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Fernando Vela, frente a la pantalla cinematográfica


Juan Bonifacio Lorenzo Benavente





Fernando Vela o, si se prefiere, Fernando García-Vela, según el Registro Civil de la capital de Asturias, nació en 1888, a las diez de la noche del 26 de octubre (y no del 28, como se suele escribir), día de San Evaristo, inscribiéndose con el nombre de Fernando Evaristo García Alonso, puesto que sería años más tarde cuando, por una disposición, quedaría autorizado para usar el apellido García-Vela, compuesto con los dos de su padre.

Fernando Vela (1888-1966) forma parte, indudablemente, de los intelectuales que en el mundo se adelantaron a la hora de descubrir el cine, en sus primeros tiempos, desde un enfoque muy serio, y, en particular, el genio de Charles Chaplin; cosa lógica, por otro lado, en una persona carente de prejuicios y de acuerdo, por entero, con el principio que señala que una «aireación de la cultura se produce cuando se descubren otras culturas».

Los historiadores -advertía Vela, en mayo de 1925- rebuscan el origen del arte en las costumbres primitivas, como quien revuelve con un palo una apagada hoguera de salvajes. No se les ha ocurrido mirar a su alrededor por si acaso algún arte está naciendo. Aquellas primeras películas en que unos negros bailan, unos bañistas se salpican, y vuelan y desaparecen fantásticamente unos muebles, valen tanto como unas pinturas rupestres. Son las pinturas rupestres del cine.



Idea que, por cierto, habría de llevar a María de los Reyes Laffitte y Pérez del Pulgar, condesa de Campo Alange, a editar, de manera precisa, en 1953 y a través de la Revista de Occidente su curioso libro De Altamira a Hollywood.

En consecuencia, al hablar Fernando Vela de aquellas «primeras películas en que unos negros bailan, unos bañistas se salpican, y vuelan y desaparecen fantásticamente unos muebles», de un modo claro, estaba manifestando que tenía un conocimiento temprano de cineastas primitivos de la categoría de Georges Méliès (1861-1938), Mack Sennett (1880-1960) y Segundo de Chomón (1871-1929), además de una perspectiva conforme a las circunstancias que habrían de desarrollarse.

Las razas jóvenes e incultas -proseguía Vela- poseen un vocabulario de gestos más extensos que el nuestro y con otras significaciones. Tal vez esta es la razón de que descuellen en el cine los norteamericanos, que son bastante jóvenes para gesticular expresivamente y bastante civilizados para que sus gestos sean sinónimos de los nuestros.



Fernando Vela opinaba así en su ensayo «Desde la ribera oscura (para una estética del cine)», dado a luz con motivo de la publicación de un volumen del alabado teórico Béla Balázs (1884-1949), Der sichtbare Mensch oder die Kultur des Films (esto es, «El hombre visible o la cultura del cine»), ya que «el cine desentierra al hombre sepulto bajo conceptos y palabras para sacarlo de nuevo a una inmediata visibilidad».

Naturalmente, Béla Balázs al afirmar eso, en 1924, estaba refiriéndose al cinema mudo, lo mismo que Fernando Vela al considerar que el «cine nos enseña a ver, y con su gran lupa y su reflector nos lleva los ojos como de la mano y nos obliga a palpar ocularmente el contorno de las cosas, a fijarnos en los mil movimientos de una mano que abre una puerta».

Y es que lo fisonómico imperaba entonces, hasta el punto de que el sociólogo Honingsheim llegara a exponer que todos los movimientos de la juventud de aquella época significaban «el redescubrimiento del cuerpo humano», algo representado para Fernando Vela con perfección por Douglas Fairbanks (1883-1939), «actor, deportista y danzarín en la vida y en el cine», pues el cine, el deporte y la danza eran «tres invenciones de una juventud alegre para quien el cuerpo existe, precisamente porque ha sido espiritualizado y hecho transparente», resultando, por lo tanto, imposibles «Douglas Fairbanks» y «las películas de Douglas Fairbanks» sin «esta nueva adolescencia del cuerpo humano».

