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Forma literaria y sensibilidad social en «La incógnita» y «Realidad», de Galdós

Gonzalo Sobejano


Columbia University



La incógnita (1889), Realidad novela en cinco jornadas (1889), y Realidad, drama en cinco actos (1892) son tres formas literarias distintas de una misma materia argumental. Refuerzan estas obras el cambio de orientación de Galdós desde los límites angostos del naturalismo hacia un ámbito de más honda espiritualidad1. Este cambio de orientación significa también un ensayo de acercamiento a autores y literaturas mal conocidos hasta allí por los españoles: Tolstoy, Ibsen. Tanto el valor de La incógnita y Realidad dentro de la evolución del pensamiento galdosiano como la procedencia rusa, noruega y francesa de algunos aspectos de estas obras, han sido ya objeto de examen2. También ha sido comentado el mundo personal tan poderosamente revelado en ellas, sobre todo la trascendencia simbólica de sus protagonistas: Federico Viera, el español vuelto hacia el pasado e incapaz de adaptarse a la nueva sociedad democrática; Tomás Orozco, el santo laico, el hombre nuevo, el soñador de una sociedad futura.

El tema principal de las consideraciones que siguen es otro valor de las obras aludidas, que, si no olvidado por la crítica3, merece acaso un análisis más detenido: la correspondencia entre las formas literarias aplicadas por Galdós al tratamiento de aquel solo y mismo asunto y las modalidades de su sensibilidad al interpretar el contenido social en ese asunto entrañado. Hasta 1889 Galdós había compuesto novelas en las que los moldes tradicionales del género -narración, descripción, diálogo- se daban integrados. Al novelar el asunto de la misteriosa muerte de Federico Viera, amante de Augusta, la esposa de Tomás Orozco, abandona el escritor aquella integridad y escribe un comentario epistolar de los hechos (La incógnita), una revelación monologal de las conciencias (Realidad 1889) y una presentación dramática del conflicto de éstas (Realidad 1892).

La incógnita es la única novela epistolar de Galdós; Realidad 1889, la primera novela hablada; Realidad 1892, el primer drama que estrena. Con estas tres versiones de un mismo asunto, Galdós verifica una súbita revolución en su técnica, cuyo sentido importa esclarecer.


- I -

El tema de La incógnita es la opinión: la opinión particular y la opinión pública. Un sujeto, Manuel Infante, escribe a otro, Equis X, sus pareceres sobre determinadas personas y ciertos acontecimientos. Mientras emite estos pareceres suyos, tiene en cuenta los de su destinatario y los de algunos otros sujetos. De lo particular se pasa a lo general: de las opiniones de Infante, de Equis y de otros, a la opinión pública. «La opinión pública o la confusión de las opiniones» (carta XXXI).

Como es sabido, Galdós prestó viva atención al proceso -público y judicial- suscitado por el crimen de la calle de Fuencarral, que a tantas fantasías dio pábulo en Madrid. Pero aunque ésta fuera la ocasión inmediata que le moviera a levantar un edificio novelesco sobre el contraste entre la opinión y la realidad, no debe olvidarse que en esa época la opinión pública (entre otras cosas, por la efervescencia y el entrechoque de las clases sociales y por el auge de la prensa, «el cuarto poder») gravitaba como nunca sobre los destinos individuales: era, en expresión de Echegaray, «ese titán del siglo, que yo llamo todo el mundo»4.

La opinión pública es el producto de las opiniones particulares. Como factor o como producto, la opinión es, en el mejor de los casos, una certeza subjetiva, y en esto se diferencia de la certeza objetiva, verdad o realidad. Nada tiene de extraño, por tanto, que la obra de Galdós se titule La incógnita. El título parece alusivo a un misterio de novela policíaca: al crimen cuyos motivos y circunstancias se desconocen. Pero de las cuarenta y dos cartas de que el libro consta, sólo las quince últimas son posteriores a la enigmática muerte de Federico Viera, y, sin embargo, la sensación de que hay algo incógnito y por descifrar comienza ya, cuando menos, en la carta VI.

La incógnita se extiende a casi todas las personas sobre las que Infante va formando opinión: ¿caería su prima Augusta con él, si él la asediase? ¿Está él enamorado en verdad de esta mujer o sólo sugestionado por el amor propio? ¿Tiene sentido participar en las sesiones parlamentarias o todo ello es una mascarada? Cisneros, padre de Augusta y tío-padrino de Infante ¿es un histrión o un profeta del futuro? El diplomático Malibrán, deseoso de rendir a Augusta, ¿anda ya en relaciones con ella? ¿es un malvado o simplemente un fanfarrón? Augusta misma ¿es honrada o no lo es? ¿Disimula o dice la verdad? ¿Ama a su esposo o finge amarlo? Y éste ¿es un santo, como algunos ponderan, o un hipócrita redomado? La maledicencia cunde entre los contertulios que se reúnen en casa de Orozco. Estos rutinarios goces de la murmuración y del «flirt» van adormeciendo la conciencia moral. Hay quien piensa que Tomás y su esposa viven en perpetuo altercado, por incomprensión o por celos. En una reunión de desocupados se dice que Augusta sale de casa, sin compañía, hacia un incierto lugar de la ciudad: ¿a hacer obras de caridad en secreto o a entrevistarse con su amante? Y Federico Viera ¡qué alma tan contradictoria!: lleno de virtudes y de deudas, de flaquezas y de intransigencias. De repente, en la duermevela, a Infante se le aparece clara la verdad: Augusta tiene un amante, y este amante es Federico Viera. Pero no, no puede ser éste; ¿será el diplomático? ¿será cualquier otro visitante asiduo de la casa? El tema principal de las tertulias viene a ser, después, el misterioso crimen de la calle del Baño. Cada cual fabrica su opinión sobre el caso de la joven madre que un día apareció asesinada y medio quemada con un niño de pocos años. Dícese que elevadísimos personajes protegen al culpable y dan por asesino a un inocente. La justicia sólo comete equivocaciones. Para el vulgo y aun para la gente de cultura ésta es la comidilla del día. Los periódicos no se ocupan de otra cosa. Pero, volviendo a los amigos: Tomás Orozco, el hombre modelo, es calumniado por muchos y, si esto es así, ¿no habrá algo en él que explique la malquerencia? Orozco es un «enigma moral» (XXIII). De pronto, el comentador cree haber despejado la «famosa incógnita»: el amante de Augusta es Malibrán (XXV), pero ya en la carta inmediata desecha tal suposición y en la que sigue (XXVII) vuelve a sospechar de Federico. La carta XXVIII da breve noticia de la muerte de éste, a quien se cree víctima de un asesinato. Comienza entonces esta otra incógnita, alrededor de la cual todos van tejiendo interpretaciones diferentes, ya razonables, ya disparatadas (XXXV, XXXVII). El nombre de Augusta anda en boca de la gente. Irritado contra los caprichos de la opinión pública, Infante escribe a Equis:

Fácilmente comprenderás que un asunto de tal naturaleza, formado de misterio y escándalo, ha de excitar vivamente la chismografía de la raza más chismográfica del mundo [...]. Ante un suceso de gran resonancia todo español se cree humillado si no da sobre él su opinión firme, tanto mejor cuanto más distinta de las demás. Oí, como puedes figurarte, explicaciones razonables; otras novelescas [...]; algunas estrafalarias [...]. Personas encontré que se cebaban en el asunto con brutal fiereza [...]; otras que se inclinaban a lo más atroz, arriesgado y pesimista, y algunas que, gustando de tomar el simpático papel de la sensatez entre tanto delirio, proponían las versiones más anodinas y triviales; pero en honor de la verdad, debo decirte que éstas hacían pocos prosélitos. La multitud se iba tras los que arbolaban estandartes rojos y llamativos, con algún lema muy escandaloso...


