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Don Manuel Rodríguez10


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Los historiadores que escriben muchos siglos después los acontecimientos de una época, tienen delante de sí el velo del tiempo que les oculta el conocimiento de ellos; y la historia contemporánea, o cegada por el odio y la envidia, o corrompida por la adulación y por el valimiento, altera y disfraza los hechos.


PLUTARCO. (Vida de Pericles.)                


La historia es el libro de memorias de la humanidad, siempre en marcha a través de esas selvas tenebrosas que se llaman acontecimientos, y de esos valles luminosos que se llaman pueblos. Cada generación escribe allí algunas hojas, cada una coloca sus recuerdos, sus impresiones, consagrando hermosos capítulos a los grandes heroísmos, párrafos de eterno anatema a los innobles vicios, a las ambiciones inicuas; y esas páginas escritas atraviesan las edades, indescifrables unas, despedazadas otras como las hojas arrancadas de un gran libro inédito. Todos esos fragmentos unidos, todas esas olas azules u oscurecidas encerradas en un centro común que podría llamarse la razón universal o   —115→   la conciencia de la humanidad, forman una especie de océano infinito que refleja en su superficie todo el firmamento del mundo moral con sus soles, con sus planetas, con sus esferas irregulares, con sus informes nebulosas y sus concavidades desiertas. La virtud y el crimen, la abnegación y el egoísmo, la superstición y la creencia, el saber y la ignorancia, el despotismo y la libertad, el asesino y su víctima, se contemplan en ese espejo severo con su verdadera faz y en sus más iguales proporciones; unos con su aureola y otros con su tiniebla. Y ¡cuántas veces un mismo cristal refleja el terror de la víctima y el remordimiento del asesino!

Chile tiene también su libro aunque pequeño. La porfiada lucha de sus indígenas con los feroces y sangrientos conquistadores, lucha de gigantes siempre empezada y jamás resuelta, y la de la emancipación del coloniaje español, serán dos páginas de inmortalidad y de gloria. Son dos rastros de patriotismo que iluminan muchos héroes, y algunos doblemente sagrados por su noble vida y su alevosa muerte. ¡Qué de hazañas no refiere la primera! ¡Qué de hechos heroicos la segunda!

Manuel Rodríguez es el más simpático si no el más meritorio entre todos esos hombres que circundan la época de nuestra independencia como de una brillante corona. Es quizá el único que por su abnegación, por su tipo extraño y por su clase de vida se presta a todas las creaciones de una poesía sublime y arrebatadora como la idea que representa. Rodríguez es cierto que era aventurero, pero un aventurero de genio que hubiera podido conquistar como los antiguos condottieri el anillo de un dux o el lauro de un tribuno.

Nacido en 1786, en el año de 1810 Rodríguez tenía apenas 24 años; y aunque tan joven gozaba ya de las consideraciones a que era acreedor por su familia y que le correspondían por sus talentos ya conocidos y respetados entre los que le frecuentaban con intimidad. La abogacía era entonces la carrera favorita y la única que podía ofrecer halagüeñas perspectivas. Dedicose a ella y en 1809 obtuvo su título. Pero no eran las estrechas murallas de una corte de justicia recinto capaz de contener sus palabras, ni la adusta presencia de los golillas debían ser los únicos espectadores; el aire libre, y las oleadas entusiastas de todo un pueblo debían recibir más tarde esas palabras que como las vibraciones de un impulso subterráneo conmovieron las almas aletargadas y estremecieron al victorioso enemigo. Rodríguez había nacido para defender otras causas menos egoístas y para dedicarse enteramente al bien de su patria. Estalló la revolución; y a los primeros vagidos de esta en su frágil cuna, él fue uno de los más audaces entre los que vinieron a consolarla y fortalecerla. Desde entonces su estudiosa y solitaria vida se transformó en azarosa y combatida. Arrebatado por el torbellino revolucionario se siente decaído y vacilante; pero de nuevo se recobra para seguir con más vigor y osadía la peligrosa senda porque camina su patria, ya indicándole las rutas, ya salvándole los obstáculos. Manuel Rodríguez   —116→   era del temple fino de esas almas que padecen por los demás, que vienen a prepararles mejor destino y que sufren con resignación y sin cólera las persecuciones y la muerte si estas resultan en favor de aquellos.

Condiscípulo y amigo de don José Miguel Carrera y nutrido en esa atmósfera de libertad que en todas partes flotaba, era imposible que Rodríguez dejase de seguir a aquel que venía a desatar las vendas de la patria y cuyo prestigio debía impulsar con ventaja y tino el primer movimiento revolucionario. Rodríguez estaba en el secreto de su amigo; aprobaba las concepciones que una instrucción superior desarrollaba, y aunque se encontraba capaz, consentía en ser el satélite luminoso de un planeta más bello.

Sin embargo dícese que su primera prisión en 1812 fue a causa de una conspiración organizada contra Carrera y en la cual figuraba como conspirador el mismo que firmaba como secretario meses antes. ¡Quién sabe! Hay gente que ha tenido particular empeño en desfigurar los hechos y en presentar a ciertos hombres como cabecillas de un partido atrabiliario o como viles revoltosos. Los hombres de nuestra independencia fueron hombres y como tales cometieron muchos actos que reprueba el buen sentido; muchos desaciertos y cuasi traiciones que tal vez exigían poderosas circunstancias y que eran imposibles de evitar. Mas si las ambiciones vulgares, si las animosidades particulares alguna vez ajaron las afecciones del individuo, jamás lograron profanar la primera idea de emancipación y de regeneración próxima. La patria fue un santuario para todos; una querida inolvidable que vivía con la fe de sus juramentos, con el ardor de su cariño. Esto solo basta para perdonarles muchos extravíos y muchas sinrazones. Después que los sucesos se han cumplido, cuando casi todos los personajes han desaparecido de la escena humana, los antiguos rencores han despertado más vivos y las olvidadas tradiciones han venido a ocupar de nuevo las memorias presentes. Estoy seguro que no ha sido tan rabioso y encarnizado el odio entre O'Higgins y Carrera como lo es entre sus herederos. Para los modernos o'higginistas Carrera y sus partidarios son traidores y menguados; para los modernos carreristas O'Higgins y sus partidarios son despóticos o infames; y cual más cual menos, todos insultan a esos hombres que merecen más veneración sin que añadan por eso más verdad a la historia; y lo que es peor, influenciados por los resentimientos personales trasmitidos de padres a hijos, de tíos a sobrinos, de casta a casta. Una nube de errores o de crímenes oculta el horizonte del pasado; la justicia tropieza con una mentira donde creía hallar una verdad, y con ser exclusivos de una y otra parte, reúnen la luz y la tiniebla, todo lo miran a través de un dudoso crepúsculo y rebajan a los héroes oscureciendo el cuadro.

Rodríguez más que los otros amigos de Carrera, ha sido acriminado por los o'higginistas; y no ha faltado quien arrastrase su fama, sus heroicos esfuerzos por la libertad al inmundo pantano de la traición y de la venganza, enlodando a aquella y haciendo de estos los vergonzosos instrumentos de   —117→   una ambición mezquina. Los acontecimientos eran excepcionales; la época, difícil de vivir por sus transiciones súbitas e inesperadas, y los hombres que las sufrían con entereza veíanse a veces empujados por esa fuerza irresistible y misteriosa que ciega a la razón y que involuntariamente arrastra. Las revoluciones son las borrascas de la humanidad en cuyos espacios la electricidad sólo domina.

Su constitución nerviosa, su inteligencia osada como su palabra y al mismo tiempo algo de esa soberbia independencia de carácter que es siempre el signo de la grandeza de alma, hacían de Rodríguez un secuaz bien indisciplinable y un enemigo harto temible. Tenaz en su aborrecimiento lo era también en su abnegación sin abdicar por eso ni sus convicciones como hombre ni sus deberes como partidario. Rodríguez era como esos astros radiosos que no gravitan ante ningún sistema y cuya órbita inmensa circula en el espacio, iluminándolo siempre y a veces despedazándolo.

Corría el año de 1814. José Miguel Carrera burla a sus perseguidores, penetra en Santiago, lo conmueve; y con el prestigio de su nombre, de sus hermanos y de sus amigos, reúne bajo su bandera al militar y al paisano, depone al gobierno existente y se proclama jefe y dictador. Este golpe de estado pone en relieve la situación del país; introduce una política nueva y augura cosecha de triunfos para el porvenir. Carrera era el caudillo popular y el pensamiento revolucionario en su encarnación más bella. Rodríguez así lo comprendía y ayudándolo en su empresa trataba de justificar el atentado cometido, ya exponiendo la situación del país, ya revelando las intenciones torcidas de los enemigos tenebrosos y disimulados. Sin embargo ninguna razón puede calificar de justo ese hecho odioso. Tiránico y despótico en su principio, no hizo más que acrecentar el peligro, introduciendo la discordia en los ánimos y preparando para más tarde una derrota funesta y una bien lamentable proscripción. Las buenas ideas deben tener buen nacimiento; y la violación de un deber o la prostitución de la fuerza las engendrarán siempre monstruosas. El error de Carrera y de Rodríguez fue esa falsa creencia; ellos querían libertar a su patria y empezaban esclavizándola; así es que aunque puros en sus intenciones se hacían criminales en la apariencia. Desde entonces Rodríguez y Carrera se hacen más inseparables; discuten juntos, combaten juntos y gobiernan juntos hasta la fatal jornada de Rancagua.

Entonces los antiguos dominadores, más rencorosos con la resistencia heroica que no esperaban de un pueblo antes medroso, impusieron de nuevo sus leyes, sus privilegios insolentes y agitaron como un insulto y como una amenaza su estandarte de leones, al son de las trompetas y de los vivas entusiastas que traían la muerte o la infamia para los patriotas. Entonces comenzó para estos la penosa emigración, en la cual unos habían de perecer acosados por la miseria o por las enemistades crueles y otros reaparecer con más brillo.

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En esa situación de vida desastrosa, casi la mayor parte desconfiaba del porvenir; y tal vez lo que sus sueños de libertad les presagiaban, se disipaba ante los funestos choques de una realidad bien amarga. Algunos por el contrario, en esa situación fue cuando sintieron arraigarse con más intensidad sus convicciones y cuando hallaron en sí una fuerza más prodigiosa y una voluntad más enérgica. Hay hombres que se abaten a los peligros, que se vencen en los obstáculos, que flaquean en la desgracia; pero hay otros que se realzan, que acopian más fuerza cuanto más difícil es el triunfo y que se levantan más pujantes si caen a tierra. Donde aquellos se estrellan y retroceden, estos se enciman y adelantan.

En la emigración es donde Rodríguez comienza su verdadero rol y donde descubre su genio perspicaz y valiente. Enfermo, miserable y casi desnudo, conservaba su corazón entero para dedicarlo a su patria y para sacrificarlo si era preciso por su rehabilitación y por su libertad. La inacción le irritaba, y el abandono de su patria ya en poder del enemigo era para su alma generosa un remordimiento más vivo, una idea más funesta que su propia desgracia. Concibe entonces un proyecto, atrevido, temerario sin duda, por la multitud de peligros a que se exponía; más realizable y de inmensos resultados en favor de la causa independiente, si el que se abnegaba por ella sabía desprenderse de toda pasión egoísta y cobarde. Inmediatamente se presentó al general San Martín y lo impuso de su proyecto de volver a Chile para examinar el estado de los ánimos, dar esperanzas a los amigos, malquistar a los enemigos patentizando sus crueldades, en fin, para vigorizar la revolución inanimada y establecer relaciones que podían servir de grande ayuda en la nueva expedición que se organizaba. San Martín le oyó con sorpresa y aplaudió su osadía. Hubo algunos que dudaron de su arrojo al verle tan desmedrado y enfermizo de cuerpo, necesitándose una naturaleza robusta para atravesar las nieves que esas montañas gigantes eternamente conservan. Los que así pensaban no conocían a Rodríguez ni a la naturaleza humana; el cuerpo más frágil es dominado por una voluntad inflexible, y la materia subyugada por el espíritu que quiere manifestar una idea, se purifica y engrandece con él hasta el extremo de confundirse y olvidarse. Así le sucedió a Rodríguez. El escuálido patriota fuerte con su convicción, robusto con su esperanza, traspasó las montañas, atravesó los valles cruzados de enemigos, visitó a los amigos, penetró en las aldeas, en las haciendas, y llegó a Santiago dejando tras de sí en todas partes un murmullo presagiador de la cercana tempestad. Cartas, proclamas incendiarias, conversaciones alusivas, relaciones de familia, todo fue medio para ese hombre atrevido cuya vida era el peligro, cuyo placer era afrontarlo. Volvió a repasar las cordilleras para dar cuenta de su comisión y preparar otros ardides; y traspasolas de nuevo trayendo consigo nuevos recursos y miras más elevadas. La práctica de la observación le había dado esa astucia que penetra y adivina en los corazones más iletrados algo de grande   —119→   y de generoso bajo de una aparente tosquedad; y esa observación fina y la atracción que posee siempre el hombre de genio que con todos simpatiza, que a todos se reparte, le habían granjeado a pesar de su juventud numerosos y buenos amigos, ya entre los que residían en las ciudades, ya entre los campesinos independientes, que veían con horror las tiranías y vejaciones de un gobierno despótico y abominable.

Mientras esto sucedía, Marcó del Pont y sus seides ponían todo su conato en desprestigiar la causa de la independencia, intimidando a unos, persiguiendo a otros, espiando a todos y proclamando de voz en grito que la divinidad le protegía contra las diabólicas arterías y las intenciones perversas de sus endemoniados enemigos. Explotaba el fanatismo religioso para atraerse al vulgo, y el fanatismo del miedo para aterrar al verdadero pueblo. La delación, el espionaje, la chismografía, la falsificación, la mentira, la injusticia, la atrocidad, y todas las demás infamias que forman séquito honroso a toda tiranía, ostentaban con descaro su insolencia en ese gobierno de imbéciles y sibaritas, cuya política tenía por base la expoliación y por cima la horca. Era, en fin, un modelo entre los gobiernos paternales tan acostumbrados después, donde todo es permitido y todo prohibido so pena de castigo o de vergüenza. Por supuesto que un gobierno organizado así nada ignoraba. Sabía que Rodríguez iba y venía, que habitaba en Santiago, que repartía proclamas, que se carteaba con los jefes emigrados y que fraguaba quizá golpes maestros aprovechando con talento y viveza los infinitos recursos que a su arbitrio dejaban la mala fe de los mandatarios y la farándula de los subalternos. Mas ni las amenazas ni el terror podían nada contra Rodríguez, y continuaba impertérrito su marcha de regeneración, salvando con sangre fría los obstáculos que se le oponían, y burlando con impensados ardides y con sorprendentes disfraces la pusilanimidad de sus enemigos y el ojo vigilante de sus espías. Ora recataba su rostro con la capucha hipócrita de un fraile mendicante, ora lo descubría bajo el desgairado bonete del minero. Muchos le buscaban, tal vez le encontraban, y otras veces él mismo señalaba la ruta a los que le perseguían. Su nombre era ya un emblema, su vida un proverbio; y mucha gente le creía protegido por un pacto o por la buena voluntad de un brujo. Así es que por todas partes circulaban mil diversos rumores sobre su modo de vivir, que le daban ya por huésped de una maga en un bosquecillo encantado y misterioso, ya por amigo de un hechicero que tenía la virtud de transformar a los hombres y de hacerlos invisibles e invulnerables en presencia de sus enemigos. Rodríguez sabía aprovechar en favor todas estas invenciones populares, que a guisa de cuento, llevaban de pueblo en pueblo su nombre acompañado de un prestigio deslumbrante y temible. El misterio es un poderoso aliado en las ocasiones difíciles y trabajosas.

Un hecho solo entre los infinitos que se cuentan de Rodríguez, basta para poner en relieve su inteligencia alerta y perspicaz y la agudeza y prontitud   —120→   de su ingenio. Es el siguiente: «Otra vez (dicen los historiadores)11 se hallaba muy tranquilo en casa de uno de esos jueces de campaña cuya amistad había sabido conquistarse, cuando vinieron a avisarle que se acercaba un piquete para prenderlo. Los soldados estaban ya muy próximos y no había como escapar. No obstante Rodríguez permaneció impasible, miró a su alrededor y casualmente sus ojos se fijaron en el cepo; mueble como se sabe indispensable en casa de todo juez. En menos de un minuto se le ocurrió convertir aquel instrumento de tortura en tabla de salvamento. Exigió de su amigo, que estaba tan azorado como un condenado a muerte, que le metiera y aprisionara en él con todo rigor; y mientras ejecutaba la operación le aleccionó para que diera por causa de su prisión a los recién venidos, que no dejarían de interrogarle, una calaverada de joven. Sucedió punto por punto como lo había pensado. El oficial no dejó de indagar cual era el motivo que había merecido a aquel hombre tan severo tratamiento. El amor de la propia conservación dio ánimos al juez para repetir bien su lección, y como estaba calculada para interesar a gente del jaez de los soldados, todos declararon que debía dársele soltura. Así mientras que guiados por el dueño de casa se dirigían a un bosque vecino donde esperaban sorprender a Rodríguez, este favorecido por los mismos que debían capturarle, se ponía en salvo por el lado opuesto...»

Ciertos lados oscuros del cerebro del hombre se iluminan en circunstancias dadas y excepcionales con un pensamiento tan feliz y oportuno, que divulga algo de divino, algo de revelado y de inmortal, como si fuera la manifestación externa de una inteligencia superior limitada en otra inferior.

Pero ya era tiempo de obrar en campo más vasto, y de ejecutar los atrevidos pensamientos que atormentaban su espíritu y que le traían preocupado y silencioso como un hombre poseído por una idea de realización casi imposible. El ave nocturna que atravesaba las tinieblas, que dormía en los bosques, iba a transformarse en cóndor osado, voraz como él; y abandonando su soledad misteriosa iba a batir sus negras y extendidas alas sobre la frente misma de sus enemigos. ¡Ay de los que se pongan al alcance de sus garras! ¡Ay de los que pretendan atacar su alzado nido!

Desde el primer instante de la revolución, Rodríguez había considerado la emancipación de Chile como un suceso fatal; y nunca en su decidida voluntad había penetrado esa especie de pudor mezquino que semeja mucho a la cobardía, ladeando a transacciones ridículas y casi siempre vergonzosas. Su amor por la libertad, su caluroso entusiasmo, su carácter voluntarioso y soberbio, y el odio irreconciliable que abrigaba por los tiranos de su patria; odio encarnizado más con la ferocidad y el sanguinario desdén del invasor, le habían granjeado la honrosa distinción de rebelde empecinado. Y era así; el esclavo prófugo y libre, ya rebelde, temerario y   —121→   pujante, comenzaba a tremolar bandera de guerra y a lanzar proyectiles incendiarios para una explosión cercana. El cielo empezaba a oscurecerse tempestuosamente para los tiranos, y la estrella de Chile, a lo lejos entre las sombras y en medio de un celaje de nieve, aparecía cercada de rayos luminosos que irradiaban la oscura sien de la montaña.

En vano Marcó derramaba espías y lanzaba sentencias de muerte contra Rodríguez; en vano proclamaba a son de trompa su cabeza a precio vil, tratando de despertar la codicia con la estipulación de una infamia. El perdón del delito más atroz era la otra red que tendía a los criminales; en la cual con harto pesar suyo no logró coger a nadie. Rodríguez contaba con buenos amigos, era respetado y querido y por salvar la suya mil cabezas hubieran ido a colocarse en la picota. La rectitud, la justicia de una causa, la generosidad del corazón unida a la juventud y a la inteligencia, estrechan tanto los vínculos humanos, confunden de tal manera las simpatías diversas, que en vez de ser odiosas destruyen la maleza de los vanidosos rencores y ejercen su influjo sobre las almas que dominan con tal suavidad y dulzura, que ensalzan y purifican a todas sin desmedro de ninguna. Diríase que una corriente magnética repartida en cantidades iguales, fluye de un centro común, impulsa los resortes de la máquina moviéndolos simultáneamente y estableciendo un riguroso equilibrio entre unos y otros para sus distintas operaciones mecánicas.

Con dificultad puede encontrarse un mandatario más inepto y al mismo tiempo más imbécil que Marcó. Todas sus medidas despóticas y abusivas estaban calculadas para exasperar los ánimos y enajenarse las voluntades. Los que antes eran fríos partidarios de la causa independiente, abandonaban familia, posición social, fortuna, para defenderla desinteresada y ardorosamente, horrorizados con las vejaciones y con los suplicios inicuos que sufrían diariamente nuevas víctimas. La población de los campos, más selvática y menos muelle que la de las ciudades, no necesitaba lo que esta para levantarse contra sus opresores; y allí donde la conducta misma del gobierno obligaba a los hombres a declararse enemigos, la energía de Rodríguez, su desprendimiento, y el socorro de sus amigos reemplazaban con mucho la falta de recursos y producían un entusiasmo más verdadero y más sólido.

Mientras tanto el ejército restaurador que se organizaba en Mendoza, aguardaba solamente la oportunidad y que la vigilancia y fuerzas del enemigo estuviesen ocupadas en otra parte. Para trepar las cordilleras y salvar sus precipicios sabiendo que al otro lado un enemigo poderoso los aguardaba, era preciso amar demasiado a su patria y tener aliento de héroes. Rodríguez en correspondencia continua con San Martín y los demás patriotas, estaba impuesto de sus preparativos de invasión y también de sus temores. Resuelto a aligerar aquellos y a minorar estos, organizó guerrillas que llamando por distintas partes la atención del enemigo, lo necesitaban   —122→   a diseminar sus fuerzas y por lados opuestos del camino que debía traer la expedición. Rodríguez acudía a todas partes; su actividad redoblada cuanto más el peligro era inminente y la ocasión más inesperada. El pensamiento y su realización eran instantáneos; ya caía sobre una ciudad y en un abrir y cerrar de ojos apresaba a sus mandatarios, arrebataba los alimentos del enemigo, y luego como un león saciado penetraba en sus serranías, para caer una hora después quizá sobre un destacamento realista. El imbécil Marcó creía que todas estas partidas podían ser la vanguardia del ejército expedicionario, y enviaba gente sobre gente para destruirla. Con sus infinitas peripecias logró Rodríguez fijar la atención del gobierno en muchas partes y alejar así sus fuerzas del rumbo verdadero. De esta manera quedó casi descubierto el norte, y pudo el ejército patriota atravesar las cordilleras por Aconcagua, sin gran detrimento ni pérdida de hombres. Cuando se descubrió la estratagema, era ya tarde. La victoria de Chacabuco es una de las hazañas más gloriosas de nuestra independencia, y sería ingrato e injusto quien negase a Rodríguez la misma corona que ciñe la frente de los que allí pelearon. Más de dos mil soldados españoles y de los más bravos, hallábanse lejos del campo de batalla atraídos por la energía de sus esfuerzos y por el valor de sus amigos. ¡Mezclados al grueso del ejército realista, quién sabe cual hubiera sido el desenlace! ¡Tal vez la historia no contaría entre sus fastos memorables al 12 de febrero de 1817! Después del triunfo San Martín encargaba a Rodríguez la persecución de los fugitivos y principalmente de Marcó en estos términos: «Según noticias que tengo, el prófugo Marcó ha tomado el camino de la costa; no lleva fuerzas. Derrame U. partidas por todos rumbos para que le aprehendan. Persígale hasta Concepción.»

La verdad es como el sol, luminosa y fecunda para todos. Sus rayos deben guiar la pluma del historiador, iluminando los hechos. Hay en esta época de la vida de Rodríguez un acto atrevido, algo incomprensible si se quiere, que realza su generosidad y su temeraria intrepidez. Ha sido referido por los señores Amunátegui como un acto de felonía y de crueldad que arroja una acusación horrible sobre su fama: pero tal como ellos lo narran, el hecho es falso enteramente, equivocado en las personas, erróneo en las suposiciones... En uno de sus saltos de tigre, el infatigable guerrillero cae sobre Melipilla, arresta en su casa al gobernador Yécora, sin exigir de él más que recursos, y permanece allí hasta las cinco de la tarde, en compañía de una multitud de patriotas amigos. Muchos de estos habían ido con sus familias a gozar de las fiestas de Pascua de Navidad. Rodríguez supo por alguno de ellos que en una hacienda vecina estaba de paseo un oficial de Talaveras llamado Tejeros, muy célebre ya y muy aborrecido por sus crueldades y su insolente descaro. Rodríguez mandó traerlo a su presencia, y en vez de un verdugo, el oficial temeroso, halló un amigo en su contrario. Mientras tanto, las tropas del gobierno se acercaban, y era necesario ponerse   —123→   en salvo. Rodríguez reúne su fuerza y huye llevándose a Tejeros y a su asistente. Por un camino torcido que atraviesa de Guaulemo, orillando el Maipo, se proponía vadearlo por Lonquen, y luego internarse en las montañas. El comandante Padilla llega a Melipilla, inquiere noticias de los rebeldes y toma el mismo desecho para darles pronto alcance. Rodríguez y Padilla se avistan cerca del vado. Pelear era riesgoso, resistir imposible. El asistente de Tejeros aprovecha un momento, y escapa a reunirse a sus amigos. Rodríguez, en situación tan apurada, dispersa a su gente, y acompañado de un tal López y de Tejeros, consigue pasar el río y salvarse. Penetró en sus montañosas guaridas, y el enemigo retrocedió burlado. Durísimas, novelescas casi, son las amarguras que los prófugos sufrieron. Si uno dormía, el otro tenía que velar al prisionero que aprovecharía cualquier medio en su favor. Además, ¡cómo acogerse en casa de sus amigos, llevando a un enemigo, que mañana, consiguiendo libertarse, podría convertirse en acusador y en verdugo! López, hombre bilioso y arisco, fatigado con el viaje y resuelto a quitarse de encima el obstáculo, propuso a Rodríguez un asesinato. Rodríguez lo rechazó. Al fin, después de dos días de hambre y de penurias, López, sin consulta previa y en un momento de distracción, asestó el cañón de su pistola sobre Tejeros y le atravesó la espalda de un balazo. Libres del centinela, los fugitivos pudieron ya guarecerse y buscar techo en casa de sus amigos. Rodríguez no aprobó jamás ese asesinato; su alma no era capaz de una alevosía, aunque esta fuese la ley de una imperiosa necesidad. López únicamente se hizo responsable del hecho. Este fue el que prisionero en el castillo de Valparaíso, después de la derrota de Chacabuco, sublevó a los detenidos, y el que comandó a los que salieron a batir a los españoles que llegaban. ¡Una bala enemiga le atravesó también; pero en medio del combate!

