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Estructuras narrativas en «Tata Casehua» de Miguel Méndez

Justo S. Alarcón

Publicado en la revista Confluencia, Vol. 1, n.º 2 (1986) 48-54.

Estando conscientes del peligro que una aseveración valorativa en su sentido absoluto implica en un estudio crítico como el presente, nos atrevemos a decir, sin embargo, que, en nuestra opinión, «Tata Casehua» (1969) es el mejor cuento chicano escrito en español que, en la etapa inicial, ha aparecido en el corpus de la narrativa chicana. No es ésta una afirmación gratuita, sino que está basada en una lectura cuidadosa de las múltiples facetas estéticas que el texto ofrece al crítico para varios análisis posibles.

Introducción

Si tenemos en cuenta el andamiaje estructurador, del cual nos ocuparemos aquí, veremos que, en este cuento, de unas catorce páginas, tanto los niveles de la voz narrativa como las partes constituyentes del todo siguen una línea precisa y bien demarcada, sea ésta considerada en forma lineal o circular. Los personajes -reales y simbólicos a la vez-, aunque se mueven en esferas diametralmente opuestas, y quizás por eso mismo, tienden, como toda estructura narrativa, a resolver esas tensiones en una síntesis feliz al nivel literario. Decimos «feliz al nivel literario», porque, al nivel del contenido humano e histórico, todo el cuento es un grito contra la explotación y aniquilación del hombre por el hombre, nada «feliz» por cierto.

Desde el punto de vista simbólico, este texto narrativo, como todas las obras del mismo autor, abunda en símbolos culturales que, al encontrar base en una estructura literaria sólida, contribuyen a enriquecer el producto estético de la obra. Si nos fuera dado resumir nuestra afirmación del principio en una frase, diríamos que el valor literario del presente texto consiste en lo que tiene de compacto.

Antes de entrar de lleno en el análisis estructural de «Tata Casehua», y como fondo de referencia intertextual, queremos decir que, después de haber leído todo lo publicado hasta ahora por el autor -incluso algún manuscrito inédito-, hemos encontrado que no sólo hay confluencias -por no decir influencias- en sus propias obras, sino que «Tata Casehua» ha servido de semilla para el desarrollo posterior de su conocida novela Peregrinos de Aztlán e, incluso, le sirvió de base referencial para su largo poema épico Criaderos humanos. Estas semejanzas se echan de ver, sobre todo en lo referente al espacio topográfico (desierto de Sonora-Arizona / Río Bravo-Colorado), al tiempo (finales del siglo pasado-comienzos del presente), a la simbología (sol-luna / agua-sequía / rojo-verde), a los temas (lo mexicano-yaqui-chicano / las opresiones española-mexicana-anglosajona / la desesperanza / la protesta) y a los personajes (Juan Manuel Casehua, en «Tata casehua» y Chayo Cuamea, en Peregrinos de Aztlán).

A pesar de estas semejanzas, en la presente obra se pueden observar grandes diferencias con las otras, como era de esperarse. En este cuento, la estructura es más compacta y mejor definida, la unidad narrativa está mejor diseñada y los personajes mejor integrados. Estas diferencias no pueden explicarse solamente por el hecho de que el presente texto es mucho más corto, sino porque su diseño es más cuidadoso y está mejor elaborado.

Acercándonos más al estudio del texto, queremos indicar que, entre las múltiples posibilidades de análisis, hemos escogido una, como lo indica el título mismo del presente ensayo: la aproximación estructural. Por «estructura» entendemos aquí los diversos marcadores y puntales que sirven de base o apoyo al montaje total o macro-estructura del texto narrativo. Creemos que esta labor no debe ni puede ser final en sí, porque lo que hacemos aquí es mostrar la armazón subyacente sobre la que se levanta el resto del edificio. Es decir, que el esqueleto estructurador en la narración viene a ser lo que el andamiaje subyacente es al edificio arquitectónico. El cuento, como todo texto literario, no se limita sólo a exponernos dicho «esqueleto», sino, sobre esta base necesaria, construir el «cuerpo». Paralelamente, la labor del crítico no se limita solamente a desentrañar, aunque necesario en sí, los «pilares» invisibles sobre los que se erige el cuerpo narrativo, sino también a descubrir o señalar «la almendra» literaria de la que habla Amado Alonso («La interpretación» 3). Esta tarea se estudió en otro trabajo (Alarcón, «La aventura» 77-91).