(XXXI)5                


Y Carlos Cisneros dice a su sobrino:

Cuéntame lo que hayas oído por ahí. [...] Es que... te diré, me gusta enterarme de los diferentes aspectos de la malicia humana, de todas las enfermedades de la opinión, porque la opinión es una pura gangrena, ¿sabes? Mala es la sociedad; pero la opinión, hijo mío, esa gran charlatana, merece ser tratada como la última de las mujerzuelas. -La santa verdad, hijo de mi alma, no la encontrarás nunca, si no bajas tras ella al infierno de las conciencias, y esto es imposible. Conténtate con la verdad relativa y aparente, una verdad fundada en el honor, y que sacaremos, con auxilio de la ley, de entre las malicias del vulgo. El honor y las formas sociales nos imponen esa verdad, y a ella nos atenemos.


(XXXII)                


El minucioso esfuerzo de Manuel Infante por dar con la verdad se anega en el mar confuso de la opinión. Ni de una persona tan espontánea como Leonor, «la Peri», confidente y protectora de Federico Viera, consigue Infante alguna declaración que le ayude a despejar la incógnita, pues su silencio ha sido comprado ya por quien tan interesado estaba en sustentar «la verdad relativa y aparente» del honor y las formas sociales. Sólo de Augusta alcanza, tras mucho porfiar, esta única y medrosa confesión: «No he sido honrada, pero estoy decidida a serlo...» (XL).

Si el tema de La incógnita es, pues, la opinión, ¿en qué medida tal tema requería el procedimiento adoptado por Galdós? La opinión suele llamarse «voz pública» y se compone de muchas voces y muchos ecos, para recoger los cuales la persona adecuada no es la que nutre las acusaciones y las apologías, pues hasta ella sólo podrían llegar en forma de injuria o de lisonja. La persona adecuada es el testigo. Con el tino del gran intérprete social que era, Galdós escogió el portavoz idóneo: un hombre mediocre, sin papel importante en la trama, que diese testimonio de su opinión y de la opinión. Como la del testigo cabal, la situación de Infante es intermedia: se halla bastante cerca de la cuestión debatida para interesarse vivamente por ella, pero no tan cerca que la verdad dura o la calumnia escandalosa lleguen a afectarle de un modo directo. Primo nominal de la presunta adúltera, está enamorándose de ella más bien que ya enamorado; tiene antigua amistad con Federico Viera, pero sin plena confianza, y a Tomás Orozco le conoce solamente por fuera.

De la rústica Orbajosa, Manuel Infante ha venido a Madrid con un acta de diputado (que toma a broma), fortuna para gastar y curiosidad de espectador. Empieza a escribir a Equis por el mero placer de comentar sus impresiones. Equis vivía antes en Madrid; ahora está en Orbajosa. «Hemos cambiado nuestros papeles», le dice Infante; «Yo resucito, y tú mueres». Aunque haya una apariencia de diferenciación, Infante y Equis son, claro está, la misma persona: aquél encarna la porción afectiva e impresionable del autor-testigo; Equis asume el papel, invisible y silencioso, del autor-juez que selecciona los documentos aportados y distingue lo verdadero de lo erróneo. Siendo, pues, el que cuenta y el que lee una sola persona, aquél escribe a éste lo que tiene gana y como tiene gana. La mayoría de las cartas terminan con expresiones de una llaneza jovial:

Con ésta tienes para un rato, hijo de mi alma. Mientras la digieres, te preparo la continuación, que irá, Dios mediante, mañana. (III). -Vete al diablo, que no tengo ganas de hacer deducciones ni de continuar esta deslavazada epístola. Estoy fatigado y de malísimo humor. ¿Te sabe a poco ésta? ¿Te deja a media miel? Pues fastídiate, y aguántate, y revienta. (V). -La contestación en el próximo número. Ya no veo lo que escribo, de cansado que estoy. Buenas y santas. (XIX). -No sigo, porque te alarmarás, creyendo que ya no tengo remedio. Abur, tonto. (XXXVIII). Etc., etc.


Si para reflejar la opinión la actitud apropiada es la del testigo, éste -huelga decirlo- necesita un oyente poseído de curiosidad por su testimonio. Aunque las cartas de Infante son las únicas que el lector llega a conocer, en ellas se mantiene viva la relación con el corresponsal: mediante esas y otras expresiones de confianza que caldean y dan un clima de intimidad al relato, pero también haciendo creer que a manos de Infante llegan cartas de Equis, ávido de noticias, exigente en las preguntas, orientador en los consejos. Se da a entender que Equis conoce mejor que su corresponsal a todas o casi todas las personas de que éste habla. Infante no pretende, por tanto, iluminar la verdadera naturaleza de cada personaje ante un extraño, sino manifestar a un amigo familiar (tan familiar que es él mismo) los aspectos parciales y provisionales de su opinión para contrastarlos con los aspectos de la opinión del otro (de sí mismo anterior y distanciado).

La forma esencial de la opinión es el comentario: comentario hablado en conversación o tertulia (de ahí que la tertulia desempeñe tan importante papel en La incógnita y Realidad) o comentario escrito (carta, crónica, glosa, crítica).

Galdós escogió el cauce epistolar como el más apto para expresar la opinión privada, la del testigo. Pero a través de la opinión personal aparece, en el comento a los comentarios de la gente, la opinión pública. La opinión -privada y pública- en su impotencia para despejar la incógnita de la realidad, tal es el tema de la obra. Su molde apropiado, la carta del testigo presencial al amigo ausente, a su doble lejano. Y la suspensión dramática que la incertidumbre engendra, viene reforzada por el hecho de ser precisamente los corresponsales una misma persona desdoblada, lo que da ya a La incógnita un signo monologal. La angustia de no saber la verdad, de ignorar qué resolución admiten los hechos confusos es la raíz del monólogo, que arranca de aquella situación en que el individuo ha dejado de sentirse miembro de una comunidad y, para ver claro y no perderse en la soledad, se desdobla imaginariamente.

Las cartas de Manuel Infante comprenden un lapso de tiempo idéntico al de la redacción del libro por Galdós: de noviembre a febrero de 1889. La sincronización de ambos procesos (fingido y efectivo) quiere decir que la materia de la obra es rigurosamente actual.

El ocioso diputado comienza refiriendo sus experiencias en el trato con varias gentes, y ello como si la figura más destacada hubiese de venir a ser Don Carlos Cisneros, rico terrateniente, coleccionista de cuadros, gran señor de colérico temperamento, capitalista en la práctica y anarquista en sus visionarios barruntos del futuro, y como si la finalidad de las misivas consistiese en dibujar un panorama, desordenado y ameno, de la vida social y política en la Corte. Aunque Infante no depone su curiosidad por lo que social y políticamente ocurre en la superficie del mundo que frecuenta, sus cartas se concentran pronto en las incógnitas y en los enigmas ya mencionados.

