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Gloria

[Indicaciones de paginación en nota1.]






ArribaAbajoPrimera parte

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ArribaAbajo- I -

Arriba el telón


Allá lejos, sobre verde colina a quien bañan por el Norte el Océano y por Levante una tortuosa ría, está Ficóbriga, villa que no ha de buscarse en la Geografía sino en el mapa moral de España, donde yo la he visto.

Marchemos hacia ella, que el claro día y la pureza del aromoso ambiente convidan al viaje. Estamos en Junio, mes encantador en esta comarca costera cuando la deja de sus terribles manos destructoras el huracán. Hasta el mar, el displicente y sañudo Cantábrico está hoy tranquilo. Permite a las naves correr sin miedo por su quieta superficie, se arroja adormecido   —6→   sobre las playas, y en lo profundo de las grutas, en las ensenadas, en los acantilados y en los arrecifes sus mil lenguas de espuma modulan palabras de paz.

Las suaves colinas verdes van ascendiendo desde el mar hasta las montañas, subiéndose unas sobre otras, cual si apostaran a quién llega primero arriba. En toda la extensión del paisaje se ven casitas rústicas de peregrina forma esparcidas por el suelo; mas en un punto los desparramados edificios se convocan, se reúnen, se abrigan unos contra otros, formando el nobilísimo conjunto urbano que los siglos llamaron Ficóbriga. Elévase en el centro la torre, no acabada, semejante a una cabeza sin sombrero; pero tiene en su campanario dos ojos vigilantes, y allí dentro tres lenguas de metal que llaman a misa por la mañana y rezan la oración al anochecer.

En torno al pueblo (pues estamos cerca y podemos verlo), lozanas mieses y praderas muy lindas anuncian cierto esmero agrícola. Silvestres zarzas cercan una y otra heredad y madreselvas llenas de aromáticas manos blancas, árgomas espinosas, enormes pandillas de helechos que se abaniquean a sí mismos, algunos pinos de verde copa y muchas higueras, a quienes sin duda debe su nombre Ficóbriga.

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¡Hermoso espectáculo ofrecen desde aquí las montañas, inmensa escalera que conduce a los cielos! Las más lejanas confunden sus vagas tintas con las nubes; en las más próximas se ven manchas rojas, semejantes a sangrientas heridas, y lo son realmente, hechas por el escalpelo minero que uno y otro día destroza la musculatura de aquellos gigantes. Atropellándose suben hacia Poniente, y la luz simula en las remotas cumbres extrañas cresterías, protuberancias, torres, grietas, excrecencias, lobanillos, hasta que las nubes envuelven en blancos velos la deforme arquitectura.

Después de atravesar un puente de madera, que sumerge en el salobre fango sus podridos pilotes, subimos una cuesta (casi estamos ya en Ficóbriga), desde la cual se ve la ría, dando vueltas como si no supiera a dónde va, ni dónde está el mar que la espera, metiéndose en todos los charcos de las marismas cuando hay marea, y huyendo de ellos aprisa desde que empieza la baja. Escaso número de buques navega en sus pobres aguas, y sabe Dios el trabajo que les cuesta dar dos pasos dentro de aquella angosta callejuela, cuando se duerme el viento y la corriente empuja hacia la peligrosa barra.

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Las primeras casas (por fin llegamos, señores) son miserables; las segundas también. Es Ficóbriga una villa de marineros y labradores pobres. Algunos indianos ricos duermen sobre sus lauros comerciales en media docena de viviendas pulcras y cómodas. ¡Qué calles, Santo Dios! Las pobres casas, estrechas y sucias, no se caen al suelo por no dar qué decir, y de sus indescriptibles balcones penden redes, vestidos azules, húmedos capotes y mil suertes de descoloridos harapos, así como de sus caducos aleros cuelgan panojas en racimos, pulpos puestos a secar y ristras de cebollas.

Pasamos por delante del Consistorio que está en el fondo de la plaza, enfáticamente convencido de que es digno de ser visto; pasamos cerca de la Abadía, huraña vieja que se esconde entre casuchas tan viejas como ella, formando el más deplorable corrillo arquitectónico; y después de dar vuelta a la villa, volvemos al extremo de ella sobre la ría, por donde entramos. En dicho sitio hay una plazoleta, sombreada por dos acacias y un álamo verrugoso.

En la plazoleta (miradla bien, porque ahora comienza nuestra historia) está una casa; mejor sería llamarla palacio, porque su aspecto en medio de tan ruin pueblo es verdaderamente magnífico.   —9→   Compónese en realidad de dos edificios, el uno vicio y decorado con hiperbólicas piezas heráldicas; nuevo y bonito y casi artístico el otro, no menos elegante que las llamadas villas o cottages en el lenguaje a la moda. Adórnalo por sus partes de Mediodía y Levante hermosísimo jardín de pinos de Alepo, floridas acacias, plátanos, magnolias, coníferas de diversas clases, por entre cuyas ramas se ven las cinco ventanas del piso principal. Variada muchedumbre de arbustos, entre cuya frescura descuellan camelias como árboles, recortados mirtos, tamarindos, rosales y un pueblo inmenso de pensamientos, geranios imperiales y otra gente menuda, se ve por los huecos de la verja de hierro, allí donde no lo impiden las oficiosas enredaderas, tan cuidadosas siempre de que el transeúnte no se entere de lo que pasa en el jardín.