Los apartados o secciones que presentamos aquí, bajo el título general de «estructuras», son: la trama; la macro-estructura subyacente; la voz narrativa y sus niveles estructurales; las voces de los personajes; y la secuencia dialogal. Queremos señalar, como fenómeno recurrente, que la estructura global y las micro-estructuras parciales siguen el modelo tripartita. Este modelo se observará tanto en lo referente a los bloques narrativos como a la distribución de los diálogos.

La trama y urdimbre

Aunque este subtítulo no parezca ser de importancia capital en el presente estudio, creemos necesario, sin embargo, exponer brevemente la trama para una mejor comprensión tanto de la estructura del texto, como del gran contenido simbólico que le infunde vida. Esta breve narración, si bien pudiera situarse en el presente o en la confluencia de los dos últimos siglos, se basa en un trasfondo histórico bastante largo, pues el mismo texto, sin dejar de aferrarse a la época actual, nos transpone, mediante líneas históricas bien precisas, a principios del siglo XVI, cuando el conquistador español Diego Guzmán trató de obtener indios yaquis para ponerlos a trabajar en las minas de plata y en las haciendas o encomiendas entonces recientemente establecidas (Spicer, The Yaquis).

Tres generaciones de la familia Casehua -Juan Manuel, José y Jesús- representan en el texto a la gran familia yaqui a través de los años. El cuento comienza con el Epitafio a la muerte del «Emperador» Juan Manuel («Tata») Casuehua. Por tanto, todo el cuerpo narrativo es necesariamente una introspección, y capta el largo momento de la agonía del patriarca de la familia Casehua que, simbólicamente, representa la agonía o explotación histórica que sufrieron los yaquis bajo tres imperios consecutivos.

Al principio del cuento, se nos presenta al héroe caminando lentamente. Escudriña a su pueblo que ha sido doblemente humillado: por la presencia de la sangre europea en sus venas y por su inercia, resultado de la explotación. El niño Jesús, último vástago de los Casehua, se encuentra ante una disyuntiva: «La voz de los abuelos», encarnada en su «Tata» Casehua, y la voz de su madre, voz realista ésta que le prohíbe al niño escuchar esa voz ancestral, que no es más que una «ilusión» o espejismo, según ella. El niño, bajo el consejo de su moribundo abuelo, se dirige hacia el «río» para ir en busca de su padre José, que yace muerto en el fondo de sus aguas. Encorajinado, regresa al desierto, morada de su abuelo y de sus antepasados muertos. Los dos se convierten en uno y, ante la visión agónica de una explosión galáctica, desaparecen en el «olvido» a que está destinada y condenada toda su gente, el antiguo y orgulloso pueblo yaqui.

Al viejo Juan Manuel se le describe como «una estatua de arena de incierto aspecto humanoide», convertido en «una duna» de arena («Tata Casehua» 34). A su hijo José -padre del niño Jesús- lo había previamente matado el río, personificación capitalista y racista de Estados Unidos. El nieto Jesús, niño visionario y encarnación de las escasas esperanzas del abuelo Juan Manuel, es el único personaje movible sobre el que gira la acción del cuento. La madre del niño -esposa del difunto José- se nos presenta como una «vieja de manos arrugadas [que] caminaba ligeramente encorvada, hurtando el cuerpo, tímida de robarle al espacio lo que ya estaba reclamando la tierra» (32).

Al colocar al niño Jesús como centro del cuento, se observan dos o tres fuerzas antitéticas que desencadenan la tensión que hace posible la dinámica que mantiene a esta narración en movimiento constante, dado que todo el ambiente respira muerte y desesperanza (Leal, «Tata Casehua» 50-52).