El cine -apostillaba Vela- tiene los mismos años que nosotros los primeros futbolistas; está a nuestra misma temperatura, a nuestro tono y compás, todo él joven y vivo, y se nos adapta y nos envuelve como una camiseta de sport.



Fernando Vela pertenecía, en fin, a la generación de su amigo y paisano, también ovetense, Eduardo Martínez Torner (1888-1955), de quién traté extensivamente (cabe recordarlo) en un trabajo presentado, en 1990, en el III Congreso de esta Asociación Española de Historiadores del Cine.




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Elementos primarios del cine

Para Fernando Vela los elementos primarios del cine eran la fotografía instantánea, la pantalla y el proyector, los cuales había olvidado por entero Béla Balázs, curiosamente, en su libro Der sichtbare Mensch oder die Kultur des Films, publicado en 1924.

Los mismos instrumentos físicos del cine -antes de intervenir los actores, el autor, un argumento- contienen un poder elemental de poetización. Todo el arte del cine es mecánico -observaba Vela-, hasta que el flujo de imágenes sale por el cañón del aparato; también la estatua exige cincel, martillo y andamio. Pero desde aquel punto, el cine es el único arte inmaterial: trabaja con pura luz y pura sombra. Aún podríamos añadir como elementos primarios el silencio, la oscuridad del cine.



Fernando Vela estaba, con claridad, en 1925, por las películas en blanco y negro, llegando incluso a vaticinar que la «película en colores fracasa y fracasará siempre porque restituye a estos seres inverosímiles de luz y sombra el color y la carne que perdieron merced a un refinado secuestro en la cámara oscura; el arte exige por cada elemento de realidad conservado la extirpación de otro. Pero también fracasa porque el color suprime esta insinuación de sombra chinesca que es uno de los ingredientes más simples del encanto del cine».

Fernando Vela hablaba, por supuesto, desde un punto de vista estético, o sea, totalmente ajeno al puro interés mercantil, y por ello no podía imaginar entonces, en absoluto, que ciertos ensayistas y cineastas fueran a firmar en el Cine-Club Monterols, de Barcelona, el 28 de febrero de 1957, un «Manifiesto del Color», dando pie así a la Semana Internacional de Cine en Color, que se celebraría luego en la Ciudad Condal, durante bastantes años.

En consecuencia, Jorge Grau, José Luis Guarner, Fernando Loriente, José María Otero, Salvador Tones-Garriga y Jean D'Yvoire, responsables del antedicho «Manifiesto del Color», se hallarían de completa conformidad con el hecho de que el «aspecto económico del cine», finalmente, descubriera el aumento de la «participación activa de los espectadores» al tratarse de «films en color».

Y es que para ellos, cuando «el cine era blanco y negro, el espectador reconstruía psicológicamente los colores, otorgándoles el valor que el tema o el momento requerían», exigiendo el advenimiento del color que el artista, por consiguiente, fuera «quien creara esta valoración para que la falsa naturalidad de los colores no estorbase a la expresión de la obra en conjunto».

Fernando Vela se equivocaba, por lo tanto, siguiendo la lógica natural, en vez de las conveniencias económicas imperantes en el mundo moderno, al afirmar en su discurso que la «película en colores fracasa y fracasará siempre», ya que para él, ni más ni menos, cualquier sombra sobre una sábana constituía «una sombra chinesca, uno de los ingredientes más simples del encanto del cine».

Para Fernando Vela, amante de la sencillez, la mejor pantalla de cine habría de ser, en suma, «la sábana humilde, la sábana de los sueños, la sábana de los fantasmas del pueblo y de los miedos infantiles...».

Cosa que yo, por mi lado, también creo.




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El cine y su dramaturgia

Béla Balázs, al esbozar una dramaturgia del cine, en el capítulo principal de su discutido libro El hombre visible o la cultura del cine, observaba que en tanto en el teatro se diferencia la obra de su representación, no ocurre tal cosa en el cine. Y es que -añadía Fernando Vela- «en el cine solamente hay representación» o, si se prefiere, «en el cine todo es presentación», porque «en el cine no hay manera de rectificar las diferencias. El personaje es lo que parece; es exactamente igual a su apariencia».