Dueños ya los patriotas de la capital y convocada la población para elegir un Director Supremo que rigiese los destinos de la resucitada patria, aclama a San Martín; y este, con un desprendimiento que le honra, rechaza por dos veces el encargo que es al fin aceptado por O'Higgins. Abnegado patriota y valeroso capitán, O'Higgins era un héroe en el combate. Sabía afrontar la muerte, sabía desafiarla atravesando diluvios de balas; pero le faltaba la inteligencia clara que organiza en la discordia; y era poco a propósito por su carácter dominante para olvidar rencores y para utilizar en común bien las facultades que a su encargo acompañaban. Además la extensión inmoderada de las facultades autoritarias, tuerce las buenas inclinaciones de los hombres, los desmoraliza interiormente y los arrastra insensiblemente y por tortuosas vías a la intolerancia y al crimen. Raro es el pueblo que no cuenta alguno de estos déspotas; y más raro es el hombre que ha descendido puro y acompañado de las bendiciones de sus conciudadanos desde esa extraordinaria y borrascosa cumbre, sin una sombra de remordimiento o de aflicción. En todas partes las dictaduras no han hecho   —124→   más que prostituir la dignidad humana, estragar a los pueblos y aniquilarlos. Todos los dictadores han sido verdaderos representantes de la brutalidad y de la infamia, desde Syla el piojoso hasta Napoleón el menguado.

Sin embargo el Director Supremo tuvo un rasgo de generosidad para su antiguo enemigo, y parecía no acordarse, en la embriaguez de la gloria y del poder, de sus antiguas desafecciones. Rodríguez por su parte no abrigaba ninguna pasión baja y sabía aplaudir los triunfos de sus rivales sin envidia, sin rencor, y satisfecho con la idea de ver libre a su patria. El 27 de febrero un decreto del Supremo Director ensalzándolo por su patriotismo, le pide un detalle sobre esas atrevidas incursiones que tanto habían contribuido al éxito de la victoria, y una lista de sus compañeros de armas, todos dignos de premio. Casi nada duró esta buena armonía entre ambos rivales, y seis días después un acontecimiento inesperado vino a quebrantarla. Rodríguez era un opositor temible y su influencia una conspiración incesante contra un poder que amenazaba aniquilar toda personalidad, ahogar toda libertad que contraviniese a sus miras y entronizar como razones de Estado el insolente capricho de la fuerza y la descabellada voluntad de un hombre. Un mes después, cual fue la sorpresa de Rodríguez al recibir la carta siguiente:

«Los servicios distinguidos de U. le vinculan la gratitud pública; pero razones políticas y el imperio de las circunstancias le alejan a países extranjeros. Hoy mismo debe U. salir para Nueva York, y U. como fiel servidor de la patria, prepárese a recibir los altos encargos que esta debe confiarle.»

Así se expresa O'Higgins, y al mismo tiempo que le insta para que acepte el encargo, se despide de él como buen amigo, prometiéndole velar por su familia. Rodríguez comprendió el engaño. El supuesto encargo diplomático no era más que un destierro fraguado por sus enemigos para lanzarlo nuevamente de su patria. Los actos que siguieron al nombramiento son intachables testigos de la mala fe de sus rivales. El encargado de negocios de la nueva república fue conducido como un criminal a Valparaíso, y allí alojado en el castillo de San José, hasta que el buque pudiese zarpar de esa bahía y transportarlo a su destino. A la verdad que hay bastante distancia de un ministro diplomático a un prisionero; y el fusil del centinela que guarda la puerta de su cárcel no es el hacha del lictor que lo acompaña. Un hombre que acepta voluntariamente un destino que su gobierno le encarga, espera en su casa, o donde más le acomoda, el momento de la partida, y no elije una fortaleza como residencia propia de su carácter ni de su posición elevada. A pesar de esto, O'Higgins había creído burlar y salió burlado. El rival que había conseguido con su astucia y valor introducir la cizaña en las filas enemigas, rondando como un espíritu las poblaciones aterradas, no podía ser cogido en un estratagema tan ridículo ni cegado por promesas tan zonzas. Aún había españoles que combatir,   —125→   todavía la patria necesitaba el apoyo de las cabezas inteligentes, de los brazos esforzados para destruir la víbora del despotismo que ya empezaba a silbar, y cuyo veneno mortal transpiraba en las odiosas medidas y en las pretenciosas mistificaciones. Rodríguez sobornó a sus guardias, fugó de su cárcel y se ocultó para no ser perseguido. San Martín estaba entonces en Buenos Aires; regresa al poco tiempo y Rodríguez, confiando en su honor y en su inocencia, se avista con él, se cambian mutuas explicaciones y por su intervención vuelve a obtener la amistad de O'Higgins y esa libertad tan anhelada y conseguida a costa de tantos sacrificios.

Ambas duraron muy poco; y el 7 de agosto del mismo año 17 fue arrestado, por complicidad, se decía, en una conspiración que tenía por objeto derrocar al gobierno establecido y favorecer a los Carreras. Estos estaban proscriptos; y mientras en Chile sus partidarios y amigos eran tratados como alevosos conspiradores, ellos al otro lado de los Andes sufrían prisiones, insultos y soeces infamias que iban preparando su impopularidad y su muerte. Jamás la gloria de las batallas ocultará esos tres suplicios que irradian sobre ella como un reflejo sangriento, marcando al lado de un triunfo venturoso una venganza rencorosa y ruin. Rodríguez no fue la única víctima de la susceptibilidad enemiga. Don José Manuel Gandarillas, hombre ilustre por su inteligencia, por su desinteresado patriotismo y decidido amigo de Rodríguez y de los Carreras, fue envuelto también en la banal acusación; pero al cabo, después de sufrir una rigurosa prisión, ambos fueron declarados inocentes por la Junta que sustanció la causa.

Esto sucedía a fines de 1817. Por el mismo tiempo llegaba a Valparaíso la noticia de que el virrey alistaba bajo su bandera cuanta tropa podía, y que ya estaba pronta a embarcarse para invadir de nuevo el país. El jefe era Osorio y traía consigo, además de su loca esperanza, algunos veteranos de la metrópoli que contaban muchas victorias y que habían tenido la fortuna de vencer al moderno Alejandro. Pezuela y Osorio creían el triunfo y la reconquista fáciles, puesto que la patria no podría oponer, según ellos, más que soldados bisoños que tropezarían a una evolución o que vacilarían de cansancio en la primera marcha. ¡Insensatos! ignoraban que el corazón resuelto vale por largos años de servicio, y que la mejor disciplina es el amor a la patria. Un pueblo que quiere ser libre hace milagros.

Inmediatamente que se supo la noticia, San Martín, de acuerdo con O'Higgins que se hallaba entonces en el sur se dirigió a Valparaíso temiendo que el general enemigo intentase desembarcar en ese puerto. Y para poder ocurrir con prontitud llegado el caso, se acantonó en la hacienda cercana llamada de las Tablas. San Martín trajo consigo a Rodríguez en calidad de auditor de guerra, cuyo destino desempeñó mientras estuvo allí el ejército, sin que mediasen inconvenientes ni obstáculos entre él y su superior. Mas al dirigirse el ejército al sur, donde el enemigo le aguardaba, recibió orden de trasladarse a Buenos Aires, según dicen algunos en calidad   —126→   de agente diplomático. Como se ve era una tendencia fastidiosa y ya un partido tomado el alejamiento de Rodríguez. San Martín y O'Higgins parece que le temían por su popularidad, por su decidida abnegación, y sobre todo, por esa enérgica voluntad que no lograban abatir ni dádivas aduladoras ni remotos temores. Viose, pues, de nuevo obligado a ocultarse como vil criminal; pero por poco tiempo. Esta vez su vindicación avergonzará a sus enemigos. Su nombre será voz de orden y de esperanza en la derrota, y su palabra sublime el vaticinio de victoria para el último combate.

Mientras tanto el ejército independiente caminaba hacia el sur. El insultante enemigo le amenazaba y ambos ejércitos ardían en coraje de pelea. Avístanse por fin el 19 de marzo de 1818. En la tarde de ese día se chocan las caballerías en las márgenes del Lircay; la de los españoles rechaza la nuestra con ventaja y la obliga a replegarse al campamento patrio con lamentables pérdidas. Entonces el atrevido Ordóñez propone una sorpresa; lo secundan Latorre y Primo de Rivera; y en la noche de ese mismo día el osado intento casi postra de un golpe la fuerza de la república. Los jefes del ejército independiente no lo sospechaban siquiera; y cuando menos lo esperaban, cuando quizás algunos saboreaban el deleite de un festín, halláronse envueltos por los pelotones enemigos que aclamaban Fernando y España. La noche era oscurísima y solo el reflejo siniestro de la pólvora iluminaba sus tinieblas. El desorden se introdujo en nuestras filas; los jefes pretendían reunirlos y nada conseguían. Los batallones tiroteábanse entre sí. La mayor parte de nuestra artillería fue apresada; y después de tres horas de confusa lid hubo que ceder el campo al enemigo. La noticia de este desastre cundió como una gangrena de terror. En todas partes no se oía más que la respiración zozobrante del estupor. Todos se preguntaban: ¿qué va a ser de nosotros? ¿qué nuevos martirios traerán nuestros aborrecidos opresores? El 21 en la tarde algunos dispersos llegaron a Santiago y esparcieron inmediatamente la noticia de la funesta derrota. Como ellos la narraban era todavía más alarmante. Era la hora de las meditaciones sombrías y de los presentimientos fúnebres; la hora de los melancólicos recuerdos, vagos como una nube, indefinidos como un ensueño, inefables como una melodía interna, tristes como el semblante de un cadáver. La luz del crepúsculo vacilaba; desteñidos celajes la envolvían y las tinieblas extendían su crespón de luto sobre el acongojado cielo de la aterrada ciudad. Las mujeres desesperadas suplicaban con lágrimas y suspiros; los hombres atemorizados iban y venían; preguntaban aquí, consolaban allá y no sabían qué hacer entre la confusión y el miedo. Nadie durmió esa noche. ¿Quién puede cerrar al sueño las pupilas cuando tiene en su alma el espanto?

Casi todos consideraban perdida la patria y trataban de poner en salvo sus vidas y sus familias, disponiéndose a repasar esas barreras del tiempo, peligrosas como él, que muchos de ellos acababan de atravesar desalentados y jadeantes. El supremo delegado don Luis Cruz, contagiado con el   —127→   miedo universal, y creyendo como la mayor parte desesperada la defensa, encajonó los caudales dirigiéndolos a Mendoza. Luego después convocó a una reunión de todo lo más neto de la población, para acordar o planes de fuga o de resistencia. La reunión tuvo efecto al día siguiente, y a pesar de las buenas y decididas reflexiones de algunos, estas no influyeron nada en el ánimo del delegado ni en el de la mayor parte de sus habitantes. Muchos de estos tenían sus monturas preparadas, y aún se dice, que ya se les habían repartido cabalgaduras y aperos a todos los empleados.

La sorpresa de Cancharrayada hubiera sido un golpe decisivo sin la heroicidad e intrépido carácter de don Juan Gregorio de Las-Heras. Sin la división retirada por él, sin sus esfuerzos magnánimos para conservar en ella la unión y la esperanza, la patria habría tenido que lamentar quizá muchos días de sufrimiento y de amargura. El arrojo y una carga sostenida y veloz, ejecutada por el valiente Bueras, dieron tiempo para la reorganización de esta columna, que iba a ser el apoyo del nuevo ejército.

El mismo general San Martín, intimidado y perplejo, envió circulares a todos los gobernadores en las cuales se confiesa, si no vencido, completamente derrotado. Al extremo norte de la república, a Copiapó, dos días después de haberse jurado la independencia en aquel pueblo, llegó una de esas circulares en la cual terminantemente se le mandaba al gobernador que hiciese conducir todos los alimentos y objetos de valor a la otra banda de los Andes y que incendiase lo que fuese de imposible llevada. El gobernador habría cumplido inmediatamente la orden si la enérgica oposición de dos vocales de la junta de cabildo, a quienes llamó a secreta consulta, no le hubiese aconsejado la demora. Los españoles estaban allí en mayoría y ese paso les hubiera entregado la ciudad poco menos que amarrada. Tal era el conflicto de los patriotas en las más apartadas regiones de la república. ¡Qué sería en la capital en donde aguardaban por instantes la invasión del enemigo triunfante, que vendría a castigar con la horca o con el azote a los rebeldes que pretendían sacudir su yugo y emanciparse de un gobierno que los consideraba como su propiedad inviolable!

Lastimoso como se ha dicho era el estado de la población de Santiago. Para reanimarla y volverla a la esperanza, era necesario un choque poderoso que golpease sus fibras con fuerza, y que trastornando la vida presente iluminase con un prestigio de entusiasmo esas ideas de patria y libertad que todas las inteligencias balbuceaban, que todos los corazones presentían. Una palabra, una centella y la transformación se manifestaría radiosa.

Manuel Rodríguez estaba destinado a ser el salvador de la patria y el alma de toda esa población temerosa y vacilante. Abandona su retiro y se presenta a sus amigos, reúne a los más osados, arenga en la plaza pública, fascina al pueblo con su mirada, lo reanima con su palabra, lo subleva con su entusiasmo y su eléctrico ardor le comunica. Las quejas callan, los corazones se sosiegan, el miedo se transforma en audacia y la multitud se   —128→   apiña impetuosa al rededor del hombre mágico que la inflama con su energía, que la esfuerza con su voz. El nombre de Rodríguez resuena en todas las bocas, sus prodigiosas hazañas se recuerdan, la calurosa imaginación multiplica su prestigio, el entusiasmo popular deifica su heroísmo, y todos unánimes lo proclaman futuro libertador y esperanza de la patria.

Dignos de memoria son también los esfuerzos y el apoyo que prestaron a Rodríguez los ilustres patriotas Cienfuegos, Barra, Fontecilla, Infante, ese Catón bravío. La historia no debe tampoco relegar al olvido los nombres de las heroínas que desdeñando el peligro y temiendo el de la patria, se lanzaron arrogantes a la arena del tribuno, rivalizaron con su audacia y encendieron en más de un corazón apocado la llama del patriotismo y del valor. La voz de la mujer tiene la irresistible unción de la ternura, responde a todas las vibraciones del sentimiento generoso, simpatiza más con la desgracia y se hace más clara y persuasiva cuando hay algo que compadecer, algo que consolar. Los nombres de las señoras doña Mercedes Rojas, noble hija de uno de los primeros patriotas, y el de la señora doña Luisa Recabarren, esposa de un hombre ilustre y patriota, bien pueden marchar unidos con honra y con luz propia a los nombres de Infante, Cienfuegos y Rodríguez.

En las circunstancias difíciles, la actividad es el triunfo. Cuando se ha conseguido despertar un entusiasmo, es preciso mantenerlo en perpetua reacción, produciendo a cada instante inesperadas emociones y expectativas nuevas. Rodríguez que conocía la importancia de ese proceder, aprovechaba sus efectos y manejaba las voluntades diversas con la certeza y armonía del hombre que está avezado a las dificultades y que tiene confianza en vencerlas. El delegado Cruz, recobrado ya de su estupor, y toda la gente notable de la capital reunidos en sala de palacio acuerdan por unanimidad y en virtud «de la autoridad que reside en el pueblo, que las facultades del Supremo Director propietario se entiendan una e indivisiblemente delegadas en toda su extensión en los ciudadanos, coronel don Luis de la Cruz y teniente coronel don Manuel Rodríguez, de cuyo enérgico celo, actividad y verdadero patriotismo espera el pueblo la salvación de la patria.»

Rodríguez tomó únicamente sobre sí la responsabilidad del peligroso encargo y empezó a organizar un plan de defensa decidido y heroico. Instantáneamente impartió órdenes para hacer volver los caudales públicos, para prevenir a los que emigraban y para enarbolar bandera de enganche en todas partes. Hizo venir a los frailes y los envió a la Maestranza para ocuparlos en hacer cartuchos. Repartió armas a sus amigos, levó una pequeña guarnición y conjuró cuantos obstáculos se le oponían con su prontitud de ingenio, su energía de carácter y su franca audacia. «Aún tenemos patria», exclamaba arrebatado; y mientras haya resolución, mientras haya aliento, tendremos libertad. Que los tímidos huyan, que los cobardes se humillen, ¿qué importa? ¡el valor no mira la barrera, la traspasa!

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Hizo un llamamiento general a las armas y en pocas horas acudieron a alistarse más de 300 voluntarios que formaron el escuadrón de los húsares de la muerte. La mayor parte de los soldados que compusieron este escuadrón, fueron jóvenes decentes, entre ellos algunos veteranos. Rodríguez se nombró coronel; nombró a don Manuel Serrano teniente coronel, y sargento mayor a don Pedro Aldunate. Todos debían venir equipados a su costa, con excepción de las armas. En la esquina del cuartel de San Diego se colocó la mesa, clavada al lado su emblemática bandera. ¡Cuántos de esos nobles voluntarios acudirían ganosos de gloria y de ínclitos hechos!

Cuando San Martín y O'Higgins llegaron a Santiago, nadie pensaba en el desastre, nadie en huir, y todos se ocupaban en aprestos guerreros para rechazar al enemigo. Los antiguos temores habían desaparecido, y en su lugar un ardimiento varonil y una confianza sin límites alentaban a la población. Toda ella estaba dispuesta a morir o a vencer. Rodríguez depositó el mando inmediatamente en su superior, exigiendo de él que le dejase la comandancia del escuadrón de húsares para asistir al próximo combate. O'Higgins se lo concedió. El peligro era inminente y las injustas persecuciones, los insidiosos rencores, los móviles bastardos, se convertían en otros tantos impulsos de actividad, dominados por la única y sagrada obligación del momento; aniquilar al invasor y salvar a Chile. O'Higgins a pesar de estar bien molesto con su reciente herida, recorría las calles, despachaba órdenes, tranquilizaba a los temerosos e infundía esperanzas con la serenidad de su rostro altanero, aunque pálido. San Martín no hacía menos esfuerzos en la reorganización del ejército. Por último, vino a completar el gozo de la población la llegada del intrépido Las-Heras que al tronar de las salvas y al rimbombar de las campanas acampaba con su gloriosa columna en el cuartel general, situado a una legua de la capital. El 29 de marzo fue un nuevo día de regocijo y de triunfo que preparaba el día supremo.

Mientras tanto el engreído Osorio avanzaba, pero con lentitud. El valeroso Ordóñez quería devorar las distancias y aparecer como un cometa sangriento en la aterrada capital. Su ardor belicoso le engañaba. Sus atrevidos esfuerzos hubieran escollado con las dificultades de una azarosa marcha, con la fatiga del soldado y con el desorden consiguiente. Osorio, más calculador o menos osado se opuso a la resuelta intención de Ordóñez, y gastó trece días con los que estuvo en Talca en atravesar la distancia que hay desde Cancharrayada hasta las orillas del Maipo. El día I.º de abril lo vadea por los lados de Lonquen y el 3 acampa en la hacienda de la Calera. Después de mil vacilaciones y recambios, decídese por fin a presentar combate, desplegando sus fuerzas hacia el costado del valle más desigual y ventajoso. Los patriotas no se amedrentan por esto y afrontan al enemigo con decisión y coraje. La lucha empezó; retumbó el aire a las descargas de ambos ejércitos, y al cabo de algunas horas el grito de «¡la patria es libre!» se unía a las gloriosas aclamaciones del soldado. La victoria fue completa.

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Casi todos los enemigos quedaron en el campo o muertos o prisioneros. Ordóñez entregó su espada a un valiente como él, y obtuvo de su enemigo las consideraciones y la honra que merece el valor. Osorio tomó la fuga, acompañado de algunos oficiales, y llegó a Talcahuano con uno solo. Ya no existían enemigos; Chile inauguraba una época nueva, y el 5 de abril era su primer padrón.

Rodríguez y su valeroso escuadrón resguardando otros lados, llegaron al campo de batalla cuando ésta estaba decidida; pero aún alcanzaron un triunfo que bien servía de corona al triunfo de Maipo. Ellos fueron los que acorralaron y rindieron al temible realista Ángel Calvo, célebre desde mucho tiempo como desertor de la causa independiente y como feroz caudillo. Dos días después recibió orden del Director el teniente coronel Serrano para perseguir a los fugitivos, y desde el mismo campo partieron inmediatamente. Rodríguez, al despedirse de sus bravos compañeros, les recordó los peligros pasados, les habló de la patria, de la libertad, les aconsejó con la ternura del amigo; y mientras ellos tendían riendas hacia el sur, Rodríguez se dirigía silencioso y pensativo hacia la capital, presintiendo quizá su triste muerte.

El escuadrón pasó el Maule y luego fue llamado a Talca, y allí por orden suprema desarmado. Desde Santiago destacaron con este objeto al regimiento de granaderos y el jefe de ellos, al mismo tiempo les intimó orden para que se presentasen al gobierno. Así lo hicieron, O'Higgins los recibió fríamente, les dijo que los llamaría en caso necesario y los despidió. Después muchos de ellos fueron violentamente perseguidos.

Hubo gente adicta y aduladora del Director que propalaba la ridícula invención de que Rodríguez pensaba con esa fuerza suscitar una reacción derrocar a O'Higgins.

La actitud del gobierno hostil para el ciudadano y la pletórica vanidad del Director Supremo, habían extendido una especie de malestar público que circulaba como una atmósfera empapada de vapores maléficos y de dificultosa respiración. Al cabo el 17 de abril reuniose en la sala capitular gran parte del vecindario y comisionaron a tres personas notables para que se presentasen al dictador, pidiendo la reorganización del antiguo cabildo, mientras se nombraba un congreso nacional que zanjase los derechos de la nación, y exigiendo la abdicación de una dictadura militar absorbente, incompatible ya con las necesidades progresistas y con las circunstancias del día. O'Higgins rechazó con altanería la justa proposición; reprendió a los comisionados, los llamó ingratos y fulminó un destierro contra dos de ellos.

Rodríguez había desempeñado un papel importante en este drama. Como tantas veces, su palabra había sido la reveladora de la libertad y la anatematizadora de toda esclavitud, de toda medida arbitraria. Plebeyo de corazón y de ideas, amaba al pueblo, lo enseñaba, lo dirigía, y creía firmemente que era nula y usurpada toda autoridad que no emanase voluntaria y   —131→   libremente de él. Pero sus rivales habían vuelto a tramar de nuevo su perdición con más seguridades que antes. Esta vez no se les podría escapar. La espada de los héroes se iba a convertir en arma alevosa. Ellos preparaban la traición y la infamia que debía consumar la bajeza y la cobardía. Llamose movimiento revolucionario, a la libre manifestación del pueblo y revoltoso incorregible, al mantenedor de sus libertades, al orador de sus derechos.

Para narrar los acontecimientos que se subsiguieron y el asesinato que los corona, nada mejor puedo hacer que copiar la carta siguiente, en la cual, un testigo de vista y de oídas, después de treinta y dos años pasados, refiere los hechos sin odio, en estilo llano y confidencialmente. Los que niegan la parte que ha tenido O'Higgins en ese asesinato quieren documentos públicos, exigen decretos firmados; pero eso ¿a dónde se encontraría? Cuando se comete una infamia se borra el rastro primero.

Copió primero la carta que da lugar a la otra de que he hablado:

Santiago, abril 6 de 1850.

Mi querido Manuel:

En este momento me ruega Ambrosio Rodríguez te dirija esta, con el objeto de preguntarle si supiste alguna vez el lugar cierto en que dieron sepultura a su digno y desgraciado tío don Manuel; porque desean trasladarlo al panteón y rendirle este estéril y dilatado homenaje. Yo recuerdo que eras tu ayudante de Alvarado, bajo cuyas órdenes marchaba preso para Quillota y tal vez fue asesinado. Como el fin de esta averiguación es el que te indico, y como también conviene dejar consignado en la historia este hecho atroz, me dirás confidencialmente cuanto recuerdes sobre el particular. Te escribo muy de prisa. Tu fino hermano y constante amigo.-

DIEGO JOSÉ BENAVENTE.

Coroney, abril 17 de 1850.


«A mediados de abril del año 18 fue aprehendido el desgraciado coronel don Manuel Rodríguez, por disposición del gobierno de aquel entonces, y remitido al cuartel de cazadores de los Andes (en San Pablo) a disposición del comandante del cuerpo, teniente coronel don Rudesindo Alvarado, natural de Salta en el Tucumán. Incontinenti hizo este jefe se nombrase una partida de veinte y cinco soldados, inclusos cabos y sargentos, de los de toda su confianza, bajo las inmediatas órdenes de los tenientes segundos don Manuel Antonio Zuloaga y don N. Navarro, el primero mendocino y el segundo español, oficial que había traído el general Milans a Buenos Aires. A esta escolta fue confiada la custodia del infortunado Rodríguez,   —132→   con la instrucción que ella sola era responsable de la seguridad del reo y que no debía recibir más órdenes que las que particularmente le impartiese el mismo comandante. En un cuarto que estaba a inmediaciones de la torre del templo, y en rigurosa incomunicación, permaneció algo más de un mes; pero cuando le tocaba a Navarro vigilarlo solía sacarlo a media noche a paseo disfrazado; se apartaban en la esquina del sur de la plazuela, y en este mismo punto se volvían a reunir una hora antes de diana para entrarlo a su prisión. Los amigos con quienes se veía Rodríguez en estas salidas nocturnas le instaban que aprovechase la circunstancia para escaparse; que quizá, le decían, su existencia corría riesgos; y él les contestaba que de ningún modo podía resolverse a dejar comprometido a un infeliz oficial que le trataba con tanta confianza; que era un caballero y no un cochino: estas eran sus terminantes palabras.

