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Follaje en los ojos

(Los confinados del Alto Paraná)

José María Rivarola Matto






ArribaAbajoCapítulo I

Los confinados


Éste es un pueblo viejo, dos o más veces centenario, pero sin un rasgo de perennidad, una sola piedra en que fundar la tradición, el recuerdo. Viejo porque viejo; mas sin haber salido nunca de la interinidad que inicia toda obra humana. Sus habitantes han venido de todas las regiones del país, y aun de lejanas comarcas extranjeras: poquísimas personas mayores son oriundas de aquí. Todos vinieron arrastrados, perseguidos por la vida, a buscar el olvido en este oculto trozo de campiña que se han permitido las bravías selvas del Alto Paraná.

Panambí era su primitivo nombre aborigen. Hay treinta o cuarenta casitas de paja, tablas o adobes ubicadas con aparente desorden, pero que en realidad encajan en la concepción de un desconocido urbanista utópico que se distrajo haciendo trazados, mientras soñaba hacer ver vivir su voluntad por siglos. Algunas parecen coquetas con sus paredes claras y tonos más obscuros en los frisos, más aun, hay dos que tienen una segunda planta, y hasta balcones. Alrededor, en patios, calles y una extensión equilibrada, césped bajo, limpio; aquí y allá, algunas matas de yerba o majestuosos árboles que columpian su follaje lejos de la agobiante protección del bosque.

Después, todo el horizonte cerrado por la irregular avanzada verdinegra de un encrespado mar vivo, de vigorosos movimientos retardados hasta lo imperceptible, pero no por eso menos potentes. Otro tempo un largo inimaginado, solemne, poderoso, ya inaudible, cuyos símbolos no han podido ser concebidos. ¡Es la selva eterna, donde impera el frenesí de la vida y de la muerte!

Los que moran a su vera no escapan a su ley; todas las formas de la agonía florecen en estas soledades, y allá van quienes han visto sin imagen la ilusión, la esperanza yerta.

Los habitantes de este villorrio no tienen nexo anterior entre sí; forman un conglomerado solidario únicamente por el hecho de la convivencia, y el asombro de lo extraordinario premiará de inmediato el examen que hagamos de algunos de ellos. Un ex mayor del ejército es jefe de correos; un ex periodista tiene un pequeño almacén; hay un médico leproso que vive en las afueras, ya en el mato, pero que viene semanalmente a hacer su provisión; una hermosa mujer que llevó su deshonra a la soledad quizá para agigantar la fuerza de sus motivos íntimos, es activa comerciante para solventar la instrucción y acaso la vanidad de sus hijos en la ciudad, hijos de diversos padres; un empingorotado señorito de antaño que se arrastró en una tragedia matrimonial, luce con la mañana sus maneras pulidas y a la tarde babea su desengaño o remordimiento, sucio, fofo, vahando alcohol; aventureros en busca de la fortuna, que han visto morir sus ensueños y los quieren llorar solamente a solas, lejos de testigos y tal vez víctimas de un optimismo eufórico que les hizo ver como seguro el éxito tras cuya búsqueda comprometieron honor y hacienda; otros perseguidos políticos que se sustentan paladeando anticipado el desquite; prófugos de la justicia o de la sinrazón, en fin, cien almas, o mejor, cien vidas que han renunciado a luchar en la luz y que piden únicamente olvido.

¿De qué viven? Una raquítica agricultura, algunas plantas de yerba natural, que están en tierras del estado, pocas cabezas de hacienda vacuna y, fundamentalmente, el negocio de bolicheo con los peones que salen de los obrajes y yerbales.

Allí vive Eusebio Rivas. Un buen día apareció en la aldea, solicitó un lote municipal, se construyó un rancho y fundó un boliche más. Nadie le preguntó de donde venía, pero él mismo entre copa y copa fue descubriendo fracciones de su historia. Había estudiado en la universidad, con sacrificios: era pobre. Fue empleado de una importante casa de comercio; nunca dijo por qué salió, ni por qué vino; ni que hubo una mujer en su vida. Y después, ¡la selva!

Su cuerpo, alto, delgado, musculoso y ágil inclinaba a la simpatía, su rostro de facciones finas, aunque no bellas. Pero había en él, en su mirada y en su gesto, una indefinible actitud de reserva que frustraba toda posible intimidad. La frente abovedada y amplia exhibía una poderosa capacidad de pensamiento pero sus ojos no miraban con firmeza, siempre como un oculto temor, un imponderable deseo de no definirse le daban vaguedad, así como un matiz de lejanía, como si al mirar una cosa registrara también un horizonte.

No tendría más de treinta años, pero su rostro se marchitaba con la celeridad del gajo cercano al fuego, y el alcohol, ese antifaz de la miseria, disolvía sus horas como un ácido.

-¿Qué tal anda usted de grasa? -se presentó gritando el mayor. Sus cabellos completamente blancos, los ojos azules y rasgos firmemente acusados daban dignidad a su continente, a pesar de la barba de varios días.

También a éste era difícil hacerle hablar de su pasado, pero había habido épocas mejores; la juventud en la escuela militar de Saint Cyr, en Francia, los viajes por Europa, de donde había vuelto casado.

-Hasta que llegue la «Marfisa» no tendremos novedad. Pero siéntese Mayor, siempre algo habrá para usted mientras quede alguna cosa en mi cocina. ¿Ha escuchado usted la radio? ¿No hablaron de la salida de la lancha?

-Nada, nada. Sabemos que salieron el «Don Emilio» y el «Don Augusto», pero de esto ya hace catorce días; es muy probable que no lleguen. Habrán terminado la venta por el camino y se volvieron.

-Venga, vamos a apretar el mate. En realidad, tienen razón, no hay combustible y con el río bajo, las correderas están muy fuertes. En el viaje anterior, el «Cruz de Malta» estuvo tres horas tratando de alcanzar el puerto. Barco viejo. Lo único que falta es que también éste se haga una avería.

-Sírvase. Tengo un limón, ¿quiere?... Ahí va. ¿Siempre recibe cartas con el «Cruz de Malta»?

-Sí, mi hija no falla. Cada quince días. ¡Caramba!, hace como cuatro años que no la veo. Dentro de poco terminará sus estudios. Quería venir en vacaciones, pero ¿dónde la meto? y ¿qué hago con la Juana entre tanto? Me envió su retrato. Es una real moza, se me parece a mí, tiene muy poco de su madre... aunque a veces hay un aire, es cuando la miro de reojo, rápidamente. A veces hago la prueba... pongo la fotografía entre papeles en mi mesa, yo mismo trato de distraerme y al levantar lo que tiene encima, ¡hombre!, la veo salir de misa, recogido el velo, y prendida en el pecho la rosa encarnada que yo le había regalado la noche anterior... Tenía los ojos azules color nacimiento del alba... ¡Ay, en ese momento, media vida por un arte! Amigo, qué regalo del destino, ¡tan espléndido que echa a perder todo lo que sigue!... Vuelvo a taparla rápido, y empiezo otra vez. En fin, un jueguito de viejo..., pero tome usted también. Gracias.

-¿No tiene alguna fotografía de ella misma, de su esposa?

-No, nada. Todo se lo llevó el fuego. Una que quedó olvidada, se la comieron las ratas. Usted sabe, cuando más jóvenes tenemos impulsos. Creí que podría olvidar no dejando ningún retrato, y me arrojé yo mismo a este desierto... para olvidar... ¡Ja, ja, ja!, y usted ve, en esta soledad, vivimos rumiando nuestros recuerdos. ¡Imbécil! Para olvidar, hay que meter otra cosa en el meollo, substituir, aplastar un recuerdo con otros, con una montaña de otros, o vivir tenso en una ansiedad. Buscar otro centro y girar en torno, pero hemos venido aquí donde no hay nada, nada más que días vacíos y noches sin fin, y queramos o no, estos días se llenan con los únicos pensamientos que tenemos, aquellos que quisimos olvidar. Éste es un lazo, una trampa del destino, un desquite de la vida que no quiere muertos en pie. O se está sepultado con unos metros de tierra encima, o se está vivo con un fin, con un porqué, para algo... Ahí tiene usted a don Julio, ¡ja, ja, ja!, ese loco también quiere olvidar, ¿y qué ha hecho? Se ha comprado una serie de discos arqueológicos que siguen paso a paso los años de su vida. «Esta música estaba muy de moda en 1920, ¿se acuerda, mayor?, y este vals en 1926, y esta polca y este tango, etc., etc.», y se pone a beber recostando la silla al horcón de su rancho, cierra los ojos y sonríe. ¡A quién engaña este imbécil! Si hiciera eso en una juerga desatada se explicaría su sonrisa, ¡pero nunca en este destierro!, pero, don Eusebio, usted no bebe, ¿me quiere emborrachar para hacerme decir tonterías?

