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Fray Gerundio de Campazas


José Francisco de Isla


[Nota preliminar: edición digital a partir de la de Madrid, Imprenta de Gabriel Ramírez, 1758 y cotejada con la edición de Russell P. Sebold (Madrid, Espasa Calpe, 1992, 3.ª ed.)]


ArribaAbajoAl público, poderosísimo señor

Con efecto: no le ha habido desde Adán acá más poderoso que usted, ni le habrá hasta el fin de todos los siglos. ¿Quién trastornó toda la faz de la tierra de modo que, a vuelta de pocas generaciones, apenas la conocería la madre que la parió? Usted. ¿Quién fundó las monarquías y los imperios? Usted. ¿Quién los arruinó después o los trasladó adonde le dio la gana? Usted. ¿Quién introdujo en el mundo la distinción de clases y jerarquías? Usted. ¿Quién las conserva donde le parece y las confunde donde se le antoja? Usted. Malo es que a usted se le ponga una cosa en la cabeza, que solamente el Todopoderoso la podrá embarazar.

Y si del poder de las manos hacemos tránsito al del juicio, del dictamen y de la razón, ¿dónde le hay ni le ha habido más despótico ni absoluto? Sabida cosa es que, después del derecho divino y del natural, el derecho de usted, que es el de las gentes, es el más respetado y obedecido en todo el mundo; esto, aun en caso de que el derecho de las gentes y el natural sean distintos: controversia en que no quiero embarazarme, porque para mi asunto importa un bledo. Lo cierto es que, una vez que usted mande, resuelva, decrete y determine alguna cosa, es preciso que todos le obedezcan; porque, como usted es todos y todos son usted, es necesario que todos hagan aquello que todos quieren hacer. No se me señalará otro legislador más respetado.

Pareciole a usted ser conveniente que se llamasen sabios los que sabían ciertas materias, que fuesen tenidos por ignorantes los que las ignoraban, aunque supiesen otras artes quizá más útiles, o a lo menos tanto, para la vida humana. Pues saliose usted con ello. En todo el mundo el teólogo, el canonista, el legista, el filósofo, el médico, el matemático, el crítico, en una palabra, el hombre de letras, es tenido por sabio; y el labrador, el carpintero, el albañil y el herrero son reputados por ignorantes. A los primeros se les habla con el sombrero en la mano, y se les trata con respeto; a los segundos se les oye o se les manda con la gorra calada, y se les trata de . Esto, ¿por qué? Porque así lo ha querido el público.

En consecuencia de esto y acercándome ya a lo que más me importa, usted sólo (sí por cierto), usted sólo es el que da o el que quita el crédito a los escritos y a los escritores; usted sólo el que los eleva o los abate, según lo tiene por conveniente; usted sólo es el que los introduce en el templo de la fama o los condena al calabozo de la ignominia; usted sólo el que los eterniza en la memoria, o hace, apenas ven la luz que, entregados a las llamas, se esparzan sus cenizas por el viento. Dígolo con osadía, pero con muchísima verdad: no tienen los escritores que buscar fuera de usted sombra que los refrigere, árbol adonde se arrimen, escudo que los defienda, protección que los asegure ni patrono que los indemnice.

Permítame usted la flaqueza de que me cite a mí mismo. En el libro primero, capítulo VIII, número 15 de esta mi historia, que lo es de lo pasado, de lo presente y de lo futuro, me burlo (y a mi parecer con razón) de los que dedican sus obras a personajes de la más soberana elevación, pensando, y aun diciéndolo ellos mismos en las dedicatorias, que de esta manera les ponen a cubierto contra los tiros de la crítica, de la malignidad o de la envidia. ¡Pobres hombres! ¡Aún no los han desengañado tantas experiencias! No ha habido en el mundo ni un solo personaje que haya sacado la espada para defender al autor que le busca por mecenas; ni, lo que más es, aunque la sacara pudiera defenderle. Demos que sea el más poderoso monarca del mundo. Podrá colmar de honras al benemérito autor. Podrá hacer que en sus dominios ni se escriba, ni aun se hable contra él, y que se tribute un exterior respeto a sus obras. Pero, ¿podrá embarazar que la ignorancia, la mordacidad o la crítica descontentadiza no las muerda y no las despedace a sus solas? ¿Podrá estorbar que fuera de sus estados no broten contra ellos tantos Zoilos como verdolagas?

Desengañémonos: sólo usted tiene este gran poder, porque sólo usted en este particular (hablo de tejas abajo) puede todo cuanto quiere. Quiera el público que nadie chiste contra una obra; ninguno chistará. Quiera el público que todos la celebren interior y exteriormente; todos la celebrarán. Quiera el público que se reimprima mil veces; mil veces se reimprimirá. Y este poder no es limitado a estos o aquellos dominios; extiéndese por donde se extienden los dilatados ámbitos del mundo. En cualquiera parte donde hay hombres hay público, porque el público son todos los hombres. Por lo menos, el público a quien yo dedico mi obra, éste es: el público de España, de Francia, de Italia, de Alemania, el tártaro, el moscovita, el de la China y el de las Californias. Pues si yo tuviese la dicha de lograr que todos los hombres la tomasen debajo de su protección, ¿a quién había de temer? Hágome cargo de que esta fortuna es más para pretendida que para esperada.

Pero, señor, valga lo que valiere, yo a ella me acojo, de usted me amparo, en sólo usted solicito el patrocinio. Bien puede ser que la obrilla no le merezca, pero no lo desmerece la intención. Soy con el más profundo respeto, poderosísimo señor, vuestra más mínima parte. Don Francisco Lobón de Salazar.




ArribaAbajoAprobación del muy R. P. M. Fr. Alonso Cano

calificador de la suprema y general Inquisición, académico de la Real Academia de la Historia, censor diputado por su majestad para la revisión de libros en estos reinos, y redentor general del orden de la Santísima Trinidad de calzados, redención de cautivos, etc.


La Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas, que el señor don José Armendáriz, teniente de vicario de esta Villa, se sirve someter a mi censura, es uno de aquellos felices pensamientos que sugiere por último recurso el apuro o el despecho en lances apretados, al ver frustrados los medios más directos y propios. Bien superficial tintura de erudición bastaría para insinuar los lugares de Escritura, sentencias de Padres, invectivas de Doctores y universal consentimiento de celosos y prudentes que baten en brecha la sacrílega profanación del ministerio de la palabra divina, si un secreto latido de la sindéresis propia no nos excusase esta fatiga y acusase nuestra obstinación hasta indiciarla de estupidez. Sin embargo, lejos de contener el mal tan legítimos y saludables preservativos, insulta indiferentemente médicos y enfermos; y lo que antes se recelaba síntoma de mortal letargo, hoy se celebra como decretorio de apacible sueño. Pues, ¿qué remedio? No aparece otro que el presente, o recete Esculapio. Sea en buen hora extremo; que siendo extrema la enfermedad, eso mismo lo autoriza de específico exquisito; y el buen éxito de Cervantes responde a la esperanza de igual suceso.

No es de disimularse que la extrema diferencia y respectiva importancia pide otro tino, doctrina y delicadeza en nuestro caso; y confío que en esta parte hará el público imparcial la justicia que acostumbra en el discernimiento de tan necesarias calidades, y otras de erudición, sal, amenidad, y sobre todo el nativo desembarazo y castiza propiedad que agracian toda la obra. Tampoco se desentenderá, al observar algo cargada la dosis de sales cáusticas y corrosivas, de que no se curan con agua rosada las gangrenas.

Con todo eso, sin aventurar mucho el pronóstico, es de recelar algún clamoroso resentimiento de aquella especie de enfermos que, o bien hallados con su mal, o frenéticos en fuerza de él, como los describe con gracia San Agustín, revuelven furiosos, contra el médico que los cura, la saña y aborrecimiento que debieran emplear contra el vicio de su llaga. Pero si las sabias y cristianas precauciones del prólogo no los desarman, yo aconsejaría al autor que no se tomase más pena que remitirse al exorcismo del toro que en él se cita.

No me atreveré a prometerle tan decisivo y perentorio desembarazo de algunas otras querellas literarias, en que por vía de digresión, amenidad o incidencia se divierte a escaramucear, regulando por su valor y ardimiento, más que por la urgencia, las excursiones de su pluma; bien que sea de esperar de la magistral destreza y pulso crítico con que la maneja, que sabrá guardar su ropa; y, en todo caso, que no se presente a la palestra desprevenido de alguna secreta malla, que sirva de cuerpo de reserva al de su obra, proporcionando su defensa y el resto de la armadura al temple del morrión con que cubre su cabeza. Por último, para decir en una palabra mi sentir, le circunscribo al apotegma a que redujo el suyo el insigne doctor Martínez sobre doña Oliva, es saber: «Qué este libro sólo falta, como otros muchos sobran». Así lo siento en éste de la Santísima Trinidad de Madrid, y octubre 26 de 1757. Fray Alonso Cano.

Licencia del Ordinario, Madrid, 26 de octubre de 1757, firmada por el licenciado don José Armendáriz y Arbeloa.

Licencia del rey, Madrid, Buen Retiro, 8 de septiembre de 1757, firmada por don Agustín Montiano Luyando.

Fe de erratas, Madrid, 23 de diciembre de 1757, firmada por el doctor don Manuel González Ollero.

Tasa, Madrid, 24 de diciembre de 1757, firmada por don José Antonio de Yarza.




ArribaAbajoPrólogo con Morrión

Porque -hablemos en puridad- eso de prólogo galeato es mucho latín para principio de una obra lega. Aunque el héroe de ella se supone que fue predicador y de misa, desengáñate, lector mío, que dijo tantas como sermones predicó. Yo le concebí, yo le parí, yo le ordené, yo le despaché el título de predicador, para todo lo cual tengo la misma autoridad y el mismo poder que para hacerle obispo y papa. Y si no, dime con sinceridad cristiana: si Platón tuvo facultad para fabricar una república en los espacios imaginarios; Renato Descartes para figurarse un mundo como mejor le pareció; muchos filósofos modernos, alumbrados de Copérnico y atizando la mecha mi amigo y señor Bernardo Fontenelle, para criar en su fantasía tantos millones de mundos como millones hay de estrellas fijas, y todos habitados de hombres de carne y hueso, ni más ni menos como nosotros, ¿qué razón habrá divina ni humana para que mi imaginativa no se divierta en fabricarse un padrecito rechoncho, atusado y vivaracho, dándole los empleos que a ella se la antojare y haciéndole predicar a mi placer todo aquello que me pareciere? ¿Por ventura la imaginación de los susodichos señores míos y de otros ciento que pudiera nombrar, tuvo algún privilegio que no tenga también la mía, aunque pobre y pecadora?

