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Don José Gaspar Marín


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Uno de los deberes más sagrados que reconocemos es el que nos impone la gratitud respecto de aquellos individuos que habiendo consagrado su existencia al bien de la patria, y sacrificado en sus aras el reposo y la felicidad, tienen un derecho incontestable a la buena memoria de las generaciones futuras. Si la independencia, la gloria, la prosperidad que gozamos, son el fruto de sus generosos sacrificios, justo es recordar sus virtudes, y tributar a sus cenizas el homenaje de una veneración respetuosa y de un vivo y sincero reconocimiento. Pero como por una fatalidad extraña sucede a veces que algunos nombres ilustres queden sepultados en el olvido, creemos de nuestro deber recordar al doctor don José Gaspar Marín, como uno de los ciudadanos que figuraron con mayor esplendor en la época feliz de nuestra emancipación política, y dar una ojeada rápida sobre su laboriosa e interesante vida, que además de estar ligada a los principales acontecimientos de nuestra revolución, ofrece rasgos dignos de consignarse a la posteridad, ya se le considere como patriota, ya como magistrado, ya como padre de familia, practicando las virtudes privadas, y encontrando en ellas y en la elevación de sus sentimientos un asilo contra los reveses que le acompañaron constantemente hasta el término de sus días.

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Nació don José Gaspar Marín el año de 1772 en la ciudad de la Serena de una de las más nobles familias que existían allí desde el tiempo de la conquista. Su padre, rico encomendero, y vecino honrado de la provincia, se llamó don José Fermín Marín y Aguirre; y fue su madre doña Francisca Esquivel y Pizarro, señora de distinguido mérito y poco común hermosura. Reconocidas por sus padres sus felices disposiciones para el estudio, le remitieron al colegio de San Carlos, donde se educaba entonces toda la noble juventud chilena. Su aplicación incesante, su despejado entendimiento, una memoria feliz, y lo que es más que todo esto, aquel noble deseo de distinguirse que es el móvil de las grandes almas, fueron parte a que recorriese en pocos años la serie de conocimientos que se consideraban necesarios para dedicarse a la carrera del foro, a pesar del obstáculo que la debilidad de su salud podía oponer a sus progresos. Amado de sus superiores, respetado de sus contemporáneos, el joven Marín fue a todas luces un estudiante distinguido, y su carrera literaria le ofreció en lo sucesivo frutos abundantes de este primer trabajo, y días de gloria que le indemnizaron ampliamente de todos sus sacrificios. Un acto general de filosofía fue el primero de sus triunfos. Diósele después el grado de licenciado y doctor en teología, y de bachiller en sagrados cánones y leyes. Pero el teatro en que debían campear la viveza de su ingenio y la copia de conocimientos que había adquirido, era las oposiciones a las cátedras. Hacíanse estas funciones de universidad con el mayor aparato, y el pueblo culto de Santiago, extraño por entonces a las ideas políticas, tomaba en ellas un interés extraordinario, con el que inflamándose el ánimo de los contendores, se hacían tales esfuerzos para obtener la corona, que en muchas ocasiones vaciló la mano de los jueces, no acertando a decidir sobre cuál cabeza debían colocarla. El doctor Marín se presentó en la liza, y siempre supo captarse la admiración y los aplausos del auditorio. Diósele en propiedad y por aclamación la cátedra de Decreto; y conformándose a los usos de la escuela, se doctoró en las facultades de sagrados cánones y leyes. En este mismo tiempo fue presidente de la academia de abogados; y era tal su amor a la ciencia, que, no sólo no se le vio jamás dispensarse de las asistencias y demás obligaciones de sus respectivos cargos, sino que deseoso de propender al adelantamiento de la juventud, enseñó gratuitamente Instituta a varios individuos que hoy contribuyen con sus servicios a la prosperidad y a la gloria de la patria. En el año ocho obtuvo la asesoría del consulado, desempeñándola siempre a satisfacción del público, y de las muchas personas que han compuesto aquel tribunal por un dilatado número de años. Afable y atento en sus maneras, ilustrado más de lo que permitían serlo en aquel tiempo la falta de libros y todas las trabas que ponía a la instrucción el sistema colonial, respetado por un carácter de probidad, firmeza y desinterés, generalmente reconocido, el doctor Marín estaba destinado a representar un papel brillante en nuestra revolución, desenvolviendo en   —195→   ella el germen de aquellas virtudes patrióticas que debían eternizar su nombre.

El movimiento de 1810, tan grande en sí mismo, como fecundo en resultados de toda especie, le abrió en efecto una nueva senda de gloriosos trabajos y de amargos padecimientos. -Un impulso simultáneo había conmovido toda la América meridional. Los sueños de independencia y libertad que recreaban la imaginación de los pocos americanos pensadores que había en aquella época funesta de humillación y servidumbre debían realizarse; y estaban contados los días de la dominación europea sobre nuestro continente. -Depuesto en el mes de julio de 1810 el mandatario español, a causa de un atentado cometido en las personas de tres ilustres ciudadanos, o tal vez por el impulso que inclinaba todos los ánimos hacia la independencia, le subrogó en el mando del reino el conde de la conquista señor don Mateo Toro, quien nombró para asesor de la presidencia al doctor don José Gaspar Marín. Esta elección alarmó en extremo a los satélites del despotismo, que aún no habían perdido su influjo, y trabajaron eficazmente en su separación. Conocían ellos los verdaderos sentimientos del asesor, y temían por consiguiente inclinase el ánimo del conde a sustraerse enteramente del dominio de la metrópoli, conmovida entonces por la invasión de Bonaparte. El señor Marín creyó de su deber dejar un cargo que le parecía no poder conservar sin ofender su delicadeza; pero llamado de nuevo y casi al instante por el presidente, que le estimaba sobre manera, le continuó sirviendo con tanto mayor gusto, cuanto se proponía trabajar en consorcio de una porción escogida de virtuosos chilenos, en allanar el sendero para que se efectuase la formación de un gobierno nacional, obra difícil por cierto, si se atiende a la complicación de los intereses, y al prestigio que ejercían aún las viejas instituciones sobre la ignorancia y las preocupaciones de un pueblo que distaba mucho de conocer sus derechos. En resolución, el célebre 18 de setiembre se rompió el frágil velo que ocultaba tan nobles aspiraciones, y el pueblo procedió a elegir una junta gubernativa, compuesta de siete individuos, presidida por el mismo señor conde, confiriendo al doctor Marín el empleo de secretario del nuevo gobierno, con voto informativo en todo género de asuntos, a virtud de un oficio que será siempre un testimonio irrefragable del distinguido aprecio con que le honraban sus conciudadanos.

No se ocultaba a la penetración de Marín la importancia del paso que acababa de dar Chile, ni las consecuencias que podrían sobrevenir. Hallábase ligado con los vínculos del matrimonio, y lisonjeado con la esperanza de una brillante fortuna; pero ninguna consideración fue bastante poderosa para embarazar su decisión a la causa santa cuyos principios estaban profundamente grabados en su corazón y, por decirlo así, identificados con su alma. Aleccionado por los grandes ejemplos de la historia, era el señor Marín grande admirador de las virtudes republicanas, y entraba en su carácter   —196→   el odio a la tiranía y un respeto sagrado a la dignidad de los hombres libres. Consagrose, pues, con el más vehemente anhelo al servicio de su patria. Reposo, fortuna y esperanzas, todo lo sacrificó gustoso desde aquel instante a un incierto porvenir, guiado por el generoso impulso del más puro y exaltado patriotismo. Tomó posesión de su nuevo destino, cuyo ejercicio era para él tanto más delicado, cuanto hallándose el conde en una edad avanzadísima, descargaba en su secretario todo el peso de las más importantes deliberaciones. Es indecible lo que trabajó en uniformar la opinión, reprimir la audacia de los contrarios, arreglar la parte administrativa y zanjar en fin los fundamentos de nuestra regeneración política. Para tener de esto una idea exacta, era necesario haber oído hablar en las efusiones de la confianza a este hombre idólatra de la verdad, como nosotros le hemos oído, y a otros de sus colaboradores en aquella obra inmortal. ¿Pero quién habrá que ignore la conjuración del 1.º de abril de 1811, la conducta firme y decorosa de la ilustrísima junta, y su triunfo sobre los ocultos y encarnizados enemigos del orden y de la libertad?

Con todo, no fueron estos los únicos obstáculos contra los cuales tuvo que luchar el celo de aquellos virtuosos patriotas. Mezcláronse con los gérmenes generosos del patriotismo, las pasiones maléficas, tanto más peligrosas, cuanto menos consolidada estaba la obra que se había emprendido. Pero en medio de la confusión de los partidos y de las aspiraciones de la ambición, el señor Marín llevó siempre una marcha franca y sostenida hacia el laudable fin que se había propuesto, sin abanderizarse en ninguna facción, ni encarnizarse contra ningún individuo. Por el contrario, sinceramente amado de todos sus conciudadanos, cada uno procuraba atraerle a sus ideas particulares en materia de política juzgando que así sostendría mejor sus diversas pretensiones. Prueba de esta verdad, es haber sido elegido presidente de la segunda junta gubernativa, bajo la cual se convocó aquel primer congreso, que fue como el crepúsculo de nuestras instituciones. Pero disuelto este cuerpo por un movimiento anárquico, y reconocida por Marín la imposibilidad en que se hallaba de servir con utilidad a su patria, viendo que su voz se perdía entre el rumor de los disturbios y agitaciones populares, aunque aclamado de nuevo por el pueblo para continuar en el mando, se retiró de la escena pública deplorando los males que no le era dado remediar. -Encendiose entre tanto la guerra civil: expedicionó el virrey de Lima, y la acción de Rancagua fue el triste resultado de estos primeros extravíos de los inexpertos chilenos.

Posesionado de la capital un enemigo que infundía terror, mucha parte de los ciudadanos emigró al otro lado de los Andes. De este número fue el doctor Marín, que perseguido en su fuga por los españoles, y no pudiendo salvar otra cosa que su persona, se halló en un país extraño sin recursos, y expuesto a todos los rigores del infortunio. Pasó a Buenos Aires y allí fue donde impelido de su celo infatigable por la causa de la independencia,   —197→   trabajó cuanto le fue posible en unir los ánimos de sus compatriotas, extraviados por el espíritu de partido que un escarmiento de tanto peso no había podido extirpar, a fin de que se operase la restauración de Chile, único objeto de los votos de tantas infelices víctimas. Verificose esta el año de 1817 bajo los auspicios del valiente general San Martín, y la victoria de Chacabuco, que coronó a tantos bravos, rompió las cadenas con que yacía aherrojado el desgraciado Chile. Restituyéronse a sus hogares los prófugos de 1814, y el señor Marín se vio en el seno de su amada familia, reunido a una esposa, cuyo patriotismo fue también acrisolado durante los dos años de cautiverio con las más terribles pruebas.

Había perdido toda su fortuna, y aunque no le hubiera sido difícil reparar sus quebrantos ya por medio del ejercicio de su profesión, ya negociando con sus servicios y méritos contraídos un empleo lucrativo, desinteresado por carácter y amante de su independencia, se contentó con su destino de asesor del consulado, ocupándose en algunas empresas de comercio y otros asuntos de su casa, que estaban en grande atraso por su ausencia.

La educación de su naciente familia vino a ser por entonces el principal objeto de sus cuidados, formando a la vez sus delicias en el tiempo presente y sus esperanzas para lo futuro. Durante su mansión en Buenos Aires, y a pesar de la escasez de sus recursos, se había procurado una reducida, pero selecta biblioteca, que contribuyó no poco a extender sus ideas y completar su instrucción. Las vidas de los hombres ilustres de Plutarco, la lectura de Filangieri y otros publicistas de nota; las ardientes declamaciones de Raynal sobre la humanidad, la igualdad y la libertad, templaban como en una fragua su espíritu republicano; pero lo que sobre todo le conmovía y hechizaba eran las obras de Juan Jacobo Rousseau, interesándole vivamente sus desgracias, su sensibilidad y su genio. Pretendía encontrar en la vida del filósofo ciertas coincidencias notables con su persona, y las había indudablemente en la índole y en la fuerza de los sentimientos. Tal vez se afectó un poco su carácter con la hiel que destila a veces aquella pluma elocuente; pero todos sus sofismas le hallaron invulnerable en lo concerniente a la religión, cosa harto rara en aquella época de libre pensar, y en la que la incredulidad era como un elemento necesario a los que podían blasonar de la cualidad de ilustrados. Desde la altura de sus convicciones, miró con desdén las producciones frívolas de los escritores adocenados del siglo XVIII; y aunque de un espíritu el más a propósito para percibir las sales de un chiste, siempre le produjeron indignación las sátiras impúdicas y las burlas sacrílegas de Voltaire. Con semejante modo de pensar, fue para sus hijos un guía seguro, que zanjó con acierto los fundamentos de su primera enseñanza. Dirigía sus lecturas y aun las hacía frecuentemente con ellos; enseñábales los elementos de la lengua francesa, que entendía con perfección; hacíales sentir las bellezas de la literatura; les inspiraba el deseo de   —198→   saber sin fomentarles la vanidad; y si bien no era persona capaz de ligarse a seguir un método prolijo y que exigiera una asiduidad constante, tenía el don de insinuar en pocas palabras lecciones útiles, que no se borraban jamás de la memoria de sus hijos, y que dejaban en sus tiernas almas una indeleble impresión. Firme y severo para corregir sus faltas, procuraba no obstante infundirles una confianza sin límites, siendo sumamente expansivo y tierno en sus afectos de padre; y aunque sujeto por su enfermedad a frecuentes accesos de melancolía y sensibles alteraciones en su humor, tenía momentos de una jovialidad encantadora, en que las gracias de su conversación hacían su trato íntimo lleno de amenidad y de atractivo.