El abuelo agonizante le quiere «heredar» el Imperio del desierto que, por una parte, significa una «naturaleza preñada, condenada a no parir nunca» (Peregrinos 100, «Tata» 34) y, por otra, representa «la voz de las cosas» y «los rostros y perfiles de los abuelos». La madre, de otro lado, le aconseja a su hijo que el desierto y sus abuelos son «la peste» y «la locura», que «los rostros» que ve el muchacho no son más que «siluetas del crepúsculo» y «cerros pelones» (35), o sea, que son fruto de su «imaginación». Ante estas dos fuerzas antagónicas, el niño decide tomar el tercer camino: ir en busca de su padre José, encaminándose hacia el río, contra la voluntad de su madre, que le había ordenado «no cruzar el río». Una vez ahí, y ante una escena trágica y macabra, se da cuenta de que los huesos de su padre yacen en el fondo de las aguas. Cerrada esta posibilidad -cruzar el río como había querido hacer su padre José-, «se volvió a trote» hacia el desierto en donde se oían «las voces» de sus antepasados, en donde estaban sus raíces y en donde se hallaba su moribundo abuelo Juan Manuel.

Teniendo presente estas consideraciones, podemos observar lo que a simple vista pudiera parecer una contradicción. De un lado, aunque la presencia de la madre es fuerte -voz de la realidad: «no hables con él», «contagia su delirio», «no son los rostros de tus abuelos», «son cerros pelones», «es tu imaginación», «maldito Juan Manuel, ya te contagió su locura», «no cruces el río», «no quiero que te ahogues en el río»- esta presencia materna no surte efecto. De otro lado, observamos que la línea narrativa parece ser vertical y cronológica, o sea, generacional, pues, en el orden de la aparición, nos hallamos primero con el abuelo, con el hijo ahogado después y, por último, con el nieto bullicioso. Pero, después de una segunda lectura más cuidadosa, nos percatamos de que no es así. La razón por la cual la fuerte presencia de la madre no surte efecto en el hijo no es por no ser fuerte, sino por ser lateral o tangencial a la trama y estructura del cuento. Lo que parecía ser antes una estructura cronológica y lineal, resulta ser simbólica y circular.

Aunque más tarde volveremos sobre ello, baste presentar aquí, como comprobante de lo dicho, tres razones. En primer lugar, que en la línea generacional, José -hijo/padre- no figura como personaje real y actuante, pues está muerto. En segundo lugar, el niño que, aunque está bajo el amparo tutelar de la madre, es el «heredero» del imperio del abuelo, sale de su entraña o raíz para, después de irse al norte/río, girar y volverse «a trote» hacia el desierto o raíz de su origen. En tercer lugar -y aquí radica una de las mayores dificultades del presente texto-, después de varias lecturas, nos damos cuenta de que, al principio y al final de la narración, las cualidades de los personajes abuelo y nieto se sobreponen, convirtiéndose en un solo personaje, o, si se quiere, el uno es el doble del otro, rompiendo así la línea recta y generacional, para convertirse en circular o cíclica.

Estructura general

Bajo este subtítulo, seleccionamos algunos aspectos parciales de la estructura total de la presente obra. Para comenzar, echaremos un vistazo general a la armazón del cuento. Podríamos ilustrarlo por medio de una figura romboidal (Baquero Goyanes, Estructuras) o imaginarnos una columna griega compuesta, al centro, por la columna en sí misma y, en los extremos, por un capitel y por su doble, la base. Y ya que estamos usando comparaciones geométricas, podemos figurarnos a un reloj de arena en donde ésta se desprende de la parte o continente superior para, por medio del movimiento sincronizado, filtrarse al envase inferior y receptor, después de haber recorrido el estrecho trayecto que divide a los dos recipientes. O sea, una introducción, un cuerpo y una conclusión. Los símiles que empleamos nos parecen apropiados, dado que tanto la introducción como la conclusión, además de ser un anverso y reverso de una misma realidad -en este caso la desolación, la desesperanza y la nada-, sirven como puente o receptáculo final de información para el desarrollo del cuerpo narrativo.