El 22 de mayo, poco antes de formarse las compañías, se me apersonó Navarro y me dijo: «Mi capitán (era teniente segundo agregado a mi compañía) tengo que confiar a Ud. un secreto muy importante y delicado; ya sabe que lo considero como mi único amigo en América; quiero que Ud. me dispense el favor de emitirme su opinión. -¿Sobre qué?, le reproduje. -Anoche, me contestó en seguida, he sido llamado, por el comandante y me ha llevado al palacio del Director sin decirme antes para qué. Llegamos a la pieza reservada de este señor, donde lo encontramos con el señor general don Antonio Balcarce; se nos mandó sentar después de saludarnos, y al poco rato se dirigió a mí el señor O'Higgins y me dijo: «Ud. como recién llegado al país quizá no tenga noticia de la clase de hombre que es el coronel don Manuel Rodríguez; es un sujeto el más funesto que podríamos tener, sin embargo de que no le faltan talentos y que ha prestado algunos servicios importantes en la revolución. Su genio díscolo y atrabiliario le hace proyectar continuos cambios en la administración, nunca está tranquilo ni contento, y por consiguiente su empeño es cruzarnos nuestras mejores disposiciones; además es un ambicioso sin límites. En vano el gobierno, y aun el general San Martín, han tratado de atraérselo tocando todos los arbitrios y ardides imaginables, mas nada, nada, ha sido suficiente. Para desprendernos de él, de un modo honroso y satisfactorio para él mismo, intentamos mandarlo a los Estados Unidos, investido con el carácter de nuestro representante; pero él encontró arbitrios para burlarnos, escapándose del castillo de San José en Valparaíso, donde se le tenía detenido hasta el momento de verificarse el embarque; para cuyo viaje, su comandante que está presente, debía entregarle una cantidad considerable de dinero que con este fin le había remitido el gobierno. Así es, pues, que los intereses de la patria exigen deshacernos de este hombre temible, y para realizarlo nos hemos fijado en Ud. Su comandante nos lo ha indicado como un oficial a propósito, y contamos seguro de que Ud. no se desdeñará de prestar este servicio importantísimo a la patria. Nuestro plan es que en la marcha que va   —133→   a emprender su batallón para Quillota, deberá caminar Ud. con el preso y la escolta como a distancia de una o media cuadra a retaguardia del batallón, sin permitir la más mínima comunicación de los soldados de éste con los de la escolta. Su alojamiento será siempre como a distancia de dos o tres cuadras del lugar donde se acampe el cuerpo, guardando la más estricta vigilancia del reo; y en uno de estos alojamientos, aprovechándose de cualquier a oportunidad que se le presente, le dará la muerte, bajo la inteligencia de que el gobierno le compensará satisfactoriamente este servicio.» Yo me quedé abismado al oír esta relación; callé y O'Higgins continuó: «Anoche se había llamado con el mismo objeto a Zuloaga, pero este joven es demasiado pusilánime, no se ha atrevido a perpetrar el hecho, nos ha contestado un disparate, y por último hemos convenido que no es el mas a propósito para el desempeño de tan importante comisión. Vamos, Navarro, no se detenga Ud., reflexione lo que le importa obedecer; pero cuidado, mucho secreto; este asunto sólo pasa entre nosotros. -Sin embargo de que casi se me obliga a entrar en tan espinoso negocio sin trepidar, he pedido 24 horas para decidirme y no sé qué decir esta noche que es cuando debo dar mi contestación.»

Absorto yo con el secreto, y temeroso de que todo esto fuese una red que trataba de tenderme, continuaba en mi silencio; mas instándome a que le dijese mi parecer, y la contestación que podría ocurrírseme le dije: «¿Por qué no se escusa Ud. como Zuloaga?» El me contestó entonces: «¿No considera Ud. que soy español, que no tengo relación alguna en el país, y que si no me presto a la maldita comisión que se me quiere dar, probablemente se desharán de mí por temor de que revele el secreto? Agregue Ud. que nuestro comandante es el que más me compromete.» Entonces me separé de él diciéndole: «Ud. sabrá lo que se hace.»

El 25 de mayo a la madrugada, emprendimos nuestra marcha para Quillota. Navarro, armado con las pistolas del mismo comandante Alvarado, caminaba con su escolta a retaguardia. Un capitán que mandaba la guardia de prevención, y que por consiguiente caminaba también a inmediación de la referida escolta, tuvo la ocurrencia o imprudencia de pasar a saludar al preso, poco antes de llegar a las casas de San Ignacio, brindándole un cigarro de papel, dentro del cual había escrito con lápiz las siguientes palabras: «huya Ud. que le conviene»; cuyo cigarro, dijo después Navarro, había sorprendido; y quizá esta fue la causa de algunas desgracias que sufrió el referido capitán12.

La noche del referido día 25 alojó el batallón en Colina, en una hacienda que se nos dijo era, de un señor Larrain, y creo es la misma que tuvo comprada el general Pinto. Aquí creí que se consumase tan horroroso atentado; pero no sé por qué motivo se hubiese suspendido. El 26 a la   —134→   madrugada salimos de este punto, y a las cuatro de la tarde llegamos a Polpaico. El batallón se extendió a las orillas de un arroyo que corre a inmediaciones, de las casas principales de la hacienda; y Navarro con su preso, y escolta se alojó en una casita que decían era una pulpería, distante como tres cuadras a nuestra retaguardia. A la oración, y estando yo con Camilo nuestro primo, paseando en nuestro campamento, oímos el estallido de una pistola. «Eh, me dijo éste, ya murió el amigo Rodríguez.» Inmediatamente se esparció la noticia silenciándose las circunstancias. Al día siguiente, también de madrugada, seguimos nuestra marcha, llegamos a San Pedro y el 28 entramos en Quillota.

El 30 me dio orden Alvarado para que formase un inventario de la ropa y demás cosas pertenecientes al finado Rodríguez. Entre todas estas prendas encontré una chaqueta verde bordada con trencilla negra y una camisa de estopilla, ambas ensangrentadas y rotas por la bala en la parte derecha del cuello, y eran las que seguramente tenía puestas en el momento del asesinato. En este momento, y delante de un sargento que me presentaba las diferentes piezas, no pude menos de exclamar: «ni aun la ropa que tenía le han dejado en el cuerpo.» Después de esto ya se decían las circunstancias del hecho; se nos dijo que Navarro para perpetrarlo se había desprendido de toda la escolta, quedándose solo con el cabo Gómez; que a unos había mandado por leña, a otros por agua y a los restantes por víveres al batallón. Quedando solo con dicho cabo y el señor Rodríguez, invitó a éste para ir a ver a unas vivanderas, situadas a las inmediaciones; y que caminando con este objeto le hizo llamar la atención sobre una que tenía regular figura; que en el momento de fijarse le había tirado el pistoletazo por debajo del poncho, poniéndole de repente la pistola cuasi en el mismo cuello, y que herido Rodríguez no había hecho más que dar dos vueltas y caer sin articular una sola palabra. En seguida Navarro se rompió con un cuchillo por tres diferentes partes la manta, para poder pretextar seguramente que la muerte había sido ocasionada porque fue primeramente acometido; circunstancia que intentó hacer valer, pero que Zuloaga se la anuló con su primera declaración en la causa que se quiso formar, y por la que aseguraba que la muerte se había cometido por orden del gobierno. También supimos que el cadáver se había traído a la capilla de Tiltil, y unos decían que había sido enterrado dentro de la misma capilla y otros en una barranquita que estaba a las inmediaciones; pero si existe el cura o sacristán que servían la parroquia en aquel tiempo, estos pueden dar la noticia exacta sobre este último respecto, que yo no puedo dar porque toda esta maniobra se hizo a nuestra retaguardia y de un modo tan sigiloso que fue imposible traslucirlo13. Don Bernardo Luco que tuvo el   —135→   arrojo de proponerse descubrir el hecho, me dijo a los pocos días que él sabía donde estaba sepultado, y según quiero recordar, parece me aseguró que lo había desenterrado. Si no estuviese este amigo tan distante de ésta, habría tomado alguna noticia de él.

Parece que no he andado muy flojo para cumplir con tu encargo; lo relacionado creo demasiado para que puedas dar una idea bastante circunstanciada a tu amigo. Dispensa, pues, los borrones, enmendaturas y demás faltas que encuentres en mi larga y minuciosa narración. Acuérdate que he sido únicamente soldado y después huaso14

Tu afectísimo hermano y mejor amigo.

MANUEL JOSÉ BENAVENTE.

Responda cualquiera que haya leído la carta anterior, si hay algo en ella que no parezca enteramente cierto. El que la ha escrito vive aún; y no puede suponerse interés personal de acriminar a otro, en un hombre que retirado de los sucesos tanto tiempo ha, puede considerarlos tales como pasaron. Por mi parte, creo que dicha carta es un documento interesante, que debe acompañar a la historia, como un testimonio más a la multitud de otros que confirman el asesinato aleve la complicidad de O'Higgins.

Debo aquí consignar un acto digno que embellece la memoria de un hombre, oscuro en su servicio, pero brillante por él solo. Invitado primero que Navarro, el teniente del mismo batallón Manuel Antonio Zuloaga, éste rechazando enérgicamente la inicua proposición, contestó: «que la espada que ceñía era para combatir al enemigo y no para asesinar patriotas.» Bellas palabras que debieran haber ruborizado a esos hombres que comprendían lo que era honroso, lo que era grande y lo que era mezquino y degradante.

O'Higgins recibió impasible la noticia que para todos era funesta como antes los preparativos de la expedición que debía zarpar al Perú. Navarro continuó prestando servicios y el capitán Benavente fue enviado a Buenos Aires y allí inmediatamente dado de baja.

Poco después se inició un proceso contra Navarro Zuloaga, llamado como testigo, reveló lo que sabía, y en su declaración acusaba al Director al mismo tiempo que a Navarro; mas éste y el proceso desaparecieron al poco tiempo. Los soldados que lo acompañaron en el crimen fueron enviados a Córdoba, y con recomendación especial para el coronel Bustos. Lo que es realmente cierto es que nunca se pensó en castigar al asesino porque temían las revelaciones. Al contrario, trataban de ocultar el crimen y propalaban rumores embusteros para tergiversar de esa manera la realidad. El hecho siguiente comprueba la verdad de este aserto. En la época del embarque de la expedición al Perú, hallábase en Valparaíso el anciano padre de   —136→   Rodríguez. Estaba allí no por su voluntad sino por orden superior. Sus otros dos hijos, don Ambrosio y don Carlos, militares también y desinteresados patriotas, seguían la desgraciada suerte de los hermanos Carreras, y sufrían como ellos las amarguras del destierro y de la persecución más tenaz. Un joven a la sazón estaba en Valparaíso y habitaba en la misma casa elite el infeliz anciano. Varias veces habían conversado juntos, y casi siempre la memoria del hijo sacrificado arrancaba lágrimas al desdichado padre. Para el joven, como para tantos otros, era un misterio la desaparición de Rodríguez. Amistado con uno de los ayudantes de San Martín y preguntándole sobre el destino de Rodríguez, oyó de boca del oficial que había sido enviado al Perú para preparar la llegada de la expedición, como antes lo había sido de Mendoza, para allanar el camino del ejército restaurador. Que por eso (le decía) se obraba con tanto sigilo; y añadía, con certeza que del valor de Rodríguez debían esperarse grandes cosas. Inmediatamente voló a comunicar a su triste amigo tan agradable noticia, consolándole y esperanzando mucho de su realidad. El anciano dio gracias al joven; pero le dijo que no creyese que eran sólo invenciones de sus enemigos, y que él estaba bien seguro de la muerte de su hijo; porque había visto en manos ajenas un reló que le había regalado en mejores días, como una prenda de cariño, de la cual no podría haberse desprendido jamás sino con la muerte. ¡Pobre anciano! su corazón estaba ya tan herido que no abrigaba ni podía abrigar ninguna esperanza.

Mientras duró el gobierno -de O'Higgins, ninguna voz acusadora se levantó en su contra; ni ¿cómo era posible que se levantase en la postración y abatimiento moral en que todos yacían? Los más atrevidos apenas osaban acusarle en secreto y en el recinto de su casa.

En el año 23, Navarro volvió a Santiago; fue denunciado como asesino de Rodríguez, y el gobierno de entonces lo mandó juzgar. O'Higgins había caído; pero el consejo, de guerra se compuso en su mayoría de adictos a O'Higgins, y por consiguiente de interesados en ocultar su crimen. Navarro nada confesó; invocaba para defenderse el testimonio de otros; en fin, vacilaba en todo y en todo mentía. El consejo falló sobreseer en la causa, y el asesino huyó protegido por jefes de alta graduación y personalmente interesados. El proceso y todos los documentos que comprometían en algo al gobierno de O'Higgins, fueron consumidos por el friego. Por eso hay fanáticos de O'Higgins que validos de la impunidad por falta de pruebas, niegan cuanto les desfavorece, llaman vulgaridad lo que es un crimen. Pregúntese a los hombres de aquella época y todos ellos responderán, con la convicción más profunda, que O'Higgins fue el asesino. Es ridículo exigir pruebas evidentes en una acción tenebrosa. Todavía la historia del gobierno de O'Higgins está incompleta. Los asesinatos y destierros de los patriotas en la otra banda, las prisiones de muchos de ellos en las casamatas del Callao, y los dobles suplicios en Santiago, son hechos horribles que la historia   —137→   no ha compilado aún, pero que recuerdan con estremecimiento súbito los hombres de aquella época.

Para deshacerse de Rodríguez, O'Higgins llamó antes que a Alvarado, a don Mariano Necochea; pero este bravo oficial, le contestó que si lo creía culpable lo hiciese juzgar, y que él lo fusilaría en la plaza pública. Necochea después ha negado este hecho. Tal vez por no reabrir heridas que querría ver cicatrizadas, el bravo de Junin, negaba un acto que le favorecía a costa de una infamia para algunos. También como Necochea hay otros cuya revelación sería la verdad, pero que se encierran en su silencio por las mismas causas. Yo he recogido datos de boca de un hombre de entonces, datos que con su nombre tendrían un merecido valor; pero que sin él son reprochables. Fue vocal del último consejo que juzgó a Navarro, y el único que reconoció su culpabilidad. Mas me está prohibido revelar su nombre.

Cayó al fin el gobierno de pandilla; y criando la justicia reemplazó al capricho despótico, los buenos patriotas don José Manuel Gandarillas y don Diego José Benavente, consagraron sus plumas al descubrimiento de la verdad, y esclarecieron mil hechos que habían oscurecido la mentira y la baja adulación.

O'Higgins después de su obligada abdicación, tuvo que marcharse a Lima. Allí arribó años después don Carlos Rodríguez, hermano de la víctima. Íntimamente convencido de que O'Higgins era el asesino, lo llamó secretamente a un desafío. O'Higgins rehusó batirse. Esquivaba el duelo no por cobardía; O'Higgins no se arredraba en el peligro. Temía quizá que la mano le temblase o que la vista vacilase extraviada ante la presencia de un hermano que reclamaba a su hermano vilmente asesinado. Enfurecido don Carlos con la negativa, lo insultó entonces públicamente, tal vez con sobrada acritud; y el héroe de Rancagua se despojó de su dignidad y descendió a una acusación jurídica. En esta, don Carlos salió condenado, como era de esperarse, pues que faltaban las pruebas y el delincuente las exigía. Un doctor Asensio fue el defensor de O'Higgins, y publicó en favor de su cliente un panfleto que merece por sus calumnias groseras, por sus exageraciones injustas y por sus chabacanos insultos el más solemne desprecio. En vez de ser justificación es una acusación contra O'Higgins. Más le hubiera valido para su reputación desdeñar e impedir la circulación de ese folleto denigrante, que escupe sobre Chile y sus mejores hijos, con la desfachatez de un leguleyo asalariado y con la desvergüenza de un escritor menguado.

Manuel Rodríguez murió en la flor de sus años; a los treinta y cuatro apenas, cuando hay mucho horizonte y muchas esperanzas. Todavía se ignora a donde yace su cuerpo; todavía el que salvó a su patria tantas veces aguarda el sepulcro que ha merecido. La posteridad es imparcial y su fallo es la justicia; ella lo coronará...

Historia de mi patria, caos deslumbrador; ¿quién manifestará tus formas,   —138→   quién purificará el oro de la escoria? Después de la fría narración de Thiers, ¿sonará el himno de Lamartine? ¿vendrá la epopeya luminosa de Michelet, resurrección de la justicia y redención de la verdad?

Una palabra más todavía. La generación presente es un árbol robusto; la savia del porvenir fluye por su corteza. Plantado en buen terreno crecerá para engrandecerse; extenderá sus ramas no por el inmundo suelo de las preocupaciones y maldades, sino por el espacio sublime de las grandes ideas, de las infinitas aspiraciones; y realizará así esa ley del progreso eterno que vivificándolo todo, todo lo alienta y reanima, desde el insecto hasta el hombre, desde la flor hasta el astro. Las ideas caducas, desaparecen, como una exhalación pantanosa y otras ideas más nobles, más verdaderas, agitan los cerebros, surgen de las tinieblas de la superstición, y se posan luminosas, como un manojo de rayos divinos, en las cunas de los que nacen, en los sepulcros de los que mueren. Todo se destruye para transformarse y variar de aparición. La humanidad es un sol sin occidente, que asoma en las cumbres del pasado transfigurándolo; que alcanza al meridiano del presente, descubriendo en un horizonte que jamás se estrecha o se oscurece, las fases de otros mundos, cuyas gigantes elipsis circundan un espacio, infinito y luminoso, sin término y sin fin. Pero es necesario volver la vista atrás para enviar un saludo de gratitud a los que nos han precedido; es necesario detenerse un poco para consagrar un recuerdo a esos hombres que nos dieron una patria y que no tienen siquiera sepultura; es necesario escribir en mármol esa historia que languidece olvidada como una página de oprobio iluminando en la piedra la cifra y la memoria. Las estatuas aisladas de fulano o de sutano son bellas como adorno artístico, realzan al escultor; pero no hablan nada al pueblo, no despiertan su pensamiento adormecido. No gira por ellas ese murmurio, dulce que parece el lamento de un pasado anheloso, que vibra en todos los labios como el resuello de una generación extinguida. Ante la efigie de un hombre, el pueblo pasa indiferente y descuidado; ante el monumento de una época, se siente conmovido de religioso amor, lo contempla y se postra. Además ¿por qué establecer esa separación? ¿por qué introducir esas excepciones? Nuestra emancipación no ha sido la obra de un solo hombre; todos han contribuido, todos se han sacrificado por ella, y la patria a todos debe estar reconocida. ¡Olvídense, pues, los rencores, las parcialidades vergonzosas; cesen las acusaciones injustas los ditirambos violentos; cada hombre traiga sus lauros, y donde se coloquen Freire y O'Higgins, aparezcan las figuras de Carrera, Rodríguez, Infante, Ibieta y tantos otros, formando unidos así el monumento de nuestra independencia, con toda la pureza de su gloria, con todo el resplandor de su idea!

GUILLERMO MATTA.

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ArribaAbajo- XI -

Don Tomás A. Cochrane


Conde de Dundonald


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Tomás Alejandro Cochrane nació el 27 de diciembre de 1775. Hijo de Archibaldo Cochrane, conde de Dundonald, sobrino del almirante Alejandro que alcanzó gran nombradía en la guerra americana, descendía de una de esas antiguas familias escocesas en las que el valor es hereditario con el recuerdo de las proezas de sus antepasados. Patricio de nacimiento, su padre siguiendo la costumbre general del país, resolvió dedicarlo a la marina desde su más tierna edad, aprovechando el valimiento de Alejandro Cochrane, que solicitó de transmitir a su familia el prestigio de sus empresas navales; divisaba también en el pequeño Tomás el germen de esa voluntad indomable, de ese arrojo impetuoso, de esa rápida ejecución del pensamiento que constituyen los genios militares.

Contaba once años apenas cuando le llevó su tío consigo, principiando su educación al cuidado del ilustre almirante, que uniendo la teoría a   —140→   la práctica estimulaba su valor en los peligros, ejercitaba su entendimiento en las maniobras, cultivando, la decidida afición que mostraba el joven para las artes de la guerra. Preparado en esta escuela, manifestábase su vocación cada día más irrevocable, sin embargo de las molestas dilaciones que entorpecen los primeros pasos en la profesión marítima, mayormente en países como Inglaterra, en los que se aumentan tanto más las dificultades de los ascensos, cuanto es más crecido el número de pretendientes; siendo un mérito nunca desmentido y frecuentemente ejercitado en largos años de servicios, el único camino que lleva a los elevados puestos.

Habiendo alcanzado su grado de teniente, pasó el joven Cochrane a servir bajo las órdenes de lord Keith, almirante británico encargado de cruzar las costas francesas y españolas (1797). La ocasión se ofrecía propicia a los anhelos del mancebo: rotas las hostilidades entre Inglaterra y las fuerzas unidas de Francia y España, el mar era teatro frecuente de encarnizados combates, como que los beligerantes comprendían que el dominio del océano, era la gran clave de los triunfos terrestres. Las flotas se empeñaban a menudo, ya en encuentros particulares, ora en combates generales, brindando siempre a la ambición juvenil inmenso campo para brillantes hazañas; y bajo estos auspicios no pasó mucho tiempo sin que Cochrane manifestase que no eran infundadas las esperanzas que su familia y él propio, cifraban en sus relevantes cualidades. Mandaba la Reina Carlota, aunque en clase de teniente por ausencia del capitán, cuando se avistaron en la bahía de Algeciras, varias embarcaciones enemigas atacando un pequeño buque inglés, que acosado por número superior parecía próximo a rendirse, logrando los agresores aferrarlo con amarras para sacarlo del puerto. El almirante Keith visto el peligro despachó a la Esmeralda y Reina Carlota en persecución del enemigo, que a poco andar abandonó la presa a la Esmeralda, mientras Cochrane lo seguía de cerca dándole caza sin consideración a la notable desigualdad de sus fuerzas: arrojo que amedrentó a los contrarios en términos de hacerles huir, protegidos por la noche que principiaba a caer y el viento que les soplaba favorable (1801).

Este rasgo del denuedo del teniente Cochrane no pasó desapercibido a los ojos del almirante Keith, quien aplaudiendo el bizarro comportamiento del joven, quiso estimular su valor confiándole el mando del Speedy de 14 cañones. Nada más halagüeño para Cochrane que el mando en jefe de un buque, sin la incómoda sujeción que humillaba su orgullo, esterilizando la belicosa actividad de su genio. Ardiente por temperamento, impetuoso hasta lo temerario, mañoso por sistema, solícito de ilustrar su nombre dando cima a peligrosas expediciones, era su índole predestinada para esa guerra de maniobras en que se burla la superioridad numérica del enemigo, para esos combates de abordaje en que los hombres se estrechan y las armas se confunden, para realizar esos dificultosos planes que tanto se desprecian al sospecharse concebidos, como maravillan y pasman al mirarlos   —141→   realizarse. Entregado a sus propias inspiraciones daba suelta a su ambición, mientras cruzaba los mares en busca de combates que a la verdad no escaseaban para el que los desease; pues los buques de ambas, flotas surcaban, las riberas en todas direcciones; y a poco tiempo topó con el bergantín Carolina que apresó; dándole alientos este buen éxito para acometer otras empresas de mayor importancia. Bordeando las costas españolas, encontró como a seis leguas de Barcelona la hermosa fragata Gamo, que enarbolaba el pabellón enemigo, montando 32 gruesos cañones y 319 hombres de tripulación; fuerzas infinitamente superiores a las suyas, y que a cualquiera otro habría parecido loca pretensión entrar con ellas en lucha tan desigual; empero Cochrane con ese instinto del genio que adivina los resultados, con la ceguedad del valor que nada ve mas allá del blanco de sus deseos, con la confianza que inspiran las convicciones profundas, supo infundir a su tripulación los bríos que le sobraban: y soldados y jefe se apercibieron para una riña a muerte, en la que no había otra probabilidad que el renombre alcanzado por las armas británicas y la persuasión que jamas abandona al marino inglés de que nunca la estrella de Albión se eclipsará en los mares. Cochrane comprendió muy bien que era necesario frustrar por medio de maniobras, la superioridad que daban al enemigo el número y alcance de sus cañones; así desplegando toda vela, se lanzó con cuanta rapidez era posible hasta colocarse muy próximo a los costados del Gamo; de manera que la altura de éste inutilizaba sus furiosas andanadas, que pasaban a muy subido nivel sobre la cubierta del Speedy, que podía reconcentrar todos sus fuegos en la fragata, demasiado pesada para moverse con la celeridad del pequeño barquichuelo inglés. Al cañoneo sucedió bien pronto la fusilería y tras esta diose la voz de abordaje, trabándose la riña con arma blanca, confundidos los combatientes en las cubiertas de ambos buques, menudeándose recios golpes, incierto el resultado hasta que la valentía de los unos, arrolló victoriosa el inmenso número de los otros, quedando el Gamo presa del Speedy que lo remolcó a sus costados (1801).

Cebada su actividad con el reciente suceso y juntándose con el Cangeroo, buque inglés empleado también en el crucero, resolvió atacar al enemigo en donde quiera que le encontrase; resolución que puso en planta llegado que hubo a su conocimiento que un convoy español, compuesto de tres buques de guerra, un jabeque, tres cañoneras y doce mercantes se abrigaba bajo las baterías de Oropeso (Castilla la Vieja). La empresa era arriesgada en gran manera; porque sobre excederles en número el enemigo, estaba protegido por la artillería de los fuertes terrestres, necesitándose apelar a toda la proverbial sangre fría del soldado británico para no cejar a la imponente vista de las baterías y buques españoles, que amenazaban acribillar con un diluvio de balas los pequeños buques ingleses. El, Speedy y Cangeroo siguieron derechamente y a toda vela su derrotero hacia el convoy y sin dignarse atender a los tiros que cruzaban en todas direcciones,   —142→   despacharon sus botes al abordaje: el combate se hizo general; buques y baterías desparramaban abundante metralla, arreciándose la pelea a medida que era progresivo el paso de los ingleses y se estrechaban los españoles, impotentes para resistir el impetuoso empuje de Cochrane que perfectamente secundado por el Cangeroo, conservaba siempre su impasible prudencia para aprovechar el espanto del enemigo. Los agresores después de dos horas de obstinada lucha, inutilizaron las baterías terrestres, echaron a pique el jabeque y dos cañoneras y marcharon directamente a los buques, salvándose los unos merced a la velocidad de su andar, huyendo los otros; porque no había como asegurarlos, quedando finalmente tres en poder de los vencedores. El combate duró tres horas de mortífero fuego y Cochrane recibió una pequeña herida.

Tras estas prósperas empresas que animaban más la fogosa movilidad de su genio, no era otro su pensamiento que conquistarse nuevos títulos para la consideración de sus conciudadanos, arrancando difíciles laureles en campos que ninguno se habría atrevido a explotar. Como todos los caracteres superiores desdeñaba las tardas vías que otros abrazan para alcanzar la celebridad: los grandes obstáculos, las dificultades insuperables eran sus elementos, lo maravilloso su aspiración, lo nuevo del pensamiento, lo rápido de la ejecución los encantos que buscaba, despreciando los medios términos, pequeños estímulos para saciar la voracidad de su espíritu, ávido de emociones proporcionadas a sus bríos. Bien luego se labró Cochrane una reputación acreditada por sus atrevidas operaciones en el Mediterráneo; parecía multiplicarse con su actividad para acudir a donde quiera que se presentase un enemigo que atacar, una aventura arriesgada que acometer; su nombre era repetido en toda la costa, con pavor por los enemigos, con aprecio por los suyos, y en solo diez meses que mandó ese despreciable barquichuelo de 14 cañones, hizo presa de 33 buques con 533 hombres de tripulación.