-Mi mayor, usted sabe que a mí me gusta el fuego lento, y cuando usted vino, tenía ya presión. Espérese un momento que voy a encender la lámpara. ¡Aníbal, tráeme la lámpara! Vamos a hacer un poco de humo, ¿no le parece? Es la hora de los mosquitos. Enseguida deben llegar Eugenio y Pulé. Podríamos hacer un truco, ¿qué le parece?

-Está bien Eusebio, pero mande un poco de grasa a mi vieja. Se me había olvidado. La bruja es capaz de dejarme sin cena. Sabe que su caña está exquisita, ¿qué le puso?

-Guaviramí. Le pedí a Cáceres la última vez que vino.

-Gran muchacho ese Cáceres. ¡El Comisario le tiene un hambre! Trató a dos de sus agentes para que le ayudaran a hacer pasar su tropilla al Brasil, les dio unos pesos y les comprometió a que se presentaran en el Pasito para el jueves a la noche. Los dos inocentones se le fueron con el chisme al Comisario, y ya creían los «milicos» que se iban a repartir las cincuenta cabezas; pero Cacerillo que es una luz, con un par de buenos señuelos, en media hora pasó la hacienda por la Península. Al otro lado los brasileños, que no entienden mucho de este negocio, quedaron admirados. Ellos habían venido con muchos hombres y una lancha.

-Sí, me contaron la hazaña, pero ya se consoló el Comisario, Cacerillo le mandó de regalo tres cortes de tusor, creo que ya se los dio a un lanchero para que los vendiera... pero... aquellos de la linterna deben ser Eugenio y Pulé. Puede que Pulé haya escuchado la radio, traerá algunas noticias.

Llegaron los concurrentes. El llamado Pulé era un joven de hasta veinticinco años, tez morena, carirredondo, de boca y ojos hundidos, nariz chata y pelo negro encrespado. Una sonrisa tímida vagaba permanentemente por sus labios. Vestía bombachas, blusa y alpargatas. El otro, de más edad, tenía ralo el cabello, las facciones fofas y manos temblonas, consecuencias de la crápula. Sus maneras, sin embargo, recordaban un anterior buen vivir.

-Buenas, buenas, buenas, ¿qué tal Eusebio y la compañía? -se presentó alegremente-, ¡Ah, está mi mayor! Teniente primero Eugenio Álvarez del glorioso regimiento Corrales se presenta, parte sin novedad, y dispuesto a derrotar a cualquier pareja de truqueros, por el gasto, la firma o la palabra.

-Tome asiento, teniente, pero ¿no es más antiguo el Teniente Pulé? Ah cierto, él es solamente militar en comisión y usted es del glorioso Corrales, ascendido por méritos de guerra. Cruz del Chaco, Cruz del Defensor, Cruz Roja... no, ¡perdone! Nada de sanidad, de guerra, de guerra, la línea, infantería, ¿verdad?, ¡la reina de las armas!

-Así es, amigo Eusebio, así es y propongo que la partida se realice entre el equipo militar, mi mayor y yo, y el equipo civil comerciante, Pulé y usted.

-¡Aceptado sobre tablas! -gritó Pulé con su voz fina- ¡venga la baraja!

-¡Vengan los naipes!, y un litro de caña para empezar, esa con guaviramí, y entre tanto que se eche guaviramí en el barril para que tome gusto el resto. La partida dura hasta, que quede seco. El equipo militar está dispuesto a destruir definitivamente a este enemigo. ¿No es así mi mayor? Así es, y así ha de ser.

Mientras se tendía la manta sobre la mesa, se traían los tantos y se acomodaban los jugadores, Eusebio, siguiendo el mismo estilo artificial de la charla, trajo a cuenta el tema que todos tenían presente.

-¿Ha escuchado la radio el compañero Pulé? ¿Hay novedades que nos interesen? Me refiero a las lanchas, naturalmente, no a los terremotos ni a las guerras, ni a las revoluciones. ¿Salió la «Marfisa» de Encarnación?

-Ni una palabra. Yo creo que ya habrá salido y nosotros no escuchamos. No puede ser que esté más de quince días sin venir, a no ser que haya sufrido averías. Llegó a Encarnación el cuatro, y hoy estamos a veinte. La verdad es que si esto sigue nos quedamos sin provisión.

-No preocuparse señores. Tenemos oro verde: yerba y madera. Tenemos mulas en las carrerías. ¿Quién les dice que alguna vaca de fuerte instinto maternal no quiera sacrificarse por nosotros? Tenemos mujeres y caña. ¿No es esto el paraíso? ¿Doy, señores, a tres, diez y ocho? ¿...cuánto vale la falta?

Así empezó la partida. Poco a poco fueron llegando más concurrentes de toda calidad y condición. El ruedo se empinaba sobre la mesa festejando con grandes carcajadas y gritos las ocurrencias de los jugadores. Otros de pie, a horcajadas sobre los cajones, el sombrero puesto, hacían sus comentarios y apuestas.

-¡Pago cinco por la mano de mi mayor!

-¡Pago la contra!

-¡Don Álvarez es mi gallo, voy un cuarto!

-¡Yo agarro!

Vasijas de lata y abollados jarros se cruzaban en todas direcciones con generosa dosis de aguardiente. Algunos antes de beber, mudando de carrillo el naco, escupían contra la pared, y después, con un estrepitoso resollar, hacían significativo comentario de la fuerza quemante del alcohol.

Parpadeaba la lámpara, abrumada de sombras y su tímida luz abríase paso por entre grupos de cuerpos Aníbal, el chico, agregaba estiércol de vaca al fuego, para producir humo que alejase a los mosquitos y con una rama verde lo batía de tarde en cuando para impedir que levantase llama.

A lo lejos la selva rugía con el yaguareté y los alarmados perros hacían sus ruidosos comentarios. Del hombre, sólo el vicio...



Eusebio cerró las puertas de su «boliche», y con un suspiro se dispuso a pasar una noche más. Odiaba estas noches tan largas. El alcohol lo estimulaba mientras estuviese en pie con otros, pero después, al posar la cabeza en la almohada y cerrar los ojos, una fuerza expelente le marcaba una rara, desagradable sensación en el cerebro. Para evitarla, trataba de no ir a la cama hasta que le pasase un tanto el mareo, y permanecía sentado, o cuando menos con luz, con los ojos abiertos. Esa lucha por no abandonarse al sueño, siempre le resultaba penosa, porque debía pensar, rememorar, y una vez en poder de estas remembranzas, ya podía desaparecer el efecto del alcohol. Pero quedaban ellas poseyéndolo firmemente, torturadoras.

Se defendía tratando de revivir episodios de su infancia. Los veía tales cuales habían ocurrido, aunque ahora tenían los hechos un significado distinto: era la tristeza de la rama enferma que siente retozar el aura entre sus brazos duros.

Había sido pobre, tuvo que trabajar desde temprano, pero había tenido compensaciones. Su madre, girando en torno. La veía inclinada sobre la máquina de coser horas y horas, pero como esto había sido siempre, desde que tuviera memoria, no amargaba en aquella época sus días. Además, ellos solos, podían con la vida. Hasta había tenido tiempo de estudiar y de jugar, claro está. Su madre nunca exigió mucho de sus tiernos años.

Pasaban presurosos ante sus ojos emocionantes jugadas de fútbol, triunfos, infortunadas derrotas; pero, entonces, las sensaciones eran simples, sin perceptibles principios de contradicción, dichoso o más o menos desdichado, pero siempre por sencillas causas que le permitían pasar de uno a otro estado en una sucesión fácil, sorpresiva y rápida, como las geométricas figuras de un calidoscopio. Después, en el colegio contaban con él para los grandes encuentros, y hasta ahora el orgullo le cosquilleaba en el pecho.

Su madre seguía cosiendo; cada vez sus ojos se hundían más y el dolor de la espalda era más agudo. Pero gozaba también con sus triunfos y casi lo alentaba, sin atreverse quizá a hacerlo directamente por temor a que el entusiasmo del juego fuera a costa de su trabajo o sus estudios. En la casa de inquilinato tenían una pieza, diríase privilegiada, sobre la calle. Detrás, un gran patio con árboles donde venía Óscar a jugar con él. ¡Qué gran muchacho este Óscar! El sí tenía familia, padres, una casa grande, y ¡qué bien había conservado la amistad a través de los años! Su última carta, ¿para qué recordarla? Quería permanecer siempre en su primera infancia sin avanzar más allá.

