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ArribaAbajoSegunda parte


ArribaAbajoLibro IV


ArribaAbajoCapítulo I

Donde se pondrá lo que irá saliendo y verá el curioso lector


Pues, como íbamos diciendo de nuestro cuento, yendo días y viniendo días, el bendito entre todos los benditos de nuestro fray Gerundio quedó tan satisfecho de su trabajo con la arenga panegírica y apologética a favor de su plática de disciplinantes que le hizo el susodicho teologuillo, con los aplausos de la escuela moza y con la gritería de la griega, que por poco no tuvo al maestro Prudencio por hombre que había perdido el seso. Pero a lo menos, pareciéndole que le hacía mucha merced, hizo juicio firme y valedero de que ya estaba algo chocho, y propuso en su corazón no hacer caso de nada que le dijese. Y aun se adelanta un autor a sospechar que hizo propósito oculto de huir el cuerpo al viejo todo cuanto le fuese posible, bien que esto no lo asegura como noticia cierta, y solamente lo da por conjetura fundada en unos apuntamientos de letra muy gastada que se hallaron en el hondón de un cojín. Y el diablo, que no dormía, para remachar el clavo de su sandez, dispuso que algunos días después recibiese una carta de su íntimo amigo fray Blas, escrita desde Jacarilla, la cual decía así:

2. «Amigo fray Gerundio: Doyte mil abrazos con el corazón, ya que no puedo con la boca. En toda esta tierra no se habla más que de tu famosa plática de disciplinantes. Fray Roque, el refitolero, me escribe maravillas, y el sacristán de Gordoncillo, que te oyó y ha venido aquí a concertar un esquilón, comienza y no acaba. Ambos tienen voto, o yo soy un porro. Mosén Guillén, que es el señor cura de este lugar y tiene en la uña al Teatro de los dioses, desea un traslado de ella y dice que la ha de hacer imprimir, aunque sea necesario vender el macho falso que compró en la feria del botiguero. Envíamela por el portador, que es el barbero de este pueblo, persona segura y de mi estimación. A él me remito sobre mi sermón de Santa Orosia, pues no parece bien que yo me alabe; y sábete que tiene tan buena tijera para cortar un sermón como para igualar un cerquillo. Sólo te digo que además de la limosna del mayordomo, que no es maleja, me ha valido ya dos borregos y docena y media de chorizos; que de todo se sirve Dios, que te guarde muchos años. Tu amigo hasta la muerte, a pesar de cazcarrientos,

F. Blasius».

3. Cuando fray Gerundio se halló con que le pedían su plática allá de luengas tierras, pues para su geografía ocho leguas de distancia era la mitad del mundo, cuando consideró que se la pedían no menos que para imprimirla y se vio en vísperas de ser autor de la noche a la mañana, y esto sobre ser hombre en cuyo elogio y aplauso incontinenti se escribían y se divulgaban sonetos, se tuvo en su corazón por el mayor predicador que habían conocido los siglos. Y no sólo se confirmó en la estrafalaria idea de predicar que ya se había formado, sino que con el tiempo fue salpicando todas las más ridículas y más extravagantes, como se verá en el discurso de esta puntual historia.

4. Pero ves aquí que en el mismo zaguán de la segunda parte de ella, parece hemos dado un trompicón, que a buen librar harto será que escapemos sanas las narices. ¿Es posible -dirá un lector que las tenga de podenco-, es posible que habiendo oído la famosa plática Antón Zotes y Catanla Rebollo, su mujer, habiendo sido testigos de los aplausos y de los vítores con que fue celebrada, habiendo visto por sus mismos ojos el prodigioso fruto que hizo en la valentía con que arrojaron las capas los penitentes de sangre, y en el denuedo con que manejaron unos el ramal y otros la pelotilla, que habiendo recibido ellos tantos plácemes, tantos parabienes, tantas bendiciones, así en la iglesia, como fuera de ella, es posible, vuelvo a decir tercera vez, que no tuvieran siquiera una enhorabuena que llegar a la boca para dársela a su hijo? ¿Se hace verisímil que, ya que no fuese aquella noche por ser ya tarde y por dejarle descansar, a lo menos la mañana siguiente muy de madrugada no fuesen a la iglesia del convento o a la portería, y que allí Antón Zotes no diese cien abrazos a su hijo, y la tía Catanla no añadiese de más a más otros tantos besos, aforrados en lágrimas y mocos, todos de purísima ternura? ¿Se hace creíble tanta sequedad y tanto despego? Y si esto no fuese así, sino que con efecto los buenos de los padres de fray Gerundio hicieron con su hijo todas estas demostraciones de cariño, dándole las debidas señas de su complacencia y de su gozo, ¿con qué conciencia pasa en silencio el historiador una circunstancia tan substancial, que tanto puede servir para el aliento y aun para la edificación?

5. A esto pudiéramos responder muchas cosas, pero las dejamos todas por no ser prolijos.

6. Y confesando de buena fe que todo pasó así ni más ni menos, añadimos, en consecuencia de la verdad y de la fidelidad que profesamos, que no solamente hubo dichos mocos, lágrimas, besos y abrazos, sino que Antón Zotes, en presencia del prelado y de otros padres graves que habían bajado a cortejarle a él y a su mujer, dijo a fray Gerundio:

-Ya te unvié a escribir como m'habían echado la mayordomía del Sacramento, pero entonces no te unvié a decir que me perdicases tú el sermón, porque como no t'había uído perdicar, no quería ponerme a que quedásemos envergonzados. Ahora que te he uído, dígote que me l'has de perdicar con la bendición de su reverencia, nuestro reverendísimo padre.

No pudo negarse el prelado a concederla, aunque del escapulario adentro no le dio mucho gusto, porque como a hombre serio y de razón le había desazonado la plática. Pero, ¿qué había de hacer en aquella coyuntura, y con unos hermanos tan devotos de la Orden, que hacían al convento toda la limosna que podían? Al fin sacáronlos unas tortillas, chanfaina, queso y aceitunas. Almorzaron muy bien, sirviéndoles el almuerzo de comida, y se volvieron a Campazas, no viendo la tierra que pisaban ni las horas de Dios por llegar al lugar, para contar al licenciado Quijano y a toda la parentela lo que habían visto por sus ojos, oído con sus oídos y palpado con sus manos.

7. Dejemos ir en buena hora a los dos dichosísimos consortes, en buena paz y compaña, mientras nosotros nos volvemos a nuestro fray Gerundio, que desde el mismo punto y momento en que le echó su padre el sermón del Sacramento, no pensaba de día, ni de noche soñaba en otra cosa que en el modo de cómo había de desempeñarle. Hacíase cargo de todas las circunstancias, que le ponían en el mayor empeño: primer sermón que predicaba en público, porque a la plática de disciplinantes no la calificaba de sermón; predicarle en su lugar y en la misma parroquia donde le habían bautizado, porque no había otra; ser mayordomo su padre; cantar la misa, como lo daba por supuesto, el licenciado Quijano, su padrino; los danzantes de la procesión, el auto sacramental que siempre se representaba, los novillos que se corrían, las dos o tres docenas de cohetes que se arrojaban, y la hoguera que se encendía la víspera de la fiesta. Todo esto se le ofrecía continuamente a la imaginación como punto céntrico y principal de su empeño, pareciéndole, no sólo que era indispensable el hacerse cargo de todo ello, sino que en esto sólo estribaba toda la dificultad; pues por lo que tocaba al asunto del Sacramento, en cualquiera sermonario encontraría campo abundante donde forrajear.

8. Es cierto que no se le habían olvidado las juiciosas reflexiones que había oído al maestro fray Prudencio contra la ridícula y extravagante costumbre de tocar en los sermones estas que se llamaban circunstancias. También es cierto que tenía muy presente la salutación del sermón de la Purificación en día de San Blas, que el mismo maestro Prudencio había leído al predicador mayor y a él, en que con gravedad y no sin gracia se hace ridícula esta costumbre, convenciéndola de tal con razones que no admiten réplica. Pero también es igualmente cierto que se le imprimió altamente la salida de su amigote el predicador fray Blas, la cual se redujo a aquel apotegma que puede hacerse lugar entre los principios de Maquiavelo: Sentire cum paucis, vivere cum multis («Sentir con los pocos, y obrar con los muchos»). Y aun por su desgracia había leído en aquellos días, no se sabe dónde, el dicho que comúnmente se atribuye a nuestro insigne poeta Lope de Vega; y harto será que no sea un falso testimonio, porque no cabe que un hombre de tanto juicio y de tanta discreción dijese una truhanada tan insulsa; pero al fin ello se cuenta que reconociendo él mismo los defectos de sus comedias, los excusa diciendo que los conoce y los confiesa, mas que con todo eso las compone así, porque las buenas se silban y las malas se celebran. Esto le hacía más fuerza que todo a fray Gerundio, y resolvió por última determinación no omitir circunstancia alguna de las insinuadas, aunque lloviesen fray Prudencios.

9. Sólo dudó por algún tiempo si para hacerse cargo de ellas acudiría por socorro a las fábulas, o apelaría a algunos textos y pasajes de la Sagrada Escritura; porque de todo había visto en los más famosos predicadores. Algo más se inclinaba a lo primero por llevarle hacia allí su genio, ayudado del ejemplo de fray Blas y de la continua lectura del Florilogio. Pero como estaba tan reciente la fuerte repasata que le había dado el padre maestro contra el uso o contra el abuso de la fábula en la seria majestad del púlpito, no pudiendo sobre todo borrar de la memoria aquello que le había oído de que esto era especie de sacrilegio (expresión que le había estremecido, porque al fin no dejaba de ser hombre timorato a su modo), por esta vez, y sin perjuicio hasta que examinase bien el punto, se determinó a buscar en la Sagrada Escritura acomodo honrado para todas las susodichas circunstancias.

10. Hallole fácilmente donde le encuentran todos, que es en las Concordancias de la Biblia, sin más trabajo que ir a buscar por el abecedario la palabra latina que corresponde a la castellana para la cual se desea algún texto, y aplicar cualquiera de los muchos que hay en la Escritura, casi para cada una de cuantas voces se pueden ofrecer. En menos de una hora dispuso los apuntamientos siguientes:

11. «Primera circunstancia: Primer sermón que predico. Viene clavado aquello de Primum quidem sermonem feci, o Theopitile. Segunda: Predícole en mi lugar, que se llama Campazas. Para ésta viene como nacido aquel texto: Descendit Jesus in loco campestri. Tercera: Predico en la parroquia donde me bautizaron, y se llamaba Juan el que me bautizó. ¿Qué cosa más propia que aquello de Joannes quidem baptizavit in aqua, ego autem in aqua et Spiritu Sancto? Cuarta: Es mayordomo mi padre: In Domo Patris mei mansiones multae sunt. También mi padre es labrador: Pater meus agricola est. Llámase Antón Zotes; y el arca del Testamento, figura del Sacramento, anduvo por el país de los azotes, o de los azotios: Abiit in Azotum. Quinta: Echome el sermón mi padre, el cual está vivo y sano: Et misit me vivens Pater. Cantará la misa mi padrino...»

12. Aquí se halló un poco atascado, porque habiendo revuelto cuantas concordancias se hallaban en su celda, conviene a saber, las antiquísimas de Hugo Cardenal, las de Halberstadt, las de Harlodo, las de Roberto Esteban y, por última apelación, las de Zamora, no encontró la palabra padrino en todas ellas. Y ya desesperado, estaba resuelto a acudir al Theatrum vitae humanae, o a cualquiera poliantea por algún padrino de socorro y aun en caso necesario valerse del Tu es patronus, tu parens de Terencio, en el Heautontimorumenos, cuando su dicha le deparó el texto más oportuno del mundo. Tropezó, pues, con aquello que se lee en el verso 14 del capítulo 16 de la Epístola de San Pablo a los Romanos: Salutate Patrobam. Y pasando luego a leer el capítulo, encontró en él un tesoro porque casi todo el referido capítulo se reduce a las memorias, hablando a nuestro modo, que el apóstol encargaba se diesen de su parte a todos los cristianos que se hallaban en Roma y eran de su especial cariño, o por su mayor favor, o por algún beneficio particular que habían hecho a la Iglesia, o porque se habían esmerado más en favorecer y en amar al mismo apóstol. A todos los va nombrando por sus nombres, y en el versículo 14 nombra entre otros a Patroba.

13. -Teneo te, terra -dijo entonces fray Gerundio, más alegre que si hubiera hallado una mina-. De Patroba a padrino no va un canto de un real de a ocho de diferencia, y con decir que el padrino antiguamente se llamaba Patroba, y que corrompido el vocablo se llamó después padrino, está todo ajustado. Si alguno me replicare (que él se guardará bien de eso), le responderé que con mayores corrupciones que ésta nos tienen apestados los etimologistas, y trampa adelante. Pues ahí, es decir que no dará golpe el Salutate Patrobam, haciendo reflexión sobre el salutate, diciendo que hasta el Apóstol se acordaba del padrino en la salutación.

14. Bien quisiera él encontrar también algún textecillo oportuno para encajar el apellido Quijano, no dejando de conocer que ése sería el non plus ultra del chiste y del ingenio; porque el texto de padrino en general se podía aplicar a cualquiera pastor que sacase de pila a un hijo de Juan Borrego. Pero túvolo por caso desesperado. No obstante, después de haber andado batallando largo tiempo en su imaginación sin ofrecérsele cosa que le cuadrase, le ocurrió el pensamiento más disparatado que se podía ofrecer a un hombre mortal.

15. -Quijano -se decía él a sí mismo- sale de quijada. Esto no admite duda. Pues ahora, de las quijadas se dicen cosas grandiosas en la Sagrada Escritura; porque dejando a un lado si Caín mató o no mató a su hermano Abel con la quijada de un burro, que esta circunstancia no consta, a lo menos de la Vulgata, y aunque constara no podría yo ajustarla bien para mi cuento; pero consta ciertamente que Sansón, con la quijada de un asno, quitó la vida a mil filisteos; consta que habiendo quedado muy fatigado de la matanza, y estando pereciendo de sed, sin haber en todo aquel campo ni contorno una gota de agua con que poder aliviarla, hizo oración a Dios para que le socorriese en aquella extrema necesidad, y del diente molar de la misma quijada brotó un copioso chorro de agua cristalina, con que apagó la sed y se refociló Sansón. Consta, finalmente, que en memoria de este prodigio se llamó el lugar donde sucedió, y se llama el día de hoy, la Fuente del que invoca desde la quijada: Idcirco appellatum est nomen loci illius, Fons invocantis de maxilla, usque in praesentem diem.