En 1802 un acontecimiento inesperado vino a retardar algún tanto la realización de las bellas esperanzas que se había formado el valeroso marino. Navegaba en su pequeño buque, cuando fue sorprendido y tomado prisionero por la armada francesa al mando del almirante Linois, quien bastante noble para apreciar el relevante mérito del joven teniente, permitió le conservar sus insignias, diole el tratamiento a que su valentía era acreedora, complacido además el prisionero con la amistad de muchos oficiales franceses, que sabedores de sus hazañas, se apresuraban a manifestarle la sincera admiración de una generosa rivalidad. A los pocos meses fue canjeado por el gobierno británico, que deseoso de recompensar sus buenos servicios le confirió el grado de capitán, dándole el mando del Arab, posteriormente el de la Pallas de 32 cañones; pero la paz de Amiens que sobrevino interrumpió la guerra y postergó para otros tiempos las empresas que Cochrane meditaba llevar a cabo.

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Aquella naturaleza nacida para la lucha y el peligro no podía vivir en la indolencia; éranle menester la acción, el movimiento, los dramas de inesperadas peripecias; condenado a la quietud dirigió su actividad a otro terreno, y echándose en brazos de la política buscó en las batallas parlamentarias la emoción de los combates navales. Incapaz de transigir con sus principios políticos, liberales por convicción, no trepidó en abrazar el partido contrario al ministerio: los liberales de Honington le ofrecieron sus votos; pero derrotado en esta primera campaña electoral, esperó a las siguientes elecciones en que obtuvo los sufragios de los opositores de Westminster; bien que disuelto muy luego el parlamento, apenas tuvo oportunidad para manifestar sus aptitudes oratorias; sin embargo de que jamás desperdició ocasión de hostilizar a los ministros, ya oponiéndose a sus medidas en las discusiones parlamentarias, ora en los meetings, constituyéndose tribuno de los intereses populares. Esta actitud independiente del marino, atraía las simpatías de ese pueblo tan celoso de sus derechos, como entusiasta por sus defensores, y mayormente citando en Cochrane concurrían dos circunstancias harto poderosas para distraerlo de sus tendencias liberales; pues por una parte, sus antecedentes de familia podían asegurarle un rango distinguido en el bando aristocrático y por otra su profesión le colocaba directamente bajo la dependencia, del gobierno.

Declarada otra vez la guerra entre la Inglaterra y la Francia fue encargado Cochrane de recorrer las riberas francesas, y haciendo este servicio echó el ancla en la embocadura del Garona, a corta distancia de los acantonamientos franceses (1806). Imposibilitado para aventurar un ataque contra el grueso de la armada enemiga, despachó sus botes a caza de las embarcaciones sueltas, viniendo aquellos a poco espacio remolcando la Frapayeuse de 12 cañones, mientras una corbeta los perseguía de cerca. Los botes se defendieron vigorosamente, y Cochrane entre tanto daba cara a tres buques enemigos, rechazándolos con sin igual celeridad, persiguiéndolos hasta encallarlos en la playa; que tal fue el espanto que los sobrecogió y tal la irresistible impetuosidad del capitán inglés. Corrido un mes apenas se encontró con la Minerva, buque muy afamado en aquellas costas y que montaba 44 cañones; los dos adversarios eran bien dignos de medir sus armas, reputada la Minerva por una de las mejores velas de la armada enemiga, y Cochrane considerado como uno de los más distinguidos marinos de esa escuadra, en la que es un héroe cada soldado y un Nelson cada jefe. El combate, como era de esperarse, fue terrible, sangriento, uno de aquellos en que cada combatiente cree ser el Horacio de su patria, disputada con ahínco la victoria, como una gloriosa presa que el valor de los unos, no podía ceder al arrojo de los otros; bien que después de la más encarnizada lucha, la gallarda impetuosidad de los franceses, tuvo que deponer las armas ante la porfiada intrepidez de los marinos británicos. Cochrane continuando su victoriosa carrera no se limitó solo a sus expediciones   —144→   en el océano, sino que bajó varias veces a tierra, arrasó muchos castillos en las playas francesas, asaltó los unos, incendió los otros, aterrorizadas las poblaciones riberanas, llevado su nombre en alas de la fama unido a terribles escenas, en las que la más inaudita audacia andaba a la par de la más refinada astucia.

Lanzado el grito en libertad en la península española (1808) tuvo Cochrane la honra de cooperar con sus esfuerzos para arrancar la presa de las garras del Emperador, tomando a los franceses el fuerte de Mongal, y defendiendo heroicamente el de Trinidad en la bahía de Rosas, con solo 160 hombres contra 1000 sitiadores; y vuelto al mar recorrió nuevamente las costas francesas, destruyó los telégrafos para entorpecer las comunicaciones del enemigo y saqueó los almacenes de provisiones que aquel tenía acopiadas para su escuadra.

La reputación de Cochrane se elevaba de día en día, orgullosa Inglaterra de sus expediciones, mientras él buscaba una nueva ocasión para mostrar al pueblo inglés cuan preciado valor tenían a sus ojos los sufragios de su patria. Ofreciose esta muy luego, tal tan arriesgada y fructuosa como pudiera ambicionada Cochrane. La escuadra francesa se guarecía en la ensenada de Aix Roads, confiada en las ventajas naturales de su posición que los más expertos marinos juzgaban inatacable, protegidos los buques por densos bancos de arena practicables sólo por embocaduras estrechas y bien guarnecidas. Lord Gambier, jefe de la flota inglesa, después de una prolija investigación juzgó imprudente si no descabellada y temeraria, toda tentativa de ataque, y se apercibía para separarse de aquel paraje, citando se presentó lord Cochrane comisionado por el almirantazgo para poner en ejecución el atrevido plan que había manifestado al gabinete británico, cuando éste sabedor de los conocimientos locales que Cochrane poseía, le consultó sobre los medios que pudieran arbitrarse para empeñar un ataque contra la flota enemiga. Cochrane expresó que en su opinión no era la empresa tan imposible como se juzgaba y que si se le facilitaban los medios, él tomaba sobre sí la responsabilidad del éxito. Decidido que se hubo el asalto, marchó Cochrane a reunirse con lord Gambier, a quien manifestó su plan que el almirante había juzgado un delirio, sino viniese de un marino harto afamado por la novedad de sus expediciones y la audaz originalidad de sus planes. Ocho botes cargados de materias combustibles se pusieron a la disposición del intrépido capitán, con más una fragata para auxiliarle; y favorecido por una noche oscurísima pudo deslizarse por los estrechos boquetes, lanzando los brulotes, cuando calculó que reventarían en medio de la flota francesa apiñada en un reducido espacio. Grande fue el espanto de los franceses al sentir a sus costados estallar los brulotes, que incendiados con terrible estrépito, iluminaban las tinieblas de la noche con las rojizas llamas preñadas de mortífera metralla. A medida que era crecido el pavor, aumentaba el desorden, imposibilitadas las embarcaciones para maniobrar,   —145→   confundidas las órdenes de los oficiales con la grita de los marineros, aferradas las llamas a tres navíos, enredándose las anclas de los unos con las de los otros, vanos los esfuerzos de los capitanes, que procuraban restablecer la serenidad en las tripulaciones amedrentadas, que ya amenazaban arrojarse a las aguas, ora se agrupaban sobre las cubiertas ignorantes de lo que acontecía: nada bastaba para mantener la disciplina, ya que no para defenderse contra enemigos perdidos en las sombras. Terrible fue el descalabro que sufrió la escuadra francesa, devorados por las llamas cuatro de sus navíos, ídose a pique uno hermosísimo de 74 cañones y mal parados los restantes; bien que Cochrane no quedó completamente satisfecho, echando en cara a Gambier que por su culpable negligencia se habían escapado algunos buques enemigos (1809).

Un clamor de admiración se elevó de todas partes, esparcida que fue la nueva de tan audaz empresa; la Europa toda dirigió sus miradas al esforzado capitán; la Inglaterra le condecoró con la honorífica orden del Baño, y el emperador Napoleón hablando de esta función de armas decía: «que si lord Cochrane hubiese recibido auxilio del almirante no habría salvado un solo buque de la armada francesa.» El Parlamento inglés quiso también contribuir con su contingente a la merecida ovación, votando una acción de gracias al héroe de Roads: mas como Cochrane divisase que el nombre de Gambier iría unido al suyo en este voto, eclipsándole tal vez, puesto que era el jefe aunque sólo aparente, manifestó en pleno parlamento que se opondría siempre a toda congratulación al almirante, cuya conducta era harto vituperable en su concepto. Tamaña injuria no podía menos que causar un profundo resentimiento a Gambier, originándose de aquí una amarga enemistad fructuosa en desagradables consecuencias para lord Cochrane, poderoso su rival con el ánimo de los ministros y el prestigio de su rango.

El gobierno conocedor de las raras cualidades que Cochrane manifestaba para el mando, quiso enviarle en clase de almirante a la cabeza de una escuadra destinada a cruzar el Mediterráneo; pero él temeroso de las maquinaciones de sus enemigos, rehusó tan honroso cargo y prefirió quedarse en tierra. Apartado de las peligrosas aventuras que tanto sonreían a sus inclinaciones, lanzado en la vida dispendiosa y opulenta de Londres, cautivado con los placeres de la gran capital, proporcionándole su título y la fama que alcanzaba la mejor acogida en los círculos aristocráticos, érale menester para sostener el brillo de su nombre, expender sumas inmensas que no guardaban proporción con su moderado haber. Las consecuencias de esta imprevisión no se hicieron esperar por mucho tiempo; las circunstancias pecuniarias del lord se hacían de día en día más difíciles; así no es de extrañar que aceptase como su tabla de salvamento el expediente que le propuso su tío Cochrane Jhonstone. Era éste el de comprar acciones en la bolsa, esperanzados en que la terminación de la guerra continental las haría   —146→   subir de precio; pero la guerra se prolongaba y el emperador Napoleón apareciendo a la cabeza de sus legiones invencibles, amenazaba dar un golpe de muerte al comercio británico, que arrastraría en su ruina a los especuladores de bolsa; y este acontecimiento era para Cochrane no sólo la decepción de sus esperanzas sino la pérdida de su reputación, ancha oportunidad para la calumnia, que sus enemigos sabrían convertir en desdoro de sus glorias. El dilema era apretado, los partidos extremos y la ruina segura, inminente y deshonrosa. Cochrane Jhonstone que le había colocado en aquella situación, arbitró un medio harto delicado, que era el de esparcir noticias falsas asegurando la derrota de Napoleón, lo que hacia subir los fondos a su máximun. Sobre si Cochrane tuvo o no participación en este plan nada decente, poco puede decirse de cierto, inclinándonos sin embargo a creer que debe absolvérsele, vistos los satisfactorios descargos que hizo de su conducta en un manifiesto que ninguno de sus enemigos se atrevió a contradecir. Lo cierto es que descubierta la intriga y llevado el asunto a los tribunales, lord Cochrane y su tío fueron condenados a un año de prisión y 2500 pesos de multa, condenación infamante y tanto más dolorosa, cuanto que el valiente capitán brillaba entonces en el cenit de su popularidad; empero, el pueblo de Londres supo hacer de esta sentencia un glorioso triunfo, levantando una suscripción para cubrir la multa. Prevenido el ministerio contra Cochrane por las opiniones liberales que siempre había manifestado en la cámara, vio en la ovación popular que se hacía al marino, una injuria al gobierno, y empeñado en humillar al bando liberal en uno de sus caudillos, le hizo borrar de la Orden del Baño, y llevó su encono hasta arrojarle del parlamento. Irritados los electores de Westminster por los violentos procederes del gobierno, procuraron lavar el baldón con que solícitos enemigos afeaban el nombre del héroe de Roads, eligiéndolo nuevamente como su representante en la cámara. Lord Cochrane detenido en una cárcel y sabedor de su elección, escaló las murallas se presentó en el parlamento con gran sorpresa de los circunstantes y mayor de sus enemigos, confundidos con tan original audacia: sordos murmullos discurrían por los bancos de la sala y la asamblea se manifestaba en gran agitación, cuando un alcaide vino a reclamarle en nombre de la autoridad, para conducirle nuevamente a la prisión (1814).

Fácil es concebir como después de este acontecimiento fuese insoportable a Cochrane vivir en el teatro de su desgracia. Apenas le fue posible anunció por los periódicos que deseaba ponerse al servicio de alguno de los nuevos estados sudamericanos, y pedía a sus amigos que le facilitasen algún dinero para trasladarse a la América. Don José A. Álvarez Condareo, nuestro comisionado en Londres, se apresuró a conferenciar con lord Cochrane, participando al gobierno chileno la oportunidad para hacerse de un jefe «quizá el más valeroso marino de la Gran Bretaña» y el dictador O'Higgins aceptó gustosísimo las propuestas del celebrado lord.

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El 28 de noviembre de 1818 arribaba lord Cochrane a las playas chilenas: Cochrane era para nosotros el símbolo de la unión entre la ciencia europea y el valor americano, entre la aventajada pericia de los pueblos del viejo continente y el ardoroso pero inculto entusiasmo de las nuevas naciones del mundo de Colón. Famoso ya su nombre, ilustrada su vida con heroicas expediciones que le elevaron al rango de las más distinguidas reputaciones, nos traía consigo esa nombradía militar que tanto influye en las batallas, inspirando en los camaradas la confianza del triunfo, e infundiendo en el enemigo el temor de la derrota; siendo muy de notarse que el noble marino, nacido en la tierra clásica de la libertad, se alistaba en nuestras filas no cual el codicioso aventurero que combate en donde quiera que haya valioso botín para su avaricia, sino como el desinteresado campeón de un principio moral que rinde la ofrenda de su espada en las aras de los pueblos oprimidos.

La llegada de Cochrane a nuestras riberas si bien fue recibida con merecido entusiasmo, colocaba a nuestro gobierno en una situación bastante embarazosa a consecuencia de los últimos sucesos marítimos que traían muy ocupada la atención pública. La escuadra nacional acababa de obtener una señalada victoria sobre las armas españolas en la bahía de Talcahuano; y el gobierno chileno temeroso de herir en su delicadeza al comandante Blanco, al bizarro jefe de la expedición que con tan singular brillantez había iniciado nuestras campañas marítimas, se encontraba perplejo, sin atreverse a proponerle que renunciase el mando. Pero el caballeroso Blanco, desoyendo los consejos que pudiera sugerirle un amor propio harto fundado en el éxito de su primera empresa, se dirigió espontáneamente a la autoridad haciendo dimisión de su cargo, y declaró del modo más sincero, que no trepidaba en posponer sus recientes glorias a la incontestable pericia del marino inglés, bajo cuyas órdenes se complacería en prestar sus servicios a la causa de la independencia.

Hechos los preparativos indispensables, el vice-almirante Cochrane se hizo a la vela con la primera división de la escuadra, compuesta de cuatro embarcaciones; la O'Higgins, el San Martín, Lautaro y Chacabuco (14 de enero 1819) y en esta vez siguió como antes la táctica que le era acostumbrada, táctica fundada en la rapidez de los movimientos y en el estímulo que daba al valor de los soldados con la familiaridad de los grandes peligros. El vice-almirante quiso terminar la campaña de un solo golpe decisivo y se encaminó al Callao, puerto en que se guarecían las fuerzas españolas, que quería sorprender bajo sus mismos baluartes, amedrentando al enemigo con un ataque cuya dificultad le hacía imprevisto; empero, entonces con gran desagrado suyo le fue imposible la realización de su proyecto; porque descubierta la armada nacional, los españoles se mantuvieron bajo las fortalezas del puerto, con una cautela que rayaba en cobardía, frustrando los expedientes que a Cochrane sugería su ejercitada astucia, sin   —148→   embargo de que la impaciencia de éste, le arrastró hasta la temeridad de introducirse entre la misma flota enemiga y mantenerse por dos horas con su solo buque, desafiando las balas de todas las fuerzas marítimas y de los castillos terrestres. Esta primera campaña, sin embargo de algunas presas, no produjo otros resultados que revelar a nuestra marina la conciencia de su propia fuerza, adiestrar las inexpertas tripulaciones y enseñar al pueblo chileno que las voces de la fama no eran exageradas cuando pregonaban las hazañas del vice-almirante, que en esta expedición no solo se manifestó intrépido y mañoso como se esperaba, sino también organizador infatigable empeñado en la instrucción de su tropa bisoña.

De vuelta a Valparaíso el gobierno dispuso que se hiciese nuevamente a la vela, al mando de nueve embarcaciones, abriéndose la segunda campaña, no ya bajo el plan de asaltar al enemigo que se juzgaba imposible, sino de incendiar sus naves por medio de brulotes que se traían apercibidos para el efecto; pero esta vez como antes los esfuerzos de Cochrane anduvieron estériles, contrariados por muchedumbre de circunstancias imposibles de evitarse, y nada pudo conseguir su diligencia de la impasibilidad del enemigo, protegido por los elementos y seguro en su ventajosa posición.

Permanecer más largo tiempo en aquella situación habría sido inoficioso; porque la flota española se manifestaba decidida a continuar en su prudente defensiva; así es que el vice-almirante se determinó a dar la vuelta a Valparaíso, agriado su ánimo con la esterilidad de la campaña, mal cumplidos los anhelos de su ambición, desvanecidas las lisonjeras esperanzas, que se habían cifrado en el éxito de la expedición. Érale necesario un triunfo ruidoso, de arriesgada consecución, para indemnizarle de la incómoda inacción a que se veía condenado; éranle necesarios los combates reñidos, algo de grande para ocupar su espíritu, algo de admirable para dejar al Pacífico el recuerdo de su nombre, ligado a gloriosas hazañas; y así entregado a su despecho, meditaba con ahínco sobre alguna empresa que arrancase su alma del desaliento que la embargaba. El asalto de Valdivia fue el resultado de sus meditaciones; y a le que el proyecto era digno del almirante, digna de celebrarse su sola concepción, admirable, maravilloso sí se llevaba a cabo, reportando ventajas de seria consideración para la causa de la independencia.

«El puerto de Valdivia es reputado, por el más fuerte e inexpugnable del Pacífico. Supóngase la angosta desembocadura de un río navegable, cuyas orillas guardan bosques espesísimos en que la luz del sol no puede penetrar. En la extensión de cinco leguas que hay de la punta exterior a la ciudad de Valdivia, una cadena de castillos, cuyos fuegos se cruzan en todas direcciones, dominan completamente la marina y son árbitros de todo lo que se coloca bajo su acción. Estos castillos son comenzando a contar por la banda del sur, los del Inglés y San Carlos, que están hacia la parte saliente de la costa: sigue Amargos que cierra la entrada principal con el   —149→   Niebla de la opuesta orilla: el Chorocamayo, que hace fuego con el Piojo, a poca distancia de los dos nombrados; en fin, el Corral, el Mancera y el Carbonero que dan frente a la avenida de los buques y cierran completamente el paso del río. Estas fortalezas estaban coronadas por 118 piezas de 18 y 24, y cada cual se veía resguardada con un friso profundo y una muralla.

Tal era el puerto que lord Cochrane iba a expugnar a viva fuerza, con sus 550 hombres de tierra y la marinería de sus tres buques.» (García Reyes. Memoria sobre la primera escuadra nacional).

Caía ya la tarde del día 3 de febrero de 1820 cuando nuestros buques Intrépido y Motezuma anclaron a la vista del enemigo, enarbolando la bandera española con que se pretendió engañar a las guarniciones de las fortalezas aunque infructuosamente; pues repetidas descargas manifestaron la voluntad que tenían los españoles de aprovechar lo inexpugnable de sus posiciones y castigar en la escuadra chilena la inaudita osadía de su jefe. El enemigo concentró en el fuerte Inglés 300 hombres aguerridos y despachó una partida de 75 para impedir el desembarque de los patriotas, los que arrostrando la recia fusilería de la tropa apostada en la ribera, lograron apoderarse de ella, mientras la partida española se retiraba a reunirse en el fuerte con el grueso de la división. Los agresores, favorecidos por las tinieblas de la noche, emprendieron el asalto de la fortaleza, escalando las murallas, y se lanzaron furiosamente sobre los sitiados, que sobrecogidos de espanto a tan inesperado ataque, abrieron precipitadamente la puerta del fuerte huyendo por allí los unos, arrojándose los otros por los muros, completamente desorientados y en tan derecha derrota, que una partida que acampaba a espaldas de la fortaleza, contagiada por el ejemplo de sus compañeros, abandonó también el campo a los nuestros. Dueños del fuerte Inglés, la rendición de los otros castillos no ofreció considerable dificultad, y Cochrane que seguía con avidez cada paso de nuestras tropas, tuvo la satisfacción de ver su atrevida tentativa coronada del éxito más completo, de manera que al día siguiente pudo tomar posesión de la ciudad en nombre de la República.

La toma de Valdivia fue no solamente uno de los más hermosos hechos de armas que ilustran los fastos de nuestras guerras, no solo una de esas funciones militares que recuerdan a la imaginación las edades heroicas de la caballería, sino también un acontecimiento político de fructuosas consecuencias para la lucha de vida o muerte en que estaba empeñada la República: Valdivia era el núcleo de acción para las fuerzas españolas, el punto de apoyo de las guerrillas del sur acaudilladas por el feroz Benavides, el baluarte inexpugnable a que se aferraba con porfía el humillado poderío de la metrópoli. El gobierno de Chile se mostró altamente satisfecho del distinguido comportamiento del vice-almirante y como manifestación de su gratitud le obsequió la hacienda de Quintero y decretó a la división que   —150→   sirvió bajo su mando una medalla con esta inscripción: La patria a los heroicos restauradores de Valdivia.

Rendida Valdivia, el Gibraltar del pacífico, lord Cochrane no consentía en volver a Valparaíso hasta no concluir con el último resto del ejército español, y con este propósito tomó por blanco de sus operaciones la isla de Chiloé, en que se mantenía fuerte todavía una división enemiga al mando del general Quintanilla. Sin embargo la intentona era aún más arriesgada que la anterior y los peligros subían de punto a proporción que las filas patriotas se habían disminuido con la guarnición que fue necesario dejar en Valdivia, a lo que debe añadirse la completa inutilidad de dos de las mejores embarcaciones expedicionarias; mientras los españoles contaban sobre mil veteranos, numerosas milicias bien disciplinadas y bien resguardados sus acantonamientos por la fortaleza de Aguí, que dominaba gran extensión de mar con sus poderosas baterías.

Los esfuerzos del vice-almirante sobre la playa de Chiloé, aunque tan hábilmente secundados por los jefes chilenos, no surtieron otro efecto que poner más en claro el valor de nuestros soldados, que tras varios y encarnizados encuentros se vieron obligados a retirarse a los buques de la escuadra; mas no como derrotados que huyen desalentados dando espaldas a los perseguidores, sino que cediendo al número superior y a la superioridad de las posiciones, emprendieron una honrosa retirada en la que sabían infundir al enemigo el respeto que se debe al valor, aunque contrariado por las circunstancias.

Desalojados casi completamente los españoles de nuestro territorio, el gobierno de Chile resolvió llevar a ejecución el gigantesco proyecto de lanzar sobre el Perú nuestras armas victoriosas; proyecto de vital trascendencia y que sobre envolver la idea de la fraternidad americana en el común empeño de la independencia, encerraba por otra parte el objeto político de atacar el poder de la metrópoli en su propio corazón. El general San Martín, jefe de las fuerzas marítimas y terrestres, debería expedicionar por tierra, mientras Cochrane a la cabeza de la escuadra, protegería las costas, daría caza a las naves españolas que pudiesen surcar estos mares y apretaría el sitio del Callao. Este puerto le había sido dos veces fatal: dos veces la prudencia española había burlado su maña; y el ilustre almirante desde que divisó la bahía, se propuso manifestar al enemigo que en esta ocasión venía decidido a vengar la pasada afrenta de su inacción sin que los obstáculos materiales fuesen poderosos inconvenientes para arredrar al genio despechado. Como preludio de la campana, ejecutó a la vista del mismo enemigo, una de aquellas acciones que se conservarían por la tradición con los colores de la fábula, a no ser tan numerosos los testigos que las transmiten a la posteridad con la autenticidad de la historia.

«La bahía del Callao está cerrada por la isla de San Lorenzo que deja dos entradas al surgidero; la que cae a la parte del N. O. es ancha y espaciosa   —151→   y por ella hacen su entrada los buques; la del S. O. es estrecha y sembrada de escollos por lo que se le llama el Boquerón. Jamás se había visto pasar por esta boca mas que los barquichuelos, llamados místicos que hacen el comercio de la costa y cuya dimensión ordinaria no pasa de cien toneladas. Sin embargo a Lord Cochrane se le ocurrió atravesar el Boquerón con una fragata de 50 cañones. Los enemigos viendo hender la O'Higgins por aquellos siempre respetados escollos, creían a cada momento verla fracasar y alistaron las lanchas cañoneras para atacarla en el momento que hubiese dado en el peligro. Para gozar del espectáculo la guarnición de los castillos se había subido a lo alto de las murallas, y las tripulaciones de los buques suspendido sus faenas, quedaron con la vista fija aguardando el resultado de aquella extraña aventura. Mas con sorpresa de todos, la O'Higgins cruzó serena por medio de las rocas, dejando atónitos a los espectadores que no podían darse razón del extraño desenlace de aquel audaz capricho. El paso del Boquerón ha sido un suceso que ha quedado grabado en la imaginación del pueblo del Callao, y la tradición muestra aún asombrada el lugar por donde surcó el almirante Cochrane.» (García Reyes).

La escuadra española estacionada en el Callao estaba colocada de una manera en extremo favorable, no solo para eludir el ataque de cualquiera agresor, sino para rechazar a un enemigo cuyas fuerzas fueran en extremo mayores. La línea formada a manera de semicírculo se componía de la fragata «Esmeralda», una corbeta, dos bergantines, dos goletas de guerra; tres grandes buques mercantes armados y veinte lanchas cañoneras; y no contentos aun se habían rodeado de cadenas y palizadas flotantes, guareciéndose bajo los 200 cañones de los castillos.