Una noche se llevaron a su madre a un hospital. Él iba a visitarla, acompañado de una vecina y le llevaba ataditos con frutas.

Cierta vez fue solo, y la religiosa que lo recibió quedó un momento aturdida, sin saber qué decirle.

-Espera un momento, hijo mío, ya vuelvo enseguida.

Fue, presurosa, al encuentro de otra hermana de más edad, con sus pasitos menudos y el acompasado aletear de la toca. Después, vinieron las dos hablando animadamente.

-Yo no me atrevo, ma soeur, ¡es tan niño! -decía una en voz baja, mientras le miraba apesadumbrada.

-Sí, sor Cecilia, ¡pero algo hay que hacer!... ¡ah, si estuviese el padre Olmedo! -Se frotaba nerviosamente las manos bajo las bocamangas del hábito.

-Dime, hijo mío, ¿quién es la señora que venía contigo?

-Doña Emilia, hermana.

-¿Es tu pariente?

-No, es nuestra vecina.

-¿No tienes... algún pariente?

-No.

Las dos se miraron interrogándose, desconcertadas. Por fin, ma soeur pareció encontrar un atajo.

-Mi hijo, vete a llamar a doña Emilia; le dices que yo quiero hablarle con urgencia.

-¿Ahora mismo?

-¿No voy a ver ahora a mamá?

-Oh, hijo mío, haz primero lo que te digo... a ver -sacó del bolsillo de la falda un libro de oraciones y buscó entre las hojas-. Esta estampita es para ti... ¿ves? es el Niño Jesús. Toma... ahora vete, ligerito, ligerito -agregó- empujándolo suavemente por la espalda.

Se encaminó hacia la puerta, pero de pronto recordó que traía en la mano algunas naranjas para la enferma. Volvió deprisa:

-Hermana... había traído esto para mamá.

-Oh, mi hijito -vaciló un momento-, tráelas aquí, yo te las guardaré, agregó al fin, volviéndose con presteza.

Cuando salió le pareció que una de ellas decía: «¡Pobre chico!», pero en aquel entonces, la compasión no tenía significado para él.

Doña Emilia le quedó mirando largo rato. Luego, sin decir palabra, se echó un manto a la cabeza y cogiéndole de la mano, se lo llevó de vuelta al hospital.

Lo dejaron aparte y la vecina cuchicheaba con las religiosas. De cuando en cuando volvíanse a mirarlo. Después, todas juntas, como en una comisión solemne, se dirigieron a donde estaba él, apretado en su camisita de lienzo, con los brazos colgando, el cuello estirado y un gesto asustado por verlas venir.

-Mirá, Eusebio -dijo doña Emilia-, acariciándole la cabeza, vos sabés que las personas que siempre han sido buenas, después se van al cielo, donde está Dios y la Virgencita y el niño Jesús... allí siempre son felices, están contentas porque están con Nuestro Señor, ¿verdad?

Asintió, encogido, tragándose el asombro. Bueno, Eusebio... tu mamita ahora está contenta en el cielo..., se le quedó mirando un rato, y de pronto lo dejó estudiar, fue más.

Le fue difícil comprender al principio la importancia de su soledad. Quedó bajo la custodia de un padrino que fue bueno con él, que se hacía servir por él, y que siempre estuvo persuadido de que su caridad llegaba a límites extremos. Lo dejó trabajar para sí, fue mucho; lo dejó estudiar, fue más.

Se metió bajo el mosquitero, sin apagar la luz. Un secreto deseo de no estar solo hacía esperase al bebedor contumaz que, tambaleando, volviese por una última copa. Pero no quería visitas de pegajosos ebrios que ensuciaban sus confidencias con vergonzosa crápula; prefería el peón embravecido que consume con coraje suicida el anticipo último; ese que al beber el trago final, aún se dobla hacia atrás para gritar: «¡Yo soy un macho!», aunque después caiga tendido. La bravura estimula cuando menos el desprecio de una sonrisa y, aún así, siempre es solemne ver a estos hombres marchar a la selva a comerse la vida, sin una queja, mirando impávidos con sus ojos negros, el negro destino.

-¡Don Eusebio, don Eusebio! -llamaron golpeando la puerta.

¿Quién podría ser? No reconocía la voz.

-¿Quién es? -preguntó cauto, empuñando el revolver. Es peligroso abrir a cualquiera en la noche. Al franquear una puerta puede entrar la traición.

-Le hace decir don Flaminio que acaba de llegar con la «Marfisa», que va a dormir esta noche en el puerto, y que a las ocho sigue viaje.

-¡Cómo! ¿llegó la «Marfisa»?

-Sí, hace una hora. Yo vine a avisar porque están apurados... dice que vayan si pueden esta noche, o mañana a primera hora.

-¿Y le avisaste a doña Rosenda, Pulé y los otros? -dijo, abriendo la puerta.

-Sí.

-¿No sabés si Pulé irá enseguida?

-Dijo que le preguntara a usted si iría, porque también él quiere ir.

-Bueno, espérame un rato que ya me visto. ¿No querés un traguito? -Se puso los zapatones, se ajustó el arma, tomó la linterna y un sombrero viejo.

-Vamos.

-Ambos emprendieron el camino hacia la casa de Pulé pasando por la calle principal del poblado, completamente a obscuras. En las casas, el gajo grueso que conserva el fuego arropado en cenizas, y solamente el activo ladrar de los perros. Interrumpiendo el paso, acostados vacunos que en la proximidad inmediata resoplaban con fuerza al preparar y retardar el salto. La noche sosegada y quieta con su luciente multitud de mundos que cortejan la soledad. El ambiente, saturado de nocturnos perfumes vegetales escapados con el relente; en las afueras sospechosas alarmas de teros, y en el bosque sin fondo, inubicables coros de carayás.

Un silbido advirtió a Pulé que ya llegaban, y se les unió inmediatamente. Al pasar frente a una de las últimas casitas, se abrió una ventana y una voz gritó:

-Don Eusebio, ¿va usted a la lancha?

-Sí.

-Le ruego por favor que diga a don Flaminio que me reserve doce frascos de esencia «Perfume de Oriente». ¡Pistolas! ¿para qué quiere tantas don Julio?

-Es un encargo, don Eusebio, es un encargo, me lo pidió un brasilero.

-Está bien, don Julio -dijo Eusebio sonriendo.

Don Julio cuando cruzaba al Brasil iba bien provisto de este perfume barato y era el obsequio preferido a sus amistades femeninas en aquella banda. Viejo reblandecido y romanticón, pero ¡tan inofensivo! Todos lo conocían y las muchachas se dejaban agasajar con una compasiva sonrisa en los labios. Para él era suficiente escuchar alguna música que le recordara épocas lejanas.

Caminaban por la «picada» alumbrándose con las linternas. La niebla que todas las noches prueba a levantarse a favor de la humedad, protegida del viento por el tupido follaje, mantenía suspendidas a poca altura sus sábanas blancas, y sólo llenaba los bajos. La senda, ascendente, descendente, barrosa o seca según el curso del terreno, hacía fatigosa la marcha. Muchas veces, los haces de luz quedaban suspendidos en el vapor, formando iris espectrales. Sombras sin la explicación de cuerpos, gajos sin el sostén de troncos, lianas verticales que parecen no colgar y simulan ser boas gigantescas; la sorpresa del verde vivo, acaso el rojo, perviviendo tras el sello de la noche. Arriba, todo cubierto, un negro indistinto, que no permite la fantasía de una sola estrella. Sólo el yo, y el fantasma de las cosas; la visión de un reino de brujas trasplantado al trópico.

Caminaban callados. La agitación de la marcha y la humedad les despejaban el cerebro alcoholizado. Y ellos y la selva, sintiéndose atentos. El imperio del acecho, la sorpresa, haciendo regir su ley.

Cuando llegaron a la ribera, en una hora de camino, el cauce del río estaba completamente cubierto de niebla espesa. Se acercaron a la barranca y el marinero empezó a bajar. Detrás, con gran tiento, fueron los dos, alumbrando cuidadosamente las piedras y carriles del empinado ribazo, que, mojado por la bruma hacía sumamente fácil un resbalón, en cuyo caso la mejor probabilidad era una zambullida después de rodar sesenta o setenta metros.

Al ir llegando, apareció entre las cenefas uno de la lancha con un farol.