Así trascurrieron los mejores y más apacibles días de su vida; pero ninguna de estas atenciones pudo distraerle de los intereses de su país, que aunque no del todo tranquilo, ofrecía por entonces una magnífica perspectiva de gloriosas esperanzas. Ocupaba la silla del gobierno el capitán general don Bernardo O'Higgins con el título de supremo director, y se hallaba a su lado el general San Martín, radiantes ambos con el prestigio del triunfo y llenos de la noble ambición de llevar a cabo la atrevida empresa de libertar al Perú. En estas circunstancias se hicieron sentir algunos síntomas de descontento a causa de un partido contrario, que aunque caído alimentaba antiguos resentimientos, conservaba su energía, y contaba con caudillos inteligentes y audaces. Despertose con demasiada viveza la celosa susceptibilidad de los mandatarios, y esto fue parte a que hombres de gran mérito manchasen sus glorias con acciones que apenas pueden disculpar la fuerza de los acontecimientos y las exigencias apremiantes de la causa de la libertad. El doctor Marín, aunque sincero admirador de los talentos del general San Martín, no tenía por su carácter ningún género de simpatía, y siempre se había mantenido a cierta distancia de su persona; pero íntimo amigo de O'Higgins, deploraba con amargura el ascendiente que sobre él ejercía el genio preponderante y audaz del general argentino, atribuyendo a este doble influjo los actos de arbitrariedad que se perpetraban a la sombra de un régimen militar. La entereza de sus principios no se avenía ni con las violencias del general, ni con la inercia aparente del supremo director, y suspiraba en secreto por un estado de cosas más análogo a las ideas de verdadera libertad, sin olvidar no obstante el objeto principal de los votos formados por los patriotas de aquel tiempo: la total extinción de la dominación española sobre el continente americano. Mantúvose el doctor Marín retirado de la escena pública sin dejar por eso de servir a su patria siempre que se presentaba la ocasión. Como su noble carácter daba todo género de garantías a la confianza, fue algunas veces depositario de secretos importantes que le comunicaban sus conciudadanos, y pudo por sus atinados consejos contener los movimientos anárquicos que un patriotismo imprudente hacía nacer en los ánimos exaltados. -Consultado por los gobernantes sobre asuntos de público interés, siempre prestó gustoso el auxilio   —199→   de sus luces; supo decir verdades atrevidas de palabra y por escrito, y aun hubo vez en que el decoro de la patria halló en su alma impertérrita un escudo contra los avances del despotismo militar. Probaremos esta aserción, refiriendo un hecho poco conocido que recordamos haber oído a personas que lo presenciaron, y que es sin duda notable. Tratábase de activar la expedición al Perú; San Martín reunió a algunos de los principales vecinos de Santiago para exponerles su designio y estimularlos a coadyuvar con sus esfuerzos a tan noble como denodada empresa. Todos los concurrentes participaban de sus mismos sentimientos; pero abrigaban algún recelo de que el general se propusiese conducir la expedición bajo una bandera extraña, a cuya conjetura daba lugar su preferencia decidida por las tropas argentinas, el influjo de su sociedad privada, compuesta toda de individuos de aquella nación, y tal vez otros datos de mayor peso. Sea pues con justos motivos, o por una susceptibilidad extremada, el señor Marín y otros chilenos se hallaban alarmados por esta idea, y nadie había osado aventurar una sola pregunta para salir de sus dudas, fascinados por el prestigio de aquella voluntad omnipotente. Terminado que fue el elocuente discurso del general San Martín, el señor Marín con aquella fina sagacidad que en ocasiones importantes sabía dar a su palabra, le dijo: «Estamos todos de acuerdo, señor; la empresa no puede ser más útil ni más loable, pero, ¿bajo qué bandera marchará esta expedición?» Turbose algún tanto San Martín a una interpelación tan imprevista; pero recobrándose instantáneamente, contestó con su acostumbrada viveza: «Bajo la chilena, señor Marín.» Esta expresión disipó todas las alarmas, tornó la serenidad a los corazones y al disolverse la asamblea, O'Higgins apretaba cordialmente la mano a su antiguo amigo con un sentimiento inexplicable de admiración y gratitud. El doctor Marín, sensible en extremo a los estímulos de la gloria, recordaba siempre con gusto este rasgo de su vida.

Es indudable que había en el alma de Marín algo de la de Catón y de Régulo; pero esta estoica firmeza se hermanaba con una tierna sensibilidad que le hacía sumamente compasivo. ¡Cuántos hermosos ejemplos se presentan a nuestra memoria en apoyo de este aserto! Y a la verdad: si el espíritu de partido se ensaña contra alguna familia desgraciada suscitándole una cruel persecución, si la severidad del gobierno estimó justo aplicar un ejemplar castigo al iluso a quien juzgó delincuente, y en tales circunstancias una desconsolada madre, una esposa afligida se presentó al señor Marín solicitando su patrocinio para elevar sus clamores hasta el solio del poder, él supo ofrecerla una mano socorredora, alentarla en su infortunio y prestarla su enérgica voz, no por ninguna clase de interés personal, sino por el placer inefable de proteger la justicia o consolar la humanidad afligida. Nosotros recordamos los nombres y las desgracias de estas personas a quienes el señor Marín servía de padre y de amigo, después haber agotado en su favor todas las solicitudes y buenos oficios del abogado. Sinceramente adicto a su   —200→   profesión, aún lo era más al reposo de las familias. Por tanto, cuando le buscaban para alguna defensa, si el asunto admitía transacción, la procuraba empleando para ello las persuasiones más eficaces. Jamás alucinó a ningún pleiteante acerca de la justicia que concebía en su derecho, ni prostituyó a fines indecorosos su pluma ni su influjo personal.

Un mérito tan distinguido atrajo de nuevo la atención del gobierno, y el señor O'Higgins le llamó a servir la fiscalía, por una carta llena de las manifestaciones más expresivas del alto concepto que le merecían sus relevantes prendas; pero él rehusó admitir este destino por razones que es fácil inferir de los antecedentes que hemos sentado. El señor Marín estaba persuadido de que los hombres de bien no deben tomar parte en las administraciones tenebrosas, en que los derechos del ciudadano no se hallan suficientemente garantidos: al menos este es el espíritu de una contestación que arrancó a su reserva la inquieta curiosidad de su esposa, interesada en saber los motivos que le habían estimulado a no aceptar la fiscalía, y aunque es doloroso para nosotros revelar lo que Marín hubiera querido ocultar, aun de sí mismo, por amistad y gratitud, nos obliga a hacerlo la imparcialidad de la historia y el respeto que debemos a la verdad.

El gobierno del señor O'Higgins era ya muy vacilante a fines del año 1822, y a semejanza de una máquina gastada cuyos resortes no pueden marchar, todo le presagiaba un trastorno. Hallábase a esta sazón el señor Marín en la provincia de Coquimbo, y allí recibió cartas del general don Ramón Freire, en que le invitaba a unirse a él para verificar una revolución que pensaba hacer con el objeto de regenerar al país reuniendo un congreso nacional. Aunque la propuesta era seductora, el señor Marín no pudo resolverse a tomar parte activa en aquel movimiento, bien sea por no haber tenido inclinación a las revoluciones, o porque no conociendo a fondo el carácter y principios del joven general, le faltó quizá aquel grado de confianza indispensable para dar un paso tan avanzado. Pero cuando vio decididas a todas las provincias por el cambio de administración, juzgó que era necesario respetar la voluntad nacional; invitado por el gobierno de la Serena a una junta de vecinos que tuvo lugar con el fin de resolver sobre tan importante asunto, y obligado a dar su dictamen, lo expresó con franqueza y conforme en todo a los derechos de los pueblos y a las ideas liberales y de orden, de que siempre había hecho profesión.

Reunido que fue el congreso constituyente de 1823, esta corporación llamó al señor Marín para que ocupase un lugar entre los ministros de la suprema corte de justicia, destino honroso que admitió lleno de la más pura satisfacción, y como aquel viajero que después de una larga jornada, torna a sus hogares proponiéndose disfrutar en ellos del más dulce y apacible sosiego. Consagrose desde el primer día al desempeño de su nuevo empleo, no como un antiguo jurisconsulto versado en la administración de justicia, sino con el ardor de un joven que principia su carrera. Fuera de las acostumbradas   —201→   asistencias de que jamás supo dispensarse mientras conservó algún vigor, pasaba largas horas en su gabinete registrando los puntos más delicados del derecho, a fin de formar dictámenes justos y legales sobre todo género de asuntos. Por la constitución de 1823 quedaron los juicios de conciliación a cargo de los señores ministros de la suprema corte, y es indecible lo que el señor Marín trabajó en su desempeño. Nosotros le hemos visto buscado diariamente por infinitas personas, recibirlas lleno de afabilidad y cortesía, oírlas con la mayor paciencia y sacrificarles gustoso el tiempo destinado a tomar un ligero descanso en el seno de su familia o en la compañía de sus amigos. Su mayor complacencia era evitar las litis que habrían arruinado a muchas familias, y estampar por la noche en su diario estos lisonjeros triunfos de su persuasión y de sus luces.

¡Qué feliz habría sido este benemérito ciudadano, si este estado de tranquilidad hubiese podido prolongarse hasta el término de sus días! Pero no lo permitió así el destino, sino que contrariando sus mejores esperanzas, le había reservado para sus últimos años el cáliz amargo de la más injusta persecución. Al tocar este delicado punto, séanos permitido decir que no nos proponemos ventilar cuestiones políticas, y menos aún despertar pasiones adormecidas por el tiempo; pero siendo absolutamente necesario, para dar alguna idea del último período de la vida pública del señor Marín fijar la vista en ciertos acontecimientos, procuraremos hacerlo con rapidez y sin ninguna parcialidad.

Promulgada la constitución de 1823, fue el señor Marín llamado por el director don Ramón Freire a ocupar una silla entre sus consejeros de estado. La nueva legislatura embarazaba de tal modo al supremo magistrado en el ejercicio de sus funciones, que a pesar de sus tendencias liberales, varias veces indicó a su consejo el deseo que tenía de ser investido de facultades extraordinarias. No ignoraba el señor Marín que hay circunstancias difíciles, en que el único recurso para salvar la patria, es oponer la voluntad firme y vigorosa de uno solo, contra una multitud anárquica; pero sabía también que estas ocasiones son raras, y juzgó que no era necesario ocurrir a tan peregrino medio, para conducir a un pueblo dócil, que observaba tranquilamente la marcha de sus instituciones. Opúsose por consiguiente a esta medida el celoso republicano con toda la fuerza de su carácter, y logró en efecto paralizar el golpe que, estallando poco después con mayor violencia, echó por tierra dicha carta, a los nueve meses de su promulgación. Celebrose una especie de convenio entre el señor Freire y el senado, por el cual se obligaba aquel a convocar prontamente el congreso nacional. Reunido que fue en 1825, el señor Marín pasó a ocupar un asiento en él, como diputado por San Fernando, después de haber lamentado en el silencioso retiro de su casa males que no podían ocultarse a su penetración, y cuyo remedio no era fácil encontrar. En efecto, el congreso y el poder ejecutivo estuvieron siempre discordes, y el 8 de octubre, después de haber disuelto violentamente aquel cuerpo, el director   —202→   expidió un decreto, por el cual se ordenaba la expatriación de algunos de sus miembros, sin formarles causa, ni dar oído a sus justas reclamaciones. Se procuró difundir el rumor de que eran conspiradores, pero no se produjo ningún dato, no se exhibió la menor prueba. El señor Marín fue aprehendido, puesto en prisión y remitido con escolta armada al lugar de su destierro. No nos es fácil dar una justa idea de la impresión que labró en su ánimo tan indigno tratamiento. Diremos solamente que no fue la pérdida de su empleo, ni la separación de una familia adorada lo que le llenó de amargura, sino la imputación vaga de traidores a la patria con que se pretendió grabar a los comprendidos en el decreto. Tal vez el gobierno de aquel tiempo no tuvo un conocimiento exacto del mérito del señor Marín: ignoró, puede ser, el número y calidad de sus servicios, desconoció el verdadero temple de su alma, y por tanto no supo graduar la fuerza del golpe con que le había herido.

El doctor Marín esperaba al pie de los Andes se abriese la cordillera para cumplir su destierro en tanto que su afligida esposa se ocupaba en Santiago en remover influencias para que éste no tuviese efecto. Entre las personas que intercedieron por el señor Marín, hubo una, que alucinada sin duda por el tenor del decreto, y por las voces que se hicieron correr en orden a los confinados en un documento público, se había expresado de un modo agraviante al honor de aquellos, y aun dádoles epítetos infamantes. Noticioso Marín de este hecho, escribió al instante al supremo director una carta respetuosa, pero llena de noble altivez, en que le dice: «que si compadecido de sus dolencias, o tocado de las lágrimas de su familia, S. E. tiene a bien conmutarle su destierro, lo aceptará; pero que si esta gracia se le concede por la mediación de ciertas personas, que sabe han interpuesto a su favor su influjo, antes se someterá gustoso a su adverso destino, que deber nada a gentes que han vulnerado su honor, y ofendido tan gravemente su delicadeza.» El público tuvo luego conocimiento de esta carta y unos creyeron reconocer en ella al Romano Marín15, otros al discípulo de Juan Jacobo, y otros en fin al hombre de bien, luchando con la adversidad, y protestando noblemente contra los juicios apasionados y erróneos de sus deslumbrados compatriotas.

Ausente el director Freire a causa de la expedición a Chiloé, el gobierno provisorio aligeró el destierro del señor Marín, permitiéndole pasar a la provincia de Coquimbo; y últimamente el congreso de su espontánea voluntad le restituyó a su casa persuadido sin duda de su inocencia. Pero no bastando esta satisfacción indirecta a la delicadeza de Marín, se justificó victoriosamente después ante la legislatura nacional por medio de una representación enérgica16 que contiene una multitud de hechos interesantes, poco conocidos aun en aquel tiempo, y que ponen en claro su inculpabilidad. Algunos observadores superficiales dieron a este paso una interpretación siniestra,   —203→   atribuyendo a resentimiento y animosidad el calor de sus expresiones, y la fuerza de sus raciocinios; pero estuvieron muy distantes de creerlo así los que conocían el fondo generoso de su carácter. Un sentimiento exaltado de pundonor, un celo ardiente por la justicia y la verdad, su natural franqueza, y si podemos explicarnos así, un amor excesivo de su buen nombre, junto con el convencimiento íntimo de su inocencia y de su propia dignidad, le hicieron empeñarse demasiado en una justificación inútil para la mayor parte de sus oyentes. No: el decreto de 8 de octubre de 1825 no podía grabar el sello de la ignominia sobre tan incorruptible ciudadano, ni aun mancillar en lo más leve su reputación. Dicho documento contiene un expresivo elogio de los confinados, y si bien se examina su contenido, parece que al expedirlo hubiese vacilado la mano del que lo firmó por una emoción involuntaria de respeto para con sus mismas victimas.