16. ¡Qué cosa más divina para mi asunto! Aquí tenemos una misteriosa quijada que con agua celestial y milagrosa da nuevo espíritu a Sansón y le restituye la vida, a lo menos se la conserva. El agua es símbolo del agua del bautismo, cuya virtud es milagrosa y celestial; y la quijada que la suministró, sombra muy propia del padrino que la administra, cuyo apellido de Quijano está haciendo clara alusión a aquel misterioso origen. Que la quijada fuese de un burro, o fuese de un racional, ése es chico pleito para la substancia del intento; y más cuando a cada paso leemos en la Sagrada Escritura que los brutos y las fieras simbolizan a los mayores hombres.

17. Ajustada tan felizmente esta circunstancia, por todas las demás se le daba un pito; pues para los danzantes tenía la danza de David delante del arca del Testamento, que sale en todas las danzas del Corpus. Y si no quería echar mano de ésta por demasiadamente vulgar, tenía la danza de los de las melenas largas, como él lo construía, de la cual hace mención el profeta Isaías cuando dice: Et pilosi saltabunt ibi; y más, que se acordaba muy bien de que los danzantes de su lugar siempre llevaban tendidas las melenas, cosa que los agraciaba infinitamente, y lo de pilosi saltabunt venía para ellos a pedir de boca.

18. Para el auto sacramental le pareció que podía acomodar todos los textos que hablaban de alguna figura del Sacramento; porque figura y representación, discurría él, todo es una misma cosa. Conque si tenemos representación y Sacramento, ¿qué nos falta ya para auto sacramental? Donde iba muy holgado y, a su parecer, literal, era en la circunstancia de los novillos; porque aunque fuesen menester cien textos diferentes para cien corridas, estaba pronto a sacarlos de la Escritura, aplicando todos los que hablan de vítulos. Y si, como eran novillos, fueran toros, por lo menos para más de treinta corridas ya tenía provisión de textos. Los cohetes y las carretillas que se disparaban, los encontraba él vivísimamente figurados en aquellos cuatro misteriosos animales que tiraban de la carroza de Ezequiel, los cuales iban y volvían por el aire in similitudinem fulguris coruscantis, como unos rayos, como unos relámpagos y como unas exhalaciones. La hoguera no le daba maldito el cuidado, puesto que tenía en la Escritura más de cien hogueras a que calentarse, sin más trabajo que arrimarse a cualquiera de las que se encendían para consumir los holocaustos. Y si se le ponía en la cabeza hacer también circunstancia de los muchachos que saltaban por la hoguera sin quemarse, ¿qué cosa más propia ni más natural que los tres muchachos del horno de Babilonia?

19. Así acomodó en sus apuntamientos todas las circunstancias que le parecieron precisas y absolutamente indispensables; pero faltábale una que, aunque no todos los predicadores se hacían cargo de ella, a él no le sufría el corazón dejar de tocarla. Ésta era hacer alguna conmemoración de su querida madre; porque hacerla de su padre y de su padrino, y no hacerla de la madre que le parió y que le había tenido nueve meses en sus entrañas, se le representaba una dureza insoportable, y que no se componía bien con el tierno amor que le profesaba. Ya se ve que para hablar en general de madre, de hijo, de parir y de vientre, tenía los textos a millares. Pero él no se contentaba con esta generalidad, y quisiera un textecillo terminante y peladito, que hablase de su madre Catanla Rebollo, con sus pelos y señales.

20. Anduvo, tornó, volvió y revolvió por mucho tiempo así las Concordancias como los sesos, sin poder hallar cosa que le aquietase, hasta que al fin se le vino a la memoria el ingenioso medio de que se valió cierto predicador para salir de semejante aprieto. Llamábase María Rebenga la mayordoma de cierta cofradía de mujeres, en cuya fiesta predica ba; y no pudiendo encontrar en la Escritura texto que hablase expresamente de Rebenga, ¿qué hizo? Dijo que la Esposa había convidado al Esposo para su huerto con estas palabras: Veniat dilectus meus in hortum: «Vengami Amado a espaciarse por el huerto». Y como se diese por desentendido al primer convite, le volvió a instar con las mismas voces: Veniat dilectus meus in hortum: «Venga a espaciarse por el huerto mi Querido». Ahora noten: dos veces le dice que venga (veniat, veniat), como quien dice venga y revenga. Con cuyo arbitrio salió el discreto predicador del empeño con el mayor lucimiento; y más cuando añadió que a la primera instancia en que la Esposa no le dijo más que venga, hizo como que no quería, pero cuando en la segunda oyó la palabra revenga (veniat, veniat), no pudo menos de rendirse.

21. A este modo le pareció a fray Gerundio que también él podría desempeñarse, haciendo reflexión a que el apellido Rebollo parece que suena dos veces bollo; y tuvo por imposible que no se hallase algo de bollo en la Biblia, en cuyo caso él se ingeniaría para la aplicación. Pero se quedó yerto cuando en toda ella no encontró siquiera un bollo que llegar a la boca; y pareciéndole que a lo menos alguna cosa de repollo no podía faltar en alguno de tantos huertos de que se hace mención en los Sagrados Libros, ni aun esto pudo encontrar. Y aburrido ya, abandonó del todo el pensamiento de nombrar a su madre expresamente por el apellido; pero apuntó el texto de Beatus venter qui te portavit, et ubera quae suxisti para aplicarle cuando se ofreciese buena ocasión.

22. Dispuesto así el plan de la salutación, por el cuerpo del sermón se le daba un comino; pues en haciendo a Cristo en el Sacramento, o sol, o fénix, o águila, o jardín, o ametisto, o piropo, o cítara, o clavicordio, o fuente, o canal, o río, o azucena, o clavel, o girasol, y después cargar bien de broza y de fajina, textos, autoridades, glosas, varias lecciones, versos latinos, sentencias, apotegmas, alusiones, tal cual fabulilla apuntada, aunque no sea más que para mayor adorno, estaba seguro de componer un sermón que se pudiese dar a la imprenta.

23. En lo que estuvo un poco indeciso, fue en si seguiría o no seguiría el mismo estilo que había usado, así en el sermón del refectorio, como en el de la plática de disciplinantes. Es cierto que él estaba perdidamente enamorado de él; porque sobre adaptarse mucho a su primera educación, especialmente en la escuela del dómine Zancas-Largas, todas aquellas voces rumbosas, altisonantes y estrambóticas, le hallaba canonizado en la práctica de su héroe, el predicador fray Blas, y veía que en todo caso mucho le celebraba la turbamulta. No obstante, no dejaba de hacerle grandes cosquillas la burla que así el padre provincial como el maestro Prudencio habían hecho del tal estilo. Pero, sobre todo, lo que le hizo titubear más fue un papel que por rara casualidad llegó a sus manos, como lo dirá el capítulo siguiente.




ArribaAbajoCapítulo II

Lee Fray Gerundio un papel acerca del estilo, y queda aturrullado


Había muerto por aquellos días en el convento un padre predicador jubilado, hombre de mucha suposición en la Orden, que había seguido la carrera del púlpito con el mayor aplauso y, lo que es más, muy merecido; porque sobre ser un gran religioso, era verdaderamente sabio, elocuente, nervioso, de juicio muy asentado, de buen gusto y de acreditado celo. Su espolio (así se suelen llamar en las religiones aquellas alhajuelas que dejan los religiosos difuntos), su espolio casi todo él se reducía a sus sermones manuscritos, y a algunos otros papeles y apuntamientos concernientes por la mayor parte a la misma facultad. Y aunque en la comunidad hubo muchos golosos de ellos, especialmente de la gente moza que suele hacer su veranillo en semejantes ocasiones, pero el prelado con mucho acuerdo y prudencia se los aplicó a fray Gerundio; lo primero, porque parecía más acreedor que otro alguno, hallándose al principio de la carrera; y, lo segundo y principal (que ésta fue en realidad la máxima del prudentísimo prelado), para que leyendo aquellos sermones y tomándoles el gusto, procurase imitarlos, y si no podía o no quería, a lo menos los predicase a la letra, lográndose en cualquiera de estos arbitrios que aprovechase sus talentos y no dijese en el púlpito tantos disparates.

2. Puntualmente se hallaba nuestro fray Gerundio batallando con sus dudas sobre el estilo que había de seguir en el sermón, cuando entró en su celda el prelado con los papeles y sermones del difunto. Entregóselos con cariño, recomendole mucho su lectura y su imitación; y luego se retiró, porque le llamaban otras dependencias. Fray Gerundio, con su natural viveza y curiosidad, no pudo contenerse sin registrar luego los títulos de aquellos papeles y sermones, que venían todos repartidos en tres legajos. Desató el uno, y lo primero que encontró fue un cartapacio de pocas hojas con este epígrafe: Apuntamientos sobre los vicios del estilo. Pasmose de aquella extraordinaria casualidad, comenzó a leer, y halló que decía así:

3. «Primer vicio: Estilo hinchado. Llámase así por analogía con aquella viciosa disposición del cuerpo viviente cuando, en lugar de carne y de suco nutricio, está ocupada alguna parte de él de una porción de pituita nociva, que causa el tumor o inflamación. Consiste este estilo, dice Tulio, en inventar nuevas voces, o en usar de las anticuadas, o en aplicar mal en una parte las que se aplicarían bien en otra, o en explicarse con palabras más graves y majestuosas de lo que pide la materia.

4. »La hinchazón del estilo unas veces está en solas las palabras, otras en solo el sentido, y otras en todo junto. Ejemplos de hinchazón en las palabras: Dionisio el Tirano llamaba a las doncellas expectanti viras, las expectantes de varón; a la columna Menecratem o validi potentem,la forzuda. Y Alexarco, hermano de Casandro, rey de Macedonia, llamaba el gallo manicinero, el músico matutino; al barbero dracma, porque esta moneda se pagaba por afeitarse; al pregonero choenice, porque con la medida de este nombre se medían las cosas que se vendían al pregón. No cabe mayor ridiculez.

5. »Ejemplos de hinchazón en el sentido: Séneca, en la tragedia de Hércules Eteo, le introduce pidiendo el cielo a su padre Júpiter con estas fastuosísimas palabras:


Quid tamen nectis moras?
Numquid timemur? Numquid impositum sibi
non poterit Atlas ferre cum caelo Herculem?



Quiere decir: «¿Qué detención es ésa? ¡Qué! ¿Me temes? O si yo subo a él, ¿tienes recelo de que Atlante no pueda con el cielo?» Parece que no es posible pensamiento más hinchado, pero todavía lo es más el que se sigue:


Da tuendos, Jupiter, saltem Deos;
illa licebit fulmen a parte auferas,
ego quam tuebor.



No es más que decirle:


A lo menos, o Júpiter, permite
que amparar a los dioses solicite,
y para los que tomare a mi cuidado
sobran tus rayos, bástales mi lado.

De esto hay infinito en los poetas y oradores castellanos.

6. »Ejemplos del estilo hinchado en las palabras y en el sentido: El poeta Nono hace decir al gigante Tifón lo que se sigue: «No pararé hasta montar a caballo sobre mi hermano el cielo; pero en llegando allá, tengo de fabricar otro cielo ocho veces más grande que el antiguo, porque en éste no quepo yo. Asimismo he de hacer que se casen las estrellas, para que sea más numerosa la población de los astros. A Mercurio le he de poner en un cepo, y a la luna la recibiré por moza de cámara para que haga las camas. Cuando me quiera lavar, mandaré que me echen en una palangana todo el Erídano celestial, etc.» Cada pensamiento es una locura, y cada expresión una arrogancia.

7. »Segundo vicio: Estilo cacocelo...

Algo se sorprendió fray Gerundio cuando leyó esta expresión, que le pareció malsonante y piarum narium ofensiva; pero luego se sosegó con la explicación que se seguía en esta conformidad:

8. »Llámase estilo cacocelo aquel estilo afectado que consiste en imitar mal las palabras o los pensamientos del otro, de manera que las que en una parte están en su lugar y tienen alma, en otra no pueden estar más dislocadas ni ser más frías. Ejemplos: Pintó Parrasio a un muchacho con un canastillo de uvas, tan vivas éstas y tan naturales, que engañados los pájaros bajaban a picarlas. Celebrose mucho esta pintura; y el mismo Parrasio, o por modestia verdadera, o por hacer burla de los que la celebraban, notándolos de poco inteligentes, dijo que la pintura no podía estar peor; porque aunque las uvas fuesen verdaderas, si el muchacho estuviese bien pintado, no se arrimarían los pájaros a ellas.

9. »Leyó un retórico pedante llamado Spiridion este hecho y este dicho; y ofreciéndosele celebrar otra pintura del mismo Parrasio, colocada en el templo de Minerva, en la cual se representaba el cuerpo de Prometeo en el monte Cáucaso, continuamente despedazado de un buitre y continuamente reproducido, para que le estuviese perpetuamente despedazando, después de muchas ponderaciones sobre la horrible propiedad de la pintura, dijo por última exageración, queriendo imitar la de las uvas, que hasta en el mismo templo bajaban los buitres a encarnizarse en el retrato. Riéronse con razón los oyentes de un remedo tan frío como impropio; porque los buitres no son como las golondrinas, los murciélagos y las lechuzas, que saben muy bien lo que pasa en los templos. Aquéllos sólo pueden dar noticia de lo que sucede en los montes y en los peñascos.

10. »Otro ejemplo: Dio principio un célebre orador al sermón de honras de Felipe IV con esta enfática expresión: «Conque, en fin, ¡hasta los reyes mueren!» Y parose un poco, dando lugar a que el auditorio reflexionase sobre ella. Fue sumamente aplaudida la naturalidad y la elevación de este misterioso principio. Pocos días después pronunció la oración fúnebre del capiscol de cierta iglesia, un predicadorcillo; y queriendo remedar lo que había oído aplaudir, comenzó de esta manera: «Conque, en fin, ¡hasta los capiscoles mueren!» Fueron tales las carcajadas del auditorio, que el orador no pudo proseguir más adelante; y los que comenzaron honras acabaron entremés.

11. »Tercer vicio: Estilo frío. Es en parte parecido al cacocelo o al remedador; pero se diferencia en que el frío principalmente consiste en pensamientos nuevos, extraños, peregrinos y, cuando se llegan a apurar, insulsos. Tal fue el de Hegesias insulsísimo sofista, en el panegírico de Alejandro, cuando dijo que se había abrasado el celebérrimo templo de Diana en Éfeso, al mismo tiempo que Olimpias estaba pariendo a aquel príncipe; porque ocupaba la diosa en asistir a este parto, no pudo acudir a apagar el fuego de su templo. Pensamiento tan frío, añade Plutarco, que él sólo bastaba para apagar el fuego: Huius epiphonematis tantum est frigus, ut id ipsum ad Ephesii templi incendium restinguendum satis validum fuisse videatur.

