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García Márquez y la «novela del pueblo»

Carlos Franz






Novela contra telenovela

Dicen que Gabriel García Márquez querría que «la teleserie sea la novela del pueblo». La afirmación es provocadora. Creo que todos intuimos una esencia común a las formas narrativas orales, escénicas, audiovisuales o literarias. El impulso creador parece el mismo: el deseo de inventar una historia. Y la compulsión del público por verla, oírla, imaginarla, se parece. Sin embargo, también el sentido común (el menos común de los sentidos, como lo llamara famosamente Chesterton) nos dice que hay algo esencialmente distinto entre Cien años de soledad y, digamos, Pantanal (por mencionar una buena teleserie latinoamericana). ¿Cuál sería esa diferencia?

Arriesgo una respuesta tajante: la telenovela no es esa «novela del pueblo» que quiere García Márquez porque es mucha «tele» y poca «novela». Es decir, porque predomina en ella la distancia, indicada en ese prefijo «tele», por sobre el arte, implícito en la palabra novela.

La televisión corriente, masiva, ya no es un medio sino un fin en sí misma. Concebida originalmente para comunicar es ejercida en la práctica como un obstáculo. En el caso de las teleseries es aquello que está en medio, atravesado entre los escritores de las mismas y el público. Ese obstáculo del medio es lo que distancia a los relatos seriados en televisión de ser verdaderas «novelas». Distancia que se manifiesta en tres aspectos esenciales del fenómeno literario: autor, obra y público.

No hay autor, porque la teleserie no es creada por sus escritores, sino que es fabricada por el medio que la trasmite. No hay obra porque la mediación industrial la convierte en producto. Por último, no hay público porque este no es tratado como «pueblo» (en los términos de García Márquez), sino como masa, como rating.




Libertad creativa

La unidad de medida del arte es la libertad. Libertad creativa sin la cual, a su turno, no puede existir esa libertad receptiva del lector, o espectador, para re-crear la obra. El grado de libertad que defienda el novelista contra el viento y marea de las presiones industriales (edición, crítica, prensa, opinión pública) marcará la diferencia entre una obra artística y otra que no lo es. El valor añadido e inmensurable del arte, en una sociedad utilitaria, es ofrecer un espacio de actividad improductiva, gratuita, inservible pero indispensable, como el amor o el juego. Libertad creativa que a su vez regala libertad imaginativa a sus lectores. El arte es un espacio de libertad social donde podemos resistirnos a la prepotencia de la realidad, y su «régimen de facto» que es la historia. Esta resistencia introduce una tensión en nuestras vidas cuyo efecto es por lo menos tonificante: sólo en una cuerda tensa es posible tañer música. Nuestra propia música para bailar al son de ella, en lugar de la que nos pongan.

Pero esta libertad ha sido siempre difícil de cautelar y, en el fondo, creo que todo escritor -debatiéndose entre el arte y la profesión- define su propia fórmula adaptativa. La novelista Edith Warthon, en sus memorias, cuenta que el pacato editor escocés de Thomas Hardy, el autor del maravilloso Jude, el obscuro, «había repudiado una escena en que unos personajes salían a pasear en Domingo -el día del Señor- y le obligó a trasladar el paseo a un día laborable». Hardy era joven y pobre: aceptó. ¿Cuántos pobres y jóvenes Hardys entre los telenovelistas latinoamericanos, estarán cambiando sus paseos de domingo a días laborables?




Obra versus producto

André Gide observó que hay libros creados por su público, y hay libros que crean a su público. La novela artística -todo arte, me parece- pertenece a esta última categoría. La telenovela pertenece a la primera especie: es creada por su público, es determinada -tiranizada, manipulada- por esa forma perversa y anónima del público que es el rating. La telenovela no da, devuelve; no envía, remite contenidos y formatos. Empleando la expresión de García Márquez lo que le falta a la telenovela latinoamericana es precisamente pueblo (público); lo que tiene es masa, rating. Pero ¿no es cierto acaso que la novela literaria esta mediada también por una industria, la editorial? Sin duda es cierto. Pero la gran conquista, arduamente conseguida por el autor literario, es el derecho a que esa industria no modifique su obra. El autor lleva un original a su casa editora y le propone que haga diez mil copias idénticas del mismo. En tanto que el autor de un guión de teleserie lo entrega como un insumo a un proceso industrial, que puede o no ser respetuoso de su creación. Si lo es, el público recibirá una obra; si no, los televidentes consumirán un producto.




Forma contra formato

Descontemos que no toda novela es artística por el mero hecho de constituir literatura. Una buena parte de la novela contemporánea no es artística, aunque se presente como tal en los escaparates. Se parece mucho más a la teleserie: es producto, formato, fabricación. Es un libro creado por su público, conforme al gusto estándar intuido por el escritor de best sellers; en lugar de un libro que crea un público proponiéndole esa aventura de re-creación que es la lectura.

Huelga decir que la novela artística no está exenta de los servilismos del mercado. Quizás su única ventaja sea su demanda relativamente escasa. En cambio, y parafraseando el conocido lamento mexicano: «¡pobrecita la telenovela, tan lejos del arte y tan cerca del mercado!».

Las consecuencias de esta falta de libertad de la telenovela, de que esta sea producto en lugar de obra, formato en lugar de forma, no son menores. Nada es menor hablando de un producto que consumen millones, posiblemente cien millones de clientes cada año en Hispanoamérica.

Una consecuencia es que la teleserie, que podría ser novela, al no serlo les niega a esos millones de personas la posibilidad de ser más libres. Pues la telenovela no puede dar lo que no tiene. Si no ha sido producida en libertad, no puede producir libertad en sus espectadores. Si la obra del escritor de telenovelas es manipulada por el medio en función de la demanda publicitaria y el rating, la consecuencia es que se transforma en producto. Si actores y directores no pueden crear formas nuevas, sino que deben adaptarse a los formatos preconcebidos por la industria, la consecuencia es que tenemos telenovela en aquel sentido peyorativo del prefijo «tele»: novela a distancia. A distancia de la realidad profunda, de la tragedia y la comedia de la vida. Consecuencias de la falta de libertad en que fueron creadas.

Acaso la respuesta adecuada para la afirmación garcíamarquiana acerca de que la teleserie podría ser la novela del pueblo, es sí. Sí, podría serlo a condición de que la escriba un gran artista, cuyo prestigio (ese único poder del artista) le permita resguardar su creación de las presiones industriales descaradas. Sí, a condición de que ese artista pueda cautelar la forma de su creación impidiendo que se la rebaje a formato. Sí, siempre y cuando el relato se mantenga como obra, en lugar de producto.

Sí. En último término, me temo, la telenovela podrá ser «la novela del pueblo» sólo cuando el propio García Márquez -o alguien tan poderoso como él- sea quien la escriba.

En todos los demás casos la telenovela es, apenas, «culebrón».





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