Del conjunto que las cartas van constituyendo dice su autor que «si como representación de hechos positivos pudiera tener algún interés para los conocedores de las personas que andan en el ajo, como obra de arte resultaría deslucido, por carecer de invención, de intriga y de todos los demás perendengues que las obras de entretenimiento requieren» (XX). Y, en efecto, La incógnita no es relato novelesco de una acción: es notificación, sentimentalmente templada, de unos hechos.

Podrían señalarse dos planos en este contenido notificativo: la información sobre la vida de relación social (visitas, conversaciones, retratos) y la reflexión acerca de las actitudes afectivas que aquella convivencia promueve en el que escribe. Este segundo plano es de veras secundario, pues se trata de un simple testigo, no de un actor. Gracias al testimonio llega, sin embargo, a nuestro conocimiento la superficie de la realidad: los hechos y dichos de los otros, su apariencia. Esto último, mediante los retratos, que el lector de Realidad ha de apresurarse a retener.

Sustituyendo la omnisciencia del autor que todo lo penetra por la perplejidad del testigo que sólo da cuenta de lo que oye, ve y de lo que sobre esto opina, La incógnita nos refiere, en vez de una acción, unos hechos; en vez de un diálogo revelador, un conversar sintomático; en vez de un panorama de tres dimensiones, un muestrario de instantáneas planas. La técnica del retrato plano y suelto tiene aquí un notable despliegue. Urgido por la desazón de no alcanzar el escondido fondo de nadie, el testigo se precipita a esbozar la estampa fisonómica de los que más le preocupan: Cisneros, parecido al Cardenal del mismo apellido (II); Augusta, elegante, boca grande, ojos negros perturbadores, facciones imperfectas y conjunto encantador (III, X); Malibrán (IX); Federico Viera, de rostro expresivo, barba prematuramente plateada, semblante anémico (XVIII); Leonor (XVIII); Tomás Orozco:

No es persona Orozco que se revela entera en cualquier momento; al menos así me lo parece a mí. Cosas he visto en él que me han producido admiración, y otras sobre las cuales no me atrevo aún a opinar resueltamente. Empiezo por decirte que pocos hombres he conocido más agradables, y ninguno quizá que sepa con tanta rapidez ganar simpatías, y con las simpatías amistades verdaderas. A esto contribuyen seguramente sus maneras corteses, su exquisita bondad, su cara misma, que tanto me recuerda (veremos qué te parece esta observación) el tipo judaico, hermoso y puro, que apenas se conserva ya; barba poblada y larga, nariz de caballete y un tanto gruesa, ojos apagados, poca vivacidad en los movimientos fisiognómicos, y, en fin, ese reposo, esa gravedad dulce que parecen indicar un perfecto equilibrio interior. Me encanta aquella manera de tratar a grandes y chicos, afable con todos, familiar con ninguno. Hay en su trato algo del trato de los reyes...


(XXIII)                


Estos apuntes de la fisonomía externa se completan con tentativas de etopeya, que, sin embargo, son sólo eso: ensayos de acercamiento al fondo moral, envuelto en el misterio. Infante puede describir la apariencia de esas personas, su casual hacer, su hablar incidental, pero no comprender qué dicen, cuáles son sus palabras verdaderas. Así, el comentario se produce en formas compositivas de índole literalmente superficial: la crónica de hechos y conversaciones, la semblanza instantánea del aspecto físico y el rompecabezas de una semblanza moral problemática. Los sentimientos y las opiniones eran ayer de un modo, mañana serán de otro. La visión de la realidad que se obtiene mediante tal procedimiento se caracteriza por dos notas esenciales: la superficialidad y la inestabilidad. Apenas ha emitido Infante una opinión, nuevas observaciones le obligan a retractarse:

La opinión que en tu carta me indicas respecto a mi prima no me parece ajustada a la verdad. ¿Se funda acaso en informes míos dados con ligereza y cuando no había hecho las convenientes observaciones? Pues me retracto, querido Equis...


(XIV)                


Aquí, juzga Infante a su prima honrada y amantísima esposa. Días después, bastarán unos rumores de tertulia para borrarla del bando de los ángeles. La perplejidad le lleva a poner su esperanza en el poder de la adivinación:

Adivinar es sentir los hechos separados de nuestra vista por el tiempo o por el espacio; ver lo que, por invisible, parece no existente, de donde todos los sabios hemos colegido que la adivinación es una facultad parecida al estro poético. El poeta precede al historiador y anticipa al mundo las grandes verdades. Heme aquí convertido en vate, descubriendo lo escondido...


(XXIII)                


Cierto es que lo poco que adivina Manuel Infante se le esfuma en seguida en las sombras de la duda, pero los resultados de sus observaciones son aún más precarios que los de sus intuiciones. Entre los muchos pareceres que brotan en torno a la muerte de Federico Viera hay uno según el cual Tomás Orozco, conociendo la deslealtad de su mujer y su amigo, perdonó a aquélla pero puso a éste en la obligación de matarse, colocando en su mano la pistola. En esta opinión ve Infante «no sé qué lejanos vislumbres de certeza» (XXXV). Lo entrevisto se efectúa en sentido simbólico: Federico se suicida porque le es imposible la vida entre la generosidad de Tomás y la deshonra de que le está haciendo objeto.

Con todo, ni la observación ni la adivinación intuitiva permiten a Infante pasar a una certeza relativamente valiosa, a una verdad en la que poder serenarse. Sólo vale apartar la vista de los hechos mediante el tiempo y la distancia. El montón informe de las cartas se le convierte a Equis en Realidad, la novela hablada, decantación de lo que ha sido.

Es importante subrayar que el carácter superficial y opaco del mundo sujeto a opinión no se predica de cualquier mundo, sino del mundo de las altas esferas cortesanas en aquel momento histórico. Claramente y no sin melancolía lo expresa Manuel Infante:

Hablamos luego de cosas indiferentes, y me retiré pensando que vivimos en una sociedad esencialmente dramática; sólo que el barniz de cultura que nos hemos dado encubre el drama en las esferas altas, dejándolo sólo al descubierto en las inferiores.


(XXIX)                


El error, la infracción de la norma, el delito, el pecado -como quiera que se llame- se disfrazan de verdad, legalidad y honor en las altas esferas del Madrid de 1889. La imaginación refinada por el bienestar, complicada a través de una convivencia formal e insincera, favorece el hábil enmascaramiento, y, si fomenta los delirios de la opinión pública, aduce también los medios de combatirla o acallarla. Es lo que piensa y quiere hacer Cisneros (XXXII). Infante, después de conversar largamente sobre ello con su padrino, parece reconocer que la verdad, entre las gentes que hacen de la mentira pagada el escudo de su honor, es imposible de hallar.

Pero he aquí que cuando Infante, agobiado por sus dudas, resuelve alejarse de Madrid para buscar alivio en la compañía de Equis, éste ya le ha enviado el manuscrito de Realidad, «novela en cinco jornadas»:

... tú, Equisillo diabólico, has sacado esta Realidad de los elementos indiciarlos que yo te di, y ahora completas con la descripción interior del asunto la que yo te hice de la superficie del mismo. De modo que mis cartas no eran más que la mitad, o si quieres, el cuerpo destinado a ser continente, pero aún vacío, de un ser para cuya creación me faltaban fuerzas. Mas vienes tú con la otra mitad, o sea con el alma; a la verdad aparente que a secas te referí, añades la verdad profunda, extraída del seno de las conciencias, y ya tenemos el ser completo y vivo.


