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Eugenio María de Hostos

Sotero Figueroa





La muerte, piadosa siempre para todos los grandes dolores, o reparadora inapelable de las grandes injusticias, se ha venido a dar reposo eterno al más profundo de los pensadores revolucionarios antillanos, a la vez que presentarlo con toda la resonancia merecida en la tierra de Luz Caballero y Saco, de Céspedes y Martí.

Fue necesario que cayese en los abismos del no ser el ilustre propagandista, el colaborador infatigable por más de treinta años de las libertades cubanas, el que fue -sin que suenen a hipérbole estas frases del hijo reverente ante la memoria del padre inolvidable- «el más desinteresado, el más modesto, el más fiel, el más valioso, el más virtuoso de los patriotas y de los sabios» de las islas que baña el mar Caribe, para que Cuba empiece a darse cuenta de su valía, lo ponga en el cuadro de honor de sus batalladores intelectuales, y le pague con recuerdo enaltecedor, ya que lo olvidó en vida, sus esfuerzos, sus sacrificios, su concreción a la causa de la independencia de las Antillas, y muy particularmente a la de la isla hermosa que hoy es república, más que por la fuerza brutal del número, por la idea arrolladora de la justicia encarnada en un apostolado de redención tan constante como inclinable, tan lógicamente expresado como intensamente sentido. Cierto es, conforme ha expresado melancólicamente Federico Henríquez y Carvajal, que «esta América infeliz no sabe de sus grandes muertos», pero, por lo mismo que la reparación de los que sobresalen del nivel común, por regla general llega, para los modestos y puros de intenciones, cuando la vida acaba, procuremos que aquélla sea tan cumplida que deje enseñanza y estímulo a los que sean capaces de imitarlos, y veamos si Eugenio María Hostos tiene títulos para vivir en la Historia de Cuba, agradecida a sus generosos revolucionarios mentales.

Vino a la vida en Puerto Rico, de padres oriundos de la República Dominicana, el que al voltear del tiempo y sólidamente nutrido su cerebro en las modernas doctrinas constitucionales, debía ser el campeón esforzado, el verbo elocuente y sugestivo, que quería hacer de las tres grandes Antillas tres Estados soberanos, unidos en comunes intereses y aspiraciones por el lazo de una confederación democrática dentro del sistema representativo.

Esta teoría, que algunos de esos sabios de gabinete que recalientan sus ideas en el brasero de la rutina miraron con desdén, y varios críticos de bajo vuelo trataron de ridiculizar, no fue lanzada inconsultamente por Hostos: fue el producto de largos años de estudio y meditación. Él, indudablemente, sabía que no iba a cosechar el fruto del árbol que plantase; pero se daba por satisfecho con que arraigase y que otros participaran del beneficio sin los afanes de su labor. Pero, por lo mismo que era un hombre de método, no rompía abiertamente con el pasado: transigía con él, pero dando siempre un paso hacia adelante. De aquí que pensase que, para llegar a su suprema aspiración, tenían que romperse los moldes de la colonia, dentro de los cuales agonizaban Cuba y Puerto Rico; tenía que emanciparse la conciencia en lo social y en lo político, saltando el círculo férreo del caudillaje absoluto y de la educación ultramonótona, dentro del cual gemía Santo Domingo. ¡El ideal estaba tan lejos, y él estaba tan solo y rodeado de tan formidables obstáculos!... Pero no se desalentó por eso: ¿no era él un apóstol de resolución y fe? Pues los apóstoles cumplen su misión de precursores. Van adelante hasta que caen: si triunfan, son héroes; si mueren, son mártires. De uno u otro modo han sido útiles a la humanidad.

Y ninguno de los modernos sustentadores de las libertades públicas con más autoridad ni con mejor derecho que Hostos para levantar al tope la bandera de la fraternidad antillana, en las tres islas que él quería libres y soberanas de sus propios destinos. Hijo de la infeliz Borinquen, de padres dominicanos y casado con una cubana, venía a ser por su nacimiento, por su ascendencia y por su familia, un... antillano: es decir, que amaba y defendía con su patria, la patria de sus padres y la de la madre de sus hijos. ¿Qué de extraño tiene que el sueño hermoso de toda su vida, fuese el de unir en un estrecho vínculo federativo a Cuba, Santo Domingo y Puerto Rico; las que por su posición continental en el corazón de las Américas y en el punto de intersección donde han de darse el beso estruendoso de sus aguas los dos grandes Océanos -si se realiza la atrevida obra del Canal por Panamá o Nicaragua-, vendrían a ser el punto de cita, el lugar de escala y abastecimiento, donde las naves de todas las naciones hallasen cordial acogida, cambio fácil de productos y ejemplo alentador de que la libertad y el trabajo, en el seno de la paz, crean nacionalidades prósperas, felices y respetadas no como centros de actividad comercial?