La fragata Esmeralda había excitado desde luego la codicia del Vice-Almirante, que apenas concebido el deseo, trató de satisfacerlo, penetrando en la línea enemiga por el estrecho boquete que se había dejado en las cadenas para la entrada de los neutrales. Al efecto apercibió 240 hombres de los más aguerridos y el 5 de noviembre a las diez y media de la noche, 14 botes se destacaron silenciosos de los costados del buque almirante, distribuidos, en dos líneas paralelas de las cuales era la una encabezada por el Vice-almirante en persona, dirigida la otra por el intrépido capitán Guisse. A las doce de la noche llegaron a la línea de cañoneras enemigas y habiendo un centinela gritado «¿Quién vive?» «silencio o mueres», le dice Lord Cochrane y continuó su derrotero a la Esmeralda que a poco rato se vio cercada de nuestros botes, cuyos jefes seguidos por la tropa salieron al instante sobre la cubierta de la fragata, tomando Guisse el costado de babor, mientras Cochrane trepaba por el de estribor dando muerte al centinela. Ambos jefes se dieron la mano en la mitad de la cubierta como Wellington y Blucher en el campo de Waterloo ambos a una animaban la entusiasmada soldadesca. Bien que cogidos de improviso los españoles,   —152→   trataron de rehabilitarse de la sorpresa haciendo una desesperada resistencia en el castillo de proa, en el cual sostuvieron un recio fogueo por más de un cuarto de hora: la lucha era tremenda en la oscuridad de la noche; enardecidos los combatientes con su rabia los unos, con su entusiasmo los otros, mortales todos los golpes en la pequeña distancia que los separaba. Después de esta breve pero sangrienta pelea, la fragata quedó en poder de los abordadores con una pérdida por nuestra parte de 11 muertos y treinta heridos entre los que debe contarse el bizarro almirante aunque no de gravedad; mientras la del enemigo subía a 175 hombres. El clamoreo de los soldados, el ruido de la fusilería y el brillo de los fogonazos puso en alarma a toda la bahía: los castillos principiaron a funcionar con graneadas descanas siguieron también las cañoneras y las balas granizaban por todas partes. Los buques neutrales para no ser confundidos con los asaltadores en el mortífero fuego izaron unos faroles que era la señal convenida con los españoles en caso de alguna alarma; pero Cochrane supo sacar partido de esta circunstancia; pues se valió de la misma, señal de los neutrales y pudo de esta manera sacar a remolque a la Esmeralda y además una lancha cañonera. La captura de la Esmeralda bien podía compararse al asalto de Aix-Roads y este golpe de mano tan audaz como afortunado, destruyó para siempre la prepotencia española en nuestros mares.

Con el apresamiento de la Esmeralda termina la gloriosa campaña que suplantó en el Pacífico el estandarte republicano al pendón de la metrópoli y las operaciones subsiguientes pertenecen más bien a la crónica privada que puede dispensarse de narrar el biógrafo, mayormente estando sin ofrecer el interés histórico, traen al pensamiento amargos recuerdos, que mal se ligarían a la justa memoria de aquellos días. El Vice-almirante se había retirado a su hacienda de Quintero y desde allí juzgando terminada la tarea que tan noblemente se impuso y que con tanto acierto satisfizo, dirigió una comunicación al Gobierno, en la cual hacia dimisión de su cargo, para ponerse al servicio de otra sección americana que batallaba a la sazón por conquistar su independencia. Era ésta el imperio del Brasil, cuyos disturbios políticos le habían llevado a términos de constituirse independiente de la dominación portuguesa y que habiendo menester jefes cuya pericia guerrera estuviese acreditada hizo a Lord Cochrane las más lisonjeras proposiciones para que se pusiese, al mando de la Escuadra Brasilera.

Aceptadas las ofertas del Emperador, Lord Cochrane a la cabeza de sesenta naves bloqueó el puerto de Bahía en que se habían hecho fuertes los portugueses que contaban una escuadra de ochenta velas y contra la cual no trepidó el impávido Lord en presentar batalla. Mas el enemigo la rehusó y aprovechando el viento, se alejó de la armada independiente, lo que visto por Cochrane principió a darle caza y logró capturarle muchas de   —153→   sus embarcaciones; se apoderó de gran cantidad de armamento que conducían y volviendo a tierra se rindieron en sus manos las plazas de Para y Maranhan. El Emperador agradecido por las ventajosas adquisiciones materiales que le reportaron las rápidas proezas de Lord Cochrane le creó noble del imperio con el título de Marqués Maranhan; mas como la tierra hubo de terminarse, Cochrane para quien la inacción era la muerte, resolvió volver a su patria, a donde había ya llegado su nombre con el nuevo prestigio que le añadiera el interesante rol que le cupo representar en ese bello drama de la emancipación americana.

Llegado a Inglaterra, un nuevo campo se ofrecía a su actividad una nueva causa, noble en su origen, simpática para el universo todo y que por entonces traía en gran manera precipitada atención de la Europa, vino a reclamar el tributo de sus servicios. La patria de Milcíades, resucitada de su letargo a los cantos de Rigas, se aprestaba a ceñir la espada de Maratón, disputando a los sectarios de Mahoma esa tierra consagrada con la sangre de los héroes que inscribieron sus nombres entre los mártires de la libertad. La Europa civilizada apoyaba a la Grecia contra la Europa bárbara y los más famosos capitanes se apresuraron a enrolarse en esa cruzada de la civilización y libertad cristianas contra la ignorancia y tiranía del paganismo: cúpole también a Cochrane la honra de ocupar un puesto disminuido en las filas libertadoras, dándosele el título de Gran Almirante; empero sus talentos encontraron muy pocas ocasiones en que ejercitarse, desde que las flotas combinadas de Inglaterra y Rusia destrozaron completamente la armada otomana. Sin embargo los piratas experimentaron con escarmiento su infatigable actividad y la Grecia unió su voz a la América en los aplausos al héroe que había combatido por la emancipación y gloria de tantos pueblos.

Desde esta última campaña la vida de Cochrane ha sido la del gladiador que descansa sobre los laureles de cien combates, que concluida la marcial tarea se retira del palenque que ha ilustrado con su nombre, para servir de admiración a los que presenciaron sus hazañas y de estímulo viviente a los que pretenden imitarlas. La Inglaterra supo perdonar al héroe el descarrío de un momento en favor de los méritos de tantos años y le restauró a sus honores y dignidades, confiándole diversas comisiones que ha llevado a cabo con su acostumbrado acierto. La muerte de su padre le ha hecho conde de Dundonald, uniendo la distinción de la cuna a los títulos del valor.

Hijo mimado de la fortuna, Cochrane ha sido uno de esos invencibles combatientes de la antigua mitología, uno de esos temerarios paladines de los siglos caballerescos, de infatigable actividad, de ardiente y nunca desmentido arrojo: soldado de la libertad, ha combatido en donde quiera que haya habido un pueblo esclavo alzándose contra el yugo del opresor. Hay en sus batallas algo que recuerda los torneos de la edad media,   —154→   por lo caballeroso del guerrero, por esa porfiada bravura que sólo la fe y el amor a la libertad pueden infundir: hay algo en ellos de esos sangrientos encuentros de los españoles y araucanos, por lo encarnización de la lucha, por las fabulosas proezas de los combatientes. Su táctica ha sido vencer, casi siempre con fuerzas inferiores, sus máquinas de guerra el denuedo de sus soldados, su propio arrojo, su inalterable prudencia, y como los grandes capitanes, como César y Napoleón, la rapidez de los movimientos, lo súbito del ataque, el irresistible empuje de los primeros choques, fueron siempre sus medios de triunfo.

Cochrane no es un guerrero adocenado; pues la historia de los tiempos en que han florecido las más eminentes capacidades guerreras, le ha consagrado hermosas páginas entre Nelson y Gravina: no es uno de esos hombres vulgares a quienes el caprichoso impulso de la fortuna ha arrancado de la oscura esfera en que habían nacido para vegetar; pues cada uno de sus grados ha sido una victoria y cada victoria un esfuerzo admirable de intrepidez y talento; no es una de esas figuras que tan a menudo encontramos en la historia y que como los héroes de teatro pasan delante de nosotros sin dejarnos un recuerdo de sus acciones; porque sus hechos de armas han servido para conquistar la libertad o afianzar la independencia de cuatro naciones que le adoptaron como su campeón, para bendecirle después como su libertador.

JOAQUÍN BLEST GANA.




ArribaAbajo- XII -

Don José de San Martín


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Durante la famosa guerra de la Península, que tan honda brecha abrió al poder hasta entonces incontrastable de Napoleón, la juventud española desprovista de otro teatro de acción para desarrollar las dotes del espíritu o la energía del carácter, acudía presurosa a los campamentos improvisados por la exaltación guerrera del pueblo, y probaba a cada momento cuánta savia circula aún por las venas de aquella nación, cuyo vuelo han contenido instituciones envejecidas. La cordialidad fraternal que une fácilmente a hombres que tienen que partir entre sí iguales peligros y esperanzas, aumentábala el entusiasmo que exaltaba las pasiones. Generosas, haciéndola más expansiva la genial franqueza del carácter castellano. Entre aquella juventud bulliciosa, ardiente y emprendedora, tan dispuesta a una serenata como a un asalto, tan lista para escalar un balcón como una fortaleza, partían de habitación y rancho dos oficiales en la flor de la edad, y llegados a los grados militares, que son como la puerta que conduce al campo de los sueños de ambición. Era uno el capitán Aguado, llamaban al otro el mayor San Martín.

Las vicisitudes de las campañas separaron los cuerpos en que servían   —156→   los amigos; terminose la guerra; el tiempo puso entre ambos su denso velo, trascurrieron los años y no se volvieron a encontrar más en el camino de la vida. Quince años después empero, hablábase delante de Aguado de los famosos hechos de armas, en América, del general rebelde San Martín. Es curioso, decía Aguado: Yo he tenido un amigo americano de ese apellido, que militó en España. San Martín oyó nombrar al banquero español Aguado. ¡Aguado! ¿Aguado?, decía a su vez, he conocido a un Aguado; pero hay tantos Aguados en España...

San Martín llegó a París en 1824, y mientras hacia una mañana su sencillo y ruido tocado, introdúcese en su habitación un extraño, que lo mira, lo examina y exclama aún dudoso, ¡San Martín! -¡Aguado, si no me engaño!, le responde el huésped, y antes de cerciorarse, estaba ya estrechado entre los brazos de su antiguo compañero de rancho, amoríos, y francachela. ¡Y bien!, almorzaremos juntos. -Eso me toca a mí, respondió Aguado, que dejó en un restaurante pedido almuerzo para ambos. Dirigiéronse luego, de la Rue Neuve-Saint-Georges, hacia el Boulevard y andando sin sentir y conversando, llegaron, en la plaza Vendome, a la puerta de un soberbio hotel, en cuyas gradas lacayos en libreas tenían en palanganas de plata la correspondencia para presentar al amo que llegaba. San Martín se detuvo en el primer tramo, y mirando con sorpresa a su amigo «¡pues qué!» le dijo «¿eres tú el banquero Aguado?» «Hombre, cuando uno no alcanza a ser el Libertador de Medio Mundo, me parece que se le puede perdonar el ser banquero.»

Y riendo ambos de la ocurrencia y echándole Aguado un brazo para compelerlo a subir, llegaron ambos a los salones, casi regios, en cuyos muelles cojines aguardaba la señora de la casa.

Desde entonces San Martín y Aguado, el guerrero desencantado y el banquero opulento, se propusieron vivir y tratarse como en aquella feliz época de la vida en que ningún sinsabor amarga la existencia. Estableciose San Martín en Grand-Bourg, no lejos de París y a sólo algunas cuadras de distancia del Chateau Aguado, mediando entre ambas heredades el Sena, sobre el cual echó el favorito de la fortuna un puente colgado de hierro, don hecho a la común, servicio al público, comodidad puramente doméstica para él, y facilidad ofrecida al trato frecuente de los dos amigos. Por largos años los paisanos sencillos del lugar vieron sobre el Puente Aguado, en las tardes apacibles del otoño, apoyados sobre la baranda y esparciendo sus miradas distraídas por el delicioso panorama adyacente, aquel grupo de dos viejos extranjeros, el uno célebre por aquella celebridad lejana y misteriosa que ha dejado lejos de allí hondas huellas en la historia de muchas naciones, el otro conocido en toda la comarca por el don inestimable con que la había favorecido. Murió Aguado en los brazos de su amigo, y dejó encargada a la pureza y rigidez de su conciencia, la guarda y distribución de sus cuantiosos bienes.

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¡También ha muerto San Martín! Pero su nombre queda aún viviendo en las tradiciones de la América, hasta que la historia lo recoja para esculpirlo en sus tablas de bronce.

No es esta la tarea que nos hemos impuesto en estas breves páginas. Los grandes hechos en que él tuvo la parte más notable requieren para ser narrados con verdad y exactitud, las vigilias del historiador; pues sería ligereza indisculpable, lanzarse a tientas a retrazar el camino que siguieron aquellos que tuvieron en sus manos el destino de las naciones, y que con una palabra suya, o un movimiento de su mano, en momento dado, desquiciaron mundos o echaron a rodar dominaciones por largos siglos cimentadas.

En la margen derecha del majestuoso Uruguay, más arriba de las cascadas que interrumpen el tránsito de las naves, está situada, entre naranjales y palmeros, la villa de Yapeyú, habitada principalmente por indios, de los que la misteriosa ciencia social del jesuita redujo a la vida civilizada, en aquellas comarcas que aún llevan en su memoria el nombre de Misiones, y que hoy entran a formar parte de la provincia del Entre-Ríos. Allí nació don José de San Martín por los años 1778, y habiendo su padre dejado el gobierno de aquella población ocho años después, se estableció en España a fin de proveer a la educación de su hijo, quien, en virtud de los méritos de su padre, contraídos en el Real Servicio, fue admitido en el Colegio militar de Nobles de Madrid, en donde aprendió los rudimentos científicos de la ciencia de las batallas, con que tan bellos y codiciables dominios había de segregar más tarde a la corona de España.

La guerra de la Península le ofreció a poco, escuela práctica en que ejercitar las raras dotes que le habían de asegurar lugar prominente entre los grandes capitanes del siglo. Maestros eran, en el arte de la guerra los enemigos, a quienes el denuedo castellano tenía por empresa que vencer y más que en las operaciones de los suyos, iba diariamente, espada en mano y con ojo escudriñador, a cosechar laureles y lecciones en las filas de las legiones Imperiales.

San Martín estrenó su espada el día mismo en que la España obtuvo su primera victoria, en la famosa batalla de Bailén, en que Castaños rindió a la división imperial de Dupont, y la Europa concibió la primera vislumbre de esperanza, de contener la audacia siempre feliz y cada vez más invasora del vencedor de las Pirámides, Marengo, de Jena y de Austerlitz. Desde allí, de grado en grado ascendiendo, bajo las órdenes sucesivas de los generales de la Romana, Compigny y Wellington, continuando su carrera entre triunfos, laureles y fatigas, en las campañas de Andalucía, Centro Extremadura y Portugal, llegó a obtener el grado de teniente coronel y reputación de uno de los oficiales más diestros para acechar al enemigo, envolverlo, o hacerlo caer en un lazo, en aquella guerra de asechanzas y de guerrillas; y del más impertérrito sableador, citando era necesario terminar   —158→   a filo de espada la victoria que habían comenzado hábiles maniobras o sagaces estratagemas.

Sorprendiolo en medio de los campamentos la nueva de la insurrección de la América, y una revelación súbita de sus futuros destinos en teatro tan vasto y en empresa tan sublime, le hizo comprender que la guerra de la Independencia que hacía en favor de la España, debiera hacerla contra ella en favor de su lejana y esclavizada patria. Desde entonces su partido estaba tomado, y dejando el servicio de la España, extranjero ya para él, embarcose para Inglaterra, púsose allí en contacto con los patriotas, y se hizo a la vela para Buenos Aires, dando casi desde su llegada principio glorioso a la gigantesca obra de asegurar la independencia americana. Su primer ensayo fue la creación del regimiento de granaderos a caballo, aquel brillante cuerpo de jinetes que en Riobamba hacia alarde de su pericia, y dejaba atónito al gran Bolívar y desconcertados, estupefactos, a los españoles, que escaparon al filo de sus sables. Mostró por primera vez el temple acerado de su organización aquel por siempre famoso cuerpo de caballería, en el combate de San Lorenzo, a las márgenes del Plata, bajo el ojo experimentado de su jefe, quien elevado al rango de coronel se fue a dirigir las operaciones del ejército del Alto-Perú, y pasó a poco a establecerse en la provincia de Cuyo para emprender la reconquista de Chile, que las civiles discordias de sus hijos habían librado de nuevo al yugo de los antiguos amos. Todos los grados de San Martín en la carrera de las armas, hasta esta época, son apenas comparables a la fogosa juventud que desarrolla y ejercita sus fuerzas. San Martín, Intendente de Cuyo y jefe del ejército de los Andes en cuadros, hallábase en la edad feliz en que la ardiente impetuosidad del joven está ya templada por la prudencia de la edad provecta. Treinta y seis años cumplía el guerrero que debiera subordinar una juventud indisciplinada y turbulenta, contener caudillos hostiles entre sí escapados de los últimos descalabros de Chile, iniciar masas bisoñas en las artes y disciplina de la guerra europea, improvisar recursos en el corazón de la América, burlar la vigilancia y la estrategia española, y con los Andes nevados y casi inaccesibles por delante, y los recuerdos de la guerra de titanes en que anduvo confundido entre las legiones Napoleón y Wellington, trazarse campos de batalla en Chile y por entre la nube misteriosa de hechos futuros que la previsión y el genio evoca, sonar en escuadras flotando sobre el Pacífico, para deshacer la obra de Pizarro y acaso llevar su nombre, sus armas y sus victorias hasta Méjico, fundar naciones a su paso, y eclipsar con su gloria la de todos sus rivales en esfuerzos. San Martín en Mendoza es el genio creador, el Hermes trimejisto de los antiguos, político, guerrero, diplomático. Brotan legiones a su soplo, fecunda la ciencia de aplicación, para ingeniarse contra las dificultades, imprime a los suizos la convicción de su fuerza, y tiene a sus enemigos en Chile aturdidos y desconcertados, sin poder penetrar el   —159→   misterio que cubre los planes de astuto soldado, que por medio de parlamentos solemnes con los indios, por cartas escritas por la fuerza, fingiendo revelaciones importantes, por rumores hábil y misteriosamente esparcidos en Chile por agentes chilenos, patriotas y denodados hasta el martirio, hace durar tres años aquella farsa de Dijon que sólo pudo engañar quince días.

El 24 de enero de 1817 daba a un amigo el detalle de su plan de campaña, con ese laconismo de la previsión que es peculiar al genio: «El 18 empezó a salir el ejército, y hoy concluye todo de verificarlo; para el 6 (de febrero) estaremos en el valle de Aconcagua, y para el 15 ya Chile es de vida o muerte.» ¡El quince entraba en efecto el ejército victorioso en Santiago!

Tenemos a la vista una larga correspondencia íntima de San Martín, que principiando en 1816 en Mendoza, continua en Córdoba, en Chile y en el Perú con el mismo individuo, y en esta crónica que el acaso ha salvado, se encuentran aquí y allí los eslabones de una cadena de sucesos que la historia ha recogido ya dislocados y separados. La correspondencia íntima de los hombres que han impreso su acción a los pueblos, es el más auténtico documento que pueda citarse para apreciar el espíritu que guió a los protagonistas. ¿Quién se imagina, por ejemplo, que San Martín haya influido en la osada declaración de Independencia del Congreso de Tucumán en 1816? Sin embargo basta recordar que el Dr. Laprida fue el Presidente que firmó aquella célebre Acta, para dar todo su valor a la influencia que en aquel acto tuvieron los Diputados por Cuyo, que lo eran los señores Maza y Godoy Cruz por Mendoza, Laprida y Oro (después Obispo) por San-Juan. Con este antecedente, reunamos algunos fragmentos de la correspondencia de San Martín con algunos de esos diputados. «Campo de instrucción, Mendoza 19 de enero de 1816... «¿Cuándo empiezan Udes. a reunirse? Por lo más sagrado les suplico hagan tantos esfuerzos quepan en lo humano para asegurar nuestra suerte. Todas las provincias están en expectación esperando las decisiones de ese Congreso: Él solo puede cortar las desavenencias (que según este correo) existen en las corporaciones de Buenos Aires... Expresiones a los amigos el Padre Oro, Laprida y Maza...»... «Abril 12 de 1816, Mendoza-... ¡Hasta cuándo esperamos declarar nuestra independencia! No le parece a V. una cosa bien ridícula acuñar moneda, tener el pabellón y cucarda nacional y por último hacer la guerra al soberano de quien en el día se cree dependemos, que nos falta más que decirlo por otra parte. ¿Qué relación, podremos emprender cuando estamos a pupilo, y los enemigos (con mucha razón) nos tratan, de insurgentes, pues nos declaramos vasallos? Esté V. seguro que nadie nos auxiliará en tal situación y por otra parte el sistema ganaría un cincuenta por ciento con tal paso. ¡Ánimo! ¡Para los hombres de coraje se han hecho las empresas! Vamos   —160→   claros. Mi amigo, sino se hace, el Congreso es nulo en todas sus partes, porque reasumiendo éste la soberanía es una usurpación que se hace al que se cree verdadero soberano, es decir a Fernandito...» «Mendoza, mayo 24 de 1816.» «Veo lo que V. me dice sobre el punto de que la Independencia no es soplar y hacer botellas, yo respondo que es más fácil hacerla que el que haya un solo americano que haga una sola (botella).»

«Córdoba Julio 16 de 1816 (ya se había hecho la declaración el 9)». «Ha dado el Congreso el golpe magistral con la declaración de la Independencia. Sólo hubiera deseado que al mismo tiempo hubiera hecho una pequeña exposición de los justos motivos que tenemos los americanos para tal proceder. Esto nos conciliaría y ganaría muchos afectos en Europa. En el momento que el Director me despache volaré a mi Ínsula cuyana. La maldita suerte no ha querido que yo me hallase en nuestro pueblo para el día de la celebración de la Independencia. ¡Crea V. que hubiera echado la casa por la ventana!»

«Córdoba Julio 22. «Al fin estaba reservado a un Diputado de Cuyo ser el Presidente del Congreso que declaró la independencia, yo doy a la Provincia mil parabienes por tal incidencia... Ya digo a Laprida (el presidente del Congreso) lo admirable que me parece el plan de un Inca a la cabeza: las ventajas son geométricas, pero por la patria les suplico no nos metan una regencia de personas, en el momento que pase de una todo se paraliza y nos lleva el diablo. Al electo no hay más que variar de nombre a nuestro director, y quede un regente, esto es lo seguro para que salgamos a puerto de salvación.»

Este singular proyecto no era la obra de San Martín, sino la de todos los grandes e intachables patriotas de aquella época. Belgrano, Sarratea, Rivadavia más tarde, todos con San Martín creían en la posibilidad y la necesidad de monarquías; pero bien entendido con dinastías, sin las cuales pueden hacerse tiranías, pero nunca monarquías. La atmósfera de las ideas cambió más tarde, y los promotores de aquel pensamiento aparecieron después como monstruosidades fósiles de un mundo anterior. Los que culparon después a San Martín de ambición personal y de querer hacerse monarca en el Perú, deben tranquilizarse sabiendo que era la idea común desde 1816 erigir monarquías por todas partes, y que no fue por falta de voluntad que se abandonó la idea. No es esta la única ilusión que ha tenido lugar y tiene aún América, y no pocos de nuestros desastres actuales vienen del empeño de los hombres públicos, por error de concepto, hábito y educación, de creer imposibles, las instituciones libres.

A principios de 1817 movíanse de Mendoza aquellas huestes intactas como arma no probada aún, y en las Coimas, en la Guardia Vieja, donde quiera que encontraron fuerzas españolas, abrieron brechas profundas con un arrojo candoroso, que menos parecía hijo del humano esfuerzo, que efecto de una alucinación extraña y común a jefes y soldados inexpertos   —161→   en la tierra. Los viejos tercios españoles eran compuestos según la creencia del soldado, de algo menos que hombres, de godos, matuchos y otros apodos sin sentido y que traían sin embargo al alma bisoña del soldado del ejército de la patria, la idea de una inmensa superioridad de su parte, y de la ineptitud ridícula y desmañada de sus enemigos. Y sin embargo ¡esos enemigos!, ¡esos enemigos hoy eran ayer los amos; y el mezquino godo, apenas digno de darle una lanzada al paso, como a bicho nocivo y dañino, había poco antes contenido las soberbias águilas imperiales, y libertado a la Europa humillada, dándola entereza con su ejemplo! Chacabuco es menos una batalla que una sorpresa hecha a la luz del día, y después de tres años de amenaza continua. Realizaba allí San Martín el grande axioma de la guerra, ser el más fuerte en un punto dado. Las divisiones españolas que ardides de San Martín habían hecho dirigir al sur, llegaron a Santiago demasiado tarde para evitar o reparar el desastre, y el ejército victorioso de los patriotas entró a la capital en medio de las aclamaciones entusiastas del pueblo que los aguardaba hacía años como a sus libertadores, y por cuyo triunfo oraba de rodillas, todos los días, ante las imágenes de la virgen, en el apartado retrete del asilo doméstico.

San Martín fue proclamado Jefe de la restablecida República, y aunque no aceptó el mando, compréndese bien que todo el poder y las fuerzas activas de la nación quedaron desde entonces a su disposición para llevar a cabo la obra comenzada. Con suerte varia la guerra continuó al sur, a fin de desalojar a los españoles, que se hacían fuertes en Talcahuano hasta recibir refuerzos de Lima. Un año después, el general San Martín abría la campaña con trece mil hombres de línea, equipos y trenes que sólo la Europa pudiera presentar iguales. El viejo ejército argentino, veterano con una batalla en su hoja servicios, y las nuevas huestes chilenas, ardiendo en deseos de mostrar su denuedo, recibieron no obstante en la noche fatal de Cancha-Rayada, un jaque a su petulancia y lección severa para su inexperiencia. Es seguro casi siempre el éxito de lo absurdo, porque la previsión humana nada tiene prevenido contra ello. El coronel Osorio sugirió en consejo de guerra a dos mil españoles que debieran rendirse a discreción al día siguiente en Talca, echarse, a merced de las tinieblas de la noche, en medio del numeroso ejército patriota, y ver lo que saldría de aquella extravagancia. Un minuto más tarde los dos mil hombres habrían quedado en aquel campo sabiamente dispuesto, como el avecilla incauta que entra en la jaula preparada para aprisionarla. Sucedió todo lo contrario; la confusión se introdujo en el campo patriota; trece mil soldados y diez mil caballos y bestias de carga se desbandaron amedrentados por la grita y el estrépito de las armas; y los dos mil valientes españoles, en lugar de la muerte o el cautiverio que aguardaban, encontraron una victoria sin sangre, pero no sin gloria, hecha aceptable por el botín más rico que dejó jamás ejército americano.

