayor parte de los pueblos salían ganando con la legislación que seguía a los granaderos y a la guardia en sus conquistas, pues entre el régimen despótico de muchas de aquellas coronas y el sentido humano de las leyes napoleónicas imbuidas de los principios de la Revolución francesa, había una notable diferencia en favor del Derecho francés. El republicanismo de Bolívar se aferra y se exalta a medida que se adentra en la realización de su ideal y las dificultades se aparecen como insuperables. «Los intereses reales de una república -dice en la famosa carta de Jamaica, escrita en los dolorosísimos momentos de su destierro de 1815 en aquella isla-, están circunscritos a la esfera de su propia conservación, prosperidad y gloria. No siendo la libertad imperialista, puesto que es opuesta a los imperios, ningún impulso mueve a los republicanos a dilatar las fronteras de su país, injuriando a su propio centro, con el solo objeto de dar a sus vecinos una constitución liberal. Ningún derecho ni ventaja se sacan de conquistarlos, a no ser que los reduzcan a colonias, territorios conquistados o aliados, siguiendo el ejemplo de Roma.» Y más tarde le dice al Congreso de Angostura: «La continuación de la autoridad en un solo individuo fue con frecuencia la ruina de los gobiernos democráticos. Las elecciones repetidas son cosa esencial en los sistemas populares, porque nada hay tan peligroso como permitirle a un ciudadano que permanezca largo tiempo   —149→   en el poder. Acostúmbrase el pueblo a obedecerle y él a mandarle, de donde resulta usurpación y tiranía.»

Difícil ha de ser encontrar en las antologías del pensamiento político, de gobernantes militares o civiles, que acaben de dar la victoria y la libertad a su país, respeto más profundo a los derechos del pueblo.

No es necesario insistir mucho para llegar a la conclusión de que, en efecto, la cualidad más esencial de Simón Bolívar es el amor o el desinterés; pues el primero sin el segundo habría de llamarse amor propio, que en buena paradoja ni es propio ni es amor, sino más bien trasunto de egoísmo y pequeñez de espíritu. La mirada de Bolívar es apasionada, cálida; la de Napoleón es fría: «Y había una mirada fría en sus pupilas grises.» El amor llena la vida toda del Libertador. A la mujer la ama entregándose y sin exigencia. Por sus brazos y por su corazón pasan no sólo su esposa, sino que cuando ésta muere le esperan temblorosas, para brindarle sus caricias, doña Manuelita Sanz; Fany de Villars; María Ábrego; Manuela Madroño; Luisa Broker, la dominicana; Josefina Madrid; doña María Joaquina Costas, de la que se dijo tuvo descendencia; Anita Lenoit; Balbina Gómez; et sic de caeteris. Napoleón ama a la Condesa Walewska, se deja prender por la bella criolla Josefina de Beauharnais y más tarde la repudia para casarse con María Luisa, la hija del emperador de Austria, de la que necesita un heredero con sangre de alguna casa reinante europea. No es el amor el que le guía, es el amor propio. Los dos, Bolívar y Napoleón querían «ser» y los dos «fueron», pero en el cálculo de Napoleón la piedad no entraba para nada. No se observa en él, como dice un autor, la menor lucha por la afirmación moral. Aquel caudillo militar por naturaleza, escribe Valentín, vinculado a la época, sabía algo más que mandar. Sabía manejar con destreza la retórica del día. Y sabía tratar con prodigioso virtuosismo a los hombres a que quería atraerse: pulsaba con arte consumado el psíquico instrumento, evidenciando de modo insuperable, en estos casos, elegancia, espíritu, ingenio y gracia. La voz clara y penetrante, cabrilleaba   —150→   entonces, solícita, seductora y parece que en estos instantes cobraba un tono suave y cálido irresistible. Tras todo ello se ocultaba aquel egotismo grandioso que era justamente todo lo contrario de la idea de Humanidad, del sueño de un nuevo mundo libre, pensamientos ambos motores en la existencia del Libertador americano. Napoleón va en busca de un trono; quiere además eternizarlo en su dinastía. Bolívar va en busca de la gloria; rechaza un trono que reiteradamente se le brinda; rechaza las sugerencias de los amigos que tratan de adularle y dice, ya con el pie en el estribo para el gran viaje, el de su inmortalidad: «La fuente de legalidad es la libre voluntad del pueblo; no la agitación de un motín ni los votos de los amigos.» Ese hombre, español, liberal, demócrata, generoso, merece en puridad el homenaje rendido y fervoroso de una Humanidad que lo ha tributado con exceso a quienes ni de lejos, por grandes que fueran en la Historia, pueden seguir la senda recta y gloriosa de todos los amores que recorriera hasta su muerte el Libertador Simón Bolívar.