Y luego, como uno de esos seres que vienen a cumplir misión providencial, señalando rumbos ciertos a la humanidad batalladora que tiende a ensanchar entre pueblos hermanos el ideal de redención y justicia, la naturaleza se complació en revestirlo de cualidades extraordinarias. Lo armó, para el combate por la idea, de tres formidables armas ofensivas: la inteligencia, la pluma y la palabra; lo dotó de otras tres invencibles armas defensivas: la rectitud, la constancia y la bondad.

Imposible verlo sin adivinar en él un hombre sabio, justo y bueno. Hablaba, y las conciencias como que se despertaban al calor de aquella palabra suave, metódica, limpia de hojarasca y libre de inflexiones altisonantes. Su rostro plácido, sonriente, se iluminaba con luz de apóstol, y hacía prosélitos de convencimiento y de razón, en la tribuna; y formaba discípulos conscientes e innovadores, en la cátedra.

Escribía y sabía llegar a la mente y al corazón de sus lectores; exponía de manera lúcida, y deducía de modo lógico sin diluir el argumento al punto de evitar que el que estudiaba en sus obras raciocinase por sí y sacase consecuencias propias. No; su tendencia era presentar tesis útiles, en formas nuevas y en gradación natural, de modo que sus lecciones viniesen a ser como gimnasia mental por la cual se robustecía el cerebro y se formaban generaciones de hombres conscientes, razonadores y analíticos. Era, como educacionista, partidario de la teoría de Montaigne, que ha venido a ser dogma de fe en la pedagogía moderna: «Saber de memoria no es saber». Hay que tener por base la experimentación para llegar a la consecuencia indubitable. Es decir, que a la vez que se aprende, se debe observar para llegar a saber. Era, pues, Hostos un pensador doctrinal y práctico. Y, entiéndase, que pensador no es el que con ideas recalentadas hace libros para enseñar reglas de conocimientos superficiales, dogmáticas o incongruentes, sino el que sabe vestir con ropajes propios, pensamientos profundos, trascendentes y originales, haciendo pensar a los demás. No es mejor pintor aquel que pinta figuras proporcionadas con entonación y colorido, sino el que sabe dar a esas figuras expresión de vida y movimiento, poniéndoles alma, y hace que, al mirarlas, pensemos, no en lo que representan, que eso es lo vulgar y corriente, sino en lo que dicen a la imaginación o a la inteligencia, que es lo instructivo o docente.

Y expuestas, aunque someramente, las teorías del gran educacionista antillano, vengamos a su aplicación práctica dentro del medio político-social en que le cupo la fortuna o la desgracia de encontrarse.

Desde 1863, en que lanza su primer grito de rebeldía a la colonia esclava en su novela política La peregrinación de Bayoán, hasta su conceptuoso juicio sobre Francisco V. Aguilera, en memorable carta dirigida a Diego Vicente Tejera en 1902, ¡cuánta labor de propaganda ejemplar, razonadora, vehemente, a través de toda la América republicana, no hizo Hostos en esos cuarenta años, no sólo por la independencia política de Cuba y Puerto Rico, sino por la regeneración intelectual de Santo Domingo, por el ideal de la confederación antillana, por la dignificación del hombre libre en la patria justa...!

Se hizo temible a las autoridades coloniales de Puerto Rico y tuvo que expatriarse para no ser víctima de algún abuso de fuerza, y poder servir desde lejos eficazmente a la redención de su isla inventurada. Con Betances, con Ruiz Belvis y con el General Luperón, echa los conocimientos de la confederación antillana. La juventud esforzada de la tierra nativa lo divisaba en las lejanías del ensueño hermoso y revivía con él y por él esperanzas de futuras reivindicaciones. España, la España colonial, pudo anatematizarlo e impedirle el retorno a sus lares; pero no logró borrar de la conciencia puertorriqueña su nombre, ni evitar que la idea de emancipación continuase haciendo su camino ni que se agrandase en el recuerdo el propagandista indomable que había jurado no volver a la Patria amada mientras fuese esclava del mal amo.