2. Según eso -me replicarás-, ¿no ha habido tal fray Gerundio en el mundo? Vamos despacio, y déjame tomar un polvo; que la preguntica tiene uñas. Ya le tomé, y voy a responderte. Mira, hermano, Fray Gerundio de Campazas, con este nombre y apellido, ni le hay ni le ha habido ni es verisímil que jamás le haiga. Pero predicadores Gerundios, con fray y sin él, con don y sin don, con capilla y con bonete, en fin, vestidos de largo de todos colores y de todas figuras, los ha habido, los hay y los habrá como así, si Dios no lo remedia. Cuando dije como así, junté los dedos de las manos según se acostumbra. No digo yo que en alguno de ellos se unan todas las sandeces de mi querido fray Gerundio, que aunque eso no es absolutamente imposible tampoco es necesario; pero tanto como que todas ellas están esparramadas y repartidas por aquí y por allí, tocando a éste más y al otro menos, ésa es una cosa tan clara, que la estamos palpando a vista de ojos. Pues, ¿qué hice yo? No más que lo que hacen los artífices de novelas útiles y de poemas épicos instructivos. Propónense un héroe, o verdadero o fingido, para hacerle un perfecto modelo, o de las armas, o de las letras, o de la política, o de las virtudes morales, que de las evangélicas hartos tenemos, si los queremos imitar. Recogen de éste, de aquél, del otro y del de más allá todo aquello que les parece conducente para la perfección de su idolillo, en aquella especie o línea en que le quieren sacar redondeado. Aplícanselo a él con inventiva, con proporción y con gracia, fingiendo los lances, pasos y sucesos que juzgan más naturales para encadenar la historia con las hazañas y las hazañas con la historia, y cátate aquí un poema épico, en prosa o verso, que no hay más que pedir.

3. ¿Parécete a ti que hizo más Homero con su Ulises, Virgilio con su Eneas, Jenofonte con su Ciro, Barclayo con su Argenis, Quevedo con su Tacaño, Cervantes con su Quijote, Salignac con su Telémaco? Y si todavía quieres que luzca un poco más lo erudito a bien poca costa, ¿juzgas que las Obras y días de Hesíodo, el Hero y Leandro de Museo (o de quien fuere), el Adonis del caballero Marino, la Dragontea de Lope de Vega y la Numantina de don Francisco Mosquera fueron más que unos poemas épicos, más o menos perfectos, más o menos ajustados a las leyes de la epopeya, que plugo promulgar a sus epopeyarcas y legisladores? Ea, no me tuerzas el hocico, ni me digas que entre las obras que cito hay algunas en prosa, y consiguientemente no pueden pertenecer a la clase del poema épico. Cierto que tienes mala condición. Sobre si el verso es o no esencial y necesario al poema épico, se dan sendos remoquetes los autores, y hay entre ellos una zambra y barahúnda de mil diantres. Tú aplícate al partido que te pareciere más fuerte, en la inteligencia de que hasta ahora ningún papa o concilio general lo ha definido, y así no te han de obligar a abjurar, ni aun de levi, porque sigas cualquiera de las dos opiniones.

4. Pero si todavía te mantienes reaz, o reacio (que no sé a fe cómo se debe decir), en que mi pobre fray Gerundio no merece sentarse en el banco elevado y aforrado en terciopelo carmesí de los poemas épicos; ya porque está escrito en prosa lisa y llana y harto ratera; ya porque mi héroe no es por ahí algún emperador, algún rey, algún duque o por lo menos algún landgrave, que era lo menos que podía ser para que se le hiciese lugar en la dieta épica, según la decisión del poeticonsulto Horacio:


Res gestae regumque, ducumque, et tristia bella
quo scribi possent numero monstravit Homerus;



y ya finalmente, porque falta a mi obra el papel o el personaje principal de todo poema épico, que es el héroe; puesto que el cuitado fray Gerundio no sólo no era descendiente de los dioses, pero ni aun del Cid Campeador, Laín Calvo o Nuño Rasura, lo que por lo menos era menester para darle la investidura de héroe; amén de faltarle las otras calidades indispensables para entrar en la orden del heroísmo, conviene a saber, magnanimidad, constancia, corpulencia, robustez y fuerza extraordinaria. Digo que si por estas y otras muchas razones te estás erre que erre en que ésta no es composición épica ni calabaza, por mí que no lo sea, que no es negocio de romper lanzas por esta bagatela.

5. Estoy viendo que aún te queda allá dentro cierto escrupulillo sobre esto del epicismo. Dirásme, como si lo oyera, que el principal fin de toda composición épica es encender el ánimo a la imitación de las virtudes heroicas por el ejemplo del héroe, fingido o verdadero, cuyos rasgos se representan. Y más, que si esto mismo me lo quieres decir en latín para aturullarme un poco y para que yo sepa que sabes tú dónde te muerde el zapato épico, me espetarás en mis barbas toda la autoridad de Pablo Beni (antes el Padre Pablo), el cual dice así en su comentario sobre La poética de Aristóteles: Certum est heroico poemati illud esse propositum, ut herois alicuius, et ducis egregium aliquod factum celebret, in quo idea quaedam et exemplum exprimatur fortitudinis, ac militaris civilisque prudentiae. En cuya consecuencia dirás (y al parecer no te faltará razón) que tan lejos estoy yo de proponerte en mi obra un perfecto modelo de la heroica oratoria, a cuyo ejemplo incite la imitación, que antes bien te represento el dechado más ridículo que se puede imaginar para mover a la fuga y a la abominación.

6. ¿Parécete que me has cogido ya en la ratonera? Pues óyeme esta erudicioncilla. Leíla no sé dónde, y no es negocio de perder ahora dos o tres horas de tiempo en buscar el autor para darle la cita. Haz cuenta que lo dice Plutarco, u cualquiera otro autor de los tantos con quien tengas más devoción. Había en Atenas un célebre músico (sin duda que debía ser maestro de capilla), de cuyo nombre tampoco me acuerdo. Llámale Pitágoras, si te pareciere que es cuestión de nombre. Éste, para enseñar la música a sus discípulos según todos sus modos diferentes, dorio, lidio, mixtilidio, frigio, subfrigio, eolio, ¿qué hacía? Juntaba cuidadosamente las voces más desentonadas, más ásperas, más carraspeñas, más becerriles y más descompuestas de toda la república. Hacíalas cantar en presencia de sus escolares, encargando mucho a éstos que observasen cuidadosamente el chirrión desapacible de las unas, el taladrante chillido de las otras, el insufrible desentono de éstas y los intolerables galopeos, brincos, corcovos y corvetas de las otras. Vuelto después a sus discípulos, los decía con mucho cariño y apacibilidad: «Hijos, en haciendo todo lo contrario de lo que hacen éstos, cantaréis divinamente».

7. Paréceme que ya me has entendido lo que te quiero decir, pero si todavía no has caído en cuenta, no doy dos cuartos por tu entendimiento, y vamos a otra cosa; que no hemos de andar a mojicones, aunque digas que esta obra, a lo más, más es una desdichada novela, y que dista tanto del poema épico como la tierra del cielo.

8. Un poco más serio te pones para hacerme otra pregunta. Supuesto que hay tantos predicadores Gerundios, por desgracia de nuestros tiempos, con fray y sin él, con don y sin don, de capilla y de bonete, como yo mismo confieso, ¿qué motivo he tenido para pegar a mi Gerundio el fray más que el padre a secas o su don, sin otro turuleque? Es pregunta sustancial y pide seria satisfacción; vóytela a dar y óyeme con indiferencia, pero, antes de entrar en materia, escúchame este cuento. Fue cierto rector a no sé qué pesquisa a Colmenar el Viejo, lugar de veinte vecinos; examinolos a todos, y espetáronle una sarta de mentiras. Aturdido el rector, dijo al alcalde santiguándose: «¡Jesús! ¡Jesús! Aquí se miente tanto como en Madrid». Replicole el alcalde: «Perdóneme su mercé, que aunque en Colmenar se miente todo lo pusibre, pero en Madril se miente mucho más, porque hay más que mientan».

9. No me negarás que es mucho mayor el número de los predicadores que se honran con el nobilísimo, santísimo y venerabilísimo distintivo de fray, que el de los que se reconocen con el título de padre o con el epíteto de don. Para cada uno de éstos hay por lo menos veinte de aquéllos; porque las familias mendicantes no clericales (que todas le usan) y las monacales (que muchas le estilan, otras no) son sin comparación más numerosas que todas las religiones de clérigos regulares donde no se ha introducido. Los que en el clero secular ejercitan el ministerio de predicar, claro está que en el número no pueden compararse con los que ejercen el mismo ministerio en el estado religioso. Pues ahora, aunque en todas las demás profesiones y estados hay sin duda muchísimos Gerundios que predican mal, no hay ni puede haber tantos como en las otras. ¿Por qué? Porque en ellas son muchísimos más los que predican. De manera que toda la diferencia está en el número, y no en la sustancia. Siendo, pues, el fin único de esta obra desterrar del púlpito español los intolerables abusos que se han introducido en él, especialmente de un siglo a esta parte, parecía puesto en razón buscar el modelo donde son más frecuentes los originales, precisa y únicamente porque es más copioso el número de los predicadores.

10. Si hubieran de leer este prólogo no más que hombres discretos, bastaba lo dicho para que sobre este capítulo quedásemos todos en paz; pero como es naturalísimo que le lean también otros muchos que no lo sean tanto, es menester decirlos esto mismo de otra manera más de bulto.

11. Dime tú, bonísima criatura (ahora hablo por ahí con un labrador de pestorejo, hombre sano y que sabe leer casi de corrida), haz cuenta que para burlarme, y al mismo tiempo para corregir la desordenada pasión al tabaco de los segadores, la inclinación al vino de los coritos y la fantástica ventolera de los alojeros, se me antojase escribir la vida de un alojero ideal, de un corito ente de razón y de un segador imaginario. ¿No era naturalísimo que a mi hombre le hiciese, si era segador, gallego, montañés, si era alojero, y si era corito, asturiano? Se estaba cayendo de su peso. ¿Por qué? Porque, aunque es cierto que hay coritos, alojeros y segadores de todos los pueblos y naciones; pero respecto de las tres que he dicho, lo de todas las demás es un puñado de gente; y pedía esto la propiedad de la ficción. Ea, pues, aplica el símil y no me quiebres la cabeza.

12. Otra vez te vuelves a fruncir y me replicas con sobrecejo. ¡Pase el título de fray, pero el nombre de Gerundio, nombre ridículo, nombre bufón, nombre truhanesco! Eso parece que es hacer burla del estado religioso, y con especialidad de aquellos religiosos institutos que hacen tan honrada y tan gloriosa vanidad del epíteto de fray, porque no hay duda que lo burlón y lo estrafalario del nombre se refunde en el estado.

13. ¡Pecador de mí! ¡Y cómo se conoce que no sabes con quién tratas! Mira, si supiera yo que había en el mundo quien me excediese en la cordial, en la profunda, en la reverente veneración que profeso a todas las religiones que hay en la Iglesia de Dios, sin distinción de institutos, de colores ni de vestido; si llegara a entender que había quien me hiciese ventajas en abominar, en detestar, en hacer el más soberano desprecio de todos aquellos, sean de la clase que fueren, que toman con vilipendio el religiosísimo nombre de fray en su indigna, en su necia y en su presumida boca; si creyera que alguno pudiese dejarme atrás en lastimarme, en compadecerme de aquellos pobres infelices religiosos (hay algunos, por nuestra desdicha, de todos institutos y profesiones) que recíprocamente miran con menos amor, estimación y aprecio a los de otras familias, o porque no convengan en algunas opiniones, o por otros motivos puramente humanos y mundanales ajenos de aquel purísimo, nobilísimo o santísimo fin a que todos debieran aspirar en sus operaciones, según la peculiar y privativa profesión de cada uno: digo que si me persuadiera a que alguno me excedía en algo de esto, me tendría por hombre desgraciado y a quien le había tocado la triste suerte de nacer entre las heces de los cristianos y aun de los racionales.