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San Martín huía, de aquel campo sin darse cuenta bien de lo que le pasaba, y es fama que a su habitual confianza en el éxito, se sucedió mortal abatimiento, de que lo sacó una Juana de Arco chilena que le salió al paso en Maipú, alentándolo a nuevos esfuerzos y dejándole preveer, con fatídica seguridad de Sibila, un próximo y final triunfo. Desde aquel momento el general San Martín halló en sí mismo el antiguo jefe improvisador de prodigios; el genio de la estratagema reapareció más alerta y fecundo, y su poder de fascinación más activo. Entró a Santiago, y el auxilio de patriotas animosos mediando, reanimó los espíritus, reorganizó los restos de su desbandado ejército, haciéndose una egida y un baluarte de los que el denuedo del general Las Heras había conservado intactos. Tomó de nuevo la iniciativa, ordenando a sus Granaderos a caballo que fuesen con Lavalle otros desalmados a sablear a los infantes que venían avanzando a marchas forzadas y a paso de vencedores, hasta que en el llano de Maipú, de entre nubes de polvos y torrentes de sangre, se alzó por medio de la humareda densa el genio de la América radiante de nuevo, y coronado de laureles. Más que el atronador estampido del cañón, en las concavidades de los vecinos Andes, resonó por todo el continente la batalla de Maipú, no menos funesta a la dominación española que la final de Ayacucho. Perdido Chile, las Provincias Unidas garantidas, el Perú no estaba ya seguro, y Bolívar invadiendo desde el Norte, San Martín desde el Sur, el poder español sería al fin reventado por la presión de estas dos fuerzas en que venía concentrándose la América.

San Martín repitió en grande otra vez lo que en pequeño, había hecho antes en Cuyo. Hizo de Chile una maestranza; y de la fortuna pública y de la de los españoles sobre todo, su caja militar. Las madres no habían parido hijos robustos sino para llenar los cuadros del ejército, ni los antepasados acumulado bienes sino para servir a la causa de Independencia de sus hijos. Entusiasmo o terror no importa, godos o patriotas todos, todos debían contribuir a la grande obra. Con tales recursos y tal sistema, Chile se sobrepasó a sí mismo, y dos años después lanzó a los mares una escuadra, y sobre las playas del Perú, al pie del trono de fastuosos virreyes, de un ejército de ocho mil veteranos. Lima se dio bien pronto a su libertador; los españoles se refugiaron en las montañas; la guerra llevó sus estragos al interior; la peste de los climas tropicales hincó su diente en las constituciones de los hombres de los climas templados; los desastres se mezclaron a las victorias; el ejército español reincorporó las divisiones que hasta entonces habían estado obrando sobre Salta y Tucumán, mientras que San-Martín por su parte se ponía en contacto en Pichincha con el ejército de Bolívar; y todas estas causas obrando, la prolongación de la guerra y la magnitud del teatro, la accesión de nuevos personajes, las fatigas de campaña y las voluptuosidades de aquella Capua Americana, la distancia del punto de partida del ejército, y las ambiciones que desenvolvía y estimulaban   —163→   trastornos e incentivos tan poderosos, ello es que la unidad de acción y de mando que sólo hace de los ejércitos un instrumento en mano del que lo dirige, empezó a desmoronarse. Acusábase a San Martín de expoliaciones en beneficio propio, de pretensiones a colocar sobre sus hombros la púrpura real, de haber abandonado el pabellón argentino haciendo de su ejército condottieri sin otra patria que los campos de batalla. La historia dará a cada uno de estos cargos su verdadero mérito; pero no estará por demás apuntar aquí, que San Martín, colocado en Chile en la disyuntiva, de continuar la grande obra, o regresar a las provincias argentinas a sofocar la guerra civil como se lo ordenaba el gobierno de Buenos Aires, optó por lo primero, y para cohonestar paso tan aventurado, hízose elegir general en jefe por el ejército mismo, dejando desde entonces aguzada la sorda lima que había de destruir su propio poder. No eran muy fijas entonces las ideas en cuanto a la futura forma de gobierno, y estando los jefes españoles divididos entre sí en partidos políticos, San Martín dejaba traslucir a los constitucionales la posibilidad de monarquías americanas con aquella garantía. Conferencias y armisticios se celebraron sobre esta base, y a punto estuvieron fuertes divisiones españolas de reunirse a los independientes. Otra causa y acaso la más influyente en los acontecimientos de la época, fue la proximidad de Bolívar y sus esfuerzos para anular a un rival que por lo menos, partiría con él la gloria de libertad la América. La ambición de Bolívar era inmensa como su genio, y no bien estuvieron en contacto ambos ejércitos y cuando más urgente era obrar de acuerdo, Bolívar se mantuvo en la inacción, impenetrable en sus designios, frío en sus relaciones, y hostil en actos que exigían armonía y buena inteligencia, tales como la ocupación de Guayaquil, y reintegro de las bajas de la división de San Martín, que a las órdenes de Sucre y de Santa-Cruz, había ayudado al triunfo de Pichincha.

Este estado de cosas y la aproximación de la época de la apertura de la campaña, inspiraron a San Martín la idea de abocarse con Bolívar, y disipar las nubes que acaso la distancia solo levantaba entre ellos. Solicitó al efecto una entrevista en Guayaquil, y fijado el día, tuvo el sentimiento de saber, al acudir a ella, que Bolívar estaba ausente. Diéronse nueva cita, y esta vez se encontraron las miradas de los dos grandes protagonistas americanos. Aquella escena no tuvo en la realidad nada de dramático; pero la historia y la poesía, evocando los antecedentes de aquellos dos hombres famosos que venían personificando a la América española, libertándola sucesivamente, y arrastrándola tras sí, el uno desde el istmo de Panamá al sur, el otro desde Magallanes al norte, hasta encontrarse un día en Guayaquil, punto céntrico del continente, le darán una grandiosidad que el tiempo hará cada vez más solemne.

Bolívar no correspondió a la marcial franqueza de su rival. En este punto están acordes la tradición, el testimonio de San Martín, documentos   —164→   irrefutables, y los hechos posteriores. Uno de los jefes de Bolívar, repitiendo rumores de vivaque, pone en boca de Bolívar frases que a ser ciertas serían un reproche más contra él. Lo que hay de cierto es, que Bolívar se sentía personalmente embarazado por la presencia de San Martín. García del Río, grande admirador de Bolívar, y que se halló en la entrevista, hacia notar más tarde el contraste de aquella noble figura imponente, elevada y verdaderamente marcial, con las formas menos aventajadas de Bolívar, su mirar esquivo e inquieto, receloso de ser comprendido por aquel que no venía a otra cosa que a comprenderlo. Nada tenía Bolívar que ostentar ante San Martín, en cuanto a disciplina, brillo y capacidad de su, ejército; mas en la persona de Bolívar mismo, en su ánimo esforzado, en la persona heroica de sus propósitos, en la audacia de su vasta ambición y en su sed de gloria, celosa y vengativa como las grandes pasiones, había todo lo que caracteriza a los varones fuertes. Probolo el resultado de la entrevista. San Martín no obtuvo nada: no encontró siquiera hombre con quien discutir los graves asuntos de la América. Halló en cambio una voluntad fría y persistente, un partido tomado, y un velo que era no obstante fisonomía humana, y que so pretextos frívolos, apoyándose en sofismas insostenibles, encubría pensamientos inescrutables. San Martín salió de allí vencido y juzgado. Era hombre no mas, Bolívar era el genio de la dominación y del poder.

San Martín vuelto a Lima, halló asesinado a Monteagudo, el pensamiento político a quien él había confiado la dirección de los negocios; desmayado el ardor de los soldados, insolentes los jefes y amotinada contra él la opinión pública que un año antes se mostraba fanatizada. San Martín abdicó el mando, y se impuso voluntariamente el ostracismo más duradero, más absoluto, que haya ofrecido jamás hombre alguno a la admiración de la historia.

Desde este momento supremo, San Martín recupera toda la altura de un héroe, sin que un solo acto de su vida posterior la desluzca. Aquella abdicación, es un santísimo que lavó todas las faltas, que en tan azarosas y extraordinarias circunstancias pudo cometer el que tanto poder acumuló en sus manos; y todos los rencores han debido ceder ante aquella abnegación, que eliminaba bruscamente un nombre de la América, que dejaba una página de la historia inacabada y una frase sin sentido.

Casi treinta años han discurrido desde la época en que San Martín dijo adiós en Lima a la gloria y a la América, y en tan largo espacio de tiempo toda ella se ha revuelto en facciones y partidos. Bolívar ha muerto en el entretanto, luchando con algo peor que el ostracismo, con la oscuridad de las tinieblas, que después de tanta luz y de tantos proyectos de ambición colosal, creaba en torno suyo la reprobación de sus contemporáneos. Ni una queja, ni un esfuerzo, ni una palabra se ha escapado a San Martín, de manera que la historia añadirá a la página que sin terminarse   —165→   concluía en 1823, la fecha de su muerte acaecida en Boulogne-sur-Mer en 1851...

Pero para la biografía del hombre de corazón, ¡cuántas páginas preciosas quedan y cuántas lecciones abraza aquel intervalo! Después de vagar por varios países de Europa, el ínclito varón se fija en los alrededores de París, se hace campesino, sin boato como sin ostentación de pobreza y desvalimiento, cual, para hacer antítesis a su pasado esplendor y poner en acción una ironía, suelen los caídos de las alturas del poder. Es campesino en el verdadero sentido de la palabra, poniendo al servicio de flores y legumbres los hábitos matinales adquiridos en la vida militar. En Grand-bourg, rodeado de su familia viviendo para ella, como en otro tiempo para la Independencia de América, ha dejado acumularse sobre sus hombros lentamente los años, y deslizarse quietamente la vida, como se deslizaban a su vista las tranquilas aguas del Sena que llevan su tributo al vecino mar. Allí le vieron los americanos, allí le vi yo, admirado de que varón tan preclaro fuese viejo tan jovial y comunicativo, huésped tan solícito, abuelo tan chocho con sus nietos, jardinero tan inteligente en flores y melones, y administrador de inmensos caudales ajenos tan próvido y desinteresado. De América hablaba con efusión, como de un recuerdo de la juventud y de lo pasado; prefería siempre los lances chistosos a los serios, sobre los cuales era parco en detalles. De los primeros, hay uno que por su originalidad característica de la época, merece recordarse. Mientras la expedición de los Andes se preparaba en Mendoza, los realistas no perdonaban medios de sublevar contra él las aversiones populares. Un padre Zapata lo maldecía desde el púlpito, y comentando su nombre decía a sus oyentes: «¡San Martín! ¡su nombre es a una blasfemia! No le llaméis San Martín, sino Martín, para que se asemeje mas a Martín Lutero, su prototipo en impiedad y sedición contra las leyes divinas y humanas, el altar y el trono.»

Supo el caso San Martín a su llegada a Chile, e hizo comparecer ante sí al amedrentado padre predicador; y torciéndose los bigotes para darse espantables aires de matón, y clavándole sus ojos negros y centellantes, cuál si intentara fulminarlo: ¡Cómo!, le dijo, ¡¡so godo bellaco, V. me ha comparado con Lutero, y adulterado mi nombre quitándome el San, que le precede!!... ¿Cuál es su apellido? Zapata señor General, respondió su aterrada y goda reverencia. -Pues le quito el Za en castigo de su delito; y levantándose encendido en fingida cólera, y mostrándole la puerta, «lo fusilo, añadió con énfasis aberrante, si alguien le da su antiguo apellido.» Más muerto que vivo el pobre fraile salió a la calle; y cómo acertase a pasar a la sazón un su quondam amigo realista, asombrado de verlo salir de la casa del general insurgente. ¡Cómo!, lo atajó diciendo, ¡V. por acá Padre Zapata!- Pero aún no había acabado la frase citando el padre, aterrado y con voz ahogada y volviendo los ojos a la puerta de donde salía temeroso   —166→   de ser escuchado, le cortó la palabra diciendo: ¡No! ¡no! ¡no soy el padre Zapata, sino el padre Pata; llámeme V. Pata y nada más que Pata, que la vida me va en ello...!

Era alta la talla de San Martín y marcial en extremo su talante, y tan a prueba de fatigas su naturaleza, que para todos los climas y estaciones, para la noche en las crestas nevadas de los Andes y para el día en los tórridos arenales del Perú, tenía el mismo uniforme, severa y minuciosamente prendido, y exento de todo adorno o aditamento que saliese del rigor del equipo del soldado. Bajo esta cubierta férrea, abrigábase una alma elevada, un espíritu ardiente, templado por la prudencia astuta e impenetrable de quien sabe anticipar los hechos, inventarlos a su placer, distraer las pasiones ajenas, subyugar las voluntades, y hacerlas concurrir diestramente a sus fines. A estas raras cualidades que incuban por años enteros un proyecto, ocultándolo a las miradas aun de aquellos destinados a realizarlos, añadía San Martín el arte difícil de administrar, inventando recursos, y empleándolos con exquisita parsimonia, a fin de hacerles producir mayores resultados.

Sabía inspirar al soldado el arrojo hasta la temeridad, y la constelación de jefes y oficiales que le acompañó a Chile tuvo largos años fatigada a la fama, pregonando por toda América las hazañas caballerescas de verdaderos paladines. La estricta disciplina era el bello ideal a que la tirantez y severidad de su carácter le hizo aspirar siempre, llevándola hasta hacer de ella una tortura constante. Un botón de la casaca manchado por accidente, tenía a sus ojos la gravedad de un delito igual al abandono no motivado de un puesto de importancia.

A estas dotes que abarcan toda la existencia de los hombres, tomada por horas y por minutos, a esta facultad de descender a todo, prepararlo todo y hacerlo concurrir a un fin, añadía la rapidez de la concepción, y aquel golpe de vista que distingue a los hombres de acción, y que en la infinita complicación de los hechos humanos les hace descubrir uno, del cual dependen todos los otros, y que una vez destruido arrastra tras sí la suerte de las batallas y la caída de los imperios. Puede aún apuntarse como complemento aquel, no sé si llamar desprecio de la especie humana, que dejan traslucir en sus actos los hombres eminentes, cuando descienden al campo de los hechos, y que les hace mirar la justicia, las leyes ordinarias, las fortunas y las vidas, como instrumentos u obstáculos, sin otro valor que el que les dan las circunstancias.

Nada de particular presentan los últimos años de San Martín, sitio es el ofrecimiento hecho al Dictador de Buenos Aires de sus servicios en defensa de la Independencia americana que creía amenazada por las potencias, europeas en el Río de la Plata. El poder absoluto del general Rosas sobre los pueblos argentinos, no era parte a distraerle de la antigua y gloriosa preocupación de Independencia, idea única, absoluta y constante de   —167→   toda su vida. A ella había consagrado sus días felices, a ella sacrificaba toda otra consideración, la libertad misma. Pocos meses antes de morir, escribió a un amigo algunas palabras exagerando las dificultades de una invasión francesa en el Río de la Plata, con el conocido intento de apartar de la Asamblea Nacional de Francia el pensamiento de hacer justicia a sus reclamos por medio de la guerra.

¡A la hora de su muerte acordose que tenía una espada histórica, y creyendo o deseando legársela a su patria, se la dedicó al general Rosas, como defensor de la Independencia americana! No murmuremos, de este error de rótulo en la misiva, que en su abono tiene su disculpa en la inexacta apreciación de los hechos y de los hombres, que puede traer una ausencia de treinta y seis años del teatro de los acontecimientos, y las debilidades del juicio en el periodo septuagenario. En todo caso, los hombres pasan y sólo las naciones son eternas, y aquella espada quedará un día colgada en el altar de la patria, y envuelta en el estandarte de Pizarro, para mostrar a las edades futuras el principio y el fin de un periodo de la historia de Sudamérica, desde la Conquista hasta la Independencia. Pizarro y San Martín han quedado para siempre asociados en la dominación española.

DOMINGO F. SARMIENTO.




ArribaAbajo- XIII -

Don José Antonio Rojas


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I

El tiempo y el teatro en que los personajes históricos figuran valen mucho para su fama.

El tiempo y el teatro son a la fama lo que la estación el terreno son a las plantas.

No todo terreno es bueno.

No toda estación es propicia.

Sembrad una semilla en un erial, o un momento antes o un momento después del que la naturaleza ha señalado para que pueda germinar, y nada lograréis.

Echadla oportunamente en un surco preparado, y no tardará en convertirse en un árbol que se cubrirá de hojas, de flores y de frutos, que levantará sus ramas hacia el cielo, que internará sus raíces en la tierra, que desafiará a los años y a las tempestades.

Suponed a un hombre lleno de inteligencia y de actividad, que viva en una aldea miserable, o en una época de ignorancia y de atraso. Es evidente que por más esfuerzos que haga, sus apocados compañeros no podrán comprender sus ideas, no sabrán apreciar sus actos. Si habla, pasará por   —169→   un loco, un insensato, un iluso, un visionario, o algo peor; si calla, el silencio le confundirá con la multitud que le rodea. No tiene arbitrio para evitar el uno o el otro de esos dos extremos.

Suponed ahora que viva entre personas que participan de sus mismas convicciones, que están animadas de sus mismos sentimientos, a quienes sirve y por quienes estaría dispuesto a hacer algunos sacrificios; estad seguros de que la opinión pública elevará la reputación de ese individuo hasta las nubes, y le hará pasar por un coloso.

¡Es una desgracia nacer en ciertos tiempos!

¡Es una calamidad tener que alternar con ciertas gentes!

Hay hombres que deberían haber venido al mundo un siglo antes o un siglo después de aquel en que existieron para que su nombre pudiera aparecer con brillo en los fastos de la historia.

Don José Antonio Rojas ha sido hasta cierto punto víctima de esa injusticia inevitable de la suerte. La fatalidad le ha obligado a pasar su juventud y su edad madura en Chile, cuando este país era todavía una colonia de la España. Bajo el régimen despótico en que se ha visto precisado a vivir, ha tenido que ocultar sus principios como herejías, sus virtudes como vicios, sus acciones como crímenes. La fuerza de las cosas le ha condenado a ocuparse en secreto de la felicidad de su patria.

Sin la revolución de la independencia, a la que tanto contribuyó, y que le sorprendió en la vejez, poco o nada se sabría sobre su vida, porque sus servicios habrían quedado ignorados, sus trabajos perdidos, su memoria sepultada en el olvido. Sin ese feliz acontecimiento la biografía de Rojas no se habría compuesto más que de

la fecha de su nacimiento,

la fecha de su matrimonio y

la fecha de su muerte,

que habrían interesado, cuando más, a sus descendientes, pero no a sus conciudadanos.

Entre esas tres fechas se habrían intercalado los datos siguientes:

que don José Antonio Rojas era mayorazgo;

que sus deudos habían tenido mitras, togas y empleos importantes en las iglesias, audiencias y supremos consejos de Santiago, Lima y España;

que desde sus más tiernos años había abrazado la profesión militar y empezado a servir de cadete en el ejército de la frontera en la plaza de Santa Juana;

que después había continuado, siendo capitán de caballería de milicias en Santiago;

que en seguida había llegado a ser ayudante real a sueldo del virrey del Perú Amat, quien le había llevado consigo cuando fue ascendido a aquel virreinato;

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que en el Perú había sido promovido al empleo de corregidor de la provincia de Lampara; y por último

que había sido subteniente en el regimiento de la nobleza de Lima, del cual era coronel el excelentísimo virrey, con otras incidencias por el mismo estilo, que vendrían mil cien en esas hojas de servicios que se presentan a un jefe para solicitar un grado o una condecoración; pero no en esa hoja de servicios que se presenta a la posteridad para que nos admita en el panteón de los grandes hombres.

Afortunadamente la lucha franca y abierta contra la metrópoli, en que entró desde 1810, le ha puesto en escena, y ha revelado su importancia. Gracias a las prisiones y destierros que durante ese período tuvo que soportar, su nombre ha figurado en otra parte, que en los libros parroquiales, o en la lápida de su sepultura.

Don José Antonio Rojas merecía ciertamente el honor de ocupar un lugar prominente en nuestros anales. El distinguido chileno cuyo retrato vamos a bosquejar no era un espíritu vulgar. En su juventud había viajado por la Europa, que le había dejado sorprendido con sus ciencias, sus artes, sus monumentos, sus caminos, sus máquinas, su comercio, su industria. El espectáculo de ciudades que encerraban en su seno más población y riqueza que los reinos en que estaba dividida la América, le había abierto los ojos sobre la degradación y miseria de las colonias. La situación deplorable de esas vastas comarcas, tan favorecidas por la naturaleza y tan perjudicadas por la monarquía que de ellas se había posesionado, le había infundido un odio profundo contra ese gobierno que tan mal cumplía su misión. No podía considerar como legítima una dominación que veía en cada una de sus provincias de ultramar una mina que explotar, no una reunión de seres humanos que instruir y civilizar.

La Europa se agitaba entonces en una atmósfera de libertad, de que quedaban impregnados cuantos pisaban su suelo. La revolución francesa estaba próxima. Los tronos bamboleaban; los monarcas llevaban con susto la mano a sus coronas, que no sentían seguras sobre sus sienes. La filosofía del siglo XVIII había invadido todas las cabezas.

Educado en esa escuela, don José Antonio Rojas se hizo un fervoroso partidario de las nuevas doctrinas sociales. La igualdad de todos los hombres y la independencia de todos los pueblos fueron dogmas para él. El derecho divino de los reyes y el derecho de conquista le parecieron patrañas que no merecían refutarse. Estando imbuido en tales máximas, la emancipación de su patria llegó a ser el norte de todos sus pensamientos, el blanco de todas sus aspiraciones, el objeto de todos sus deseos. La justicia y la utilidad estaban de acuerdo para aconsejárselo.

Encontrábase en la península cuando estalló la insurrección de los Estados Unidos contra la Inglaterra. La noticia de ese acontecimiento fue recibida con general aplauso en el continente. La Francia, y aun la España,   —171→   apoyaron con sus simpatías y sus recursos a los rebeldes, sin que esta última potencia se fijara en las funestas consecuencias que podían resultarle de un paso semejante. ¿Qué habrían contestado los mandatarios españoles a los americanos del sur si estos hubieran querido seguir las huellas de los americanos del norte? ¿Qué razón habrían alegado para oponerse a sus pretensiones?

Los pueblos son más lógicos que sus gobiernos, y obran siempre en el sentido de sus verdaderos intereses. El ejemplo de los Estados Unidos no podía quedar estéril. La España tenía que expiar su falta. Los colonos británicos debían tener imitadores.

Cuando Rojas regresó a su patria, traía la persuasión íntima de que los títulos, alegados por los monarcas de Castilla para ejercer dominio sobre América eran falsos, de que la política empleada para mantenerla en la obediencia era absurda, y de que una revolución dirigida a sacudir el pesado yugo que la oprimía no era imposible. El estudio y la experiencia le habían hecho arribar a esas conclusiones.

Las ideas, como las semillas, pueden trasportarse de una región a otra. Depositadas en una cabeza o en un libro, viajan, y han dado muchas veces la vuelta al mundo. Podríamos nombrar sin temor de equivocarnos el pasajero y el buque que han conducido algunas de las más famosas a países donde antes eran ignoradas. La insurrección de la América es una prueba de lo que afirmamos. Las ideas de libertad e independencia que a principios de este siglo penetraron en las posesiones españolas a pesar del bloqueo intelectual a que éstas se hallaban sujetas, han sido una importación directa de la Europa y los Estados Unidos. Tocole a Rojas la gloria de haber sido uno de los conductores de esa simiente divina que debía dar por fruto la emancipación de Chile.

Antes de restituirse a su patria, resuelto a guerrear sin tregua ni reposo contra la autoridad que en ella imperaba, había cuidado de reunir una biblioteca selecta de las mejores obras de filosofía y derecho público escritas hasta entonces, persuadido de que una colección como aquella era la mejor artillería para derribar una dominación que sólo se apoyaba en preocupaciones inveteradas y en falsas creencias.

Pero la dificultad estaba, no en formar una colección de esa especie, sino en introducirla.

Nadie ignora el terror que los libros inspiraban a la metrópoli, las dificultades sin cuento con que embarazaba su introducción, el examen riguroso a que los sometía antes de permitirla. Si esto lo hacía con los devocionarios y los misales, ¿cómo sería con las obras que bajo cualquier aspecto tuvieran conexión con la política? Las que traía Rojas eran precisamente de esta clase. Habría sido locura esperar que las autoridades hubieran puesto su visto bueno al pie de semejante factura.

En tal apuro cuentan que recurrió a la astucia para hacer pasar aquel   —172→   cargamento de géneros prohibidos. Alteró los rótulos en el lomo de las tapas. Sustituyó los títulos que habrían podido asustar o parecer sospechosos, por otros muy inocentes, que no hacían recelar de ninguna manera el contenido abominable del libro.

Por expertos que estuvieran los aduaneros de la España en los fraudes de contrabando, la novedad de aquel ardid burló su experiencia y les hizo dejar pasar los libros bajo aquellos falsos títulos, como el poeta refiere que el cíclope Polifemo dejó pasar bajo su mano a los compañeros de Ulises cubiertos con los vellones de sus ovejas.

Desde entonces los enemigos estuvieron dentro de los muros. Eran los guardianes mismos de la fortaleza los que les habían abierto las puertas. No está lejano el día en que tendrán que llorar con lágrimas de sangre su imprudencia.

Junto con los libros introdujo Rojas los primeros aparatos de física y química que han existido en el país. El vulgo, que le veía en un cuarto adornado con estantes, y en medio de máquinas, tubos y ruedas, cuyo objeto no comprendía, se lo figuraba como una especie de nigromántico que mantenía comercio con los seres sobrenaturales. La multitud no le nombraba más que el brujo. Esta circunstancia rodeaba su persona de un prestigio misterioso, que imponía a las gentes ignorantes. La posición independiente en que le colocaban su familia y su riqueza, le salvaba sin embargo de los riesgos que semejante reputación habría atraído sobre la cabeza de cualquiera otro.

El vulgo no andaba descaminado. Rojas era una especie de alquimista, un profesor de ciencias ocultas; pero la piedra filosofal que buscaba no era el secreto de hacer oro; la ciencia que cultivaba no era la que enseña la descomposición de los metales. Trabajaba por la libertad de la América, y deseaba propagar entre los criollos las verdades del derecho público.

Rojas estaba dotado de un carácter audaz y de una voluntad imperiosa. Pertenecía a esa clase de hombres que quieren que todo verbo se haga carne, que todo pensamiento se convierta en acción, que toda teoría sea una realidad. El peligro no le asustaba.

Habiéndose puesto en relación durante el año de 1780 con dos franceses residentes en Santiago llamados el uno Berney y el otro Gramuset, entró con ellos en una vasta conspiración, en que se proponía nada menos que levantar el estandarte de la insurrección para fundar a su sombra una república floreciente allí donde existía una colonia miserable. Desgraciadamente los planes se frustraron, la conspiración fue delatada, sus autores fueron apresados.

Berney, remitido a la península para que se sentenciará allá su causa, pereció en un naufragio. Su compañero Gramuset, más infortunado todavía, no tuvo por tumba el océano, sino un calabozo de los castillos de Cádiz,   —173→   adonde se le había conducido con igual destino, y donde se le dejó agonizando varios años.

La suerte de Rojas fue muy diferente, aunque su criminalidad era la misma. La real audiencia, encargada de sustanciar el proceso, no le llamó siquiera a declarar, a pesar de que su complicidad era evidente, y de que su nombre había sonado en boca de todos los conjurados.