Y en efecto, ¿cómo podría con justicia tacharse de díscolo al que tantas veces, y en tan diversas épocas de su vida, se había ocupado en sofocar revoluciones, en tranquilizar los ánimos, persuadiendo a los que pretendían atentar contra las autoridades sacrificasen al bien general su ambición o sus resentimientos? ¿Cómo había de pensar en abrir las puertas al extranjero, después de haber trabajado tanto por la libertad de su país y combatido las aspiraciones al poder absoluto que abortaron en el seno mismo del gobierno? ¿Qué especie de seducción podía tentar al que todo lo había sido en su carrera, al republicano virtuoso que, satisfecho con una mediocridad decente, a nada aspiraba sino a la felicidad y a la gloria de su patria?

Lo decimos con la convicción más íntima. El doctor Marín no desmintió jamás el aventajado concepto que se había sabido merecer. Su carácter imparcial y justo se sostuvo sin interrupción hasta el fin de su carrera, y los últimos actos de su vida pública van a suministrarnos pruebas que acreditarán hasta la evidencia cuán lejos estuvo de servir a los partidos, y cuán dispuesto se le encontró siempre a reconocer el mérito ajeno y a rendir homenaje a la verdad.

Pero el señor Marín experimentó aún una nueva decepción. Al fin de la memoria que presentó al congreso para la justificación de su conducta, añadió una solicitud sobre el cobro de los medios sueldos de que se le había privado durante su destierro. Nada parecía más obvio, puesto que separado de su destino por un golpe de estado y sin formación de causa, todas las disposiciones legales estaban a su favor; y sus compañeros de destierro, empleados como él, habían sido reembolsados hacía ya mucho tiempo. Pues bien, para él solo hubo otra jurisprudencia desconocida y jamás practicada en Chile, ni aun en los tiempos del gobierno español. Después de haberle llevado de tribunal en tribunal con los más frívolos pretextos, la corte de apelaciones, en tono de oráculo, sin dar la menor razón ni escudarse con ley alguna, decretó: «que el fisco no era responsable a los sueldos del señor Marín.» Dejamos al buen sentido de nuestros lectores el comentar este   —204→   proceder; por lo que hace a nosotros, jamás hemos podido darnos la razón de tan notoria injusticia.

Nuestro virtuoso ciudadano continuó, como era justo, mereciendo la confianza de sus compatriotas, y en 1827 fue elegido diputado al congreso nacional. En esta legislatura se acordó conceder honores fúnebres a la memoria de los malogrados Carreras, y conducir a su patria las cenizas de estas tres víctimas infelices de propias y ajenas pasiones. El diputado Marín juzgó debía hacerse el mismo honor a los restos del ilustre Rodríguez, y al efecto hizo una moción que, por una fatalidad inconcebible, por uno de aquellos signos de desgracia que parecen marcar la existencia de ciertos individuos aun más allá de la tumba, no halló eco en la representación nacional. Hubo diputado que contestó al señor Marín con un necio y grosero sarcasmo, y aquel, demasiado delicado y pundonoroso, guardó silencio contentándose con haber promovido este acto de alta justicia, en que no tenía parte el espíritu de partido ni afección de personal amistad. Lo que acabamos de referir nos da un ejemplo bien triste de la facilidad con que la generación que se levanta se olvida de la que le ha precedido, y desconoce la voz de los que aún tienen el derecho de aconsejarla y dirigirla. Pero volviendo al señor Marín, parece que sus propias desgracias le hubiesen hecho más reconocido y justo para con las notabilidades patrióticas, puesto que en el congreso de 1836 aún hizo otra moción semejante. Persuadido como lo estaba de ser un baldón para Chile el desconocer los servicios del capitán general don Bernardo O'Higgins, y temiendo que este veterano de la independencia acabase sus días en país extraño, cargado con el anatema de un ostracismo injusto en fuerza de su larga duración, solicitó en una moción elocuente y empapada toda en los sentimientos de su amistad y respeto por el noble deportado, se le restituyesen sus honores y se le abriesen de nuevo las puertas de la patria. Su voz fue oída con entusiasmo por la cámara, su moción aceptada; pero no sabemos por qué motivos quedó al fin sin efecto. Hemos oído sobre este acontecimiento varias versiones, que por ser opuestas entre sí, no nos merecen entera fe. Lo que nos parece más verosímil es que los hombres influentes de la época no supieron sobreponerse al espíritu de facción. No vivían como el señor Marín en el porvenir para legarle sin mezcla de pasiones bastardas las más preciosas glorias del pasado.

El señor Marín fue uno de los diputados que firmaron en 1828 la constitución más liberal que haya tenido Chile; pero descontento en general del orden de cosas que existía, perteneció por sus opiniones al movimiento revolucionario que siguió a la promulgación de aquel código. El nuevo gobierno establecido en la república a consecuencia de este trastorno halló por conveniente reformar una constitución que no se hallaba en armonía con la actitud fuerte de una administración que se asienta sobre las ruinas de un partido, y al efecto abrió una asamblea de plenipotenciarios nombrados por   —205→   las provincias, los cuales debían convocar un congreso para llevar a cabo esa reforma. El señor Marín se encontró elegido diputado; pero celoso como lo fue siempre de las libertades de sus conciudadanos, miró dicha reforma como un verdadero atentado, y lejos de cooperar a ella, votó siempre en contra de todos los artículos alterados, guardando en las discusiones un tétrico y profundo silencio, bastante expresivo sin embargo para los que conocían el temple de su ánimo lleno de rectitud e incapaz de doblegarse al poder a costa de sus convicciones.

Este último acto de firmeza coronó la carrera pública del doctor Marín, y nosotros vamos también a terminar la honrosa tarea de recomendar su memoria. Grato nos es reposar un momento a la sombra de esta reputación sin mancha, después de haber visto al digno republicano atravesar las tempestades revolucionarias, conservando ileso el sagrado depósito de su honor. Su vida pública, si se examina con imparcialidad, fue una protesta no interrumpida contra los extravíos de los gobiernos, y los desbordes de las pasiones populares, tan rara vez regidas por la razón. Pudo como hombre padecer errores; su alma ardiente no podía presenciar estas luchas en que figuran las grandes ideas sin tomar alguna parte; pero tan luego como creyese comprometido el bien de su país, o los sagrados principios de la justicia, retrocedía espantado, asilándose en el santuario de su conciencia y el retiro de la vida privada. Se le objetará quizá haber sido severo en el modo de juzgar a sus contemporáneos: tal vez le faltó algo de esa impasibilidad filosófica que transige con las ajenas debilidades, y economiza muchos disgustos en la vida; pero no entraba este indiferentismo en su carácter apasionado y vehemente, y es preciso acordarnos que, herido en los más nobles instintos de su corazón, no podía dejar de afectarse, rechazando con horror todo lo que se dirigiese a empañar su buen nombre y la gloria póstuma a que con tan justo título debía aspirar. De tal manera le ocupaba esta idea, que muchas veces en la época de su persecución, se le oían proferir a solas exclamaciones dolorosas que revelaban toda la amargura de su alma, y solía decir a sus hijos estas sentidas palabras: «No ocuparé una sola página en la historia de Chile, y sin embargo, he merecido bien de la patria.» A pesar de todo, jamás abrigó el menor deseo de vengarse. A la vuelta de pocos años, y por una de aquellas crueles vicisitudes del destino, el general Freire se vio a su vez desgraciado y perseguido en su país, engañado en sus expectativas, mal comprendido en sus sentimientos, y víctima en fin de una larga y penosa expatriación. En tales circunstancias, el doctor Marín, que siempre había hecho justicia a la bondad de carácter del general y a su mérito patriótico, tomó por su suerte un decidido interés, compadeció de corazón su infortunio, y nadie pudo con tanta propiedad como Marín aplicarse en aquel caso este tan conocido verso del poeta:

Non ignara mali, miseris succurrere disco.

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El doctor Marín no fue jamás aspirante, ni hubiera podido serlo, tanto por su extremado desinterés, como por no estar avezado a los artificiosos manejos de la ambición: él mismo decía que todos sus deseos se hallaban satisfechos con el papel que le había tocado representar en el drama de nuestra revolución, y con el honroso destino que le había confiado la patria.

Preocupados por la faz seductora que presenta la vida pública del señor Marín, habíamos omitido hasta este momento la descripción de su persona, como si ignorásemos que nada es indiferente en los hombres de un mérito no común. Fue Marín de estatura poco más que mediana, delgado, garboso y de buenas proporciones. Su rostro moreno y enjuto nada tenía de bello, pero era distinguido por un aire de penetración y firmeza que expresaban perfectamente sus ojos pequeños y negros, llenos de inteligencia, y sus labios juntos y delgados que le daban cierta semejanza de expresión con algunos bustos romanos. Tenía el habla suave en la conversación ordinaria; pero cobraba grande energía siempre que le animaba la pasión. Sus maneras finas, su fácil elocución y la ligereza y gracia con que discurría sobre todo género de asuntos, hacían interesante su trato, y bastaba verle entrar en un salón o saludar a alguna persona, para reconocer en él al hombre culto y de mundo que pertenece a una sociedad adelantada.

A fines de 1837, sintiendo debilitarse su salud de día en día, pidió su jubilación, y es notable una cláusula de su escrito, en que después de confesarse de todo punto inhábil para el trabajo, ofrece a sus hijos y nietos, para que continúen sus servicios a la patria. Concediole el gobierno su solicitud, por un decreto en que no sólo se tuvieron presentes las calidades indispensables para obtener la jubilación, sino también su acendrado patriotismo; y el ilustrado chileno don Mariano Egaña, fiscal entonces de la suprema corte de justicia, le llamó en su vista uno de los fundadores de nuestra libertad, y añade recomendando su mérito que «no puede presentarse objeto más digno de la consideración del gobierno, que aquellos patriotas, a cuyos gloriosos esfuerzos debe la nación su existencia como tal, y todos los chilenos una patria.»

Estos honoríficos testimonios del aprecio de sus conciudadanos, y de la atención del gobierno, fueron un suave bálsamo para el ánimo del señor Marín, y esparcieron alguna calma sobre sus últimos días, en medio de sus graves dolencias e infortunios de consideración de que se miró rodeado. Su alma grande era también profundamente religiosa. Por tanto la beneficencia y la piedad fueron su mayor consuelo. Pero aunque privado del uso de todos sus miembros, no parecía existir sino para el dolor, aún se interesaba cordialmente en todo lo respectivo a la dicha de su adorada patria. Tres días antes de su muerte, llegó a Santiago la noticia de la gloriosa victoria de Yungai, y al oírla fue tal su enternecimiento, que rompió en llanto mezclado con expresiones bíblicas de religiosa gratitud a la divina providencia por tan singular favor. La impresión de una súbita alegría pareció aflojar los   —207→   débiles lazos que le unían a la vida, y en efecto falleció el 24 de febrero, confundiéndose en su alma hasta el último suspiro el sentimiento precioso que había sido el norte de sus acciones con sus afectos más caros y las interminables esperanzas de la vida futura.

Dos días después fueron conducidos sus restos mortales al panteón de esta capital, y sobre su modesta losa gravó la ternura filial el siguiente epitafio, que no desmentirá la posteridad.


AQUÍ YACE
EL DOCTOR DON JOSÉ GASPAR MARÍN,
MUERTO EL 24 DE FEBRERO
DE 1839,
DE EDAD DE 67 AÑOS.
FUE EMINENTE PATRIOTA,
RELIGIOSO, BENÉFICO, ILUSTRADO,
INCORRUPTIBLE Y HÁBIL MAGISTRADO:
SI CHILE AGRADECIDO
DEL AÑO DIEZ VENERA LA MEMORIA,
EL NOMBRE DE MARÍN ESCLARECIDO
EN SUS ANALES GUARDARÁ LA HISTORIA.

MERCEDES MARÍN DE SOLAR.




ArribaAbajo- XVI -

Don José Miguel Infante


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I

El relato de la vida de un hombre suele muchas veces ser la historia de los más brillantes episodios de la vida de un pueblo. Cábeles a algunos la fortuna de vincular su existencia a la del país en que nacen; y así es que el historiador, cuando recoge los hechos que ha de someter a su estudio y análisis, tiene forzosamente que consignar en cada página de su libro el nombre de aquellos de quienes no puede desprenderse cada suceso en el momento de su apreciación y examen. Esta identificación preciosa del individuo con la patria, que muy pocos alcanzan, puede mirarse como un favor especial otorgado por la Providencia.

¿Podremos nosotros volver la vista a 1810 y seguir el curso de la sociedad chilena hasta 1830, sin que nos salga al encuentro y nos sorprenda el nombre de don José Miguel Infante? Cuando escribimos su vida, hubimos de dilatarnos por esta causa; pero ahora, que debemos circunscribirnos a estrechos límites, vamos a seguirle a grandes rasgos, marcando solo aquellos hechos más culminantes.

A principios de este siglo un capitán intrépido y feliz ponía a la España a dura prueba. Obligada a reconcentrar sus fuerzas para hacer frente al peligro, proporcionaba favorable coyuntura a sus colonias para romper los vínculos que a ella las ligaban. Ánimo era menester, sin embargo, para esta   —209→   obra. En la abyección en que las sociedades americanas vivían, no era tan fácil dar principio a un cambio completo, a no ser por hombres valerosos y esforzados.

Pero estos hombres ni podían ser muchos ni obrar tampoco a cara descubierta. La España había tenido buen cuidado de no popularizar la ciencia, porque en el embrutecimiento de sus colonias hacía estribar la perpetuidad de su dominación. El derecho en cuanto aseguraba la propiedad y prescribía una pasiva obediencia al soberano, y la teología en cuanto explicaba los dogmas y los misterios de la religión católica, eran los únicos santuarios a que al pobre colono le era permitido llegar. El abogado ramplón y el teólogo escolástico eran los oráculos que la ciencia tenía: para pasar más adelante era preciso salvar una valla que comenzaba en las aduanas y terminaba en la inquisición.