12. »A esta frialdad de estilo están muy expuestos aquellos predicadores que se entregan inmoderadamente al sentido alegórico de la Sagrada Escritura. Usado este sentido con economía, con elección y con prudencia, como le usaron los Santos Padres, es ameno, oportuno y provechoso. Pero en practicándole con exceso y a pasto, no hay cosa más fría, que más fastidie, ni que menos se pegue. ¿Quién podrá, por ejemplo, tolerar que perpetuamente le anden predicando estas o semejantes interpretaciones: «El pórtico de Salomón es la conversación de Cristo; la estrella Arcturo es la ley; las Pléyades, la gracia del nuevo Testamento; las luces, los consejos de los Santos Padres; las grullas, los padres espirituales; el céfiro, los predicadores de la ley evangélica; la perdiz, el diablo; y los cínifes, los lógicos o los sofistas»? Pasen en buen hora todas esas alegorías. Pero, ¿quién no se empalaga, cuando le llenan las orejas de ellas?

13. »Cuarto vicio: Estilo pueril. Consiste éste en una suavidad sin jugo, en una dulzura empalagosa, en unas palabras y expresiones afeminadas, en retruecanillos sin substancia, en juegos o en paloteados de voces, en equivoquillos, en ternuras afectadas, en alusiones cariñosas, en ciertas figurillas alegres y floridas, en pinturillas teatrales y, finalmente, en todo lo que suena a estilo cadencioso o clausulado. Por lo regular sólo usan de este estilo los entendimientos aniñados, o los que están poseídos de la loca pasión del amor; porque acostumbrados a leer en los romancistas requiebros, ternuras, halagos, rosas, azucenas y claveles, y hechizados de los conceptillos que lisonjean su pasión, juzgan que no hay cosa mayor ni más divina. De este principio nacieron aquellos versos que compuso el emperador Adriano dirigidos a su alma, como quieren unos, o a la del joven Antínoo, de quien estaba extremadamente enamorado, como quieren otros:


Animula vagula, blandula,
hospes comesque corporis,
quae nunc abibis in loca
pallidula, rigida, nudula,
nec, ut soles, dabis jocos!



14. »Vaya una pintura en el mismo estilo pueril, copiada a la letra de cierto sermón que anda impreso: «Quiere el águila, hidrópica de luz, beber al planeta más propicio la impetuosa corriente de su raudal fogoso; navega por el mar del viento, sirviendo de seguros remos la ligereza de sus alas; nunca vuelve los ojos al suelo, porque siempre los tiene fijos en el flamante globo. Si dejó amenidades de los vergeles, domina campos azules; si la tierra con verdores la lisonjea, el sol con benévolas influencias la halaga. Lleva pendiente de su pico, o prisionera en la estrecha cárcel de sus garras, a su prole hermosa y tierna; mírala con desvelo, atiéndela con cuidado, registra sus ojos, repara sus movimientos. Pero si ella, o embriagada de luces o ciega de resplandores, vuelve el rostro, encorva el cuello, o pestañean sus dos pequeños orbes, declinando en cobardes timideces, la despeña con ira, la precipita con rabia; y arrojándola de las nubes, la destina para pasto de crueles voracidades. Mas, si amante de aquella mayor antorcha, alada Clicia de su incesante carrera, enamorada de su esplendor, apasionada de su brillantez, conserva estable la vista, aguantando el tropel de tantas llamas, en plácidos ademanes la expresa más intensos sus amores, siendo prueba de su legítima filiación el simpático afecto a la claridad». Pintura pueril, donde no se encuentra ni un solo pensamiento masculino, ni un solo concepto nervioso y varonil, reduciéndose toda ella a figurillas comunes y a metáforas vulgares; porque en quitando aquello de llamar al sol «el planeta más propicio» o la «mayor antorcha», a sus rayos «corriente de raudal fogoso», al cielo «flamante globo», a los ojos «dos pequeños orbes», no queda más fuego ni más substancia que clausulillas cortadas, antítesis ridículas y repetición de frases para explicar un mismo concepto. Y cuando el autor dijo que «si el águila dejó amenidades de los vergeles, domina campos azules», debió sin duda de pensar que las águilas anidan en jardines y en florestas, como los ruiseñores y canarios; porque si supiera que las águilas tienen siempre su nido en los sitios más horrorosos de la naturaleza, buscando unas veces la cima y otras el hueco de algún peñasco escarpado, no diría el disparate de que «dejaba amenidades de los vergeles», y hubiera buscado otro antítesis más propio para acompañar a su dominación sobre los «campos azules».

15. »Quinto vicio: Estilo parentirso. Llámase así aquel modo de predicar descompuesto, desentonado y furioso, en que el predicador más parece un orate que un orador: todo gritos, todo exclamaciones, todo ponderaciones intolerables, todo gestos, todo contorsiones del cuerpo, todo movimientos convulsivos, y todo figuras magníficas y grandiosas para explicar las cosas más bajas y más ridículas. Dase con mucha propiedad el nombre de parentirso a este estilo por alusión al tirso, o garrote nudoso cubierto de hojas, que se usaba en las fiestas bacanales, con el cual se sacudían de garrotazos unos a otros los que las celebraban, como si estuvieran locos; porque, en realidad, no hay cosa que más descalabre, ni que más rompa la cabeza, que este estilo o este modo de predicar.

16. »No es menester citar ejemplos para conocer este estilo; porque bien frecuentes los tenemos a la vista, especialmente en sermones de Cuaresma, que llaman de misión cuando los predican ciertos predicadores bisoños, llenos de celo, pero faltos de experiencia y no sobrados de juicio. Suélense reducir sus sermones a pasmarotas, a interrogaciones impertinentes, a exclamaciones importunas, a voces descompasadas y a una continua agitación del cuerpo, tan violenta, que al acabar el sermón quedan más quebrantados y más molidos que si hubieran estado cavando todo el día. Y mientras ellos se retiran muy satisfechos de su trabajo, la mayor parte del auditorio se va riendo de su bobería, o compadeciéndose de su locura.

17. »Suelen éstos en el discurso del sermón llorar, encenderse, enojarse, irritarse, invocar al cielo y a la tierra lo más importunamente del mundo; y lo más gracioso es que cuando dicen las cosas más comunes o más frías, pareciéndoles que tienen ya el auditorio conmovido, dicen con la mayor satisfacción: «Pero ya veo que se os despedazan las entrañas, ya veo que se os parte el corazón, ya veo que corren hasta el suelo vuestras lágrimas». Y lo que hay en el caso es que, mientras tanto, los oyentes están con los ojos muy enjutos, con el corazón entero y con las entrañas frescas y sanas, salvo que se les despedacen de risa.

18. »Sexto vicio: Estilo escolástico. Incúrrese de varias maneras: o cuando el sermón más parece una disputa que una oración por las pruebas, por la confirmación, por los argumentos, por las respuestas y por las réplicas; o cuando en el discurso de él, aunque por lo demás tenga mucho de aire oratorio, se introducen frecuentemente silogismos formales con su mayor, menor y consecuencia; o cuando se citan, con exceso y con afectación de sabios, puntos controvertidos en la escuela, con aquello de dicen los filósofos, enseñan los teólogos, sabe el maestro, etc. Incurren por lo común en este vicio tres géneros de gentes: los predicadores demasiadamente mozos, que aún están, como se dice, con el vade en la cinta; los demasiadamente viejos, encanecidos en las aulas y en las universidades; y aquellos, así viejos como mozos, que por su profesión o instituto no pueden lucir sus estudios escolásticos en teatros públicos destinados para eso, y escogen el púlpito para hacer importuna ostentación de ellos.

19. »También se llama estilo escolástico el de aquellos oradores tan supersticiosamente aligados a las leyes y reglas de la oratoria, que antes quebrantaran todos los preceptos del decálogo, que faltar al más mínimo canon de la retórica. Éstos tienen gran cuidado de que todo el artificio se descubra de par en par: el exordio, la proposición, la división, las pruebas, la exornación, el epílogo; y de ir midiendo las figuras como con un compás, distribuyéndolas y repartiéndolas en sus cajoncillos y cuadrados, como tablero de damas. No hay cosa más insufrible ni más fastidiosa que una composición tan arreglada. Hasta el gesto y el tono de la voz, el movimiento del cuerpo y las acciones de las manos, ponen el mayor estudio en que salgan a nivel. Con mucha gracia se burlaba de ellos Demóstenes, cuando decía que no creía pendiese la fortuna de la Grecia de que la mano se moviese hacia aquí ni hacia allí: Fortunas Graeciae ex eo non pendere an manum in hanc aut in illam partem inflexeris. Éste es aquel estilo que por otro nombre se llama también pedantesco.

20. »Séptimo vicio: Estilo poético. Dice Teofrasto, y ya convienen todos en ello, que es sumamente útil al orador ejercitarse en la lectura de los mejores poetas, especialmente cómicos y trágicos; y aun añade Dionisio Halicarnaseo que no puede ser perfecta una oración si no es muy parecida a un buen poema.

21. »La verdadera inteligencia de esta regla, que también la adoptan Cicerón y Quintiliano, es la que dan ellos mismos. Dice Cicerón que el orador ha de aprehender del poeta a hablar con número y con medida, pero no con aquella medida que hace el verso; porque éste es vicio de la oración, nam id quidem orationis est vitium, sino con aquella medida que causa en los oídos cierta armonía llena y numerosa, siendo cierto que es numeroso todo lo que suena bien. Por eso dijo un discreto que para hacer buena prosa era menester tener buena oreja.

22. »Quintiliano explica más la materia; y dice que el orador debe aprehender del poeta la elevación del concepto, la viveza de la expresión, el imperio y la moción de los afectos, la propiedad y el decoro de las personas. Pero advierte que no ha de pasar de aquí, y que no debe imitar al poeta ni en la arrogancia y libertad de las palabras, ni en la licencia de las figuras, ni en la forzosa medida de los pies: Meminerimus tamen non per omnia poetas oratori esse sequendos, nec libertate verborum, nec licentia figurarum, nec pedum necessitate.

23. »Por no entender bien esta regla o por entenderla al revés, han caído tantos historiadores y tantos oradores en el intolerable vicio del estilo poético, tomando de los poetas lo que debieran huir, y huyendo de lo que debieran tomar: de la sublimidad del pensamiento, de la valentía y majestad de la expresión y del divino fuego con que inflaman los afectos, nada absolutamente; pero de sus entusiasmos, de sus frases floridas y pomposas, de sus figuras arrebatadas y de las medidas de sus pies, absolutamente todo, sin faltarles más que las rimas o los consonantes.

24. »Quién ha de tener paciencia para oír a un orador sagrado que desde toda la grave majestad del púlpito pinta a un león de esta manera: «Mirad ese coronado monstruo de la selva, dominante terror de la campaña; atended cómo eriza la melena, cómo afila el acero tajante de las uñas, cómo furioso acomete, cómo estremeciendo ruge». Da pedes, et fient carmina. No le faltan más que los pies para ser verso, pero ni aun los pies le faltan; porque aquello de «coronado monstruo de la selva, dominante terror de la campaña, atended cómo eriza la melena», son tres pies cabales de verso heroico y lo otro de «cómo furioso acomete, cómo estremeciendo ruge», son dos pies muy ajustados de verso lírico.

25. »Amiano, Enodio y Sidonio Apolinar fueron los que introdujeron esta peste, y con ella inficionaron las cuatro partes del mundo. Para decir Amiano que una injusta y cruel guerra abrasó a toda la ciudad, se explica con estas poéticas frases: Cumque primum aurora surgeret, universa quae videre poteram armis stellantibus coruscabant ac ferreus equitatus campos opplebat et calles... saeviens per urbem aeternam urebat cuncta Bellona, ex primordiis minimis ad clades ducta luctuosas, quae obliterasset utinam juge silentium: «Apenas la aurora había dejado el lecho, y pude con su luz descubrir lo que pasaba, cuando vi que toda la campiña resplandecía con las armas centellantes, y que la caballería cubierta de hierro acerado llenaba campos y calles... Belona, cruelmente enfurecida, todo lo reducía a pavesas en aquella ciudad interminable, pasando de los menores daños a estragos tan lastimosos, que ojalá los hubiera borrado de la memoria el silencio o el olvido».

26. »Pero esto no tiene comparación con la pintura que hace del suelo helado y resbaladizo en tiempos de invierno: Hieme vero humus crustata frigoribus et tanquam levigata ideoque labilis incessum precipitantem impellit, et patulae valles per spatia plana glacie perfidae vorant nonnumquam transeuntes: «Encostrada en invierno la tierra al rigor de fríos y de escarchas, pasa de desigual y consistente a lisa y resbaladiza; y así impele con violencia al que quiere caminar con paso precipitado, de manera que ofreciéndose a la vista los valles más espaciosos, tal vez tan llenos de perfidia como de hielo, se tragan al mismo caminante».

27. »No se traen más ejemplos del estilo poético; porque no hay cosa más de sobra en los libros, ni apenas se oye otro en los púlpitos, con tanto dolor de los celosos como risa de los verdaderos críticos.

28. »Octavo vicio: Estilo metafórico y alegórico. Tiene mucho parentesco con el poético en lo hinchado de las frases; y sólo se diferencia de él en que éste huye de aquellas voces propias y naturales que se inventaron para la sencilla explicación de las cosas, y busca estudiosamente las que solamente significan los conceptos por alguna semejanza o analogía. La metáfora se puede ejercitar en una sola palabra, como cuando de un hombre fiero se dice que es un león, o de un empedernido que es una piedra, es un mármol. La alegoría se ha de seguir o continuar en una o en muchas cláusulas, sin perderla de vista ni abandonarla hasta que llegue a hacer completo y perfecto sentido de la oración, como cuando decimos que Embarcada el alma en la nave del cuerpo, se hace a la vela por el mar de este mundo; y surcando piélagos de miserias entre borrascas de contradicciones, escollos de fortunas peligrosas y bajíos de adversidades, ya zozobra, ya naufraga, hasta que soplando el viento favorable de la gracia, llega feliz al puerto de salvamento.

29. »No se puede negar que así la metáfora como la alegoría, usadas con oportunidad y con moderación, dan mucha gala al estilo, le ennoblecen y le elevan. Pero, ¿quién podrá tolerar una oración o un libro entero escrito todo él en este estilo? Sólo el gusto gótico, que estragó todas las ciencias y las artes, pudo hallar gracia en esta frialdad; y solamente aquellos que llamaban el hierro de Cicerón a la divina elocuencia de este hombre incomparable, podían reputar por oro su asquerosísima basura.

