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Europa en el mercado español. Mercaderes, represalias y contrabando en el siglo XVII

Luis María Bilbao


Universidad Autónoma de Madrid



El libro de Ángel Alloza, miembro del Instituto de Historia del CSIC, supone una nueva aportación al variado cuerpo de trabajos que sobre las relaciones entre política y economía, típicamente entre guerra y comercio, y sus resultados se dieron en la Europa del siglo XVII, cuando la Monarquía Hispánica aún ocupaba una posición central, tanto política como comercial, por mor de sus posesiones europeas y sus dominios ultramarinos, con el monopolio del comercio y plata a éstos inherentes.

Europa en el mercado español no es un libro de Historia Económica al uso, ni tampoco de Historia Política convencional, ni siquiera de Historia tradicional de las Relaciones Internacionales. En él se trata de la guerra y la violencia, consiguientemente del Estado, temas mayores de la Historia Política y cardinales en la vieja escuela de las International Relations, pero se irrumpe, como su título apunta, en la economía, al estilo, velis, más bien, nolis, de la nueva International Political Economy, tratando de integrar los temas de poder y mercado, que en la Era del Mercantilismo iban inextricablemente asociados a la guerra. La guerra económica, la prolongación de la lucha armada por medios violentos no armados, por lo esencial represalias de bloqueos y embargos, con el objetivo de asfixiar económicamente al enemigo, constituye precisamente el objeto central del libro. Éste trata en concreto de la guerra económica librada en el curso del siglo XVII por la Monarquía Hispánica contra Inglaterra, Francia y Holanda, con el propósito último de medir «en términos políticos el impacto que causó en sus economías, especialmente en... su comercio exterior» (p. 12.) Alloza se sitúa críticamente en medio de las distintas interpretaciones que al respecto circulan por la historiografía europea y española, que de forma simplificada podrían reducirse a versiones optimistas o pesimistas sobre la eficacia del arsenal de medidas que España desplegó contra sus adversarios europeos, con la idea de superar las controversias vigentes después de valorar «en toda su extensión» los resultados de tales medidas, cosa, a su juicio, «nunca han sido investigados en su totalidad» (p. 12.) A este fin recurre a una selecta bibliografía, tanto clásica como reciente, arrancando de la literatura arbitrista, y lo mismo española que extranjera, pero sobre todo acude a fuentes primarias de archivos nacionales, destacando aquí el de Simancas, y en menor medida extranjeros. Labor archivística muy de reconocer en los tiempos historiográficos que corren, cuando el trabajoso recurso al archivo no siempre abunda en tanto la reinterpretación de materiales ajenos -evidencias llaman- prolifera, a modo de vertido de vino viejo en odres nuevos o, si se prefieren referencias más actuales y menos evangélicas, cual recreaciones historiográficas «top manta». Toda esta tarea ha hecho posible ir al grano de enredados procesos de embargos, contrabando y licencias especiales de comercio, indicadores que, junto a otros, permiten levantar un sólido armazón argumental, cuantitativo y cualitativo, para cimentar conclusiones sobre el efecto y resultados de la política española frente a sus enemigos en la carrera por el control y dominio del comercio mundial en la First Global Age.

El libro está organizado en ocho capítulos, precedidos de una breve -¿demasiado larga?- introducción y rematados por una conclusión, a la que sigue una serie de apéndices documentales. El capítulo I tiene, si lo he entendido bien, un carácter, diríamos, de pórtico que da acceso a los capítulos que siguen. En él se traza, por un lado, una escueta historia del derecho de represalia -instrumento esencial de la guerra económica- desde la Edad Media hasta el siglo XVI, que es cuando se legitima, con condiciones, como derecho no sólo público sino general, y por otro, se reseñan, de forma muy panorámica, las represalias practicadas por los estados modernos europeos durante el siglo XVI, cuando tuvieron principio los embargos españoles, destacándose los del reinado de Felipe II. Tras este pórtico y antecedentes, los siguientes capítulos conforman el cuerpo del libro, dedicado al siglo XVII -traducido a términos políticos, desde Felipe III a Carlos II-, distinguiéndose grosso modo dentro de él, a tenor de los vaivenes de la política exterior española, la primera de la segunda mitad de siglo; a la primera se consagran tres capítulos, donde se van desgranando distintos episodios de represalias de la Monarquía Hispánica, más un cuarto dedicado al contrabando y la evaluación de los efectos de dichas políticas; similar esquema se aplica a la segunda mitad de la centuria, que se examina en tres capítulos, el tercero de ellos también consagrado al contrabando y a una nueva valoración de resultados.