14. ¿Te parece en Dios y en conciencia que quien mamó con la leche estos dictámenes, quien debió a Dios la gracia de que se los arraigase más y más en el alma una cristiana y honrada educación, quien se ha confirmado en las mismas máximas con alguna tal cual lectura de libros y con más que mediana experiencia de mundo: te parece, vuelvo a decir, que un hombre de este carácter pensaría en decir cosa que ni de mil y quinientas leguas pudiese desdorar al sagrado estado religioso? No es verisímil.

15. Ea, vamos serenos. Con efecto, la misma ridiculez del nombre y su misma inverisimilitud resguardan el respecto que se debe al estado, en lugar de ofenderle. Ella misma acredita que ni ha habido ni verisímilmente puede haber tal hombre en tal estado, y no sólo desvía el figurado agravio de la profesión, sino de las personas. Fingiéndose una que ni ha existido ni puede existir, sólo se da contra los defectos, sin lastimar a los individuos. Si alguno de ellos se hallare comprehendido en los que se notan, le aconsejo que calle su pico y tenga paciencia, pues lo mismo hacemos los pobres pecadores cuando desde el púlpito nos cardan la lana.

16. Y ya que te vas suavizando un poquitico, hablemos en confianza. ¿Hay por ventura en el mundo, ni aun en la Iglesia de Dios, estado alguno tan santo, tan serio ni tan elevado donde no se encuentren algunos individuos ridículos, exóticos y extravagantes? Las extravagancias y exotiqueces de los individuos, ¿son por ventura exotiqueces ni extravagancias del estado? Claro está que no. Y si algún satírico o algún cómico quiere corregirlas haciendo visible y como de bulto su ridiculez, ya en la sátira, ya en el teatro, ¿no se vale siempre de algún nombre fingido y por lo común estrafalario, para que ni aun la casualidad pueda hacer que recaiga la reprimenda sobre sujeto determinado? No tienes más que preguntárselo a Horacio, a Juvenal, a Boileau, a Terencio, a Molière y a muchos de nuestros cómicos.

17. Horacio, en cabeza de Tigelio, hombre que no había in rerum natura, corrige mil defectos muy frecuentes en los hombres de todos los estados, clases y condiciones. Juvenal se finge a no sé qué Póntico para dar en él, como en centeno verde, contra los nobles que hacen gran vanidad de su genealogía, y ninguna de imitar las virtudes y las hazañas de sus ilustres progenitores. Boileau, en la supuesta persona del poeta Damón, se burla con gracia de mil monadas que se usan en las cortes, de los raros fenómenos que en ellas se ven y de los artificios que se estilan. Pero si todavía se te antojare replicarme que éstos eran hombres reales y verdaderos que comían y bebían, ni más ni menos como comemos y bebemos los cristianos, ni por eso hemos de reñir; que yo en ciertos puntos de erudición y de crítica que importan un comino, soy el hombre más pacífico del mundo.

18. Pero dime, ¿ha habido hasta ahora en él alguno que se llamase Tartufa? Y con todo eso, el bellaco de Molière, en la más ruidosa de sus comedias, y no sé yo también si en la más útil, debajo de este ridículo nombre, da una carga cerrada a los hipócritas de todas profesiones, que los pone tamañitos. Y cierto que se le dará mucho de eso a San Francisco de Sales, ni a todos los que son verdaderamente virtuosos. ¿Has conocido alguno que en la pila del bautismo le pusiesen el nombre de Trisotín? Pues a la sombra de él sacude valientemente el polvo el referido autor, en la bella comedia de Las mujeres sabias, a todos los preciados de ingenios por cuatro equivoquillos de cajón y media docena de dichicos sin sustancia, con que espolvorean las conversaciones, acechando la más remota y muchas veces la más importuna ocasión para encajarlos. ¿Y qué cuidado le dará del tal Trisotín a don Francisco de Quevedo ni a los demás ingenios verdaderos? ¿Sabes que se haya paseado por esas calles algún marqués Mascarilla o algún vizconde Jodelet? Pues a Molière se le antojó despachar esos dos títulos, perdonándoles las lanzas y las medias anatas, a dos bufones, lacayos de dos marqueses verdaderos, para hacer una sangrienta pero bien merecida mofa de Las preciosas ridículas. Y en verdad que no tengo noticia de que por eso hayan perdido hasta ahora el sueño ni el marqués de Astorga ni el vizconde de Zolina. Finalmente, ¿no me dirás en qué pila de Segovia está bautizado el Gran Tacaño? Y, sin embargo, no he oído quejarse a ninguno de los originales, que representa esta copia, de que fuese denigrativa de su estado o profesión. Quedemos, pues, de acuerdo en que fray Gerundio a ningún estado ofende, y si perjudicare a alguno, seguramente no será por la regla que profesa, sino por los disparates que dice. Corríjalos, y seremos grandísimos amigos.

19. ¿Quieres acabar de persuadirte a esta verdad? ¿Quieres confesar, aunque te pese, que en esta obra no se ha podido proceder con mayor miramiento, ni con mayor circunspección, para guardar el decoro y el respeto que por todos títulos se debe a las sagradas familias? Pues haz no más que las reflexiones siguientes. Primera: con grande estudio se escogió el epíteto más genérico y más universal entre ellas, para que a ninguna determinadamente se pudiese aplicar con razón el individuo ideal de nuestra historia. Segunda: el mismo cuidado se puso en evitar escrupulosamente cuantas señas particulares podían convenir a unas más que a otras, entre aquéllas que se honran y se distinguen con el epíteto más común. Y aunque es cierto que en esta o en aquella pintura o descripción hay tal cual rasgo que no se puede adaptar a algunas, son realmente muy pocas respecto de las muchas a que son adaptables los retratos indiferentemente. Tercera y principalísima: nota bien que casi siempre que fray Gerundio o cualquiera otro religioso desbarra en algún sermón, plática, máxima o cosa tal, se le pone inmediatamente al lado otro sujeto del mismo paño, lana o estameña que le corrija, que le reprehenda, que le enseñe. Obsérvalo en fray Blas con el padre ex provincial, y en fray Gerundio con el maestro Prudencio, sin hablar ahora del provincial que con tanta solidez deshizo los disparates del lego cuando éste habló con tan poca reflexión al niño Gerundio. Esto, ¿qué quiere decir? Que si en el estado religioso se encuentra algún botarate, cosa que no es imposible, apenas se hallará tampoco, no digo religión, sino casa o comunidad tan reducida donde no haiga otros hombres verdaderamente sabios, doctos, ejemplares y prudentes, que lloren los desaciertos y que clamen contra ellos. Digo, ¿no es esto venerar las religiones y volver por su decoro?

20. Aun a los individuos particulares cuyas obras públicas se desaprueban se les guarda este respeto, siendo así que los que dan a luz sus producciones (es terminillo de moda) ya las hacen juris publici, las sujetan al examen y a la censura de todos, y cada pobrete puede decir con libertad lo que siente, dentro de los términos de la religión, de la urbanidad y de la modestia. Como no se toque a la persona del autor en el pelo de la ropa, que esto no es lícito sino cuando se trata de defender la religión, por el parentesco que ésta tiene con las costumbres; por lo que toca a la obra, cada uno puede repelarla, si hay motivo para ello, citándola con sus pelos y señales y llamando a juicio al padre que la engendró, con su nombre y apellido, dictados, campanillas y cascabeles. En medio de esta facultad que tienen todos por tácita concesión de los autores, en nuestra historia se observa una circunspección exquisita para que ninguno se dé justamente por ofendido. Censúranse en ella muchos sermones y no sermones de regulares y de no regulares, según las ocasiones que salen al encuentro, pero a ningún autor se nombra. Pónese el título del sermón, de la obra o de lo que fuere, dícese a lo más o se apunta la profesión genérica del autor, pero en llegando al instituto particular que profesa, y especialmente a su nombre, chitón, altísimo silencio. De manera que solamente los que hubieren leído las obras, y tuvieren presente sus autores, podrán saber sobre quien recae la conversación; los demás se quedarán en ayunas, y a lo sumo sabrán que un tal escribió otro tal o predicó otro cual, que no era para escribirse ni para predicarse. No cabe mayor precaución.

21. Sólo a uno se exceptúa de esta regla general. Éste es el Barbadiño, a quien se le quita el sagrado disfraz de que indignamente se vistió; se le arrancan las barbas postizas, que se pegó como vejete de entremés; y se le hace salir al público con su cara lampiña natural, o a lo menos barbihecha; con su peluquín blondo y redondo, u ovalado por lo menos; con su cuellivalona almidonada y de azul a la italiana; con su muceta de martas, terciada hacia la izquierda a lo de arcediano majo; con su cruz caballeral bien hendida de astas, que no hay más que pedir; con su roquete a puntas delicadas, que le podía traer un padre santo de Roma; con su bonetico cuadrado y mocho arrimado al pecho y sostenido con los dos dedos de la mano derecha tan pulidamente, que no parece sino que el hombre toma bonete como otros toman tabaco; con su librote de a marca empinado en la mesa y asido con la mano izquierda por la parte superior, que en cualquiera honrado facistol podría parecer con decencia; y finalmente con su tinterón en figura de brocal de pozo, y en medio una pluma torcida que remata en rabo de zorra por la mano zurda del penacho. Éste es el retrato del señor seudocapuchino que tengo en mi estudio para divertirme con él cuando me da la gana.

22. A este solo signor abate se le señala con el dedo, sacándole a lucir con todos sus dictados, bien que todavía se le perdona el nombre y el apellido, aunque se sabe muy bien cómo es su gracia y la pila en que se bautizó. Para esta excepción de nuestra regla general, hubo buenas y legítimas razones. ¿Por qué se había de perdonar a un hombre que a ninguno perdona? ¿Por qué se había de tener algún respeto a quien no le tiene a los mismos Santos Padres, Doctores y Lumbreras de la Iglesia? ¿Por qué se había de llevar la mano blanda con quien la lleva tan bronca y tan pesada con los maestros y príncipes de casi todas las facultades? ¿Quién había de tener paciencia para halagar, acariciar y quitar el sombrero con mucha cortesía al que no sabe tratar con ella sino a los Ensishmides, a los Scheuchzeros, a los Baudrandos, a los Strauchios, a los Beveregios, a los Krancios y a otros autores eiusdem farinae, pasándose con la gorra calada delante de los hombres de mayor veneración, que todos respetamos? Al reverendísimo, eruditísimo, sabio y discreto maestro y señor Feijoo le trata como pudiera a un monaguillo. Y es la gracia que, en aquellos puntos en que convienen los dos, no se vale el Barbadiño de otras razones que las que trae el maestro Feijoo, sin más diferencia que esforzarlas éste con hermosura, con nervio, con eficacia y con modestia, y dejarlas aquél al desgaire, a lo farfantón, desdeñoso y despreciativo.

23. Finalmente, ¿sería bueno que yo me anduviese ahora en ceremonias ni en cortesanías con un hombre que a todos los españoles nos trata de bárbaros y de ignorantes? Pues hasta que él vino al mundo, no sabíamos ni gramática, ni lógica, ni física, ni teología, ni jurisprudencia, ni cánones, ni medicina; y lo que es más, no sabíamos ni aun leer y escribir, ni aun las mismas mujeres sabían hilar, hasta que por caridad tomó de su cargo instruirnos a todos este enciclopedista, como él se llama, o este corrector universal del género humano, como le llamo yo. Perdóname, lector mío, que no te puedo servir en esto. Vínoseme a la pluma con ocasión oportuna o importuna, que de eso no disputo ahora; presentóseme con viveza a la imaginación el honor de la nación española y portuguesa, a las cuales igualmente aja, pisa, atropella y aniquila; irritome el entono, el orgullo y el desprecio con que trata a tanta gente honrada; fastidiome la intolerable satisfacción y despotiquez con que trincha, corta, raja, pronuncia, sentencia, define y vomita oráculos ex tripode, y no pudiéndome contener, esgrimí la maquera, y allá van provisionalmente esos cuantos espaldarazos, reservándome el derecho de meterle la daga tinteral hasta la guarnición, si alguna vez se me antoja tomar este asunto de propósito; porque, créeme, el hombre necesita de cura radical.