30. »¿Dónde hay cosa más ridícula que la alegoría con que Enodio alaba la descripción que hizo del mar un amigo suyo en cierta obra? Dum Salum quaeris verbis in statione compositis, et incerta liquentis elementi placida oratione describis; dum sermonum cymbam inter loquelae scopulos rector diligens frenas et cursum artificem fabricatus trutinator expendis; pelagus oculis meis, quod aquarum simulabas eloquii, demonstrasti. Quiere decir: «Cuando intentas pintar el salobre charco con palabras escogidas a mano, como flores; cuando pretendes describir con plácida oración, así las inconstancias, como los inquietos rumbos del líquido elemento; cuando gobiernas, diestro piloto, la navecilla de las voces entre los escollos de la facundia, y con mano maestra de artífice perito examinas, balanceas y equilibras el peso de las expresiones, no representaste a mis ojos el piélago de aguas, que disimulabas, sino el océano de elocuencia, que no pretendías». Sólo puede competir en esta insulsez la carta que un estudiante escribió a su padre para darle a entender lo mucho que había aprovechado en la retórica y, sobre todo, lo bien que sabía seguir una alegoría. La carta decía así:

31. »Origen y señor mío: Derivándose de usted, como de su manantial inagotable, este corto arroyuelo de mi vida, que hoy serpentea líquido por estos dilatados campos de Villagarcía, es de mi obligación poner en noticia de usted cómo ya es muy delgado el hilo de su corriente; porque los rayos del sol, que nos abrasó en carnestolendas, elevaron hacia arriba tantos vapores, que apenas le han dejado caudal para humedecer la hierba. Por tanto, si usted no quiere que el arroyuelo se seque, socórrale con raudales, ya sea por arcaduces de lino [las alforjas], ya por conductos de pieles embetunadas [botas o pellejos]. A mi señora elucubradora [la madre que le dio a luz], que esta su menor antorcha se pone a la obediencia de sus rayos. B. 1. m. de usted su fénix varón [era el único con dos hermanas], el precursor sin hiel [llamábase Juan Palomo]». ¿Habría hombros en la naturaleza que pudiesen con un libro o con un sermón en este estilo? Y a los de Atlante que pudieron con el cielo, ¿no les brumaría una cosa tan pesada?»

32. Hasta aquí el papel de apuntamientos con que tropezó fray Gerundio, que leyó de verbo ad verbum, sin perder sílaba ni coma. Y apenas acabó de leerle, cuando se quedó suspenso por un rato, cerró los ojos, sentó el codo derecho sobre el brazo de la silla, reclinó la cabeza sobre la mano, teniendo en la izquierda el papel que había leído. Estuvo un buen espacio de tiempo pensativo; y al cabo levántase con ímpetu de la silla, coge el papel entre las dos manos, hácele dos mil pedazos, arrójale con indignación por la ventana; y dando dos paseos por la celda, acompañados de media docena de patadas, exclamó diciendo:

-¡Válgate el diantre por papel y por el grandísimo impertinente que te fabricó, que me habéis revuelto los sesos! Es imposible que el autor no fuese el hombre más prolijo y el más indigesto que ha nacido de mujeres. Pues, ¡qué! Para hablar uno como Dios le ayudare, ¿ha menester tantas ceremonias? Y si este autorcillo avinagrado tiene por viciosos todos los estilos que acaba de nombrar, ¿dónde hallará uno que no sea pecador? Al magnífico le llama hinchado, al culto, remedador, o caco- ¿qué sé yo?; al figurado, frío; al tierno, florido y delicioso, pueril; al vehemente, parentirso o paren-diablo; al arreglado, escolástico; al rumboso, poético; y al alusivo, metafórico o alegórico. Pues, ¿en qué estilo hemos de hablar y escribir? ¡Váyase, vuelvo a decir, con cuatrocientas mil pipas de dem...! -y díjolo redondo, porque no era escrupuloso-. Que yo escribiré y hablaré en el que me diere la gana; y, pues, el que he usado hasta aquí ha merecido tantos aplausos, aténgome a él, y no a lo que dice este apuntador descontentadizo y malhablado.

33. Con efecto: en un santiamén dispuso el sermón, sin apartarse un punto de su estilo estrambótico, ni desamparar sus queridas frases estrafalarias. Para fecundar bien la imaginación o la fantasía en ellas, leyó un par de sermones de su riquísimo tesoro, el Florilogio sacro; y aun para mayor abundamiento, volvió a recorrer cierto sermón impreso de otro autor, que le habían prestado en una ocasión para que le leyese, y a él le cayó tan en gracia, pareciéndole un milagro de elocuencia, que no paró hasta que su dueño le hizo entera y absoluta donación de él inter vivos, transfiriéndole su dominio y omnímoda propiedad.

34. Este sermón se intitulaba Triunfo amoroso, sacro Himeneo, Epitalamio festivo, mirífico Desposorio, que con el Cordero Eucarístico celebró en su profesión solemne la Madre Sor..., etc., compuesto por el R. P. Fr..., etc. El título solo de la pieza le encantó y le arrebató las potencias y sentidos. Reparó que la dedicatoria y aprobaciones ocupaban tanto como el sermón, porque en materia de hojas estaban tantas a tantas; y de contado esto le hizo formar un concepto superior del mérito de la obra, pues a cada palabra de ella correspondía otra en elogio suyo. Comenzó a leerla, y juzgó que no se había engañado en su concepto; porque se quedó como extático de admiración y de asombro al encontrarse con las primeras cláusulas de la salutación, que decían así, ni más ni menos:

35. «O el amor está de bodas, o yo no entiendo el amor. ¡Qué invención! ¡Qué sacro enigma! ¡Dulce, divino Cupido! ¡Sol de justicia amoroso! ¡Qué laberinto de luces disimula en gloria tanta ese disfraz de misterios!» Es cierto que el estilo no le pareció tan elevado como el del Florilogio, porque en realidad las voces son regulares y de estas que se usan en tierra de cristianos. Pero, ¿qué importa, si en cambio aquella perfecta cadencia de verso lírico es un dulcísimo encanto? Sobre todo, aquel arranque: «O el amor está de bodas, o yo no entiendo al amor», le pareció a nuestro sabatino que no había oro para pagarle; y él por lo menos daría alguno porque se le ofreciese alguna cosa parecida para dar principio a su sermón. No dejó de ofrecérsele que la tal entradilla: «O el amor está de bodas, o yo no entiendo al amor», parecía un poco más retozona de lo que a religiosos conviene, y que acaso algún bufón del auditorio diría, allá para su coleto: «¡Cuerno en el fraile, y qué respingón que sale! ¡Cierto que perdería mucho la Iglesia de Dios en que su paternidad no entendiese ni de bodas ni de amor! Antes creo que nada ganará, si entiende mucho su reverendísima de la materia». Digo que todo esto le pasó por el pensamiento a fray Gerundio; pero lo despreció con una noble libertad de espíritu, por dos importantísimas razones: la primera, porque si los predicadores hubieran de hacer caso de truhanes y bellacos, ahorcarían el oficio, pues apenas podrían decir cosa que no la torciesen y la maliciasen; la segunda, porque si no disonó aquel arranque en un predicador de profesión mucho más austera y de hábito mucho más penitente que el suyo, con la circunstancia de estar cubierto de canas y cargado de años y empleos en la religión, mucho menos disonaría en él por las razones contrarias.

36. Desembarazado tan felizmente de este reparillo, y persuadido a que no era posible abrir el sermón con cláusula más airosa, comenzó a batallar en su imaginación con una multitud de cláusulas que de tropel se le ofrecieron, todas parecidas a ella, sin saber cuál había de elegir; porque cada una le parecía la mejor. Aseguró después a un confidente, por cuya deposición lo supimos (pues sin algo de esto o sin que él lo dejase anotado en alguna parte, ¿cómo era posible que llegase hasta nosotros la noticia de lo que le había pasado por el pensamiento?), aseguró, vuelvo a decir, a un confidente suyo que entre las cláusulas semejantes a la primera del Epitalamio festivo, que a borbotones se le vinieron al pensamiento, las que más le dieron que hacer, porque le agradaron más, fueron las siguientes:

37. «O hay Sacramento en Campazas, o no hay en la Iglesia fe». Ésta le pareció una invención milagrosa para captar desde luego una suspensión extática. «O Jesucristo está allí, o yo no sé dónde estoy». También juzgó que este principio estaba lleno de una exquisita novedad. «O aquél es cuerpo de Cristo, o no hay en los naipes ley». Mucho le agradó este ofrecimiento; porque sobre ser el más popular de todos, aquello de cotejar la existencia de Cristo en el Sacramento con la ley de los naipes se le figuró una valentía de ingenio jamás oída ni vista. En esto último tenía razón; y como no fuese una blasfemia heretical, vamos claros que era un pensamiento singularísimo. «O aquél no es vino ni es pan, o soy un borracho yo». Aun esta cláusula le agradaba más que todas, si no fuera por la palabra borracho, que le pareció demasiadamente llana. Y aunque ya se le ofreció que ebrio y beodo significaban lo mismo con alguna mayor decencia; pero sobre que no ajustaba tan bien el pie del verso, creyó que en quitando la palabra borracho, se le quitaba a la cláusula toda la gracia.

38. Finalmente, bien considerado todo, se determinó a dar principio a su sermón con la cláusula primera: «O hay Sacramento en Campazas, o no hay en la Iglesia fe». Para tomar esta acertada determinación, tuvo buenas y legítimas razones; pues sobre ser aquella cláusula, sin disputa alguna, la más suspensiva y la más enfática de todas, era también la más verdadera, siendo indubitable que si en Campazas no había Sacramento, supuesta la consagración, tampoco le habría en la Iglesia de San Pedro, en Roma, ni en ninguna de toda la cristiandad, y allá iba la fe por esos trigos de Dios. Fuera de que esta cláusula le venía de perlas para el asunto que ya había resuelto tomar, conviene a saber, que Campazas era la patria nativa del Sacramento de la Eucaristía, lo que, a su modo de entender, estaba concluyentemente probado; porque llevando, como él llevaba, la opinión, y es en realidad la más probable, de que el verdadero y legítimo nombre de Campazas en su primitiva institución había sido Campazos, esto es, «campos espaciosos y largos, campos muy dilatados», y consiguientemente que el lugar de Campazos fue, digámoslo así, como el tronco, como el fundador, o como el lugariarca de la frugífera región de Campos, a la cual dio glorioso y oportuno nombre. Supuesto todo esto, discurría nuestro fray Gerundio con tanta solidez como sutileza, de esta manera:

-La materia remota del Sacramento de la Eucaristía es el trigo; la patria del trigo es Campos; la casa solariega de Campos es Campazas; luego Campazas es el solar y la patria del Santísimo Sacramento.

39. »Esto por lo que toca a la materia del Sacramento en la especie del pan; vamos a la misma materia en la especie del vino. Sic argumentor: el vino es materia remota de la Eucaristía; el vino nace en las viñas; las viñas, en los campos; los campos, en Campazas; ergo, etc. Para la exornación no me sobra otra cosa que materiales tomados de la Escritura, de los Padres, de los expositores, de los autores profanos; y si me resuelvo a valerme de la fábula, también de los mitológicos. Todo cuanto se dice de los campos y de todo lo que pertenece a ellos, especialmente de trigos, viñas y vino, viene clavado a mi asunto. Pasan de ciento los textos de la Escritura que hablan de campos; y sólo con leer a Gislerio en la exposición de cualquiera capítulo de los Cantares, encontraré un carro de autoridades para llenar el sermón de latín, todo perteneciente a viñas, trigos y campos, y para cargar las márgenes de tantas citas que apenas quepan en ellas, de manera que sólo con verlas me tengan por el hombre más leído y más sabio que ha nacido de mujeres. De los autores profanos, no hay más que abrir las Geórgicas de Virgilio y algunas de sus églogas; que en ellas hallaré versos a pasto, y todos muy al intento, con que podré aturrullar a mi mismo preceptor el dómine Zancas-Largas. Y, en fin, si quiero amenizar la función con la erudición florida de las fábulas, que a eso todavía no me he determinado, ahí están los prodigios que se cuentan de Ceres, Baco, Flora, Pomona y, por fin y postre, toda la cornucopia de la divina Amaltea; pues todas estas deidades son de la jurisdicción y adelantamiento de la provincia de Campos, que me darán barro a manos, no sólo para competir la amenidad de mi grande amigo fray Blas, sino casi casi para apostárselas al soberano autor del pasmoso Florilogio.

40. Ni más ni menos como lo ideó fray Gerundio, así dispuso su sermón. Y estudiado que le hubo, llegándose el día de predicarle, montó en un macho de noria, tuerto y algo perezoso, que le envió su padre, y partió a Campazas donde sucedió lo que dirá el capítulo siguiente.




ArribaAbajoCapítulo III

Predica Fray Gerundio en su lugar, y atúrdese la gente


Había corrido por toda aquella comarca la noticia de que nuestro fray Gerundio bajaba a predicar en la función del Sacramento, en la célebre fiesta de Campazas; ya porque Antón Zotes como mayordomo había convidado a todos los amigos que tenía en los lugares a la redonda, que no eran pocos, así de labradores como de clérigos y frailes; ya porque el mismo fray Gerundio no se había descuidado en echar también la voz entre sus muchos conocidos y apasionados, siendo tentación tan común en todo predicador principiante, que tal vez cunde hasta en los más adultos y provectos, dejarse caer al descuido con cuidado, ya en las conversaciones, ya en las cartas el día o los días que predican; lo que algunos maliciosos atribuyen a demasiada satisfacción o vanidad y, a mi pobre juicio, no es más que un poco de ligereza mezclada con una buena dosis de bobería.

2. Amén de eso, la fiesta de Campazas era tan famosa en toda aquella tierra por los novillos y por el auto sacramental, que sin que nadie convidase y aunque fuese el predicador el mayor zote del mundo, siempre concurría a ella innumerable gentío, no sólo despoblándose los lugares del contorno, sino que rara vez se dejaba de ver en ella mucha gente ociosa y alegre de León, de la Bañeza y Astorga. Pero añadiéndose en este año la fama del predicador y el convite de Antón Zotes, convienen todos los autores de quienes nos hemos valido para recoger las noticias más puntuales que componen el cuerpo de esta verídica historia, que fue en él extraordinario el concurso.

3. Danse por supuestas las demostraciones de alegría y de ternura con que fue recibido nuestro fray Gerundio de su padre el tío Antón, de su madre la buena de la Catanla y de su padrino el licenciado Quijano. Esto más es para considerado con un casto silencio, que para explicado con la pluma; pues aunque fuese de águila, de buitre o de avutarda, nunca podría remontar el vuelo hasta la cumbre de tan alta esfera. ¡Cuánto más la nuestra, que no puede seguir el tardo movimiento del más pesado avestruz! Baste decir que apenas se desmontó del macho zancarrón (así le llamaba el director de la noria), cuando la tía Catanla le dio mil tiernos abrazos y otros tantos maternales ósculos, dejándole bien rociadas las barbas de lágrimas y mocos. Iba a limpiarse éstos y aquéllas, pero no le dieron lugar las rociaduras semejantes que se siguieron; porque como era la primera vez que se dejaba ver en el lugar después de fraile, no sólo concurrieron a verle, abrazarle y besarle todas las tías del barrio, unas con la licencia de viejas y otras con la de parientas, sino que apenas quedaron dos en el lugar de Campazas que no hiciesen lo mismo. Y aun esas únicas dos, es fama que lo dejaron, una porque estaba en la cama con cámaras y pujos, y otra porque dos días antes había saltado de su corral al de la tía Catanla una gallina y no había parecido, de lo cual estaba hecha ella una furia contra la buena de la Rebollo, que nada sabía de eso. Y aun se decía que la dueña de la gallina quería acudir a León a sacar una descomunión o una pollina a matacandelas (así llamaba ella la excomunión y la paulina) contra la encubridora de su ave. Por lo demás, hombres, mujeres, viejos y mozos, todos acudieron a casa del tío Antón Zotes a ver al flairecico y a dar la enhorabuena a sus padres de que tuviesen el gusto de verle en su casa y ya tan aprovechado. Ello es así, que consta de documentos y papeles antiguos de aquel tiempo, que se gastaron en aquella tarde cuatro cántaras de vino, ocho quesos y dieciséis hogazas y media en agasajar a los que concurrieron a casa del tío Antón. De donde podrá inferir el prudente y discreto lector los muchos que serían, y lo bien quistos que estaban en todo el pueblo Antón Zotes y su sanísima mujer.