El capítulo II examina el periodo que discurre entre 1598 y 1624, etapa políticamente pacifista, cuyo cénit viene marcado por la tregua con Holanda, y desde el punto de vista comercial relativamente abierta, aunque en modo alguno ajena a prácticas proteccionistas -la más sonada, la emanada del decreto Gauna en 1603- mitigadas no obstante por tratados comerciales. Esta fase, que como fruto de estas pautas conoce una reactivación comercial, se cierra en los primeros años 20, tras la llegada al trono de Felipe IV, con la conclusión del armisticio con Holanda (1621), el giro proteccionista marcado por la Pragmática de Reformación de 1623, los nuevos embargos y la lucha contra el contrabando, a cuyos efectos se crearon organismos institucionales encargados de velar por la protección del comercio y la gestión de la lucha económica, como la Junta de Comercio (1622), el efímero Almirantazgo de los Países Septentrionales (1624) y la conocida como Junta del Almirantazgo (1625), que jugará un papel decisivo en las siguientes etapas. Con todo ello se da definitivamente por terminada la Pax Hispánica y se inicia una nueva fase que se trata en el capítulo III. Fase de auténtica guerra económica y cierre de mercados, entreverada de sucesivos embargos así como rupturas comerciales y acompañada de conflictos diplomáticos y armados, contra ingleses (hasta 1630) pero principalmente con holandeses (hasta Paz de Münster, 1648) y franceses (1659, Paz de los Pirineos), lo que sin duda afectó de forma negativa al tráfico comercial y al abastecimiento del mercado español y colonial. En este contexto general, el capítulo IV da monográfica cuenta de la ejecución del severo embargo de 1635 contra los franceses, cuyos resultados fueron la práctica destrucción de las colonias francesas y el quebranto del comercio hispano-francés -daría alas al anglo-español, que creció- pero no su desaparición, pues sobrevivió por otras vías: el contrabando y las licencias especiales de importación. De ellos se ocupa el capítulo V, uno de los más descollantes del libro, donde se hace un reseñable trabajo de campo sobre ambos fenómenos, así como una primera valoración de la eficacia, éxito o fracaso, de las represalias practicadas entre 1621 y 1661. En él se ensaya una aproximación al tema, para lo que se combina análisis cuantitativo con cualitativo, éste adobado por una abundante casuística de ejemplos. Se explora una estimación, crítica, del tamaño y geografía del contrabando controlado y de las licencias concedidas, lo que representa una primera reconstrucción calibrada de cuanto al respecto se ha generalizado hasta ahora. Además, se analizan las condiciones concretas en que se desenvolvió el control del contrabando y la concesión de licencias. Condiciones en principio positivas para la lucha contra el comercio ilegal pero de hecho bastante rebajadas por una serie de circunstancias, sobre las que se volverá.

A mediados de siglo, el turno de las rupturas es para Inglaterra. En un contexto europeo políticamente distinto, de cambio de alianzas -alianza hispano-holandesa versus británico-francesa- y de relaciones de poder, el bloqueo otra vez de Cádiz y la toma de Jamaica, significativos de la nueva estrategia y pretensión británicas, la libertad del comercio con las Indias, provoca la réplica hispana: la represalia de Cronwell (1654-1660), título y tema del capítulo VI. La represalia tiene una vez más una doble vertiente: clausura del comercio con Inglaterra -daría alas en esta ocasión al holandés-, lo que supuso enormes pérdidas para el comercio y economía británicos, dada la importancia que para ellos tenían los mercados mediterráneos en general y el español en particular, así como confiscación de bienes y deudas de ingleses, cuya cuantificación y distribución geográfica delinea, con reservas, la diversa implantación lograda por el comercio inglés en España. La rueda de la política europea gira de nuevo, en dirección ahora a Francia, con quien España rompe hostilidades sucesivas. De los embargos y bloqueos de 1667 y 1674, también en 1683 y 1689, versa el capítulo VII. Pero ambos tipos de represalia fueron perdiendo la firmeza de antaño. Ni las confiscaciones alcanzaron los resultados de otras anteriores, por lo que no se destruyeron las colonias francesas como en 1635, ni la clausura del mercado español y colonial fue tan hermética como en otros momentos, a causa de un intenso contrabando. El fenómeno del contrabando vuelve a hacer presencia en el último capítulo, empalmando con el V y cubriendo ahora la segunda mitad de siglo. Frente a lo que se había aventurado, Alloza demuestra, cifras y casos en mano, que la lucha contra el contrabando no cesó tras 1661 con la extinción del cuerpo de veedores del contrabando, pues continuó por otros medios, aunque se reconoce y muestra que desde 1684 su éxito decayó, incluso que España «en ningún momento trató de erradicar [el contrabando] de forma absoluta, ya que así garantizaba el abasto de sus mercados» (p. 220.)