Esta mansión encantadora está situada en punto desde el cual se domina el mar por el Norte, la extensión toda de la accidentada costa y la ría con su puente por el Este, Ficóbriga por Poniente, y por Mediodía, el campo y las montañas. Rodéala vegetación asombrosa y florida, y la bañan benéficos aires. Es vivienda hecha para el amor egoísta o para las meditaciones del estudio. ¡Qué dicha para el alma tocada de   —10→   amor o de las anhelantes curiosidades de la ciencia encontrar tan deliciosa prisión donde encerrarse, buscando al modo de aparente muerte para el mundo y vida inmensa para ella sola!

La casa es de esas que detienen al viajero y le dicen: «¿a que no aciertas quién vive en mí?».

Silencio: ábrese una de las verdes persianas que dan al jardín por el lado de las montañas. Hermosa mano rápidamente la empuja; se mueve la cortina, dejando ver una cara de mujer. Sus ojos negros como una pesadumbre. Durante un rato exploran todo el país, y si la luz va lejos, ellos van más. Su rostro indica con rasgos infalibles la ansiedad del que espera y las penosas inquietudes de un pensamiento ocupado por entero con la imagen de la persona que no quiere venir.

Miramos nosotros también hacia los montes y no vemos más que montes. La graciosa joven desaparece, y al poco rato torna a presentarse y a mirar, más impaciente cuanto más minutos pasan. Diríase que sus audaces ojos quieren ver lo que hay detrás de las montañas... Pero en los remotos caminos no se parece aún cosa alguna con forma de hombre ni de bruto, y ella se inquieta primero, se fastidia después. No sólo está impaciente, sino enojada, y del enojo   —11→   pasa a la cólera y de la cólera a la desesperación.

Esta linda casa, que tiene el inmenso interés de toda vivienda a cuya ventana se asoma un semblante hermoso, esta mujer graciosa, estos negros ojitos que buscan y no hallan, se enfurecen y echan rayos insolentes contra una parte de la creación... ¡Oh! por aquí anda el amor.

¡Adentro!



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ArribaAbajo- II -

Gloria y su papá


Estaban los dos en una sala del Mediodía, con ventana al jardín, por la cual este prestaba gratísima vista y olores al sentido. Parecía despacho más que otra cosa la tal pieza, por la regular balumba de libros y papeles que en diversos lugares de ella había; y las paredes se vestían con mapas, láminas de santos, el busto del Sumo Pontífice y un gran cuadro que contenía el retrato al óleo de un obispo, representado con pluma en la mano.

Sentado en ancho sillón estaba allí don Juan de Lantigua, hombre que iba ya mucho más allá de los cincuenta, serio, muy simpático a la vista y de fisonomía harto inteligente. Su frente y perfil no carecían de majestad, sin ofrecer bellezas académicas; pero lo dominante en todas las partes de su rostro era la expresión   —13→   patente de una tenacidad acerada, como debió de ser aquella que hizo los héroes cuando había héroes y los mártires cuando había mártires. Así es que si pasó su vida sin ser ni una cosa ni otra, no consistió en él. Parecía la naturaleza corporal de aquel hombre quebrantada o por estudios o por penas. Podía también observarse en su semblante una tristeza serena, muy distinta de la teatral misantropía de los escépticos. Cuando le conozcamos mejor, veremos que aquel melancólico sentimiento, que tan claramente salía de lo hondo a la superficie de su persona, era más que descontento y hastío de sí mismo, una como lástima profundísima de los demás.

Contemplando a su hija, que por centésima vez se asomaba a la ventana, le dijo con afable tono:

-Gloria, por más que te muevas y mires, y esperes y tornes a mirar, nuestro querido viajero no viene todavía. Ten calma, que ya llegará.

Gloria volvió al lado de su padre. Andaba en los diez y ocho años y era de buena estatura, graciosa, esbelta, vivísima, muy inquieta. Su rostro, por lo común descolorido en las mejillas, revelaba un desasosiego constante, como de quien no está donde cree debe estar,   —14→   y sus ojos no podían satisfacer con nada su insaciable afán de observación. Allí dentro había un espíritu de enérgica vitalidad que necesitaba emplearse constantemente. ¡Encantadora joven! A todo atendía, cual si nada ocurriese en la Creación que no fuese importantísimo; atendía a la hoja desprendida del árbol, a la mosca que pasaba zumbando, a cualquier ruido del viento o bullanga de los chicos en el camino.

