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Federico González Suárez


Federico González Suárez



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Estudio y Selecciones de
Carlos Manuel Larrea



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I

La inteligencia humana, su dominio sobre las fuerzas de la naturaleza por las conquistas de la ciencia; la obra espiritual y las creaciones del hombre en el campo de las letras y las artes, hacen más perdurable la grandeza de las naciones que los triunfos de las armas o la expansión del comercio, efímeros y cambiantes.

La República del Ecuador, país pequeño en extensión territorial y escasamente poblado, ocupa sin embargo lugar prominente, desde remotos tiempos, en la historia de América, por su cultura y por la pléyade brillante de hombres ilustres nacidos en su suelo. Tierra de inmensas montañas de cúspides elevadas y asombrosas, ha producido hombres que también pueden considerarse cumbres sobresalientes en los pueblos hispanoamericanos: Espejo, el precursor de la independencia y de la ciencia microbiológica; Maldonado, el sabio geógrafo más ilustre de su siglo en América; Mejía, el elocuente defensor de la libertad en las Cortes de Cádiz; Olmedo, el lírico más notable de la época; Rocafuerte y García Moreno, estadistas geniales y propulsores del progreso nacional; Montalvo, dominador del idioma y polemista insuperable, son   -24-   verdaderamente figuras de primer orden en la historia de la ciencia, las letras y la política de nuestro continente, y sus nombres, con los de otros muchos ecuatorianos, dan brillo esplendoroso a nuestra patria.

En medio de tan insignes varones hay uno que constituye la gloria más pura del Ecuador y debe ser nuestro mayor timbre de orgullo: el ilustrísimo señor don Federico González Suárez, Arzobispo de Quito.

Sabio y santo. Arquetipo del verdadero patriota, modelo excelso del sacerdote católico, eximio prelado, luchador infatigable en defensa de la fe, pensador profundo, historiador eminente, sabio en ciencias eclesiásticas y profanas, literato y crítico, teólogo y filósofo, González Suárez descuella entre los más ilustres hijos de nuestra América y es la cumbre más elevada entre los grandes hombres ecuatorianos.

Su vida, admirable desde la infancia infortunada y llena de privaciones hasta sus últimos días de sereno ocaso, no obstante su incesante batallar por sus ideas -amigos y enemigos, toda la nación ecuatoriana le respetaba y escuchaba su voz como un oráculo-, es síntesis de virtudes y admirable ejemplo de perseverante contracción al estudio y al trabajo. Sus libros, escritos no para satisfacer intereses mundanos ni para buscar vanas alabanzas, fueron inspirados por el ideal del cumplimiento estricto del deber de sacerdote y de patriota. En el libro en que mejor se refleja su alma y resplandece su sinceridad, en las Memorias íntimas, se expresa de ese modo: «Entre las miserias propias del corazón humano debe contarse la vanidad del saber, y más todavía la vanidad del escribir: gran miseria es estudiar para ser tenido por sabio: gran miseria es escribir para alcanzar fama entre los hombres. Yo he dedicado mi vida entera al estudio; pero, auxiliado y sostenido por la gracia de Dios, creo que no he buscado el aura popular; así mismo, con mis escritos no he pretendido fama ni renombre mundano. El amor propio es muy sutil, engaña   -25-   con suma facilidad y puede ser que yo me encuentre muy equivocado; sin embargo, me parece que mi intención ha sido recta, y que no he solicitado mi gloria, sino la de Dios.

»He estudiado, porque he estado y estoy convencido de que la ciencia es indispensable para el sacerdote: la ciencia es útil para la sociedad, es necesaria para la Iglesia y da gloria a Dios... He estudiado, porque la ciencia es un medio de hacer el bien en la época presente, en la cual ya el mundo no cree ni en la virtud, pero respeta la ciencia».

Sus enemigos tachábanle de soberbio, porque era digno en todo su proceder, grave en su trato e inflexible en materia de principios. Nosotros que tuvimos la fortuna de tratarle íntimamente, que fuimos favorecidos con su confianza y afectuosa amistad, admiramos siempre la humildad positiva y la verdadera modestia de nuestro insigne Maestro. Quien pudo hacer ostentación de ciencia, derramaba su saber en forma de sencilla conversación. Su inmensa erudición se ocultaba de manera discreta y recatada. Sus sabias lecciones jamás tuvieron aire magistral o dogmático, sino cuando se trataba de cuestiones de Fe.

Dolor, penuria y soledad llenan los años de su infancia. El único amparo fue su santa madre, mujer extraordinaria, a la que admiró con profundo respeto y amó del modo más entrañable. Sacrificios y tribulaciones caracterizan los años de su juventud. Persecuciones y sufrimientos sin nombre, su madurez y ancianidad. Vivió en una de las épocas más agitadas de la República y luchó incesantemente contra los enemigos de la Iglesia y de la patria, defendiendo con indomable energía los fueros de Dios, atacando con decisión y franqueza las leyes dictadas por el radicalismo antirreligioso, en particular el laicismo en la educación de la juventud; y luchando por el honor de la patria, condenando la intervención extranjera de tropas mercenarias con el fin de derrocar al gobierno ecuatoriano, por más que éste fuera su enemigo.

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Huyó siempre de las dignidades eclesiásticas. Había hecho voto de no admitirlas y fue preciso que le obligara la Santa Sede para que aceptara, en 1893, el Obispado de Ibarra, después de haber renunciado cuatro veces y haber agotado los medios para excusarse de aquel nombramiento «no por deseo de tranquilidad, ni mucho menos por temor al trabajo», como lo dice en sus Memorias íntimas. Igualmente en 1905 suplicó al Papa que le dejara morir en su Diócesis y no le obligara a aceptar la promoción a la silla primada del Arzobispado de Quito. Pero una vez posesionado de su nuevo y difícil cargo, cuando el Gobierno del Jefe Supremo, general Eloy Alfaro, trató de desconocer su investidura arzobispal, el ilustrísimo González Suárez defendió con toda energía el derecho de la Iglesia que pretendía arrebatar el Estado en nombre de la anacrónica Ley de Patronato. Véase la manera valiente como se expresaba en documento publicado en Quito en aquellos aciagos días de 1906 «Bien: aquí estoy: inerme e indefenso... Señores los de la Dictadura, ¿qué os place hacer de mí?... ¿La celda del Panóptico? ¡Ahí, yo he de ser el Arzobispo de Quito!... ¿El destierro? Por remoto que de la tierra patria estuviere el lugar de mi proscripción, ¡allí yo no he de dejar de ser el Metropolitano de la Provincia eclesiástica ecuatoriana!... De dos cosas no podéis nunca despojarme, del amor a la patria y del Palio Arzobispal».

La biografía del Iltmo. señor González Suárez aún está por escribirse. Nicolás Jiménez, el distinguido biógrafo y perspicaz crítico literario dio a luz la mejor semblanza del egregio Arzobispo y sabio polígrafo1.

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Muchos escritores notables han dedicado hermosas páginas en su alabanza; y no han faltado libros inflamados de pasión sectaria o de fanatismo ciego para atacarle; pero todavía no se ha dado a conocer en detalle esa admirable vida ni se ha aquilatado desapasionadamente la magna obra realizada por ese varón esclarecido. Nosotros en este Prólogo a una selección de sus escritos, no pretendemos escribir la biografía del insigne Arzobispo, nuestro amado Maestro. Quien algún día emprenda en esa labor para gloria de la patria, tendrá que ahondar en el rico manantial que son sus Memorias íntimas2 y en sus cartas privadas y epistolario oficial abundantísimo, para poder penetrar en los arcanos de su alma y apreciar las diversas facetas de su múltiple personalidad.

Dos sentimientos, como hemos dicho, llenaron el corazón y guiaron todos los actos de la fructuosa existencia de González Suárez: el amor a Dios y el amor a la patria. El primero fue el norte al que dirigió su pensamiento y su voluntad. Este amor le inspiró las páginas más hermosas de su bello trabajo sobre Jesucristo, de su sentido libro Nuevo mes de María, de sus ascéticas consideraciones acerca del Santísimo Sacramento y las inspiradas poesías místicas que también brotaron de su pluma.

Asombra el caudal inmenso de conocimientos adquiridos durante vida tan activa, colmada de responsabilidades y rodeada de preocupaciones, de tristezas y de angustias. El amor supremo de su corazón: Dios; y el amor a los libros, fueron lenitivos a sus dolores y fuerza para su indeclinable energía.

A costa de grandes sacrificios hechos en su pobreza, formó con paciencia y perseverancia una estupenda biblioteca, fuente preciosa para sus estudios, constantes y tesoneros. Logró reunir libros rarísimos, y con amor de bibliófilo solía mostrarnos y ponderar   -28-   los importantes datos que contenían. De ésta, su única riqueza, se desprendió generosamente entregándola a uno de los ocho jóvenes con los que, en 1909, fundó en Quito la Sociedad Ecuatoriana de Estudios Históricos Americanos, elevada por el Congreso de 1920 a la categoría de Academia Nacional de Historia. Jacinto Jijón y Caamaño, uno de los discípulos predilectos del sabio historiador, supo en su corta y proficua vida para la ciencia, aprovechar de ese caudal bibliográfico inapreciable.

La obra científica y literaria del ilustrísimo señor González Suárez es en realidad vastísima: cuatro volúmenes publicó sobre ciencias eclesiásticas y cuestiones religiosas. Entre ellos llama la atención por lo erudito el libro de exégesis titulado Estudios bíblicos, en que analiza los primeros capítulos del Génesis. Seis son sus principales escritos sobre Prehistoria y Arqueología; treinta y cuatro los más notables escritos históricos, entre los que sobresalen la Historia eclesiástica del Ecuador desde los tiempos de la conquista hasta nuestros días, dada a luz en 1881; la Memoria histórica sobre Mutis y la Expedición botánica de Bogotá en el siglo décimo octavo, editada la primera vez en 1888 y la segunda en 1905; y el más importante, la Historia general de la República del Ecuador, ocho volúmenes y un Atlas arqueológico, impresos entre 1890 y 1903.

Los escritos y estudios literarios de González Suárez versan sobre los más variados temas: escribió acerca de la poesía épica cristiana, La Cristiada del padre Hojeda, el Paraíso perdido de Milton, la Divina comedia del Dante, y el Poema de San Avito. El bello libro Hermosura de la Naturaleza y sentimiento estético de ella, que lleva un encomiástico Prólogo de don Marcelino Menéndez y Pelayo, contiene descripciones magníficas del paisaje ecuatoriano. Estudió las Églogas, las Geórgicas y la Eneida de Virgilio; y compuso un precioso tratado sobre la belleza literaria de la Biblia. Hizo magistrales estudios críticos de las obras de Lacordaire, Balmes, Federico   -29-   Guillermo Faber, fray Luis de León, Chateaubriand, Lamenais, Montalambert, César Cantú, Belisario Peña, Basilio de Oviedo y otros escritores notables, demostrando en todos estos estudios, su certero juicio crítico, su gusto refinado por las letras y los vastos conocimientos que poseía de las diversas escuelas literarias... Tres ediciones se han hecho de los Recuerdos de viaje, y el Estudio biográfico y literario sobre Espejo y sus escritos es el más amplio y profundo de cuantos se han publicado respecto del precursor de la independencia.