Sin embargo, el despotismo nunca será bastante cauteloso para asegurar su dominio. En el ansia del hombre por vivir libre, siempre ingeniará medios como burlar las más pensadas medidas adoptadas para encadenarle; y así es que aun cuando la España con sus leyes de Indias y código de las Partidas había creído cerrar el paso a todo otro conocimiento que el que estos libros dieran, jamás pudo impedir la introducción de otros a pesar de los rigores de aquellas, ni alcanzó a advertir que en las prescripciones de este último habían de hallarse consignados principios que sirvieran para combatirla.

La noticia del cautiverio de Fernando daba un pretexto legal para desarrollar planes que estaban todavía en germen. Si las provincias de España habían instalado sus juntas para gobernarse durante la prisión del rey, las colonias podían de derecho hacer otro tanto; y si este paso, una vez dado, tendía a procurarse otros fines, no podía tampoco acusarse de criminal desde que la ley lo garantía. Una junta que mandase a nombre de Fernando era una cosa que podía hacerse con la mano puesta sobre el código que la misma España diera. El pretexto era pues plausible, y nuestros padres bastante astutos para no despreciarlo.

A esta época concurría también la feliz casualidad de mandar el país un hombre inepto, áspero y de ruines entretenimientos. Don Francisco Antonio García Carrasco, brigadier de artillería y presidente solo por la antigüedad de su grado militar, advertido de las ideas revolucionarias que trabajaban a Santiago, tomó para impedir su curso desacertadas medidas, que provocaron la indignación general y hasta arrancaron a la misma audiencia serias y formales reclamaciones. El destierro de los señores Rojas, Ovalle y Vera, decretado violentamente y mediante un golpe de autoridad, fue una de las providencias más culminantes con que Carrasco quiso poner atajo al mal que le amenazaba, sin advertir que ni las prisiones ni los destierros son bastantes a comprimir ni anular las ideas cuando han llegado a ser convicciones en el corazón de los demás, y cuando esas ideas son, por otra parte, hijas de esa ley de progreso y de libertad que marca la marcha del mundo. El terror   —210→   puede imponer silencio, mas no convencer. Los gobiernos que creen asegurar su existencia llevando el miedo a los ánimos, nunca están suficientemente seguros, puesto que no cuentan con el amor ni con el corazón de los que obedecen.

Tanto desacierto de parte del capitán general y tanta nulidad reunida en su persona, proporcionaban un flanco ventajoso para combatir y para desprestigiar la autoridad que ejercía. Nuestros padres se aprovecharon de él para poner por obra sus planes y obligar a Carrasco a dejar su puesto, el cual fue ocupado por un hombre que aunque respetable, era débil, y a cuya sombra podía por tanto sin mayor dificultad abrirse camino la revolución. Entre las personas que tal plan desarrollaban, distinguíase Infante por su ardorosa pasión por la revolución, y más que todo por su atrevimiento para proclamarla.

Era también Infante uno de los hombres más adelantados en ideas de aquel tiempo. Abogado distinguido en el ejercicio de su profesión, no había limitado sus estudios a las fuentes estériles a que la metrópoli condenara a sus colonos, sino que había devorado con ansiedad una colección de libros de los filósofos del siglo XVIII en su mayor parte salvados ingeniosamente del prolijo registro aduanero. Estos libros habían iluminado y seducido su inteligencia, y lanzádole a la revolución con una fe más ardiente y un amor más desinteresado.

La instalación de una junta gubernativa ganaba cada vez mayores prosélitos, sin que por esto dejaran de presentarse no pequeñas dificultades para su consecución. No siempre las buenas ideas se acogen a la simple enunciación: el egoísmo y la ignorancia son enemigos capitales que las combaten, naciendo de aquí que los hombres que se encargan de la alta misión de propagarlas, hayan menester de una constancia indomable y de un valor no común.

En Chile el cabildo, de que don José Miguel Infante era procurador de ciudad y el más osado caudillo; se había puesto al frente del partido que pedía la creación de una junta; pero no obstante la posición que este cuerpo ocupaba y la respetabilidad de las personas que lo componían, la lucha era indispensable y necesaria. En el interés de los mandatarios españoles estaba sostener la dominación de su rey; y el pueblo, en cuyo beneficio la revolución iba a obrarse, apenas comprendía los bienes que un cambio de cosas pudiera traerle. El pueblo era ignorante y preocupado: impugnábase su adhesión instintiva a la revolución, sublevando el sentimiento religioso. Los realistas eran harto entendidos en esta estrategia, y al vicario capitular, jefe por entonces de ellos, le ocurrió dirigir una circular a los curas recomendándoles su sumisión y obediencia al rey y excitándoles amonestasen en este sentido a los feligreses.

Este golpe era mortal. El clero ejercía una decidida influencia; y el clero, con rarísimas excepciones, combatía la instalación de una junta, como   —211→   pudiera combatir una herejía de Lutero. Dios y el rey formaban una sola entidad para él. La teología de las escuelas había elevado a dogma todo esto.

El cabildo recibió con notable desagrado la noticia de este hecho. El provisor, alarmando la ruda conciencia del pueblo por medio de la eficaz cooperación de los curas, era un caudillo temible que levantaba un ejército sin necesidad de armamentos ni maestranzas. Sucedía también que el provisor, categoría inmune y de prestigio entonces, era el prebendado don José Santiago Rodríguez, de vastas relaciones de familia, de carácter imponente y de grande influencia en la sociedad. El peligro no era pequeño; pero el cabildo, a quien no arredraba ninguna consideración y que estaba decidido a hacer triunfar a toda costa la instalación de la junta, adoptó el partido de acusar al provisor ante el capitán general, diputando para este efecto una comisión que formulara ante éste y en presencia de aquel, los cargos que por su conducta se le hacían.

De lo audaz de este paso no es posible juzgar sino trasladándonos a aquel tiempo. Acusar a un provisor y acusarle ante la autoridad civil, era un pecado casi sin remisión; pero esta acusación, una vez hecha, aunque no diera por resultado una pena, probaba también que el cabildo era una autoridad superior, que vigilaba los procedimientos de los demás cuerpos del estado, y manifestaba que existía un jefe ante el cual nadie, por privilegiado que fuese, podía excusarse de responder. El cabildo no buscaba sino el efecto moral: no pretendía más que convencer al pueblo que ese provisor que hablaba a nombre de la iglesia, podía ser llamado a cuentas como cualquiera otro que a sus deberes faltase.

La diputación del cabildo la compusieron don Diego Larrain, don Francisco Pérez García, don Fernando Errázuriz y don José Miguel Infante, que dominaba entre sus colegas por su firmeza e impetuosidad. El provisor se presentó orgulloso ante el capitán general; pero este orgullo hubo de estrellarse impotente contra la palabra de Infante, quien, contestando al cargo de revolucionarios que se les hacía, llamó a aquel carlotino, es decir, traidor, por ser válida entonces en Santiago la existencia de un partido que quería entregar el reino a la princesa Carlota del Brasil.

La instalación de una junta, sin embargo de tantas contrariedades, llegó a ser una idea generalmente aceptada. El 18 de setiembre de 1810 una numerosa concurrencia se encontraba en la sala del tribunal del consulado, deliberando sobre su conveniencia y votando el nombre de las personas que debían componerla. De en medio del concurso se dejaba oír una voz llena de audacia y calor, que aconsejaba la medida que se tomaba y probaba su legalidad. Infante, como procurador de ciudad, era quien esto hacía en un discurso hábilmente preparado para insinuar en los ánimos una idea, cuya proclamación a cara descubierta tanto trabajo había demandado, y cuyo triunfo no era seguro, si no se la presentaba disfrazada y ataviada de razones legales, sacadas de los códigos españoles, antes que del código eterno de la   —212→   justicia. El procurador de ciudad fue, pues, el pregonero de esta nueva era que se abría a Chile; pregonero feliz en cuya cabeza bullía un pensamiento más grande y dilatado, pero que le era forzoso ocultar, a trueque de que la libertad no sufriera en su primer anuncio un reyes que alejara su reinado.

Infante tenía a esta época treinta y dos años. Había nacido en Santiago el año de 1778 de una familia distinguida y relacionada. Sus padres eran don Agustín Infante y doña Rosa Rojas. Distinguíase entonces, como se distinguió siempre, por la firmeza de su carácter, por su fe, laboriosidad, franqueza, y sobre todo por una moralidad que no rindió jamás la pasión y por una sed de justicia que llego a hacer de su nombre un honroso proverbio. Su físico estaba en relación con su alma: alto y corpulento, tenía una frente extendida, y un mirar firme que animaban sus pobladas cejas. Su voz, que fácilmente se encendía en la discusión, se prestaba a todas las modulaciones de la más atrevida declamación. Infante tenía todos los arranques de un tribuno; todo el atrevimiento de un hombre de estado; todo el celo y tino como abogado, y toda la calma, pureza e ilustración como magistrado.

II

La instalación de la junta no importaba sino el primer paso que daba la revolución. Una abierta declaración la habría hecho fracasar de seguro, atendida la humillación en que al pueblo se mantenía. El nombre de Fernando era la consigna mentirosa con que debía caminar. Si los cimientos de un nuevo edificio se habían zanjado, los obreros no debían descansar hasta darle cima.

Pasado el arrobamiento producido por el triunfo, el cabildo comenzó por meditar los medios de adelantar la obra tan mañosamente principiada. Su procurador de ciudad apareció solicitando la convocación de un congreso, elegido popularmente, que representase la soberanía de la nación y diese a esta una existencia propia. Atrevida en extremo era esta petición. Convocar un congreso por medio del voto del pueblo, era llamar a éste a la vida pública; reconocerle derechos que antes se le negaban y buscar el principio de autoridad y la emanación de todo poder en otra fuente que en la de que antes venía. Importaba en verdad, todo esto, una conspiración sin disimulo contra ese rey cuyo nombre hipócritamente se invocaba.

A la junta le asaltaban temores sobre la adopción de esta medida que creía inoportuna; mas Infante, que comprendía bien que las revoluciones no pueden marchar a pasos lentos y que tienen un momento que es menester aprovechar para que no perezcan, dirigió una valiente solicitud al cabildo para que requiriese a la junta por la pronta convocatoria del congreso y la aceptación inmediata de las providencias necesarias a este objeto. En esta solicitud se desembozaba, y arrojaba al suelo la máscara con que hasta entonces se encubría:   —213→   decía que era necesaria la pronta formación de una constitución sabía que sirviese de regla inalterable al nuevo gobierno. ¿Qué más podía decirse en un tiempo en que el derecho y la justicia eran una mentira, sino un crimen? Un congreso, emanación del pueblo, y una constitución dictada por los representantes de éste, sancionaban la independencia política del país, por más que al frente de cada decreto se inscribiera un nombre real. La honra de haber emitido estas ideas no podrá jamás arrebatarse a Infante; por más que se diga, cábele a él tamaña gloria.

El congreso hubo de reunirse el 4 de julio 1811. A su elección precedió una funesta división entre el cabildo y la junta, a quien alentaba un hombre hábil y valeroso. Natural era que esta circunstancia unida a las informalidades de la elección, diera un cuerpo compuesto en su mayor parte de hombres incapaces, apocados y tímidos. El congreso había asumido todo el poder público que la junta ejerciera, y dividiéndose, para la mejor expedición, en diversas comisiones, le había arrebatado al gobierno el principio de unidad de que más necesitaba. La revolución podía perecer en sus manos; pero un joven entendido y ardiente, capaz de grandes concepciones, llamado José Miguel Carrera, acabó mediante repetidas asonadas populares con la vida de este congreso, trasladando a una junta de que él fue miembro, todo el poder que aquel ejercía.

Infante condenó este procedimiento de Carrera: creía que se daba un funesto ejemplo para en adelante, derribando, mediante atrevidos golpes de mano, la autoridad que la revolución había creado. Carrera e Infante estaban a este tiempo en filas opuestas: disentían acerca de la marcha que a los negocios públicos debiera darse, y los alejaba también la pronunciada diferencia entre los caracteres de uno y otro. Infante era atrevido por la justicia; Carrera era intrépido por la fogosidad de su alma.

Por este tiempo el virrey del Perú se propuso ahogar en su cuna la revolución de Chile, mandando una expedición a las órdenes del brigadier don Antonio Pareja. La noticia del arribo de este jefe produjo una alarma general en Santiago. Ya no era posible el disimulo, ni servían de nada las protestaciones hechas a nombre del rey. Si las autoridades de Chile mandaban a nombre de Fernando VII, no debían recibir como enemiga una fuerza que se presentaba invocando su nombre; pero si ellas servían a otros fines, como no podía dudarse, menester era combatirla y disputarle el terreno palmo a palmo. Para la defensa y el combate no se contaba con más elementos que el valor y el patriotismo. Durmiendo el país el sueño de la esclavitud, ¿en qué manos podrían estar las armas sino en las de los amos? ¿Ni cómo adiestrar tampoco a los colonos en el ejercicio de la guerra, cuando él podría despertar la conciencia de sus fuerzas y alentar el deseo de ser libres? Pareja iba a pelear con ciudadanos, y la revolución, hasta entonces pacífica, iba ahora a presentarse armada y resuelta.

Carrera fue nombrado general en jefe de las fuerzas militares que debían   —214→   organizarse y acantonarse en el sur; y como su ausencia hacía necesaria la organización de una nueva junta gubernativa, quedó esta definitivamente compuesta de don José Miguel Infante, don Agustín Eizaguirre y don Francisco Antonio Pérez que más tarde fue sustituido por el presbítero don José Ignacio Cienfuegos.

La junta, que era regentada por Infante, se colocó desde luego a la altura de las circunstancias. Sus esfuerzos, combinados con los del ejército del sur, debían salvar la revolución. Poco importaba que fuese derrotada en los campos de batalla, con tal que hiriendo el corazón del pueblo, dejase gérmenes que la hicieran siempre renacer vigorosa y amenazante. El valor para obrar lo decidía todo, y este valor lo tuvo la junta.

Su primer providencia fue mandar embargar los caudales y. propiedades de toda persona que residiese en Lima o en cualquiera de los otros puntos sometidos a la obediencia del virrey, dando por razón que se ignoraba lo que este o su ejercito harían con las de los chilenos en los pueblos que subyugasen. Tal medida importaba declarar rotas las hostilidades con un poder que se desconocía ya como legítimo y que se miraba como enemigo.