4. Faltaban tres días para la función, en los cuales fueron llegando aquellos convidados especiales que eran más estrechos amigos de la casa de los Zotes, donde estaban prevenidas no menos que veinte camas para los huéspedes: cuatro para los de mayor autoridad y respeto en las cámaras altas de la casa; y las demás se acomodaron en una panera, que a este fin se desocupó y se barrió, colgando las paredes con mantas de mulas y caballerías de la labranza, así de las que había en casa, como de otras que se pidieron prestadas, quedando la pieza, a juicio de la mayor parte del lugar, tan ostentosa que se podía hospedar en ella un obispo.

5. El primero que llegó fue un primo del tío Antón, y consiguientemente tío segundo de nuestro fray Gerundio, que había sido colegial mayor y era actualmente magistral de la Santa Iglesia de León, hombre ya hecho, sabio, agudo, discreto, muy leído, gran teólogo e insigne predicador, en fin, de prendas tan sobresalientes, que había sido consultado en tercer lugar para un obispado. Éste traía de camarada a otro canónigo de su misma iglesia, de estos que se llaman canónigos de cuello ancho y por otro nombre de capa y espada; jovencito aún y en la flor de sus años, pues no pasaba de los veinticinco; pero muy despejado, muy alegre, naturalmente chistoso y decidor; poeta más que decente, que decía de repente con bastante gracia, con no poca sal y por lo común sin sacar sangre (cosa muy dificultosa, y por lo mismo bien rara en los que tienen esta habilidad y hacen profesión de ella); por cuyas buenas partidas estaba muy prendado de él el señor magistral.

6. Como unas dos horas después se apeó otro labrador, pariente también del tío Antón, que vivía en un lugar distante cuatro leguas de Campazas. Era familiar del Santo Oficio y, aunque hombre de explicación cerril y apatanada, tenía una razón natural bien puesta, y discurría con acierto en aquellas materias que se proporcionaban a su capacidad. En el camino se le había incorporado un donado de cierta religión, que habiendo sido tres veces casado y cinco años viudo, por fin y postre, cansado del mundo, se entró a servir en un convento, donde pretendió para lego, pero no le quisieron dar el hábito; porque, aunque hombre muy forzudo y servicial, era extraordinariamente zafio y, allende de eso, locuaz y más que medianamente bebedor, no de manera que se privase in totum, pero se quedaba a unos medios pelos que olían a chamusquina, y entonces con especialidad hablaba por todas las coyunturas y en todas las materias que se ofrecían, porque sabía leer y había leído la Historia de los Doce Pares de Francia, a Guzmán de Alfarache, la Pícara Justina y cuantos romances de ciego se cantaban de nuevo en los mercados, gustando sobre todo de leer gacetas, aunque maldita la palabra entendía de ellas. Conque era el donado un hombre muy divertido y, en fin, pieza de rey.

7. Mucho se alegró nuestro fray Gerundio cuando se halló en compañía de todos estos huéspedes, pero especialmente de su tío el magistral, quien como hombre entendido y de la facultad, le pareció que había de hacer justicia a su sermón, del cual estaba tan satisfecho, que se persuadía con el mayor candor del mundo a que en su vida habría oído ni leído otro semejante. Y ya daba por hecho que, en oyéndole, se había de enamorar tanto el tío de los talentos del sobrino, que cuando fuese obispo, le había de llevar consigo y le había de hacer su confesor, no pareciéndole tampoco imposible que con el tiempo su tío el obispo (pues ya le consideraba como tal) le granjease por ahí, aunque no fuese más que un obispadillo en Indias. Todos estos pensamientos le pasaron por la imaginación, lisonjeándole infinito y llenándole de un inexplicable gozo.

8. Pero, ¿quién podrá declarar dignamente con palabras el que se apoderó de su corazón cuando contra toda su esperanza, y sin que siquiera se le hubiese ofrecido tal cosa al pensamiento, vio apearse en el corral de la casa a su íntimo amigo el predicador fray Blas, acompañado de un religioso de otra religión que él no conoció? Pero todas las señas eran de ser hombre muy reverendo; porque traía anteojos con cerquillo de plata, becoquín de seda, sombrero fino con cordón y dos borlas de lo mismo, quitasol, bastón de caña con puño de china; y venía montado en una bizarra mula con su gualdrapa muy cumplida de paño negro, con grandes fluecos y caireles, sirviéndole de mozo de espuela uno muy gallardo, asaz bien apuesto y con toda la gala de los majos y petimetres del oficio: zapatillas blancas, medias del mismo color, calzón de ante, una gran faja de seda encarnada a la cintura, armador de cotonía, capotillo de paño fino de Segovia, de color amusgo; redecilla verde con su borla de color de rosa, que colgaba hasta más abajo de la nuca; la cinta que la ceñía y apretaba, de color de nácar; sombrero chambergo rodeado de una cinta de plata color de fuego, con su rosetón o lazo a la parte posterior, que remataba en la copa. Todo esto lo observó fray Gerundio muy bien observado, y todo le hizo imaginar que aquel religioso era por lo menos catedrático de la Universidad de Salamanca o de Alcalá, cuando no fuese quizá algún padre definidor o presentado.

9. No se engañó mucho; porque a lo menos era vicario de unas monjas, que estaban junto a Jacarilla, y antes de eso había cuidado seis años de una granja, en cuya administración no se había perdido, porque él mismo confesaba ingenuamente, cuando se ofrecía la ocasión, que le había valido por lo menos tanto como a la casa, porque había sacado un decente bolsillo, que sufría ancas para socorrer a cuatro parientes pobres, para servir a dos amigos y para subvenir a sus necesidades religiosas, aunque la vida fuese un poco más larga que lo ordinario. Comoquiera, cuando fray Gerundio vio a su amiguísimo fray Blas, pensó perder los sentidos de puro contentamiento; y después de haber hecho los primeros cumplidos al reverendísimo padre vicario, como lo pedía la urbanidad, dio muchos abrazos a fray Blas. Y supo de él cómo habiendo tenido noticia en Jacarilla del sermón que le habían echado en su lugar, hizo ánimo de no volver al convento hasta que se le hubiese oído predicar, logrando con esta ocasión ver la fiesta de Campazas y pasar en su compañía cuatro días alegres, con toda libertad y sin el molesto acecho y murmuración de los frailes.

10. Díjole que para sacar la licencia del prelado, sin que ni él ni los frailes reparasen en que estaba tanto tiempo fuera del convento, le había escrito una carta atestada de mentiras, suponiendo que había caído gravemente enferma una viuda rica sin hijos ni herederos forzosos; que le había pedido con grandes instancias que la confesase y la asistiese hasta entregar el alma a Dios, dándole a entender que no lo perdería él ni su comunidad, porque podía disponer libremente de sus bienes, como Nuestro Señor la inspirase; que no obstante eso, él se había resistido, por cuanto la enfermedad tenía traza de ir muy larga, aunque decía el barbero del lugar, hombre muy inteligente, que sin milagro no podía escapar de ella; que la misma viuda le había obligado a que escribiese a su paternidad, esperando que no la negaría este consuelo; y que así lo hacía con la mayor indiferencia, aguardando su determinación, porque todo su gusto sería obedecerle, bien que si hubiese de consultar su inclinación, ya estaría en el convento; porque sobre la penalidad y trabajo de asistir continuamente a una enferma, pasando malos días y peores noches, siempre le habían parecido mal los frailes que estaban mucho tiempo fuera de la campana, a que se añadía que siendo él predicador mayor de la casa, no era razón que cargasen otros con los sermones que por su oficio le tocaban a él.

11. -Ésta fue, amigo fray Gerundio -añadió el predicador-, la cartica que le espeté; que aunque yo lo diga, no iba urdida del peor estambre. Ya conoces la poca malicia del buen hombre, y también su lado flaco. En amagándole en algo para el convento o para su peculio, no puede resistirse y dará licencia a un súbdito para que se case, con tal que lo haga sin pecar... El santo varón tragó el anzuelo y me respondió, sin perder tiempo, alabando mucho mi celo, mi obediencia y mi religiosidad, pero mandándome en virtud de santa obediencia y en remisión de mis pecados, que asistiese a la enferma hasta que a vida o a muerte saliese de aquel peligro, aunque la enfermedad durase un año, encargándome que procurase fomentarla la devoción a la Orden, y que no dejase de exagerarla las particulares necesidades de aquel convento. Pero me prevenía que esto fuese con prudencia y cuando se ofreciese buena coyuntura. Por lo demás, concluía que los sermones no me diesen cuidado, pues corría del suyo el encargarlos, fuera de que teniéndote a ti, no necesitaba de otro, pues aunque todavía estabas un poco verde, esto no desdecía de tus años, y por otra parte era prodigiosa tu facilidad.

12. -Vamos claros -dijo fray Gerundio-; que el enredo está de mano maestra. ¿Y cuánto tiempo ha de durar la enfermedad de la viuda?

-Lo que duraren las fiestas de los lugares a la redonda -respondió fray Blas-, porque ninguna pienso perder.

-¿Y qué diablos ha de decir usted después -le preguntó fray Gerundio-, cuando se vea que no hay tal herencia ni calabaza?

-¿En esto te paras, majadero? -respondió fray Blas-. ¿Hay más que decir que habiendo hecho la enferma su testamento cerrado, en que dejaba al convento por su universal heredero, después de algunos legados de corta cantidad a algunos parientes pobres, estando ya con la unción, hizo una promesa y cobró la salud milagrosamente?

-Pero, ¿si se averigua -replicó fray Gerundio- que no hubo tal viuda ni tal enferma en mis pecados, y que todo fue un puro embuste de usted para pretextar con ese piadoso sobrescrito la tuna y el pispoleo?

-Calla, simple -respondió fray Blas-. ¿Cómo se ha de averiguar, no habiendo otra correspondencia en el convento con Jacarilla que la que yo tengo? Fuera de que, aunque por alguna casualidad llegue a saberse, quid inde? Dirán que fue una de las trampillas que están muy en uso. Mira, Gerundio, los frailes y las mozas de servicio nunca salen de casa sino con sobrescritos devotos. Éstas siempre piden licencia para ir a rezar, y aquéllos, cuando quieren ir a tunar o desenfrailar, como ellos dicen, alegan, por lo común, o el sermón que les echaron y ellos pretendieron, o el que en realidad no hay, o las disensiones de los parientes, o el testamento y la enfermedad del padre. Y a la sombra de tan piadosos pretextos pasan un par de meses de vita bona. Decir que un fraile ha de pedir licencia derecha y claramente para ir a divertirse cuatro días en casa de un amigo, esto es cuento. Tal cual tonto lo suele hacer por acreditarse de sincero, pero regularmente llevan calabazas; porque los prelados se revisten del celo de la observancia, y mientras no los cohonestan la salida, dicen que la pierna en la cama, la moza con la rueca, y el fraile en la celda.

13. -Pero a propósito de fraile -interrumpió fray Gerundio-, ¿quién es ese reverendísimo que viene con usted? Porque parece personaje.

-Y es lo que parece -respondió fray Blas-, porque aunque ahora es vicario de unas monjas y antes fue granjero, siguió la carrera de los estudios con mucha honra. Y aburrido de que hubiesen graduado antes a otro condiscípulo suyo por empeños, se aplicó a este rumbo, de lo que no está arrepentido; porque aunque no parece de tanta honra, es sin duda de mucho mayor provecho. Hizo mucho doblón en la granja; después pretendió esta vicaría, que le dieron sin dificultad; las madres le regalan como a cuerpo de rey, y él lo pasa como un pontífice. Es muy amigo mío desde que me oyó predicar en Cevico de la Torre, no sé por qué casualidad. Vino a oírme el sermón de Santa Orosia. Llevome a su vicariato, donde me detuvo ocho días, tratándome como un patriarca. Temporadilla mejor no espero pasarla en mi vida. Comíamos en el locutorio por la parte de afuera, y comían al mismo tiempo que nosotros cuatro monjitas por la parte de adentro; y a fe que no eran de las más viejas del convento, porque éstas se excusaban por sus achaques o, por mejor decir, nosotros las excusábamos a ellas. Durante la mesa había brindis, había finecitas de parte a parte, había también unas coplillas; y en levantándose los manteles, venían las ancianas y las graves de la comunidad a darnos conversación. Después se retiraban éstas, y nos dejaban con la gente moza. Comenzaba la bulla y la chacota, cantaban, representaban; y tal cual vez, ellas de la parte de allá y nosotros de la de acá, bailábamos una jotita honesta o un fandanguillo religioso. Mira tú, si pasaría buenos días. En fin, como hice ánimo de venirte a oír, en fe de nuestra amistad y de la confianza que tengo con tus padres, convidé al padre vicario a que se viniese conmigo, ponderándole la fiesta de Campazas, diciéndole mil cosas de ti y asegurándole que sería muy bien recibido.

14. -¡Y cómo que lo será! -le interrumpió fray Gerundio-. Antes éste es un nuevo beneficio de que me confieso deudor a la fineza de usted, porque sobre las prendas que me pondera del padre vicario, de esta hecha entablo conocimiento con él, y cátate ya el camino abierto para irme a holgar cuatro días alegres, cuando se ofrezca ocasión, con aquellas señoras monjas.

15. Con esto se entraron en la sala, donde ya estaba el padre vicario, después de haberse quitado los ajuares de camino, en compañía del magistral, de los demás huéspedes, de Antón Zotes y de la tía Catanla, que le recibieron con el mayor cariño; el cual creció mucho más cuando su hijo y el predicador mayor los informaron en secreto de quién era. Finalmente, fueron concurriendo poco a poco todos los convidados, con algunos más que no lo habían sido; y en los dos días que faltaban hasta el de la fiesta, parece que no debió de suceder cosa que de contar sea, porque los autores casi todos los pasan en silencio. Sólo uno de ellos apunta (aunque muy de paso) que fray Gerundio, después de haber hecho su cumplido a los que iban llegando, se retiraba a repasar su sermón, unas veces a un desván, otras al campo. Y porque ni aun en éste le dejaba libertad la multitud de forasteros que acudían de toda la comarca, finalmente se vio precisado a encerrarse en la bodega para decorar su cartapacio. El mismo autor da a entender, también en general, que en aquellos días pasaron cosas preciosas con el donado, a quien luego conoció el humor don Basilio (así se llamaba el canónigo mozo); y haciéndose muy amigo de él, poniéndose en todo de parte de sus necedades, con grandísima gracia y con no menor socarronería, fomentaba sus simplezas, de manera que sucedieron lances extraordinariamente sazonados. Pero como el referido autor no los especifica, y nosotros en materia de verdad somos tan escrupulosos, aunque sospechamos los que pudieron ser, no nos atrevemos a referirlos; porque es infidelidad irremisible en un historiador adelantarse a vender las sospechas por noticias.