En dos gruesos volúmenes se encuentran reunidas las principales obras oratorias del ilustrísimo señor González Suárez, dotado como pocos ecuatorianos del don de la elocuencia en grado extraordinario. En multitud de folletos se hallan publicados varios discursos como La poesía en América, La poesía y la historia, La libertad de imprenta, Las constituciones ateas, etc., así como discursos patrióticos que conmovieron hondamente el sentimiento de los ecuatorianos. Las Cartas pastorales, Exhortaciones e instrucciones publicadas durante su largo ejercicio episcopal, pasan de ochenta; e innumerables son los Autos, Manifiestos y Documentos oficiales, dados a luz en el Boletín eclesiástico y otros órganos de publicidad3.

Es, pues, un monumento grandioso de ciencia y de literatura la obra múltiple del más fecundo de los escritores ecuatorianos, del príncipe de nuestros historiadores que, como muy bien se ha dicho, no sólo escribió   -30-   la historia sino que durante largos años también la hizo.

Cuando se haga el análisis completo y se formule el juicio crítico de la enorme producción intelectual de González Suárez, se verá cómo la mayor parte está consagrada a la obra sacerdotal, a defender la fe y la moral cristiana, a servir a Jesucristo y a su Iglesia. Pero junto a esta labor inspirada por el amor a Dios y que corresponde a su verdadera vocación de sacerdote, hay la que se debe a su otro gran amor, el de la patria y a su otra vocación, la de historiador. De su acendrado amor a la patria nació el afán de conocer la vida de la nación ecuatoriana, íntimamente unida a la acción y desenvolvimiento de la Iglesia desde la época de la conquista española. De ahí que su primer proyecto fuera componer una historia de la Iglesia católica en América. Luego restringió el propósito a escribir la Historia eclesiástica del Ecuador desde los tiempos de la conquista hasta nuestros días, cuyo primer tomo se imprimió en 1881. Mas, siempre con la idea de hacer obra completa en servicio del país donde se meció su cuna, decidiose a escribir la Historia general de la República del Ecuador.

Para realizar esta gran obra, venciendo innúmeras dificultades, investigó en los diferentes archivos de Quito: el de la Presidencia, el de la Real Audiencia y el del Municipio; los del Cabildo eclesiástico y de la Curia metropolitana, de las Notarías públicas o Escribanías, como entonces se llamaban; los papeles de la antigua Universidad, los de varios archivos conventuales, etc. Investigó, además, en los archivos de Cuenca, Loja, Riobamba e Ibarra. Convencido de la insuficiencia de esta documentación para poder escribir la historia general del Ecuador, partió a España en cuyos principales archivos copió extraordinaria cantidad de documentos y tomó notas indispensables para su obra. En Madrid, Alcalá de Henares, Simancas y sobre todo en el Archivo de Indias de Sevilla, trabajó con asombrosa actividad y reunió material abundantísimo con el que, vuelto a la patria, después   -31-   de visitar las principales capitales de Europa occidental, las del Brasil, Uruguay, República Argentina, Chile y el Perú, en donde estudió también y recogió datos complementarios y documentos útiles, emprendió en la redacción de la obra que iba a darle el mayor renombre como historiador.

Lástima grande que la historia general se interrumpiera al fin de la época colonial. González Suárez no creyó tener documentación suficiente para proseguir el trabajo y escribir sobre los más trascendentales acontecimientos de la vida ecuatoriana, los relacionados con la independencia de la madre patria y la organización de la República, después de la guerra magna. Así nos manifestó varias veces que le instábamos para que continuara la magnífica obra de la historia. Respecto de la época de la dominación española, se expresa así el biógrafo Nicolás Jiménez: «La colonia está reconstruida con una exactitud que asombra. No hay laguna en esa larga narración por más que, a veces los temas, es decir, los hechos sean insignificantes. A trechos, cuando los sucesos o las figuras sobresalen, destácanse páginas de artística factura, en que la pluma suya se convierte casi en genial, trazando retratos, cuadros, paisajes, escenas, en los que se palpa la labor vivificadora de su imaginación».

Desde que concibió el proyecto de escribir la historia del Ecuador, el ilustrísimo señor González Suárez comprendió la necesidad de estudiar los orígenes del pueblo que habitaba este territorio al tiempo de la llegada de los conquistadores hispanos. Durante su permanencia en la provincia del Azuay se dedicó a reunir materiales para este trabajo: visitó las ruinas prehistóricas que todavía se conservan, hizo excavaciones en diversos puntos de Cañar y de Azuay y al observar manifestaciones de diferentes culturas en el mismo territorio, vio la necesidad de llevar a cabo serios estudios arqueológicos, nuevos enteramente en nuestra patria.

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Comenzó, pues, a componer una monografía histórico arqueológica de la región ocupada por los Cañaris a principios del siglo XVI. Fruto de estas investigaciones fue el primer libro de arqueología escrito por un ecuatoriano, y del que creemos conveniente ocuparnos con algún detenimiento, para dar a conocer uno de los aspectos más interesantes del sabio polígrafo y de su labor científica.

Un sentimiento noble y purísimo de amor a la patria resplandece, de un modo especial, entre las múltiples virtudes que en alto grado poseyó González Suárez; y aquel sentimiento se refleja desde el primero de sus discursos que conocemos, el pronunciado en 1871, en el Colegio de los Jesuitas, sobre «La poesía en América»: «Amo a la América -exclama-, y la amo con ternura por sus largos padecimientos; amo a la América y la admiro por su heroico valor; amo a la América y la amo con cierta especie de reverencia por ser la patria de mis padres, y quiero con especial cariño al Ecuador por ser mi patria»... «que los sabios hablen de ciencia, yo sólo sé hablar de cosas de mi patria». Y las cosas de la patria, la historia de la patria, atraían desde entonces su clara inteligencia, y a su estudio se consagraba con ardor y entusiasmo. Ya en aquel mismo discurso aparecen las dotes del historiador: su recto criterio, su imparcialidad, su erudito saber, su valor para decir la verdad, toda la verdad, aunque las circunstancias no fueran las más propicias. La sólida preparación en el estudio, el orden y claridad en la exposición, su crítica recta y justiciera y sobre todo su gran amor a la historia, se muestran en el opúsculo sobre El poder temporal del Papa, que publicó en 1874. A su espíritu profundamente religioso, a su fe viva y ardiente se unen ese acopio de erudición que distingue a todas sus obras y una lógica inflexible al exponer los argumentos, sin que las abundantes citas en que apoya el relato de los hechos, vuelvan pesada su lectura, que en veces arrebata   -33-   por la elocuencia del período y por la elegancia de la frase. Nicolás Jiménez dice que alcanzó con esta obra «el justo renombre de escritor correctísimo, literato de vuelo y ardoroso apologista católico». Sus discursos y oraciones fúnebres habíanle granjeado fama de gran orador, y la fuerza de su dialéctica y la vasta ilustración que campean en sus Exposiciones en defensa de los principios católicos hacían considerarle polemista incomparable.

Acababa de publicar la célebre Condenación de la Carta a los obispos, las cinco magníficas Exposiciones a que hemos aludido y la no menos admirable Defensa de los principios republicanos, y aún resonaban los vibrantes discursos pronunciados en la Asamblea Constituyente de Ambato, sobre la libertad de imprenta, la religión del Estado y la unidad religiosa en el Ecuador, cuando apareció en Quito el Estudio histórico sobre los Cañaris. Para la mayor parte del público este escrito pasó desapercibido; en unos pocos que seguían el movimiento literario de la época, causó extrañeza, estupor mismo, la nueva orientación del joven escritor a quien esperaban ver consagrado exclusivamente a la cátedra sagrada y a la polémica religioso-política, que absorbía casi todas las actividades nacionales.

«La publicación de mi Estudio histórico sobre los Cañaris -dice el mismo Sr. González Suárez en la hermosa carta dirigida al Ilmo. Sr. Pólit4-, fue recibida por el público con la más completa indiferencia, y hasta con desdén; no faltó quien se arrepintiera de haberse suscrito a un ejemplar, y eso que la suscripción no valía más que un sucre; algunos individuos me calificaron de ocioso, porque, siendo clérigo, me ocupaba en escribir cosas de los indios...». Y luego   -34-   añade con razón: «Cuando yo comencé mis trabajos arqueológicos, carecía de público en nuestra patria».

Con frecuencia, el inolvidable Maestro, para alentarnos cuando estábamos en los comienzos de nuestros estudios, nos contaba los obstáculos que tuvo que vencer, los tropiezos que halló a cada paso en sus investigaciones históricas, la tenacidad con que las prosiguió a pesar de la falta de libros, de fuentes de consulta, de recursos económicos y de atmósfera adecuada para los trabajos científicos. «En mis estudios arqueológicos, en mis investigaciones históricas -dice en la antes citada carta-, yo estaba solo, aislado; no tenía a quien consultar nada, ni a quien pedir consejo. Me aprovechaba del ejercicio del santo ministerio para hacer algunos estudios; pero aun en esto tenía que proceder con mucha discreción, con cautela, con disimulo, para no exponerme a causar escándalo; pues, aunque las gentes de los pueblos a donde iba como misionero me veneraban, con todo, les sorprendía eso de buscar ollas de barro y tiestos de indios gentiles. -¿Para qué buscará eso?- decían. Cuando me veían hacer algún dibujo de las ruinas de los antiguos edificios, discurrían que estaba buscando entierros o huacas, porque suponían que yo había de saber dónde las había».

Efectivamente, la mayor parte del pueblo no podía concebir que se hicieran viajes, desmontes, excavaciones, sino por buscar el oro de las huacas; ni podía imaginar que se guardasen con afán trozos de cacharros o los restos humanos que se hallaban, sino por una extravagancia o locura, cuando no atribuían a esa singularidad fines supersticiosos o de hechicería.

¡Con cuán pocos libros, y cuán difícilmente reunidos, comenzó González Suárez sus estudios arqueológicos! ¡Con cuánta dificultad y cuántos sacrificios   -35-   coleccionó algunos objetos extraídos de las tumbas de los aborígenes, salvados de la destrucción a que los condenaban los buscadores de tesoros, que al violar los sepulcros, impulsados por la sed de riquezas, despedazaban los cacharros y echaban al fuego los objetos de madera como inútiles e inservibles!

Habiendo reunido, pacientemente, considerable acopio de datos, después de seis años de preparación, en los que había consultado buen número de libros, muchos de ellos de rareza extraordinaria, y no pocos documentos importantes, escribió el Estudio histórico sobre los Cañaris. Para imprimirlo tuvo que vencer nuevos obstáculos: en Cuenca no había facilidades, por entonces, para ilustrar con láminas el libro. Sólo en Quito existía una prensa litográfica, propiedad del Sr. Dn. Carlos Mateus, quien la prestó generosamente; pero faltaban lápices y quien supiera manejarlos. El insigne artista Dn. Joaquín Pinto se encargó del trabajo, fabricó los lápices, y las deficientes láminas -entonces extraordinario éxito de nuestras artes gráficas- fueron hechas por el pintor y por su esposa. La falta de recursos hizo que se limitara la edición, la cual no llegó a cien ejemplares. Al cabo de tantos trabajos, el libro vio la luz en setiembre de 1878. Lo imprimió José Guzmán Almeida, en la imprenta del Clero, en formato de octavo mayor, y fue dedicado a tres de los jóvenes que componían la sociedad literaria Liceo del Azuay.