Al lado de este decreto, la junta expedía otros que tendían a facilitarlos recursos necesarios al ejército y a dar al país una organización regular y expedita que facilitase la marcha del gobierno y dejase en todas partes libre la acción de la revolución. Pero entre las providencias culminantes que entonces se expidieron, no podremos dejar de mencionar dos, bastantes por sí solas para inmortalizar el nombre de la junta.

La revolución no tenía hasta ahora un mensajero que la representase, y carecía de un emblema que dijese cuanto ella quería. La junta, acogiendo un pensamiento de Infante, decretó oficialmente un pabellón tricolor que anunciando la nacionalidad chilena, sirviese al soldado en el campo de batalla de norte seguro para la victoria.

Pero no es esto solo: ¿podría creerse, a no ser los decretos de 13 de junio y 27 de julio de 1813, que la junta, animada por la voluntad y la inteligencia de Infante, contrajese su atención y desvelos, en medio de los azares de una cruda guerra, a objetos totalmente extraños y casi ajenos de las circunstancias? El Instituto Nacional, precioso plantel de risueñas esperanzas para Chile, le debió su vida a Infante y un plan de estudios en que la instrucción cobrase un vuelo que le permitiera desarrollarse en campo más vasto y ameno; y la educación primaria, bautismo necesario para el pueblo, que ha de obrar su regeneración social y moral, mereciole una contracción preferente, mandando que se abriese una escuela en cada ciudad, villa o pueblo que contuviese cincuenta vecinos, costeada con los propios y arbitrios de cada localidad. Nada importa que, atendida la situación del país, tales decretos se mirasen como extemporáneos o no alcanzasen su planteación; nada importa, repetimos, todo esto, porque la verdad es que la enunciación de tales pensamientos, a la par de embellecer la revolución, formarán siempre del nombre   —215→   de Infante una cauda luminosa que recibirá respetuosa la posteridad.

Pero mientras que la junta se contraía a medidas de tan alta trascendencia, contra Carrera se había alzado el grito de la envidia y del encono. Supuestas miras ambiciosas encabezaban el proceso, y los desastres de la guerra motivaban la sentencia.

La junta participó de este sentir común, y bajo pretexto de acelerar las operaciones del ejército, se trasladó a Talca con el propósito deliberado de entregar el mando a otro jefe, si más valiente, no más hábil que Carrera. Don Bernardo O'Higgins fue nombrado en su reemplazo.

De regreso a Santiago la junta encontró la opinión preparada en su contra y generalizado el pensamiento de crear un gobierno directorial que confiado a una sola persona, diese unidad a la dirección de los negocios públicos y celeridad en su marcha. El 7 de marzo de 1814 el vecindario se reunió en cabildo abierto y dio cima a sus deseos. En esta reunión Infante predijo la ruina que se le esperaba a la patria: «un bien, dijo, es exonerarme del peso de la autoridad; lo sensible es que no pasarán seis meses sin que el país caiga en poder del enemigo». ¡Triste vaticinio que antes de tiempo hubo de cumplirse! Una funesta división, que el patriotismo no fue bastante a ahogar, comenzó a pronunciarse desde el principio de la revolución; y esta división que las pasiones habían de encender cada vez más, era la causa de que se culpase a los hombres más puros y entendidos de males que ellos no podían evitar, que eran un consiguiente del desquiciamiento en que la revolución lo había traído todo, y que se aumentaban por el mismo desconcierto en que los patriotas andaban. Cada cual procuraba culpar a otro de lo que tal vez él mismo era cómplice; y deseando poner coto a tal situación, se arbitraban medios ineficaces que, lejos de mejorarla, la empeoraban. ¿De qué valían las oscilaciones a que estaba sujeto el poder, ni la trasmisión que de él se hacía de unos hombres a otros, cuando esto mismo estaba atizando la discordia y ahondando heridas que solo la unión podía curar? Por lo demás, la revolución debía traer sus desgracias: en medio de la santidad y pureza de sus fines, ¿cómo depurarla de los medios de que había de echar mano, cuando ellos son la consecuencia de una ley, fatal si se quiere, pero forzosa e inevitable?

Después de su separación de la junta, Infante se marchó a Buenos Aires investido de un carácter público. En su ausencia tuvieron lugar nuevos cambios en el poder y nuevas y más acres acriminaciones entre los partidos; y si por un momento el peligro común pudo reconciliar los ánimos, sucedió esto ya tarde y cuando el mal era incurable. Estaba decretado: la revolución había de sufrir un cruel revés para purgar las faltas de sus sostenedores. Rancagua fue su sepulcro y el campo de heroicas y nunca bien ponderadas proezas. Los jefes militares que en este encuentro de armas se hallaron cruzaron las cordilleras, buscando asilo en otra tierra y dejando el vaticinio de Infante cumplido. La patria quedaba maniatada en poder de sus opresores.

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III

La batalla de Chacabuco abrió las puertas de la patria a todos los que en tierra lejana sufrían las amarguras de una inmerecida proscripción. Don Bernardo O'Higgins había sido nombrado director supremo; y entre sus primeros afanes se notaba el de reunir fuerzas y elementos que oponer al enemigo, asilado aun en las provincias del sur. Se preveían nuevas batallas, nuevos lances y más espléndidos triunfos.

En estas circunstancias Infante atravesó los Andes y se restituyó a Chile.

Al poco tiempo un desastre militar vino a poner en conflicto la situación del país. En Cancha-Rayada el ejército patrio fue sorprendido, desordenado y dispersado, mediante la oscuridad de la noche, por las columnas enemigas, llegándose a creer que esta sorpresa fuese derrota.

La noticia de este suceso llenó de espanto los ánimos en Santiago. Creíase ver al enemigo a las puertas de la ciudad cometiendo nuevas extorsiones e imponiendo al patriotismo castigos cada vez más crueles. Fresca estaba la memoria de la imbécil tiranía de Marcó. No se pensaba sino en huir y en ir al suelo extranjero a mendigar una compasiva hospitalidad. Pero en medio de este abatimiento un hombre cuyo genio era motivo de espanto para el enemigo se encargó, ayudado de Infante y otros pocos, de levantar los ánimos de la postración en que yacían. Manuel Rodríguez, que había hecho de la patria una deidad, tomó sobre sí el empeño de hacer frente al peligro, sacando recursos de la misma situación apurada en que el país se hallaba. Mediante sus esfuerzos y los de Infante el ardor cívico renació; y mediante el desprendimiento de este último se compraron en las armerías todas las armas que en ellas había, y con las cuales se equipó el escuadrón de Húsares de la muerte que el primero formaba. Así fue como un pueblo animado de civismo y un ejército movido por el entusiasmo pusieron para siempre en tierra, en las llanuras de Maipo, el orgulloso pendón español.

A los pocos días de esta victoria, Infante fue llamado por el director supremo a servir el ministerio de hacienda, donde, más que un verdadero sistema económico, era menester establecer antes una organización capaz de regularizar las operaciones de este ramo. Estaba Infante en esta obra, cuando serias diferencias con el director y funestos acontecimientos de que no quería más tarde se le culpase, le obligaron a abandonar el puesto. A la verdad que Infante no era para ministro de O'Higgins: demasiado puro y demasiado honrado, no reconocía en política otro norte que la justicia, y no admitía el extraviado principio, tan válido en toda época y tan funesto siempre, de que hay circunstancias y conveniencias sociales que hacen necesario el sacrificio de aquella.

Por otra parte, el gobierno de O'Higgins había tomado también un rumbo equivocado y héchose reo de graves faltas que sus defensores procuran   —217→   explicar y aun pobremente disfrazar, como si para reconocerle grande y confesarle sus relevantes servicios fuese necesario ocultar a la historia y a la posteridad los yerros en que, como hombre y como político, pudo incurrir. Se llama gobierno fuerte su administración; y bajo esta palabra bastante vaga y que se da la mano con el despotismo, se quieren paliar los extravíos en que incurrió, las tendencias que desarrolló, las violaciones legales que cometió y los actos de innecesaria venganza que ejerció. ¿Ha menester O'Higgins de reticencias, de pueriles explicaciones, de tergiversaciones palpables y de apologías mentirosas para que se le declare el primer soldado en el campo de batalla, el capitán más atrevido y valeroso y uno de los patriotas más desinteresados y decididos por el bien público? Habrá menester que se emplee la escolástica en su defensa para que se le confiese su tesón en llevar adelante la expedición libertadora sobre el Perú, en circunstancias que Chile aun estaba amagado por el enemigo y las arcas nacionales exhaustas, pobres y escasas para atender a imperiosas necesidades? O'Higgins tiene su hermosa página en la historia; pero a su gobierno, a su gobierno fuerte, como lindamente le llaman sus encomiadores, no se le podrá vindicar de los desaciertos que prepararon la opinión en su contra y concertaron la revolución majestuosa que le derribó.

O'Higgins había sacrificado cobardemente a Manuel Rodríguez por medio de un oscuro asesinato, que la conciencia pública, recogió para no aceptar ninguna disculpa con que quisiera después paliarse.

O'Higgins había perseguido tenazmente a sus enemigos y protegido el fusilamiento de los Carreras en Mendoza, llevando el descaro hasta hacer pagar al padre de éstos el salario que el verdugo había llevado por la ejecución.

O'Higgins había burlado la reclamación unánime que se le hacía por el otorgamiento de una constitución que asegurase las garantías individuales y estableciese el imperio de una libertad moderada en todos los ramos en que debiera reinar.

O'Higgins, para no ser más difusos, mantenía en playa lejana y agobiados por el peso de la miseria, a muchos de los más esforzados campeones de la revolución, a ardientes patriotas, cuyas faltas, si es que las tenían, afectaban solo la persona del director supremo, y no merecían, ni con mucho, ser penadas con un doloroso y largo ostracismo.

El descontento cundía por esta y otras muchas causas; y este descontento lo alentaban y recogían hombres en quienes no podía suponerse ninguna mira personal, ni ningún interés individual.

Infante, Eizaguirre, Guzmán, Errázuriz y otros combinaron los medios de concluir con la administración de O'Higgins, dirigiendo para esto la opinión del pueblo elocuentemente pronunciada. El ejército del sur, puesto bajo las órdenes del general don Ramón Freire, y la guarnición de Santiago, apoyaron el pronunciamiento unánime del vecindario, que reunido el 28 de enero de 1823 en el mismo lugar en que se inauguró la primera,   —218→   junta gubernativa en 1810, comenzó por acusar la conducta del director supremo y por exigir su completa separación. O'Higgins quiso resistir y aun imponer; pero en vano. Infante había hecho oír su terrible voz pidiendo la terminación del poder militar que en Chile se había entronizado.

Una junta sucedió a O'Higgins. El pueblo designó para componerla, y mientras se nombraba, un presidente con el acuerdo de las provincias, a los señores Infante, Eizaguirre y Errázuriz, quienes funcionaron poco tiempo, pero que durante él, dictaron entre otras medidas, una amnistía general que pusiese olvido a los odios y rencores que agitaban la sociedad.

Los plenipotenciarios de las provincias designaron al general Freire para presidente, y acordaron, ínterin se reunía una convención que diese la suspirada constitución, un reglamento provisorio en que fijaron ciertas bases para la marcha del gobierno, y establecieron un senado legislador con cuyo acuerdo debían los negocios públicos dirigirse.

A este senado, elegido en la forma que el reglamento determinaba, fue llamado Infante; y durante el corto período de las sesiones de este cuerpo presentó una moción que bastaría por sí sola para darle un título a la veneración de su nombre: hablamos de la ley dictada en 24 de julio de 1823, que abolió para siempre la esclavitud en Chile y declaró libres a todos aquellos que con este triste carácter pisaban nuestro territorio. Esta ley fue el complemento de las medidas parciales que en años atrás se habían tímidamente dictado: esta ley fue la expresión genuina del espíritu de la revolución anunciada en 1810 y su principal y más notable conquista, y con esta ley se dio a la libertad un día de fausto regocijo y se la vengó de los ultrajes que por tanto tiempo se le habían hecho.

Infante recordaba con orgullo y emoción profunda este hecho de su vida; decía siempre: «después de muerto, no querría otra recomendación para la posteridad, ni otro epitafio sobre la lápida de mi sepulcro, que el que se me llamase autor de la moción sobre la libertad de los esclavos». ¡Digno y justo orgullo!... Sus deseos no se han cumplido hasta ahora, y nosotros le debemos esta deuda.

IV

El 13 de noviembre de 1825 el general Freire partía de Santiago para ir a mandar en persona el ejército que por segunda vez expedicionaba sobre Chiloé, donde el pabellón español aun flameaba, sostenido por Quintanilla, godo tenaz, que había recogido en esta isla todos los restos de los ejércitos del rey que el valor chileno había derrotado. Antes de separarse nombró un consejo directorial que debía gobernar la república durante su ausencia, compuesto de los ministros de estado y presidido por Infante.

Al poco tiempo de funcionar este directorio, tuvo lugar un hecho que vamos a referir, porque de él ha querido siempre hacerse por los hombres pacatos un severo cargo a Infante.

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Gobernaba la diócesis de Santiago el obispo don José Santiago Rodríguez Zorrilla. Casi no debemos decir la decidida influencia que un obispo ejercía por aquellos tiempos, porque en el cuidado de la metrópoli por exaltar las ideas religiosas, bien es de figurarse qué respetos no se tributarían al representante de estas ideas y a que punto no llegarían, encontrándose el episcopado confiado a una persona como Rodríguez, de carácter sostenido, de inteligencia abierta, de extendidas relaciones, y afecto al boato y a la ostentación ruidosa de su dignidad. Era pues, el obispo un cruel enemigo que la revolución tenía, y tanto más temible cuanto que la hería sin estrépito y de seguro, alarmando la conciencia del pueblo, en la que hondamente estaba arraigado el sentimiento religioso.

El señor Rodríguez no encubría tampoco sus opiniones ni su aversión a la revolución; creía ver en ella, a la par de un cataclismo político, un completo trastorno religioso. Teólogo, a usanza de aquellos tiempos, y empapado en solo los libros a que la España daba su pase, no era extraño que sus convicciones fuesen contrarías a toda modificación en el orden social establecido. Para él aquella máxima «obedeced a las potestades» no tenía más interpretación que la de su letra muerta; y si esta potestad en Chile eran el rey y sus legítimos representantes, ¿cómo el obispo no había de combatir ardorosamente todo proyecto, todo pensamiento y toda obra que tendiese a derrocar este poder de origen tan sagrado?