Estalla en Cuba la guerra de la década gloriosa, y consecuente con la suprema aspiración de toda su vida, que era llegar primero a la independencia de Cuba y Puerto Rico para hacer fácil su acariciada confederación, se pone desde el primer instante al lado de los cubanos batalladores «con alma y corazón, desinteresadamente, haciendo esfuerzos de inteligencia y sacrificios sin cuento por ella, prescindiendo en absoluto de su personalidad, olvidándose por entero de sí mismo, dedicándole íntegramente a la revolución de los diez años, otros tantos de contracción absoluta a su servicio y auxilio y robustecimiento». New York, Chile, La Argentina, Perú, Santo Domingo y Venezuela, lo vieron, en viajes costosos de propaganda, dilatar la gloria de la revolución cubana, enaltecer sus héroes, reverenciar sus mártires, rugir contra los crímenes cometidos por los sicarios de la tiranía, engrandecer la justicia de la revolución, pedir ayuda y simpatía a los pueblos y gobiernos de América. Se cuentan por millares sus artículos y discursos en esos diez años de Cuba batalladora. No dio reposo al cuerpo ni tregua a la pluma; ilustró la cuestión cubana en los mejores periódicos de las más grandes repúblicas americanas; y todo esto sin cobrar gastos de comisión, sin pedir al gobierno revolucionario títulos honoríficos de representación o valimiento. Se puede afirmar, sin temor a ser por nadie desmentido, que ningún cubano propagandista hizo tanto por Cuba como el antillano Eugenio María Hostos. Éste, en la América libre; Betances, en París, y Basora, el Secretario de la Junta Revolucionaria de Cuba y Puerto Rico, en New York, fueron la trinidad puertorriqueña de ilustración, desinterés y movimiento que se consagró con ejemplaridad insuperable a hacer patria cubana, creyendo -como de igual modo creía Martí- que la independencia de Cuba era asimismo la independencia de Puerto Rico.

¡Ah, si nosotros -también puertorriqueños- pudimos hacer algo en New York, al lado de Martí, en la última revolución triunfadora, fue porque aprendimos a amar la libertad de las Antillas en esos tres grandes caracteres puertorriqueños, que cayeron sin volver la espalda al enemigo ni a las contrariedades, dejándonos el ejemplo de sus virtudes cívicas y de su abnegación patrióticas!

Figueroa

Figueroa

Pero la revolución del 68 cayó en el Zajón el 78, no por falta de bríos en los combates cubanos, que aquellos hombres de acero no sabían cansarse, sino por falta de preparación en las conciencias para hacer invencible el derecho ahogando celos y rivalidades, y de previsora organización que prestase los medios de acción prontos y rápidos al patriota combatiente. Hostos lo comprendió así, y en la cátedra docente y en las aulas universitarias, fue a formar generaciones de hombres cívicos conocedores de su derecho, capaces de defenderlo y de morir por él si fuese necesario. Y por ley compensadora, y como para dar impulso decisivo a esta obra de reivindicación y justicia, surge, soberano de la palabra, el revolucionario más completo y eficaz que ha tenido Cuba, el producto depurado de las propagandas patrióticas anteriores, José Martí, que crea el Partido Revolucionario sostenedor de la nueva guerra, con una organización tal, que hace inagotable sus pequeños recursos, viniendo a ser al propio tiempo como un incubador de patriotas cooperadores y de guerreros fervorosos.

De 1879 a 1895 en que estalla la guerra definitiva, Hostos forma en la República Dominicana una brillante legión de discípulos, propagadores de sus métodos educacionistas, y auxiliares de sus generosas aspiraciones políticas. «Maestro» le llamaban, y maestro fue de ciencia y de conciencia. Y en honor de la brava tierra de Quisqueya, debemos decir que allí supieron comprender su apostolado, le reverenciaban y le brindaron hogar tranquilo tras la borrasca de su accidentada vida.

A Chile, donde ya le conocían como publicista privilegiado, orador conceptuoso y pensador eminente, por la valiosa cooperación mental que prestara en 1872-73, volvió en 1890, ocupando por la soberanía de su talento el rectorado en el famoso centro docente fundado por Andrés Bello, el padre intelectual de la América latina. Allí le sorprende la noticia de que Cuba batalladora vuelve a escribir en sus anales épicas hazañas, e inmediatamente se pone en relación con sus amigos y compatriotas revolucionarios de New York; se inteligencia con Betances en París; vuelve a razonar en la tribuna y a defender en el periódico el derecho de Cuba a la independencia; aboga en magistrales artículos, preñados de doctrina constitucional, porque se le conceda a los cubanos la beligerancia para metodizar la guerra, que hacían de exterminio los españoles, y vuela, por último, a New York, abandonando posición y familia, a ponerse a las órdenes del Directorio Puertorriqueño, ya que a Cuba, triunfante con la intervención americana, le sobraban defensores, y de Puerto Rico, olvidado, se preocupan muy pocos, dejándolo entregado como botín de guerra a la suerte que quisiera aplicarle la omnipotencia norteamericana.