(XLI)                


En su única carta. Equis afirma a su confuso amigo que Realidad es un «drama o novela dialogada» de puño y letra de Infante, producido por metamorfosis de las cartas recibidas y guardadas en «el arca de los ajos» (Orbajosa no es la Corte dominada por la chismografía imaginadora, sino un pueblo de primitivas y crudas verdades):

La realidad no necesita que nadie la componga; se compone ella sola.


(XLII)                





- II -

Realidad de 1889 es la mitad de novela que, desde el punto de vista de la composición, sirve de complemento hablado a la mitad descriptiva de La incógnita y, desde el punto de vista de la comprensión del mundo social, sirve de revelación de la verdad. Es la primera novela hablada que Galdós escribe, y poco importa ahora si para ejecutarla en tal forma se sintió estimulado por precedentes franceses, por la tradición vernácula de la Celestina, por un propósito de adaptación teatral ulterior o por otro motivo ocasional. No debe olvidarse, a este respecto, el modelo tan admirado por Galdós: Shakespeare. Las sombras o imágenes subjetivas que intervienen en Realidad proceden seguramente de los «ghosts» en Ricardo III o en Hamlet6.

Pero, dejando esto a un lado, la razón de la forma hablada de Realidad ha de estar, en lo esencial, en la necesidad de completar la superficie opinativa y descriptiva de La incógnita con un fondo de verdad interior sacada de la conciencia a fuerza de palabras inmediatas. Los temas tienen sus necesidades. Así como el tema de la opinión demandaba el comentario del testigo perplejo, el tema de la verdad íntima exigía el monólogo, la directa manifestación anímica de los protagonistas del drama.

Según el exacto juicio de Cisneros, aquel personaje de La incógnita, la verdad no se encuentra nunca si no se baja tras ella al infierno de las conciencias, «y esto es imposible». Prerrogativa del novelista es, sin embargo, hacer creer que es posible bajar hasta la conciencia ajena y dar con su verdad. El novelista obra merced a la ilusión que comunica de estar sintiendo el mundo, la vida entera, en la conciencia misma de las criaturas de ficción. Para ponerse en la conciencia de los otros puede servirse de varios recursos: exploración introspectiva omnisciente, asunción del alma del personaje central mediante el relato en primera persona, implantación en cualesquier almas por medio del monólogo.

Se comprende que Galdós, fatigado del descriptivismo naturalista, correlativo de una visión del mundo desde el ángulo de la humilde observación, tendiera a acentuar el contraste entre los hechos y la acción, entre la superficie y el fondo, entre la materia y el espíritu. Motivos ocasionales contribuirían a reforzar este intento de descomposición de la novela integral en comentario de la opinión, por un lado, y penetración en la verdad íntima, por otro. Ahora bien: como certeza subjetiva o producto de certezas subjetivas, la opinión requería de suyo el procedimiento de la notificación testimonial. La presentación de unas conciencias separadas y desgarradas impuso a Galdós el procedimiento monologal, la forma manifestativa más importante de Realidad. Ambas perspectivas -la del testigo que describe unos hechos y refiere unas opiniones y la de los actores que monologan ante los demás o a solas- presuponen que el mundo social por ellas abarcado es un mundo de insolidarias individualidades en conflicto.

La acción aparece en Realidad cronológicamente reducida: todo sucede entre los límites temporales que abarcan lo comentado por las cartas XXIV a XXXI de La incógnita, entre una noche poco antes del 23 de enero y la noche del 3 de febrero; diez días aproximadamente, en vez de los casi cuatro meses de La incógnita.

Los emplazamientos son treinta y seis; demasiados para un drama representable; pocos para una novela hablada, sobre todo si se tiene en cuenta que sólo en doce de esos emplazamientos se dice y hace lo necesario para la integridad de la trama.

Esta concentración espacio-temporal tiene su correlato en la prominencia y profundidad que adquieren tres personajes: Tomás, Augusta y Federico. En La incógnita estas tres figuras se perfilaban ya como las principales, pero tenían una calidad difusa y sorda, en particular las dos masculinas, en tanto que Cisneros y, por descontado, Infante presentaban un relieve que aquí, en Realidad, queda muy rebajado.

Leonor, «la Peri», y las demás figuras secundarias, conversan y, a lo sumo, dialogan. Tomás, Augusta y Federico conversan, dialogan y monologan. Son éstas las tres almas que encarnan las incógnitas decisivas: ¿locura o santidad? ¿infidelidad u honradez? ¿honor o deslealtad, suicidio o crimen? Pero aquí ya no hay propiamente incógnitas. El lector asiste desde el principio a la perpleja opinión de los otros en sus conversaciones y a la compleja verdad de aquellas tres conciencias en sus diálogos y en sus monólogos. El lector sabe que Tomás Orozco y Federico Viera aspiran al bien a través de conductas dispares y que Augusta Cisneros no comprende esta aspiración de los dos hombres entre quienes vive, ni la comparte, pues ella sólo busca la felicidad de los sentidos y del sentimiento.

Si los monólogos son el cauce mayor para que estas conciencias se expresen, ello es porque estas conciencias se hallan separadas entre sí y escindidas en sí mismas; separación y escisión que explican su desdoblamiento imaginario.

Tomás Orozco está separado de su mujer por la diferencia de estatura moral que media entre quien vive más allá de los convencionalismos sociales y quien, dependiente de ellos, se goza en desobedecerlos infantilmente. Augusta y Federico están separados por razones muy semejantes: la diferencia de capacidad (no de efectividad) moral y la falta de confianza generada por esa diferencia y por la desigualdad económica. Federico, en fin, está separado de Tomás porque le está siendo desleal sin poder confesárselo, mientras él le brinda la protección material que su pobreza necesita y su soberbia rechaza.

Pero además son éstas, tres almas desgarradas, en conflicto consigo mismas. Orozco ama el bien sin poder amar a esa sociedad sobre la cual lo derrama. Augusta admira al hombre al que, por defecto de educación, no puede comprender, y ama al hombre al que, por su absoluta inutilidad social, no puede admirar. Federico es un vivero de conflictos: conflicto entre su efectiva deshonra y su concepto aristocrático del honor; entre su traición al amigo y su admiración por él; entre su amor sin confianza a Augusta y su confianza en Leonor sin amor; entre sus costumbres depravadas y sus principios austeros; entre su menesterosidad y su orgullo.

Es natural que estos seres, por hallarse separados, hablen «para sí» cuando uno está delante de otro, y que, por tener escindida el alma, sean capaces de hablar solos: con su otro Yo, o con los fantasmas de quienes les obsesionan.

Hay tres tipos de expresión monologal en Realidad, el aparte (para sí, delante de otro); el soliloquio (a solas con el otro Yo) y el que podría llamarse monodiálogo (diálogo con la imagen de otra persona tal como gravita sobre la conciencia propia). Estas tres formas de monólogo son posibles hacia fuera (como si el lenguaje de la conciencia lo escuchase alguien) y hacia dentro (como si nadie lo escuchase).