-¿Quiénes son ustedes?

-Aquí vienen don Eusebio y don Pulé -informó el marinero-. ¿Ya durmió el patrón?

-Sí, se acostó hace un rato, pero le voy a avisar.

-¿Qué hay Ramón?

-Aquí vienen del pueblo, patrón. Don Eusebio y don Pulé.

-Sujetales la planchada que el remanso nos está haciendo virar.

Subieron a la pequeña embarcación. Estaba atestada de bolsas, cajones, envases de bebidas y toneles. Pasando encima de bultos, y orillando otros, llegaron hasta donde Flaminio les invitó a sentarse sobre unas cajas.

-¿Cómo les va, don Prudencio y don Eusebio? ¿Cómo andan por aquí?, ¿no hay alguna novedad? Les traigo a los dos casi todo lo que han pedido. Lo único que falta es la grasa y la harina, pero algo hay y la vamos a repartir como buenos amigos.

-Justamente lo que más necesitamos. Suerte es que hayamos venido los primeros. Cuando menos cinco bolsas de harina para cada uno, ¿verdad?

-¡Qué bárbaro! Si apenas tengo doce, ¿qué van a decir los demás?

Comerciante avezado, Flaminio tenía a ración a sus clientes para que le sobrase una mayor parte que luego pasaría al Brasil, donde el precio triplicaba. Eso lo sabían todos y no podía menos que molestarles, pero nadie podía impedir el espléndido negocio del astuto lanchero.

Pulé no dejaba de mirar inquisitivamente la carga, y a pesar de la poca luz, llamó su atención una gruesa pila de bolsas cubiertas con un encerado. Con la confianza de los conocidos viejos, sin pedir licencia, levantó la lona.

-¡Pero si aquí hay un cargamento de harina! -exclamó apagando la voz.

-No, hombre, eso viene a flete para Puerto Palma.

-¿También hace flete?

-De cuando en cuando.

-¿A los puertos de la noche?

-No sea malicioso, hombre, este es un favor especial.

-¿Para don Flaminio?

Se sirvió una vuelta de caña y empezó el regateo de las mercaderías de la lancha traficante. Un chico cebaba mate para alternar con la bebida y mantener despierta la cabeza. Se caminaba de un lado a otro entre bultos y gente dormida. A otros se hacía levantar de sobre fardos para exhibir algún artículo. Todo esto, entre comentarios, risas, discusiones, palabrotas y los chismes de todo el litoral, que se transportan e intercambian por medio de las lanchas mercachifles.

Al fin se hicieron las listas definitivas, sumas y pagos. Cada uno de los comerciantes sacaba papeles y papeles de los bolsillos. Algunos giros de firmas acreditadas eran aceptados sin discusión. Otras libranzas eran escrupulosamente examinadas por Flaminio y algunas se objetaban, rechazaban o descontaban. Después, apareció la moneda brasileña, argentina y paraguaya. En el Alto Paraná circulan corrientemente las monedas de los países ribereños, y todo el mundo es hábil en cambios y cálculos de lo que se da o recibe, aceptando cualquier clase de valor.

Así que hubo acabado la negociación, el lanchero regaló una botella de caña a cada uno, y les invitó a quedar a dormir el resto de la noche.

-Imposible, don Flaminio, vamos a traer el carro; usted, se va enseguida y desde la madrugada empezarán a caer los otros.

-Bueno, amigo, entonces dentro de un rato empezaremos a descargar.

-Para las cinco y media estamos de vuelta.

Subieron penosamente el barranco y a largos pasos llegaron al pueblo. Luego de enganchar el carro volvieron en busca de las cosas. Adelante marchaba la jardinera de doña Rosenda y poco después les alcanzó el camión de don Segundo, el comerciante más fuerte del lugar.

-¡Adiós! ¿no quieren que les encargue algo?

-No, gracias, nosotros ya encargamos para usted.

-Se agradece -respondió- socarrón.

-Después de recibir el cargamento y de hacerlo subir en una zorra tirada por un malacate, volvió a bajar Eusebio a mezclarse en el bullicio del almacén flotante para entregar una carta y formular su lista de pedidos que quería le trajesen en el próximo viaje.

-Flaminio tomó nota del encargo, y luego, apartándose un tanto con él, le entregó un paquetito.

-Le ruego, don Eusebio, que entregue de mi parte esto a Clarita. Que no se enteren otros, naturalmente -agregó, guiñando un ojo.

*  *  *

Ya de vuelta, iba pensando en que este sujeto era un pícaro. Obsequiando baratijas se ganaba la voluntad de las mozas de la ribera y era famoso por sus aventuras, amén, de dos o tres raptos que había consumado con la ayuda de su lancha. Era un conocido juerguista. De haber llegado más temprano seguro que organizaba un baile, con una guitarra, un organillo o una radio. El fonógrafo de don Julio también solía servirle.

«Clara -pensó-, linda chica, tan ingenua, fresca, tan voluntariosa para hacer cualquier servicio». Recordó su carita ovalada de rasgos infantiles; pero fijándose bien, se le ocurrió que eran casi perfectos. Sus grandes ojos negros, cándidos, sin ninguna coquetería, y en las tersas mejillas, un solo hoyuelo. Los cabellos obscuros y lacios que nunca habían sido retorcidos en un rizo artificial. El cuerpo, una vaga promesa. Los pies descalzos, pequeños, sin deformación alguna. Siempre le habían admirado los pies. Solo catorce años, quizá. Hasta ahora la había considerado una niña, imposible de ver en ella a una mujer… pero hete aquí que el sátiro más avisado, ya le había echado el ojo. Sonrió, pero una secreta voz le estaba diciendo que haría mal en cumplir su comisión. Inmediatamente acudieron a su mente argumentos morales: la chica sola, huérfana. A su madre, no le duraban los concubinos, en la agonía de su juventud roída por la miseria.

Le irritaba ser el ejecutante de uno de los artificios que se estaban disponiendo a su alrededor para engatusarla. En este caso, las artimañas le parecieron extraordinariamente cobardes, y sin embargo, él mismo se sentía estupefacto ante esta inacostumbrada pudicia que nunca fuera, una arista conocida de su carácter. Sin detenerse en ello, se justificó mirando lo porvenir: unos meses de maridaje, luego el hijo, el abandono, a otro hombre que acepte restos, y de esta suerte, cada vez más hondo en el infortunio, hasta la selva, donde cada mensú, con ferocidad de desesperado, busca en la mujer solamente al sexo que le confirme que aún es hombre.

Pulé boleaba de cuando en cuando el látigo o agitaba las riendas para azuzar las mulas que caminaban deprisa con sus pasos prietos y tiesos, bamboleando sus orejas largas y resoplando de tarde en tarde, para expulsar los insectos que les cubrían los hocicos. Sus gritos monótonos se animaban al subir las cuestas o al pasar barriales, pero la noche en blanco oscurecía su fantasía; no se le ocurría hablar, dejaba a su compañero correr libre tras sus íntimos temas.

No era así aquella otra... ¡pero no!. «¡No volver a eso!», se ordenó a sí mismo Eusebio, con todo el imperio de que era capaz. ¡Esa idea fija! Por temporadas lo acosaba hasta enfermarlo, entonces recurría al alcohol, pero a grandes dosis; corría de casa en casa en busca de sociedad, hasta que sentía un completo aniquilamiento físico y moral. Al tocar fondo, llegaba la onda de paz y casi era un hombre como los otros.

Bajó su carga. Quiso dormir, pero había promediado la mañana y le era imposible; a cada instante venía gente que quería enterarse de la lista, calidad y precios de las mercaderías recién llegadas.

-Mi querido don Eusebio -se presentó diciendo con suavidad y mesura, la delgada y correcta silueta de don Julio. Vestía impecablemente planchado un pantalón recto de brin azul, zapatos oscuros ensebados, un saquito pijama de seda cruda y sombrero de paja.

-Mi querido don Eusebio, discúlpeme usted, que lo moleste a estas horas, sabiendo, como sé que usted, ha pasado la noche en vela, pero es el caso amigo, que quisiera aclarar con usted, una cosa. No tiene importancia, pero usted sabe, siempre es bueno saber las cosas con claridad. No precisamente para asumir actitudes de ninguna clase. Total, aquí estamos para todo, y es absurdo sublevarse, pero en fin, amigo, yo quisiera saber...

-Por favor, don Julio, no se gaste usted tanto. Yo creo que nos conocemos bastante como para hablar entre nosotros sin rodeos. Diga usted, amigo, ¿qué quiere saber?