24. Quizá me dirás que eso absolutamente no te parece mal, pero que desearías que hubiese venido más a cuento, porque no parece sino que muy exprofesamente (úsase mucho este adverbio en esta tierra) le fui a sacar de alguno de los jardines de Roma, donde estaría el pobre divertido oyendo alguna buena serenata, sólo y precisamente para cantarle otras áreas que no le sonasen tan bien; que si él se hubiese venido por su pie, adelante; pero que traerle yo arrastrando por los cabellos o por las barbas, sobre ser mucha violencia, parece mala crianza. Amén de que no se hace verisímil que una obra tan culta, tan exquisita y tan rara (pues anda a sombra de tejado) como el Método de Barbadiño, se hallase en la celda de un joven tan simple, tan estrafalario y de tan mal gusto como se pinta a fray Gerundio. Y aquí te espiritarás de crítico, diciéndome que toda inverisimilitud en este género de obras es un pecadazo de a folio y de aquellos que no se permiten en este siglo ni en el futuro.

25. ¡Ahora te me andas con esos melindres! Mira, yo soy hombre sincero, y aunque sea contra mí, te he de confesar la verdad. Es cierto que desde que leí el tal dichoso Método (el cual, y quede esto dicho de paso, tiene tanto método como el Método de curar los sabañones, que compuso el otro barbero o cirujano latino de que se hace mención en esta obra. Ya va largo el paréntesis; cerrémosle): es cierto que desde que leí el tal dichoso Método, tuve un hipo metódico de zurrarle bien la badana, que no me podía remediar. Es igualmente cierto que dentro de la misma historia de nuestro fray Gerundio pude discurrir, buscar y disponer otro método mejor y más natural para zurrársela; pero dime, ¿estoy yo por ventura obligado a seguir siempre lo mejor? ¿Parécete que quien está reventando por vomitar tendrá flema para andar escogiendo entre rincones y para buscar aquél donde se exonere con más limpieza o con menos incomodidad? ¿Sería bueno que por tu delicadeza reformase yo ahora quince o veinte hojas de mi trabajadísima o trabajosísima historia, sólo por zurrar al señor Barbicastrón más metódicamente, más en solfa y más a compás? Anda, hombre, que no sabes lo mucho que esto cuesta a un pobre autor, y más si es tan poltrón como yo. Pero si, no obstante, te emberrinchas en que el baqueteo está fuera de su lugar, compongámonos, que yo no quiero pendencias. Desde luego me comprometo en el juicio de aquel alcalde a quien le fue a quejar una mujer de que su marido le había vareado muy bien las costillas lo más importunamente del mundo. «Declaro -dijo el juez- que los palos fueron nulos, y se le apercibe al marido que otra vez los dé con motivo, en tiempo y en sazón».

26. A lo otro que decías, de que no es verisímil que un hombre como Fray Gerundio tuviese en su poder una obra como el Método, y que la inverisimilitud es un crimen laesae proprietatis detestable, irremisible, imperdonable en este género de escritos, te digo que me hubieras puesto tamañito con esa decisión canónica; porque, al fin, aunque pecador y miserable, soy timorato y un tantico escrupuloso, si no tuviera el testimonio de mi buena conciencia. En cuanto a lo primero, yo no sé, para aquí y para delante de Dios, qué impedimento dirimente podía haber en el pobre fray Gerundio, para que no pudiese tener en su celda el Método del Barbadiño, ni más ni menos como podía tener las Coplas de Calaínos, el Romance de los Siete Infantes de Lara y la Historia de los Doce Pares. Si porque es libro de contrabando, antes por lo mismo debía de parar en él más que en otro, pues ya se sabe que los contrabandos se guardan donde menos se sospecha. Si por ser culto y exquisito, ciertamente que las cartas del metodista no son ni tan cultas como las del célebre monsieur de Peiresc, ni tan exquisitas como las del cardenal Antonio Perrenot, por otro nombre el cardenal Granvela, ni tan misteriosas y tan apetecidas como las de Antonio Pérez; y con todo eso, sé yo que muchas de las primeras pararon primero en las mochilas, y después en los fusiles, de algunos soldados salteadores que, juzgando ser otra cosa, se las hurtaron a un caballero de Leyden; gran porción de las segundas fue redimida del cautiverio de las boticas y de las especerías; y el tomo de las terceras se rescató de una taberna de la Maragatería, donde servía de cobertera a un pichel. Si no sabes qué es pichel, pregúntaselo a cualquiera maragato, que yo no quiero decírtelo porque no sepas tanto como yo. Así que no solamente es verdad que donde menos se piensa salta la liebre, sino que también salta el libro donde menos se imagina.

27. Pero, al fin, permitámoste de gracia que tenga alguna inverisimilitud el lance. ¿Es posible que has de ser tan inexorable conmigo, al mismo tiempo que callas y te muestras tan condescendiente con otros? ¿Parécete más verisímil que Sigismundo en la comedia del Alcázar del secreto, por el grande don Antonio de Solís, se arrojase al mar en las costas de Epiro y llegase a las de Chipre embarcado o sostenido sólo de su escudo, sino que éste fuese de corcho y Sigismundo de papel? ¿Parécente más virisímiles los oráculos que a cada paso interrumpen a nuestros representantes, adivinando lo que ellos iban a decir para que el suceso parezca misterioso? ¿Parécente más verisímiles aquellas voces que salen de la música tan a tiempo, que se adelantan a decir cantado aquello mismo que el cómico iba a pronunciar representado? ¿Parécente más verisímiles aquellos versos, pensamientos y conceptos en que prorrumpen dos representantes que a un mismo tiempo salen por diferentes puertas y sin verse ni oírse, lo mismísimo que dice el uno dice el otro, sin más diferencia que la material de las voces? En fin, si quieres una carga de estas inverisimilitudes, no tienes más que acudir a la insigne Poética de don Ignacio de Luzán, y allí encontrarás tantas que no podrás con ellas.

28. Y no te parezca por Dios que solos nuestros españoles son reos de lesa verisimilitud en sus composiciones cómicas y no cómicas. Ahí tienes entre los franceses a Molière, a Racine y, todavía como dicen chorreando tinta, a monsieur de Boissy en su celebrada comedia Les dehors trompeurs, ou L'homme du jour; no tienes más que leer ésta y casi todas las de los otros dos, y encontrarás a cada paso tantos lances inverisímiles que te hagas cruces, pareciéndote, y con razón, que muchos de aquellos sucesos solamente pudieron acontecer por arte de encantamiento. Y porque no me digas que el primero lo conoció así, pero que de propósito no lo quiso enmendar, burlándose con mucha sal de las escrupulosas reglas a que se quiere estrechar la composición cómica, y sentando por principio universal que la suprema y aun la única regla de todas era el arte de agradar al público, te presentaré, si me aprietas demasiado, al mismo mismísimo Cornelio, al soberano Cornelio, reconocido generalmente de todos, franceses y no franceses, por el grande reformador del teatro y por el genio más elevado de su siglo y de otros muchos, para pulir hasta la última perfección cualquiera pieza dramática. No obstante, ya sabrás (y si no, sábelo ahora) que contra este corifeo de la tragedia llovieron tantos escritos de sus mismos nacionales, ya fuese por emulación o ya por otro motivo, que le hubieran sofocado, si el mérito no fuese como el aceite, que al cabo nada sobre todo. Y aunque él se purgó plenamente de los otros defectillos que le suponían o le exageraban sus émulos y acusadores, en el capítulo de la inverisimilitud que oponían a muchos pasos de sus tragedias, agachó un si es no es la cabeza y sólo recurrió a los ejemplares de Séneca, Terencio, Plauto y otros padres maestros del teatro antiguo, que alguna vez se descuidaron en esto, y con cuatro gotas de agua lustral, exorcizada por algún sacerdote de Apolo según el rito poético, se juzgaban purificados de esta venialidad. Por tanto, lector mío (mira el cariño y la cortesía con que te hablo), suplícote con el sombrero en la mano que no quieras mostrarte tan severo conmigo sobre estas menudencias, melindres y delicadezas.

29. Otra cosa será si te pones un poco serio, ceñudo y entonado sobre el asunto sustancial de la obra. Confieso que sólo con imaginarte en esa figura de Minos y Radamento estoy ya tamañito, porque una cosa es que yo sea algo desembarazado de genio, y otra que no sea hombre pusilánime y meticuloso. ¿Qué sé yo si, mirándome con semblante torvo, feroz y truculento y jurándomelas por la laguna Estigia, te dispones a reñir, a reprehender, a detestar, a anatematizar mi atrevimiento, hablándome en esta ponderosa y gravisonante sustancia?

30. Bien está, mal clérigo insensato, atrevido y nada considerado. Supongamos que el púlpito esté en España, y también en otras partes, tan estragado y tan corrompido como da a entender esta maldita obra, perniciosa, detestable, abominable. Supongamos que en nuestra nación, y también en otras, haiga muchos predicadores Gerundios, indignos de ejercitar tan sagrado ministerio. Demos caso que esta corrupción, esta epidemia, esta peste (llámala así, si te pareciere) pidiese el más pronto, el más ejecutivo remedio. Dime, infeliz, ¿podía ofrecerse asunto más serio ni más grave para que le tratase una pluma docta, majestuosa, enérgica y vehemente? ¿Había materia más digna de manejarse con la mayor gravedad, con el mayor nervio, con un torrente arrebatado de razones y de autoridades, y con otro torrente de lágrimas no menos rápido y copioso en el celoso escritor? ¡Y una materia como ésta era para tratada como la tratas tú, sacerdote indigno! ¿Hay en el mundo licencia ni autoridad para juntar las cosas más bufonas, las más importantes con las más chocarreras? No la hay, no la hay, te clama un gentil juicioso para llenarte de confusión y de vergüenza, si fueras capaz de tenerla. Es cosa ridícula, es cosa risible, y yo añado que en la materia presente es cosa execrable, que casi casi se roza con sacrílega, juntar chufletas y chocarrerías con atrocidades, serpientes con plumas y tigres con corderos. Es vulgar el texto, mas no por eso es menos verdadero:


Sed non ut placidis coëant immitia, non ut
serpentes avibus geminentur, tigribus agni.



31. ¡Roma ardiendo y Nerón cantando! No pudo llegar a más la fiereza de aquel monstruo, aborto de la naturaleza humana. Tú le imitas, pues te pones a cantar cuando arde Troya y supones que se abrasa tu nación. ¡Bello modo de atajar el fuego! ¡Echar mano de la flauta y ponerte a tocar una gaita gallega!