El cine -advertía Balázs- no soporta la máscara como el teatro», ya que en «el teatro, el director de escena encuentra completamente hechos y terminados en el texto del drama los caracteres y las figuras, y sólo ha de buscar un representante», al contrario que el director cinematográfico que «no busca un representante, sino el carácter mismo, y él es quien con su elección crea la figura.



Fernando Vela solía poner, al respecto, de paradigma al popular personaje de Charlot, pues lo comprendía muy bien desde que diera sus primeros pasos y además, con certeza, habría de ser punto de referencia frecuente en ensayos suyos diversos: «Todavía andan por ahí coches del primitivo Ford -ese Charlot de los autos- en harapos», dirá, por ejemplo, en 1934, al hablar de las máquinas de destruir, propias del consumo impuesto por el American Way of Life.

Para Fernando Vela, indudablemente, su coetáneo Charles Spencer Chaplin (1889-1977), transformado en Charlot, era «el mejor remedio contra la inercia de la masa que rebulle en el cine oscuro», porque «cuando volvemos a una película de Charlot nos asombra el gran número de efectos que nos pasaron inadvertidos la primera vez. Y lo mismo la segunda, la tercera, la cuarta vez. Charlot adelanta al cine, y un día se escapará por el trecho entre dos instantáneas».

Por eso Fernando Vela habría de anotar, con buen juicio, que «en el cine, las películas donde un actor realiza su único y verdadero papel son las mejores; por ejemplo, las de Charlot», para agregar a continuación que «Charlot siente las puertas cerradas como un perro», dado que el «personaje de cine, además de ver las cosas, ha de sentirlas».


El circo

También, a raíz del estreno del largometraje «chapliniano» The circus / El circo, en 1928, Fernando Vela habría de ofrecer un estudio, titulado «Charlot», a través de la Revista de Occidente (número 59), ampliándonos en él su filosofar sobre este vagabundo porque se ha extraviado en este mundo. Vivía en otro distinto, pero un día, sin darse cuenta, entornó la puerta y ha venido a caer, haciendo una famosa entrada de clown, en un mundo de menor número de dimensiones, donde los espejos no pueden ser penetrados, donde cada paso es un tropiezo...».

Fernando Vela opinaba, en consecuencia, que sin «conocimiento fisiognómico no sería posible el arte del cine» y que «asimismo, la perfección del cine y del conocimiento fisiognómico se implican mutuamente», acomodándose, con exactitud, a lo que el Barón de Arcediano habría de denominar la personalidad exterior, en su volumen ¿Quiere usted ser actriz o actor de cine?, sacado a luz por la Editorial Purcalla, de Madrid, en 1946.

La emoción que sentimos en el cinema es mucho menos razonada -señalaría con acierto ese autor- que la que sentimos en el teatro, ya que procede más directamente de nuestros instintos. Por ejemplo, desde la primera vez que vemos a un artista y, sin que podamos explicarlo, no nos acaba de agradar, y, sin embargo, otro actor se nos hace simpático desde un principio. Esto se debe a que nos ha influenciado su personalidad exterior. Y generalmente en la mayoría de los casos no se equivocan nuestros sentidos.



Y aquí, a la conocida pregunta de Goethe «¿Qué es lo exterior en el hombre?», Fernando Vela respondía con lo que él llamaba microscopia del gesto, que es la «operación cinematográfica» en la que culmina esa transparencia corporal que se produce en la pantalla, merced a la cual «no sabemos qué nos pone delante, si un espíritu, si un rostro», puesto que «la laminación sufrida por los seres cinematográficos ha acercado tanto su interior a su exterior, que ha hecho de ambos una sola cosa», sucediendo así, verbigracia, con Charlot y su creador, Charles Spencer Chaplin.