16. Llegado que hubo el día deseado de la fiesta y la hora de la función, vinieron a sacar de casa a fray Gerundio su padre como mayordomo de aquel año, un tío suyo que lo había sido el antecedente, ambos con sus varas de la Cofradía del Santísimo, dadas de almazarrón y de almagre, que no había más que ver; los dos alcaldes y los dos regidores del lugar, con su fiel de fechos y con su alguacil detrás en el sitio que les correspondía, añadiéndose de comitiva voluntaria y para mayor cortejo muchos clérigos circunvecinos y una multitud de frailes aventureros de diferentes religiones, que se hallaban en aquellas cercanías y no quisieron perder la comedia ni los novillos. Precedíalos a todos el tamboril y la danza, compuesta de ocho mozos de los más jaquetones y alentados de Campazas, todos con sus coronas o caronas arrasuradas sobre el cráneo o plan de la cabeza, ésta descubierta y las melenas tendidas; jaquetillas valencianas de lienzo pintado, con dragona de cintas de diferentes colores; su banda de tafetán prendida de hombro a hombro y colgando a las espaldas en forma de media luna; un pañuelo de seda al pescuezo, retorcido por delante como cola de caballo, y prendido en punta por detrás como hacia la mitad de la espalda; camisolas de lienzo casero, más almidonadas que planchadas, y tan tiesas que se tenían por sí mismas en cualquiera parte; calzones de la misma tela que la jaquetilla; y en la pretina, por el lado derecho, colgado un pañuelo de beatilla con mucha gracia; las bocapiernas de los calzones holgadas y anchas, guarnecidas de una especie de cintillo o cordón de cascabeles; medias de mujer, todas encarnadas; zapatillas blancas con lazos de hiladillo negro; y, en todo caso, todos ceñidos con sus corbatas, para meter los palos del paloteado en el mismo sitio, y ni más ni menos como los arrieros llevan el palo en el cinto.

17. Ya estaban fray Blas y fray Gerundio a la puerta de la casa, esperando el acompañamiento; porque a fray Blas le pareció atención precisa en su amistad y en la hermandad de profesión, acompañar a fray Gerundio; y no sólo le dio por todo aquel día la mano derecha, sino que le fue sirviendo de fray Juan hasta dejarle en el púlpito. Y aun se hubiera sentado en la escalera, a no haberlo embarazado Antón Zotes, que le obligó a sentarse en el banco de la Cofradía entre los dos mayordomos.

18. Salió, pues, de casa nuestro fray Gerundio, más resplandeciente que el sol, más risueño que el alba, más brillante que la aurora. Habíase, claro está, afeitado aquel mismo día con la mayor prolijidad, encargando mucho al barbero que se esmerase en la operación; pues no le valdría menos que un real de plata, y con efecto le dejó el maestro tan lampiño y con el rostro tan liso, que parecía bruñido. Sobre todo en el cerquillo aplicó el mayor esmero: el plano no parecía sino un cuadrilongo de papel fino de Génova, alisado con diente de elefante; la orla, un flueco de seda negra cercenada por las puntas con la mayor igualdad, sin que ni un solo cabello se adelantase a descomponer la línea; el capote elevado como dos dedos y medio con maravillosa proporción al fondo del cerquillo, que formaba la circunferencia; todo el campo del cogote que corría desde el extremo del cerquillo por la parte posterior hasta la entrada del tozuelo, rasurado también, a medio rape, para que negreando un poco el fondo, sobresaliese más lo restante de la rasura. Había estrenado aquel día un hábito nuevo, que su buena madre le tenía prevenido, y una hermana suya, moza ya casadera, se había esmerado en doblarle, plegarle y aun a plancharle, pasando la plancha no más que por los pliegues y dobleces, con tanto primor y delicadeza, que al desdoblarse se dejaban ver todos ellos distribuidos con graciosa proporción y simetría. Particularmente los pliegues del escapulario hacían una labor que encantaba; y como la tela de la capa y de la capilla era flamante, a manera de estameña aprensada, hacía unos visos que deslumbraban la vista. Calzose, ya se ve, unos zapatos muy ajustados, hechos a toda costa, en cuanto lo permitía la hechura que se usaba en la religión; pero, en todo caso, había encargado al maestro que las puntadas fuesen iguales y muy menudas, y que el hilo no estuviese muy cargado de cerote, para que lo blanco de ellas sobresaliese más. La noche antes le había regalado el padre vicario con dos solideos de seda de los que fabricaban sus monjas con exquisito arte y chulada, cuyo centro era una borlita muy chusca elevada con la debida proporción; y fray Gerundio estrenó uno de ellos aquel día, así para mostrar la estimación que hacía del regalo, como por ser un adorno tan preciso como precioso para su pontifical. No se olvidó, ni podía olvidarse, de echarse en una manga un pañuelo de seda, de dos caras y de vara muy cumplida, siendo una faz de color rosa y la otra de color de perla; y en la otra manga metió segundo pañuelo de cambray muy fino, con sus cuatro borlas de seda blanca a las cuatro puntas, teniendo por cierto que cualquiera de los dos pañuelos que se le hubiese olvidado, sería bastante para que el sermón no pareciese la mitad de lo que era.

19. Dudó por algún tiempo si llevaría anteojos, cosa que le parecía a él daba infinita autoridad al predicador, y añadía gran peso y una maravillosa eficacia a lo que decía; pensamiento que le tuvo inquieto la noche precedente, en que no fue posible pegar los ojos, que no pudiendo echarle de sí, despertó a su amigo fray Blas (porque dormían juntos en una cama) y le consultó esta duda. Pero fray Blas, que por aquella vez tuvo más juicio del que acostumbraba, se rió mucho de su ofrecimiento, diciéndole que los anteojos en un mozo, aun cuando tuviese alguna necesidad de ellos, lo que rara vez sucedía, era la cosa más ridícula del mundo, y que así los hombres de juicio como los bellacos hacían gran burla de aquella afectación, bastando ver a un rapaz muy armado de sus gafas para que todos le tuviesen por mozo de poco seso.

-Aun en los anteojos habituales de los viejos -añadió fray Blas-, son muy pocos los que creen; porque son muy pocos los que los necesitan a pasto, y más desde que se ha observado que en las religiones regularmente se echan esta gala aquellos sujetos de media braga que estuvieron consultados para perpetuo coro o cosa equivalente, y después o por empeños o por paisanaje, o en fin porque los hallaron con una arrastrada medianía, los destinaron a una de las dos carreras del púlpito o de cátedra cumpliendo con ellas entre si basta o no basta, y a sal aquí, traidor. Éstos son por lo común los mayores y los más perdurables anteojistas, vanamente persuadidos a que pueden suplir con los accidentes lo que les falta de substancia, y pretendiendo persuadir a otros que su continua aplicación a los libros los quebrantó la vista. Pocos hombres hay de los verdaderamente sabios y aplicados que usen de este mueble, sino cuando realmente le han de menester, que es para escribir y para leer; y así, amigo fray Gerundio, déjate de locuras y déjame dormir.

20. Con esto no volvió fray Gerundio a pensar más en antojeras y, excusando este dije, salió de casa para la iglesia con todo el tren que llevamos referido. Llevaba tras de sí los ojos de cuantos le miraban, porque iba con el cuerpo derecho, la cabeza erguida, el paso grave, los ojos apacibles, dulces y risueños, contoneándose un poco, haciendo unas majestuosas y moderadas inclinaciones con la cabeza a uno y a otro lado para corresponder a los que le saludaban con el sombrero o con la montera, y no descuidándose de sacar de cuando en cuando, ya el pañuelo blanco para limpiarse el sudor que no tenía, ya el de color para sonarse las narices, que estaban muy enjutas. Apenas llegó a la iglesia, hizo una breve oración y se entró en la sacristía, cuando se dio principio a la misa, que cantó el licenciado Quijano, sirviéndole de diácono y de subdiácono dos curas párrocos de la vecindad.

21. El coro lo llevaban tres sacristanes de las mismas cercanías, porque el de Campazas servía en el presbiterio el incensario y cuidaba del facistol; los cuales sacristanes en punto de tono gregoriano eran los que hacían raya por toda aquella tierra, sirviendo de bajo el carretero del lugar que tenía una voz asochantrada, y de tiple un muchacho de doce años, a quien ex profeso habían capado para acomodarle en la música de Santiago de Valladolid. No había órgano, pero éste le suplían con muchas ventajas dos gaitas gallegas, que de propósito había hecho venir de la Maragatería el mayordomo, y las tocaban dos maragatos rollizos, tan diestros en el arte, que los llamaban para todas las fiestas recias de San Román, Foncebadón y el Rabanal, de donde se extendió la fama hasta el mismo Páramo, con ser así que hay más de ocho leguas de camino. Y Antón Zotes, a quien llegaron estas noticias por haberlas oído casualmente en el puente Vizana a un criado del maragato Andrés Crespo, al tiempo que cargaba la recua, al instante envió a llamar a los dos famosos gaiteros, ofreciéndoles veinte reales a cada uno, traídos y llevados, comidos y bebidos; y como era ésta la primera vez que se había oído semejante invención en las misas de aquella tierra, no se puede ponderar el golpe que dio a todos la novedad, y más cuando oyeron por sus mismos oídos que los dos músicos de bragas anchas, así en el Gloria como en el Credo,seguían el tono gregoriano con tanta puntualidad, que no había más que pedir. Celebrose infinito el buen gusto de Antón Zotes, y es tradición de padres a hijos que desde entonces quedó establecido en el Páramo el uso de las gaitas gallegas en toda misa de incienso, y que de aquí nace el llamarlas en algunos lugares el órgano de los Zotes; etimología que, a nuestro modo de entender, no carece de mucha probabilidad.

22. En fin, llegó la hora y el punto tan deseado de subir al púlpito nuestro fray Gerundio. Dejamos a la prudente consideración del pío y discreto lector figurarse allá para consigo con qué bizarría y desembarazo saldría de la sacristía, precedido de cuatro cofrades con sus cabos de blandones, porque el mayor no llegaría a cuarta y media; de los dos mayordomos con la insignia de sus varas, de cuatro clérigos con sobrepellices; y de su amigo fray Blas, que, como dijimos, quiso hacer aquel día los honores de fray Juan hasta dejarle en el púlpito. ¡Con qué majestad subiría las gradas del presbiterio! En cuyo número están divididos los autores, porque unos dicen que eran diez, otros doce, y no falta alguno que se adelanta a asegurar que llegaban a catorce, aunque todos convienen en que hay muchos campanarios que no tienen tantas. ¡Con qué autoridad recibiría la bendición de su padrino el licenciado Quijano! De quien es pública voz y fama que se enterneció un si es no es al tiempo de dársela. ¡Con qué despejo y gravedad caminaría hacia el púlpito, haciendo inclinaciones con la cabeza hacia todos lados, pero con especialidad hacia donde estaba el banco de la justicia y regimiento y el de la Cofradía! Y finalmente, ¡con qué soberanía se presentaría en el púlpito, haciéndose primero cargo del auditorio con reposado desdén, y después hincándose de rodillas!

23. Así le dejaremos por ahora, mientras se divierte la narración y la pluma a dar alguna noticia del teatro, para que camine más holgada la comprehensión en la inteligencia del asunto.

24. Era la iglesia de tres naves, aunque tan reducidas, que cuando entró en ella el canónigo don Basilio, dijo que bastaría llamarla de tres botes. El presbiterio y la capilla mayor, en misas de tres en ringle, no sufrían más ancas que los ministros precisos del altar, tanto, que el facistol para cantar la Epístola y el Evangelio, era menester colocarle fuera de su jurisdicción. La nave principal era tan estrecha, que cuando concurrían la justicia y el regimiento en un banco, y alguna cofradía en el banco opuesto, era obligación precisa del sacristán dar a besar la paz a un mismo tiempo a la justicia y a la cofradía, lo que ejecutaba fácilmente yendo por medio de la nave y llevando una paz en la mano derecha y otra en la izquierda; pues sólo con abrir los brazos y no muy extendidos, alcanzaba a uno y a otro banco, de manera que a un mismo tiempo y a un mismo punto la iban besando por su orden los que estaban sentados en entrambas bandas. Verdad es que lo que a las naves las faltaba de anchas, lo suplía ventajosamente lo que las sobraba de largas; por lo que diría yo, con la licencia del señor don Basilio, que la iglesia era de tres gabarras argelinas o de tres galeras turcas. A los pies de ella estaba el coro alto, sin más balaustrado que un madero tosco y en bruto, que atravesaba de arco a arco, con algunos palos a trechos, a modo de estacada, para evitar que algún muchacho travieso se cayese en la iglesia y se rompiese la cabeza, que era el mayor daño que le podía suceder, porque la elevación era de pocas varas.

25. Como quiera que el templo fuese, ancho o estrecho, largo o breve, eso no era de cuenta de nuestro predicador; porque ni a él le tocaba hacerle más capaz, ni la estrechez de la iglesia podía perjudicar un punto la magnificencia del sermón, siendo ya cosa acreditada repetidas veces por la misma experiencia que en la iglesia más suntuosa de la cristiandad se puede predicar un sermón malo, y en una desdichada ermita o humilladero rural se puede predicar un excelente sermón. Lo que hace a nuestro intento y a la inmortal gloria de nuestro fray Gerundio, es que la iglesia de Campazas, tal cual Dios se la deparó, estaba toda de bote en bote, y que aunque cayese (por comparación) de las mismas nubes un alfiler, lo que es al pavimento no podía llegar; porque o se quedaría en el tejado de la misma iglesia, como es lo más natural, o, en caso de meterse por alguna rendija, boquerón o gotera, tropezaría en las cabezas del auditorio, y allí o en el vestido pararía sin duda hasta que la iglesia se fuese desocupando.

26. Pero ya es tiempo de que volvamos a nuestro fray Gerundio, que le tenemos incomodado y puesto de rodillas por más tiempo del que se acostumbra, no sin grande impaciencia suya por tanta detención, especialmente cuando estaba reventando, así por salir de su cuidado, como por desplegar las velas del discurso, navegando viento en popa por el mar de su mayor lucimiento.