Ya hemos dicho que el libro fue recibido con indiferencia, con desdén, por la mayor parte del público; no sabemos que se haya levantado ni una voz de estímulo y elogio; antes por el contrario, muchas personas lamentaban que aquel joven sacerdote, dotado de tan relevantes prendas, de tan clara inteligencia y vasto saber, se dedicara a investigaciones de una oscura historia, en vez de consagrarse a combatir por la prensa el liberalismo. Veamos cómo nos cuenta el autor, en la mencionada carta al IImo. Sr. Pólit, la acogida que tuvo su libro: «Cuando, por fin, vencidas   -36-   tantas dificultades, logré dar a luz mi Estudio histórico, esperando llamar la atención del público, me llevé un gran chasco; el cual me habría desalentado para siempre, si en todas mis labores literarias no me hubiera propuesto como fin principal la gloria divina: deseaba honra para mí; pero no para complacerme yo en ella, sino para que el sacerdocio ecuatoriano adquiera prestigio mayor».

«Tan desusado y desconocido era el género entre nosotros, -dice hablando de esta obra el inteligente biógrafo Sr. Jiménez5-, que más bien hubo personas -y de las ilustradas- que hicieron fisga de la seriedad y fervor con que el presbítero cuencano (residía por entonces en Cuenca), desperdiciaba su tiempo en coleccionar y describir los cacharros de los indios».

Para explicar la acogida que tuvo el primer libro de arqueología ecuatoriana en nuestra patria, preciso es que recordemos las tristes circunstancias políticas de la República, que nos demos cuenta del ambiente que reinaba y veamos cuán poco adecuado y propicio era para las serenas labores de la ciencia.

Pocos años antes, en 1875, había caído bajo el hierro homicida el ilustre García Moreno, protector decidido de las ciencias y gran impulsador de la instrucción pública en nuestra patria. Con su muerte se paralizó la gran corriente de progreso científico en que había entrado el Ecuador desde el establecimiento de la Escuela Politécnica y la reforma de los estudios. Después de breve espacio de tiempo en que pudo gozar de paz la República, volvió a ser convulsionada por las agitaciones políticas. Surgió la revolución que echó abajo al gobierno de Borrero, y con el establecimiento de la dictadura del general Veintemilla, volvió la era de luchas y rencores, de odios y venganzas, que agitaban a todos los partidos. Las energías todas   -37-   se gastaban en la lucha política, en combatir a la dictadura o el régimen militar y despótico que se había implantado después de la traición de setiembre, suscitando reacciones violentas; la prensa hostil al Gobierno ocupábase sólo en atacarlo y la que le era partidaria, en defender sus desmanes. Entre la Iglesia y el poder gubernativo estalló guerra encarnizada, que provocó extremas violencias de una parte y de otra. El envenenamiento del Ilmo. Sr. Checa, Arzobispo de Quito, hizo crecer la consternación en el pueblo y la agitación y odios de las facciones políticas. Voces airadas se elevaban por todas partes; en diversos lugares de la República estallaban conatos de revuelta, y para sofocarlos el Gobierno echaba mano de todos los medios de que dispone la tiranía: prisiones, destierros, persecuciones de las que no se libraron los mismos prelados y que provocaron el entredicho de las iglesias, ordenado por el Vicario Capitular de Quito. El Gobierno decretó la suspensión del Concordato. En una palabra, todos las partidos conspiraban por derrocar la dictadura y el país era presa de la anarquía, el desconcierto y la zozobra más grandes.

¿Cómo iban a estar dispuestos los ánimos para apreciar un libro científico, que olvidando las luchas del momento, se consagraba a investigar la prehistoria de una porción del Ecuador? ¿Qué impresión podían producir las pacientes anotaciones extractadas de viejas crónicas, acerca de un pueblo indígena de nuestra sierra andina? ¿Qué interés podían despertar las prolijas descripciones de objetos arqueológicos, las interpretaciones de nombres geográficos, las conjeturas sobre la historia Cañari, en medio de esa atmósfera caldeada por las pasiones políticas?



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II

No sólo la agitación que conmovía la República absorbiendo todas las preocupaciones impidió se prestara atención al Estudio histórico sobre los Cañaris, sino que en aquella época, la índole misma de la obra no podía despertar entusiasmo entre nosotros, pues los estudios históricos hallábanse muy atrasados y los de prehistoria, se puede afirmar, que eran casi enteramente desconocidos. «Como en el Ecuador no existía aún la afición a los estudios arqueológicos -dice el Ilmo. Sr. González Suárez, en el prólogo de la Historia general-, como el cultivo de las ciencias naturales y de observación ha sido tan raro entre nosotros, grandísimos trabajos y gastos increíbles nos han sido necesarios para reunir algunos objetos antiguos y para adquirir obras valiosas, que no son para la exigua fortuna de un eclesiástico, y que en otros países se hallan en las bibliotecas públicas, donde, sin erogaciones enormes de dinero ni graves molestias, pueden leerlas cómodamente los particulares»6.

Después de publicada la Historia del Reino de Quito del padre Juan de Velasco (1841-44) ninguna obra de aliento sobre la historia patria se había dado a luz, hasta que en 1870 apareció el primer tomo del Resumen de la historia del Ecuador por Dn. Pedro Fermín Cevallos7. Estas dos obras ejercieron decisiva influencia en la orientación literaria de González   -39-   Suárez: «La lectura de la obra de nuestro antiguo historiador -dice- me entretenía, me deleitaba, me encantaba desde niño». Y en el prólogo de la Historia relata que con verdadera ansia se consagró a la lectura del tomo primero del Resumen de Cevallos, y que lo mismo hizo «con cada uno de los cuatro tomos siguientes, devorándolos conforme los iba publicando su respetable autor»8.

Mas, a pesar de su entusiasmo, la lectura de estas obras no le dejó satisfecho. Halló grandes vacíos, deficiencias notables, sobre todo por lo que respecta a los tiempos de la conquista y muy principalmente a las épocas prehistóricas; y entonces se propuso completar y rectificar el Resumen de la historia con notas y apéndices. Para ello, dice, «con la más viva curiosidad y con el entusiasmo propio de la juventud, nos dedicamos, pues, inmediatamente a la lectura de cuantas obras trataran no sólo del Ecuador sino de todos los pueblos que habían sido antes colonias españolas, a fin de investigar sus antigüedades y adquirir conocimiento cabal de su historia...». «Estas lecturas, estos estudios, estas investigaciones continuadas pacientemente por algún tiempo, nos proporcionaron un no despreciable caudal de conocimientos relativos a la historia de América y muy especialmente a la del Ecuador en particular»9.

Al ver que el caudal de noticias recogido era bien grande, se decidió a escribir una obra independiente y compuso, en primer lugar, el libro de que nos ocupamos.

La erudición que en él se revela es admirable. Toda la parte histórica está fundada en el prolijo estudio de los cronistas e historiadores, y habían sido consultados casi todos cuantos se conocían entonces, desde Oviedo, Jerez, Gómara, Cieza de León, Balboa, Montesinos, Zárate y Castellanos, hasta Herrera,   -40-   Garcilaso, Acosta, Alcedo, Ulloa y Velasco, todos han sido puestos a contribución. Ni faltan aquellos autores de obras raras y peregrinas en las que se hallan noticias curiosas y muchas veces importantísimas, medio ocultas entre materias del todo diferentes; tales son Calancha, Salinas, Ávila, Zamora, García, Arriaga y Andrés de San Nicolás, algunos inéditos todavía. Los documentos originales que desempolvó de nuestros archivos son muchos e importantes; citaremos sólo las actas y decretos del Sínodo diocesano celebrado en Quito, el año de 1593, por el obispo D. fray Luis López de Solís, documento precioso que comprueba la existencia de lenguas diferentes del quichua en las regiones de los Quillacingas, los Pastos, los Puruhaes, Cañaris y Costeños. Los historiadores modernos que tratan del Perú y de nuestra patria eran familiares para el ilustre autor; y Humboldt, Prescott, Desjardins, Llorente, etc., son citados a menudo; finalmente, también son numerosos los autores y obras acerca de México y Centro América a que hace referencia.

El Estudio histórico sobre los Cañaris fue, pues, un libro a la altura de los conocimientos históricos de la época; el primer libro de historia patria escrito después de consultar todas las fuentes principales; compuesto después de analizar detenidamente el testimonio de cada uno de los cronistas y de someter a examen crítico cada uno de sus relatos. Lo dicho basta para que pueda apreciarse el valor histórico de esta obra y el lugar que ocupa en nuestra literatura científica.

Pero si el libro sobre los Cañaris tiene una gran importancia histórica, acaso la tiene mayor por ser la iniciación de los estudios arqueológicos en nuestra patria.

He aquí lo que el mismo sabio historiador dice a este respecto, en la muchas veces citada carta a monseñor Pólit: «Cuando comencé mis estudios arqueológicos, nadie entre nosotros había explorado ese campo,   -41-   vasto y difícil de explorar con éxito. No había más libros que las obras de Garcilaso, del padre Velasco, de Humboldt y de Prescott»; y en la Rectificación respecto al área cultural de los Pastos y de los Quillacingas, con la modestia que le hacía ver en su inmensa labor científica sólo una obra de orientación hacia nuevas investigaciones, se expresa así: «Nuestros estudios arqueológicos no tienen más mérito que el de haber comenzado a llamar la atención de nuestros compatriotas y de los hombres de ciencia extranjeros hacia la prehistoria genuinamente ecuatoriana, confundida e identificada con la cultura incásica. Como nuestros estudios han sido los primeros que se han practicado en la prehistoria ecuatoriana, no podían menos de ser defectuosos e incompletos; nos aventurábamos con no buenos guías, en un campo solitario y lleno de tropiezos; oscuro y enteramente desconocido» (Rectificación, pg. 13).

Desde luego le corresponde ese gran mérito: fue, efectivamente el primero, el iniciador de las investigaciones arqueológicas entre nosotros, el fundador de una escuela; y el Estudio histórico sobre los Cañaris, la primera obra de prehistoria ecuatoriana; pero, a más de esto, juzgado desde el punto de vista científico, el libro tiene un valor propio; para apreciarlo, es preciso conocer el estado en que se hallaban los estudios arqueológicos en América, al tiempo de su publicación.

Incipientes, por todos conceptos, eran dichos estudios a mediados del siglo pasado y muy poco habían avanzado, hasta 1878; Squier y Davis, con sus trabajos sobre las antiguos monumentos del Valle del Mississipi (1848); Schoolcraft, con su historia de las tribus indígenas (1856) y Bancroft, con su clásica obra The native races of the pacific States of North America (1874-1876) son, con Daniel Wilson, Foster, D. G. Brinton, que ya había publicado sus Notes on Floridian Peninsula, y Bradford, los más altos exponentes de la arqueología norteamericana en aquella   -42-   época. Añadamos los estudios sobre las tribus de California de Powers (1877), la Ancient America de Baldwin (1872), y casi no quedan sino artículos de revistas y cortas memorias acerca de la arqueología de los Estados Unidos.