La revolución tenía pues que habérselas con un enemigo poderoso, y nada habría de particular que durante la lucha o después de la victoria se dirigieran mutuamente recios golpes. El que al fin venciese pondría la ley al vencido.

Así fue que después del triunfo de Chacabuco en 1817, una de las primeras providencias del director O'Higgins fue desterrar al obispo a Mendoza, de donde se le permitió regresar en 1822, cuando tal vez entraba en las miras de aquel explotar la influencia de éste en favor de su gobierno, que la opinión del país combatía.

Por este tiempo el señor Rodríguez parecía resignado a respetar una obra que los hechos habían consumado, sin embargo de que no había abandonado sus primeras convicciones, a juzgar por el círculo de personas de que se rodeaba y por la protección que dispensaba a las que con él coincidían en ideas.

Las razones que había para mirar al obispo con ojo prevenido, parecieron debilitarse en 1823, cuando se le vio prestarse dócilmente a predicar en la iglesia catedral un sermón en acción de gracias por la constitución política que en ese año se promulgaba. Consiguiente era que el público ansiase por la publicación de este discurso en que creía encontrar una prueba de los talentos de Rodríguez y una protestación franca contra su conducta pasada. Todos los esfuerzos que se hicieron para esto fueron inútiles: el obispo se negó a poner bajo el dominio de la prensa su trabajo, y esta negativa que en otras circunstancias se habría estimado como aconsejada por la modestia,   —220→   en aquel tiempo en que los acontecimientos traían a todos suspicaces, se miró como una doblez del obispo, que rehusaba contraer un compromiso abierto que le pusiera de mala data en la corte de España, con la que, según se decía, mantenía correspondencia por medio de su hermano fray Diego Rodríguez, que allí residía.

El directorio no se creía satisfecho con la conducta del señor Rodríguez: a sus ojos era sospechosa y simulada; y estas sospechas cobraron un carácter de certidumbre, cuando llegó a sus manos uno de los títulos de párroco que la curia expedía y en cuyo encabezamiento se decía: «José Santiago Rodríguez Zorrilla, obispo de Santiago y del consejo de su majestad». Las últimas palabras eran demasiado significativas para que el directorio no se alarmase: denotaban que el obispo desconocía aun el gobierno establecido, y que se preciaba más bien de ser súbdito de un rey que era nuestro enemigo.

A este tiempo la república no estaba tampoco exenta de peligros. Quintanilla, como ya hemos dicho, sostenía el dominio español en Chiloé; y el Perú luchaba por conquistar su independencia, dando batallas célebres por sus jefes y por los ejércitos que contendían. Si la existencia política de Chile no podía ser ya dudosa, podía al menos todavía turbarse y rodearse de peligros; y en tales circunstancias la prudencia y el deber de atender a la salud del estado aconsejaban separar a todas aquellas personas que, llegada una crisis, podían amparar y proteger las pretensiones de la metrópoli.

El gobierno, obedeciendo a estas convicciones, creyó que debía proceder contra el señor Rodríguez, y el 24 de agosto de 1824, le retiró de la administración de su diócesis, donde tantos medios de influencia reunía, y le ordenó se trasladase a Melipilla, debiendo subrogarle en sus funciones el deán don José Ignacio Cienfuegos. La traslación no tuvo lugar, pero sí la separación del gobierno de la diócesis, bien que pronto se suscitaron dificultades entre el obispo y Cienfuegos relativamente a la delegación de facultades, que trajeron al directorio la conciencia de que el primero obraba así por un espíritu de hostilidad manifiesta.

En tan mala disposición de los ánimos, la fatalidad quiso viniese a manos del gobierno un documento que acabó por encenderlo y prepararlo para una última medida. Don Mariano Egaña, ministro plenipotenciario en Londres trascribió un oficio del ministro colombiano en que participaba que el obispo mantenía comunicación con el consejo de Indias y la sede romana; y este documento, que el directorio acogió sin examen y sin detenerse a inquirir la verdad de los hechos que relataba, lo aceptó como una prueba de la conducta doble y siniestra que al obispo se atribuía, decidiéndose a decretar su extrañamiento fuera del país. El 22 de diciembre se expidió la orden que prescribía el destierro.

¿Debió el directorio, a cuya cabeza estaba Infante, obrar de esta manera, o debió preparar un juicio ante nuestros tribunales, o remitirle a Roma para que se le juzgase? A nuestro juicio no hay ni lugar a cuestión sobre este punto.

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Si el destierro del obispo era, el resultado de una medida de estado, aconsejada por la situación del país y justificada por los antecedentes del proscrito, apenas podía demandarse otro procedimiento que el que el directorio abrazó. A nuestros tribunales se les negaba competencia para abrir juicio a la primera autoridad eclesiástica, de manera que si se hubiera abrazado este camino, se habría hecho necesario el debate de este punto, en que el obispo habría sin duda triunfado, atendida su influencia, las ideas entonces dominantes, y el escándalo que se creía encontrar en un enjuiciamiento de esta naturaleza, que a fuerza, de ser largo, prestaría campo a la cábala, hasta concluir por aparecer injusto.

A Roma no podía volverse la cara. Si la independencia del país no era una palabra vana, ¿cómo habíamos de ir al extranjero a mendigar justicia, a llevar pruebas y a pedir fallo, esto es, sin hablar del favor que el obispo allí debiera encontrar? El directorio obró bien: calificada la necesidad de separar al señor Rodríguez, un decreto debía poner término a la dificultad. Sensible y doloroso es que su extrañamiento se prolongase por tanto tiempo, hasta privarle del goce de morir en la patria; pero aun esta prolongación, a que ningún gobierno posterior puso fin, arguye en favor de la justicia con que Infante procedió.

El destierro del obispo era una consecuencia lógica de los sucesos que se habían desarrollado. La revolución había sido combatida por el clero y una vez que se veía ya robusta y con fuerzas propias, no podía esperarse otra cosa sino que volviera armas contra sus enemigos, en quienes miraba con prevención hasta la autoridad que ejercían.

Ejecutada la orden del directorio, el vecindario hizo inútiles empeños al día siguiente por alcanzar su revocación. Infante, en quien no cabían retractaciones ni vacilaciones, despidió corridos y avergonzados a los que con este objeto se le presentaron. El destierro del obispo se miró desde entonces como un hecho consumado, cuya justicia debería calificar la historia.

V

La caída del director O'Higgins dio vida a la prensa, entretenida hasta entonces en querellas personales. Hasta principios de 1823 la revolución había limitado sus conquistas al campo de batalla, donde el enemigo común se le presentaba siempre al frente. Las atenciones de la guerra casi no daban lugar a satisfacer otras exigencias; y si bien se notaba un justo deseo de dar al país una organización consecuente con los principios y las miras de la revolución, él no cobraba vuelo bajo la administración de un hombre que, militar, creía que la ordenanza era la mejor ley que regir pudiera. La terminación de su gobierno trajo una reacción en las ideas. Comenzose a despertar el espíritu de investigación y análisis, y la ciencia constitucional se puso a la orden del día, hasta dar por resultado la promulgación de la carta de 1823.

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Esta constitución, sin embargo, apenas tuvo vida. Los hechos arguyeron en su contra, y los diputados del congreso instalado el 15 de noviembre de 1824, de que era miembro Infante, la dieron por insubsistente en todas sus partes, declarando que continuase el orden hasta entonces establecido. Esta declaración vaga provocaba nuevamente el debate; y abierto con calor y sostenido con tesón, comenzaron a surgir nuevas ideas que no habían sido adoptadas ni puestas todavía bajo el dominio de la crítica y del estudio. El país andaba a ciegas, buscando una pauta segura que le sirviese de guía; y los hombres encargados de dársela, se afanaban con un ardor tan laudable como patriótico, por encontrarla en una constitución que antes de todo debía fijar la forma de gobierno. En una constitución estaba para ellos encerrado el problema; y atendiendo al progreso que en otros países había, progreso que descubrían en las prescripciones de la constitución que los regía, atribuían a ésta todos los bienes de que disfrutaban, y se desvivían por trasplantarla al nuestro, sin más modificaciones que las muy ligeras que nuestro estado exigiese. De aquí nació la cuestión reñida de federación y unión, y de aquí y del encanto que les producía el asombroso adelanto de los Estados Unidos, el gran valimiento que cobró la primera, hasta verse impulsada por el directorio, de que era jefe Infante, y alentada y sostenida por el congreso de 1826, compuesto de sus más ardientes y fervorosos partidarios.

Infante se declaró desde un principio, con un entusiasmo febril, partidario de este sistema, hasta hacerse su corifeo y propagador. Como jefe del directorio en 1825 pretendió sistemar sus principios; pero esta tarea debía ser obra de los afanes de un congreso, el cual, reunido el 4 de julio de 1826, comenzó por acordar las primeras medidas, que sin quererlo habían de comenzar también por despopularizar la idea.

El congreso se reunió con una resolución tomada. Casi no tenía que discutir sobre la cuestión más ardua que en sus primeras sesiones ponía bajo su dominio. La opinión estaba ya formada. El clamor de la guerra había cesado, y el soldado después de haber llenado su puesto honrosamente y dado laureles a la patria, había arrimado armas para ceder el campo a otras voces y a otro género de combates, en que se ostentara el brillo de la inteligencia, impulsado por el estudio y el patriotismo pacífico.

A los diez días de reunido aquel cuerpo, declaró que el país se organizaría bajo la forma federal; y esta declaratoria, que debió mirarse solo como un preámbulo, quísose desde luego que fuese un hecho, acordando leyes parciales, cuya anticipación importaba trabajar a retazos y sin trabazón un edificio que debía ser compacto y uno. Las leyes que determinaban la forma como debían elegirse los gobernadores, párrocos, asambleas, etc., se dictaron casi a un tiempo, resintiéndose todas ellas de la precipitación con que se habían preparado. Su observancia trajo desde luego el más completo embolismo: diversas como eran e imperfectas, llevaron a las provincias el desorden, el tumulto y la anarquía. El país se encontró en una conflagración   —223→   general, y cuando la constitución federal hubo de presentarse al congreso, como también un proyecto provisorio de Infante que debería regir mientras se discutía aquella, ya la opinión había lanzado su anatema y condenado un sistema que no había correspondido a sus esperanzas. Ni la constitución ni el proyecto alcanzaron a merecer aprobación: el congreso se había desprestigiado, y un soldado insolente se había presentado a sus puertas a intimarle su disolución, bajo la amenaza de disparar las armas contra sus miembros. Este congreso, debemos decirlo, no se rindió ni abatió su majestad ante la voz del caudillo; pero cierto de su impotencia para seguir adelante, desde que servía a una idea absoluta de que no podía renegar y que ni aun le era posible modificar, determinó abandonar sus bancos y consultar a las provincias sobre la forma de gobierno que debiera constituir la república.

La consulta se dirigió, y trajo la reunión de una constituyente que dio la constitución de 1828. La federación fue vencida, pero después de sostenida por Infante con un tesón que encendía cada vez más el fanatismo con que la servía. ¡Rara influencia que ejercen las ideas en las almas puras y en los corazones rectos! El fanatismo religioso, como el político, obliga al hombre a ser intolerante y muchas veces cruel. No es de extrañar por esto que Infante, seducido por una idea que estimaba como la expresión de todo bien, rehusase toda transacción con los que la combatían, y la sostuviese hasta su muerte con el mismo ardor que en los primeros días de su debate. Cuando atravesamos las ruinas de un pueblo antiguo, solemos encontrar intactos y conservados a despecho de la acción violenta del tiempo, algún monumento que en su porte, su estructura, sus relieves y adornos nos revela el gusto dominante de la época de su construcción; así Infante, no rendido, aunque vencido, por los adelantos de la ciencia constitucional, había quedado como monumento vivo de los patriotas de 1810 y los liberales de 1826 expresando sus ideas, sus miras, su patriotismo, su honradez y hasta sus errores. ¿Cómo no contemplar con veneración a estos hombres privilegiados que son la vida práctica y un libro vivo de toda una época?

Pero Infante no solo defendió la federación en la tribuna y el gobierno, sino también en la prensa, a donde descendió para sostener sus ideas. El 1.º de diciembre de 1827 publicó el primer número de su Valdiviano Federal, de que no solo fue redactor, sino regente y primer industrial de la imprenta en que se imprimía. Hasta la víspera de su muerte sostuvo la publicación de este periódico, que llevó solo y sin ayuda de otros; periódico que si no reúne un mérito literario distinguido, al menos fue un centinela avanzado con que contó siempre en la prensa la libertad, y un testamento verdadero en que su autor consignaba para la posteridad hasta su espíritu y su alma.

No puede hacerse increpación a Infante por sus principios, aunque la federación fuese una utopia para Chile. ¿Por qué exigirle a él ni a nuestros padres el acierto, cuando no tuvieron otra escuela que la de la servidumbre,   —224→   ni otro libró de aprendizaje que el desencanto que les dejaba la misma obra que emprendían con tan sanas y puras intenciones? ¡Demasiado hicieron! Sus yerros eran lecciones provechosas que a nosotros nos legaban. Tras de un bien siempre nos han dejado conocidos como ineficaces cien caminos que, sin ellos, tal vez habríamos más tarde emprendido. ¿Qué federación cabía en Chile, en un país reducido, estrecho, unido por vías fáciles y cortas, con hábitos idénticos en todos los pueblos, con educación igual, con antecedentes uniformes, con legislación pareja, pobre, sin ideas de independencia y de gobierno y sin más existencia ni virilidad, que la que todos y cada uno pudieran de consuno y simultáneamente darse? Un extravío era buscar ejemplos en otra parte y menos en la Unión Americana. Las localidades de un pueblo no pueden trasplantarse ni imitarse, y el diverso origen y la distinta organización que ésta desde su nacimiento había tenido, no lo había merecido la América del Sur para que sus colonias lograran imitar un modelo para el que no tenían colores. Sin embargo, es menester ser justos: si alguna cosa recomienda a Infante es esa tenacidad en servir a una idea que miró siempre como la consoladora de toda desgracia pública, y como el carril seguro que debía conducir a Chile al goce perfecto de una prosperidad estable y de una libertad verdadera.