32. Desde que se predicó en el mundo el Evangelio, hubo predicadores que abusaron de este oficio; y desde que hubo malos predicadores, hubo hombres celosos que declamaron contra ellos. Pero, ¡con qué seriedad! ¡Con qué peso! ¡Con qué vehemencia! Éste era un lugar muy oportuno para ir discurriendo de siglo en siglo hasta el nuestro por todos los Padres, Doctores y Autores de la Santa Iglesia, que levantaron el grito y manejaron la pluma contra los que en su tiempo corrompían la palabra de Dios y profanaban el Evangelio. Habiendo sido éste indisputablemente el verdadero origen de todos los errores, herejías y cismas que han afligido en todas las edades a nuestra Santísima Madre, manchándola, ajándola y despedazándola su túnica inconsútil, como expresamente lo dice y lo llora San Agustín en el segundo libro de la Doctrina cristiana: Corruptio Verbi Dei, viscera Ecclesiae disrumpit, et tunicam dilacerat. Discurre tú cuánto habrán declamado los Padres, los Doctores y los Concilios contra estos corruptores y profanadores de la Sagrada Escritura en la misma cátedra de la verdad, trono especial del Espíritu Santo, que sólo debe presidir, inspirar, encender, mover y hacer hablar en él. Fácil cosa me sería ponerte a la vista un largo catálogo de las vehementes invectivas que se han hecho contra esta profanísima profanidad en todos los siglos de la Iglesia, comenzando por el apóstol San Pablo y acabando en los autores más famosos del siglo pasado y del presente. Pero, ¿cuánto crecería éste tu prólogo? ¿Cuánto te detendría en esta conversación? Ni tú con la pluma, ni tus simples lectores con su necia curiosidad, llegaríais en un año a tu perniciosa historia.

33. Conténtome, pues, sólo con apuntártelo, y con preguntarte si tienes noticia de que alguno de los Santos Padres, Doctores y escritores sagrados hayan seguido el diabólico rumbo que tú sigues para corregir a los malos predicadores; si te has encontrado con alguno que se vistiese el botón gordo, con la caperuza y saco de bobo, y el látigo de vejigas en la mano, pues es el uniforme de los satíricos, para desterrar del mundo esta epidemia. Razones, textos, decisiones, cánones conciliares, constituciones apostólicas, edictos de santísimos y celosísimos prelados, censuras fulminadas, ayes, lamentaciones, lágrimas, súplicas, exclamaciones, amenazas, eso sí; de esto hallarás mucho, muchísimo, infinito y todo muy escogido en innumerables escritores que, ya de propósito, ya por incidencia, tratan este gravísimo punto. Pero, ¡chufletas! Pero, ¡bufonadas! Pero, ¡chocarrerías! ¿Dónde, dónde las has visto empleadas en esta materia, párroco atrevido y mal aconsejado? Voy, voy a dar contigo en todos los tribunales de la tierra para que te castiguen, para que te confundan, para que te aniquilen, y para que hagan en ti un ejemplar que sirva de escarmiento a los siglos venideros.

34. Mansuescat te Deus Pater, mansuescat te Deus Filius, et reliqua. De muy mal humor te levantaste esta mañana, severísimo lector de mi alma, y no tengo yo la culpa de que hubieses pasado mala noche por las indigestiones y crudezas de la cena. Yo cené poco, lo digerí presto, dormí bien y estoy como una lechuga. Por tanto, óyeme serenamente si gustares; y si no, tapa los ojos, que son las orejas por donde se oye a los autores.

35. Todo cuanto dices es así, y no hubieras perdido nada por habérmelo dicho con mayor templanza y con un poco más de urbanidad, siquiera por esta coronaza, que me abre de cuando en cuando mi barbero, molde de vaciar Sanchos Panzas. ¡Si tú le vieras! ¡Oh, si tú le vieras! Basta decirte que sus navajas no rapan tanto como sus dedos aforrados en piel de lija, y por yemas cabezas de cardo silvestre, aunque por otra parte no hay hombre más bueno en todo Campos. Pero esta digresión no viene al caso, y si no sirve para cortarte la cólera, por lo demás es un grande despropósito. Volvamos, pues, a nuestro asunto. Digo, pues, que tienes muchísima razón; que todos los que han tratado el asunto que yo trato, o ya adredemente, o ya porque les salió al camino, le trataron con la mayor gravedad, peso, circunspección, vehemencia y seriedad. Sólo un tal Erasmo de Rotterdam, cuyo nombre huele mejor a los humanistas que a los teólogos, en un libro latino que intituló Elogio de la locura, dijo mil gracias contra los malos predicadores de su tiempo; pero como su idea principal era hacer ridículas con esta ocasión a las sagradas religiones que entonces florecían, burlándose ya de sus trajes, ya de sus ceremonias, ya de sus usos, ya de sus costumbres, confundiendo inicua y perversamente el todo con la parte, el uso con el abuso y la vida ejemplar de millares de individuos con la menos ajustada de un puñado de defectuosos, el tal Elogio de la locura corrió poca fortuna, y sólo la tuvo, y aún la tiene el día de hoy, con los que por interesados merecen ser comprehendidos en el referido elogio. Fuera de este señor Desiderio Erasmo (que era su verdadero nombre y apellido), monaguillo, monje, ex monje, clérigo secular, rector, consejero, todo y nada; fuera de este perillán y otro autor modernísimo, venerando y muy circunstanciado, todos los demás trataron el punto que yo trato con toda la gravedad que vuestra merced pondera, y aún no la pondera mucho, señor lector y circunspectísimo dueño mío.

36. Pero y bien, ¿qué fruto sacaron todos estos gravísimos autores de sus truenos, relámpagos y rayos? ¿Atemorizaron a los malos predicadores? ¿Obligáronlos a abandonar el campo y a retirarse a sus celdas, aposentos, cuartos o casas, a lo menos mientras pasaba la tempestad, para estar a cubierto de ella? ¿Corrigiéronse los insufribles desórdenes del púlpito en España, Portugal, Francia, Italia, Alemania y todo el mundo? Si eso fuera así, no hubieran llovido escritos contra esta lamentable corrupción en estos dos últimos siglos. Ni Claudio Aquaviva y Juan Paulo Oliva, generales ambos de la Compañía, hubieran arrancado ayes tan profundos de lo más íntimo de su corazón, lastimándose de ella: aquél en una gravísima instrucción, y éste en una sentidísima y discretísima carta. Ni el elegante Nicolás Causino hubiera gastado tanto calor intelectual, oratorio y crítico en su vastísima obra de la Elocuencia sagrada. Ni don Cristóbal Soteri, abad de Santa Cruz en los estados de Venecia (si no estoy equivocado), hubiera dado a luz aquel librito de oro, Rudimenta oratoris christiani, que, a instancias suyas y para su particular instrucción, escribió cierto religioso docto, grave y erudito. Ni Antonio de Vieira, en su famoso sermón de la Sexagésima sobre el evangelio de Exiit qui seminat seminare semen suum, hubiera declamado con tanto ardor contra muchos predicadores que en su tiempo infestaban las almas y los oídos. Ni el célebre señor arzobispo de Cambrai, Francisco de Salignac de la Mota Fenelón, se hubiera fatigado en componer sus admirables Diálogos sobre la elocuencia en general, y sobre la elocuencia del púlpito en particular, en los cuales no sólo no perdona los que todo hombre de mediano entendimiento califica de disparates y despropósitos, sino que critiquiza sin piedad algunos sermones que, a primera vista, parecerían a muchos modelos de ingenio, de juicio y de elocuencia. Ni el padre Blas Gisbert hubiera dado a la luz su estimado libro, Elocuencia cristiana en la especulativa y en la práctica, que corre con tanta aceptación en las naciones, y en el cual descarga mortales golpes sobre todas las especies de malos predicadores. Y nota, para tu consuelo y para el nuestro, que todos los autores que he citado, a excepción de uno, son extranjeros: todos declaman contra la corrupción del púlpito en sus respectivos pueblos, no en los extraños. De donde inferirás que este pernicioso mal no es privativo de los españoles y de los portugueses, como quieren muchos, la mitad por ignorancia y la otra mitad por emulación.

37. Y después de todos estos escritos enérgicos, convincentes, graves, serios y majestuosos, ¿qué hemos sacado en limpio? Nada, o casi nada: los seudopredicadores, vont leur train, como dicen nuestros vecinos, o prosiguen su camino, como debemos decir nosotros; el mal cunde, la peste se dilata, y el estrago es cada día mayor. Pues ahora dime, lector avinagrado (que ya me canso de tratarte con tanta urbanidad), si la experiencia de todos los siglos ha acreditado que no alcanzan estos remedios narcóticos, emolientes y dulcificantes, ¿no pide la razón, y la caridad, que tentemos a ver cómo prueban los acres y los corrosivos? ¿Quieres introducir en la medicina intelectual, para curar las dolencias del espíritu (¡y tal dolencia como la que tenemos entre manos!) aquel bárbaro aforismo, a quien con tanta razón trata de aforismo exterminador el más famoso de nuestros modernos críticos: Omnia secundum rationem facienti, si non succedat secundum rationem, non est transeundum ad aliud, suppetente quod ab initio probaveris? El médico que cura fundado en razón, aunque el suceso no corresponda y aunque le sea contraria la experiencia, prosiga adelante, no mude de remedios; y si le murieren los enfermos, que los entierren, et fidelium animae per misericordiam Dei resquiescant in pace. ¿Parécete justo que en una materia de tanta importancia me acomode yo con tan bárbara doctrina? Vete a pasear, que no te puedo servir.

38. Antes quiero probar fortuna, y ver si soy en este asunto tan feliz como lo han sido muchos autores honrados en otros diferentes, persuadidos a la verdadera máxima de Horacio, de que


Ridiculum acri
fortius plerumque, et melius magnas secat res.



Esto es, que muchas veces, o las más, ha sido más poderoso para corregir las costumbres el medio festivo y chufletero de hacerlas ridículas, que el entonado y grave de convencerlas disonantes: echaron por este camino y lograron su intento con felicidad; y por lo mismo, dice un sabio académico de París, hizo Molière más fruto en Francia con sus Preciosas ridículas, con su Tartufa, con su Paisano caballero, con su Escuela de los maridos y de las mujeres y con su Enfermo imaginario, que cuantos libros se escribieron y cuantas declamaciones se gritaron contra los vicios, ya morales, ya intelectuales y ya políticos que se satirizaban en estas graciosas comedias. Todas las tropas unidas de los mayores y de los mejores filósofos modernos, contra los ingeniosos y específicos sueños de Renato Descartes, no le hicieron perder tanto terreno como el graciosísimo e ingeniosísimo Viaje al mundo de Descartes, escrito en francés por el padre Gabriel Daniel, y harto bien traducido en castellano. ¿Qué nos cansamos? Hasta que Miguel de Cervantes salió con su incomparable Historia de Don Quijote de la Mancha no se desterró de España el extravagante gusto a historias y aventuras romanescas, que embaucaban inutilísimamente a innumerables lectores, quitándoles el tiempo y el gusto para leer otros libros que los instruyesen, por más que las mejores plumas habían gritado contra esta rústica y grosera inclinación, hasta enronquecerse. Pues, ¿por qué no podré esperar yo que sea tan dichosa la Historia de fray Gerundio de Campazas como lo fue la de Don Quijote de la Mancha, y más siendo la materia de orden tan superior, y los inconvenientes que se pretenden desterrar de tanto mayor bulto, gravedad y peso?