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ArribaAbajoUna estampa bolivariana, 1826

Un día de la segunda decena del mes de noviembre de 1826, bajo fina llovizna mañanera, un grupo de diez jinetes, de los cuales ocho vestían el uniforme militar de la Gran Colombia, descendía, al paso de sus cabalgaduras, por la depresión que conduce del altiplano de Cundinamarca hacia uno de los más bellos lugares de América: el prodigioso salto de Tequendama, a ocho leguas de camino de la ciudad de Santa Fe, capital de la Gran Colombia.

A la cabeza del pelotón montado en brioso caballo blanco de larga cola, el Libertador presidente, general don Simón Bolívar, descubierto y dejando resbalar con placer las pequeñas gotas de la lluvia por su espaciosa frente, sonreía de vez en cuando, al oír las expresiones de alguno de sus edecanes y acompañantes. La arrogante montura del Libertador resbaló de la mano derecha y con presteza el jinete levantando la brida lo sujetó fácilmente.

-Excelencia -dijo uno de los militares, con grado de coronel, que marchaba casi a su mismo andar-, parece como que Palomo no está hecho a caminar por estas alturas de Cundinamarca.

-Tendrá que ir aprendiendo si ha de seguir conmigo, señor coronel. Sin andar con seguridad por entre los riscos de estos escalones de los Andes no se puede ser montura del general Bolívar. Mis caballos tienen que   —152→   conocer estas montañas y caminar por ellas como una dama por un salón de baile. Pero una vez no hace costumbre, señor coronel, y espero que Palomo que, como lo dice su nombre, es blanco y vuela en el llano, andará también, si Dios lo quiere, por entre los libres peñascos de esta tierra colombiana.

El general Simón Bolívar había cumplido ya los cuarenta y tres años. No hacía aún quince días acababa de llegar a Santa Fe, procedente de Guayaquil y su regreso a la capital de la Gran Colombia no había sido, por cierto, demasiado del agrado del vicepresidente, general don Francisco de Paula Santander. No era viejo, pues, pero se le observaba envejecido, como abrasado por un fuego constante. Su figura menuda y enjuta tenía, sin embargo, la majestad de quien lleva largos años mandando. El general y su caballo formaban una bella escultura. En su rostro curtido por el sol de los trópicos, a lo largo de las interminables y duras campañas, brillaban dos ojos oscuros, penetrantes, protegidos por abundantes cejas negras, y que parecían consumidos por la fiebre. El cabello peinado todo él hacia adelante, le daba un interesante aspecto romántico. En la mano derecha llevaba su sombrero, y en la izquierda la brida. Del uniforme apenas se alcanzaba a ver el alto cuello, bordado en oro, de la casaca. El resto de su figura nerviosa desaparecía bajo amplia capa que tapaba también la redonda y lustrosa grupa de Palomo.

Un oficial venezolano, capitán de lanceros, adelantó su jaco para situarse al lado de Bolívar.

-Excelencia -comenzó a decir-, he recibido ayer carta de mi general Páez. No soy yo demasiado avisado en materia política, pero se me hace como que mi general no anda muy contento y pudiera haber pereques por allá abajo.

-Así lo tengo entendido también yo, señor capitán, mas pronto habremos de saber lo que sucede, porque tengo decidido salir para Caracas en unos cuantos días. El general Páez ha sido y es un gran patriota y no creo ni espero tener nunca con él dificultades.

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Y cambiando la dirección de la voz y elevando el tono para dar a entender al capitán que había terminado la conversación sobre un tema que no le resultaba grato, añadió, dirigiéndose a uno de los dos jinetes vestidos de paisano:

-Don José Rafael-, ¿no es ésta la famosa hacienda de Canoas del chapetón don Fernando Rodríguez?

-Sí, excelencia. Por cierto que la otra noche en el baile de los Lasso de la Vega, don Fernando me rogó que si el señor presidente venía, como ahora lo hacemos, a visitar el salto, no dejara de advertírselo para prepararnos al regreso adecuado refresco; y así lo he hecho suponiendo que no nos habrá de caer mal un refrigerio poco antes del mediodía. Además, don Fernando tiene fama de muy buena mesa y habrá de esmerarse en la ocasión, porque si bien es cierto que nunca se ha mostrado partidario de la independencia, la verdad sea dicha, se ha comportado siempre muy noblemente. Es hidalgo, es rico y tiene bastantes años. En sus circunstancias suele provocar más la tranquilidad que la guerra.