Fernando Vela se hallaba, por consiguiente, en el entendimiento del carácter mecánico de un film y por eso era de los que notaban que la fotografía «hace capaz al cine de todas las fantasmagorías e inverosimilitudes, sin que las cosas pierdan nunca, a través de todas sus vicisitudes, su potencia objetiva». De ahí -acoto yo- que las lentes colocadas en los aparatos ópticos en la parte guiada hacia los objetos reciban precisamente el nombre de objetivos.

Mas la cámara oscura transforma, igualmente, los elementos de realidad que va encerrando -hay que reconocerlo-, y Fernando Vela, para explicar esa desrealización fílmica, se refería a una película reciente entonces, The thief of Bagdad (o sea, El ladrón de Bagdad, realizada por Raoul Walsh en 1924, con Douglas Fairbanks de protagonista), en los siguientes términos:

En una película reciente, el tapiz volador del cuento árabe pasea una pareja feliz sobre las calles de Bagdad, pobladas de una multitud boquiabierta. El efecto fallaría si todos los elementos del cuadro, sin exceptuar el tapiz, no fuesen percibidos, en fotografía como auténticos. En el cine, la irrealidad se presenta con los mismos caracteres de la realidad; la desrealización es conseguida por igual procedimiento que la realización. Por eso queda plenamente efectuada. El tapiz volador de la película es un legítimo tapiz mágico.



En el Séptimo Arte todo es posible y por eso resulta lógico que Fernando Vela, en su trabajo, al tratar de los trucos, en 1925, tuviera presente, por su condición fantástica -amén de por su simpatía hacia Douglas Fairbanks-, el magnífico largometraje, de Raoul Walsh, El ladrón de Bagdad, elaborado con diseños de William Cameron Menzies, a partir de una de las más celebradas historias contenidas en Las mil y una noches.

La dramaturgia del cine se encuentra, en fin, estrechamente relacionada con la tecnología.




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Trucos de la cinematografía

En un interesante artículo, «La sobreestimación de la técnica», del antiguo asesor artístico de la U.F.A., de Berlín, Hans Rothe, publicado en el número tres de la revista madrileña Cine Experimental (febrero de 1945), puede leerse lo siguiente: «Las películas, que mejor recuerdo, cuyo argumento todavía me hace pensar, y cuyas escenas veo aún más claras en mi memoria que otras vistas actualmente, proceden casi todas de la época del cine mudo. En aquel entonces, la técnica estaba muy atrasada en comparación con sus adelantos actuales. Pero, precisamente, esta técnica tan humilde obligaba tanto al director como a los actores a conseguir con el máximo esfuerzo el máximo valor de toda representación pública: lo humano».

Pues bien, una de esas películas consideradas como ejemplo entonces era El gabinete del doctor Caligari / Das Kabinett des Dr. Caligari, dado que para Hans Rothe dicha cinta, realizada por Robert Wiene en 1919, «poseía algo que nunca ha sido logrado de nuevo con la misma consecuencia: el tornar a la forma primigenia del cine, a la idea básica de lo que pudiéramos llamar la sensación de lo fotográfico», al aprovecharse en ella «los elementos fantásticos, deslizantes, irreales de la fotografía», amén de «la posibilidad para la deformación o acortamiento».

Algo que ya había apreciado en 1925 Fernando Vela, al anunciar, pongo por caso, un suplemento de la Prager Presse (26 de abril de 1925) que por «el empleo del cine-Cubor, invención del ingeniero Cernovicky, se pueden realizar multitud de ilusiones ópticas que hasta ahora no se habían logrado, tales como escenas en un mundo invertido, en la cuarta dimensión, movimiento de la realidad, etcétera».

Y ello porque para Fernando Vela el cine ni siquiera había menester de «tales ingenios y complicaciones», ya que -advertía- en «el interior de todo cuento funciona un mecanismo de desrealización que trasluce como dibujado en línea de puntos», no debiendo, en consecuencia, la técnica cinematográfica dominar al espíritu.