Galdós entendió que, para desnudar la verdad de esas conciencias incomprendidas por la opinión ajena, era preciso descender hasta ellas, penetrar en su recinto. Trató, en consecuencia, de completar la revelación de lo que se dice conversando o dialogando con lo que se siente en palabras dentro del secreto de la conciencia: eso que el llamado «monólogo interior» intentó reproducir después, nunca de un modo más realista que en el Ulysses de Joyce.

Cuando Galdós escribía Realidad aún no se había difundido la técnica del «monólogo interior». Esto explica el carácter trascendente, hacia fuera, que tienen los monólogos galdosianos; carácter tempranamente advertido por Clarín en uno de sus más lúcidos ensayos:

Los soliloquios de Augusta, de Tomás, de Federico, traspasan los límites que el arte dramático más libre y atrevido, más convencional, en beneficio de la transparencia espiritual de los personajes, tiene que encerrar sus monólogos. En el monólogo hay siempre el lirismo de lo que se dice a sí propio el personaje... para que lo oiga el público, para que se entere éste de cómo va aquél pensando, sintiendo y queriendo. En el soliloquio de Realidad... hay mucho más que esto en el fondo, y la forma no es adecuada, pues siempre se ofrece también con esa apariencia retórica, para que el público se entere. A veces el autor llega a poner en boca de sus personajes la expresión literaria, clara, perfectamente lógica y ordenada de sus nociones, juicios y raciocinios, de lo que, en rigor, en su inteligencia aparece oscuro, confuso, vago, hasta en los límites de lo inconsciente; de otro modo, el novelista hace hablar a sus criaturas de lo que ellas mismas no observan en sí, a lo menos distintamente, de lo que observa el escritor, que es en la novela como reflejo completo de la realidad ideada7.


En esto y en lo que sigue, Clarín demuestra su preferencia por la introspección del novelista que, dueño de una perspectiva ideal, escruta y revela el alma toda. Y es significativo que, al censurar a Galdós por hacer a sus personajes «expresar con toda claridad, retóricamente, sus más recónditas aprensiones de ideas y sentimientos», traduciendo «en discursos bien compuestos lo más indeciso del alma, lo más inefable a veces», mencione «el reciente estudio de M. Henri Bergson Essai sur les données immédiates de la conscience»8.

Precisamente de los hallazgos psicológicos de Bergson, de William James, de Freud, había de arrancar el desarrollo de esa nueva técnica apta para desnudar la verdad de la conciencia en su flujo recóndito: la técnica del monólogo interior, que Galdós presagia en Realidad.

Manuel Infante, en La incógnita, no había podido establecer la relación de efecto a causa que constituía la trama de lo sucedido. Estratégicamente alejado del lugar de los hechos, y dando éstos por conclusos, el invisible juez Equis presenta en Realidad lo que ha sido como si estuviese produciéndose al descubierto.

Las conversaciones de Realidad ocurren principalmente en las escenas de tertulia donde todavía siguen discutiéndose opiniones. Los diálogos, como es lógico, se desarrollan en los momentos de tensión conflictiva (entre Federico y Augusta, entre ésta y Tomás, por ejemplo) o de compenetración (en algunos pasajes dialogales de Federico y Augusta unidos por el amor o de Augusta conmovida ante la generosidad de su esposo). Pero, dejando a un lado conversaciones y diálogos9, veamos algunos rasgos de la expresión monologal, cauce de la última realidad de esas almas.

El aparte o para sí es la breve expresión monologal de una reacción inmediata delante del otro. Forma típicamente teatral, es una exhibición de lo íntimo para orientar al espectador. Todo aparte puede ser fácilmente sustituido por un ademán del cuerpo, un gesto del rostro o un silencio elocuente; de ahí su esencial superfluidad. Aunque la comunicación humana esté llena de apartes, lo que en esta forma breve y superficial de reaccionar delante de los otros se nos ocurre no es necesario, sino aleatorio, ni es completo, sino incidental. El aparte es un inciso momentáneo que exterioriza una reacción tácita provisional.

En las primeras escenas de Realidad (tertulia) los apartes están a cargo principalmente de aquellos que tienen algo que disimular: Malibrán, sus recelos contra Augusta y sus intenciones de seducción; Augusta, su alteración cuando llega el amante; Manuel Infante, su incipiente amor. El aparte suele condensar lo que veda decir el disimulo. Abunda en estas escenas donde comparecen muchas personas y surge también, como soliloquio en miniatura, en las escenas donde la desconfianza perfora el diálogo. Así, por ejemplo, la primera entrevista de los amantes (II, ix) principia con un diálogo animado. Tras el «intermedio largo» que supone la entrega amorosa, los personajes reanudan el diálogo, ahora por derroteros más cavilosos que afectivos, y cuando Augusta habla del apoyo que Tomás quiere ofrecer a Federico, éste comienza a distanciarse de ella:

Alma ambiciosa de lo desconocido -dice «para sí, meditabundo»-, de lo ilegislado, no puedo seguirte en tu vuelo. En ti no hay idea moral, al menos la idea mía, elemental y rutinaria, la que a mí me argumenta sin descanso. Hay entre tú y yo algo inconciliable, irreductible, y la tremenda muralla se alza cuando menos lo pienso. La belleza, la gracia de esta mujer me trastornan. Por ese lazo nos unimos. De la conciencia de ambos parte lo que eternamente nos separa. ¿Cómo decírselo sin ofenderla?


(II, x)                


El paso del «tú» al «ella» («hay entre tú y yo algo inconciliable»... «la belleza, la gracia de esta mujer me trastornan») es el síntoma lingüístico de la separación que el personaje está sintiendo.

Entre Augusta y su esposo los apartes son aún más frecuentes, pues en su trato falta el vínculo de la atracción erótica que pueda siquiera establecer un momentáneo acercamiento. En la primera escena larga donde ambos dialogan (I, viii) abundan los apartes, entre ellos algunos tan significativos de la distancia que los engendra como éstos:

OROZCO.-   (Aparte, ensimismado.) ¡Qué lejos de mí, pero qué lejos, veo a mi mujer!

AUGUSTA.-   (Para sí, confusa.)  ¿Estoy segura de entender lo que me dice?  (Alto.) . Eso me agrada; pues si tuvieras tú vocación de anacoreta, yo no creo tenerla nunca.

  [...]

AUGUSTA.-   (Para sí.)  ¡Ay, cuánto me molesta este diálogo!... Quiero estar sola y pensar lo que a mí me dé la gana, sin tener que llevar a cuestas el pensamiento ajeno... Fingiré que duermo para que se calle.


En la última escena de la Jorn. III, Tomás expone a su mujer su proyecto de ayuda a Federico, de un modo tan velado al principio que ella no lo adivina: «No estoy segura de comprender adonde va a parar con esto. ¿Tiene algún sentido lo que dice, o es una sinrazón, una efervescencia del talento descompuesto?». Pero después de haberlo comprendido todo y alabar la grandeza de Tomás, todavía comenta sus temores en otro aparte muy expresivo de su alejamiento: «¿Serás tú la perfección humana, y no podré yo comprenderte por ser, como soy, tan imperfecta?».