De este modo, discernimos en la Introducción a «Tata Casehua» tres niveles: una dedicatoria, un epitafio y la presentación del héroe. Estos tres niveles se distinguen no solamente por medio de una topología tipográfica textual bien marcada -citas, letra bastardilla y forma narrativa común-, sino también porque la voz narrativa sigue una línea descendente, que va de lo más abstracto e impersonal a lo más concreto y personal. Es decir, del autor omnisciente al personaje de carne y hueso. Como información parentética, quisiéramos añadir aquí que este tercer nivel refleja, por primera vez, la forma tripartita a que aludíamos antes y que se observa repetidas veces en el transcurso del cuento y de nuestro estudio.

En el tercer nivel -conclusión, receptáculo, reverso de la introducción- notamos una forma diferente e invertida. Después de haber recorrido con los personajes el «camino» espacial y psicológico de éstos -en el cuerpo del texto narrativo-, la voz narrativa asciende del nivel personal hacia el mundo de la abstracción, desprendiéndose así del compromiso inmediato con los personajes y volviéndose histórica y totalitaria. Por medio de este proceso técnico, se recoge muy breve y esqueléticamente la información dada en la introducción y se desarrolla en la conclusión, trasponiéndola a un contexto histórico muy amplio.

En el centro nos encontramos con el verdadero cuerpo narrativo, que consiste en la presentación progresiva de los personajes mediante el discurso, la narración de los mismos y los breves cuadros descriptivos que, a intervalos, sirven de flanco al movimiento de la acción y a la interrelación de los diversos mundos presentados: los personajes, la naturaleza ambiental y el «trágico sino» del pueblo yaqui.

Resumiendo este primer apartado sobre la estructura global del texto narrativo que nos ocupa, podremos decir ya que el proceso técnico empleado está bien logrado, puesto que en la primera parte o introducción se nos presentan escuetamente los hechos: por un lado, que el pueblo yaqui está «clavado en el signo omega», es decir, llegó al final de su historia milenaria; que tuvo, por tanto, un «trágico sino»; y, por otro, que el desierto es una «inmensa tumba» en donde descansa el Emperador Juan Manuel Casehua y su gente. En la segunda parte, es decir, en el cuerpo de la narración, vemos en acción tres personajes que, ante la disyuntiva de una encrucijada sin salida, nos indican, además, la razón por la cual su destino individual fue trágico. La tercera parte o conclusión va aún más lejos, pues explica al lector las razones y contradicciones históricas que en la introducción solamente anuncian ese trágico destino del pueblo yaqui: tres imperios que trataron y, finalmente, lograron someter a los orgullosos yaquis.

La voz narrativa y sus niveles estructurales

Continuando con el mismo símil romboidal del que se habló antes, observamos que los niveles de la voz narrativa siguen una línea semejante a la expuesta anteriormente, cuando exponíamos la estructura general del cuento, es decir, una forma tripartita en donde la voz narradora parte de una posición muy abstracta y lejana para, al final, después de haberse adentrado en la conciencia de cada uno de los tres personajes que encarnan el drama trágico, volver a ese mismo nivel de abstracción.