Los «recursos mágicos de los cuentos» -continuaba Vela- muestran el mundo al revés, por constituir «puntos de vista insólitos desde los cuales se recogen visiones extrañas y, por así decir, antinaturales del mundo». Así, la metamorfosis de un objeto, su evasión del «mundo visible», la duplicación de un personaje, etcétera, son las fantasmagorías e inverosimilitudes más sencillas de representar en un film, y, por consiguiente, las de mayor eficacia (véanse, verbi gratia, en ese sentido, las del poético largometraje Orphée, dirigido en 1949-1950 por Jean Cocteau, a partir del mito clásico de Orfeo).

A Fernando Vela, por lo tanto, le gustaba la magia, y aquí pienso de inmediato en el primitivo Georges Méliès, que la ejerció y fue responsable del Teatro Robert Houdin, llegando a impresionar precisamente en 1896 una película titulada El escamoteo de una dama / L'escamotage d'une dame chez Robert Houdin.

Y es que para Fernando Vela el «arte de birlibirloque» -según señalaría en una conferencia suya, «Prestidigitación y literatura», en 1950- era de ese modo «el arte de la cuarta dimensión», porque «cuanto hace un prestidigitador es una simulación habilísima y perfecta de las acciones de un ser de cuatro dimensiones», añadiendo pronto al respecto que sus juegos «terminan siempre como las películas; con un final feliz».

Fernando Vela creía, en fin, que todos los trucos eran infantiles al hallarse lo maravilloso inserto dentro de la misma realidad (los que «han visto la infantilidad del cine han visto bien», decía), estableciendo igualmente de esa manera un valioso paralelismo entre la legendaria prestidigitación y la cinematografía primigenia.

Los niños -observaba por otro lado Béla Balázs, en su libro El hombre visible o la cultura del cine- conocen los secretos de las habitaciones mejor que los adultos, porque todavía pueden gatear por debajo de los muebles. Los niños ven el mundo en aumento. Los adultos, en cambio, empujados hacia lejanos fines, pasan por alto las intimidades de las emociones angulares. Sólo el niño que juega se detiene en los detalles. Por esta razón, el niño está más en su casa en la atmósfera de la película, que sobre el tablado escénico.



Imaginación es la palabra básica, en definitiva.




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Consideraciones finales

El célebre filósofo de la decadencia de Occidente, Oswald Spengler (1880-1936), en su obra capital, habla de las tumbas de los faraones, de las catedrales góticas, de lord Balfour, pero no de la cinematografía, y eso por entender, según Fernando Vela, que «el estético, dispuesto a encontrar el rudimento originario de todas las artes en un pirograbado polinesio, nunca admitirá que un nuevo arte germina allí donde su mujer y sus hijas van jueves y domingos entre la merienda y la cena».

Ante las puertas de vuestras doctas academias -reivindicaba Béla Balázs, en 1924- está desde hace años un nuevo arte pidiendo entrada. El arte del cine reclama voz y voto, un representante entre vosotros; quiere ser digno objeto de vuestras meditaciones y que le dediquéis un capítulo en esos grandes sistemas de estética en que se habla hasta de la curva de las patas de las sillas y del arte del peinado y, sin embargo, ni siquiera se menta al cine.



Vela pensaba, al respecto, que el caso del cine, tal vez, fuera decisivo y trastornador para la ciencia estética; «porque quizá la primera conclusión estableciera que un arte puede nacer también del afán simple e intrascendental de gozar, de divertirse».

Fernando Vela era de la generación que algunos llamaron «del cine y de los deportes»; es decir, aquella que diera sus primeros pasos junto al invento de los hermanos Lumière, a los Juegos Olímpicos modernos o al primigenio balompié español. De ahí su libro Fútbol Association y Rugby, publicado en 1924 con el seudónimo de «F. Alonso de Casó» y donde refleja sus experiencias como adelantado futbolista en España.

Fernando Vela era, pues, un deportista, con todas sus consecuencias, lo cual en aquella época significaba una actitud clara ante la vida y las cosas, implicando un talante liberal.