La frase resume y plantea la contradicción a la que la Monarquía española se enfrentaba en cada ocasión en que recurría a la represalia. Ésta, para ser eficaz, requería impedir el principal obstáculo a toda prohibición de comercio, el contrabando, por lo que fue menester combatirlo, lo cual no sólo tropezaba con dificultades técnicas y organizativas sino que podía resultar improcedente, al complicar el abastecimiento del mercado español y colonial. Superar esta contradicción obligaba a recurrir a permisiones, licencias para la introducción de mercancías vedadas o de lugares y con banderas mercantes prohibidos, pero también a relajar la represión del comercio ilegal, que acabó convirtiéndose en una actividad permanente, regular, «con suficiente entidad como para ser calificada de estructural» (p. 201.) Esta calificación del fenómeno del contrabando se refuerza si se analiza el escenario completo en que se desenvolvía su represión. Ésta fue mejorando y contaba en principio con condiciones bastantes para ser eficaz: un cuerpo de veedores abundante y bien remunerado a las órdenes de la Junta del Almirantazgo y una estructura de estímulos favorable a la delación. Pero había factores opuestos que redujeron en la práctica su potencial de eficacia: resistencia por parte de poderosos comerciantes y corrupción en el interior del sistema de control, así como la actuación de potentes redes de contrabandistas, algunas, como la de la de judíos conversos portugueses, asentistas de la Corona, la cual miró hacia otra parte o hizo mutis por el foro del teatro de variedades fraudulentas. Entre otras razones, aparte de la de asegurar el abastecimiento exterior, por la dependencia financiera, que acabó por convertir a las propias «mafias» del contrabando en beneficiarios del sistema de licencias, cuyos rendimientos fiscales, así como los de los embargos, no supusieron mucho para aliviar las premuras de la Real Hacienda. Represalias, contrabando, licencias, restricciones comerciales, presencia de mercaderes y asentistas extranjeros, conformaban con la economía real productiva y la economía pública financiera un conjunto estructurado, del que resultaba difícil salir para sostener el cierre del mercado español y el monopolio americano. Pese a todo se hicieron esfuerzos, optando en cada caso y coyuntura, según la relación de fuerzas, por posiciones posibilistas y flexibles entre la intransigencia y la tolerancia. Es ello lo que ha dado origen y fundamento al debate sobre la eficacia o no de las medidas de represalia. Alloza, en el balance de luces y sombras que arroja su cumplido estudio, se inclina por las luces, emitiendo un juicio positivo sobre la eficacia, «las medidas de guerra económica adoptadas por los sucesivos monarcas alcanzaron mal que bien los objetivos para los que habían sido diseñadas» (p. 224.), pero al mismo tiempo pondera y afina su interpretación, pues la remodula según fases y momentos, de aprendizaje primero, de relativa alta eficacia después y de declinación finalmente, al compás de las relaciones de fuerza política y económica. El autor es sensible a que casi un siglo de represalias no es fácil compendiarlo, como cualquier historia de largo plazo, en una interpretación unívoca y lineal. No sé si los estudiosos y especialistas del tema estarán de acuerdo con las conclusiones del autor como para zanjar el debate pero de acuerdo o no con ellas tendrán que habérselas con el planteamiento y enfoque de su obra, así como con sus pruebas y argumentos.

Por mi parte, desde mi perspectiva de historiador económico tengo algunas objeciones, más bien observaciones, que sugerir. La primera se refiere a la negativa del autor a reconocer la existencia de un cambio estructural básico en el comercio español del siglo XVII (p. 42). Si la estructura comercial -no definida por el autor- se mide por parámetros al uso, composición, protagonistas, direcciones del tráfico y circuitos del comercio, por lo que el propio autor reseña habría que reconocer que la estructura del comercio se modificó. La segunda hace referencia a una laguna, la concerniente a la salida de metales preciosos y la entrada de vellón en el contrabando, laguna, quiero recalcar, relativa, pues tales fenómenos hacen efectivamente acto de presencia a lo largo de la obra, pero sin, a mi discutible juicio, integrarlos suficientemente en el esquema analítico e interpretativo. Una última observación, si las series de ingresos fiscales por contrabando y licencias se deflactasen, el perfil de ambas cambiaría, resultando una imagen más realista. De continuar el autor con el campo de investigación del libro, me permitiría sugerirle una mayor aproximación a los archivos y literatura coetánea extranjeros, pues ellos permitirán conocer mejor la percepción, de cualquier manera siempre subjetiva, de los efectos de las represalias por parte de los represaliados y calibrar con mayor precisión la eficacia de éstas en la asfixia de sus economías.

La lectura del libro será de seguro provecho para cualquier historiador, sea generalista o económico. Los historiadores económicos podrán comprender mejor que el estudio del comercio en la Era Mercantilista no se agota en el ámbito económico ni en su cuantificación. Por exigencias del guión mercantilista conviene no desnudarse ni despojarse de nada pero sí revestirse de un enfoque que explicite la interdependencia entre comercio y guerra o violencia para dar cuenta de una época en donde existía una particular y explícita relación entre política y economía. Alloza no pudo leer cuando redactó su libro la reciente obra de Findlay y O'Rourke (Power and Plenty: Trade, War, and the World Economy in the Second Milenium. Princeton U. P., 2007) pero sin pretenderlo hizo algo suyo el mensaje historiográfico que se oculta bajo esta frase tallada a modo de eslogan: «globalisation is fundamentally political, not technological





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