-Sí, sí, se lo diré enseguida, pero permítame usted que le explique algunos antecedentes. El caso es que nuestro común amigo Suares, del resguardo brasileño; usted sabe, estuvo a almorzar conmigo días pasados. Pues, sí señor, el señor Suares, que es un perfecto caballero, me informó que tenía ciertos compromisos y...

-Quería regalar unos frascos de esencia «Perfume de Oriente», ¿no es así mi estimado don Julio?

-Exactamente, es exacto. Veo que usted me comprende. Pues bien, este señor, fiándose de mi amistad y aprecio, ha tenido a bien pedirme que le comprara en la primera oportunidad doce frascos del referido perfume. Por tal motivo, y no otro...

-Usted me pidió a mí que le hiciera reservar doce.

-Me asombra su comprensión, don Eusebio. Decididamente no está usted en su lugar.

-¿Cuál es mi lugar?

-Señor mío, donde se brilla...

-¿Dónde se brilla?

-Qué pregunta, don Eusebio, donde se compara.

-¿Aquí no se compara?

-Aquí no, porque no hay quien elija.

-Es cierto, éste que viene, aunque no lo crea, ya verá usted, que no elige. ¿Me permite que lo atienda?

-Sírvase, sírvase, hágame el favor don Eusebio.

El hombre hizo su aprovistada de la semana. Grasa, harina, galletas, arroz, carne conservada, azúcar, leche condensada, sal y, ya que estaba en el boliche, se sirvió de «un trago».

Entre tanto, don Julio esperaba pacientemente. Se sentó y, mirando a lo lejos, su característica sonrisa se posó en sus labios. Decididamente este extraño hombre parecía gozar en la soledad de su interior, o había logrado domar sus nervios y hacerse de un diáfano antifaz. Con unas copas era un agradabilísimo compañero, sano, se volvía pesado. Había enseñado en otros tiempos. Era todo lo que se sabía de su pasado. Él y su fonógrafo tenían intimidades misteriosas, un lenguaje secreto de notas empapadas en poesía.

-Y bien, don Julio, me parece adivinar que Flaminio no le reservó a usted los consabidos frascos.

-Caramba, amigo, esta vez no acertó usted, totalmente. Pero ése es el camino; el caso es que Flaminio sólo me entregó siete frascos, y calcule usted si yo pedí doce, fue porque tenía razones para ello, ¿no es así? Yo le pregunté si había recibido mi encargo transmitido por su intermedio de usted, pero él, con tantas ocupaciones como tenía, no me dio mayores explicaciones.

-Lamentable, don Julio, lamentable, pero hasta ahora no sé que es lo que usted quiere aclarar conmigo.

-Pues bien, para ser breve y concreto, yo quisiera preguntarle si usted escuchó y transmitió con fidelidad mi encargo.

-Pues sí, señor, con toda fidelidad, y nuestro común amigo, don Prudencio, como usted le llama y es su verdadero nombre, o Pulé, como le dicen todos, puede aseverar lo que digo -replicó Eusebio haciendo uso del mismo estilo de frases ampulosas que su interlocutor.

Siguió interminable el untuoso discurso de don Julio para concluir, al fin, que quería que Eusebio le vendiese los seis frascos faltantes.

-Pero para eso no hacía falta tanto preámbulo amigo. Aquí están los seis frascos.

-Sí, sí, sí, le agradezco, amigo don Eusebio, pero el caso es que como yo he recibido el dinero del amigo Suares, sobre la base del precio fijado por las lanchas y por cantidad...

-Para que usted no tenga inconvenientes, le daré al precio que usted desea -dijo Eusebio medio amoscado-, pero si Flaminio le dio siete frascos, no le faltan seis, sino cinco para que usted quede bien con Suares. Le daré, pues, cinco. -Sonrojose don Julio viéndose pillado en su incapacidad de mentir, pues nada le hubiese costado afirmar que solamente había recibido seis. Titubeante, empezó de nuevo:

-El caso es que necesito seis, estimado amigo, en realidad: cinco para completar el pedido que usted sabe, y uno más, que yo personalmente necesito. Cuando hice el pedido, creí que me sobraba uno; pero desgraciadamente estaba equivocado.

-Señor don Julio, yo le puedo dar únicamente cinco en las condiciones que usted quiere, y sería mejor que terminemos este asunto.

-Me fuerza usted a comprometerlo, pero como hombre verdadero que usted es, y como amigo, no me puede negar tampoco el sexto.

-Se lo voy a dar, pero con una condición indeclinable -consintió Eusebio, esperando en su fuero íntimo que la condición fuera inaceptable, y burlándose de su tacaño cliente y amigo-. Usted debe decirme para qué precisamente quiere el sexto frasco.

Don Julio miró la faz seria y resuelta de su contendor y creyó adivinarle la intención. Entrecerró los ojos ocultando su desasosiego tras un descompuesto gesto de inocencia ofendida, y en voz baja dijo:

-Se lo he prometido a la Clarita.




ArribaAbajoCapítulo II

Música al atardecer


¿Sería posible que fuese tan completamente ciego para ignorar lo que sucedía a su alrededor? ¿A toda costa necesitaría de una incitación directa para percatarse de los hechos en este vacío de acontecimientos en que las cosas más torpes y nimias adquirían por fuerza relieves? Sintiose asombrado. Sin que él se diese cuenta, quienes con más ahínco buscaban los frutos ciertos de la vida, ya habían visto en la gallarda Clara, aún niña, la promesa de la mujer, y en su camino sembraban la tentación. Recordaba ahora..., pero no, no pensar, no pensar, no preocuparse innecesariamente de la vida de los otros.

Dio un impulso a su hamaca y decidió olvidar este pequeño incidente al que estaba, dando una importancia desproporcionada, y buscar en su interior imágenes más felices: aquellas de su niñez. Era su recurso habitual cuando la obsesión del momento no era poderosamente fuerte.

«Sí -se dijo-, cuando el herrero nos propuso comprar la barra vieja del campanario». ¿Quién había sido el de la idea? -ya no se acordaba-, pero todo sucedió una de las veces que la pandilla planeaba una aventura por el río y hacían falta pesos para el alquiler del bote, la compra de liña y anzuelos.

Alguien fue a ofrecer a un pequeño taller, una viga de hierro que había servido de eje de suspensión a las campanas de la iglesia, y que por un motivo u otro, actualmente estaba en desuso en lo alto de la torre.

El herrero aceptó, y los muchachos, que tenían libre acceso a todas las dependencias parroquiales como que eran quienes repicaban, ayudaban a misa, monopolizaban todas las plazas de monaguillos y, para más, sabían cómo se zafaba sin llave la puerta del campanario, así hubo terminado el ajuste, pusieron manos a la obra.

Subieron las desvencijadas escaleras unos ocho; él estaba allí, y también Óscar. Uno quedó fuera, al pie del edificio, para dirigir la maniobra, avisar en cuál momento no pasaba gente y ordenar que se arrojara el tremendo hierro.

Con las cuerdas de las campanas y algunos tablones como palancas, tras duro bregar, la carga estuvo en posición de ser lanzada desde lo alto.

En esa época todos estaban conquistados por el ideal de la recia vida del mar, y el que estaba abajo daba órdenes con cierto ademán rudo de aprendiz a bucanero, como había visto y oído en el cine o leído en las novelas de Salgari. No estaba muy seguro de que alguno, secretamente, no aspirara a tener una pata de palo, o un parche en un ojo.

-¡Sujetá ese cabo! ¡atención... fuerza ahora!... ¡tirá!

Pero en ese momento, los de la torre vieron que el contramaestre levantaba los brazos con horror y batía los pies en polvorosa, mientras gritaba despavorido: «¡Matamos una vieja! ¡matamos una vieja!».

Los del campanario bajaron las escaleras sobre las ondas del espanto y sin verificar más lo sucedido, corrieron como locos hacia un parque, a siete u ocho cuadras del lugar. Se metieron en el limpio bosque y ocultos en una hondonada, quedaron a cobrar aliento. Todos estaban lívidos, trasudados y temblorosos.

Óscar fue el primero que volvió a hablar. Jadeante y entrecortadamente, se dirigió a uno cualquiera buscando por instinto, sin proponérselo, un testigo y un atenuante para sí:

-¡Yo le dije a Martín que mirara antes de tirar!

-¿Estás loco, y para qué entonces estaba Capí abajo? ¿no era él quién tenía que avisar? -Miró a todos, pidiendo la confirmación de sus palabras-. ¿Dónde se habrá metido Capí?