En agosto de 1898 llegó Hostos a New York, y no bien se pone de acuerdo con sus compatriotas en dos memorables sesiones, y se restablece de una penosa operación que se hiciera, marcha para Puerto Rico, la patria amada que no veía hacía más de treinta años. Volvía a la tierra natal embrazando el escudo, alta la frente, sereno el corazón, a reñir nuevas batallas por la dignidad humana, a pedir, dentro de la nueva situación de derecho que creaba en la noble isla la ocupación americana, que se reconociese la personalidad de Puerto Rico, que se le dejase intervenir en su constitución definitiva. Iba a fundar la Liga de Patriotas Puertorriqueños, que ya dejaba establecida en New York, y que tenía por objeto trabajar en Puerto Rico y en la Unión Americana:

«1° Porque se reconociese a los puertorriqueños el derecho de votar en el plebiscito si querían o no la anexión; y 2° Educar al pueblo puertorriqueño en el conocimiento de los recursos que da el derecho en la práctica de las libertades públicas, y en el ejercicio activo de la personalidad humana, tan deprimida en las que fueron colonias españolas por el gobierno del coloniaje».



En el Manifiesto que dirigió a los puertorriqueños y que circuló profusamente en las islas que fueron españolas y en la América republicana, había párrafos tan consistentes e irrebatibles como éstos:

«Los recursos que el derecho escrito nos da para salir del gobierno militar y entrar en el civil; para pedir al Congreso de los Estados Unidos que reconozca nuestra capacidad de ser un Estado de la Unión o que nos ponga en actitud de servir gloriosamente al porvenir de América, sin necesidad de someternos servilmente a las consecuencias brutales de una guerra que nosotros no hemos hecho ni se hizo contra nosotros, son recursos tan poderosos cuanto en la urdimbre de federación son poderosas las iniciativas de cada cual para su propio bien, y la de todos para el bien común».

«Ejerciendo nuestro derecho natural de hombres, que no podemos ser tratados como cosas; ejerciendo nuestros derechos de ciudadanos accidentales de la Unión Americana, que no pueden ser compelidos contra su voluntad a ser o no ser lo que no quieran ser o lo que aspiran a ser, iremos al plebiscito. En los Estados Unidos no hay autoridad, ni fuerza, ni poder, ni voluntad que sea capaz de imponer a un pueblo la vergüenza de una anexión llevada a cabo por la violencia de las armas sin que maquine contra la civilización más completa que hay actualmente entre los hombres, la ignominia de emplear la conquista para domeñar las almas».



No estaba solo en campaña tan dignificadora el sabio Hostos: muchos influyentes políticos americanos pensaban como él, y personalidad tan reputada como el propietario de The public, de Chicago, decía en un generoso artículo titulado Self-government:

«Si nos apropiamos Puerto Rico, probaremos al mundo que nuestra razón, mañana nos apropiaremos de Cuba, dejando así demostrado que nuestra Declaración de independencia y nuestro tan pregonado principio del gobierno propio, son burlas de las más sangrientas».



No estaba solo Hostos: hablaban también a favor de la teoría del eminente puertorriqueño -tratadista y comentarista sagaz de la Constitución Americana- el 3° y 4° Principios de la vida americana, según los cuales «todo el gobierno descansa en el consentimiento de los gobernados»; así como la doctrina de Monroe, por la cual, siendo América para los americanos, Puerto Rico debía ser para los puertorriqueños; y por último, se apoyaba en la solemne declaración del Presidente Mac-Kinley: «Una anexión forzada, es una agresión criminal».

Pero se olvidaba el gran antillano que los principios, por grandes y respetables que sean, se subordinan a la conveniencia del momento; y que hay una pasión propia superior a la justicia ajena: el egoísmo, que en las naciones fuertes se traduce en ambición o expansión territorial, bien para dilatar sus propias energías, bien para acrecer su poderío continental.