Por más que los grandiosos monumentos de México y Centro América habían llamado grandemente la atención de los sabios, en particular sobre el país Maya, y que ricas colecciones de códices y documentos, como la de Boturini, habían hasta cierto punto facilitado las investigaciones; a pesar de que las antigüedades de aquellos países habían sido ilustradas en las valiosas obras de Dupaix, Catherwood, Charnay, Waldeck y la monumental de Lord Kingsborough, los estudios verdaderamente científicos hallábanse atrasados; extensos y eruditos trabajos coma la Histoire des nations civilisées du Mexique et de l'Amerique centrale del célebre abate Brasseur de Bourbourg, buscaban en fantásticas teorías el origen de los americanos, establecían aparentes relaciones de cultura entre pueblos remotos del Oriente y los de América o sostenían que el Nuevo Mundo era un resto de la Atlántida sumergida; mientras apenas se daba importancia a la distinción entre las diversas formas de civilización que se habían sucedido en un mismo territorio, ni se trataba de buscar primeramente la extensión de las áreas culturales en los pueblos vecinos.

Naturalmente, de estos defectos de las obras arqueológicas de aquella época se resiente también la de González Suárez; pero lejos nuestro historiador de remontarse a buscar en los lejanos pueblos del Asia el origen de los Cañaris, trató sólo de probar su parentesco con pueblos de la América Central y con las civilizaciones de México, bajo la influencia indudable de las teorías de Brasseur de Bourbourg, a quien cita con frecuencia. Mas véase cuál era su elevado criterio respecto del problema que éste y muchos otros autores se esforzaban, prematuramente, por resolver: «Ciertas palabras fenicias; algunas prácticas religiosas   -43-   semejantes a las de los hebreos y cartagineses; varias leyes y costumbres análogas a las de otros pueblos asiáticos parecieron fundamentos seguros para señalar el origen de los americanos en los famosos viajes de los navegantes de Tiro, en las dilatadas expediciones de los marinos de Cartago, y en las grandes inmigraciones de los pueblos de las llanuras del Tíbet y del Mogol. La ciencia, entre tanto, ha guardado silencio, dejando a la erudición sistemática fabricar conjeturas ingeniosas, pero destituidas de fundamento sólido; mientras que los filósofos incrédulos del siglo pasado, desoyendo el testimonio de la historia y la voz de la tradición, resolvieron magistralmente la dificultad, decidiendo desde lo alto de su superficialidad científica, que las razas americanas eran tan nativas del suelo americano, como las lianas que entrelazan unos con otros los árboles en las selvas del Nuevo Continente» (Cañaris, pág. 61).

Vengamos ya a examinar el estado en que se hallaba la arqueología de los pueblos sudamericanos, por el año en que González Suárez publicó su Estudio histórico sobre los Cañaris.

Aún ahora la literatura arqueológica sobre Venezuela y Colombia es bastante pobre, si se la compara, sobre todo, con la de otros países. Antes de 1878, si no son las preciosas noticias tan ingenuamente consignadas por los cronistas españoles -pero que no puede aceptar la ciencia sin sujetarlas a severo examen crítico-, no se hallan más que datos aislados, cortas descripciones de monumentos antiguos y de objetos arqueológicos, en los relatos de exploradores y viajeros. Al asombroso espíritu de observación de que estaba dotado Humboldt, debemos multitud de datos relativos a ciencias apenas nacientes; y en sus obras -inmortal monumento de su genio- se hallan también curiosas anotaciones arqueológicas. En algunas otras obras generales, se trata de paso de la prehistoria colombiana; y el Ensayo sobre la antigua Cundinamarca, publicado por Ternaux-Compans, en   -44-   París el año de 1842, podemos considerar la primera obra especial sobre la materia. Viene luego el Compendio de la historia de Colombia del coronel Joaquín Acosta (Bogotá 1848), que contiene útiles noticias: la Memoria sobre las antigüedades neogranadinas de Uricoechea (Berlín 1854), y el importante trabajo de William Bollaert Antiquarian, ethnological and other researches in New Granada, etc. (New York, 1858). Fuera de estas obras casi no quedan sino artículos de revistas y periódicos, por lo general de escaso valor científico.

Más pobre aún, era la literatura arqueológica de otros países sudamericanos. En algunos se habían hecho publicaciones, más o menos importantes, sobre la antigüedad del hombre y acerca de los problemas antropológicos relacionados con los restos humanos de la Pampa argentina y los fósiles de Lagoa-Santa en el Brasil10; pero de la hoy rica literatura arqueológica y etnográfica de aquellos países, de la multitud de trabajos sobre la cultura Calchaquí y sobre los indígenas de la Patagonia, puede decirse que no existía nada; sólo a partir de 1880 comienza el florecimiento de estos estudios en el Sur del Continente. Hasta esa época la literatura etnográfica y arqueológica se reduce a las noticias breves y muchas veces erróneas, de los viajeros y navegantes alrededor del mundo, de algunos exploradores de la Tierra de Fuego y a las anotaciones de los misioneros, no siempre lo bastante preparados para una labor científica. De gran mérito y utilidad son, sin embargo, las Cartas edificantes y curiosas escritas desde las misiones extranjeras y otras recopilaciones por el estilo; mas únicamente como materiales para estudio y base para nuevas investigaciones sobre todo etnográficas y antropológicas.

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Respecto de Chile se puede decir que no tenía una literatura arqueológica propia, hasta 1882 en que apareció la obra de Dn. José Toribio Medina, Los aborígenes de Chile; anteriormente, se hallan referencias en los libros de arqueología peruana y en alguno que otro sobre la región andina Diaguita-Calchaquí.

No hay duda de que México en la América del Norte y el Perú en la del Sur han sido los países privilegiados para que los arqueólogos les prestaran su atención preferente. Las civilizaciones desarrolladas en el antiguo Anáhuac, en Yucatán y en Guatemala, así como las que florecieron en el altiplano de Bolivia, en el Perú y el Ecuador han sido objeto de estudios muy importantes; ya desde mediados del siglo pasado, la más rica y abundante literatura, de la referente a la arqueología americana, correspondía a estos países. Con todo, si hacemos el recuento de las obras arqueológicas que sobre el Perú existían en 1878, veremos que dichos estudios estaban todavía poco desarrollados.

Después de Humboldt -«el padre de la arqueología americana»- cuyas obras dadas a luz a principios del siglo, constituyen un monumento científico grandioso, ningún trabajo importante hay hasta que se publicaron los resultados de la expedición de Alcides d'Orbigny, verificada de 1823 a 1826, y que aportó nuevos datos etnográficos sobre la América Meridional; mas estas expediciones tenían como fin primordial diversos ramos de las ciencias naturales y daban, por lo general, mayor importancia a la antropología física, ciencia que, por lo que respecta a nuestro continente, recibió gran impulso con la publicación de la Crania americana de Morton (1839).

De Castelnau, en su Expedition dans les parties centrales de l'Amérique du Sud (1850-61), consagró un volumen a las antigüedades de los Incas y de otros pueblos antiguos. Éste es, sin duda, el mejor atlas de antigüedades perú-bolivianas, después del gran atlas de Tschudi y Rivero, que se publicó un año antes,   -46-   en 1851. Pero si el Atlas de Castelnau presenta una colección bastante rica de retratos, monumentos antiguos y objetos arqueológicos, el texto explicativo de las sesenta láminas apenas alcanza a siete páginas y en toda la obra no llegan a veinte las consagradas a la arqueología del Perú. La obra de Ribero y Tschudi, cuyo magnífico Atlas se publicó en Viena, es, verdaderamente, la obra clásica de peruanología en aquella época; y ésta con las de Squier11, Bollaert12 y Markham, las más importantes publicaciones sobre el Perú antiguo, que precedieron a la obra de González Suárez.

A Markham, «el más eminente de los americanistas ingleses», como lo califica Vignaud, se debe la difusión de muchas fuentes documentales para la prehistoria peruana; y Ternaux-Compans contribuyó en gran manera al conocimiento de algunas crónicas muy raras, abriendo así el camino a los estudios sólidamente fundados; sin embargo, hasta la publicación de la conocida obra del Marqués de Nadaillac, L'Amérique prehistorique, (1883), falta sistematización y crítica en todos los trabajos arqueológicos.

A más de los dichos, muy pocos trabajos merecen citarse, y son, en su mayor parte breves artículos de revistas, como el de Falbe, Vases antiques du Pérou, que llena siete páginas de las Memorias de la Sociedad Real de Anticuarios del Norte (1840); o los trabajos de Baldwin, Evans, Denis, y algunos otros, demasiado generales o de poco valor científico.

La primera reunión del Congreso de americanistas se verificó en Nancy el año de 1875 y en dicho Congreso se presentaron algunas memorias sobre arqueología   -47-   peruana; Campbell es el autor de un estudio bastante extenso sobre las tradiciones de las antiguas razas del Perú y de México y su identidad con las de los pueblos históricos del Viejo Mundo. Otros varios trabajos existen anteriores a 1878, en los cuales se da capital importancia a pretendidas reminiscencias bíblicas en las tradiciones antiguas de los indios; a la concordancia de nombres de las divinidades egipcias o caldeas con las americanas y semejanzas entre sus ritos y ceremonias. El origen finalmente, de su civilización, era el tema favorito de artículos y disertaciones; y en este punto, cuando no se lanzaban, como hemos dicho, fantásticas teorías y se trataba de explicar las civilizaciones del Nuevo Mundo por la inmigración de fenicios o judíos, buscábase por lo menos un solo centro de cultura desde el cual se pretendía que derivaban todas las diversas formas desarrolladas en lejanos puntos del continente. Así Angrand sostenía que la civilización de Tiahuanaco había sido llevada a las orillas del Titicaca desde las altiplanicies del Anáhuac; y en las grandiosas ruinas bolivianas creía ver los signos de la religión Tolteca13.

Esta tendencia general de los arqueólogos americanistas de entonces, tuvo su influjo en las ideas de González Suárez; pero, a diferencia de la mayor parte de los autores que trataron sobre el Perú antiguo, nuestro gran historiador se esfuerza por distinguir las diversas culturas que florecieron en el territorio de la antigua nación Cañari e insiste en la necesidad de examinar cuidadosamente las manifestaciones de éstas, a fin de no confundirlas con los productos de la cultura incásica, bajo cuya denominación encerraban comúnmente los viajeros y exploradores todas las antigüedades de los territorios a que se extendió en otros tiempos el dominio de los Incas.

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Hemos visto, rápidamente, el estado en que se hallaban los estudios arqueológicos sobre América, antes de 1878; y hemos pasado revista a todas las principales obras acerca de la arqueología peruana, anotando cuáles eran las tendencias generales, los puntos de vista dominantes y los mayores defectos de aquella literatura científica. Recorramos ahora las páginas del Estudio histórico sobre los Cañaris, veamos brevemente el plan y el desarrollo del primer libro de arqueología ecuatoriana, y podremos apreciar en su justo valor esta obra del sabio polígrafo, que sin predecesores en nuestra patria, sin maestros a quienes consultar, sin nadie con quien tratar y discutir los arduos problemas de la prehistoria, escribió este libro, fruto de largas y pacientes investigaciones.