Comenzando con el primer segmento de la tríada -en una extensión de página y media- notamos un descenso muy rápido de la voz narradora, aunque sin mermar las delineaciones bien marcadas. Este mismo descenso se lleva a cabo en tres etapas. En la primera -la «Dedicatoria»- es el mismo autor quien abiertamente dice: «A mis abuelos indios, clavados en el signo omega de su trágico sino» (30). En esta dedicatoria nos enteramos de que lo que sigue -historia o fábula- se acabó («signo omega»), debido a alguna fuerza histórica fatal («trágico sino»). En el segundo peldaño observamos que el autor, sin dejar de fungir como autor, se convierte en narrador omnisciente, todavía lejano de la acción. Nos referimos al «Epitafio» que sigue a la «Dedicatoria». Ahora el autor-narrador se dirige al lector -«caminante» en el texto- pidiéndole que se saque el sombrero: «descúbrete [porque] estás ante la tumba, la inmensa tumba del Emperador Casehua», o sea, el desierto en donde yacen sepultados el Emperador y sus súbditos. Los arenales se beben y sorben la voz, las lágrimas y el mismo duelo, no sólo del pueblo yaqui sepultado, sino también del lector/«caminante». Para éste, el autor-narrador tiene un consejo: «sigue tu camino, que cualesquiera que sean tus rumbos llegarás a su mismo destino» (30), es decir, al agobio, a la desesperanza, a la muerte, a la nada. En el tercer escalón, la voz narradora desciende un poco más y, de autor omnisciente, se convierte en voz más cercana para presentarnos al héroe, aunque todavía en términos un poco abstractos. Esto es debido a dos factores: a que el narrador no ha comenzado todavía a describirnos la acción y a que todavía no sabemos a ciencia cierta quién es el héroe, si el abuelo Juan Manuel o el nieto Jesús. Esta aparente incertidumbre, por parte del lector, es necesaria a la estructura de la narración, porque, como se descubrirá al final, ambos personajes vienen a ser el mismo; o sea, que uno es el doble del otro, cerrando así la línea curva y el movimiento cíclico, como se indicó antes. Queremos añadir, para recalcarlo una vez más en el estudio de las estructuras, que esta tercera etapa en el descenso de la voz narrativa viene expresada tipográficamente en el texto en tres sub-partes o párrafos: presentación del héroe («nació sintiéndose príncipe»), descripción del «llamado» («urgido de sus instintos y llamado de sus antepasados») y comienzo del viaje («caminaba por los arenales», «avanzaba en círculos»).

A partir de este momento, la voz que había sido consecutivamente autor, autor-narrador omnisciente y narrador omnisciente, se convierte ahora en narrador hablante, metiéndose así de lleno él mismo en la acción de los personajes, es decir, la voz del narrador se oirá a través de los conflictos del drama personal y trágico de los personajes actuantes. Nos hallamos, pues, en la segunda parte de la tríada, o sea, en el cuerpo mismo del texto narrativo. Como se trata -en este segundo elemento de la tríada- de la interacción de los personajes por medio de los diversos diálogos estructurantes de la acción, dejamos este apartado para analizarlo más tarde, en la siguiente sección.

Pasamos ahora a la voz narrativa como elemento estructurador de la tercera parte de la tríada, o sea, el retorno del narrador hablante en movimiento ascendente hacia el reino de la abstracción del narrador omnisciente-autor. Este proceso a la inversa, se lleva a cabo en las tres últimas páginas (41-43), que equivalen en el texto a las tres etapas de ascenso, correspondientes a su vez a las tres etapas de descenso de la voz narrativa, expuestas anteriormente.

La segunda parte del cuento -el cuerpo- termina con la respuesta de la madre a una observación hecha por su hijo: «No son los monstruos del Gila, mi chamaquito, es el viento que llora» (40). A partir de aquí, y como lazo de unión entre el cuerpo y la tercera parte del texto o conclusión, el narrador describe al personaje Juan Manuel «Tata» Casehua de la siguiente manera: «El indio moribundo intentó cubrirse el rostro ante el terrible chispazo del recuerdo desgarradoramente nítido» (4) de la masacre india perpetrada por las fuerzas del general mexicano Torres en la montaña del Mazacoba. Este corto pasaje sirve de trampolín para que la voz del narrador se despida del nivel hablante y pase al nivel omnisciente, permitiendo así el ascenso rápido a la abstracción, que, en este caso, equivale a convertirse en cronista.