A la derecha del camino apareció por delante de los caballeros el río Bogotá, cuyas aguas buscaban por el sinuoso cauce el lugar desde donde iban a dar un formidable salto de ciento sesenta y siete metros en el espacio. La leyenda precolombina cuenta que el salto de Tequendama por el que se precipita al abismo el río Bogotá, fue abierto con una varita mágica por el gran Bochicá tocando en las peñas para desecar la laguna que hoy constituye la sabana de Cundinamarca. Era Bochicá, según la tradición de los chibchas, un venerable anciano de piel blanca y luenga barba del mismo color, y los indios veían en la gran catarata que él abrió, la imagen poética de sus barbas. La leyenda chibcha de Bochicá, el hombre blanco y barbado, representante del buen espíritu, coincide en sus líneas generales con la leyenda azteca de Quetzaltcoatl, que tanto ayudó a Cortés en la penetración de la Nueva España. Pero volvamos a nuestra historia.

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Uno de los edecanes, dirigiéndose a Bolívar advirtió señalando una tupida niebla que se veía como a un cuarto de legua:

-El Tequendama, mi general.

El general Bolívar fijó los ojos en la dirección apuntada, quedó un instante silencioso y luego dijo, casi para su coleto:

-El salto a la eternidad de los enamorados despechados. ¡Bello fin para algunos románticos!

El general ciñó apenas los tacones sin clavar la espuela, cedió un poco la brida y Palomo salió al galope seguido por los otros nueve caballos. La capa de paño del general se alzaba al viento con la galopada, como las crines de Palomo. En pocos instantes se cubrió la distancia hasta la explanada tras la cual se veía subir la neblina de los millones de partículas de agua despedidas en el rebote contra las rocas del fondo del salto. El general Bolívar tascó el freno de Palomo y con la agilidad de quien como él había hecho del caballo el compañero inseparable en todas sus campañas, saltó al suelo, dirigiéndose, sin esperar a los demás jinetes, al punto en donde el río se transformaba en «música de plumas» como había dicho un poeta colombiano.

La tierra estaba resbaladiza y pegajosa a consecuencia de la evaporación y de la lluvia. José Rafael Revenga, el secretario privado del Libertador, le dio una voz:

-¡Cuidado, excelencia!

El general, sin detenerse ni volver la cabeza, contestó:

-Gracias, don José Rafael, por considerarme lo suficientemente joven como para intentar medir la altura del salto. Ni soy joven, ni en amores he sentido nunca el despecho. Puedo contemplar sin peligro este espectáculo maravilloso y no sentir vértigo.

Y antes de que nadie pudiera impedirlo, el Libertador presidente de la Gran Colombia se había colocado de pie en la roca saliente a la izquierda de la corriente del río, desde la cual decían adiós a la vida los desesperados santafereños y que por ello se llamaba «la piedra de los suicidas». Como cuando muchacho en el monte Aventino,   —155→   en Roma, juró luchar sin descanso por la independencia de su patria, como cuando contempló América desde la cumbre del Pichincha, el general Bolívar, cruzó los brazos y se quedó unos segundos meditando o absorto por la belleza que se le ofrecía. El ruido de la cascada le aislaba de las voces que daban sus amigos para que se retirase de aquel peligroso lugar, desde donde cualquier movimiento inadvertido, cualquier resbalón podía ser fatal. Así permaneció como un minuto y en seguida, girando ágilmente, volvió a reunirse con los que le esperaban sin ocultar la intranquilidad.

Volvió sonriendo y satisfecho, como un muchacho que acaba de hacer una travesura.

-Comprendo -dijo- que en holocausto a la dama de sus pensamientos haya quienes den un paso más. ¡Cuesta tan poco! ¡Se debe descansar tan sabroso! ¡Son tan bellas las barbas de Bochicá!

Recorrieron a pie las inmediaciones casi en silencio. El general, sin duda recordando los problemas que le aguardaban a su regreso a Santa Fe. Los edecanes, subordinados y amigos, respetando los pensamientos del prócer.

-¿Regresamos, señores? -dijo de pronto y como volviendo de un sueño.

Y dirigiéndose a todos añadió con voz de mando:

-A caballo.

La comitiva inició el regreso. El general, abriendo camino; los demás, a corta distancia. Palomo, respondiendo a la confianza que en él había demostrado el primer guerrero del continente, iba subiendo con paso seguro. Sentía el freno abandonado a su nobleza.