Una razón de estado fue el motivo de esta infracción manifiesta de las reglas judiciales. Deseando evitar a toda costa que se desprestigiara la corona, el supremo tribunal procuró disminuir la importancia de la causa antes que esclarecerla. Mal por mal, quiso más bien dejar impune a un culpable que turbar la tranquilidad del pueblo despertando su malicia. La prisión; de dos extranjeros sin familia y sin hogar podía pasar desapercibida; pero no así la de un hijo del país que tenía una fortuna pingüe, deudos poderosos, amigos influyentes. El seguimiento de un juicio contra tan alto potentado habría causado ruido, y puesto en circulación una idea que nadie debía conocer. La ignorancia es el mejor preservativo para impedir que se cometan ciertos delitos. El crimen de rebelión era de aquellos que debían encontrarse previstos en el código como una hipótesis, pero no aparecer en la sentencia de un juez como un hecho que pudiera realizarse.

El rey aprobó el procedimiento de su audiencia; pero al mismo tiempo mandó que se vigilara con sumo cuidado la conducta de Rejas. En una nota datada en San-Ildefonso a 24 de julio de 1781 don José de Gálvez, ministro de estado, dice a don Ambrosio de Benavides, presidente de Chile:

«También ha resuelto S. M. se prevenga a U.S. reservadamente que esté muy a la mira de los enunciados Rojas y Orejuela (otro de los conjurados) para proceder a asegurar sus personas en el caso de ser sospechosos sus procedimientos, averiguándolos entonces con individualidad y cuidado, y tomando con ellos cuantas providencias regulare oportunas al sosiego y tranquilidad de ese reino.»

Las consideraciones políticas, de la audiencia salvaron al turbulento patricio de un proceso, de la cárcel, del destierro, tal vez de la muerte; pero no salvaron a la España de su ruina. La empresa de contener las ideas es tan insensata como la de impedir a la tierra que gire en su órbita. Dejemos trascurrir algunos años, y veremos de que sirvieron tales precauciones.

II

En 1810 gobernaba a Chile en calidad de capitán general interino el brigadier don Francisco Antonio García Carrasco, quien se había elevado a ese puesto, no en razón de sus méritos, sino de su antigüedad. Pobre era la historia de ese jefe para tan alta dignidad. El orador encargado por la universidad de San Felipe de pronunciar el pomposo panegírico con   —174→   que se solemnizaba la exaltación de todo mandatario a la silla presidencial, no había encontrado otra cosa que elogiarle, sino que era español, cristiano y blanco, a pesar de haber nacido en África, tierra de bárbaros, de infieles y de negros. No tenía talento ni voluntad, era violento y débil a la vez, mezquino en sus miras e incapaz de elevarse a la altura de su situación. Los hombres de esa especie no sirven sino para hacer detestar la causa que defienden. Un gobernante inepto y arbitrario es el más activo de los revolucionarios. Nadie menos idóneo que el nuevo presidente para regir el país en los tiempos que corrían.

La colonia estaba agitada, los ánimos inquietos. Las noticias que unas en pos de otras tenían de Europa habían alterado esa calma secular, tan parecida a la muerte, que era el estado habitual de los establecimientos españoles. No había nave que abordara a nuestras playas, que no trajera la nueva de los sucesos más alarmantes.

La familia real daba el espectáculo de una desavenencia escandalosa entre un padre y su hijo y de amores adúlteros entre una reina y su privado.

Carlos IV abdicaba después de haber cometido torpeza tras torpeza.

Los franceses habían invadido la península. Fernando VII estaba prisionero. José Bonaparte ocupaba el trono de los Borbones.

Las tropas de Napoleón se habían apoderado de casi todo el territorio español.

Los colonos no quedaron fríos espectadores de esa gran catástrofe, sino que trataron de obrar para no ser sorprendidos por los acontecimientos. La creación de una junta compuesta de varios individuos elegidos por el pueblo para que reemplazara a las autoridades coloniales fue la primera medida en que se fijaron.

Ese proyecto de establecer un gobierno nacional, mientras durara el cautiverio del monarca, fue acogido con entusiasmo por la mayoría de los ciudadanos. Para algunos era el principio de una revolución a cuyo término veían la independencia de Chile. Para otros la imitación de lo que estaba sucediendo en la península, a la cual, según creían era preciso tomar en todo por modelo. Para los más simplemente un medio de deshacerse de Carrasco, a quien consideraban indigno de mandar.

Los españoles europeos experimentados y de previsión fueron los únicos que calcularon de un golpe las funestas consecuencias de este cambio, y resolvieron impedir que se llevara a cabo. La creación de un gobierno nacional les parecía una cosa inadmisible por dos razones; primera, porque era una innovación, y toda innovación es perjudicial en virtud del principio que dice que más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer; y segunda porque los reformadores manifestaban muy a las claras sus propósitos de trastornos y revueltas desde el instante en que trataban de derribar una autoridad última bajo el frívolo pretexto de la defensa de un país   —175→   en que no había enemigos que combatir ni traidores que temer, excepto los autores de tan peligrosas novedades.

Inútil nos parece advertir que don José Antonio Rojas había sido uno de los más ardientes promotores de esa junta, que tan mal sonaba a los defensores del sistema antiguo. El distinguido patriota cuyo nombre encabeza estas líneas, tenía a la sazón sesenta y siete años y meses, según consta de una declaración prestada por él mismo. Se sentía viejo, y estaba cansado de la inacción. Temía morirse sin ver alborear en el horizonte el sol de la libertad. Desde 1780 hasta 1810 no había cesado de predicar sus doctrinas a pesar de la vigilancia con que se seguían sus pasos, del cuidado con que se espiaban sus palabras. La propaganda secreta que con tanto tesón dirigía, había reclutado principalmente sus prosélitos entre los jóvenes, que le consideraban como su maestro. Infante y Vera, para no citar más que a éstos, se gloriaban de ser sus discípulos.

Hacia la época a que nos referimos, la casa de Rojas había llegado a ser un foco de oposición contra las autoridades coloniales, una especie de club político en que se censuraban las providencias del capitán general y se hacían votos por la ruina de la metrópoli. La palabra independencia se pronunciaba también algunas veces.

En mayo de 1810 la agitación fomentada por tan hábiles manos había cundido tanto, que Carrasco temió ser arrastrado por la corriente si no ponía un dique a esa marea que subía, que subía sin cesar. Violento por carácter, la represión y el rigor le parecieron el modo más expedito de cortar esas ideas de independencia y de reforma, que tanto terreno iban ganando. A su juicio bastaba el extrañamiento de tres o cuatro revoltosos para que todo continuara tranquilo, él en la posesión de su empleo, la España en posesión de sus dominios.

Resuelto a proceder enérgicamente contra los innovadores, dispuso que en la noche del 5 de mayo se apresara a don Juan Antonio Ovalle, don José Antonio Rojas y don Bernardo Vera, se les condujera en el acto a Valparaíso, y se les embarcara en la fragata Astrea, que iba a dar la vela para el Perú; todo lo cual se ejecutó puntualmente como lo había mandado.

Aquel atentado produjo efectos muy diversos de los que Carrasco se había imaginado. No todo golpe de estado sale bien. No siempre la fuerza logra sofocar la opinión pública. La prisión de los tres sujetos mencionados, lejos de intimidar, dio bríos a la población. El vecindario de Santiago protestó contra esa tropelía, ofreciendo afianzar la inocencia y conducta futura de los reos. El cabildo hizo otro tanto, pidiendo que no se les juzgara en el Perú, sino en Chile, donde estaban sus acusadores, sus testigos, sus defensores, donde eran conocidos sus antecedentes, donde habían cometido el delito que se les imputaba.

Las autoridades con sus protestas, los ciudadanos con sus gritos, impusieron a Carrasco que asustado por aquella desaprobación unánime, se vio   —176→   obligado a prometer, no sólo que Rojas, Ovalle y Vera quedarían en el país, sino aun que en breve tornarían libres a sus casas.

La promesa solemne del presidente hizo que la calma y la tranquilidad volvieran a reinar en la capital. Nadie dudaba que el jefe supremo de la nación cumpliría su palabra. La falsedad y la perfidia no podían suponerse en un funcionario de tan alta jerarquía.

Entre tanto partió para Valparaíso un oficial, portador de un pliego cerrado. En ese pliego se contenía, al decir del presidente, la orden de que se trajeran los reos a Santiago. Carrasco no hacía en esto más que obrar en conformidad de lo que había dicho.

La noticia se difundió con rapidez por la ciudad. La esperanza animó todos los corazones; la alegría brilló en todos los semblantes. Las familias de los desterrados se prepararon a abrazarlos, sus amigos a recibirlos, la población entera a solemnizar su regreso.

Aquel magnífico programa estaba destinado, como tantos otros a quedar sin ejecución. El júbilo debía trocarse en furor, la fiesta en una asonada.

El 11 de julio, a la seis de la mañana, entraron a escape en Santiago dos correos particulares que Rojas y Ovalle enviaban a sus respectivas familias con el objeto de anunciarles que en aquel mismo instante se les embarcaba en un buque que salía para el Callao.

Carrasco había faltado villanamente a su palabra. Temiendo la popularidad de los tres supuestos delincuentes, había resuelto alejarlos del país; y en vez de mandar que se les condujera a Santiago, había ordenado que se les remitiera para Lima. El miedo le había hecho prometer una cosa y hacer otra.

La perfidia del capitán general llevó a su colmo la efervescencia de los ánimos. La agitación pública, que hasta entonces se había contenido en límites moderados, degeneró en un verdadero alzamiento. El cabildo y la audiencia, colocados al frente de los descontentos, impusieron lay a Carrasco obligándole a pasar por las condiciones más humillantes a trueque de quedar en el poder. Una de esas condiciones fue la libertad de los tres beneméritos ciudadanos a quienes tan indignamente había ultrajado.

Apenas se hubo firmado el decreto en que esto último se disponía, el alférez real don Diego Larrain, encargado de hacerlo cumplir, y muchos jóvenes distinguidos de la capital que voluntariamente quisieron acompañarle, montaron en sus mejores caballos y partieron como el rayo con dirección a Valparaíso. Desgraciadamente llegaron tarde y cuando la nave que debía conducir a los presos había zarpado ya del puerto. Intentaron alcanzarla en una barca, pero no pudieron conseguirlo. En esa nave iban Rojas y Ovalle; Vera había logrado quedarse en tierra a pretexto de una enfermedad.

La partida de esos dos ancianos no restituyó la calma a la ciudad. Las   —177→   medidas de rigor con que Carrasco había querido conjurar la tempestad que rugía sobre su cabeza, no hicieron más que precipitar su caída. A los pocos días del último atentado perpetrado por ese mandatario, el pueblo, cansado de sufrirle, le obligaba a abdicar.

A fines de octubre de 1810 regresó Rojas de su destierro. Entre su salida y su vuelta habían ocurrido grandes cambios. La pobre colonia que había dejado bajo la férula de Carrasco, español sin otro mérito para mandar que la fecha de sus despachos de brigadier, se hallaba ahora gobernada por una junta compuesta de ciudadanos respetables, que la elección había elevado a ese puesto. La revolución estaba inaugurada, y una era nueva comenzaba para Chile.

La entrada de Rojas en Santiago fue una verdadera ovación. Todos los habitantes salieron a recibirle con músicas y aclamaciones, y le condujeron en triunfo hasta su casa. Le acompañaban, dice el historiador realista Martínez cuyo testimonio no parecerá sospechoso, todos los personajes de primer orden, los cuales venían en carruajes, siendo innumerables los individuos de a caballo que componían su inmensa comitiva.

Hay dos hechos que nos permiten apreciar en su justo valor la importancia de Rojas: la sublevación causada por su destierro y el entusiasmo producido por su vuelta. ¡Feliz el hombre que ha recibido durante su vida tales demostraciones de afecto! No hay remuneración, por espléndida que sea, que iguale a los aplausos de todo un pueblo.

La vejez, que nos arrebata tantas ilusiones; la persecución, que hace flaquear tantos caracteres; la pertinacia del error, que desalienta a tantos corazones, no enfriaron el ardor de Rojas. Restituido a su patria, se alistó en el partido más exaltado, en aquel que pretendía abreviar cuantos trámites se pudiera para obtener en el exterior la independencia, en el interior la libertad. La consideración de su avanzada edad, lejos de calmarle, le hacía apresurar el paso, y tomar el camino más corto para llegar al término a que siempre se había dirigido, temeroso de que la muerte le sorprendiera en el camino.

Las ideas de Rojas le mantuvieron lejos del gobierno. Los liberales que llegan a la vejez sin haber triunfado, logran pocas veces subir al poder. Tropiezan con la losa de su sepultura antes de que sea fácil y hacedero lo que en su tiempo parecía difícil o imposible.

Sin embargo, la falta de participación de Rojas en la dirección del estado no le liberó de la persecución. Cuando los realistas volvieron a apoderarse del país en 1814, era un anciano achacoso, a quien no quedaban sino unos cuantos días que vivir. Pero aunque los años y las enfermedades debían ponerle a cubierto de todo insulto, por un presentimiento de los males que le amenazaban, huyó a la aproximación de las tropas de Osorio. Habiendo sido alcanzado por un destacamento, fue conducido a Santiago a la presencia de los jefes vencedores, que condolidos al aspecto   —178→   de venerable viejo, le restituyeron la libertad, pero después de haberle despojado de varias alhajas y de algunos miles de pesos que consigo llevaba.

Rojas no siguió recibiendo por largo tiempo semejantes consideraciones de parte de los reconquistadores. A los pocos días, por recomendación especial del virrey de Lima, vio todas sus valiosas posesiones confiscadas, y él mismo fue relegado al presidio de Juan Fernández.

Los padecimientos que tuvo que soportar en esta isla fueron excesivos. La falta de las atenciones que exigía su estado valetudinario le hizo perder la razón. Los soldados de la guarnición, sin respeto a sus canas, le convirtieron en un hazmerreír. Le figuraban espectros, y le atormentaban con toda especie de burlas, no dejándole tranquilo ni aun en el sueño. Ese tratamiento inhumano, impío, reagravó su situación a tal punto, que el mismo Marcó del Pont, el cual ciertamente no se distinguía por lo compasivo, accedió a las súplicas que se le dirigieron para que consintiera en que el noble patriota viniera a morir en Santiago, atendido, por los cuidados de su familia.

El fallecimiento de Rojas siguió de cerca a su regreso de la isla. ¡Qué duerma en paz en la tumba, porque su memoria está protegida por la libertad!

Los servicios que ha prestado a Chile son demasiado importantes para que puedan ser olvidados. El no haber constancia de todos ellos ha dependido de que es imposible probar con documentos auténticos ciertos hechos. No se levanta acta de una conversación entre amigos; no se extiende escritura pública de una conspiración. Si los trabajos de este ilustre patriota, como los de todos los precursores, están rodeados de brumas y misterios, no por eso son menos efectivos. La parte de su vida que se ve al sol, por decirlo así, la que todos conocen, es poca cosa; la que ha quedado en la sombra, la que estamos condenados a ignorar, es bien grande. La época de oscuridad en que ha figurado y la carencia de datos sobre todo lo que hizo para preparar la revolución de la independencia han perjudicado notablemente a su fama. Rojas es como esos astros que situados a una distancia inmensa de nosotros, parecen a la simple vista una nube más bien que una estrella, pero que el telescopio nos muestra en todo semejantes a los demás que ruedan por la bóveda celeste. Felizmente la razón puede suplir la debilidad de los sentidos y dar a cada persona el lugar que le corresponde en la historia, a cada cosa el lugar que le corresponde en la creación.

GREGORIO VÍCTOR AMUNÁTEGUI.



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ArribaAbajo- XIV -

Don José Ignacio Zenteno


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La revolución de la independencia ha producido muchos hombres eminentes; muy pocos de ellos sin embargo, quizá ninguno, cuentan la honra que ha cabido al general Zenteno de abrirse paso por el solo mérito de su persona hasta encumbrarse a los primeros puestos de la república, realizar allí los más arduos y gloriosos empeños, y descender después a la vida privada llevando consigo una reputación de habilidad y de integridad que jamás han puesto en duda ni el rencor de los partidos, ni la ingratitud del pueblo.

Las relaciones de familia, que tan poderosas eran en la colonia, prepararon el lampo brillante y rápido de los Carreras y de los jóvenes que como ellos se lanzaron en la tormenta revolucionaria. Otros ocupaban elevados empleos al tiempo en que sonó la hora de la emancipación, y se vieron echados, llenos de influencia y de prestigio, en la lucha que se abrió en seguida. No gozó Zenteno de estas ventajas. El 18 de setiembre de 1810 le encontró redactando instrumentos públicos en su oficina de escribano, y ganando allí honradamente la subsistencia propia y la de una familia numerosa de hermanos, que había quedado huérfana por la sentida muerte de su padre.

Don Antonio Zenteno, el padre común, pertenecía a una familia antigua y estimada en el país, cuyos miembros se habían dedicado a la iglesia,   —180→   al ejército y al comercio. Esta última profesión abrazó don Antonio, pero un contratiempo en sus negocios le redujo a admitir una oficina de escribano, que se creó para él en 1772 y que dirigió con buen nombre hasta 1803. Perdidos sus bienes de fortuna, había puesto todos sus conatos en la educación legal de su hijo don José Ignacio, cuyas prendas le hacían presentir en él un distinguido abogado y un poderoso apoyo de su vejez. El joven entró muy temprano al Colegio Carolino, y en sus aulas se distinguió desde luego por un talento precoz, un genio pensativo y observador y una imaginación singularmente vivaz.

La muerte empero de su padre hirió al joven en medio de sus tareas, y le obligó a abandonar el colegio y salir en busca de recursos para cumplir los deberes que la situación de su familia le imponía. Muy notoria debió ser su capacidad y muy segura su honradez cuando en 1806, teniendo apenas veintiún años de edad, le vemos instalado en la oficina de su padre ejerciendo un cargo público de tal confianza. Allí, en medio de sus ocupaciones mercenarias, el joven Zenteno se entregaba al placer de los estudios, y anudando las rotas lecciones, se empeñaba en llegar al término de las aspiraciones que le había hecho despertar su padre -recibir el diploma de abogado.

Acaso ignoraba que la Providencia le había echado al mundo con más altos destinos. La voz eléctrica de emancipación comenzó por aquel tiempo a circular sacudiendo el cerebro y tocando el corazón de los hombres bien organizados. Zenteno tenía un alma muy noble para que no respondiese a este llamamiento, y de buena gana se habría dejado llevar del impulso de sus sentimientos patrióticos para tomar parte en los primeros movimientos de la revolución, si los severos deberes de su oficio no se lo hubiesen vedado. En esos movimientos no había riesgos que arrostrar, ni papel que pudiese desempeñar un hombre de posición modesta. Las altas notabilidades de la colonia eran las que estaban llamadas a dar nuevo y desusado impulso al antiguo movimiento de las cosas.

Mas no bien se dejaron oír los primeros tiros de la guerra, cuando Zenteno sintió que perdía la calma de su espíritu, y no pudo quedar tranquilo en medio de sus expedientes y protocolos. Ofreció sus servicios al gobierno y en 1813 debió ser nombrado secretario de una tercera división que iba a organizarse en Santiago a las órdenes del coronel Lastra. La división no se formó al fin, y en 1814 Zenteno obtuvo igual nombramiento para otra nueva, que a las órdenes del teniente coronel don Manuel Blanco fue levantada a toda prisa y encargada de recobrar la ciudad de Talca, ocupada entonces por tropas realistas. El secretario, sin embargo, no llegó a salir a campaña. El director Lastra, cuya confianza se había granjeado, le retuvo en Santiago para sacar mejor partido de su notable actividad; y a su lado y al del comandante general de armas don Juan Mackenna permaneció sirviendo diversas comisiones, hasta que Lastra y Mackenna cayeron   —181→   del poder a consecuencia de un movimiento revolucionario acaudillado por el general Carrera. Zenteno cayó con ellos también, y no sólo se vio alejado del servicio público, sino que tuvo que sufrir una prisión de breves días a que le condenó la junta gubernativa que de su propia autoridad había suplantado en la silla al depuesto director.

El funesto descalabro de Rancagua, que ocurrió en seguida, confundió a todos los partidos en una desgracia común. Una espesa hilera de emigrantes ocupaba el camino de Santiago a Mendoza: o'higginistas, carrerinos, rozistas, patriotas de todos colores iban allí envueltos unos con otros procurando a largo paso salir cuanto antes de los términos de la infortunada patria. Zenteno, cuyos modestos servicios hasta entonces no le habían granjeado una situación espectable, pasó desapercibido entre sus otros compatriotas y se encontró en Mendoza, libre de las garras enemigas, pero presa de la necesidad y aun de la miseria.

Bien pudo haberse acogido, como otros varios, al espontáneo favor con que los vecinos de Mendoza recibieron la emigración chilena; pero Zenteno no era hombre para llevar la vida de un huésped holgazán. Dando de mano al puntilloso orgullo que engendran el nacimiento y una educación literaria, se propuso ganar la vida con el trabajo de sus manos. Llamole la atención un lugar nombrado la Estancilla, que está en el punto en que comienza cerca de Mendoza la gran pampa de Buenos Aires. Allí erigió una venta, y él se colocó detrás del mostrador. Su palabra insinuante, la afable atención que dispensaba a los que visitaban la venta, la discreción y oportunidad de sus conversaciones, el aseo y arreglo con que mantenía el mezquino ajuar del establecimiento, llamaron la atención de todos, y en breve la venta de la Estancilla fue concurrida, no sólo por los viajeros, sino por los vecinos de Mendoza, que iban a pasar allí algunos ratos de solaz. No faltó quien, notando el contraste que se hacía sentir entre el hombre y la posición que ocupaba, o tal vez herido de ciertas excentricidades de carácter que hacían más picante su persona, llamase al ventero el filósofo, denominación que fue muy del agrado del vulgo; pero en general los concurrentes se retiraban siempre complacidos de la sagacidad con que sabía hacer tan agradable y cómodo un lugar tan pobre en sus elementos.

El general don José de San Martín, que gobernaba a la sazón la provincia, tuvo también el capricho de visitar la venta de la Estancilla para conocer al filósofo. El ojo penetrante del vencedor de San Lorenzo descubrió en el inteligente ventero el hombre de que necesitaba para realizar los grandiosos proyectos que le tenían preocupado. Sin vacilar un instante le propuso el empleo de secretario de la intendencia, que Zenteno aceptó gustoso, y desde ese momento quedó establecida entre ambos una estrecha amistad y estimación, que no fueron parte a relajar ni los contrastes de la política, ni el tiempo, ni la distancia.

Es conocida la táctica con que el general San Martín preparaba el ejército   —182→   con que expedicionó sobre Chile. Sus artes y sus precauciones daban a aquella empresa la apariencia de una conspiración. Ocultaba cuanto le era posible sus designios a sus más íntimos colaboradores, fraguaba falsas correspondencias que hacía llegar a Chile para hacer salir de quicio el ánimo del presidente Marcó; de ordinario engañaba a sus propias tropas con órdenes destinadas a disimular sus verdaderos planes. El secretario le acompañaba maravillosamente en estos afanes. Su cabeza fecunda en recursos, su perspicacia, el arte con que sabía conducir las cosas por caminos especiales hasta llegar a su fin, eran de grande auxilio al general; y aun el hábito adquirido de mantener en arreglo los papeles de una oficina, cuadraba muy bien en aquellas circunstancias en que se requería tanta laboriosidad, tanta habilidad como orden. Multiplicadas en gran manera las atenciones de la guerra, San Martín, de acuerdo con el gobierno de Buenos Aires, le nombró secretario especial de aquel ramo en enero de 1816, y posteriormente el 18 de diciembre del mismo año, le confirió, en recompensa de sus buenos servicios, el empleo de teniente coronel de infantería de línea, empleo que el gobierno de Chile ratificó en seguida. Sea dicho de paso, y como un testimonio de la abnegación con que los patriotas se consagraban entonces al servicio de la república, el secretario Zenteno apenas gozaba el sueldo de 25 pesos mensuales.

La expedición libertadora se movió al fin, y al atravesar los Andes hizo resonar sus cumbres con el estrépito de una gran victoria. La ciudad de Santiago fue rescatada, y ella proclamó como supremo director de la república que estaba aún por erigirse, al benemérito general O'Higgins. O'Higgins partió la tremenda responsabilidad de su nuevo puesto con el secretario Zenteno, a quien llamó a su lado encargándole el despacho del ramo de la guerra. Cualquiera podrá formarse idea de las tareas que estaban cometidas entonces a este funcionario. Crear ejércitos, armarlos, equiparlos, destinarlos; hacer brotar de la nada hombres y elementos; darles el orden y la concentración necesaria para llenar su objeto, he aquí la ocupación que absorbía casi entera la atención del gobierno. Cuatro grandes batallas, Chacabuco, Talcahuano, Cancha-Rayada y Maipo se sucedieron en el espacio de un año, consumiendo cada una de ellas gran parte de los elementos acumulados a tanta costa. La actividad del gobierno, en medio de la penuria en que el país se hallaba, debía ser muy grande, y aun cuando la república tenía un buen número de inteligentes servidores, no cabe duda que una gran parte de estos trabajos, la principal sin duda, debió recaer sobre el ministro de la guerra. La salud de hierro de que estaba dotado, le permitía en efecto dirigir su atención sobre todos los puntos, y despachar diariamente hasta la alta noche los multiplicados pedidos y exigencias que de todas partes se le hacían.

Dos meses permaneció el gobierno después de la batalla de Chacabuco evacuando las providencias que demandaba la ocupación de las provincias   —183→   centrales. Al cabo de ese tiempo (abril 16) el director supremo se trasladó al sud y llevó consigo al secretario Zenteno. Rudas penalidades les aguardaban allí por la resistencia obstinada de la plaza de Talcahuano, en donde el coronel Ordóñez había recogido una buena parte del roto ejército español. Asaltos, dura estrechez de un largo sitio, no bastaron para rendir la porfiada obstinación de los defensores; pero en cambio la frontera con todas sus plazas y el extenso territorio de Maule y Concepción, que había sido el arsenal del ejército realista, quedaron sometidos al poder de los independientes, y sufrieron en su régimen militar y administrativo las profundas modificaciones que hacía necesarias el cambio de su condición política. Zenteno entonces (agosto) regresó a Santiago, adonde le llamaban atenciones de un orden superior, y recobró cerca del gobierno delegado el despacho de la secretaría de la guerra, más laboriosa y más pesada que otras veces a medida del ensanche colosal que tomaban nuestras fuerzas militares. Mientras O'Higgins engrosaba el cuerpo de operaciones sobre Talcahuano, San Martín organizaba otro bajo su dirección inmediata en el campo de las Tablas. Entre los dos se llegaron a contar sobre doce mil soldados, la mayor fuerza armada de que haya dispuesto la república.