VI

En 1829 el ejército del sur, obedeciendo a la voz de su jefe, dio el grito de sublevación contra las autoridades constituidas, apoyado en débiles y fútiles pretextos. Esta voz de alarma se tradujo por Infante como uno de aquellos síntomas inequívocos que demuestran los grandes dolores que suelen aquejar al cuerpo social; y como a su juicio la organización política falseaba por su base, llegó hasta imaginarse que este movimiento convulsivo que iba a agitar la república, era obra de las provincias que trabajaban por darse la independencia que necesitaban para constituir la federación, tema de todas sus ilusiones políticas. La conspiración del sur, con todo, que tenía sus ramificaciones en Santiago, caminaba en diverso sentido; y tan lejos estaba de favorecer la esfera de acción de las localidades, que quería muy al contrario concentrar la autoridad en el gobierno que se constituyese y dilatar y acrecentar su poder, como único medio de asegurar el orden, primer objeto de sus aspiraciones.

El espíritu y tendencias de esta sublevación militar se dejaron conocer pronto, y los que aun abrigaban dudas hubieron de salvarlas a la reunión en 1831 del congreso llamado de plenipotenciarios, compuesto de los más marcados revolucionarios triunfantes, y en el que no tuvieron entrada sino dos hombres de ideas y espíritu opuestos. Infante y don Carlos Rodríguez fueron los únicos que alcanzaron un asiento en este primer concilio del partido pelucón; pero asientos que hubieron de abandonar forzadamente pronto,   —225→   desde que alzaron la voz para defender un proyecto que tendía a restituir sus grados a aquellos a quienes los conspiradores se los habían arrebatado en el primer momento de gozo y vértigo. Esta cuestión fue la última en que Infante ocupó la tribuna parlamentaria. Si su voz se perdió entonces entre los murmullos de un partido, la posteridad la recogió más tarde como la expresión de la justicia.

Cuando en 1843 otros hombres estaban al frente de los negocios públicos, se dieron a Infante testimonios de la consideración que merecía. Por este año fue nombrado ministro decano de la suprema corte de justicia y miembro de la facultad de leyes en la universidad, que se hacía resucitar bajo otra planta y con otras atribuciones. Ambos destinos los renunció, como había renunciado en 1823 el ser ministro del tribunal superior. Infante tenía aversión a nuestra legislación goda, como decía, y no le agradaba, en la rectitud de su conciencia y firmeza de sus convicciones, tener como juez que arreglar sus fallos a ella. Las universidades eran para él el foco y el albergue de ideas espurias, encaminadas a propalar el monaquismo y la monarquía. En su fervorosa pasión por la libertad, Infante creía ver amagos contra ella en todos los cuerpos colegiados que no traían su origen ni su autoridad del pueblo.

En la consagración de Infante a la vida pública, no había tenido cabida otro móvil que no fuera el más ardoroso amor a la patria. La severidad de sus costumbres, la rigidez de su vida y la sencillez de su habitación denotaban al republicano espartano. En esta última no se encontraba ningún aderezo de lujo: toscos muebles formaban todo el menaje de la morada del patriota que poseía una fortuna, sino cuantiosa, suficiente para vivir con ostentación. Una cosa sí, que había notable, y eran los bustos de Rousseau y Voltaire, colocados sobre su mesa escritorio, como en señal de la veneración que les profesaba.

Una pasión vino a conmover su alma en edad ya avanzada, que no había sido capaz de impresionarle en la primavera de la vida. A los sesenta y cinco años contrajo matrimonio con su sobrina la señorita Rosa Munita, de quien no tuvo sucesión, pudiendo decir como el general tebano que si no dejaba hijos, dejaba gloriosos hechos a que estaría siempre vinculado su nombre.

Una fiebre que le atacó violentamente, y que se dejó solo sentir por nueve días, puso término a su vida el 9 de abril de 1844. La noticia de su fallecimiento arrancó un dolor general. El Instituto nacional, que le debió su vida en 1813 y su mayor desarrollo en 1826, tomó una parte activa y expresiva en este duelo que comprometía a la patria.

A las nueve de la mañana del día en que los restos de Infante se conducían al cementerio, arrastraba el carro fúnebre la juventud de Santiago, turnándose con los militares, los artesanos y los viejos soldados llamados Infantes de la patria.

¡Preciosa manifestación del sentimiento público! ¡Ella era capaz de recompensar   —226→   a Infante de sus pasadas fatigas! Decía siempre, y lo decía con ternura: «No quiero los honores que prodigan los gobiernos, porque siempre son injustos; quiero las manifestaciones populares, porque el pueblo tiene el instinto de la justicia.» ¡Sí! el pueblo, obedeciendo a este instinto, fue a pagar al hombre que más le había amado su tributo de reconocimiento.

Diremos ahora lo que dijimos escribiendo su vida.

El gobierno entonces nada hizo que significase el dolor nacional. Más tarde, de acuerdo con el congreso, dictó una ley mandando construirle un mausoleo en el cementerio; pero a pesar del tiempo trascurrido, aun no se descubre la cúspide de este monumento, sino únicamente una pequeña cruz de madera, colocada por el pueblo y casi cubierta de pasto, en cuyos brazos se lee lo que el pueblo podía escribir, este conciso y expresivo epitafio:

JOSÉ MIGUEL INFANTE.

DOMINGO SANTA MARÍA.




Arriba- XVII -

Don Agustín Eizaguirre


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Hay americanos cuya vida se compone de dos épocas bien distintas y separadas la una de la otra por un grande acontecimiento que rejuveneció y trasformó a antiguas sociedades de este continente. De esa clase son todos aquellos que habiendo sido espectadores o actores en el drama de la emancipación, sobrevivieron a él y siguieron interviniendo en los negocios públicos, o bien se retiraron a la vida privada, fatigados ya con las luchas y los reveses. Entre ellos debe contarse al personaje cuyo nombre sirve de epígrafe a nuestro trabajo, y cuya vida vamos a bosquejar con la posible brevedad.

Nació en Santiago el año de 1766, y fueron sus padres don Domingo Eizaguirre y doña Rosa Arechavala. Su carácter vivo, jovial y bondadoso se manifestó desde temprano. Apenas tuvo la edad competente, entró a la mejor escuela que a la sazón había en Santiago, y allí aprendió lectura, escritura y elementos de aritmética. Pasó después a ser alumno del seminario conciliar, llamado entonces Colegio Azul, y dos años más tarde recibió la primera tonsura y los órdenes menores. En el seminario estudió latinidad, filosofía y teología, únicos ramos que en aquel tiempo se enseñaban a los jóvenes dedicados a la carrera eclesiástica. Permaneció en este establecimiento nueve años, durante los cuales dio repetidas pruebas de sinceridad, de honradez y de piedad cristiana, y contrajo al mismo tiempo relaciones íntimas   —228→   con sus condiscípulos, que conocían y apreciaban en alto grado aquellas distinguidas dotes.

Siendo ya de edad de 23 años, y no sintiéndose con inclinación al estado clerical, salió del colegio y se dedicó a las labores del campo; industria que ejerció primeramente en un fundo de la pertenencia de su padre, y más tarde en otros varios que tomó en arriendo. Mudando nuevamente de profesión, se contrajo al comercio, emprendiendo especulaciones en unión con algunos amigos suyos; al cabo de todo lo cual se encontró dueño de una modesta fortuna.

Este fue el terreno en que Eizaguirre desplegó sus facultades durante la primera mitad de su vida. La honradez, el amor al bien, la austeridad de costumbres, y la lealtad y generosidad para con sus amigos, fueron las prendas que le hicieron recomendable y generalmente querido.

La vida de los colonos chilenos tenía un horizonte demasiado estrecho, y dentro de él era imposible que se desarrollasen grandes pasiones y sublimes virtudes. Chile no era árbitro de sus propios destinos, carecía de un pasado glorioso y de una historia que despertase heroicos recuerdos en la fantasía de sus hijos. Era además un país aislado, que apenas mantenía escasas relaciones con la madre patria y con las demás colonias sus hermanas, ignorando lo que pasaba en el resto del mundo. La vida de sus habitantes era toda interior y doméstica.

Cualquiera puede fácilmente imaginar de qué temple son las almas que nacen y viven en un pueblo sujeto a tales condiciones. El individuo es grande o pequeño según lo es la sociedad en que se educa.

Llegó el año de 1810, y en él se abrió para todas las almas nobles un anchuroso campo en que pudieron ejercitar su actividad y ganar honrosos e inmortales timbres. Ese año comenzó la lucha entre dos órdenes de cosas, el uno viejo y caduco, y el otro joven y vigoroso, que aspiraba a dominar la sociedad de que hasta entonces se había enseñoreado su adversario.

Eizaguirre, dotado de una alma recta, no pudo dejar de apoyar la causa de la justicia y del bien común. Las ideas nuevas encontraron un eco en él, y fueron sostenidas por todos los medios de que su posición social le permitía disponer.

Sabido es que en todas las secciones americanas los cabildos fueron los focos de la revolución de la independencia. Instituciones populares, aunque degeneradas y envilecidas, recobraron por un momento sus antiguos fueros, y se constituyeron en defensores de los derechos de los pueblos. Por esta razón en los cabildos fue donde primero se agitó la idea de crear gobiernos nacionales en las colonias que habían quedado huérfanas por la prisión y extrañamiento del soberano.

Al cabildo chileno de 1810 le cabe pues la honra de haber promovido y llevado a cabo la creación de la junta gubernativa instalada el 18 de setiembre del mismo año. Eizaguirre, que había sido incorporado a ese cabildo a   —229→   fines del año anterior, trabajó con una abnegación y entusiasmo verdaderamente patrióticos por la realización de aquella insigne empresa. Aunque el partido revolucionario a que pertenecía no veía en él un sabio distinguido, ni un orador vehemente y popular, ni un caudillo impetuoso y osado, veía sin embargo un hombre de probidad proverbial, acompañada de bastante entereza de alma, de un juicio naturalmente recto y de calificado amor al bien público; y si a todas estas cualidades se añade el prestigio inherente a una ilustre alcurnia y a una numerosa parentela, fácilmente se conocerá la importancia de los servicios que prestó a la causa de la emancipación chilena.

Las revoluciones, como los dramas, necesitan personajes de diversos caracteres, de diversas pasiones, de diversa posición social. En ellas hay siempre un protagonista; pero no basta eso solo para que alcancen el triunfo. ¿Qué hará el caudillo, si no hay quien segunde sus esfuerzos y coadyuve sus miras y proyectos? Hombres del temple y circunstancias de Eizaguirre son necesarios en toda revolución para que sea consistente y eficaz. Ellos están dotados de un instinto conservador, no muy fuerte a la verdad, pero bastante para poner un saludable contrapeso a las pasiones ardientes e impetuosas de los partidos novadores, que de otro modo fracasarían por falta de tino y cordura. La misión que estos personajes desempeñan no es por cierto tan brillante como la del caudillo que obra; pero es esencialísima para el triunfo, porque es conservadora de la revolución.

Derribada la autoridad colonia, los revolucionarios se dividieron en dos bandos, de los cuales el uno pretendía hacer marchar la revolución a paso acelerado por medio de providencias francas y enérgicas, y el otro, más tímido y conservador, se oponía a las innovaciones que se proyectaban. El primero prevaleció en la junta gubernativa, y tuvo por caudillo a don Juan Martínez de Rosas, el más distinguido de los revolucionarios de su tiempo; el segundo, que dominó en el cabildo, reconoció por corifeos a don Agustín Eizaguirre y don José Miguel Infante. El cabildo y la junta se hicieron por algún tiempo la guerra a la sordina, y más tarde rompieron abiertamente las hostilidades.

Los pueblos debían elegir diputados que compusiesen el primer congreso nacional, y en el campo de estas elecciones fue donde estalló la lucha. Prevaleció al fin el partido del cabildo, que obtuvo una notable mayoría en el congreso. A Eizaguirre le cupo el honor de ser elegido diputado por la capital, y de formar por consiguiente parte de la primera asamblea legislativa que creó el pueblo chileno en la infancia de su vida política.

El partido rosista, aunque derrotado, no se anonadó. Contaba en sus filas hombres dotados de energía y talentos superiores, que no se allanaban a recibir la ley de los que no poseían, esas prendas en el mismo grado. Conspiró incesantemente para recobrar por la fuerza él puesto y la influencia que había perdido; pero todos sus conatos fueron estériles. Al fin se le presentó   —230→   el hombre que necesitaba para triunfar. Don José Miguel Carrera, joven militar dotado de talentos y de noble osadía, ganoso de gloria, y adornado de laureles recogidos en una guerra lejana, fue el brazo fuerte que elevó a los rosistas al mando supremo del estado. El partido del cabildo quedó derrotado, y no volvió a aparecer en la escena política sino con las modificaciones producidas por el tiempo y los acontecimientos de que en lo sucesivo fue teatro el país.

Eizaguirre se retiró con este motivo a la vida privada, llevando su honradez y moderación por escudo contra las persecuciones de que ordinariamente son víctimas los vencidos. Su persona fue respetada por sus adversarios victoriosos.

Invadido el territorio chileno por el general realista Pareja en marzo de 1813, don Agustín Eizaguirre salió de su oscuridad y dio principio a un segundo período de vida pública. Carrera, que a su vez había anonadado al partido rosista, tomado en sus manos el timón de los negocios públicos, y dado un fuerte impulso a la revolución, fue nombrado general en jefe del ejército que debía rechazar al invasor; viéndose de este modo obligado a salir de Santiago para activar los preparativos de la próxima campaña. El gobierno supremo debía organizarse de nuevo, puesto que acababa de ausentarse el que hasta entonces había sido todo su nervio; por lo que el senado, en 15 de abril del mismo año, nombró una junta gubernativa, compuesta de don José Miguel Infante, don Francisco Antonio Pérez García y don Agustín Eizaguirre.

Semejante elección recaía, es verdad, sobre individuos cuyas opiniones políticas eran contrarias a las de Carrera; pero este caudillo no se opuso a ella, porque tenía conciencia de que era un hombre necesario en aquellas circunstancias, porque el inminente peligro de que se hallaba amenazada la causa de la libertad había hecho olvidar por un momento las antiguas discordias, y finalmente porque los vocales electos eran personas de notoria honradez y patriotismo y de gran prestigio entre todos los partidos.

Los primeros conatos del nuevo gobierno tuvieron por objeto llenar del mejor modo posible las necesidades de la guerra. Excitó el espíritu público de los ciudadanos, promovió donativos voluntarios para subvenir a los gastos que demandaba la situación, levantó batallones y proveyó de municiones y víveres al ejército.