Cuando llegaban a la altura de la hacienda de Canoas, don Fernando Rodríguez, el propietario de la misma, se encontraba en mitad del camino abrigado en una clásica ruana. Frisaría don Fernando en los sesenta años. Su barba gris y su bigote blanco hacían destacar aún más los rasgos de energía de su rostro castellano. Reverente, se quitó el sombrero y exclamó al tener al Libertador como a seis metros de distancia:

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-¡Bienvenido a esta hacienda, que es su casa, el señor Presidente de Colombia! ¿Puedo esperar el honor de que vuecencia y la compañía compartan conmigo el pan?

-El pan y lo demás, señor don Fernando, que ya sé cuán bien se trata a los amigos de vuestra casa, y os agradezco muy de veras la fineza porque el fresco de la mañana y la buena compañía han abierto mi apetito -contestó el general. Y agregó-: Señores: don Fernando y su gentil hospitalidad nos aguardan. No sería correcto pasar de largo.

Don Fernando tuvo la brida mientras se apeaba despacio el Libertador. Hicieron lo mismo los demás y dejando el cuidado de los caballos a los criados de Rodríguez se encaminaron hacia la Casa de Canoas.

* * *

El refresco preparado por don Fernando iba llegando a su fin. El ajiaco de pollo, la sobrebarriga al horno y la ensalada habían sido frecuentemente regados por abundantes libaciones de buen vino tinto de Rioja que Rodríguez recibía años antes en bocoyes de España. En una de las cabeceras de la mesa el Libertador presidía, interviniendo siempre con gracejo en la conversación, cada vez más animada.

Al sacar el queso y los dulces, don Fernando, que ocupaba la cabecera, hizo una seña a los sirvientes y preguntó a Bolívar:

-¿Me permitís que se descorchen unas cuantas botellas de champaña vieja que guardaba para buena ocasión, señor presidente?

-Si la creéis buena, en efecto, don Fernando, por nuestra parte no creo que haya nadie que se oponga a tan gentil agasajo.

Servidas las copas, comenzaron los brindis. El Libertador se levantó y cortésmente agradeció a don Fernando Rodríguez la hospitalidad amable y generosa que mostraba como anfitrión. Don Fernando respondió con otro brindis declarándose muy honrado con la visita del   —157→   Jefe de Estado y a partir de ahí, cada uno se consideró obligado a decir algo.

Ya eran muchas las copas y muchos los brindis cuando se puso en pie el capitán de lanceros venezolano a quien oímos platicar con el general, camino de Tequendama. Acaso porque la alegría del champaña lo transformara en hombre inconveniente, o porque con sinceridad no recordase que el anfitrión era español, el caso es que con los ojos brillantes y la voz levantada dijo.

-Mi general, yo levanto mi copa para que pronto no quede en nuestra América un solo chapetón (español) que pueda ir a contar a su tierra ni siquiera las glorias de vuestra excelencia.

El brindis fue acogido con grandes carcajadas por los presentes. Era frecuente en las reuniones de militares colombianos «echar contra los chapetones» en busca del éxito fácil. La ocasión, sin embargo, no era demasiado indicada, pero las copas habían hecho su efecto en los jóvenes. El general Bolívar, que se había quedado ensimismado y no había escuchado lo dicho por el capitán llanero, ante las carcajadas se unió al coro, y asombrado de ver con aspecto muy serio al anfitrión hubo de preguntarle:

-Señor Rodríguez, ¿por qué no nos acompaña usted en la razón?

Se hizo un silencio penoso. Alguno de los acompañantes se dio cuenta del aprieto en que Rodríguez se encontraba. Entretanto, el secretario privado del presidente le contaba por lo bajo a éste lo dicho por el capitán en su brindis. Con voz altiva y porte digno y tranquilo, respondió el honrado viejo castellano.

-Porque siendo español, excelencia, no creo que eso sea razonable.

No era el general Bolívar hombre que aguantase lecciones de nadie y la actitud de los que con él iban se descompuso un tanto en espera de ver la reacción del Libertador. Éste miró a su alrededor, impuso silencio con una mirada fulminante, y recuperándose, para dar   —158→   la mayor amabilidad a su tono, dijo en medio del asombro de sus oficiales y amigos:

-¡Ojalá y tuviésemos muchos patriotas tan enteros como usted, señor don Fernando! Y yo le ruego que excuse la inconveniencia del capitán y mi distracción al preguntarle.

México, D. F., octubre de 1943.