Los poetas -observaba Vela- no andan remisos en admitir el cine en la buena compañía de las artes. Jean Cocteau ha dicho: 'Cinema, dixième muse'. Pero es que los poetas están habituados a descubrir las cosas más insospechadas -verdaderas realidades, sin embargo- en el inmediato contorno y a trasponerlas enseguida a otro tono. Los estéticos son menos generosos que los poetas, como esos criados de aristócrata más encopetados que el propio patrón, y los poetas se pasan con frecuencia y dilapidan. Es preferible. La sospecha de que estamos ya en otra época o muy cerca de sus lindes nos impone aquel criterio del personaje de novela que a cada paso repetía: «¡Hurra por las cosas nuevas!».



Y es que al escribir eso Fernando Vela, en 1925, tenía conciencia plena de que el cinema era aún un objeto poco conocido por los teóricos, al hallarse todavía mal aislado, entretejido con su contorno; en consonancia, en resumidas cuentas, con su contemporaneidad.

Fernando Vela sabía ya en 1925, dejando a un lado, empero, cualquier consideración mercantil, que el enorme «arte del cine también tenía que ser primero una creación social, naturalmente, de la sociedad de nuestro tiempo -industrial y capitalista- y no de la época gótica».

Fernando Vela veía así el arte cinematográfico con acierto, como un producto industrial, hijo del capitalismo y de la máquina, con una mezcla de realidad y fantasía en aparente caos: «Cuando los estéticos dicen despectivamente que el cine copia la realidad, quieren significar por realidad la vulgar y diaria. Pero hay muchas realidades en el mundo real; aquella de que se vale el cine no es la tosca e incompleta, de retícula gruesa, que permite ver una atención apresurada hacia fines prácticos, sino otra realidad más interior, a la cual se penetra por los trechos de invisibilidad de la nuestra cotidiana. El ingreso en ella nos proporciona sorpresas inesperadas. Más de uno ha exclamado en el cine: ¡Me parece que veo las cosas por primera vez! Se siente el placer de la súbita evidencia; se siente el placer del descubrimiento...».

Y Vela añadía: «El público de cine conoce a su manera más sentimientos que un psicólogo; sobre todo, esos sentimientos polifónicos (como pena-alegría, deseo-repulsión, placer-dolor) y otros muchos, simples y compuestos, para los cuales todavía faltan palabras».

Fernando Vela se sentía, en fin, poeta frente a las pantallas cinematográficas y a los «hombres superiores», allá por 1925, en tanto para Jean Cocteau (1889-1963) el cine constituía la décima musa.

Los que han visto la infantilidad del cine -concluía Vela en su ensayo «Desde la ribera oscura»- han visto bien, aunque no hayan sabido discernir sus causas. Esta infantilidad es la objeción de los hombres superiores -literatos, pintores, estéticos, etcétera- contra el cine. ¿Prefieren entonces un arte para viejos?... Tal vez el adorador de la evolución se desconsuele de esta persistencia del niño en el hombre maduro de un siglo que va a la proa de los siglos. Pero más bien es motivo de optimismo que no se haya agotado y desecado todavía la fuente de la puerilidad.



Fernando Vela -creo- hacía bien entonces en poner el dedo en la llaga de ese modo, ya que el mundo de la cultura padecía -y sigue padeciendo ahora, por desgracia- una actitud llena de soberbia de ciertos «hombres superiores», bastantes de ellos cargados de títulos académicos para mayor inri y faltos a un tiempo de la humildad primordial a la hora de investigar.

Por el contrario, a lo largo de su fecunda tarea poligráfica, desarrollada en ocasiones, de una manera anónima, en los medios más diversos, Fernando Vela tendría siempre a mano un pretexto para conversar, discurrir o disputar sobre cine. De esa forma, por ejemplo, en «El arte al cubo» (1927), motivado por el éxito de la audición de la Sinfonietta del maestro Ernesto Halffter (1905-1989), notaría: «El público, me parece, se ha contentado con el goce primario de las sonoridades propuestas. Ha creído con fe en las figuras allí representadas, en su existencia real, sin ver que eran no más reflejo, virtualidad. Como a veces en el cine la máquina retrocede y descubrimos que el rostro primero y casi tangible era una imagen especular».