27. Levantose, pues, con bizarrísimo denuedo, volvió a hacerse cargo de todo el auditorio con grave y majestuoso despejo, tremoló sucesivamente sus dos pañuelos, primero el de color, con que se sonó en seco, y después el blanco, que pasó por la cara ad pompam et ostentationem. Entonó su Alabado con voz gutural y hueca. Persignose espurriendo bien la mano derecha; y teniendo con la izquierda la parte anterior de lo que se llama muceta en la capilla, propuso el texto sumisa pero sonoramente. Y dio principio a su sermón de esta manera. Pero, salvo el mejor y más acertado parecer de nuestros lectores, a nosotros nos parecía más conveniente hacer capítulo aparte, porque el presente harto será que no sea ya muy prolijo.




ArribaAbajoCapítulo IV

Expónense a la admiración algunas cláusulas del sermón de Fray Gerundio


Duró por mucho tiempo en nuestra indecisión la grave duda de si copiaríamos a la letra todo el sermón de nuestro famoso predicador, o nos contentaríamos con escoger algunas cláusulas entre aquellas que a nuestra limitada comprehensión se representaban como las más sobresalientes, para que el discreto lector por la parte viniese en cabal conocimiento del todo, no de otra manera que una sola uña bien dibujada en el lienzo da a conocer la majestuosa ferocidad del monarca coronado de la selva, y una sola línea, que corrió al desgaire por el campo de la tabla, hace presente a los ojos penetrantes la diestra mano que dio milagroso impulso a la delicadeza del pincel.

2. Por una parte, nos hacía lastimosa compasión, y aun en cierto modo nos parecía especie de usurpación injusta y hurto literario, defraudar al público aun de la más mínima palabra que se hubiese desprehendido de la boca de nuestro divino orador, siendo cierto que hasta las que se salían de ella a excusas de su advertencia merecían engastarse en diamantes, para que compitiese su duración con la permanencia de los siglos. Por otra, se nos representaba que como no todos los lectores son tan inteligentes, ni tan pacíficos, ni de tan buena condición como nosotros los quisiéramos, ¿qué sabíamos si quizá nos depararía nuestra mala suerte algunos de ellos tan cetrinos, tan indigestos y de gusto tan estragado, que diesen al diantre nuestra historia, viendo interrumpido el hilo de la narración con prolijos trasuntos de los partos intelectuales de nuestro héroe? Y acaso no faltaría alguno tan atrevido, que nos echase a los hocicos que aun cuando los referidos partos fuesen tan preciosos como a nosotros nos los figuraba nuestra pasión, era impertinencia empedrar de ellos la historia, por cuanto al historiador toca hacer fiel relación de los hechos y proezas de su héroe, pero no una impertinente colección de sus obras; porque, de otra manera, si los que escribieron las vidas de los cuatro Santos Doctores de la Iglesia y de tantos escritores venerables, emprehendiesen insertar en ellas todas las producciones de sus plumas, no dejarían de hacerse un si es no es molestos y pesados.

3. Confesamos de buena fe que esta última razón nos hizo un poquito de fuerza; y así dejando al cuidado de otra más feliz pluma que la nuestra el empeño y la gloria de enriquecer al orbe literario con una colección de los incomparables sermones de nuestro fray Gerundio, ilustrándolos con glosas, notas y escolios, en cuyo glorioso afán tenemos entendido que trabaja una academia de ingenios del primer orden, nosotros nos contentaremos con extractar tales cuales rasgos de aquellos que salieren al encuentro de la narración y nos parecieren necesarios para facilitar a los lectores la mejor inteligencia de los hechos. Fue pues la primera cláusula del sermón que predicó en Campazas fray Gerundio, la que se sigue:

4. «Si es verdad lo que dice el Espíritu Santo por boca de Jesucristo, ¡ay, infelice de mí!, que voy a precipitarme, o es preciso confundirme. El oráculo pronuncia, que ninguno fue en su patria, predicador ni profeta: Nemo profeta in patria sua. Pues, ¿cómo atrevido yo, presumí este día ser, predicador en la mía? Pero teneos, señores, que también para mi aliento, leo en las Sagradas Letras, que no a todos hace fuerza, la verdad del Evangelio: Non omnes obediunt Evangelio. ¿Y qué sabemos si es ésta, alguna de aquellas muchas, que, como siente el filósofo, se dicen sólo ad terrorem

5. Esta entradilla puso en la mayor suspensión al grueso del auditorio, pareciéndole que era imposible encontrar con introducción más feliz ni más oportuna. Pero el magistral, que de propósito se había metido en el confesonario del cura (el cual estaba en frente del púlpito) y había cerrado la celosía de la parte anterior, para observar a su gusto a fray Gerundio sin peligro de turbarle, apenas le oyó romper en dos disparates o en dos blasfemias heréticas tan garrafales como dudar si era verdad lo que había dicho el Espíritu Santo por boca de Jesucristo, y suponer que muchas verdades del Evangelio eran sólo para espantar y poner miedo, de pura vergüenza bajó los ojos, que tenía clavados en su sobrino, y desde luego hizo ánimo a no oír en aquel sermón más que herejías, atrevimientos o necedades. De buena gana se hubiera salido de la iglesia; pero sobre no ser posible penetrar por el concurso sin grande alboroto, se hizo cargo de que no era razón echar un jarro de agua a la fiesta, y así tomó el partido de disimular hasta su tiempo y de aguantar la mecha. Mientras tanto iba nuestro fray Gerundio prosiguiendo su sermón o su salutación, y a pocas paletadas se metió de paticas en lo más vivo de todas las circunstancias. Aquí me habrán de perdonar los críticos mal acondicionados; porque, cánseles o no les canse, en Dios y en conciencia, no puedo menos de trasladar al papel, de verbo ad verbum, el primoroso artificio con que las tocó todas, ya que no sea posible trasladar a él la valentía, el garbo y el espíritu con que las animó. Dijo pues así, cansándose del estilo cadencioso, o mudándole con todo estudio en el hinchado, así porque la variedad es madre de la hermosura, como porque a este estilo le llevaba más la inclinación:

6. «Ésta es, señores, la estrena de mis afanes oratorios; éste, el exordio de mis funciones pulpitables. Más claro para el menos entendido: éste es el primero de todos mis sermones. ¡Qué a mi intento el Oráculo Supremo! Primum quidem sermonem feci, o Theophile! Pero, ¿dónde se hace a la vela el bajel de mi discurso? Atención, fieles; que todo me promete venturosas dichas, todas son proféticas vislumbres de felicidades. O se ha de negar la fe a la evangélica historia, o también el hipostático Ungido predicó su primer sermón en el mismo lugar donde recibió la sagrada ablución de las lustrales aguas del bautismo. Es cierto que la evangélica narración no lo propala, pero tácitamente lo supone. Recibió el Salvador la frígida mundificante: Baptizatus est Jesus; y al punto se rasgó el tafetán azul de la celeste cortina: Et ecce aperti sunt caeli; y el Espíritu Santo descendió revoleteando, a guisa de pájaro columbino: Et vidit Spiritum Dei descendentem sicut columbam. ¡Hola! ¡Bautizarse el Mesías, romperse el pabellón cerúleo, y bajar el Espíritu Santo sobre su cabeza! A sermón me huele, porque esta divina paloma siempre bate las alas sobre la cabeza de los predicadores.

7. »Pero son supervacáneas las exposiciones cuando están claras las voces del Oráculo. Él mismo dice que bautizado Jesús, se retiró al desierto, o el diablo le llevó a él: Ductus est in desertum a Spiritu, ut tentaretur a diabolo. Allí estuvo por algún tiempo, allí veló, allí oró, allí ayunó, allí fue tentado; y la primera vez que salió de allí, fue para predicar en un campo, o en un lugar campestre: Stetit Jesus in loco campestri. ¡Oh, qué estival paralelo de lo que a mí me sucede! Fui bautizado en este famoso pueblo, retireme al desierto de la religión, si ya el diablo no me llevó a ella: Ductus est a Spiritu in desertum, ut tentaretur a diabolo. ¿Y qué otra cosa hace un hombre en aquel desierto sino orar, velar, ayunar y ser tentado? Salí de él la primera vez para predicar. Pero, ¿en dónde? In loco campestri: en este lugar campestre de Campazas, en este compendio del campo damasceno, en esta emulación de los campos de Farsalia, en este envidioso olvido de los sangrientos campos de Troya: Et campos ubi Troja fuit; en una palabra, en este emporio, en este solar, en este origen fontal de la provincia de Campos: in loco campestri.

8. »Aun hoy más en el caso: el lugar campestre donde predicó el primer sermón el Hipostático, fue a la esmeraldática margen del argentado Jordán, donde había sido bautizado. ¿Y quién duda que le oiría Juan, su padrino de bautismo? Venit Jesus ad Joannem, ut baptizaretur ab eo. ¡Y qué cosa más natural que al oír el padrino a su ahijado, y más si hizo de él feliz reminiscencia en la misma salutación (Salutate Patrobam, que dijo muy a mi intento el Apóstol), saltase ahora de gozo, como palpitó en otra ocasión de placer en el útero materno: Exultavit infans in utero matris! El caso es tan idéntico, que sería injuriosa la aplicación para el docto; pero vaya para el insipiente. ¿No se llama Juan mi padrino de bautismo? Todos lo saben: Joannes est nomen ejus. ¿No me está oyendo este sermón que predico? Todos lo ven: Audivi auditum tuum et timui. ¿No le están bailando los ojos de contento? Todos lo observan: Oculi tui columbarum. Luego no hay más que decir en el caso.

9. »Sí, hay tal. Gracia y agua es el complejo de la fuente bautismal, y agua y gracia es lo que simboliza su nombre y apellido. Que Juan es lo mismo que gracia, lo saben hasta los predicadores malabares: Joannes, id est, gratia. Pero que Quijano sea lo mismo que agua o fuente copiosa de ella, lo ignoran hasta los más eruditos; pero presto lo sabrán. Ya tiene entendido el teólogo, y mucho más el sabio escriturario, que la quijada de asno es muy misteriosa en las Sagradas Letras, o desde que Caín quitó la vida con una de ellas a su hermano Abel, como quieren unos, o desde que Sansón magulló con otra las cabezas a mil agigantados filisteos, como saben todos: In maxilla asini..., percussi mille viros. Después de esta hazaña se moría de sed el fatigado Sansón. No había en todos aquellos espaciosos estrados de la odorífera Flora un hilo de plata líquida con que poder apagarla, cuando veis aquí que de la misma quijada que había sido la mortal filisticida, brota un raudal de aljófar derretido, que refrigeró al inhiante forzudo. Y quedó el sitio sigilado hasta el día de hoy con el cognomento de la Fuente de la Quijada: Idcirco appellatum est nomen loci illius, Fons invocantis de maxilla, usque ad praesentem diem.

10. »Id ahora conmigo. Sabida cosa es, en nuestras historias genealógicas, que el antiquísimo y nobilísimo apellido de los Quijanos deriva su origen y su alcurnia no menos que del tronco de Sansón, cuyos hijos y nietos desde esta gloriosa hazaña comenzaron a llamarse los Quijanos, por no equivocarse con otra no menos antigua, aunque menos noble y mucho más extendida, familia de los Quijotes. No es menos cierta la noticia que desde entonces las armas de los Quijanos son una quijada de un burro en campo verde, brotando un chorro de agua por el diente molar, como lo afirman cuantos tratan del blasón. Asimismo es cosa muy averiguada que los Quijanos, en las batallas con los moros, no usaban de otras armas que de la quijada de un jumento cubierta con piel del mismo asno, siendo tan hazañosos con esta arma rebuznable, como a cada folio se refiere en los anales. Dígalo, si no, aquel héroe Gonzalo Sansón Quijano, que con una majilla de jumento, in maxilla asini, quitó la vida por su propia mano en menos de media hora a treinta y cinco mil sarracenos, en la famosa jornada de San Quintín, debajo de Julio César, capitán general del rey don Alfonso, el de la mano horadada; proeza que premió el agradecido monarca mandando que en adelante se pintase la quijada del escudo de los Quijanos con treinta y cinco mil dientes, y en cada uno de ellos, como si fuera una escarpia, clavada una cabeza de moro, cosa que hace una vista que embelesa. Y de paso quiero añadir o, diré menos mal, quiero acordar a todos la erudición tan sabida de que el primer escudo que se grabó con toda esta multitud de cabezas y de dientes no era mayor que la más menuda lenteja, siendo lo más admirable que quijada, dientes y cabezas, con todos sus pelos y señales se distinguían perfectamente a más de cien pasos de distancia. ¡Oh, asombro de la invención! ¡Oh, prodigio de la habilidad! ¡Oh, milagro de los milagros del arte! Miraculorum ab ipso factorum maximum, que dijo a este intento Casiodoro.

11. »Pero atención; que oigo no sé qué articulado acento en las etéreas campanas: Vox de caelo audita est. Pero, ¿de quién es ese gutural, verbífico sonido? Oigamos lo que dice; que quizá por ello deduciremos quién lo profiere, como por el efecto se viene en conocimiento de la causa, y por el hilo se saca el ovillo. Hic est Filius meus dilectus, in quo mihi complacui: «éste es mi querido Hijo, dulce objeto de mis complacencias». ¡Hola! ¿Dice la voz que el que está predicando en el lugar donde fue bautizado es su hijo? Luego la voz es del padre; sabe el lógico que es legítima la consecuencia. ¿Y quién es ese padre? Pater meus agricola est: «mi padre es un labrador honrado». Ea, que ya vamos descubriendo el campo. Pero, ¿qué tiene el padre con el sermón del hijo? No es nada lo del ojo, y llevábale en la mano. ¿Qué ha de tener, si él mismo se le encarga? Dícelo expresamente el texto: Misit me vivens Pater: el que me envió, o el que me trajo a predicar, es mi padre. Y nota oportunamente el texto mismo que cuando su Padre le envió a predicar, estaba vivo, vivens Pater; la interlineal, sanus, que estaba sano; los Setenta, robustus, que estaba robusto; Pagnino, vegetus, que estaba terete y fuerte. Apelo a vuestros ojos, y decidme si no es idéntico el caso.

12. »Vamos adelante, que aún no lo he dicho todo. ¿Y cómo se llamaba ese generativo principio, ese paternal origen de aquella dichosa prole? Aquí deseo arrecto vuestro órgano auscultativo. El sermón que mi padre, vivo, robusto, sano y terete, encomendó a mi insuficiencia, ¿no es del eucarístico panal? Sí. El arca del Testamento, ¿no fue el más figurativo emblema de ese ovalado armiño? Dígalo el docto y el versado en la teología expositiva. ¿Y por dónde anduvo prófuga esta cóncava testamentífera arca? Vamos a las sagradas Pandectas: Et asportaverunt eam a lapide adjutorii in Azotum: «condujéronla al país de los a-Zotes». ¡Vítor! Que ya tenemos Zotes en campaña. ¿Entra el arca en la provincia de los Zotes? ¿Manda un padre a su hijo que predique de esa arca? Pues, ¿qué apellido ha de tener ese padre, ni qué cognomento ha de distinguir a ese hijo, sino el de los Zotes, principales de la provincia? Et asportaverunt eam in Azotum.