III

Comienza González Suárez, por hacer notar que si bien los antiguos cronistas castellanos, bajo la impresión que les causara la civilización incásica, tratan largamente en sus crónicas de los Incas, de su gobierno, de sus instituciones, usos y costumbres, no existe una historia completa de su Imperio, puesto que, de muchas de aquellas naciones o pueblos que formaron el vasto Tahuantinsuyo, apenas se ha conservado, en las crónicas, el nombre, sin que sepamos otra cosa de su historia que el haber sido sujetos, por la fuerza o por alianzas, a los soberanos del Cuzco. La nación Cañari es una de aquellas sobre las que hay muy pocas indicaciones en los cronistas; nuestro historiador enumera los que se han ocupado de este importante pueblo y recuerda las demás fuentes para rastrear su oscuro pasado: la arqueología, la filología y el estudio de los restos de los antiguos Cañaris.

Apoyándose siempre en la autoridad de los cronistas más fidedignos, señala los límites probables del   -49-   territorio que ocupaba la nación Cañari; la extensión asignada corresponde, poco más o menos, a la de las provincias de Cañar, del Azuay y del Oro14. Luego enumera las veinte y tantas tribus de que, según Velasco, se componía aquella nación, y ya desde entonces nótase que vacila su fe en el antiguo historiador, cuya lectura nos cuenta que cuando niño le deleitaba. «Yo creía -dice- todo cuanto en el padre Velasco leía; no dudaba de nada. Confieso que esta mi confianza en la autoridad del padre Velasco me atormentó después de mis primeros estudios arqueológicos, encontrando contradicción entre las narraciones históricas del padre y la realidad de las cosas». En el Estudio histórico sobre los Cañaris, al tratar de la enumeración hecha por Velasco, se pronuncia en estos términos: «Una crítica ilustrada no puede dar pleno asentimiento a la narración del historiador de Quito. En efecto, fácil es notar que algunos de los nombres de las tribus indígenas son castellanos, y designan lugares o fundaciones españoles; por tanto, o las tribus indígenas que moraban en aquellos puntos tuvieron nombres diversos de los que les da el padre Velasco; o es necesario suprimir algunas tribus en la enumeración de las que componían el reino de los Cañaris» (Pg. 6).

Ésta es la primera ocasión en que se manifiesta la duda sobre el valor documental de la obra de Velasco. Nuevas observaciones, investigaciones prolijas hicieron que creciera la desconfianza y que, paulatinamente, nuestro gran historiador fuera emancipándose de la autoridad del célebre jesuita, cuya Historia tanta confusión ha causado en los estudios sobre los tiempos precolombinos en nuestra patria. Las observaciones arqueológicas y el análisis crítico de la Historia del Reino de Quito, le condujeron a proclamar, como lo hizo, la necesidad de prescindir en absoluto de aquella crónica, si se quería hacer alguna luz en el laberinto   -50-   de la prehistoria ecuatoriana. Ya en la Historia general rechazó esta clasificación de las tribus Cañaris, pues el fundamento en que se apoya Velasco no tiene nada de científico15. En Los aborígenes de Imbabura y el Carchi, cuya segunda edición se hizo en Quito, en 1908, rectifica todo el relato contenido en el tomo primero de su gran obra y hecho según la narración de Velasco; sostiene que debe tenerse como fabulosa toda la historia de los Schyris y opina que debe eliminarse totalmente de nuestra historia la famosa dinastía de los soberanos de Quito. En las Notas arqueológicas, al estudiar de nuevo esta misma cuestión de las tribus Cañaris, es aún más explícito y terminante: «¿Cuál es el fundamento o el hecho -dice- que le servía de base al padre Velasco para distinguir una tribu de otra? ¿En qué se apoya su clasificación? Ese hecho fundamental, esa base de clasificación, no es la lengua, no es la raza, no es la cultura social: ¿cuál es? La clasificación nos parece arbitraria, y fundada únicamente en la topografía, en la localidad, en que vivía cada población indígena: la base parece haber sido tomada de las parroquias o poblaciones. La clasificación carece, por lo mismo, de fundamento científico; y podernos calificarla de arbitraria: en la prehistoria ecuatoriana no debe tenérsela en cuenta»16.

Véase, pues, cómo sus ideas acerca del testimonio del P. Juan de Velasco habían ido evolucionando, merced al estudio y observación de los hechos. En este su primer libro de historia patria, González Suárez da el primer paso en la crítica de la obra tenida hasta entonces como documento irrecusable; en sus últimos escritos arqueológicos llegó a sentar de modo terminante, el ningún valor del testimonio de Velasco en la fabulosa historia de los Schyris y su perniciosa influencia en los estudios que han querido hacerse, siguiendo la narración del jesuita riobambeño, sobre los   -51-   pueblos indígenas ecuatorianos. No poca gloria corresponde al Ilmo. señor González Suárez, por este paso de positivo valor para la ciencia; por más que modernos y muy ilustrados autores no se atrevan a prescindir de la autoridad tradicional del célebre cronista quiteño, y mal que les pese a los que, confundiendo lastimosamente la leyenda con la historia, quisieran dar a aquélla el valor científico de ésta.

No creemos, sin embargo, que deba prescindirse del testimonio de Velasco en los trabajos para esclarecer los múltiples problemas de la prehistoria ecuatoriana. Pero es indispensable estudiar el relato de nuestro ilustre primer historiador y examinar prolijamente los datos que él consigna, sometiéndolos a una severa crítica, sin prejuicios ni apasionamientos. No debemos perder de vista, al juzgar la obra del padre Juan de Velasco, que muchas de las tradiciones que él recogió con gran diligencia, en largos años de investigación y estudio y en viajes por todo el territorio del antiguo Reino de Quito, no pueden desecharse de plano porque otros autores no las mencionen. La obra de Velasco, inspirada ciertamente en profundo amor patrio, no es obra de imaginación ni menos hecha con propósito de falsear la verdad. Que en ella se encuentren errores, no desvirtúa el valor positivo que tiene. El mérito de ser, no simple crónica de sucesos, sino la primera historia que recopila sistemáticamente datos preciosos sobre la tierra y el hombre ecuatoriano, hace que esta obra perdure aunque el desarrollo de las ciencias auxiliares de la historia vayan rectificando hipótesis o falsas interpretaciones.

Si el estado de la arqueología americana cuando fue escrito el Estudio histórico sobre los Cañaris; si las dificultades que halló su autor para verificar extensas investigaciones científicas, le hacen incurrir en no pocos errores, véase cómo su clara inteligencia le lleva a buscar la verdad en el estudio comparativo de los cronistas; y en la observación de los objetos extraídos de las tumbas aborígenes, los materiales para la formación de la prehistoria ecuatoriana. Y véase   -52-   cómo, desde el primer capítulo, plantea y se hace cargo de los múltiples problemas respecto del origen, del idioma y de la cultura de las diversas tribus que formaron la nación Cañari. Con juicio admirable señala el rumbo que debe seguirse en las investigaciones para llegar a resolver esos problemas; indica los escollos que debe evitar el historiador, a fin de que, con cautela, con maduro discernimiento admita como ciertos solamente los testimonios depurados en el crisol de una crítica severa.

El capítulo segundo, que trata de la conquista y dominación de los Incas en el país Cañari, revela profundo conocimiento de los cronistas castellanos; entretejiendo de varios autores -como dice el mismo Sr. González Suárez-, forma el relato de los principales acontecimientos que podemos llamar históricos, concernientes a la conquista de los Cañaris por Túpac-Yupangui, al gobierno de Huayna-Cápac, a la guerra entre los hijos de este soberano, Huáscar y Atahualpa, al triunfo de este último y la cruel matanza de que fueron víctimas los Cañaris.

Los principales autores en que apoya su relato son Oviedo y Cabello Balboa, que sólo conoció por la traducción de Ternaux-Compans, quien había llevado a Francia el manuscrito de Balboa, que se conservaba en la Biblioteca Nacional de Quito, para incluirla en su colección de libros y documentos referentes a la historia de América. Resume también, aparte, el relato de Montesinos, que difiere en muchos puntos de lo narrado por los demás cronistas, y observa juiciosamente con cuánta discreción debe aprovechar el historiador de los datos que suministran las Memorias sobre el Perú antiguo. También la obra del licenciado Montesinos conoció solamente en la defectuosa versión de Ternaux-Compans, ya que el original castellano fue publicado por Dn. Marcos Jiménez de la Espada sólo en 188217.

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En su narración, admite González Suárez que cuando llegaron las tropas del Inca a los confines de la actual provincia de Loja, hallábanse los Cañaris en guerra con los Schyris de Quito. Ya hemos dicho que poco a poco fue desechando la legendaria historia de Velasco.

Señalaremos, ahora, cuál fue, a nuestro parecer, la génesis de las ideas del ilustre historiador respecto al origen de los Cañaris.

La antigua tradición de un diluvio, que se halla en las cosmogonías y en el folklore de muchos pueblos, se encuentra también entre los Cañaris, según refieren Molina, Sarmiento de Gamboa y Cabo. González Suárez relata en el capítulo tercero del Estudio histórico esta célebre tradición del diluvio y la leyenda de las guacamayas, como la tradición conservada por los Cañaris acerca de su origen. Con este carácter repite en la Historia general (T. I, Cap. III) la leyenda de la montaña «Huacay-ñan» que fue elevándose a medida que crecían las aguas de aquella terrible inundación en que habían perecido todos los hombres, salvo los dos hermanos Cañaris que subieron a su cima; allí, el menor se desposó con la misteriosa guacamaya, que secretamente les preparaba la comida. Ya en esta obra afirma nuestra autor, que otras parcialidades creían que sus progenitores habían salido de la laguna de Sigsig. En Los aborígenes de Imbabura y del Carchi, creyó necesario rectificar lo aseverado respecto de la tradición de las guacamayas misteriosas, con rostros de mujer: «apoyados -dice- en la autoridad de Molina, referimos la fábula o leyenda que los Cañaris contaban acerca del origen de ellos; pero, después, estudios más detenidos, investigaciones   -54-   más prolijas y nuevos documentos nos han facilitado los medios de esclarecer completamente ese punto. Molina confundió la leyenda relativa al origen de los Jíbaros, con la leyenda que acerca de su origen tenían los Cañaris, y creyendo, acaso, que los Jíbaros y los Cañaris no formaban más que una sola tribu, refirió como si fuese leyenda relativa al origen de los Cañaris, la que se refería al origen de los Jíbaros. En efecto, éstos eran los que se tenían por descendientes de aquellas guacamayas o mujeres mitológicas, con quienes el progenitor suyo se desposó, para repoblar la tierra después de la gran inundación o diluvio que acabó con todos los vivientes.

»Los Cañaris se creían descendientes de una culebra, grande y misteriosa, la cual finó sumergiéndose ella misma voluntariamente en una laguna solitaria de agua helada, que se halla sobre el actual pueblo del Sigsig, en la cordillera oriental de los Andes. Esta laguna era para los Cañaris del Azuay un lugar sagrado, y un santuario; y, en ofrenda a la culebra que les había dado el ser, acostumbraban arrojar al agua figuritas pequeñas o idolitos de oro»18.

Mas en las Notas arqueológicas afirma, con razón; que ambas tradiciones pertenecían a los Cañaris; la una se refería a su origen primero; la otra, al diluvio, en que perecieron todos, salvándose únicamente dos hermanos, en la cumbre de la montaña que iba irguiéndose conforme subían las aguas; y en donde,   -55-   habiendo capturado a las guacamayas misteriosas y unídose con ellas, comenzaron a repoblar toda la tierra19.