39. Y ves aquí, lector mío (ahora vuelvo a acariciarte y a pasarte la mano por el cerro), que con esto queda servido el autor duende de cierto recientísimo papel que anda por ahí de tapadillo, a título de que se imprimió in partibus; y es su gracia La sabiduría y la locura en el púlpito de las monjas. Hacia el fin del prólogo (que casi es tan pesado como éste) refiere el autor, como de oídas, que «un obispo de Francia, viendo inutilizadas las prohibiciones de cincuenta o sesenta predicadores que deshonraban en el púlpito el ministerio de la palabra de Dios, creyó que debía probar si sería más útil ridiculizarlos, que emplear la autoridad severa. Compuso, dicen, un sermón lleno de conceptos, del que nuestros predicadores del número se holgarían ser los autores. El texto que puso fue: Sicut unguentum quod descendit a capite in barbam, barbam Aaron. Luego que pareció este sermón, y al día siguiente, no tenía el librero un ejemplar. Más de cuarenta reimpresiones que se han hecho de él han tenido el mismo despacho. Pero lo mejor que tiene es que ha desterrado del púlpito los conceptos; si por descuido a algún orador se le desliza alguno, basta para que le digan que ha predicado en el gusto de sicut unguentum... Este medio me parece el más eficaz y el más pronto».

40. Tiene vuestra reverendísima muchísima razón, reverendo padre mío. (Hablo con el autor de este papel, a quien conozco como a los dedos de las manos, y sé muy bien que tiene tanto de español como yo de francés, por más que quiera honrarnos con hacerse nuestro nacional, honor que le estimamos sin envidiarle demasiado). Digo que vuestra reverendísima tiene en esto tanta razón como en el religioso celo con que tomó la pluma para corregirnos; no menos en los dos disparatadísimos sermones de autores españoles que coteja con otros dos verdaderamente sólidos y buenos de un célebre autor francés, que en la primera parte de su prólogo; pues aunque esté tomada de lugares comunes y se componga de reflexiones trivialísimas, al fin ellas son muy verdaderas y nada pierden por manoseadas.

41. Así la tuviera vuestra reverendísima en la poquísima merced que nos hace a todos los españoles en general, y en lo mucho que ofende en particular al respetable gremio de los predicadores del rey, singularizando entre ellos a los predicadores del número. Es un gusto ver cómo desde la página 26 comienza vuestra reverendísima a esgrimir tajos y reveses contra todos nuestros predicadores, a diestro y a siniestro, en montón, indefinidamente, y caiga quien cayere. «Ha un siglo -dice vuestra reverendísima- que nos faltan los predicadores. En vez de predicadores, tenemos rábulas, charlatanes, papagayos, delirantes, vocingleros». Esto sí que es ser hombre denodado: acometer valerosamente al todo y no andarse ahora en escaramuzas con partidas y destacamentos. La pequeña guerra es buena para generales raposas, tretillas y pusilánimes; los Alejandros de la pluma van a atacar al enemigo cara a cara y donde está el grueso del ejército. No hay que cansarse: los Barcias, los Castejones, los Bermúdez, los Gallos y otra larguísima lista de vivos y sanos, que podía añadir, «son unos rábulas, unos charlatanes, unos papagayos, delirantes y vocingleros», y pueden aprender otro oficio, porque al fin «ha un siglo que nos faltan los predicadores».

42. «No hay que admirarnos, pues -prosigue vuestra reverendísima en las páginas 27 y 28 de su discreto, urbano y caritativo prólogo-, de que entre nosotros no haya predicadores que hagan conversiones; porque no los hay que formen el proyecto de hacerlas, y aun ellos se admirarían si vieran que alguno se convertía, porque nunca pensaron en intentarlo». Acabáramos con ello, y viva vuestra reverendísima mil años, porque nos abre los ojos que hasta aquí teníamos todos lastimosamente cerrados, o por lo menos cubiertos de cataratas. Pensábamos nosotros que dentro de nuestro siglo, y en nuestros mismos días, los infatigables Garceses, los austerísimos y celosísimos Hernandeces (dominicanos), los apostólicos Dutaris y Calatayudes (jesuitas), los ilustrísimos Goiris y los señores Aldaos, Gonzaleces y Michelenas (del clero secular) habían hecho y estaban haciendo muchas y muy portentosas conversiones. Imaginábamos que éste era el «único proyecto que se formaban» en las continuas excursiones apostólicas, con que corren incansablemente unos por todo el reino de España, y otros por determinados reinos y provincias de la monarquía. Creíamos que los imitaban en lo mismo otros innumerables misioneros, no de tanto nombre pero de no inferior celo y espíritu, que andan casi perpetuamente santificando, ya estos ya aquellos pueblos de nuestra Península. A lo menos teníamos el consuelo de pensar que el número sin número de los predicadores evangélicos, que en tiempo de Cuaresma declaran sangrienta guerra a la ignorancia y al vicio, yéndolos a atacar dentro de sus mismas trincheras, «ni formaban otro proyecto ni tenían otro intento» que el de la conversión de las almas, y que, «lejos de admirarse ellos mismos si convirtiesen alguna», se admirarían con más razón si no convirtiesen muchas; pues aunque entre estos últimos, por nuestra desgracia, haiga algunos, o sean también muchos, que, o no se propongan este fin, o no acierten con los medios, no se puede negar que los más, ni tienen otro intento, ni se pueden valer de medios más oportunos, atento el genio de la nación y circunstancias del auditorio. Esto creíamos nosotros, pero gracias a vuestra reverendísima que nos quita la ilusión (¡bella frase para el castellano que gasta vuestra reverendísima!). Ni los primeros, ni los segundos, ni los terceros han «formado ese proyecto, ni nunca pensaron en intentarlo, porque entre nosotros no hay predicadores que hagan conversiones ni piensen nunca en hacerlas». Vamos claros: ¿en qué medallón del emperador Caracala estaba distraído vuestra reverencia cuando estampó una proposición tan escandalosa y tan injuriosa a toda nuestra nación? Pero lo más gracioso, y acaso sin ejemplo, es el ser mendigada, no sólo la sentencia, sino es la frase y casi todo el prólogo del libro que escribió en el idioma del autor, intitulado Verdadero método de predicar según el espíritu del Evangelio, el ilustrísimo señor Luis Abelly, obispo de Rodas; y porque se haga creíble tamaña galantería, doy la cata: «No debe, pues, causar admiración haya tan pocos predicadores que conviertan, habiendo tan pocos que formen tan importante designio; antes bien hay muchos que justamente se admiraran, y mucho (como dice un buen espíritu), si se les mostrase alguno que se hubiese convertido por sus sermones, pues ellos nunca pensaron en tal cosa». Hállase a la letra al capítulo 7, página 28 de la traducción publicada en Madrid por el padre maestro Medrano, dominicano, año de 1724. No para aquí lo más fino de la superchería, sino es que, así por algunos pasajes que claramente hablan con los franceses en particular, como por ser el autor francés, se reconoce ser dirigida la obra y la referida sentencia a ellos y a sus malos predicadores; y su reverendísima la rebota con un candor que edifica en invectiva contra los nuestros y apología por los suyos. ¿Cabe más valentía? ¿Cabe plagio más descarado ni más ratero?

43. Pero ya parece que achica vuestra reverendísima la voz en la página 31, cuando tácitamente confiesa que algunos de nuestros misioneros predican con este intento, mas yerran miserablemente los medios, y aún más lastimosamente se engañan en las señales por donde regulan el fruto de sus misiones. «Quedan después muy pagados de su fervor -dice vuestra reverendísima- porque gritó, con ellos y como ellos, el pueblo en sus actos de contrición; porque se asustó la vieja, malparió la embarazada, se desmayó de susto la doncella; porque comulgaron dos o tres mil personas. Pero, ¿advierten que de éstas no se convierten dos a nueva vida? ¿Por qué? Porque como no quedó ganado, sino atemorizado del grito, el corazón, se arrojó al tribunal de la penitencia sin propósito meditado... y endureciéndose más y más en la culpa por falta de este propósito, se aleja y se desvía de la verdadera conversión; que es cuanto el diablo desea, pues de estas misiones saca un sinnúmero de sacrilegios y un renuevo de sus cadenas en los miserables pecadores, que se llevaron de los aullidos sin penitencia interior del alma».

44. Padre reverendísimo, no sé yo que haya misionero de nombre en España, ni predicador de juicio, que no esté bien persuadido a que ni los gritos del auditorio, ni el susto de la vieja, ni el aborto de la embarazada (que no hacía falta este verbigracia), ni el desmayo de la doncella, ni la comunión de tres mil personas, ni aun de treinta mil, como ya se ha visto más de una vez, sean señales infalibles de una conversión verdadera. Saben muy bien que son señales equívocas; pero al fin son señales, si no de que se convierten todos, a lo menos de que les hace fuerza lo que oyen. La moción no está muy distante de la conmoción, según aquella sentencia del Espíritu Santo: Ubi spiritus, ibi commotio. Y en verdad que a San Juan Crisóstomo no le parecían mal las demostraciones exteriores de su pueblo antioqueno, cuando lloraba si el santo lloraba, clamaba si clamaba el santo, y se derretía en ternura si el santo se derretía. Apenas leerá vuestra reverendísima homilía alguna de este elocuentísimo padre donde no encuentre expresiones del consuelo y de la santa complacencia que esto le causaba. «En los sermones de San Vicente Ferrer -dice el historiador de su vida-, todo el auditorio era lágrimas, gritos, alaridos, desmayos, accidentes». Y si por español le descarta vuestra reverendísima, oiga lo que dice el padre Croiset, que sabe vuestra reverendísima que no lo es, en la vida del mismo santo, que se lee el día 5 de abril en su célebre Año cristiano:

45. «Predicaba con tanta fuerza y con tanto celo, que llenaba de terror aun los corazones más insensibles. Predicando en Tolosa (note vuestra reverendísima que no fue en Labajos, ni en algún pueblo de España) sobre el Juicio Universal, todo el auditorio comenzó a estremecerse con una especie de temblor, semejante al que causa el frío a la entrada de una furiosa calentura. Muchas veces le obligaban a interrumpir el sermón los llantos y los alaridos de sus oyentes, viéndose el santo precisado a callar por largo rato y a mezclar sus lágrimas con las del auditorio. En no pocas ocasiones, predicando, ya en las plazas públicas, ya en campaña rasa, se veían quedar muchas personas inmobles y pasmadas, como si fueran estatuas». Y ahora dígame vuestra reverendísima, ¿parécele en puridad que al santo le sonarían mal estas demostraciones exteriores, erupciones casi precisas de la conmoción interior del corazón?

46. «¡Oh, señor, que en las misiones se comete un sinnúmero de sacrilegios!» Pase, aunque sea a trágala perra, el sinnúmero. Pero, ¿juzga vuestra reverendísima que se cometen pocos en el tiempo de la confesión y de la comunión pascual, a que es preciso se sujete todo católico, so pena de tablillas y algo más? ¿Cree buenamente vuestra reverendísima que dejarán de cometerse algunos en los jubileos más célebres? ¿Y será bueno que por eso no sepan cuál es su alegría derecha aquellos celosos párrocos, que tanto se regocijan en el Señor cuando ven que han cumplido con la Iglesia todos sus feligreses? ¿Será bueno que vuestra reverendísima se ría del espiritual consuelo que siente todo hombre de mediano celo y amor a la religión, cuando ve un número sin número de confesiones y de comuniones en los jubileos plenísimos? ¿Será bien parecido que vuestra reverendísima asiente con la mayor rotundidad que eso es «cuanto el diablo desea», que todos confiesen y comulguen, así en el precepto pascual como en los grandes jubileos, «pues de esto saca un sinnúmero de sacrilegios»? Mi padre, como se llama, otra vez váyase vuestra reverendísima con más tiento en esas proposiciones tan universales y tan odiosas, pesando un poco más las razones con que pretende probarlas; y créame que por estar de prisa y de pura lástima, no me detengo en acribar otras clausulillas del tal donoso parrafito, en que se asoman unos granzones de mala calidad.