Las tres etapas en el movimiento ascendente vienen representadas por tres momentos históricos, tres caudillos yaquis y tres brevísimos diálogos intercalados, que sirven de marco divisorio de las tres etapas mencionadas. La primera etapa comienza con la voz omnisciente que habla: «En la cúspide [del Mazacoba] se guarecían más de tres mil indios, mujeres y ancianos, en su mayoría guiados por el jefe Opodepe» (41), listos para lanzarse al precipicio antes de caer prisioneros en manos del General Torres. Entre dos descripciones del suicidio-en-masa de los indios, hay un brevísimo diálogo, que transcribimos:

-Opodepe. ¡Jefe Opodepe! ¡Estamos copados por los yoris!

-Sólo las razas degeneradas conviven con el verdugo.

(41)



El discurso narrativo sobre el pasado (año 1900), y el habla de los guerrilleros indios y su jefe, son indicadores de la voz del narrador omnisciente y su alejamiento de la realidad inmediata. Es decir, la ficción se hace crónica y la vida latente de los moribundos personajes desemboca en la muerte y olvido reales de los indios yaquis.

Para continuar el ascenso, en la segunda etapa el narrador omnisciente vuelve a desempeñar el papel de personaje central. «El indio Casehua se está muriendo, agita la cabeza, ya la arena le llega al cuello» (41). Y, casi exactamente como en la primera etapa, se oye la voz del narrador-cronista: «¿Quién es? ¿Quién es ese hombre tan bravo? Déjame reconocerlo. ¡Diablo de Tetabiate!» (42). Hay, sin embargo, un detalle adicional que distingue a este personaje del anterior y que lo une con el siguiente: es el de inmiscuirse la voz del narrador-cronista en la acción, que viene indicada por el verbo en primera persona «Déjame». De esta manera, la voz del narrador y cronista se hace también portavoz de su pueblo.

En la tercera etapa, muy semejante a la anterior, la misma voz invoca a otro caudillo yaqui: «¡Ah, Cajeme fiero! ¡Señor de la muerte y de la venganza! ¡Aquí! Ven, Cajeme... pisa este polvo... tu tierra vencida» (41). Este tercer peldaño, con el que termina el proceso de alejamiento y el movimiento ascendente de la voz narrativa, termina, no con un diálogo breve, sino con un monólogo del personaje central, las últimas palabras del moribundo Emperador Tata Casehua, al decirnos : «Yo soy de arena...» (42).

Aunque el cuento pudiera haberse terminado aquí muy bien, sigue otra página, dividida en tres párrafos en donde, como colofón al texto literario, se oye por última vez la voz del narrador, convirtiéndose ahora en voz cósmica y totalitaria. Zurce los retazos del lienzo y hace del texto un tapiz de increíbles proporciones. A los personajes, convertidos en dunas, los sitúa entre la tierra desértica, por una parte, y los astros -el sol y la luna-, por otra. Leemos: «Juan Manuel Casehua [...] quedó bebiéndose la luna, raudales de luna» (42). El héroe principal -símbolo de su pueblo muerto- se convirtió en tierra árida («duna») bebiéndose la «luna», emparentándose de este modo con los elementos cósmicos.

Se va más lejos todavía. La voz narrativa, convertida en totalizadora, describe el trasfondo galáctico como escenario unificador de la creación. De un lado, el sol cuando «nazca» descubrirá «las dunas, como lomos de camellos cansados» (43) y cuando «muera», por la tarde, «las dunas multiplicarán su [propia] tumba» (43). De otro lado, «aúlla el viento con furia, arrastrando impune el cadáver seco de los arenales», arenales que, soplados por el viento, «engullen continentes, memorias, palabras [...] en el olvido» (43). Orden cósmico y escenario unificador de la creación, habíamos dicho, pero solamente en el plano de la ficción y de lo poético, porque en el plano de lo real e histórico no es más que una destrucción caótica, insinuada ya por el plano poético, como queda dicho.