Por ello, si la aparición del volumen Der sichtbare Mensch oder die Kultur des Films, de Béla Balázs, en 1924, había originado (en calidad de comentario, complemento y también, en parte, de rectificación del mismo) el artículo de Fernando Vela «Desde la ribera oscura», el estreno del largometraje El circo / The circus, de Charles Chaplin, habría de suponer igualmente la excusa perfecta para un estudio suyo acerca de Charlot, en 1928, estando a la sazón en su último período las películas mudas.

Desde un principio, se había aplicado Fernando Vela en la obligación de -en sus propias palabras- «estar al tanto, al tanto de todo y hablar de ello», por lo cual continuaría informándonos, afortunadamente, verbi gratia, del nacimiento de la televisión, de su gran competencia con el cinema y de los monumentales costos de los rodajes llevados a cabo con ánimo de superar tal crisis; aprovechando asimismo cualquier acontecimiento fílmico del presente para recordar determinadas efemérides.

Mas la clave del enigma de la cinematografía para Fernando Vela y de la vida del hombre radicaba nada menos que en San Salvador de Oviedo: «De éste -llegaría a confesar-, como de otros enigmas semejantes, me reveló una vez la clave la catedral gótica que navega, anclada, con su único mástil, sobre los tejados de mi ciudad. Fue cuando entre la hojarasca de un capitel descubrí, dejada allí, como una deyección en un rincón, por el obrero tal lista, la figura de un hombrecillo lujurioso, y luego, por todas partes -hasta en las peanas de los santos-, imágenes de íncubos, micos, una fauna monstruosa sobre la cual se eleva la catedral con todas sus idealidades; con su única torre, huso alrededor del cual mi adolescencia devanaba sus ensueños. Desde entonces, la catedral gótica se me aparece como la representación más cabal de un alma humana, con su parte cavernaria y animal y su ápice místico».

Y Vela, dentro de su papel de asturiano universal, sentenciaba: «El poeta individual es monótono. Pero un pueblo aporta en tropel todas sus tendencias e impulsiones, altas y bajas, groseras y refinadas, lo mismo al templo gótico que al cine capitalista. Para uno y otro arte, la primera calificación valorativa es la de enorme».

Enorme, en alfa y omega, para la inteligencia abierta del ilustre oventese Fernando Vela (1888-1966), ocupada por el sentido común.






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Referencias bibliográficas

BALAZS, BÉLA: Der sichtbare Mensch, Halle, 1924.

EL BARÓN DE ARCEDIANO: ¿Quiere usted ser actriz o actor?, Madrid, 1946.

LORENZO BENAVENTE, JUAN BONIFACIO: «Fernando Vela y la generación del 14», en el diario El Comercio, Gijón, 25 de octubre de 1988.

- «Entusiasmo astur de antaño por el arte de Charles Chaplin (I)», en el diario El Comercio, Gijón, 22 de abril de 1991.

- «Eduardo Martínez Torner, del papel pautado al fotograma», en Las Vanguardias Artísticas en la Historia del Cine Español, Actas del III Congreso de la AEHC. Filmoteca Vasca - AEHC, San Sebastián, 1991.

ROTHE, HANS: «La sobreestimación de la técnica», en el número 3 de la revista Cine Experimental, Madrid, febrero de 1945.

VARIOS AUTORES: «Manifiesto del Color», en el número 28 de la Revista Internacional de Cine, Madrid, abril-junio de 1957.

VELA, FERNANDO: «Desde la ribera oscura (Para una estética del cine)», en el número 23 de la Revista de Occidente, Madrid, mayo de 1925.

- El arte al cubo y otros ensayos, Madrid, 1927.

- «Charlot», en el número 59 de la Revista de Occidente, Madrid, mayo de 1928.

- El futuro imperfecto, Madrid, 1934.

- El grano de pimienta, Buenos Aires, 1950.






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