-Corrió hacia su casa.

De pronto uno se puso a llorar. La mamá extrañaría su ausencia.

-No te apures Pepín, yo te voy a llevar. Esperá un poco.

-¿Qué vamos a esperar? -Todos quedaron desconcertados: habían huido por impulso y acabado éste, no sabían qué hacer.

Hablaban todos. Algunos querían volver, otros no se atrevían. Discutieron qué dirían, qué harían. Cuando ya la noche había caído completamente, resolvieron salir del bosque e ir a mirar desde lejos la aglomeración de gente que ellos consideraban inevitable en el lugar del suceso. Haciendo un itinerario extravagante, regresaron.

-Tenemos que hablar como si no sucediera nada.

-Mañana es el partido con el Sport Azara ¿verdad?, no te olvides de llevar plata para comprar naranjas a la vieja...

¡Paf!, una violenta palmada en la cabeza.

-¡Cállate, imbécil!

-Y qué, yo dije la vieja...

Uno le saltó a la boca y tres lo apretaron contra la pared.

-Mira, Lepé, si hablas de la vieja, pueden fijarse en nosotros. Callate porque te vamos a romper la boca.

-¡Pero si yo no dije nada!

Se acercó un hombre al ver el principio de la discordia:

-¿Qué pasa aquí? ¿no tienen vergüenza de querer pegar entre tres a uno solo? A ver, uno a uno, ¿quién le toca la oreja?

-¡No, pero si estamos jugando! -replicaron en coro-. Estamos jugando, no es nada... vamos, Lepé. -La voz era cariñosa; se alejaron unos pasos, y echaron a correr. El hombre los miraba extrañado.

-¿Te das cuenta ahora por qué no hay que hablar de la vieja?

El aludido no respondió, pero parecía poco convencido. Entonces se acercó Óscar y aclaró:

-No hay que hablar de la vieja porque nos asustamos todos.

Al llegar a la esquina desde donde tenían que mirar, se hizo toda una comedia para aparentar tranquilidad; pero no había gente donde se creía que habría policías y todo un gran grupo.

-No hay nadie, che. Vamos a ver -propuso uno.

Después de rebatir una serie de objeciones, resolvieron que fueran dos. Caminaron cautelosamente, mirando a todas partes, listos para escapar. Se pararon a observar desde lejos. Ahí estaba la barra, sin novedad alguna.

Al fin se acercaron todos; no podían explicarse y hasta averiguaron con relativa discreción. Algunos no podían contener la risa, otros saltaban y se abrazaban.

-¿Dónde estará Capí? -insinuó Óscar, y todos decidieron ir a buscarlo.

Cuando llegaron a casa, nuevamente dos fueron comisionados para preguntar por él, y el resto en la esquina festejando la aventura, fumando en ruedo, un horrible cigarrillo de ínfimo precio.

-No sé qué le pasa -informó la señora-, creo que estará enfermo. Ahora está acostado, vengan a verlo. El chico, en efecto, estaba metido en la cama, y al ver a los amigos se incorporó preguntando:

-¿Qué pasó? ¿vieron ustedes? -Lleno de ansiedad tenía listo el espanto para espantarse de nuevo.

-No pasó nada.

-¿No le pasó nada a la vieja? ¿Ustedes vieron?

-No, no le pasó nada; nadie sabe nada, ni el mozo del café. Pero decime, ¿viste cuándo la barra se le cayó encima?

-Yo no vi eso, yo vi que la vieja salía de detrás de la torre en el mismo momento en que ustedes tiraban la barra. Me pareció que no podía escapar.

-Bueno, entonces se salvó por un pelo; se habrá tragado el pucho la vieja, pero no le pasó nada. Ahora vamos a llevar el hierro al taller; ¿no querés venir?

Capí no podía contraer su sonrisa, ni apagar la luz de sus ojos, ni evitar que breves y sucesivos gorgoritos, como mecánicas carcajadas de la carne, le fluyeran por la boca. Por fin se miraron los tres y, como a una señal, empezaron a reírse como locos, se retorcían, se arrojaban a la cama. Tenían accesos de tos, se apretaban el vientre, y, cuando parecían sosegarse, se miraban y empezaban de nuevo.

Decidieron ir de inmediato a negociar el hierro, pero Capí había anunciado su enfermedad y no le dejarían salir.

-Espérenme en la esquina, que yo me escapo enseguida.

Salieron, y al rato, descalzo y vistiendo una liviana camisita, Capí dirigía nuevamente la partida.

Se buscaron trozos de palos y se desató parte de las cuerdas de los badajos que permitían repicar sin subir a la atalaya. Amarraron el hierro sobre una especie de angarilla y a las diez de la noche poco más o menos, después de mucha fatiga llegaron al taller.

El asombrado artesano hizo colocar el lingote en un rincón y anunció:

-Bueno, muchachos; son cincuenta pesos.

-Pero usted nos dijo que nos daría cien.

-Sí, pero yo creí que había más hierro.

-¿Qué? ¿quería usted la barra y las campanas?

-Bueno, muchachos, no vamos a discutir. Toman los cincuenta, o se llevan otra vez la barra. -Acompañó sus palabras con una risotada.

Se miraron todos; honradamente, se sentían robados.

Sentose el patrón ante una mesa desvencijada y balanceando la silla, extrajo del cajón apelotonados billetes que sacudió en el aire y los alisó antes de encimarlos para ajustar la suma.

Frente a él, Capí contaba sacando jugo a la lengua con el índice y el pulgar, mientras veinte ojos asombrados palpaban el tesoro.

El taimado herrero seguía haciendo gemir su silla con su pesado balanceo; y fue entonces cuando Capí confirmó su calidad de Jefe. Vengó a todos. Con violento impulso arrojó la mesa sobre el hombrón del equilibrio incierto y éste fuese para atrás manoteando el cielo.

Al estrépito siguió el estallido de la cólera:

-¡Hijo de una gran...!

Pero no quedaba nadie.

Eusebio había cerrado los ojos; pero una amplia y feliz sonrisa daba vida a su curtido rostro. Aníbal, de vez en cuando, venía a hamacarle.

¡Qué lindos eran estos recuerdos! Pero hacía tanto tiempo que había dejado la ciudad, la cuna de su infancia. Ahora la selva, ir y venir en el ámbito de la selva, desde casi tres años atrás. Selva que corta, que ahoga el horizonte, viviendo entre gente tosca, de apetitos gruesos o completamente sofisticada, como don Julio, por ejemplo.

¡Ah!, ése don Julio pretendiendo atraerse a la Clarita; pero ¡habrase visto semejante audacia! Mas, era inofensivo; ¡eran tan intrascendentes todas sus maquinaciones! Sin embargo, este argumento común, generalmente aceptado como evidente, en este caso particular, por una razón desconocida, no llegó a convencerlo. Siguió revolviendo el tema, pero después advirtió que sus ideaciones más pertinaces defendían un solo punto de vista.

¿Por qué este hecho? ¿Qué tenía que ver él con la Clara? ¿De dónde este moralismo insólito, este activo tomar partido, cuando el desenlace feliz o trágico le importaba un pelo? Si ya estaba resuelto cuando vino a la selva, quedó decidido que haría la vida del árbol: vivir del suelo y esperar del cielo. ¿Por qué arrimarse a nada, si estaba probado que era cobarde, vacilante siempre, incapaz de defender la dicha o arremeter con el infortunio? Solo, no importa nada. Un par de brazos, sin ambiciones y del futuro, lo que dijese el caprichoso hado.

Impulsó la hamaca al decidir mudar de pensamiento, y se puso a observar las ondas de polvo que cruzaba un filtrado rayo de sol.



Dos días después se le presentó la ocasión de cumplir el encargo de Flaminio. Clarita pasaba frente al tienducho y Eusebio la invitó a pasar.

-Tengo que entregarte algo, Clarita, de parte de una persona. ¿No querés venir un rato?

-Sí, don Eusebio, ¿cómo amaneció usted?

-¡Bien, mi hija! ¿no querés que Aníbal te haga un refresco? Tengo algunas naranjas y agua fresca. Sentate. ¡Aníbal!, prepará una naranjada para Clarita.

¡Cuánta gracia, ingenuidad y lozana belleza encontró en la niña! Si le pareció una hija de los arreboles del alba, fresca y recién bañada de rocío. Sorda irritación, agitada a impulsos de sus latidos, le fue invadiendo el pecho, los miembros, la cabeza. ¿Por qué se había obligado a una comisión tan baja y ruin? Resolvió indagar y por su cuenta antes de dar un paso más.