En esta coyuntura llegó la noticia de que una expedición considerable, compuesta de cuerpos recién venidos de la península, se preparaba en Lima para invadir a Chile, ya por Talcahuano, ya por el puerto de San Antonio. Fue menester trazar un plan de operaciones que permitiera hacer frente a esta invasión, que tenía tan extensa costa franca para desarrollarse, y que pusiese en relación, y en estado de prestarse mutuo apoyo los dos cuerpos del ejército independiente, separados entre sí por tan larga y escabrosa distancia. Zenteno fue escogido para este encargo. Él visitó los dos campamentos, oyó a los generales, y madurando con ellos sus indicaciones, logró que se pusiesen de acuerdo para la próxima campaña que se debía abrir.

Cúpole a Zenteno por esta vez una gloria que le puede envidiar cualquiera. En medio de los azares de la invasión, que parecía formidable, el director O'Higgins quiso que la independencia nacional se proclamase solemnemente a la faz del mundo, y que los ciudadanos prestasen juramento de sostenerla con sacrificios sin tasa. El documento en que debía constar este grande acto, ese documento que era la auténtica echada en el cimiento de la nueva nación y que debe cobrar con el curso de los siglos una veneración cada vez más creciente, fue redactado por Zenteno, y sancionado con su firma; alta honra reservada a las almas fuertes que, como la suya, tuvieron resolución bastante para arrostrar las fatigas, las responsabilidades, los peligros que imponía el cargo del gobierno en aquellos solemnes momentos.

Aún le cupo otra satisfacción bien lisonjera. Él dio a la república su   —184→   actual pendón, ese símbolo querido de nuestra nacionalidad, a cuya vista late y se enciende de orgullo todo corazón chileno.

La expedición anunciada desembarcó en Talcahuano, y en conformidad de los planes acordados, los dos cuerpos de nuestro ejército marcharon a unirse en la ciudad de Talca. Lo serio de las circunstancias concentró en el ejército toda la vitalidad de la república. Allí también Zenteno debió hallarse presente en su carácter de secretario de la guerra, y uniendo como lo tenía de costumbre los trabajos del bufete, con las penalidades y las fatigas del soldado, hizo la campaña subsiguiente y asistió a las funciones de Cancha-Rayada y Maipo. En medio de las cargas a la bayoneta que decidieron en esta última la suerte de Chile, Zenteno redactaba el parte de este fausto suceso, y anunciaba a los pueblos que su independencia desde aquel instante quedaba perpetuamente consolidada.

Zenteno mereció una recomendación especial en el parte detallado de la batalla que se dio más tarde, y el supremo gobierno recompensó sus servicios confiriéndole el grado de coronel y la medalla de oro de los vencedores.

La batalla de Maipo fue la pira en que se consumió todo entero el poder español. El estandarte de la independencia se paseó sin obstáculo desde el norte hasta la Araucania, y las débiles reliquias enemigas que quedaron esparcidas en esta o aquella plaza de la frontera, fueron a buscar un asilo a la distante plaza de Valdivia, poniendo de por medio el territorio de los indígenas. No por eso, sin embargo, el afán del gobierno tuvo un momento de reposo. Su atención sobre la marcha se dirigió a la marina, y se comenzó con decisión a trabajar en los aprestos de una grande escuadra, que era de tiempo atrás el objeto de su vehemente anhelo. El coronel Zenteno vio abrirse a sus tareas un campo tan importante como desconocido y ajeno para él. Él se veía constituido en ministro de marina, y probablemente no había pisado jamás la cubierta de un buque. No por eso su ánimo se arredró, ni rehusó con frías excusas el nuevo servicio que se le exigía. Trasladose a Valparaíso y allí, metido a bordo de diversas naves, comenzó a estudiar desde sus fundamentos el ramo que estaba encargado de dirigir. Examinó con detención las cuadernas, las costillas, todo lo que constituye la solidez del casco de un buque; se hizo cargo del velamen, de la aparente complicación del sistema de cordaje; se hizo explicar el oficio de todas las piezas, hasta el más pequeño motón, hasta la más insignificante espiga: muchas veces se le vio al rayo del sol colocado en la tabla del calafate viendo tapar con filástica la juntura de los forros. De allí pasó al orden del servicio náutico y militar, y al oficio que desempeñan en la nave las diferentes personas que la tripulan de capitán a paje. Tomó razón de los víveres que consumían, del equipo que necesitaban y del sueldo que debían gozar. Se echó al cuerpo las ordenanzas de la marina española, y quedó en breve tan inteligenciado   —185→   en todos estos pormenores que podía apreciar por sí, y sin el informe de oficiales prácticos los pedidos abrumadores que cada capitán de buque dirigía por momentos al gobierno. La escuadra estaba tripulada por multitud de extranjeros deseosos de correr las aventuras de la suerte, y que sin amor al servicio, ni interés patriótico por la causa que se comprometían a sostener, no perdían ocasión de demandar sin tasa ni medida, a favor de la ignorancia en que suponían a las autoridades, todo cuanto podía presentarles una oportunidad de medrar. Dícese que conociendo esto mismo el gobernador de Valparaíso, dio en decretar los pedidos concediendo sólo la mitad, y que habiendo solicitado cierto capitán un bote, recibió con extrañeza la providencia de costumbre. El ministro de marina se había puesto en aptitud de conocer y remediar estos abusos, y en cuanto lo permitía la delicadeza exquisita de las circunstancias, pudo precaver no pocas defraudaciones.

No es de este lugar narrar las proezas de la escuadra. Son conocidas de todos la toma de la María Isabel y su convoy, ocurrida en Talcahuano el 23 de octubre de 1818, seis meses después de la batalla de Maipo, bajo la dirección del contraalmirante Blanco, y las dos campañas marítimas que al mando del lord Cochrane ejecutó en seguida sobre las costas del Perú. En un breve instante las armas chilenas, triunfantes en tierra, dominaron el océano y se ostentaron potentes ante el solio de la dominación del rey de España en la metrópoli de Lima. Ciertamente que fue eso un prodigio.

Pero para tormento del ministro de guerra y marina, los triunfos del ejército y escuadra no hacían más que atraer odiosos compromisos sobre su persona. De parte de tierra, el general San Martín, arrogante y pretensioso, acosaba al gobierno con exigencias diarias. Él podía mucho como jefe de las armas argentinas, y se le debía mucho también. El ejército chileno no contaba por desgracia con ningún jefe de bastante prestigio que pudiera colocarse a su cabeza, ni en el ejército argentino, tan propenso a la insubordinación y al descontento, podía soplarse el germen de la desunión sin exponerlo a un cataclismo. San Martín tenía que ser omnipotente dueño de la situación. -No estaba en mejor estado la marina. Lord Cochrane había traído consigo una falange de jóvenes marinos tan gallardos y apuestos como él, entre los cuales había dividido los mandos y las comisiones. La escuadra le pertenecía a él de hecho y al gobierno sólo de derecho, de ese derecho que es tan débil en tiempos de guerra. La escuadra podía mudar de bandera cuando su almirante lo ordenase, y apenas había otra garantía contra este fatal contratiempo que los caballerosos sentimientos personales de su caudillo. El gobierno intentó quebrantar en parte aquella absoluta influencia, alzaprimando a los capitanes Guise y Spri que habiendo venido al país de su cuenta propia, no pertenecían al círculo del almirante; pero sus conatos no sirvieron sino para despertar   —186→   emulaciones, cargos, recriminaciones y represalias de parte del almirante contra los ahijados del gobierno.

En verdad el gobierno se hallaba en la más mortificante situación en que se puede hallar gobierno alguno. Aparente dueño de un ejército de tierra formidable y de una escuadra sin rival, era en realidad esclavo de los caudillos que comandaban el uno y la otra. Para colmo de embarazos se le ocurrió a lord Cochrane tomar el mando de la expedición libertadora, y ser generalísimo de mar y tierra. La debilidad de la escuadra española en estos mares no le prestaba ocasión alguna de desplegar su potente genio, ni el servicio pasivo de la nuestra era para satisfacer ni con mucho las aspiraciones de su alma altiva. Para no sufrir un chasco en su venida a estos países, no le quedaba más partido que acometer una grande empresa y hacerse el restaurador del imperio de los Incas. San Martín por su parte miraba de tiempo atrás aquella empresa como suya y no estaba dispuesto a cederla a nadie. Los dos caudillos se hicieron pues rivales, y su ojeriza se pronunciaba en forma de quejas, renuncias, pretensiones y denuestos, que caían sobre el gobierno dispensador de los títulos e investiduras a cuyo favor iba a emprenderse la expedición.

Fácil es comprender que la nombradía y la pericia de uno y otro de aquellos jefes eran indispensables para el buen éxito de la empresa. Por lo mismo todo el conato del gobierno se cifraba en conservar a los dos en su servicio, y en hacerlos emprender juntos la gran cruzada de libertad que estaba preparando. ¡Figúrese cualquiera qué maña y qué sagacidad se necesitaban para aplacar las prevenciones mutuas de los dos rivales, para hacerlos dóciles a los intereses de la América sacrificando su ambición personal, para conciliar sus pretensiones, y aun para hacerles de cuando en cuando reconocer sus deberes de súbditos! El consejo no era escuchado, la autoridad no imponía, la amistad era débil ante las exigencias de la ambición y del orgullo. Ciertamente las exacciones de dinero bajo todas las formas y denominaciones imaginables, los reclutamientos y prorratas de hombres y animales, y todas las vejaciones con que la autoridad omnímoda del gobierno arrancaba a los particulares su fortuna para organizar la expedición, todo eso, decimos, era poco al lado de la pensión que imponía la malquerencia de los generales expedicionarios; y estamos en la inteligencia de que, aparte de los grandes intereses políticos que aconsejaron la expedición libertadora del Perú, más de una vez el gobierno se sintió inclinado a apurar los preparativos sólo por el deseo de verse libre de los sinsabores que su rivalidad y su petulancia le ocasionaban.

Es fama que el coronel Zenteno llevaba el peso de este negociado. Transigiendo a veces en el cumplimiento de sus propias providencias para obtener una parte, si no el todo, de lo que se quería, prestándose otras a mediaciones, estimulando a alguno por aquí, y retirando a otro por allá, logró mantener las cosas en un razonable equilibrio, y aun consiguió al   —187→   fin que el orgulloso marino, tascando el freno de la obediencia, marchase a las órdenes de su rival. La expedición fue lanzada sobre las costas del Perú, y allá fue a estallar la tempestad.

Con la salida de la expedición libertadora cambió de escena la república. A las armas sucedió la política, a los ejércitos las convenciones, a los aplausos de la victoria las murmuraciones de los descontentos. Nuevos ministros, que pretendían corresponder a las exigencias de la nueva situación, entraron a tomar parte en la dirección de los negocios públicos, y entre ellos figuró muy en gran manera el de hacienda don José A. Rodríguez Aldea, que tomó posesión de su puesto el 2 de mayo de 1820.

Rodríguez era un hombre de mucho ingenio y maña, adornado de una vasta instrucción legal, que hacía extensiva al derecho público y a otros ramos del saber humano. Aunque se había mantenido siempre ajeno de los negocios de hacienda que el director le confiara, supo hacer frente a las serias dificultades de la situación, reglamentó el servicio y tomó providencias que si no le acreditaban de un profundo financista, por lo menos sostenían justamente su reputación de hombre hábil. Pero Rodríguez había figurado hasta entonces en el bando realista, en donde había gozado de influencia y ejercido cargos de importancia: su nombre no tenía las simpatías de la opinión, y con razón o sin ella diose en murmurar con harta acritud de su conducta funcionaria, culpándole de manejos poco delicados con los intereses del fisco y hasta de prevaricatos.

El ministro de la guerra no pudo jamás entenderse con su colega. Sea que los separasen instintivamente las condiciones del carácter personal, o las tendencias de los opuestos bandos a que habían pertenecido; sea que cada uno reconociese en su colega la capacidad y el deseo de preponderar en el ánimo del director supremo, ello es que ambos dieron en mirarse de reojo y acabaron al fin por hacerse abiertamente la guerra. Por un momento Zenteno llegó a prevalecer, habiendo sido separado Rodríguez del ministerio (14 de setiembre de 1821) con el pretexto de una misión diplomática cerca del gobierno del Perú; pero este triunfo fue efímero; el mismo Zenteno tuvo que retirarse de los consejos del director (8 de octubre) y ceder la victoria a su rival, que, no habiéndose movido de Santiago, recobró sobre la marcha su puesto. Del mismo modo que su competidor lo había hecho anteriormente, Zenteno se retiró conservando el título de ministro de la guerra, y fue a servir la gobernatura política y militar de Valparaíso, a la cual estaba anexa la comandancia general del departamento de marina.

¿Cuál fue la causa de esta separación dorada? ¿Fue nada más que la rivalidad personal con el ministro de hacienda motivada por pretensiones de dominar sobre el ánimo del director? ¿Fue desagrado por los manejos que se atribuían a aquel colega? ¿Fue desacuerdo de principios políticos sobre el curso que debía darse a la administración pública? Este punto ha quedado   —188→   envuelto en las sombras del misterio, y no hemos encontrado quién nos dé razón de las íntimas agitaciones que perturbaron el ministerio del director O'Higgins en la época a que nos referimos. Tal vez todas aquellas causas concurrieron simultáneamente; tal vez preponderó una sola.

El contratiempo experimentado por Zenteno, si bien le separó de los consejos, no le privó del afecto personal del director O'Higgins. Este le había conferido el empleo de coronel efectivo de infantería el 17 de junio de 1820, en los momentos de zarpar la expedición libertadora del Perú, a cuya creación había contribuido en tan gran manera, y poco después de su separación del ministerio, el 13 de abril de 1822, le confirió el de brigadier, último puesto de la escala militar a que alcanzó en su vida. El general San Martín, constituido en el rango de protector del Perú, le condecoró también por el mismo tiempo con el diploma de benemérito de la Orden del Sol, declarándole acreedor al reconocimiento de la patria y de la posteridad. Ya de antemano gozaba, en materia de distinciones honoríficas, la condecoración de mayor oficial de la Legión de Mérito, creada por el gobierno de O'Higgins en 1817 para premiar a los esforzados patriotas que habían cooperado eficazmente a la restauración de la república. Bellas distinciones que el tiempo y las ideas han hecho caer en olvido, pero que entonces marcaban el valimiento de las personas que las obtenían.

Es excusado decir que en su gobierno de Valparaíso, Zenteno desplegó las dotes de un inteligente y celoso administrador. Muchas mejoras materiales le debió aquella población, entre ellas la calle nueva que se abrió a sus instancias y que hoy figura en primera línea. Su discreción y afables maneras le granjearon la estimación de todos los vecinos; y su prescindencia de la política del gobierno, entonces blanco de un general disgusto, le atrajo de tal modo el aprecio público, que habiendo ocurrido la deposición del director O'Higgins, el pueblo de Valparaíso, reunido en cabildo abierto, reasumió la soberanía y se dio un gobernador. Este gobernador, tan del agrado del pueblo, fue el mismo general Zenteno. La junta gubernativa que había tomado las riendas del estado, tuvo a bien ratificar este nombramiento en una nota que nos sentimos inclinados a reproducir. Dice así: «Ministerio de gobierno. -La junta gubernativa me ordena exponer a U. S. que la más sublime recompensa que pueden recibir los servicios de un magistrado, es la confianza y agradecimiento de los pueblos; y que en la aclamación que para jefe político y militar de Valparaíso hicieron sus habitantes en la noche del 29 último, mira S. E. un homenaje rendido al mérito de U. S. Su Excelencia no solo ratifica este nombramiento, sino que añade el de comandante general del departamento de marina con todas las atribuciones y facultades que haya U. S. ejercido hasta aquí. Al significar a U. S. estos sentimientos de la junta gubernativa, tengo la satisfacción de felicitarle por el testimonio de gloria que ha recibido U. S., y ofrecerle las seguridades de mi   —189→   consideración. -Dios guarde a U. S. muchos años. -Santiago, febrero 3 de 1823. -Mariano de Egaña

No fue tan grata la permanencia de Zenteno a las administraciones que sucedieron a la junta gubernativa. Los partidos comenzaron a fermentar en Chile, y tuvieron en breve tiempo un desarrollo bastante para producir escenas escandalosas, para trastornar el natural buen criterio de la sociedad, y sumergir el gobierno y la república en un dédalo de confusiones y de intrigas de que la historia todavía no ha dado cuenta. -Tampoco Zenteno estaba muy satisfecho de la marcha de las cosas. Hombre de autoridad, ministro de gobierno en una época en que la plenitud del poder concedida al director supremo había permitido ejecutar maravillas, él no podía ver sin dolor la instabilidad de las cosas, el cambio casi diario de ministros, de planes y de tendencias que se operaba en torno del director Freire, las asonadas que resolvían los más graves asuntos de estado, el desprestigio en fin de esa autoridad que bien dirigida era en su concepto la única esperanza de la república. Con tales antecedentes era fácil prever que no estaba distante el momento en que el gobernador de Valparaíso, cediendo al movimiento convulsivo que sacudía la república, dejase vacante aquella importante pieza de la administración.

Un suceso a la vez político y económico vino a producir aquel resultado. El gobierno, deseoso de reprimir el contrabando y regularizar la marcha del comercio en Valparaíso, expidió diversos decretos muy mal acordados que produjeron una gran fermentación entre los vecinos de aquel puerto. El desagrado del vecindario había sido preparado y atizado por diversos incidentes, que en aquella época de libertad, hirieron profundamente las fibras de los ciudadanos. Resolviose pues hacer una gran junta popular y elevar al congreso una vigorosa representación, que envolvía agrias quejas contra el ministerio. El gobernador de acuerdo con los vecinos, y adicto a su causa, no se curó de poner coto al movimiento. El congreso a la sazón era compuesto de los diputados de la provincia de Santiago, en que predominaban por el número y la influencia los más decididos partidarios del depuesto director O'Higgins. Inútil es decir que el congreso y el presidente de la república se hallaron desde luego en abierta contradicción, y que no pudiendo subsistir el uno al frente del otro, ponía cada cual en juego todos sus recursos para echar por tierra a su adversario. La representación del pueblo de Valparaíso encontró naturalmente la más decidida protección en el congreso, el que requirió al presidente de la república para que se abstuviese de proceder contra los peticionarios. El presidente, que había destacado una división militar sobre aquel puerto a las órdenes del general Borgoño, no se sintió dispuesto a acceder del mejor grado. Siguiéronse agrias recriminaciones: el congreso creyéndose desobedecido, hizo concurrir a las autoridades civiles, eclesiásticas y militares para que le jurasen obediencia, y habiéndose retirado de la ciudad el presidente, declaró vacante su puesto   —190→   y procedió a elegir sucesor; pero el presidente regresó en breve al frente de buenas tropas, disolvió el congreso, desterró a sus miembros principales, apaciguó la inquietud de Valparaíso, y envió fuera del país a su complaciente gobernador. Zenteno, previendo este lance, se había asilado a bordo de la fragata de S. M. B. Britton, y ahí recibió obligantes testimonios de adhesión del cabildo y del pueblo que había gobernado con general satisfacción por espacio de cinco años.

La vida pública de Zenteno termina aquí. Si al cabo de tres años de expatriación volvió a Chile habiendo logrado previamente que un consejo de guerra solicitado por él juzgase de su conducta en la agitación de Valparaíso, y le diese una completa absolución, no fue para tomar parte en las contiendas que tenían agitada la república. Zenteno no era de esos hombres en quienes el pecho hierve por ambición de mandos y de honores. Patriota sincero, se ofrecía decidido en los lances críticos en que el cálculo de las probabilidades hiela el corazón de los más. Cuando había en la arena multitud de aspirantes que pretendían dirigir la república ya salvada, y se figuraban allá en sus dorados sueños adquirir prestigio y gloria en contiendas de palabras contra hermanos, entonces Zenteno apartaba su vista con desdén y se iba a recoger en el secreto de la vida privada. Modesto por carácter, excusaba cuanto le era posible poner en juego su personalidad, y aun creía que los hombres que se habían preparado para las rudas tareas de la guerra de la independencia, debían ceder su puesto a los que tuviesen la misión de organizar y formular las instituciones de la república. Por eso fue que no tomó compromiso en la revolución de 1829 y 1830, y que, a imitación de aquellos antiguos próceres de Roma, fue a consagrar sus fuerzas al cultivo del campo.

Pobre y reducido fue su negocio. El antiguo ministro del tiempo de los secuestros y de las confiscaciones; el hombre de influencia que gozando de todos los favores del poder atravesó una época de extorsiones, de dilapidaciones y de desórdenes financieros, apenas tenía como establecerse de arrendatario en un fundito a las inmediaciones de la capital. Allí reconcentró sus aspiraciones y se abrió un nuevo porvenir. Su familia, que comenzaba ya a demandar sus cuidados, ocupó el lugar del servicio público que hasta entonces había preocupado su atención.

Sin embargo, un hombre de la importancia de Zenteno no podía mantenerse separado totalmente de los intereses públicos. En los momentos en que la revolución triunfante de 1829 se instalaba en el lugar de las autoridades depuestas, el congreso de plenipotenciarios llamó a los jefes y autoridades de diversos órdenes para que le prestasen obediencia. Muchos rehusaron su adhesión, y fueron separados de sus destinos y dados de baja de sus grados militares. Zenteno no fue de este número. Él reconoció el congreso, y dio a conocer así ese ojo certero y práctico que entiende el curso de las cosas, y que acepta de antemano en bien de la paz pública los hechos   —191→   que han de consumarse más tarde a despecho de la resistencia de los unos y de la malquerencia de los otros.

El gobierno le llamó poco después (abril de 1831) a desempeñar la comandancia general de armas e inspección general del ejército, empleo que ejerció dos años.

Fue nombrado miembro de una comisión encargada de arreglar la contabilidad del ejército, y después, de otra que tenía por objeto formar un reglamento de la guardia nacional, institución que naciendo en Chile sobre bases peculiarísimas, no se sabe todavía a qué interés responde.

La sociedad de agricultura le contó entre sus miembros fundadores, habiendo dirigido por algún tiempo como presidente la sección de policía rural y legislación agrícola.

Constituida la universidad de Chile, recibió el diploma de miembro de la facultad de leyes y ciencias políticas.

Fue también nombrado ministro de la corte de apelaciones en sala marcial, y ejerció este destino hasta su fallecimiento.

Finalmente, los departamentos de Santiago y la Victoria unidos le nombraron diputado al congreso nacional para el trienio que comenzó en junio de 1846, y la cámara le colocó en la mesa directora de sus trabajos con el título de vicepresidente.

En todas estas comisiones Zenteno mostró aquel pulso que aprecia con profunda exactitud la materia que le está sometida. Él tenía algo de original en sus vistas como hombre acostumbrado a pensar por sí y a leer en el gran libro de la naturaleza. Su palabra era lenta; pero salía preñada de sentido y refulgente por la fuerza de la imagen. Nunca pudo decirse que su intervención era estéril, cualquiera que fuese el asunto sobre que se le llamase a discurrir. En la cámara misma, para la cual no estaba preparado, el peso de su voto daba prestigio a la cuestión y alentaba a los sostenedores de la causa a que se adhería. Decimos que no estaba preparado para el parlamento, porque en efecto él era más bien para el consejo que para la tribuna; pero no había materia que se sometiese al examen de la legislatura, de la cual no fuese dueño, y ¡cosa extraña! se le oía discurrir con magistral acierto en la formación del reglamento interior de la cámara, encomendado a una comisión de que fue presidente y en que se daban reglas sobre la dirección de los debates, y el curso intrincado de las indicaciones y de las enmiendas.

¿Se quiere conocer en Zenteno al hombre íntimo, al hombre privado? En cuanto es dado a la historia tocar esta materia vedada a sus investigaciones, nosotros que le tratamos amigablemente en sus años postreros, podemos afirmar que el aprecio que inspiraba su persona se fortalecía cada vez más por el conocimiento de sus prendas morales. Ningún sentimiento odioso abrigaba su corazón contra aquellos que había tenido que combatir durante su vida pública. Él juzgaba de los hombres y de las cosas como   —192→   si pertenecieran a una época que no fuera la suya. Consecuente en sus amistades, era solícito en cultivarlas y en prestar a todo el mundo las atenciones que la sociedad prescribe. Alguna vez estuvo en nuestro poder un diario confidencial que tenía la extraña ocurrencia de llevar, y en que anotaba las obras del día, los resultados y operaciones de sus negocios, y hasta las más tenues emociones de su alma. Perdónenos su sombra si arrancamos dos páginas de este libro secreto, y traicionamos su deseo revelando lo que él pensó tener siempre oculto; pero dos notas que tomamos entonces al acaso y que conservamos por casualidad, hablan tan elocuentemente a nuestro propósito, que no podemos resistir a la tentación de trascribirlas.

«Octubre 25 de 1839. -Asistí al entierro de mi condiscípulo don Carlos Rodríguez. ¡Qué Dios haya perdonado sus culpas, como suplico a su Divina Majestad se digne perdonar las mías! Jóvenes en un tiempo, arrojados impetuosamente en medio de una revolución política, ¡cuántos errores, cuántos crímenes acaso habremos cometido! Dios tenga misericordia de nosotros. Tibi soli pecavi et malum coram te feci. -Mas- secundum magnam misericordiam tuam dele iniquitatem meam

«Abril 14 de 1842. -Fui a la ciudad a reparar un destrozo de carretas: la del vecino N. rindió el eje de la calle; se tomó otra prestada, y a poco andar le sucedió lo mismo. ¡Castigo justo de mi imprudencia! Demasiado sabía que nuestras carretas (las comunes al menos) no aguantan el peso que les he puesto, es decir, el de treinta a treinta y siete quintales; pero lo hice por el miserable ahorro del costo de unos cuantos viajes. Siempre tengo en boca la máxima de que lo barato sale caro; pero en su aplicación la olvido las más veces. Así es como en la práctica nos burlamos de nosotros mismos contradiciendo nuestras buenas teorías. Hablamos como filósofos y obramos generalmente como brutos. Este es el hombre. ¿No habrá algún remedio para este mal? Sí; el de una educación severa y esmeradamente filosófica.»

¡Cuánta filosofía, cuánta bondad, cuánta profundidad encierran estas palabras!

La república tenía en el general Zenteno uno de sus más leales e inteligentes servidores, un pensador profundo, uno de sus más puros y eminentes ciudadanos. Dios le llamó a sus puertas a la edad de 62 años, y él, lleno de una resignación religiosa que ejemplarizaba, le entregó su alma el 16 de julio de 1847.

ANTONIO GARCÍA REYES.



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