La voz de los personajes y la secuencia dialogal

En esta sección trataremos de la estructuración de la segunda parte de la tríada antes mencionada, que corresponde al cuerpo del texto. Una vez que la voz del autor-narrador desciende del nivel de la abstracción -en donde brevemente nos había insinuado el trasfondo histórico y espacial de los personajes- nos sitúa ahora de improviso en presencia de los mismos. Como habíamos indicado antes, los personajes reales de este cuento son tres: Juan Manuel (el abuelo), Jesús (el nieto) y la Madre (de Jesús y esposa del difunto José). Además de estos tres personajes, podrían añadirse tangencialmente al caudillo histórico Opodepe y al Río, como personificación éste último y símbolo de Estados Unidos.

Juan Manuel Casehua, el abuelo agónico, representa a todo un pueblo y su historia, agónica también como resultado de la explotación de siglos. Se identifica con el desierto, con la voz de sus antepasados muertos y con su «trágico sino». La Madre del niño Jesús representa la realidad. Es una síntesis de Juan Manuel, pues, en sus consejos al niño, su voz se contrapone a la del abuelo y a la de sus antepasados, que, según ella, no son más que siluetas, imaginaciones y el silbido del viento. El niño, hijo y nieto respectivamente, se sitúa entre ambos, entre las «voces» ilusorias de sus antepasados y la visión de la «realidad» de su madre. Es el engranaje de la dialéctica y, como tal, se convertirá en el eje de la acción, pues, tanto el abuelo como la madre, son personajes que podríamos llamar inactivos o simplemente de trasfondo. El otro personaje a que aludimos antes -el Río-, aunque simbólico, desempeña un papel muy importante en el texto, porque, de un lado, representa la fuerza prometedora de vida y esperanza -Estados Unidos-, aunque mató, y quizás por eso mismo, a José Casehua, y, de otro, es la antítesis del desierto, fuerza destructora e inmensa tumba.

Pero lo que nos interesa en este apartado de nuestro ensayo no es precisamente qué es lo que representa cada personaje, ni siquiera qué es lo que dice, sino más bien el orden y la secuencia que siguen los diálogos, o sea, el papel que desempeña este orden o estructura parcial en la estructura total del texto. Para comenzar, diremos que, según la división que establezcamos del cuento, de igual modo podremos distribuir y atribuir el número y función de los diálogos dentro de la estructura del mismo.

Habíamos indicado anteriormente que este cuento podía tomarse o bien en su totalidad, como aparece escrito, o bien que podía haber terminado cuando la voz del narrador comienza el proceso del tercer nivel de abstracción, en el momento de darnos el trasfondo histórico, al fin de la página cuarenta. Si escogemos la primera opción, tendremos siete diálogos, y si preferimos la segunda, obtendremos once. De cualquier modo que hagamos, lo interesante es observar que, en ambos casos, notamos que los números son impares y que el número cuatro, es decir, el cuarto (cuerpo) para la primera opción, y el sexto para la segunda, son diálogos centrales no sólo teniendo en cuenta la equidistancia numérica en la escala de gradación, sino que son centros de importancia temática y estructural sobre los que gira la acción de los personajes y de la narración misma.

Cualquiera de estas dos distribuciones que se escoja, la selección es de suma importancia. Antes de dar las razones que esto implica, queremos añadir y señalar otra cosa que interesa desde el punto de vista estructural, y que sirve de cuadro a la distribución de los diálogos. Nos referimos a que el cuerpo del cuento, del que tratamos en este apartado, se divide en tres bloques. El primero lo constituyen los diálogos 1-3, y el tercero, los diálogos 5-7. El segundo bloque, que es el central, lo integra, lógicamente, el diálogo central, número 4, que es el perteneciente al Río. Esto si es que escogemos la primera distribución. Si, por el contrario, seleccionamos la segunda distribución, de once diálogos, observamos que, aunque la posición central se mueve o pasa del diálogo cuarto al sexto, temáticamente sigue siendo el mismo, porque el Río, bajo diversa forma, viene a constituirse el tema y el diálogo del número 6, el central, como lo fue el número 4 para la primera opción.