47. Pero, ¿cómo quiere vuestra reverendísima que en Dios y en conciencia le disimule todo este montón de proposiciones injuriosísimas, por ser tan universales, que se siguen? Página 28: «También una vieja que chochea habla, habla un delirante, y un papagayo habla. ¿Y son predicadores éstos? Sí, como nuestros predicadores..., que no son más que unos habladores, y nada más». Página 32: «Pues digo a nuestros predicadores panegiristas que no saben, que no pueden predicar de San José, de San Benito, de San Bernardo, etcétera, sin decir herejías». Página 34: «¿Puede darse libertad, ni más osada ni más común, que la de nuestros predicadores, que ponen los santos, que panegirizan, siempre superiores a todos los del Antiguo y Nuevo Testamento?» Página 43: «Nuestros predicadores juntan, como en otro tiempo Pablo en las plazas de Atenas, un auditorio ocioso, que no se propone otro fin que el de oír algo de nuevo». Página 53: «En una librería de Holanda había un gran número de volúmenes españoles: eran unos sermones impresos de nuestros grandes predicadores, cuidadosamente recogidos, y respaldado cada tomo con una inscripción que con letras doradas decía: Dialéctica elocuencia de los salvajes de Europa».

48. Basta, que ya no hay paciencia para más. ¡Conque nuestros predicadores son unos delirantes, unos papagayos, unos habladores, y nada más! ¡Conque nuestros predicadores panegiristas no saben predicar de los santos sin decir herejías! ¡Conque nuestros predicadores son unos charlatanes que convocan un auditorio ocioso, «como en otro tiempo Pablo en las plazas de Atenas»! (¡Pobre Apóstol! ¡Y qué bien te ponen!) ¡Conque nuestros grandes predicadores son los salvajes de Europa! ¡Y para que compremos el papelejo donde esto se estampó a hurtadillas, nos despachan por el correo a todas partes papeletas impresas, en que se especifica el lugar de la impresión y las librerías extranjeras donde nos regalarán por nuestro dinero con estas donosuras! ¡Y el autor de ellas, que tanto nos honra, quizá estará comiendo sueldo de España! Como el gran Bruzen de la Martinière que, en su Diccionario geográfico, habló de nosotros con tal descuido, ignorancia y poca estimación, que parece se lo pagaron nuestros enemigos.

49. Iba a exaltarme el atrabilis, pero la eché una losa encima, porque estos negocios mejor se tratan con flema. Ora bien, reverendísimo mío, no se puede negar que entre nuestros predicadores hay algunos, hay muchos que son todo lo que vuestra reverendísima dice, y algo más, si pudiera ser. Pero, ¿lo son todos nuestros predicadores? Que eso quiere decir una proposición tan indefinida. ¿Y lo son solamente nuestros predicadores? Eso da a entender vuestra reverendísima, cuando en la página 40 nos propone el ejemplo de «nuestros vecinos (los predicadores franceses), que como fieles canes ladran contra los lobos, los apartan así de sus hatos, hacen constantemente la guerra la más viva al vicio», etcétera. Y después comienza vuestra reverendísima a decir por contraposición lo que pasa. «Aquí en nuestra España... los predicadores, mudos contra el vicio, le dejan que se arraigue, que se extienda, que se multiplique».

50. ¡Válgame Dios! ¡Y qué flaco de memoria debe de ser vuestra reverendísima! Pues, ¿no nos acaba de contar aquel cuentecito (y con una gracia que encanta) de aquel señor obispo de Francia, que quitó la licencia de predicar «a cincuenta o sesenta predicadores»; y viendo que esto no alcanzaba, estampó aquel sermón burlesco, que se reimprimió más de cuarenta veces, sobre el texto de sicut unguentum, que, al leer la sal con que vuestra reverencia le refiere, se nos derrite la risa por las barbas? ¿Y esos cincuenta o sesenta predicadores «nuestros vecinos» (dentro de una misma diócesis, como es preciso suponerlo, para que estuviesen sujetos a la jurisdicción del tal señor obispo), serían «unos canes fieles que ladraban contra los lobos, y los apartaban de sus hatos»? ¿Y no podrían contarse también entre los «salvajes de Europa»? Pues ahora regule vuestra reverendísima no más que a razón de cincuenta, o sesenta, predicadores «de las barbas de Aarón», por cada uno de los ciento y seis obispados que contiene el reino de Francia, y eche no más que cien predicadores de la misma estofa a cada uno de los diez y ocho arzobispados que cuenta en sus dominios; hallará vuestra reverendísima un cuerpo de siete mil ochocientos «salvajes de nuestros vecinos», que no es mal socorro para reforzar el ejército de los «salvajes de Europa». ¿Qué digo? Harto será que las tropas auxiliares no excedan el todo de las principales.

51. Mi reverendo padre, no nos alucinemos. Ninguno de los vicios que vuestra reverendísima nota en nuestros predicadores, dejaron de notar en los predicadores nuestros vecinos el señor Salignac y los padres Causino y Gisbert, en las obras que escribieron para corregir los abusos del púlpito, precisamente en sus paisanos; porque ellos no se metieron con otros, singularmente el primero y el último. Si esto valiera la pena (tampoco es maluca frase para el gusto de vuestra reverencia y el de otros camaradas), fácil cosa me sería hacer la demostración ad oculum; pero me fastidia detenerme tanto en su prólogo, que ya me tiene hasta las cejas. Y sería yo bien recibido en Francia, si, fingiéndome francés y aprovechándome de lo que los mismos franceses declaman contra sus malos predicadores, diese a luz un folleto, o llámese libelo, en que a rapa terrón gritase: «Nuestros predicadores son unos rábulas. Nuestros predicadores son unos charlatanes. Nuestros predicadores son unos papayagos. Nuestros predicadores son unos vocingleros. Nuestros predicadores no hacen conversiones. Nuestros predicadores no forman tal proyecto. Nuestros predicadores quedan muy pagados de su fervor, porque se asustó la vieja, y malparió la embarazada. Nuestros predicadores son unos habladores, y nada más. Nuestros predicadores panegiristas no saben predicar de los santos sino herejías. Nuestros grandes predicadores son los salvajes de Europa».

52. Si yo publicase en Francia, dándome por autoridad propia el derecho de naturalidad, un librejo atestado de estas lindezas, ¿no llovieran con razón más decretos de todos los parlamentos, de fuego contra el librejo y de prisión contra mí, que han llovido algunos años a esta parte contra los curas, sobre el negocio que sabe vuestra reverendísima? ¿No me pelarían justísimamente las barbas, y me gritarían todos, hombres, mujeres y niños, al coquin, al faquin, al maraud, que hace una injusticia si criante a todos los grandes predicadores que ha tenido la Francia, y que cada día están saliendo de su seno, sólo porque deshonran su púlpito un puñado de fatuos y de mentecatos? ¿No me darían en los bigotes con los Bourdaloues, con los La Colombières, con los Fleurys, con los Fléchieres, con los Segauds, con los Massillones, con los Bretonneaus, y con un inmenso catálogo de oradores verdaderamente apostólicos, celosos, elocuentes, rápidos, evangélicos, sólidos, sublimes, modelos originales? ¿Y no me reconvendrían también con que no necesitaba la Francia de que un francés postizo se viniese a entrometer para corregir los defectos de sus compatriotas, pues ya tenía ella hijos verdaderos suyos, que lo tomasen de su cuenta con mucha más gracia y con mayor juicio? Señor padre, estamos en el mismo caso, y suplico a vuestra reverendísima que me excuse la aplicación.

53. Como soy cristiano, que ya quisiera dejarlo, porque me voy abochornando y no me puede hacer provecho para la digestión. Pero formo escrúpulo de no decir una palabrita sobre cierta digresión, la más impertinente del mundo para el intento, que hace vuestra reverendísima en la página 50. «¡Y con todo, predicando así -dice vuestra reverendísima-, han llegado varios religiosos a la mitra! ¡Como si las mitras fueran para cabezas escondidas en las capuchas! ¿Continuaremos en tener a los extranjeros persuadidos por nuestra culpa a esto? Como no están acostumbrados a ver que fuera de España obispen los frailes, cuando leen en las gacetas que el rey de España ha dado un obispado a un religioso, creen que por falta de eclesiásticos obispales se ve el rey precisado a echar mano de los religiosos, pues no tiene quien pueda ni merezca ser obispo entre los bonetes».

54. Que se engaste este parrafito en piedras preciosas de a dos en quintal. Mientras tanto voy a sonarme las narices, porque me baja la fluxión, y lo pide la materia. Mire, padre, ninguno puede hablar con más imparcialidad que yo en este asunto; porque ha de saber su reverendísima que yo soy un pobre bonete, no tengo «metida la cabeza en la capucha», y no puedo ser obispo. ¿A qué cura de San Pedro de Villagarcía se le ha sentado jamás la mitra, no digo en la cabeza, pero ni aun en la fantasía? Lo más más que tuvimos aquí fue un doctor por Sigüenza, o cosa tal, que llegó a ser comisario del Santo Oficio, y estuvo la villa para sacarle un vítor pintado con almagre, lo que se dejó porque no alcanzaban los propios para los gastos. A mí me graduó la Universidad de Valladolid de bachiller, y casi soy un fenómeno. Cuando me oyen decir que fui opositor a cátedras (si alguna vez lo digo) se santigua el concejo, y más de dos preguntan si las cátedras son cosa de comer. ¡Considere vuestra reverendísima si con estos dictados serán humildes mis pensamientos y si podré pensar en mitra! Con una prebendica de 700 o de 800 ducados no me trocaría por un patriarca. Y dígaselo así vuestra reverendísima de mi parte al rey y al señor confesor, que como los dos quieran, está hecha la cosa; pues por lo que toca a mí, allá va anticipada la aceptación.

55. Esto supuesto, ¿no me dirá vuestra reverendísima en qué pensaba cuando se atrevió a escribir la primera cláusula de tal donoso parrafillo? «¡Y con todo, predicando así, han llegado varios religiosos a la mitra!» Esto es, han llegado a la mitra varios «rábulas, charlatanes, papagayos, habladores, delirantes, predicadores de herejías, salvajes de la Europa», porque al fin éstos son los «que predican así». A éstos ha consultado la Cámara de Castilla para obispos; se han conformado con la consulta los señores y padres confesores, y el rey los ha nombrado para la mitra. Saque vuestra reverendísima las consecuencias que se siguen de esto, que yo estoy algo de prisa, y me está llamando la cláusula que viene después: «¡Como si las mitras fueran para cabezas escondidas en las capuchas!» ¡Hay tal! ¡Conque ni las mitras son para cabezas escondidas en las capuchas, ni las cabezas escondidas en las capuchas son para las mitras! Pues mucho menos serán para el sombrero rojo (capelo le llama el italiano), y muchísimo menos para la tiara. ¿Y tiene vuestra reverendísima bien contadas las cabezas que desde la capucha salieron para el capelo, y desde el capelo se cubrieron con la tiara, sin contar las muchas otras a las cuales encajaron la tiara casi casi encima de la capucha? ¿Ha leído vuestra reverendísima algo de la historia eclesiástica? Me temo que solamente ha oído hay en el mundo una cosa que se llama así; porque si la hubiera no más que saludado, sabría que por casi doscientos años (otros dicen trescientos) apenas salió la tiara de la capucha benedictina del célebre Monte Casino. Pero, ¡qué capuchas! Pero, ¡qué tiaras!