No deja de llamar la atención la analogía de esta leyenda, en muchos puntos, con el mito del pangi o gran serpiente que causó el diluvio, según los Jíbaros20. Y es notable el hecho de que, en muchas tradiciones del diluvio, figuren una gran serpiente y una montaña que se eleva a medida que suben las aguas, o que flota sobre ellas. Andrée y Winternitz, en sus monografías acerca de la tradición del diluvio21, han reunido ochenta y tres textos diferentes de la leyenda en que figura la montaña que crece o que flota sobre las aguas. Esta gran difusión de ciertos mitos y leyendas entre pueblos muy diversos, que sólo los modernos estudios de mitología comparada y de folklore han venido a demostrar, no se conocía hace algunos años; pero ya en la época en que fue escrito el Estudio histórico sobre los Cañaris, el argumento de la coincidencia en las ideas cosmogónicas y mitológicas, era muy poderoso en la discusión del origen de las culturas. En el estado actual de la ciencia, no sólo tienen importancia estas leyendas y tradiciones, como en busca del camino que debieron seguir esas ideas, en su difusión paulatina.

Ahora bien, en la literatura americanista, tanto las guacamayas como las serpientes figuran en la cosmogonía o mitología de pueblos centroamericanos. Los Nahuas eran llamados, en los textos indígenas, los hombres de la raza de la serpiente; uno de los imperios del país Maya era conocido con el nombre de imperio de las serpientes; y consta que la serpiente era el tótem de varios pueblos que la consideraban su progenitor,   -56-   y como a tal le rendían culto y le ofrecían sacrificios. En Chiapas, en Yucatán, en México, se han hallado esculturas gigantescas de ofidios y es bien sabido el rango que en la mitología Nahua tiene Quetzalcoatl, la serpiente de plumas, la encarnación de Tonatiuh, la serpiente-sol. Por otra parte, las guacamayas eran objeto de culto en Yucatán y figuran también en mitos y leyendas de Centro América.

La primera noticia de la leyenda Cañari de las guacamayas la adquirió González Suárez en la obra de Brasseur de Bourbourg, quien sostenía la gran extensión de los Mayas hacia el Mediodía del continente americano. En posesión de este que creyó hilo conductor para resolver el complejo y oscuro problema del origen de los Cañaris, diose a estudiar los autores que tratan de México y de la América Central, y adquirió vastos conocimientos en aquella literatura histórica, la más rica de entonces, como hemos dicho. No hay duda que entre aquellas obras, ejerció mucha influencia la del célebre abate Brasseur de Bourbourg, la Historia de las naciones civilizadas de México y de la América Central que con justicia califica nuestro autor de «verdaderamente notable por la erudición». Recuérdese que Angrand, bajo la influencia de este libro, creía ver en las construcciones de Tiahuanaco y en otras ruinas del Perú antiguo, el mismo estilo de los Teocallis mexicanos y que no es el único escritor que al tratar del Perú buscara los orígenes de sus antiguas civilizaciones en el Anáhuac o en el país de los Mayas.

A nuestro modo de ver, en la leyenda de las guacamayas generadoras de los Cañaris, que Brasseur de Bourbourg publicó tomándolas de los manuscritos de Ávila y de Molina, está el principio de la teoría de González Suárez respecto al origen Maya de los Cañaris. La riqueza de datos, el acopio de interesantes documentos que contiene la obra de Brasseur, encubren la falta de crítica que, con frecuencia, hace que la fantasía del autor dé a los hechos interpretaciones aventuradas, que el estado de la ciencia en aquella época hacía   -57-   pasar como verosímiles y aun probables. De este modo, fue conducido nuestro historiador a encontrar muchos puntos aparentes de semejanza entre los antiguos habitantes del Azuay y los Mayas, y esta preocupación llevole a buscar interpretaciones para la toponimia del país en la lengua Quiché; interpretaciones que la ciencia no puede aceptar.

En cuanto a la influencia de las culturas Centro-americanas en el país Cañari, asunto que nuestro autor vuelve a tratar en el capítulo cuarto del Estudio histórico, sólo pudo haberse ejercido por intermedio de las naciones de origen Chibcha existentes entre los dos países.

La mayor parte de los arqueólogos americanistas admite ahora que puede asignarse un origen Chibcha a los pueblos del territorio ecuatoriano. Es muy posible, como dice el profesor Uhle, que antropológicamente los Cañaris hayan sido compuestos de Chibchas y de tribus de otro origen. Los vestigios de la cultura de Tiahuanaco prueban una antigüedad, como nación, mayor que la supuesta por González Suárez, y que antes de aquel período existía ya una población mucho más antigua, aunque de escasa cultura, y de la cual apenas han quedado rastros.

La ciencia va poco a poco esclareciendo el origen y el carácter de las primeras culturas desarrolladas en América y explica el fin de ciertos pueblos, como los constructores de las hoy imponentes ruinas de Yucatán, de Palenque, de Tiahuanaco, no únicamente por la desaparición de «aquella raza activa y poderosa, sin que sepamos cómo ni cuándo, de las comarcas donde dejara huellas tan sorprendentes de su grandeza» (Estudio hist., pág. 61), sino por la revolución de las culturas, debida al influjo de múltiples causas, tanto físicas como históricas.

Pero si la hipótesis del origen Maya-Quiché de los Cañaris, sostuvo nuestro gran historiador aun en sus obras posteriores, no dejó de vislumbrar otros orígenes para los antiguos habitantes de aquella región.   -58-   «Estudiadas las cosas de los antiguas Cañaris -dice-, investigando sus usos, sus costumbres, sus creencias y prácticas religiosas, se nos ha ocurrido la sospecha de que esa raza tenía su cierto parentesco etnográfico con los Chibchas de la planicie de Cundinamarca, en la República de Colombia. El culto sagrado a las lagunas y algunas otras relaciones de semejanza entre los Chibchas y los Cañaris, ¿serían tan sólo casuales? ¿No serían tal vez resultado de la identidad de origen?». Y en otro lugar pregúntase de nuevo: «¿Tendrían tal vez, relaciones etnográficas, relaciones de origen o de raza con los Chibchas?... Si la nación de los Cañaris nos fuera mejor conocida, acaso encontraríamos algunos otros rasgos más de semejanza entre los Chibchas y los Cañaris»22.

Al tratar González Suárez de los sepulcros de los aborígenes del Azuay (Cap. III, § II, págs. 20-22), observa las diferentes clases de enterramientos y describe muy bien los pozos con bóvedas laterales, de Chordeleg, y los sepulcros de forma circular, poco profundos, con paredes formadas de piedras toscas, que se encuentran en el Valle; pero estas diferencias que da a entender provienen del lugar de la provincia en que se hallan los sepulcros, corresponde en realidad, como observa muy bien el Dr. Uhle, a una diferencia cronológica: «la forma observada en Chordeleg, pozos profundos con bolsones al lado, era la de las sepulturas del período de Tiahuanaco (entre 600 y 1000 de nuestra era), forma que se halla también en otros lugares, inclusive en el Valle». Los que González Suárez describe como enterramientos propios del Valle de Yunguilla, son los característicos del período incásico, y por consiguiente, mucho más modernos que los anteriores.

Hay una importante observación hecha acerca del sepulcro de Huapán y de la gran cantidad de hachas   -59-   que en él se hallaron; esta anotación se relaciona con las ideas totémicas de los Cañaris (pág. 22) y es más clara en la Historia general, donde vuelve a tratar de este sepulcro y de las hachas que tenían grabadas figuras de diversos animales, principalmente de guacamayos: «Según la antigua costumbre de los indios, no sólo del Perú sino de casi todos los puntos de América, cada tribu llevaba en sus armas la imagen de la divinidad tutelar de ella; y esas divinidades gentilicias eran aquellos animales de que cada tribu fingía que habían tenido origen sus antepasados».23

Diremos pocas palabras acerca de los bastones labrados que se encontraron en Chordeleg y a los cuales se atribuye en el Estadio histórico (págs. 24-27) un objeto semejante al de los quipus, basándose en lo que Cabello Balboa cuenta del testamento de Huayna-Cápac. Afirma el Sr. González Suárez su hipótesis de que las estólicas halladas en Chordeleg pudieron ser objetos destinados a guardar la memoria de hazañas o hechos de armas, mediante ciertos signos grabados en los bastones, en el hecho de que éstos se han hallado en sepulcros como los de Chordeleg, donde nunca se encontraron quipus. Pero esto, como anota el profesor Uhle, se debe a que los sepulcros de Chordeleg son del período de Tiahuanaco, anteriores con mucho al de los Incas, en que aparecen los quipus, como un medio mnemotécnico para conservar cuentas o tradiciones.

Carece, pues, de fundamento la aseveración de que los Cañaris «conocieron la escritura o el uso de los jeroglíficos» (pág. 26); porque los famosos bastones no eran sino estólicas o propulsores, armas para arrojar flechas o dardos, que también se encuentran en el Perú y en otros lugares de América24. Las piezas   -60-   de oro que adornaban las estólicas, por otra parte, contenían dibujos puramente ornamentales.

Ciertos rasgos o signos que se encontraron en las paredes de uno de los sepulcros de Chordeleg, no justifican tampoco la afirmación relativa a la escritura; y la vaguedad con que algunos cronistas hablan del uso de pinturas en el Perú, como acostumbraban las indios de México, no ha encontrado confirmación alguna en la arqueología. La noticia de Montesinos de que en el Perú se conocía la verdadera escritura con caracteres o letras, que se perdió a consecuencia de guerras y de inmigraciones de tribus bárbaras, es de todo punto inadmisible, pues no hay vestigio alguno de tal hecho; y no puede creerse en un retroceso tan absoluto que no dejara rastro siquiera de un estado de cultura semejante. Esta suposición va contra todas las leyes históricas.

Posteriormente, el Sr. González Suárez modificó su opinión respecto de los bastones de Chordeleg; pero también cayó en error al describir en la Prehistoria ecuatoriana25 uno de aquellos objetos encontrado en un sepulcro de Sigsig, y afirmar que eran cetros para las danzas y festejos de los aborígenes. Reconoció esta equivocación años más tarde, y he aquí lo que escribió en sus Notas arqueológicas: «Estudiado, pues, este asunto, no podemos menos de confesar, que nuestra primera descripción de estos objetos es defectuosa; o nosotros mismos no entendimos bien la descripción que se nos hizo de los bastones, o los que nos dieron noticias acerca de ellos no acertaron a describirlos con la debida exactitud.

»¿Qué eran estos bastones? ¿Se podrá sostener, con algún fundamento, la conjetura de que tal vez serían algo así como libros, o un arbitrio para auxiliar la memoria en sus recuerdos? Nosotros decimos francamente que no». Y luego acepta la opinión   -61-   de que eran armas, propulsores o estólicas26. Así, leal y noblemente, no vacilaba nuestro sabio arqueólogo en rectificar un error, cuando más prolijos estudios o autorizadas opiniones le convencían de que había estado equivocado.

Debemos hacer algunas breves observaciones acerca de las artes de los Cañaris, asunto de que trata el parágrafo V del capítulo tercero.