La diferencia radica -y es necesario anotarlo- en que en el número 4 se habla sobre el Río, y en el número 6 es el Río quien habla. En el primer caso, la Madre le amonesta al hijo exactamente lo mismo que le había advertido a su difunto esposo José: «No cruces el río». De aquí se desprenden dos puntos: una síntesis del tiempo generacional, en cuanto a la concepción que la Madre tiene del mundo, y, además, que el hijo Jesús se convierte en doble o álter ego de su padre / esposo José, también de acuerdo a la mentalidad de su madre.

En cuanto a la estructura del cuento, este «doble» presenta una gran importancia, porque el anillo perdido de la cadena generacional -el difunto José- queda reemplazado por el hijo Jesús, teniendo en cuenta la concepción de la madre. Pero, por otra parte, y también ateniéndonos a la estructura del cuento, este anillo de la cadena, perdido y encontrado en el diálogo número 4, desaparece en el número 6, cuando el niño Jesús se entrevista con el Río y se entera de que su padre José yace muerto en el fondo del mismo. En el primer caso, la estructura dialogal seguiría una línea recta; en el segundo caso, dicha estructura sigue una línea curva o circular.

Otra observación de suma importancia, tomando en cuenta la opción de la primera distribución de siete diálogos, es que los tres primeros y los tres últimos versan temáticamente sobre el desierto, mientras que el diálogo 5, el equidistante y central, gira sobre el Río. Si optamos por la segunda distribución de once diálogos, otra vez aparece temáticamente que el Río ocupa el lugar central, pero esta vez el diálogo no versa sobre el Río, sino, como se indicó antes, es el Río el que habla. Ambas posibilidades nos señalan claramente que el Río ocupa el lugar central en la estructura del texto, si nos atenemos a la distribución de los diálogos. Por otra parte, observamos que los diálogos -y también la parte narrativa total del texto- que anteceden y siguen, como emparedados que flanquean el centro, versan sobre el desierto, realidad diametralmente opuesta al Río. Si sopesamos ambos temas, realidades y símbolos, ¿cuáles son las consideraciones que se nos ofrecen? Veamos algunas.

Ante todo tenemos que hacer notar que nos encontramos en presencia de una dialéctica de fuerzas antitéticas, que son las dinámicas que operan en la acción del cuento, y que, de acuerdo a los personajes y al escenario desértico, no permitirían más que una estructura en reposo, estática y muerta. Como se verá más tarde, el único personaje, hijo del desierto moribundo -el niño de la narración-, es el único que encarna estas fuerzas contradictorias y, por eso mismo, es el que encarna también la acción, y hace que el ambiente desolador se mueva.

Las fuerzas antitéticas vienen representadas por el Río, de un lado y, del otro, por el desierto. El Río (Estados Unidos) simboliza el que lleva el agua, la vida, lo verde, la clorofila (vitaminas), lo rojo de la sangre (proteínas), y lo amarillo de la cosecha en sazón (alimento). El desierto -imperio yaqui / Emperador Casehua-, por lo contrario, representa la sequía, la muerte, la ausencia de clorofila, lo blancuzco de la arena y, por consiguiente, la falta de cosecha y de simiente. Ante estas fuerzas antitéticas y la lucha por la subsistencia, no podría esperarse otra cosa más que José -esposo y padre- tratara de escaparse del Imperio de la escasez e irse al Imperio de la abundancia. Tampoco será sorpresa de que Jesús -hijo y nieto- fuera en busca de su padre y tratara de cruzar el Río, incluso contra la voluntad de su madre. La diferencia radica en que el padre José quedó ahogado en el Río, mientras que el hijo Jesús se volvió «a trote» al desierto para «heredar» de su abuelo el Imperio desértico y muerto.

De este modo, las dos fuerzas antitéticas que integran la dialéctica se resuelven, a través del niño, en una síntesis, aunque sea ésta una síntesis negativa que termine en la desesperanza y en la nada.

Bibliografía general / obras consultadas

Alarcón, Justo S., «La aventura del héroe como estructura mítica en Tata Casehua de Miguel Méndez», Explicación de textos literarios 15, 2 (1986) 77-91.

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