56. ¿Y las mitras de Francia nunca «se hicieron para cabezas metidas en las capuchas»? ¡Pobre español pegote! ¡Y qué poco sabe su historia! (También esta frase es favorita de vuestra reverendísima). ¿Ignora vuestra reverendísima que por más de tres siglos apenas hubo obispo en Francia que no hubiese salido de los célebres monasterios de Lérins, Pontigny, Tours, Fuente-Juan, Chalis, Mon-Marre, Isla-Barba, Brou y otros innumerables, así de benedictinos como de cistercienses, por no contar a Cluni ni al Cister, que en los siglos decimotercio y decimocuarto se llamaban les pépinières des evêques, como si dijéramos el plantío de los obispos? ¿Nunca leyó en su historia que en el siglo duodécimo era ya como cosa asentada que para las mitras vacantes se habían de proponer en la junta del clero y del pueblo a los abades del Cister, cuya orden florecía entonces con el mayor rigor de la más exacta observancia? ¿No reparó en ella el grande embarazo en que se halló la clerecía y la ciudad de Bourges en la muerte de su arzobispo Enrique de Sully, porque «florecía entonces el orden cisterciense en tantos sujetos insignes que esta misma multitud embarazaba la elección del clero»: palabras con que se explica la historia, como que era preciso que la elección recayese en sujeto de aquella orden? Dígame, padre español neófito, los Martines, los Guillermos, los Lubines, los Euquerios, y otro número sin número de mitras francesas, canonizadas y no canonizadas, ¿fueron cabezas metidas en los bonetes, o en las capuchas?

57. Dice vuestra reverendísima: «Que como los extranjeros no están acostumbrados a ver que fuera de España obispen los frailes, cuando leen en las gacetas que el rey de España ha dado un obispado a un religioso, creen que por falta de eclesiásticos obispales se ve el rey precisado a echar mano de los religiosos». ¡Conque los extranjeros no están acostumbrados a ver que fuera de España obispen los frailes! ¡Conque en Italia no hay frailes obispos! ¡Ni en Alemania hay obispos frailes o religiosos! Déjelo, padre, por amor de Dios. Antes que vuestra reverendísima diese a luz esta proposición, ¿no le hubiera sido mejor y más fácil averiguar si había en estos tiempos en Alemania y en Italia algunos frailes vestidos de obispos, que gastar el calor natural en inquirir si, dos mil o tres mil años ha, los niños y las niñas de los gentiles se vestían de diosecicos y diosecicas de devoción, así como se visten ahora de frailicos y monjicas de devoción muchos niños y niñas de los cristianos? Curiosa noticia, que debemos a la infatigable laboriosidad de vuestra reverendísima, pero que nos hacía poca falta, y a vuestra reverendísima le hacía mucha saber que los extranjeros están muy acostumbrados a ver fuera de España muchos frailes vestidos de obispos, y muchos obispos vestidos de frailes.

58. Finalmente, vamos a la raíz y abreviemos el camino. Es cierto, padre mío, que en el primer siglo de la institución o de la fundación de los monjes, las cabezas metidas en las capuchas (si es que tenían capuchas en que meterse las cabezas de aquellos primeros monjes) no sólo no se hicieron para las mitras, pero ni aun para las coronas; porque aquellos monjes primitivos, por regla general, ni recibían ni querían recibir los órdenes sagrados. Tan legos eran todos como la madre que los parió, salvo tal cual que, después de ordenado in sacris, se retiraba a la vida monacal. Y no era esto porque no hubiese entre ellos muchísimos hombres tan eminentes en sabiduría como en virtud, sino porque su profunda humildad los desviaba de aquel altísimo estado. Si vuestra reverendísima quiere instruirse a fondo en la materia, no tiene más que leer al padre Mabillon. Esto era en el primer siglo del instituto y de la profesión monacal.

59. Pero después que el papa Siricio, por los años de 390, consideró despacio los grandes bienes de que se privaba la Iglesia de Dios, y las grandes ventajas que podía sacar de que los monjes graves, circunspectos, ejemplares y sabios fuesen promovidos no sólo a todos los órdenes, sino a todos los oficios y beneficios de la Santa Iglesia; después que reflexionó a que no era razón que el bien particular, que los representaba a ellos su humildad, prevaleciese al bien común; y finalmente, después que, en virtud de estas consideraciones, en la famosa carta que escribió a Himerio, obispo de Tarragona, en el capítulo 13 le dice que no sólo ordene, sino que eleve a todos los oficios y beneficios eclesiásticos a los monjes que sobresalieron en gravedad, doctrina, pureza de la fe y en santidad. Monactin quo que, quos tamen morum gravitas, et vitae ac fidei institutio sancta commendat, clericorum officiis aggregari; es gusto ver la prisa que se dieron los obispos, los pueblos, los emperadores y los mismos papas a turbar, por decirlo así, la santa quietud de los desiertos, y a arrancar de ellos a los extáticos cenobitas, para colocarlos en las primeras dignidades, pareciéndoles muy justo que los que habían santificado primero el claustro y la soledad fuesen a santificar después a los poblados y al mundo. Desde entonces y por muchos siglos después, apenas se vieron más que monjes en las primeras sillas de la Iglesia Universal, tanto en Oriente como en Occidente. Vea ahora vuestra paternidad muy reverenda «si las mitras se hicieron para cabezas metidas en las capuchas».

60. Conclusión.-Suplícasele, pues, a vuestra reverendísima con el mayor rendimiento, que otra vez no se meta en lo que no entiende; que haga más justicia (ya que no quiera hacerla merced) a la nación española; que cuando intente corregir abusos, hable con menos universalidad; que trate con mayor respeto las resoluciones del rey, el dictamen de sus prudentes confesores, y el parecer de sus sabios ministros; y en fin, que no eche en olvido aquel refrancito español: «Quien tiene tejado de vidrio, no tire piedras al de su vecino».

61. Mas para que vuestra reverendísima conozca que procedo de buena fe y que no choco porque tengo gana de chocar, le digo ingenuamente que, como se hubiese contentado con la primera parte de su prólogo coracero; con haber contraído un poco más la segunda, sin meterse en el delicado punto de obispados (que ya pica en antigua historia); con no haber salpicado a todos los predicadores del rey, singularmente a los del número; y con haber hecho su paralelo de los dos sermones, franceses y castellanos, aunque fuese con los paréntesis y glosas en romance esguízaro que añade a estos últimos, no hubiéramos reñido. Le hubiera abandonado a vuestra reverendísima los dos sermones, con sus dos predicadores, y aunque fuesen otros dos mil como ellos, sin que hubiésemos sacado las espadas. Porque al fin vuestra reverendísima tiene muchísima razón en todo lo que dice de los tales dos sermones, y de todos los demás que sean tales como los susodichos. Convengo en eso, y por lo mismo esgrimo la pluma en este escrito, para ver si los puedo desterrar no sólo de España, sino de todo el mundo; porque, más o menos, en todo el mundo hay orates con el nombre de oradores. Si el ungüento de la barba de Aarón sanó en Francia a tantos predicadores relajados, como dice vuestra reverendísima, no desconfío de que el sebo del entendimiento de fray Gerundio haga en España iguales prodigios. En todo caso, yo tendré grande consuelo si, al acabar de oír un sermón de los que tanto se usan, dice el auditorio «que ha estado admirable el padre fray Gerundio; que el padre Gerundio lo ha hecho asombrosamente; y que no ha podido decir más el señor don Gerundio».

62. Para esto, lector mío (¿cuánto ha que no nos hablamos? Perdona, que se me atravesó este embozado en el camino, y era preciso contestarle); para esto, lector mío, ha sido indispensable citar muchos textos de la Sagrada Escritura como los citan los fray Gerundios, aplicarlos como ellos los aplican, y fingir entenderlos como ellos los entienden. Pero, ¡hola!, no te persuadas, ni aun en burlas, a que yo los cito, los aplico, ni los entiendo de veras como los entienden ellos. Tengo muy presente así el gravísimo decreto del Concilio de Trento, como las bulas de Pío V, Gregorio XIII, Clemente VIII y Alejandro VII contra esta sacrílega profanación. Protesto que antes quemara mil Historias de fray Gerundio que contravenir, ni aun ligerísimamente, a tan severa como sagrada prohibición. Pero no era posible hacer ridículos a los predicadores que incurren tan lastimosamente en ella, y en las censuras que la acompañan, sin hacer ridículo el modo con que ellos manejan el Sagrado Texto. Mas esto, ¿cómo podía ser sin citar el texto y sin burlarme del modo con que le manejan ellos? Así, pues, siempre que encuentres algún lugar de la Sagrada Escritura ridículamente entendido y estrafalariamente aplicado, ten entendido que es por burlarme de ellos, por correrlos, por confundirlos; y consiguientemente, que esta impiedad debe ir de cuenta suya, y no de la mía. Cuidado con esta advertencia, que es de suma importancia; pues al fin, aunque no sea más que un pobre clérigo de misa y olla (y ésta flaca), soy un poco temeroso de Dios, me profeso rendido y obediente a las leyes de la Iglesia, y, por fin y por postre, tengo mi alma en las carnes, a la cual estimo tanto como puede estimar la suya un patriarca.

63. Pero si no eres más de lo que dices (ésta es tu última réplica), ¿quién te ha metido a ti en dibujos, y en tales dibujos? ¿Faltaban en España hombres doctísimos, celosísimos, eruditísimos y sazonadísimos que tomasen de su cargo un empeño de tanta importancia como gravedad? ¿De dónde te ha venido de repente el caudal de literatura, de juicio, de crítica, de noticias y de sal que se necesita para un empeño tan arduo? Dejo a un lado la autoridad, dictados, crédito y fama que era menester para emprenderle. ¡Un capellán de San Luis, un cura de la iglesia de San Pedro de Villagarcía, un Lobón metido a reformador del púlpito en España! ¡Un Lobón! ¡Santos cielos! ¡Un Lobón! ¡Qué sabemos quién fue los que le conocemos! ¡Un Lobón que, en tres o cuatro sermones que predicó (y algunos de ellos de rumbo), dejó muy atrás a todos los Gerundios pasados, presentes, futuros y posibles! ¡Éste nos quiere instruir! ¡Este nos quiere reformar! ¡Éste se nos viene ahora a burlarse de nosotros! ¡Oh tiempos! ¡Oh costumbres!

64. Sí, amigo lector, sí, aunque te pese. Ese mismo Lobón, que fue todo lo que tú dices y todo lo que quieres decir, y aún mucho más, si no estás contento, es el que se atreve a una empresa como ésta. Mayor fue la de la conversión de todo el mundo, y en verdad que para ella no se valió Dios de catedráticos, sino de unos pobres pescadores; porque al fin, amigo, el espíritu del Señor inspira donde quiere, cuando quiere y en quien quiere. Que lo haría mucho mejor que yo cualquiera otro, no te lo puedo negar; mas como oigo que infinitos se lastiman y que ninguno lo emprende, excusándose los hombres grandes con estas, con aquellas y con las otras razones, yo, que ni me mato por ser más, ni tampoco puedo ser menos, escupí las manos, refreguélas y púselas a la obra con este tal cual caudalejo que el Señor me dio. Si acerté en algo, a Él sea la gloria; si lo erré en todo, agradéceme la buena voluntad. Y, con esto, adiós, que a fe estoy ya cansado de tanta parladuría.


 
 
EXPLICIT PROLOGUS
 
 




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