Fue aquella una memorable campaña: ¡la última que libró activa- mente en la tierra nativa el patriota sin patria! Llegaba tarde para alcanzar la independencia puertorriqueña, y temprano para resolver por la justicia el problema de fuerza planteado por los Estados Unidos en Puerto Rico. Habló a sus paisanos, y no lo comprendieron. Quiso extender la Liga de Patriotas anormal que el Tratado de París le creara a la más pequeña de las grandes Antillas, y no encontró prosélitos a la altura de su apostolado. Se dirigió a la Comisión Civil Americana, compuesta de Robert P. Kennedy, C. W. Waiskins y H. G. Curtis, en documento solemne, supremo esfuerzo de doctrina político-social, análisis luminoso de las instituciones fundamentales americanas y con el cual ha dejado bien sentada su fama de pensador y de tratadista de derecho constitucional; pidiendo en dicho documento un gobierno civil bajo la tutoría temporal de los Estados Unidos, y abogando por una declaración legislativa de que el pueblo de Puerto Rico sería llamado a plebiscito para resolver definitivamente sus destinos futuros, y aquella comisión acogió benévolamente el luminoso documento; pero no se tradujo ni se traducirá en consoladora realidad.

Nada, pues, le quedaba que hacer en la infortunada tierra natal. El ensueño hermoso de toda su vida se había desvanecido; y triste, pero digno, se retiró a su patria intelectual, a la que había libertado de la esclavitud de la ignorancia, y que lo esperaba, agradecida, para pagarle en veneración extrañable la deuda inmensa de regeneración moral, social y política que le debía.

En su apartado rincón de Santo Domingo, cerca del mar, no tan grande ni tan profundo como su pensamiento, aún tuvo la melancólica satisfacción de saludar el 20 de mayo de 1902 a Cuba independiente, y la pluma fulgurante de otros días corrió fácil sobre el papel produciendo un hermoso artículo para El Listín Diario, que tituló «Nueva Cuba». Y luego, cuando llega a sus manos el número de El Fígaro destinado a glorificar en el día de la República naciente a los que por ella batallaron y sufrieron, y advierte que nadie se había acordado de tributar un pensamiento a Francisco V. Aguilera, la figura más excelsa de la abnegación revolucionaria, no puede contenerse, y sin querer recordar que él también había sido olvidado en Cuba y en Puerto Rico, volvió nerviosamente a rasguear la pluma sobre el papel, y le dirige a Diego V. Tejera, el batallador, junto a él, de otros días, y que también vegeta en punible olvido, una carta-reparación al patriota excelso de Bayamo, filosófica y doliente como la despedida de una grande alma que se ausenta camino a la inmortalidad. «Antiguo amigo de la justicia y mío», le dice a Tejera en noble cordialidad. Y, más adelante, hay este párrafo digno de transcribirse por la grandeza moral que entraña:

«Asistiendo en estos días desde El Fígaro a las fiestas de la patria nueva, me sentía tan indemnizado del dolor de haber vivido tan mal tiempo, que ya casi me parecía imposible que hubiera visto en mi vida tanto mal, cuando noté que Aguilera no figuraba para nada entre los aclamados por la gratitud histórica. "¡Es posible!, me dije conturbado, ¿es posible que a tanto llegue la adoración del éxito que así se olvide el sacrificio?"»



Y así es desgraciadamente. El éxito tiene legiones de admiradores; el sacrificio sólo encuentra desdeñosos o maldicientes.

Después de esta glorificación del apóstol agonizante al patriarca muerto, gimió en su recuerdo su confederación desvanecida en el hecho, aunque no en la idea, y se durmió para siempre con la tranquilidad del justo, el día 11 de agosto del corriente año. Toda la República Dominicana lamentó profundamente pérdida tan valiosa, y su entierro fue una de esas demostraciones populares que imponen profundo respeto y que no se olvidan nunca.

Eugenio María Hostos murió abrazado a su bandera de redención y engrandecimiento de las Antillas. Su obra está en pie, porque es obra de justicia y de solidaridad; sus discípulos continuarán su apostolado. Juntas se levantarán las Antillas confederadas en el porvenir, o, francamente, irán perdiendo su personalidad jurídica. No olvidemos que si en la lucha por la existencia triunfan los más fuertes, hay una ley de contradicción por la cual los débiles pueden transformarse en fuertes, y esta ley es: LA ASOCIACIÓN PARA LA LUCHA.

El maestro deja planteado un problema de vital importancia para las Antillas; ya lo resolverá el tiempo. En tanto, duerma su sueño de gloria el austero pensador revolucionario, e inspirémonos en sus doctrinas y en sus virtudes.





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