-Decime, Clarita, ¿Flaminio alguna vez te dijo algo?

-Sí; me invitó a ir a Encarnación en su lancha de aquí a quince días o un mes.

-¿Y vos qué le dijiste? -preguntó indignado. Conocía de memoria este cebo del viaje a la Villa o a Posadas, presentado como irresistible atractivo a estas pobres muchachas, cuyos destinos, sin razón, estaban también atrapados.

-Le dije que le preguntaría a mamá.

-¿Y qué te dijo tu mamá?

-No, no le pregunté nada porque Flaminio me pidió que esperase, que él mismo le diría.

-¿Y vos sabés que si vas con Flaminio es para ser su mujer?

-¿Su mujer?, no -se sonrojó-, él no me dijo eso; me dijo solamente que iríamos a pasear, que me llevaría a casa de su tía en la Villa, y que después de un mes me traería de vuelta.

-¿Vos le creés eso?

-¿Por qué no? Es amigo de mamá; suele mandarle cigarros de esos que se hacen en Caazapá. A ella le gustan mucho. Aprecia a don Flaminio. Días pasados le mandó un generito para un vestido.

-La ingenuidad de la chica era conmovedora. Experimenté viva repugnancia hacia la vieja bruja que era capaz de entregar semejante criatura por unos cigarros y unos metros de trapo. Aún así, no podía olvidar que ése era el trato, el uso común en esas regiones bárbaras. Quedé alarmado. Quiso creer que sobre él recaía la obligación de proteger a esta niña inocente y desbaratar los planes del lascivo lanchero y la madre alcahueta. Mas, no veía cómo proceder. Se sirvió una copa, encendió un cigarro, y se dispuso a hacer un discurso sobre moral.

-Mirá, hija mía -empezó. Hizo una larga pausa. Iba a decir que debía tener cuidado con Flaminio; pero le pareció ridículo, y aún más, comercialmente peligroso, por si llegaba a sus oídos-. Mirá, mi hija... -repitió, y al advertir la atención de la muchacha, enderezó su cuerpo en una inadvertida actitud de vanidad. Intentó buscar en sus pensamientos para hallar un hilo, ¡pero de dónde!, ¿cómo hilvanar razones para convencer a la ingenuidad? Hubiera sido preciso invocar al cuco, al pora, al diablo o al infierno y esta dialéctica no sabía emplear-. Mirá, Clarita... ¿qué hacés vos por la mañana? -preguntó por decir algo y ganar tiempo.

-Nada, don Eusebio, ayudo a mi mamá.

-¡Aja, le ayudas en la casa...! -se detuvo un rato, caminó unos pasos-, ¡le ayudas en la casa! -y se le ocurrió la idea luminosa. Cualquier discurso sería inocuo; la advertencia inapreciada. Los consejos recibidos en la juventud sirven para lamentar errores. La solución sería mantener a la chica bajo su propia influencia.

-Mirá, Clarita, vos sabés que yo trabajo aquí solo. ¿Ha de querer tu mamá que vengas a ayudarme por las mañanas para atender el almacén? Te pagaría un sueldo, claro está, y vos sabés que el trabajo no puede ser pesado.

-Me parece bien, si mamá quiere.

-Muy bien; decile a tu mamá que yo iré esta misma tarde a hablar con ella. ¿Estamos?

-Sí, don Eusebio, está bien -dijo, levantándose para seguir su camino.

-¿No querés tomar otro vaso de naranjada?

-Muchas gracias, ya es tarde, don Eusebio. ¿A qué hora va a ir usted?

-Esta tarde, cuando empiece a aflojar el sol. Ah, mirá, llevale estos cigarros a tu madre.

Al entregarle el paquete de cigarros, se avergonzó de usar las mismas mañas que los otros.

*  *  *

A la tarde, mucho antes de llegar los jugadores de truco, se encaminó hacia la casa de Clara. Quedaba a unos quinientos metros de la suya. Era un ranchito construido con lo efímero y perpetuado por la mis y fláccida, apergaminada la tez, los ojos opacos, enrojecidos al humo del fogón sumiso que calienta la ollita de hierro confidente.

-¿Cómo le va, don Eusebio? ¡Qué milagro!... Usted es la persona a quien menos se ve en el pueblo; siempre en su casa...

Y empezó la charla insubstancial sobre las sosas novedades pueblerinas; sobre quién había ido y quién había venido, si como le salió la cosecha de yerba a don Fulano; la salud de la vaca de doña Rosenda, las perspectivas del gallo ayura-peró, y otras del mismo jaez.

Al fin Eusebio se decidió a abordar el tema:

-Mire, doña Leonor -así se llamaba-, creo que Clarita le habrá dicho a usted que yo estoy interesado en que ella vaya a atender el almacén por las mañanas. La verdad es que yo, algunas veces, tengo cosas que hacer; no lo puedo dejar cerrado y necesito una persona de confianza que lo atienda. Ella podría ir a casa temprano y volver al medio día. Le puedo pagar diez guaraníes mensuales. Además, usted sabe señora, que su hija será tratada con todo respeto por mí y yo me encargo de que reciba igual trato de todas las personas que lleguen a casa.

Tomó aliento después del discurso. Ya estaba hecho. La vieja empezó a dar vueltas al asunto. Era evidente que le gustaba el acomodo, pero no quería aceptar de primera intención; esperaba, quizá, que para decidirla definitivamente, Eusebio levantara la paga o propusiese alguna otra ventaja.

Mas él no se dio por enterado. No quería aparentar ansiedad porque doña Leonor vería una segunda intención y, entonces, sí, no podría poner fin a sus demandas. Dejó que su interlocutora hablara cuanto quisiese, y al fin, cuando ya se hacía tarde, la interrumpió:

-¿Y bien, señora, espero mañana a la Clarita?

-Está bien, don Eusebio, temprano estará allí. -La pobreza habló con su tono humilde para dar principio a la servidumbre.

Cuando emprendió el regreso, iba cerrando la noche. El ganado tendíase en las calles rumiando, pacífico, la cosecha de cocos, que caían mondos, bajo el afelpado hocico, deslizándose por la cinta del belfo. Los recentales amarrados lanzaban lastimeros berridos y las últimas bandadas de loros volvían de sus comederos a su refugio nocturno. Tímidas luces aparecían en las viviendas, y, al paso, una mujer agitó un rojo tizón entre las ramazones para buscar la causa del súbito alboroto de la pollada.

En el cielo, aún pálido, ya brillaban con fuerza las estrellas guías de las constelaciones tropicales y la pausa misteriosa de la noche caía soñolienta a sosegar la brisa del atardecer.

En aquel punto se pobló el ambiente de una banda de notas voladoras, que retozaban aquí, suspendían brevemente el vuelo y quedaban flotando, pensativas, para absorber la melancolía de la hora; luego se enlazaban, saltarinas, en un delicado juego de amor, derramando en el seno de la noche, cálidos pétalos de sentimiento.

Y la fría inmensidad del cielo con sus remotos mundos, el vecino bosque, el aura taciturna, y las cosas todas, al conjuro de la melodía, elevan al hombre para ser todos uno en la idea de la Creación.

¡Oh, hechizo de la música que separas dulcemente el espíritu para llevarlo a un éxtasis místico donde el placer y el dolor se funden, donde la vida y la muerte pierden su substancia para flotar en un sueño, donde sólo existe emoción trasmutada en belleza!

Se siente la tristeza de estar solo, y la dulzura de estar triste; las lágrimas disuelven la amargura; el corazón busca la congoja, y son felices quienes pueden llorar una pena. Incomprendido siempre, a toda hora sofrenado, el sentimiento quiere fluir como los ríos, y ama el suave cauce de la armonía.

Un piano maravilloso completamente exótico en este escenario perdido y rudo, consumaba el mágico momento. Eran don Julio y su fonógrafo.

Así que hubo cesado la música, poco a poco se coordinaron sus pensamientos: «Seguro que está pintón», se dijo.

Raro personaje; podría jurar que si lo visitase en este momento, lo encontraría sonriendo, lejano, con un vaso de aguardiente a su lado. Cuando estaba así, hablaba en voz baja, como si no quisiera despertar de un sueño. Ni la untuosa cortesía, ni el recargo de circunloquios del estado normal, asomaban en tales ocasiones.