Es indudable que antes de la conquista incásica las artes metalúrgicas y cerámica habían alcanzado cierto grado de perfección y que son muy notables algunas piezas de oro que corresponden al período de la cultura Tiahuanaquense en el Azuay. Respecto de la cerámica, véase lo que nos escribe el profesor Uhle: «... entre 600 y 1000 de nuestra era, su alfarería seguía los modelos propios de la civilización de Tiahuanaco, importada en aquellos tiempos del Sur. Emancipándose de estos modelos, siguió de nuevo los que le ofrecían las civilizaciones indígenas ecuatorianas y siguiéndolas, evolucionó después de diferentes maneras, hasta el tiempo de los Incas. Otros períodos pueden distinguirse en la alfarería cañar, aún anteriores: al de Tiahuanaco».

Efectivamente, en el Azuay se encuentran también los estilos correspondientes a los períodos que el distinguido arqueólogo Jijón y Caamaño ha podido establecer, por sus metódicas excavaciones practicadas en Guano, como anteriores al período Tiahuanacota en el Ecuador. En cuanto a los vasos zoomorfos construidos de manera que al llenarlos y escaparse el aire «remedaban con el sonido la voz o chillido del animal figurado en el vaso», eran de origen incásico, habían sido importados por los Incas. En el Perú aparecen en la época de los primeros Chimús y en el Azuay, nos ha manifestado el Dr. Uhle, no se encuentran sino en los cementerios o ruinas del período incaico. Los Incas parece que fueron también los constructores de los   -62-   canales de irrigación que señala el Sr. González Suárez (pág. 28), y que son notables en el valle de Yunguilla. No terminaremos las anotaciones sobre las artes e industria Cañaris sin hacer una rectificación. En América, en los tiempos prehistóricos, no se conocía el acero; el hierro era conocido como mineral, pero los aborígenes no lo fundían; por lo demás, es muy cierto que sabían dar al bronce diversos temples y que en las aleaciones del oro y del cobre con otros metales, eran muy diestros; así como también eran hábiles lapidarios, sin que usaran instrumentos metálicos para estos trabajos, que verificaban generalmente por medio de otras piedras.

Fundado siempre en la autoridad de los antiguos cronistas, traza el ilustre historiador, con mano maestra, al final de este capítulo, un cuadro del carácter moral de los Cañaris, de sus usos y costumbres y de la forma de gobierno, especie de confederación de diversos caciques independientes, que se unían sólo para la defensa común o para otros fines de interés general. En el capítulo que sigue (págs. 33-62), comprueba lo anteriormente dicho respecto de las artes y la cultura de los Cañaris y refuta a Garcilaso que los pinta como bárbaros; para el estudio de la cultura, analiza los descubrimientos realizados en Chordeleg y en Patecte y transcribe en parte las descripciones que, bajo el título de El tesoro de Cuenca publicó Huezey en la Gaceta de Bellas Artes de París. Después, varios de esos objetos fueron descritos, más exactamente, por Rivet y Verneau, en la magnífica obra Ethnographie ancienne de l'Equateur27. De lamentar es que el Ilmo. Sr. González Suárez no haya podido hacer su primera visita a Chordeleg sino veinte años después del famoso descubrimiento de las huacas o sepulturas, en las que tan ricos e interesantes objetos se   -63-   encontraron. Con diligencia extraordinaria buscó cuantos datos pudieran darle luz acerca de los sepulcros renombrados, inquirió la forma y disposición de los objetos, investigó el paradero de algunos de ellos, que por la riqueza del material o lo extraño de la forma, se habían conservado y tomó dibujos de las piezas, levantó planos de los monumentos y ruinas, todo con infatigable constancia y con prolijidad asombrosa.

Entre los preciosos objetos hallados en Patecte figura el célebre plano de Chordeleg, así calificado por el sabio historiador, que creyó ver confirmados, con aquella pieza tan rara, los textos de Garcilaso y de Castellanos acerca del arte que tenían los indígenas del Perú para pintar y modelar planos de ciudades y aun de provincias enteras. Téngase en cuenta que cuando se escribió el Estudio histórico sobre los Cañaris, no existía en la literatura americanista ninguna representación de esos objetos a los que se ha dado el nombre de contadores. El gran etnólogo y arqueólogo Bastián, que tuvo en sus manos el contador de Chordeleg e hizo sacar un facsímil para el Museo de Berlín, juzgó también que este objeto era el plano en relieve de una antigua ciudad incásica. Sólo dos años después de publicado el Estudio histórico, vio la luz el libro Pérou et Bolivie, de Wiener, quien había encontrado objetos casi idénticos en Huandoval, Cavana y Urcón y les atribuyó un fin aritmético: He aquí cómo describe su uso el viajero francés: «Ces compteurs étaient disposés en plusieurs étages; dans l'étage inférieur on remarque des champs de différents grandeurs. La comptabilité s'y faisait avec des féves ou avec des cailloux de toutes couleurs. Le caillou marquant une unité dans le plus petit champ doublait de valeur dans un champ plus grand, triplait dans le champ central, sextuplait dans le premier étage et avait douze fois sa valeur sur la plate forme supérieure. La couleur des féves, ou des graines indiquait ou la tribu ou la nature du produit, et l'on voit que la comptabilité ou, si l'on veut, la statistiqu e ne changeait   -64-   guére de principe, malgré les différences apparentes des appareils employés»28. Refiérese en esta última parte a los quipus, con los cuales compara este sistema. Wiener fue el primero que sepamos haya publicado una ilustración de los contadores, y ésta no difiere sino en los detalles del Contador de Chordeleg. A más del facsímil hecho por Bastián para el Museo etnográfico de Berlín, el P. Rencoret hizo trabajar otro que fue llevado al Museo de Santiago de Chile; el primero de los facsímiles ha sido reproducido en las ilustraciones de varias obras de etnografía y de arqueología, entre otras, en las muy conocidas de Ratzel y Cronau29. El Dr. Rivet en la citada obra Ethnographie ancienne de l'Equateur (págs. 244-250), estudia detenidamente el contador de Chordeleg y refuta la opinión de González Suárez y de Bastián; pero, dicho sea de paso, no encontramos en su refutación la burla a que alude nuestro historiador en las Notas arqueológicas; la descripción que da el Ilmo. Sr. González Suárez, (págs. 41-44) del contador de Chordeleg, es muy clara y exacta; pero indudablemente, en la interpretación estuvo errado; y si este error se justifica en absoluto en el Estudio histórico sobre los Cañaris (por las razones que hemos expuesto), no así en otras de sus obras, publicadas con posterioridad a la de Wiener y al hallazgo de piezas idénticas en el Perú. Sin embargo, en el Atlas arqueológico se expresa de este modo: «Nosotros no sostenemos con terquedad nuestra conjetura, y sólo queremos exponer las razones en que la apoyamos y los motivos que nos la han sugerido». Para terminar este punto, reproduciremos los párrafos de una comunicación que el sabio profesor Uhle nos ha dirigido, y que se refieren al objeto de que tratamos. Dice así el Dr. Uhle:

  -65-  

«Se conocen varios objetos parecidos del Perú, generalmente de piedra. Dos de éstos, cuyas fotografías conservo, se hallan en el Museo de Lima; dos más, fueron encontrados en Huaraz en los últimos años y probablemente exportados a Europa. El tamaño es siempre igual, la labor de la superficie superior es en parte idéntica, en parte varía solamente en el arreglo general de los pozos, pero conservada siempre su disposición simétrica. Ya esta repetición de objetos idénticos siempre, o por lo general, parecidos, y hallados en otras partes, excluye, para el primero, la idea de que éste fuera un plano de Chordeleg. Además se han encontrado en la provincia del Azuay varios objetos de piedra en forma tabular, con diferentes grabados en forma de ajedrez, que el Sr. Arriaga, su descubridor, considera como contadores. Habiéndose encontrado con algunos de ellos piedras como dados, se puede considerar ahora como seguro, que se han usado para el juego. La misma explicación es la propia también para los objetos anteriores».



«El Sr. Erland Nordenskiöld ha dado a estos objetos la misma explicación en sus publicaciones. Otro tratado sobre la misma clase de piedras se encuentra en las Actas de uno de los primeros Congresos de Americanistas, de Nancy o de Luxemburgo».



«Además se puede considerar como seguro el uso del objeto de chonta, como ceremonial en ocasiones solemnes».



«Las cabezas humanas figuradas en los lados, representaban las víctimas de sacrificios. Cada una de ellas parece corresponder a uno de los pozos. Su cabello adornado es parecido al de las cabezas humanas del vaso ritual para sacrificios, proveniente de Tiahuanaco, que Posnansky ha reproducido en varias ocasiones en colores. Al uso ceremonial del objeto corresponde su forro anterior de plata».



«En cuanto a la edad del objeto, su procedencia del período de Tiahuanaco es segura, por la forma de los   -66-   ornamentos que separan las cabezas humanas una de otra, y que son característicos para aquel tiempo. La época de la chonta echa, al mismo tiempo, una luz significativa sobre la edad de todo el cementerio en el cual fue encontrada».



Anotemos, de paso, que el objeto hallado en Chordeleg no es de chonta, sino de madera de nogal, según lo rectificó el mismo Sr. González Suárez en el Atlas arqueológico de la Historia general.

Las opiniones de Nordenskiöld y de Uhle sobre el uso de estos objetos, vienen a confirmar la nuestra: que desde antes habíamos hallado grandes analogías entre los contadores y varios objetos destinados para juegos, en algunas tribus de indios de los Estados Unidos de Norte América. Que hayan sido al mismo tiempo objetos rituales, nos parece muy probable; y tratándose del hallado en Chordeleg, lo creemos seguro; porque la riqueza del objeto, su cuidadoso trabajo, su especial ornamentación, lo están manifestando. No hay que olvidar que muchos juegos, en los pueblos primitivos y en las civilizaciones antiguas, tienen un carácter ceremonial y religioso, y que se hallan íntimamente unidos con ritos, sacrificios, adivinaciones y augurios.

Una prueba más, e incontestable, de que los sepulcros de Chordeleg eran de la época en que la cultura Tiahuanaquense invadió las provincias meridionales del Ecuador, la encontramos en la gran placa de oro con figuras simbólicas, reproducida en la lámina primera de la edición original. Mas es preciso tener en cuenta que dicha lámina, coma la mayor parte de las que ilustran aquella edición del Estudio histórico, no dan idea exacta de los objetos.

Desde hace muchos años, el digno discípulo de González Suárez, Jijón y Caamaño, y también nosotros, veíamos en aquella placa de oro una figura muy análoga a las de los adoradores o personajes que acompañan a la divinidad central, representada en la gran   -67-   puerta monolítica de Tiahuanaco, que generalmente se conoce con el nombre de «Puerta del Sol». El estilo de muchos otros objetos hallados en Chordeleg, es asimismo Tiahuanacota y no deja lugar a duda sobre la época a que pertenecen aquellas sepulturas30. No hay, pues, razón para distinguir entre los objetos extraídos de esas huacas, los pertenecientes a la cultura de los Incas y los propios de la civilización Cañari, como lo hace el Ilmo. Sr. González Suárez (pág. 48).