13. »Es convincente el discurso, pero vaya una interrogacioncilla. ¿Y ese hijo no tenía madre? ¡Y cómo que la tenía! Pues consta que la madre y el padre le buscaron: Ego et pater tuus quaerebamus te. Está bien. ¿Y la madre no tuvo parte en el sermón? Fue el todo; pues ya es cosa sabida que siempre que un predicador se desempeña con lucimiento, se refunden en la madre sus aplausos. Por eso al acabarse la función exclaman todas las piadosas mujeres: «¡Bien haya la madre que te parió! ¡Dichosas las madres que tales hijos paren!» Beatus venter qui te portavit, et ubera quae suxisti!

14. »Pero ¿qué ruido estrepitoso, qué armoniosa algarabía divierte mi atención hacia otra parte? ¿Qué percibe la potencia auditiva? ¿Qué especies visuales se presentan delante de la visiva? Más claro y más para el vulgo: ¿qué oigo?, ¿qué veo? ¿Qué he de ver ni qué he de oír, sino un coro de danzantes? Quid vides in Sunamitis, nisi choros castrorum? ¡De danzantes! Ea que sí; pues a vista de la eucarística arca, aun a las mismas testas coronadas se las bullen los pies. Dígalo el rey penitente de Idumea: Et David saltabat totis viribus ante Dominum. Nótese la frase saltabat totis viribus: «brincaba con todas sus fuerzas». No se andaba ahora en paspieses pulidos, en carrerillas menudas, en cabriolas ni en vueltas de pechos acompasadas; daba unas vueltas en el aire, echando las piernas con cuantas fuerzas podía: saltabat totis viribus. ¿No es eso lo que ahora estamos viendo en esos ocho robustos atletas y luchadores a brazo y pierna partida con el viento? Más: era David un danzante coronado; pues, corona por corona, no le deben nada a David nuestros danzantes. Pero aún descubro en Isaías otras señas más claras de ellos: Et pilosi saltabant ibi: «y danzaban allí los que tenían largo el pelo, los de grandes cabelleras, los de las melenas tendidas». No puede ser la visión más adecuada para el caso presente.

15. »De buena gana me iría un poco más tras de la danza, si no me embelesara ese teatro que ya observo erigido junto a las puertas del templo, ad fores templi, que dijo elegantemente el mitrado panal de Lombardía (hablo del melifluo Ambrosio). ¿Y qué significa ese teatro? Según unos es signo natural, o según otros es signo ad placitum, de un auto sacramental, representación del Sacramento. ¿Sí? Pues de esas representaciones llenas están a cada paso las páginas de la Escritura. ¿No fue representación del Sacramento el maná? Así lo afirma Cayetano. ¿No fue representación del Sacramento Cordero el vellón de Gedeón? Así lo siente Lorino. ¿No fueron representación del eucarístico trigo las espigas de Rut? Así lo asegura Papebrokio. Y todas estas representaciones, ¿no se hicieron en el campo? Es común sentir de expositores y padres. Pues representaciones del Sacramento y representaciones en el campo, ¿quién podrá dudar que fueron proféticas figuras de las representaciones del Sacramento que se hacen todos los años en mi amada patria de Campazas, in loco campestri?

16. »Mas, afuera, afuera; aparta, aparta; huye, escápate, corre; mira que te coge el toro. ¿Qué es esto? Rodeado me veo de estos cornúpetos brutos. ¡Qué cerviguillo, qué lomo, qué roscas en el pescuezo, qué lucios y qué gordos! Tauri pingues obsederunt me. ¿No hay quien me socorra? Que me cogen, que me pillan, que me revoletean. Pero, ¡ea!, que fue terror pánico, ilusión de la fantasía, gente de razón raciocinante. No son toros de muerte ni furiosos. Son sí unos novillos alegres y vivos, pero ni marrajos ni sangrientos: vituli multi o, como lee otra letra, mutilati: unos novillos desmochados, esto es, o sin puntas en el asta, o sin fuerzas en las puntas. Gracias a Dios que respiro, porque me había asustado. Pero, ¿qué tienen que ver los novillos con la fiesta del Sacramento? ¡Ignorantísima pregunta! ¿Qué fiesta del Sacramento puede haber cabal, si la faltan los novillos?, puesto que el profeta penitente adelanta más la materia cuando dice que los novillos se deben correr o, lo que allá se va todo, se deben presentar en las mismas aras: Tunc imponent super altare tuum vitulos.

17. »Ya no me detengo, ni en las hogueras, ni en las luminarias nocturnas, que precedieron a este festivo día. ¿Cuándo se descubre el Señor sin que se enciendan brillantes céreos piropos? ¿Ni qué más hicieron los tres milagrosos niños en la flamígera hoguera del babilónico furno, que lo que anoche vimos hacer a los pubescentes muchachos de mi predilecta patria en las fumigerantes hogueras que encendió la devoción y la alegría de sus fervorosos íncolas? Si aquéllos jugaron con las llamas sin que les tocase al pelo de la ropa, éstos brincaron por ellas sin que les chamuscasen ni un solo cabello de la cabeza: Et capillus de capite vestro non peribit, que dijo la Boca de Oro. Pues, ¡qué, la multitud de estruendosos voladores que subieron serpenteando por ese diáfano elemento, saetas encendidas, que disparó la bizarría y el valor para disipar el nigricante escuadrón de las tinieblas! Parece que les estaba viendo el monárquico adivino cuando cantó vaticinando: Sagittas suas ardentibus effecit. Pero más al caso presente lo pronosticó, el que dijo que resonaba por todo Campos el horrísono bom, bom, bom, bom, bom de las bombardas:


Horrida per campos bam, bim, bombarda sonabant.

18. »Paréceme que tengo tocadas y retocadas las circunstancias del día. Pero no; que la más especial, por nunca vista hasta aquí, se me olvidaba. Hablo de ese vocal instrumento, y al mismo tiempo ventoso, que tan dulcemente titila nuestros oídos; hablo de ese equivalente o, como se explica el discreto Farmacopola, de ese quid pro quo de órgano, que añade tanta majestuosa armonía a la solemnidad del sacrificio; hablo, en fin, para que me entiendan todos, de esa sonora gaita gallega que tanto nos encanta y nos hechiza. Pero, ¡qué oportuna, qué discreta, qué ingeniosa fue la invención de mi paternal mayordomo cuando discurrió y resolvió festejar con ella la función del Sacramento! Porque pregunto: ¿no es el Sacramento en el viril el escudo, las armas y el blasón del nobilísimo reino de Galicia? Así me lo atestiguó anoche un peregrino que viene en romería de Santiago. Pues, siendo esto así, era cosa muy congruente, y en cierta manera simpliciter necessaria (ya me entiende el lógico y el teólogo), que no faltase en la misa del Sacramento aquel instrumento armonioso, apacible y delicado que deriva su alcurnia y su apellido del mismo nobilísimo reino; porque, como dice el filósofo, propter unum quodque tale et illud magis. ¡Gran gloria de Galicia, tener por escudo de armas al Sacramento! Pero, ¡mayor de Campazas, ser la patria y el solar de la sagrada Eucaristía! Porque o hay Sacramento en Campazas, o no hay en la Iglesia fe. Éste será el arduo empeño en cuyo golfo desplegará las velas el bajel de mi discurso; y para que lo haga viento en popa, será preciso que sople por el timón el aura benéfica de aquella deífica Emperatriz de los mares, implorando su protección y su gracia con el acróstico epinicio del celestial paraninfo: Ave Maria».

19. Bien puede discurrir el advertido lector que es imposible a toda humana pluma, no digo ya explicar cabal y adecuadamente, pero ni aun delinear un levísimo rasguño por donde se venga en tal cual obscuro conocimiento de la admiración, del pasmo, del asombro con que fue oída esta salutación por la mayor parte de aquel guedejudo y pestorejudo auditorio. Fue milagro de Dios que le diesen lugar para predicar el que se llama cuerpo del sermón; y seguramente no se lo hubieran dado, a no tenerles todavía tan pendientes la suspensión y la curiosidad del asunto tan singular y tan raro que había propuesto; porque esto de probar que Campazas era el solar y la patria del Santísimo Sacramento, y que si no había Sacramento en Campazas, no había en la Iglesia fe, ¿qué seis granos de láudano bastarían para amodorrar al más dormilón y somnoliento? En medio de eso, no pudo contenerse el auditorio sin prorrumpir de contado, primero en un alegre y bullicioso murmurio muy parecido al que hacen las abejas alrededor de la colmena, después en aclamaciones y en vítores descubiertos, arrojando hasta la bóveda o artesonado de la iglesia, no sólo las monteras y sombreros, sino que no falta quien diga se vieron también revoletear algunos bonetes. Sobre todo el maragato de la gaita gallega, cuando oyó su gaita no menos oportuna que repentinamente alabada, no pudo contenerse sin echar al predicador una alborada; esto de contado y, como dicen, por vía de provisión, reservándose el derecho de echar todos los registros luego que el sermón se concluyese perfecta y completamente. En fin, la algazara y la gritería fue tal, que en más de medio cuarto de hora no le fue posible a fray Gerundio proseguir su panegírico; y aunque el sacristán hacía pedazos el esquilón del altar para que se sosegase la bulla, no lo pudo conseguir hasta que de bueno a bueno se fueron todos aquietando.

20. Mientras tanto, el sabio, prudente y discreto magistral estaba también aturdido, pero sin acertar a discernir cuál de las dos cosas le asombraba más, si la satisfacción y sandez del orador, o la ignorancia y bobería de aquel rústico auditorio. El canónigo don Basilio, aunque no ahondaba tanto como el magistral, porque sus estudios no habían pasado de los precisos para entender medianamente el Breviario y un puntico de Concilio, pero como era de una razón natural tan despejada y tan bien puesta, comprehendió sin dificultad que la salutación era un gracioso tejido de furiosos disparates, y desde luego hizo ánimo a holgarse bien a costa de fray Gerundio. El otro pariente suyo, familiar del Santo Oficio, hombre de bastas explicaderas pero de más que mediana razón, decía allá para consigo:

-O yo soy un porro, o este flaire no sabe las enclinaciones de los nombres, ni ha estudiado a selmo, selmonis como el mi Cuco (llamábase Francisco un hijo suyo, que comenzaba aquel año el arte), o toda esta gente está borracha. Mas al fin yo soy un probe lego sin letras, y puede ser que me encalibre.

21. Esto pasaba por el pensamiento de los tres cuando fray Gerundio dio principio al cuerpo de su sermón, que probó, confirmó y exornó puntual y literalmente según la ingeniosa idea que se le había ofrecido, de la cual dimos bastante noticia al fin del capítulo segundo, donde podrán volverla a leer, si gustaren, nuestros píos y benévolos lectores; porque si bien es verdad que nos podíamos prometer de su mucha benignidad el que no llevasen a mal se la volviesen a poner delante de los ojos un poco más extendida y con aquella energía, cultura y formalidad que era propia de nuestro insigne orador; pero al fin, todo bien considerado, nos ha parecido más acertado consejo no abusar de su buena inclinación, haciéndonos cargo de que toda repetición es fastidiosa, sin ser nuestro ánimo derogar por eso un punto la buena fama y opinión del que dijo que hay cosas quae septies repetita placebunt, que darán gusto y no fastidiarán, aunque se repitan siete veces. Háyalas enhorabuena; pero nosotros no presumimos tanto de las nuestras, que las consideramos comprehendidas en este número; y llamamos nuestras a las de nuestro fray Gerundio, porque en tanto nos las apropiamos, en cuanto están sujetas a la jurisdicción de nuestra tarda y deslucida pluma. Y en fin, ¿para qué es rompernos la cabeza, si tenemos ya hecha una firme, determinada e irrevocable resolución inter vivos de no copiar dicho sermón, ni trasladarle en nuestra historia? Haga cuenta el curioso lector que le leyó. Dé por supuestas y aun por oídas muchas más aclamaciones, muchos más vítores, muchos más vivas al acabarse el panegírico, que al concluirse la salutación. Tenga por cosa cierta que no sólo la gaita, sino que el mismo gaitero estuvo también para reventar, el uno soplando, y la otra siendo soplada. Suponga como noticia indubitable que allí incontinenti y en la misma iglesia al bajar la escalera del púlpito, hubieron de sofocar a fray Gerundio a puros abrazos, y que antes de llegar a la sacristía, pensó ser ahogado en lágrimas y en mocos de las tías, que se atropellaban por abalanzarse a él, habiendo corrido respectivamente la misma fortuna Antón Zotes y la dichosísima Catanla Rebollo, su consorte. Finalmente, dé por asentado lo que asegura un autor fidedigno y sincero, conviene a saber, que el mismo licenciado Quijano, no embargante de estar revestido con las vestiduras sacerdotales, ni acordándose siquiera de que estaba celebrando el santo sacrificio de la misa, se mantuvo sentado en la silla hasta que su ahijado pasó por el presbiterio para entrarse en la sacristía, y entonces sin poderse contener, se arrojó a él y diole un estrechísimo abrazo; y vuelto al altar, apenas pudo entonar el Credo por las lágrimas que derramaba de puro gozo y ternura; demostración que no se hallará semejante en toda la historia eclesiástica, aunque sea en la del mismísimo Elías Dupin, autor diligentísimo en recoger todas las noticias apócrifas y ridículas que podían hacer despreciables las más sagradas, augustas y venerables ceremonias de la Santa Iglesia.

22. Salió nuestro fray Gerundio de la de Campazas lo mejor que pudo; y no le costó poco trabajo, porque es tradición que apenas le dejaron poner los pies en el suelo hasta que llegó a su casa, llevándole en el aire los innumerables que concurrieron a congratularle y se incorporaron después en la comitiva, que se compuso de casi todo el inmenso gentío que había acudido a la fiesta. Parécenos que no es necesario decir los parabienes, los plácemes, las enhorabuenas que allí se repitieron, unos ensalzando al predicador, otros congratulando a sus padres, éstos complaciéndose con fray Blas, que recibía las enhorabuenas en nombre de su Religión, aunque aplicándose a sí la mayor parte de ellas, aquéllos clamando a voz en grito que era dichoso el lugar que había merecido ser patria de tal hijo y, finalmente, gritando todos a una voz que fray Gerundio era de presente la honra, y había de ser con el tiempo la inmortal memoria de su siglo. Cosas tan comunes y regulares, no es razón que los historiadores gasten el tiempo en referirlas; porque los lectores las deben dar por supuestas; y más cuando a la sazón era ya la una de la tarde, estaban las mesas puestas, se pasaba el asado, y los convidados tenían gana de comer.



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