Cierta vez le dijo: «Vea, don Eusebio, yo no quiero herir, ni quiero chocar, quiero que el resto de mi vida se deslice sin peso, sin impulso, como un plumón que se desprende en la mitad del vuelo, de manera que ningún obstáculo perciba que lo he tocado. Es mi única ambición, por eso muchas veces temo el contacto con los otros. He descubierto la manera de suavizar todo lo que pasa por mí: pensamientos, placeres, deseos, emociones. ¿Sabe? Creo que hasta la tristeza es para mí un placer. ¿Cómo he logrado eso? No sé, no me gusta afirmarlo; pero creo que sólo quienes son capaces de dar, encuentran un fin medianamente razonable y permanente a la vida».

-¿Dar qué?

-Dar lo que sea preciso.

-¿Qué da usted, amigo mío, si puede decírmelo?

-Cada una de las horas de mi vida -dijo, subrayando el último vocablo, y saboreando su sonido.

No hubo palabra más, después, sólo la enigmática sonrisa y los ojos bruñidos por la contenida lágrima.

*  *  *

A la mañana siguiente se levantó temprano. Le pareció larga su barba de tres días y decidió afeitarse. Cuando había emprendido la tarea le sorprendió su inusitada pulcritud.

Se peinó y vistió un saco pijama limpio. Cuando estuvo listo, tras la vacilación de una pausa, recogió el paquetito que le había dado Flaminio, y luego de palparlo y olerlo, sin muchos escrúpulos deslió el papel para descubrir el contenido: un frasco de esencia ¡«Perfume de Oriente»! Sonrió, no podía ser otra cosa.

Esperaba encontrar alguna esquelita, pero nada; el galán no había tenido tiempo. Lo volvió a atar cuidadosamente y lo dejó en su lugar.

Al abrir el almacén, se presentó la chica. Evidentemente, había estado esperando esto para entrar. Vestía un sencillo vestidito floreado y calzaba alpargatas.

Inmediatamente, como si tuviera para ello demasiada prisa, Eusebio se puso a explicarle sus tareas. Debía despachar en el mostrador. Le enseñó la lista de los precios; le dijo que al fiado no se entregaba nada a nadie sin su especial autorización.

-Esta porquería de perfume -dijo cogiendo un frasco del que sabemos- vale tres guaraníes. Yo no sé cómo la gente lo compra: es esencia de petit grain pura. Su única ventaja es que como es tan fuerte, oculta los otros olores. Es como un poncho, que arriba tiene al viento sur, y abajo vapores de ombligo. Es una de las razones por las cuales hay que desconfiar de los emponchados, y de la gente que usa perfumes fuertes -concluyó con más ponzoña que una yarará.

-Servís caña, hasta que se pongan cargosos; después me llamás. Nada de vales ni papeles sin mi consentimiento: se recibe plata brasilera, y también argentina; pero, ¡vamos!, ya sabés esas cosas... las ventas se anotan así... en este papel; aquí lo que se vende al contado y aquí lo que te vaya diciendo yo.

Siguieron así un buen rato. Eusebio asumía el papel de un escrupuloso patrón que velaba celosamente por sus intereses, cosa que estaba muy lejos de alcanzar. Clarita lo seguía temerosa, maravillándose de la importancia de sus tareas.

Después de algunos ensayos con los primeros clientes, Eusebio anunció que él estaría escribiendo cartas en la otra pieza y que el negocio le quedaba confiado. Pidió tereré al chico, su secretario, como lo llamaba, y se dispuso a darse una tarea que no tenía. Poco después, volvió al despacho aparentando asombro:

-¡Clarita!, me había olvidado de darte esto que te mandó Flaminio -dijo, y se volvió presto para ocultar la mirada asesina.

*  *  *

Siguieron días. Eusebio adoptó una conducta al extremo formal. No se permitía ninguna clase de bromas ni de familiaridad con su dependiente y hasta ponía mala cara cuando otros insinuaban requiebros más o menos encubiertos. El efecto fue inmediato: se difundió por el pueblo la versión de que estaba celoso y los amigos se permitieron insinuar algunas chanzas.

Como en el fondo, él quería algo sin admitir que lo quisiese, proporcionábase argumentos equívocos y los apoyaba con el calor del deseo disfrazado de razón.

Mantendría cerca a la muchacha y así podría substraerla a otras influencias. Con ceño adusto se prometió respeto, aun cuando un variado complejo de fuerzas estuviese minando la solidez de su promesa. Ésta no era como las demás mujeres. Y entonces, ¿como quién era? Su porvenir no debía ser la selva. ¿Quién le ofrecía otro? No debía ir rodando de mano en mano sin tan siquiera la promesa de un mañana engañoso que adobase con falsa ilusión la miseria presente. No correr tras el desastre necesario, fatal. Tentar aún la rama perdida, el risco abrupto en que aferrar los puños crispados mientras se implora socorro, o se acusa al destino.

Nunca olvidaba a la madre aquella que mostrándole con orgullo a sus dos hijitos le dijo: «¡serán buenos peones!». ¿Por qué su ternura no le engañaría un instante? ¿Por qué sus deseos se daban tan bajos a sus anhelos de madre? ¿Por qué sus manos vacías se prometían vacías, si para los niños se baja la luna con un trozo de espejo? ¿Por qué no prometer la dicha, si la sola promesa halaga, envanece, y hasta inicia en el placer de vivir?

Pero aquí la vida es así. ¿Qué más natural que un día se la llevase un peón de paso, ni qué cosa más común que la experimentada madre pretendiese sacar una vez el provecho de la Celestina? Total: algo por nada; algo por la fruta que madura en el predio de nadie, que cualquiera se la puede apropiar.

Se dijo que no la había de tomar para sí; pero que no permitiría que el salivazo sucio de la lujuria precipitase un destino aciago.

Supino sobre el catre de tramas de cuero, pudo ver con los ojos cerrados, la línea suave de su perfil; el mentón redondo, apenas saliente; los labios equilibrados entre la promesa y el recato; la nariz respingada apenas, como el matiz de la picardía en el asombro de la inocencia. En los ojos obscuros campeaba la serenidad del atardecer en la llanura, y sus crenchas lacias y negras acentuaban el blanco sonrosado de la tez.

El cuerpo demasiado joven, no fermentaba todavía con la levadura de la tentación, y sus pechos dormían como el botón de rosa que no puede ofrecer aún el polen a la abeja voladora. Los brazos redondos, fuertes, no terminaban en manos suaves y bellas, sino en dos instrumentos fortificados en el trabajo; la tersa piel de las pantorrillas apenas podía esconder las contracciones de los músculos al caminar. ¡Cuántas veces desde muy niña, debió llevar cargas sobre la cabeza! ¡Pero sus pies! siempre había admirado sus pies descalzos: eran leves y de un arco perfecto.

Una tarde la vio pasar con otras muchachas de más edad. Estaba parado en la puerta de su rancho, y ella al notarlo, trató de desviar la cara y lo saludó muy rápidamente. La actitud esquiva le llamó la atención, y sin pensar dos veces, cogió el sombrero, tiró tras sí la puerta, y a grandes pasos se fue por ellas. Cuando ya las alcanzaba se preguntó por qué había salido, si que quería y hasta se sintió un tanto confundido no viendo cómo justificar esta insólita persecución. Clara, al verlo, manifestó un pequeño sobresalto y bajó los ojos.

-¿Para dónde van? -preguntó.

-Vamos a lo de doña Rosenda -contestó una de ellas. Miró a Clara y vio que tenía la cara arrebolada hasta la frente. Se fijó mejor y por un instante sintió lo que debía ser la ternura paternal... ¡se había pintado los labios!

Al día siguiente, apenas entró en la tienda, inició de inmediato un despliegue de actividad y ordenamiento que parecía sin fin, como si repentinamente todo hubiese acumulado polvo, o las latas y botellas hubiesen vivido en la noche anterior una mágica bacanal. Él la observaba sonriente, parado en el umbral de su puerta esperando que la agitación acabase; pero se le ocurrió por último, que eran necesarias algunas palabras para evitar que el tormento se prolongase con exceso.

-Clara, un momento.

-Voy, don Eusebio -y se acercó con la cabeza baja.

-¿Qué te pasó ayer?

-No se enoje usted, señor -exclamó suplicante.

Se sintió invadido por una sensación de goce inefable. Dulcemente le posó las manos en los hombros, y se escuchó con el tono de sus momentos más bellos:

-¡Pero niña querida, creo que nada que vos hagas podría enojarme!

Levantó los ojos negros, un tanto empañados y hubo tal agradecimiento en la mirada, que la emoción de entonces quedó impresa en su recuerdo como uno de los más puros galardones de su vida.



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