Con una hermosísima descripción de las costumbres de los Jíbaros, termina este capítulo. Cuenta el ilustre historiador, con estilo sobrio y elegante, la manera que tienen de labrar sus campos, las costumbres domésticas, entre las que llama la atención el uso conocido por los etnógrafos con el nombre de la couvade; describe los casamientos, fiestas y danzas de los Jíbaros, trata de sus ideas religiosas y supersticiones; de su carácter moral y de su aspecto físico; de su indumentaria y de sus armas, todo ello con admirable sencillez y claridad. Se pregunta luego: ¿De dónde procede esta raza? ¿Con cuál de las razas conocidas tiene semejanza? Y establece un paralelo entre las costumbres, los caracteres físicos, las ideas y los objetos de uso personal de los Jíbaros, y los que, según los exploradores y viajeros, son propios de los Caribes.

Ya hemos visto cuán atrasados estaban los estudios etnográficos americanos, en la época en que González Suárez escribió el Estudio histórico sobre los Cañaris. Alcides d'Orbigny afirmaba que los Guaranís de la América del Sur son los mismos Caribes de la Tierra Firme y de las Antillas; y generalmente, con el nombre de Caribes se designaban todos los pueblos   -68-   de la inmensa hoya amazónica. No es, pues, de extrañar que nuestro autor no distinga los diversos pueblos habitantes del Oriente y Nordeste de la América Meridional, que modernos estudios lingüísticos, antropológicos y etnográficos, han demostrado ser diferentes; ni debemos condenar que presente, como mera presunción, el origen caribe de los Jíbaros; cuando aun ahora es muy problemática la procedencia de los pueblos orientales31. Una erudición nada común revela, cuando estudia y procura rastrear el origen de Jíbaros y Cañaris; y aunque hoy no puedan aceptarse sus conjeturas, pues la ciencia ha avanzado destruyendo hipótesis antiguas para formular otras nuevas, iluminando puntos oscuros y cubriendo de sombras y dificultades problemas que parecían ya resueltos, son dignas de admiración sus disquisiciones, y la clara inteligencia y el vasto saber de nuestro gran historiógrafo resplandecen de modo eminente.

No nos detendremos a analizar el problema del sitio y ruinas del Tomebamba, de que trata el capítulo quinto del Estudio histórico sobre los Cañaris.

Nuestro distinguido colega, el erudito autor de Cuenca de Tomebamba32 Sr. Dr. D. Julio Matovelle   -69-   fue el primero que sostuvo que la antigua ciudad de Tomebamba se encontraba a orillas del Jubones. Ésta fue también la opinión del Ilmo. Sr. González Suárez y de los Sres. Bamps y Wolf. Ya el Dr. D. Luis Cordero rebatió, con sólidas razones, tal parecer; pero después de publicada la gran obra de los Sres. Verneau y Rivet33, en la que se estudia esta cuestión extensamente, el asunto parece que no admite réplica. Luego, las importantes investigaciones históricas de los Sres. Vega Toral, Cordero Palacios y Arriaga34 y, sobre todo, las excavaciones practicadas y los descubrimientos hechos por el Dr. Max Uhle, han probado, sin que pueda ya caber la menor duda, que la ubicación de la antigua Tomebamba, fue la misma de la actual ciudad de Cuenca.

Bamps y Wolf, indudablemente, fueron del parecer contrario, apoyándose en la autoridad de González Suárez; y que este autor sostuviera aquella tesis, llama verdaderamente la atención, cuando él mismo presenta varios testimonios y pruebas de que en el lugar que hoy ocupa la ciudad de Cuenca, construyeron los Incas suntuosos edificios; y transcribe textos de Cieza de León, de Cabello Balboa y ele Velasco que bien claramente indican que la hermosa capital azuaya fue fundada, más o menos en el mismo sitio en que se levantaba la «Ciudad de los palacios», como Bamps la denomina.

¿Fue, acaso, cierta confusión en algunos pasajes de la Historia del Reino de Quito, o la ambigüedad del nombre Tomebamba con que algunos cronistas designan la ciudad y la provincia de los Cañaris, lo que indujo a creer y sostener, como lo hizo González Suárez, que la antigua Tomebamba estuvo en el valle de Yunguilla? Creemos, más bien, que la equivocado interpretación   -70-   de los cronistas castellanos se debió a que nuestro historiador buscó en ellos las noticias acerca de la antigua ciudad, después de haber visto las ruinas, que por más de dos leguas de extensión, se encuentran a orillas del Jubones. Las ruinas de Sulupali, las de las Playas altas del Jubones y de Uchucay, los restos de un puente sobre el río Jubones y las grandes hileras de piedras que se encuentran en la llanura de Sumagpampa, diéronle idea de que una ciudad extensa e importante se había levantado allí en otros tiempos. Mas las ringleras de piedras brutas que han sido consideradas como cimientos de antiguas casas de los indios, son en realidad trabajos hechos con fines agrícolas, pequeños muros de contención para nivelar y disponer los terrenos en diferentes planos. Esta misma disposición se halla en muchos puntos de la República: ya son unas como terrazas, más o menos estrechas, ya planos inclinados que se escalonan y que en su parte inferior, de trecho en trecho, cuando no en extensiones continuas, terminan por pequeños muros de cuarenta o cincuenta centímetros de altura, hechos con piedras toscas simplemente superpuestas, o por cortes en la cangahua, según los terrenos. Estos trabajos a veces son modernos, a veces muy antiguos.

El profesor Uhle, que ha explorado recientemente el valle de Yunguilla, afirma que se encuentran extensos arreglos de chacras en la forma dicha, que efectivamente cubren considerable extensión de la planicie de Sumagpampa en la orilla izquierda del río Jubones, y que son trabajos antiguos; pero las ruinas de edificios en aquella región, son insignificantes; y se reducen a restos de una casa para la guardia de un puente que existió sobre el Jubones y el edificio de Sulupali, de origen incaico; y, muy aisladas unas de otras, las ruinas de cinco o seis casas, en general de pequeñas dimensiones y de estilo así mismo incásico35.   -71-   Las extensas ringleras que, como hemos dicho, tenían un fin agrícola, fueron consideradas como restos muy destruidos de grandes edificios, que por su capacidad no podían ser sino templos, cuarteles o monasterios, e inspiraron la idea de que allí estuvo situada la capital de los Cañaris.

En el capítulo sexto describe González Suárez las ruinas que se encuentran en el Azuay de monumentos y construcciones incásicos; y transcribe las descripciones que de los mismos han hecho los cronistas y exploradores como Ulloa, La Condamine, Humboldt, Caldas, etc. Observaremos que varios autores, y entre ellos nuestro sabio historiador, han creído que las descripciones de Cieza de León, de los magníficos aposentos de Tomebamba, se referían al Inga-pirca de Cañar, acaso por ser las ruinas mejor conservadas hasta hace poco tiempo, en aquella región; pero, en realidad, Cieza habla de los palacios de la capital incásica, es decir, de la Tomebamba que ocupó el lugar de la actual ciudad de Cuenca. Esa atribución infundada ha contribuido para que reine mayor confusión respecto del emplazamiento de la antigua ciudad.

Respecto del Inga-chungana de Cañar, el autor del Estudio histórico resumió sus opiniones en las Notas arqueológicas (XII, págs. 163-65); insiste en que dicha reliquia es de un verdadera Inti-huatana, semejante a otros del Perú y cita en este libro la memoria que, sobre los Inti-huatanas, presentó el Dr. Uhle en el Congreso de Americanistas de Viena (1908). En el Estudio histórico, se limita a transcribir la descripción de Humboldt. Según el Dr. Uhle, el Inga-chungana era lugar destinado para la adoración de las momias.

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Otras varias anotaciones podríamos hacer al Estudio histórico sobre los Cañaris; pero, como antes hemos dicho, no ha sido nuestro propósito analizar prolijamente cada uno de los hechos, hipótesis o teorías que este libro contiene; sólo hemos querido señalar algunos puntos principales; indicar, acerca de otros, cómo evolucionaron los conceptos del autor, conforme avanzaban los estudios arqueológicos; llamar la atención sobre sus luminosas ideas y las páginas más bellas de este hermoso trabajo, que por el orden con que está concebido y desarrollado su plan, por la corrección y elegante sencillez del estilo, por la claridad y exactitud en la narración histórica, supera a muchas otras de las obras del mismo fecundo autor, compuestas acaso con más ricos materiales y cuando las ciencias auxiliares de la historia habían ya dado algunos pasos en nuestra patria. Hemos rectificado algunos errores, debidos, en su mayor parte, a lo incipientes que se encontraban entonces los conocimientos en esas mismas ciencias.

No se le ocultaban al mismo Sr. González Suárez las deficiencias que podían notarse en sus investigaciones arqueológicas; antes bien, su modestia empequeñecía a sus propios ojos la inmensa labor realizada. He aquí cómo se expresa en el Prólogo de la Historia general: «Si de todas las partes o secciones de nuestro libro estamos poco satisfechos, de la parte relativa a las antiguas razas indígenas estamos descontentos, y la publicamos con positiva desconfianza. La arqueología está todavía intacta e inexplorada en el Ecuador, y aunque nosotros seamos los iniciadores de estos estudios entre nosotros, no por eso tenemos la jactancia de suponer que nuestras antiguas razas indígenas están ya bien conocidas y estudiadas. ¿Qué estudios de antropología ecuatoriana se han practicado entre nosotros? ¿Qué investigaciones ha llevado a cabo la craneología? ¿Dónde los análisis lingüísticos?». Y en otra parte: «Buscamos la verdad; para dar con ella es necesario abrir penosamente el camino, y eso   -73-   es lo único que nosotros hemos pretendido hacer con nuestros libros: abrir el camino para llegar a la verdad, y nada más»36.

Abrió el camino. ¡Y cuán luminosa vía la que dejó trazada!

Los hombres de ciencia de Europa y de América han reconocido el valor de sus trabajos y por eso se apresuraban a colmarle de elogios y a tributarle honores que él nunca ambicionó y de los que jamás hizo alarde.

El Estudio histórico sobre los Cañaris fue traducido al francés por el distinguido americanista M. Anatole Bamps, si bien la traducción no llegó a publicarse, pues cuando estaba listo el manuscrito para la imprenta, murió el Sr. Bamps; pero la memoria que publicó sobre Tomebamba en 1887, no es sino un extracto de la obra de González Suárez37.

Hemos visto en qué estado se hallaban los estudios arqueológicos a tiempo de publicarse la primera obra de arqueología en el Ecuador; hemos visto la falta absoluta de medios para la investigación científica en que se halló el ilustre arqueólogo al iniciar sus trabajos y cuán poco propicio era el ambiente en nuestra patria para aquellas labores. Hemos recorrido luego las páginas de ese libro que marca en nuestra literatura científica una nueva orientación, que abre a los espíritus ansiosos de saber, un amplio horizonte y que es el comienzo de una era de florecimiento de los estudios   -74-   históricos y arqueológicos en la República. Cuánto le debe la cultura ecuatoriana, cuánto ha contribuido por sí solo al enriquecimiento de nuestra literatura, el bien inmenso que hizo a su adorada patria cada día se conocerá mejor; y ésta sabrá devolverle la gloria que recibió del preclaro talento y las grandes virtudes de ese egregio varón, su hijo más ilustre, inmortalizando su memoria en el bronce y el mármol.

Porque el literato brillantísimo, el insigne crítico, el polemista invencible, el orador de elocuencia arrebatadora, el profundo sabio y el más grande de nuestros historiadores, fue, ante todo, el apóstol de la Verdad y el patriota esclarecido que consagró al servicio de Dios y de la patria todas las horas de su vida.







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