En fin, los diálogos entre Augusta y Federico y entre Augusta y Tomás en la jornada última (escena del suicidio y escena de la confesión) están sembrados de apartes que expresan, en el primer caso, falta de entendimiento y soledad; en el segundo, el recelo, el temor, la certidumbre, el divorcio irremediable, la rabia contenida, la simulación de la paz de siempre después de la tormenta. Por ejemplo:

OROZCO.-   (Para sí.)  Me he quedado solo, solo como el que vive en un desierto.

AUGUSTA.-   (Para sí.) No me ha creído... ¡Y yo noto un vacío en mi alma...! Me siento divorciada, sola, como si viviera en un páramo.

OROZCO.-   (Para sí.)  Mi mujer ha muerto. Soy libre. Ningún cuidado me inquieta ya... etc.


(V, xiii).                


El soliloquio no orienta al espectador en primer término: orienta al propio sujeto del drama en la maraña de su perplejidad. Ya no expresa una reacción inmediata, sino el proceso de una reflexión, moroso por naturaleza. No es imprescindible que el soliloquista esté solo. Suele estarlo. Pero puede estar delante de otro y, sin embargo, aislarse en la reflexión, sobrarse. El soliloquio no denota disimulo, sino que por el contrario es una forma de buscar directamente la propia verdad. A esta verdad le falta el contraste con la opinión ajena, pero no importa que hacia fuera resulte errónea si para el sujeto tiene el peso determinador de lo que siente como cierto. El soliloquio cunde en las escenas recién citadas, cuando el personaje no reacciona ante el otro: cuando se ha olvidado del otro y de lo otro, sumiéndose dentro de sí. En la orografía de la intimidad hay un paraje donde la realidad exterior más apremiante se disuelve y deja lugar a todo el Yo. Este es el momento del soliloquio.

Tomás y Augusta soliloquian desvelados en la Jorn. I: él sobre sus ideales («Aquí, solo dentro del círculo de mis pensamientos, apartado del mundo, ante el cual represento el papel que me señalan, restablezco mi personalidad, me gozo en mí mismo, examino mis ideas...»); ella, sobre su sentimiento de agobio por vivir entre convenciones y sobre su revuelta pasión («Mañana romperé la regularidad enervante de esta vida; mañana probaré lo misterioso y secreto, que arroja algunos granos de sal sobre la insipidez de lo legal y público...», I, viii). Estos soliloquios tienen algo de retórico y raciocinante y, con ser puros soliloquios, carecen de la intensidad de algunos apartes que los mismos personajes pronuncian en la escena de la confesión malograda (V, xiii).

Los soliloquios menos alejados de lo que luego habría de llamarse «monólogo interior» son los de Federico caminando por las calles (Jorn. IV, esc. xii y xiv). El primero subsigue al diálogo mantenido con Tomás acerca del proyecto de éste para asegurarle una vida digna, y en él se vuelca el terror que a Federico le produce su situación de favorecido por aquel a quien está traicionando:

¡Ay, qué descanso!... ¡Libre de ese hombre! Huiré y me esconderé donde no pueda oír su voz, donde su mirada noble y profunda no me anonade. Imposible vivir así... etc. Quiero hartar solo. No me agrada más conversación que la mía, y sólo estoy a gusto conmigo, como con un ser amado que se despide... Porque yo me marcho; yo no puedo vivir así. La vida, tal como la voy arrastrando ahora, es imposible. Recibir mi salvación del hombre a quien he ultrajado, imposible también..., etc.


En este soliloquio, que se prolonga después de entrar en unos elegantes salones donde ha de aparecer la Sombra de Orozco, el modo de manifestación es tumultuoso, elíptico y lleno de interrupciones y retornos, de paradinas, de exclamaciones y preguntas, como corresponde a la agitación del personaje y como es connatural al lenguaje interno, que, aun en la conciencia más serena, arrastra légamos del fondo. Lo mismo puede decirse del soliloquio que sigue al encuentro con la Sombra. Primero habla el personaje de sí mismo («¡Cómo está mi cabeza!», etc.), después se habla a sí mismo («Vamos a ver: concretemos. ¿En dónde has estado hasta las diez?»), luego se pregunta adonde ir, cómo pasar las horas de la noche interminable («Cien veces he mirado el reloj sin enterarme... Mirémoslo con la atención debida: las once y media. ¡Temprano, siempre temprano!»); después le agobia la imposibilidad de acudir a cualquiera de las tres mujeres que pudieran consolarle: su amante, su amiga, su hermana. «Ya no tengo hermana, ya no tengo familia; estoy solo, y la compañera que me hace falta, ni puede dármela la amistad ni dármela puede el amor... Vagaré por las calles hasta que sea hora de entrar en mi casa... Pero el tiempo no avanza. ¡Demonio, siempre las once y media! Me canso ya de este paseo febril». Esta sensación de que, mientras la conciencia descarga su flujo precipitado, el tiempo no pasa, es otro testimonio de la relativa modernidad de este monólogo interior. Relativa, porque a pesar de todo, el idioma soliloquial de Galdós resulta, según notaba Clarín, demasiado compuesto y retórico, como muestra de lo cual puede bastar, entre innúmeros casos que pudieran citarse, esa distribución armónica de los miembros en la frase: «... y la compañera que me hace falta, ni puede dármela la amistad ni dármela puede el amor».

La soledad llega, por último, hasta tal límite que no basta el desdoblamiento reflexivo, sino que se hace necesaria la réplica -tranquilizadora o provocativa de la persona que, en su ausencia, gravita sobre la conciencia ensimismada.

A esta forma de diálogo con el interlocutor imaginario que necesita tener delante de sí la persona obsesionada es a lo que podría llamarse monodiálogo, más bien recordando el «monodrama» de Evréinov que los «monodiálogos» o «autodiálogos» de Unamuno.

En la Jorn. I, después de hablar Augusta con Tomás, aquélla se finge dormida para poder entrar en lo secreto de su pecho. Desea confesarse ante un confesor ideal. Es entonces cuando aparece la Sombra de Orozco. No habla, pero con su mirada cariñosa y dulce al principio, y con su alejamiento impávido después, modifica la actitud de la mujer, primero confiada, luego temerosa. Augusta se encontraba en un estado vacilante entre la vigilia y el sueño: en ese estado se le aparece Tomás como una forma indeterminada de la que sólo se perciben la cara y las manos. También es Orozco el interlocutor imaginario con quien habla Federico Viera dos veces en la Jorn. IV. La primera vez la Sombra le sale al paso en un salón «con perfecta apariencia humana y vestida de etiqueta». Es de noche. Federico no ha comido, sólo ha tomado un puñado de sal, una taza de café y dos o tres copas de coñac. El diálogo entre ambos es reanudado horas más tarde en casa de Federico, cuando la Sombra resurge sentada frente a él. En la jornada V la Sombra entra en el aposento donde están los adúlteros y se sienta frente a Federico («viste traje de cazador con capote de monte», «Augusta no le ve»). Lo que dice aquí la sombra sólo lo oye Federico, pero lo que éste dice lo escucha y lo contesta Augusta, trabándose así varios equívocos. En esta ocasión la Sombra no habla como Tomás Orozco, sino como la conciencia admonitoria y sancionadora del propio Federico. Por último, en la escena final de la obra, es Orozco quien habla interiormente con la «imagen subjetiva, representación fidelísima» del amigo muerto.