Estas urgentes atenciones no le impidieron contraerse a los cuidados de la administración pública y procurar la prosperidad de la nación por medio de providencias sabias y liberales. Se declaró la libertad de la prensa, se establecieron escuelas en muchos pueblos, se fundó el Instituto Nacional, se comenzó a formar una biblioteca pública, y se dictaron otras muchas medidas análogas a éstas. Los principios filosóficos que habían engendrado la revolución se manifestaban cada día en las instituciones que se iban creando, y que hasta entonces habían sido desconocidas de los chilenos.

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Las enemistades políticas que habían existido entre el general Carrera y los actuales miembros de la junta, las cuales habían estado amortiguadas por algún tiempo, no tardaron en estallar de nuevo. El gobierno empleó todos los arbitrios que estaban en su mano para echar por tierra a su adversario, desnudándole del mando del ejército que hacía la campaña del sur. Consiguió su intento, y a principios de 1814 Carrera tenía ya por sucesor a don Bernardo O'Higgins.

Para efectuar este cambio, el gobierno se había trasladado a Talca en noviembre del año anterior, y así que hubo llenado sus miras, regresó a Santiago, donde debía terminar muy pronto sus funciones. A principios de marzo se reunió en cabildo abierto una parte del vecindario de la capital, decretó la destitución de la junta gubernativa, y confirió el mando a don Francisco de la Lastra con el título de supremo director. Eizaguirre, del mismo modo que sus colegas, descendió de nuevo a la vida privada, satisfecho de haber servido a su patria con la honradez que le caracterizaba.

No duró mucho tiempo el reposo de que estaba gozando. En octubre del mismo año los realistas, victoriosos en Rancagua, se apoderaron muy pronto de todo el territorio chileno, y desplegaron un sistema de tenaz persecución contra todos los que de alguna manera habían cooperado a la creación o al sostén del gobierno nacional. Eizaguirre, confinado como insurgente en el horrible presidio de Juan Fernández, padeció por la primera vez las privaciones y amarguras del destierro, soportándolas con heroica resignación y con la magnanimidad del justo. En aquella tierra inhospedable fue testigo por más de dos años de la rabia con que la naturaleza parecía empeñarse en añadir aflicciones a los desgraciados proscritos. Furiosas y continuas borrascas, recios terremotos, incendios y escasez de los alimentos necesarios para la vida, tales fueron las espantosas escenas que los patriotas chilenos tuvieron que presenciar durante su mansión en Juan Fernández. Eizaguirre se hizo amar de sus compañeros de infortunio por la jovialidad y dulzura con que les prodigaba consuelos cristianos.

Vencido el poder español en la gloriosa jornada de Chacabuco, los restauradores de la libertad determinaron muy pronto ir a quebrantar las cadenas con que estaban aherrojadas aquellas víctimas ilustres, que ascendían a setenta y ocho. A principios de abril de 1817 el presidio de Juan Fernández se hallaba ya desierto, y los proscritos, restituidos al regazo de sus familias, se congratulaban del triunfo que poco antes habían alcanzado las armas de la patria.

Durante el gobierno del general O'Higgins, Eizaguirre se mantuvo ajeno a la política, viviendo como simple ciudadano, contraído a los cuidados de su casa y al manejo de sus intereses. En ese tiempo fue cuando se formó y organizó la famosa compañía denominada «de Calcuta», que tenía por objeto especular en sederías y géneros de la India, y en la cual tomaron parte muchos de los capitalistas chilenos más notables. Eizaguirre fue el principal   —232→   promovedor de esta empresa, que debe mirarse como uno de los primeros frutos producidos por la libertad de comercio ya establecida y por el espíritu nuevo que ganaba terreno diariamente en el país. La compañía de Calcuta hizo flotar por la vez primera el pabellón chileno en los remotos mares del Asia, y lo presentó delante de pueblos que no comprendían las sublimes ideas simbolizadas por los tres colores que lo constituyen.

La caída del director O'Higgins, acontecida el 28 de enero de 1823, dio principio a una época muy notable de la historia de Chile, y que al presente no es bien conocida sino de los que fueron testigos de los sucesos acaecidos en ella. Esa época se extiende hasta el año de 1830, en que el partido denominado pelucón se apoderó del mando supremo y comenzó a crear un nuevo orden de cosas, imprimiendo su espíritu a todas las instituciones. Durante los siete años que ella abraza se hicieron diversos ensayos para constituir el país de una manera estable; pero todos ellos fueron impotentes. Discutiéronse por la prensa y en varios congresos altas cuestiones de política y de organización social; se hicieron importantes reformas en la administración de justicia; se dictaron medidas económicas atemperadas a las circunstancias; se fomentó en cuanto era dable la instrucción pública; se envió una expedición al Perú para ayudarle a sacudir la dominación colonial; se dio libertad al archipiélago de Chiloé, último baluarte del poder español en Sud América; y finalmente se sostuvo una guerra tenaz y atroz con los salvajes araucanos, acaudillados por algunos jefes españoles y por el terrible bandido Pincheira. Chile, aunque carecía de instituciones sólidas, iba creciendo en medio de las tempestades y vaivenes consiguientes a su situación.

En la época de que acabamos de hablar, don Agustín Eizaguirre se halló dos veces a la cabeza de los negocios públicos. En el mismo acto en que el director O'Higgins depuso la autoridad que ejercía, se nombró una junta compuesta de Infante, Eizaguirre y Errázuriz, a quien se encargó provisionalmente el gobierno del país hasta que se eligiese en debida forma el jefe supremo. Esta elección se hizo el 31 de marzo de 1823, y el 4 de abril siguiente tomó posesión de su cargo el electo, que fue el general don Ramón Freire. En los dos meses y días que funcionó la junta gubernativa, se contrajo a llenar las necesidades del momento, dictando al mismo tiempo algunas medidas liberales, como la amnistía otorgada a todos los reos políticos. Merecen también mencionarse la creación del Boletín de las Leyes, que ha continuado publicándose hasta el día, el restablecimiento de la academia de práctica forense, y el permiso de sembrar y vender libremente tabaco en el país. En todos sus decretos se advierte la rectitud de miras de que se hallaba animada la junta.

A consecuencia de las activas y prolongadas discusiones políticas, que no cesaron de agitar a los hombres pensadores desde la deposición de O'Higgins, la opinión pública se hallaba en 1826 dividida entre el régimen   —233→   unitario y el federal. Los partidarios del último triunfaron en el congreso, y el 14 de julio quedó establecida la federación como base de la constitución chilena, a lo cual se siguió la promulgación de varias otras leyes que pueden considerarse como fragmentos de un código fundamental.

Tal era el orden reinante cuando Eizaguirre se encargó del mando supremo como vicepresidente de la república en 10 de setiembre del indicado año. Permaneció en este puesto hasta el 26 de enero de 1827, día en que lo abdicó a consecuencia de un motín militar. Su caída no debe atribuirse a otra causa que a las circunstancias en que a la sazón se hallaba el país, las cuales no permitían que hubiese nada consistente y duradero.

En los cuatro meses y días de su gobierno desplegó todo su celo y honradez para llenar dignamente sus deberes. Después de su abdicación publicó un manifiesto en que explicó su conducta gubernativa, y que parece haber sido escrito por él mismo. De ese documento tomamos el siguiente párrafo, en que aparece retratado el hombre de bien, el patriota sincero, el ciudadano desinteresado y el mandatario celoso: «El resultado ha sido que en mi cuadrimestre desgraciado se restableció el instituto anulado, se nombró rector al de Concepción para restablecerlo, se dieron fondos para el de Coquimbo, se previno la devastación de Pincheira y de los bárbaros del sur. Este uno no habréis oído, «se degollaron tantos a cada correo, se robaron tantos millares de ganado»; el labrador de Concepción y del Maule han cosechado tranquilos; ha sido vencido el enemigo al primer encuentro, y se le tenía en el último aprieto según las últimas comunicaciones, cuyos resultados pueden saberse por momentos; el crédito ha subido desde el 60 de pérdida al 15, un 45 por ciento; están preparadas las bases de los tratados con el Perú, que deben reparar la agricultura, el comercio y la navegación de ambos países; las del resguardo y aduana examinadas, y propuestas las economías; restablecido el almacén de tránsito bajo la mano fiscal; pagado el ejército de los vencidos en mi tiempo y de mucha parte de los atrasados en que lo encontré; quedaron en cajas 138,000 pesos en vales, que con lo corrido hasta aquella fecha debían subir a más de 160,000; en pagarés de aduana en Valparaíso más de 200,000, según avisos de su administrador. Pronunciad sin que oigáis alegaciones indignas de la magistratura que ejercí y de mi carácter, y concluiré con el héroe griego: «No tengo victorias que ofreceros, y al cabo los triunfos son la obra de la fortuna y del valor del soldado. Solo os ofrezco y recibo el placer de no haber hecho verter lágrimas a ningún chileno.»

El trozo que precede, escrito con tan amable candor, lleva el sello de la verdad y nos excusa de hablar de los trabajos administrativos emprendidos por Eizaguirre durante su corto gobierno.

Esta fue la última vez que figuró como hombre público. El resto de sus días lo pasó en la vida privada, gozando del cariño de su familia, de quien era en extremo querido, y atendiendo al cultivo de su hacienda de Tango, adonde hacia frecuentes viajes. Como tres años antes de su muerte se vio   —234→   acometido de una enfermedad que lo redujo a una casi completa inacción, y que no cesó de molestarle hasta el fin de su existencia, que fue el 19 de julio de 1837. Las lágrimas sinceras con que le lloraron sus numerosos deudos y amigos, son el mejor testimonio de las virtudes de que estaba adornada su alma, y que no desmintió en ningún lance de su vida.

Los hombres públicos que no están animados de miras desinteresadas, los que se proponen por blanco de sus acciones su elevación personal y no la justicia y el bienestar de los gobernados, podrán tener satisfecha por algún tiempo su mezquina ambición; pero cuando la fortuna les vuelve el rostro, se acabó todo para ellos; deben abandonar la esperanza de ocupar de nuevo puestos distinguidos entre sus compatriotas; el pueblo los conoce ya, y ningún bien se promete de elevarlos al mando por segunda vez. No así el magistrado íntegro, desprendido y recto: es un hombre que no se envejece; en todos tiempos está en aptitud de ofrecer sus servicios a sus conciudadanos, en la confianza de que serán aceptados con benevolencia; si las convulsiones políticas le arrojan del puesto que ha ocupado, desciende a la oscuridad sin llevar en su pecho ningún remordimiento, sin que vaya en pos de sí el negro cortejo de odios y rencores que persigue aun en el retiro a los mandatarios inicuos que hollaron las leyes, que ultrajaron a los ciudadanos, o que ejercieron su ministerio con miras poco nobles y puras. Se aplaca la borrasca, y sus virtudes son recordadas, reconocidas y admiradas con respeto por los hombres de todos los partidos.

Eizaguirre es una prueba práctica de la verdad de estas observaciones. Su conducta fue siempre honrada y leal; los chilenos reconocieron unánimemente la rectitud de sus intenciones, y en un espacio de más de diez y seis años de continuas oscilaciones y trastornos, en que aparecieron y se eclipsaron muchos personajes eminentes, le honraron diversas veces confiriéndole la dirección suprema de la república.

El siguiente pasaje, referido por el inglés Suteliffe, que militó algún tiempo bajo la bandera chilena, pinta al vivo la franqueza de carácter, la sencillez de costumbres, la piedad cristiana y el sincero patriotismo de don Agustín Eizaguirre: «Abril 25 de 1827. El general me envió a la capital con despachos, y de paso me detuve en Tango, donde visité al ex presidente don Agustín Eizaguirre y le di muchas cartas. Me recibió y trató del modo más amistoso. Eran las once de la noche, y como sus sirvientes se habían retirado a descansar, colocó algunas frutas en la mesa; mas observando mi sonrisa por esta circunstancia, me pidió excusase la cena fría y perdonase a sus sirvientes, que se habían acostado. Mientras yo hacia honor a sus viandas (porque había andado cerca de 40 leguas aquel día), parecía examinar el contenido de las cartas, y a cada momento se escapaban de sus labios estas jaculatorias: «Gracias a Dios, gracias a Dios.» Conversamos hasta tarde, mostrándose muy satisfecho de las operaciones del ejército y más del general Borgoño, y de que él hubiese sido el promotor de la expedición   —235→   que había facilitado la repoblación de las provincias del sur.

Su alma era incapaz de rencores y de viles venganzas; olvidaba las ofensas; las perdonaba de corazón a ley de verdadero cristiano. Cuando los realistas se apoderaron de Santiago en 1814, Eizaguirre se hallaba en Tango; y deseando sustraer a la rapacidad de los conquistadores varias alhajas y prendas de plata de su pertenencia, las escondió dentro de un hoyo que hizo abrir al intento en la bodega de la hacienda. Pocos días después se presentó una partida de soldados, que incitados por la codicia, examinaron la casa de un extremo a otro, sin que pudiesen dar con el oculto tesoro. Se retiraban ya desesperanzados, cuando un sirviente de Eizaguirre, que había sido testigo de la ocultación, los llamó aparte y les dio todas las instrucciones necesarias para que pudiesen encontrar lo que buscaban. Los soldados satisficieron su instinto de pillaje, merced a este acto de infame felonía. Pasado algún tiempo, el sirviente infiel se vio reducido a una extrema miseria por haberse inhabilitado para ganar la vida con su trabajo; y Eizaguirre que tuvo de ello noticia, le recogió a su casa, le mantuvo a sus expensas y le suministró ademas una pensión mensual, de que aquel miserable gozó hasta el fin de sus días.

La nación chilena, deseando pagar la deuda que había contraído para con un ciudadano tan benemérito, decretó que se erigiese un monumento a expensas públicas, en el cual se grabase la inscripción siguiente: «El congreso nacional, por decreto de 8 de agosto de 1837, mandó erigir este monumento a la memoria de don Agustín Eizaguirre, uno de los primeros y más esforzados defensores de la independencia de Chile, en testimonio de veneración y gratitud a sus virtudes y eminentes servicios.»

F. VARGAS FONTECILLA.


 
 
FIN DEL PRIMER TOMO