Si los apartes traducen la reacción silenciosa inmediata de los personajes frente a frente; si los soliloquios ponen al desnudo el momento problemático y reflexivo de la soledad de la conciencia, los monodiálogos se producen cuando la soledad ha llegado a hacerse tan irremediable como insoportable. Augusta se confiesa a la sombra de su esposo, a quien nunca llegará a decir con palabras audibles la verdad. Federico, empujado por la miseria amenazadora, por la vergüenza de la murmuración y la imposibilidad de parecerse a su propio ideal, ha soliloquiado mucho hasta llegar a esos instantes en que ve delante de sí a su Abel sangrante, de modo que estos monodiálogos surgen por necesidad de mitigar con la presencia el dolor que la ausencia de la víctima hace inaguantable. Cuando Orozco, en fin, se ha quedado solo para siempre y, dominados los impulsos de venganza, se ha resuelto a aceptar su soledad al lado de quien ya nunca podrá dialogar sinceramente con él, entonces es cuando encuentra el perdido diálogo en aquella imagen del amigo muerto: «Eres de los míos. Tu muerte es un signo de grandeza moral. Te admiro, y quiero que seas mi amigo en esta región de paz en que nos encontramos. Abracémonos».

El tema de La incógnita era la opinión. El tema de Realidad es la soledad, el secreto, la desconfianza. Tomás Orozco quiere realizar cuanto le piden sus creencias «en medio de este tráfago, y en el torbellino de maldades que nos envuelve» (I, viii). Para conservarse íntegro, desea hacer el bien sin que nadie lo sepa, favorecer a los otros sin que se lo agradezcan, tratando de pasar ante los demás por un hombre corriente e incluso por un ser avaro, cruel y fanatizado. El error de la opinión le sirve de cobertura tras la cual seguir siendo, él solo, lo que auténticamente es. Le divierte el «museo de la opinión expectante y muda» reunido en su casa con motivo de la desgracia y no teme que en su rostro lea alguien la verdad, porque: «La cara mía que expresa y siente, ¡ay!, es la que mira para adentro» (V, x). La fórmula de este hombre para evitar la invasión de la mentira social es el distanciamiento cósmico, expresado en el magnífico soliloquio final:

No; conservemos nuestra calma frente a estas agitaciones microscópicas, para despreciarlas más hondamente. Figúrate que no existen para ti; muéstrate indiferente, y no hagas a la sociedad y a la opinión el inmerecido honor de darles a entender que te inquietas por ellas. Que nadie advierta en ti el menor cuidado, la menor pena por lo que ha ocurrido en tu casa. Para tus amigos serás el mismo de siempre. Que te juzgue cada cual como quiera, y tú sé para ti mismo lo que debes ser en ti, compenetrándote con el bien absoluto. [...] ¡Cómo lucen las estrellas! ¡Qué diría esa inmensidad de mundos si fuesen a contarle que aquí, en el nuestro, un gusanillo insignificante llamado mujer quiso a un hombre en vez de querer a otro! ¡Si el espacio infinito se pudiera reír, cómo se reiría de las bobadas que aquí nos revuelven y trastornan!... Pero para reírse de ellas era menester que las supiera, y el saberlas sólo le deshonraría.


La disconformidad de Augusta no se manifiesta en el apartamiento, como en su esposo, sino que aparece como un desafío infantil, una gustosa venganza en secreto:

Tener un secreto, burlar a la sociedad, que en todo quiere entrometerse, es un recreo esencial de nuestras almas con corsé, oprimidas, fajadas... Sin misterio, el alma se encanija. Aborrezco esa vida que no vacilo en llamar pública, o si se quiere, legal, muy santa y muy buena, pero que no es para mí... Que me quite Dios las ideas que me andan por dentro del cráneo, que me quite los nervios, y me volveré la burguesa más pánfila de la clase.


(I, viii)                


En cuanto a Federico Viera, su disconformidad con la sociedad que le rodea y en la que no consigue hallar el consuelo de la confianza, es tan aguda que no ve otra solución que eliminarse de ella, suicidarse.

Como Clarín señalaba certeramente, Galdós -maestro en la novela de costumbres o de «grandes medios»- abandonó en Realidad esta su vía ordinaria para adentrarse en las almas de los «personajes de excepción, superiores a su modo, como lo son, sin duda, Tomás Orozco y Federico Viera»10. Pero esto no significa que Realidad sea una novela puramente psicológica, estudio de caracteres singulares y culminantes. Estos caracteres están reflejados en su relación con el medio social y con el momento histórico.

Cierto es que, a primera vista, parece como si Galdós hubiese querido sólo poner de relieve la trágica oposición entre el hombre y la mujer: aquél, siempre insatisfecho y anhelante de perfección, de justificación moral; ésta, satisfecha siempre con la porción de felicidad sensual y sentimental que la vida le concede o que ella arranca a la vida. A una parte están Tomás Orozco y Federico Viera; a la parte opuesta, Augusta Cisneros y Leonor, «la Peri». Federico, bajo apariencias insustanciales, esconde una austeridad de principios que compite con la de Tomás y, como éste, quiere él debérselo todo a sí mismo (IV, xiii). La coincidencia de ambos en el deseo de elevación la expresa Federico en este quijotesco ensueño que comunica a la Sombra: «Nos haremos pastores, marchándonos a una región distante y sosegada, donde impere la verdad absoluta» (IV, xvi). Esta identificación de los dos hombres por encima de sus destinos y conductas tan diferentes queda sellada en el abrazo con que termina la obra (¡significativo por demás que un drama cuajado de monólogos solitarios concluya en un abrazo!). Pero a esta ecuación: Tomás = Federico = el Hombre, se contrapone esta otra: Augusta = Leonor = la Mujer. La sombra de Orozco (V, iv) confunde siempre a Augusta con La Peri, y Federico llama a Augusta «Leonor» en la misma escena y «Leonorilla» poco después, cuando va a matarse. Más aún: a pesar de que a Augusta la ha lastimado mucho esta confusión con una mujerzuela, en su delirio cree haber acudido sonámbula al despacho de su esposo para contarle la verdad y haber dicho al llamar: «Soy la Peri». Esto indica que Galdós ha querido significar la identidad última de la mujer bajo diversas formas y nombres. La mujer pública de buen corazón no es mejor ni peor que la infiel casada de honestas apariencias; tan inocente o culpable es una como otra, nacidas ambas para absorber la vida sin sacrificarla a una idea.

Pero esta oposición Hombre-Mujer está concretamente encarnada en individuos que se conducen como se conducen por inconformidad con su contexto social. Tomás es un inconforme que sueña en una sociedad futura; Federico, un inconforme que sueña con la antigua sociedad aristocrática. Y si Leonor es una víctima del capitalismo moral y económico, Augusta es el vehículo de la descomposición de la familia burguesa. Un personaje secundario interpreta así lo ocurrido:

Amigo mío, la vida esta de recepciones, galantería, sibaritismo, comidas, y el charlar ingenioso y pérfido entre los dos sexos, es un excitante desmoralizador. No hay familia posible con semejante vida. (V, viii).


Ni familia ni sociedad son posibles cuando la opinión reemplaza a la verdad y cuando la soledad, el secreto y la desconfianza son las formas que, en odio a esa vana verdad aparente de la opinión, adoptan las almas que, tal vez queriendo serlo, no pueden ser solidarias, veraces y confiadas. ¿Qué tiene de extraño que estas almas se expresen habitualmente en conversaciones triviales y en monólogos proferidos sobre el vacío, si se les ha hecho imposible el diálogo?

La comprobación de ese estado social, inequívocamente burgués, impuso a Galdós la expresión monologal, en la cual está el germen de la «novela hablada» galdosiana. La impersonalidad del autor, premisa del monólogo, se extendió a todas las maneras de manifestarse los personajes dentro de la novela. Las formas literarias son siempre, en los grandes artistas, formas de sensibilidad social.




- III -

Acaso no sea inútil añadir a estas consideraciones un breve juicio sobre el drama Realidad, estrenada en 1892. Es la última forma que adquirió el asunto de la novela epistolar y de la novela hablada.

Los treinta y seis emplazamientos de la novela hablada quedan reducidos a seis en el drama, con la única consecuencia grave de que el suicidio de Federico tenga lugar en su propia casa, adonde en pocas horas vienen a visitarle Leonor, Tomás, Infante y, por último, Augusta, cada uno de los cuales -excepto la amante- se va oportunamente para que entre el otro. La visita de Augusta es poco verosímil, ocasionada sólo por la conveniencia de no introducir un nuevo cambio de decorado. Desaparece así el misterioso ambiente de intimidad y lejanía que la escena del suicidio encerraba en la novela.

En el drama quedan suprimidos los contertulios menos caracterizados, don Carlos Cisneros (que en La incógnita era el personaje de aparición más frecuente) y Santanita, el hortera que, al casarse con la hermana de Federico, infligió a éste una herida más en su orgullo de clase. Del elenco femenino desaparecen igualmente los personajes innecesarios, pero Galdós introdujo aquí con nombre propio una figura, la de Lina, criada de La Peri, que le sirve para exponer brevemente lo no acontecido en escena.

Pensando seguramente en la tendencia de su público al sentimentalismo y al excitante juego de contrastes afectivos, Galdós presenta a Federico Viera abrazando el retrato de su madre, mostrando el misal de ésta a Leonor y regalándolo luego a Augusta antes de matarse, con lo que parece haber querido suscitar mayor conmiseración hacia este hombre fundamentalmente bueno aunque extraviado. A Manuel Infante le convierte de nuevo en personaje de relieve, aunque ahora no como comentador, sino como actor: él es quien en el drama advierte a Federico que su única solución es el suicidio y le pone en la mano la pistola; él, quien conoce por confesión el secreto de Augusta y quien venga la maledicencia de Malibrán, dándole la paliza merecida. Si Infante es el ángel tutelar, Malibrán es el sembrador de cizaña, el hombre odioso de todos los melodramas.

Los largos soliloquios de la novela se abrevian, se interrumpen y se movilizan hacia la situación escénica. Asimismo, se introduce algún «efecto» para excitar la curiosidad del público. Por ejemplo, al final del acto I, Orozco nota que su mujer lleva papeles escondidos en el pecho (los ensayos de cartas que ha tratado de escribir a Federico), pero ella disimula y miente. Con este efecto de peligro se suscita la atención de los espectadores, luego defraudada, pues lo que parece que va a ser un drama de celos y venganza, al modo de Echegaray, resulta ser ni más ni menos, como ya notaron los críticos de la hora, el primer drama español en que el marido engañado no apela a la venganza.

De los protagonistas, el menos favorecido por la adaptación dramática es Tomás Orozco, que sólo en la escena final tiene ocasión de mostrarse en toda su grandeza, mientras a lo largo de la obra se mueve como un ser lejano, extraño e indefinible. Augusta sale también perjudicada, pues carece aquí de la tercera dimensión de su alma a solas. El mejor parado es Federico Viera, y por él, más que por Orozco, parece haber conservado Galdós en el drama (acto III) la acción secundaria referente al matrimonio de Clotilde, la hermana, y el episodio del estafador Joaquín Viera, el padre. Todo esto, que podría haberse encomendado a una exposición breve, dejando más espacio al conflicto Orozco-Augusta-Federico, permanece en la escenificación sin otra disculpa que ratificar los motivos de desesperación de Federico Viera de un modo patente.

Realidad, 1892, reduce también el elemento maravilloso. La única imagen subjetiva que participa en el drama es el aparecido Federico al final. Quizá esto hiciera recordar a algunos la última escena de Espectros, de Ibsen, con la que no existe ninguna semejanza11.

Dejando de lado las abreviaciones por motivos de economía teatral, pueden señalarse, para terminar, algunas modificaciones debidas a cuidados de orden religioso y moral. En la novela (I, viii) Tomás Orozco dice haberse formado un sistema -«lo llamaré religioso»- sin auxilio de nadie, indagando en su conciencia los fundamentos del bien y del mal: «Hay en el mundo más de cuatro necios que me creen fanatizado por las prácticas de esta o la otra religión positiva. Su error me encubre. No les sacaré de él...» En el drama (I, x) esta declaración ha desaparecido. En cambio, Tomás y Federico aluden aquí (IV, iii) a la Divinidad, mientras en las escenas correspondientes de la novela no hay tal alusión. El diálogo entre Federico y Augusta, antes del suicidio del primero, posee en la novela una intensidad desesperada que en el drama se atenúa considerablemente por la inserción de motivos devotos. Federico tiene aquí sobre la mesa el libro de oraciones de su madre y en él lee Augusta un memento ascético: «Ossa arida, audite verbum Domini...». Antes de suicidarse, exclama Federico: «Pido a Dios que me perdone» (IV, vii). En el coloquio final con su esposo, dice Augusta para sí: «Dios me perdonará... cuando lo merezca» (V, iv). Nada de esto estaba en la novela hablada.

Otras modificaciones de tipo moral. En el primer encuentro de los adúlteros Federico no pronuncia su reflexión sobre la falta de idea moral en la mujer, a quien además le propone claramente la ruptura, induciendo a creer que en ellos hay un más vivo remordimiento. Manuel Infante actúa en el drama como juez y verdugo moral de Federico, pero también como consejero fraternal de Augusta, a quien recomienda el arrepentimiento sincero y la confesión de la verdad (V, iii). Por último, cuando Tomás apremia a su esposa para que afirme o niegue lo que de ella se murmura, ésta no dice: «Lo niego terminantemente», como en la novela, ni dice: «¿A qué viene eso de jurar?... Si es preciso... lo juro también», sino: «Lo niego» y «¿A qué viene eso de jurar?». Tomás, en su aparte, no la llama «malvada mujer». Hay en todo como una mayor piedad hacia los culpables.

Tales modificaciones no dañan la intencionalidad moral de la obra. Y aunque el drama tenga algunas torpezas y no pueda resistir la comparación con la novela, se salva por la grandeza humana del tema, posee la significación de una inicial ruptura con los amaneramientos del melodrama reinante (Echegaray, Sellés, etc.) y guarda el interés de mostrarnos a Galdós ajustando una tercera forma literaria del mismo asunto a las realidades y a las necesidades de su sociedad.







 
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