Su fisonomía, parlante y expresiva como ninguna, no carecía de defectos; mas eran de esos que no sólo se perdonan, sino que se admiran. Era su boca un poquito grande y su nariz casi más pequeña de lo regular; pero el conjunto no podía ser más hechicero. Sus labios encendidos eran la más hermosa y dulce fruta que puede ofrecerse en el árbol de la belleza a los hambrientos antojos del amor. Contrastaba con la frescura de esta golosina la exaltación, la flamígera viveza de sus ojos negros, que tan pronto resplandecían con súbito rayo, tan pronto se abatían con lánguida pereza. Sobre estos dos astros aleteaban sus grandes pestañas. Mirando como miraba, ponía en sus ojos el reflejo de una conciencia pura. Aquella sensibilidad profunda, dispuesta a desarrollarse a tiempo, y que no encendida todavía con   —15→   verdadero fuego, a todas horas echaba chispas; aquel claro afán de sentir fuerte estaba tan lleno de honestidad, como el de algunas que por este medio han llegado a la canonización. El que no lo quiera creer que no lo crea.

Vestía la preciosa criatura a la moda, con elegancia no afectada. Todo participaba en ella de la gracia de su persona, y ningún pormenor de su peinado y de su ropa podía estar de otra manera que como estaba.

En el instante en que la vemos, la inquietud de Gloria era tan grande, que no existía rasgo alguno en su semblante que no estuviese impaciente. Cuando se apartaba de la ventana, recorría la estancia de un punto a otro, tomando un objeto de este sitio para ponerlo en aquel, moviendo las sillas sin motivo alguno que justificase las ventajas del cambio de colocación, observando los cuadros que había visto mil veces en su vida. Podía decirse de ella lo del poeta: «Hasta cuando el pájaro, anda se conoce que tiene alas».



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ArribaAbajo- III -

Gloria no espera un novio sino un obispo


-Son las diez, papá -dijo la señorita con impaciencia-. Desde la estación de Villamojada aquí no se tarda más de dos horas.

-Sí; pero sabe Dios a qué hora habrá llegado el tren -repuso el padre-. Esta fórmula abreviada de la civilización se toma unas libertades... No hay que impacientarse. Desde que llegue el coche al ventorrillo de Tres Casas, nos lo avisará el tío Gregorio disparando un buen puñado de cohetes que alegrarán con sus estadillos la comarca. Caifás está en la torre aguardando el primer chispazo para echar a vuelo las campanas. Descuida, que no podrá darnos una sorpresa; habrá demasiado ruido.

Gloria se asomó de nuevo para mirar a la   —17→   torre de la Abadía que por encima de los tejados alzaba su caduco campanario, y dijo con alborozo:

-Sí; allí está Caifás con todos sus chiquillos, esperando a que reviente en los aires el primer cohete para repicar... Bien, muchachos, bien Paco, bien Sildo y Celinina: tocad fuerte, muy fuerte para que se oiga en toda la provincia.

El padre sonrió con dulzura, demostrando el apacible contento de su alma en aquel instante.

-Papá -dijo Gloria poniéndosele delante con resolución-: ¿apostamos a que Francisca no ha espumado las cuatro gallinas, ni puesto en el horno la dorada, ni arreglado los platos de leche?... Francisca es así: dos horas para mover cada brazo y otras dos para pensarlo... Y nada, llegarán los viajeros y estarán todo el santo día esperando la comida.

Luego que esto dijo, marchó a la carrera hacia la puerta.

-Gloria, Gloria -dijo el padre obligándola a detenerse-. Ven acá, no salgas de aquí. Siéntate...

-¡Ay! no puedo, no puedo ver que en un día de tanto apuro se estén con esa bendita calma -exclamó la joven sentándose-. Yo me   —18→   abraso la sangre. Llegarán y no habrá nada preparado.

-Mira hija -dijo el anciano riendo-: es preciso que aprendas a no ser tan vehemente, a no tomar tan a pechos cosas nimias y de escaso interés para el cuerpo y para el alma. ¡Cuándo te enseñaré la serenidad y el aplomo que debe tener la persona en presencia de los actos comunes de la vida! Dime, si pones esa exaltación y ese ardor inusitado de la actividad y de la atención en negocios triviales, ¿qué piensas hacer cuando te encuentres en alguno de los mil graves lances y problemas que ofrece la vida? Reflexiona en esto, hija mía, y modera tu arrebatado temperamento. Mira, la pobre Francisca a quien tú acusas, te podrá dar buenas lecciones. Observa con qué admirable método y previsión y reposado estudio hace las cosas de la casa. Parece que tarda, y sin embargo todo lo hace con prontitud, porque todo lo hace bien. En cambio tú con tu impaciencia y ligereza te equivocas a menudo y o no concluyes nada, o si concluyes algo, es preciso volverlo a empezar. Yo he visto muchachas vehementes, atolondradas, ligeras como el aire y vivas y deslumbrantes como la luz; pero tú, hija, a todas les das palmetazo. Agradece a Dios que te hizo buena, piadosa   —19→   y honesta, que te dio natural honrado y generoso, que puso en tu alma las maravillas de la fe y todos los sentimientos puros y nobles, y el don de la gracia inefable, dejando las agitaciones para la superficie.

-Si Dios me dio tantas cosas buenas -dijo Gloria con la convicción de un Padre de la Iglesia-, también es Él quien me ha dado este genio vivo, esta impaciencia porque pase pronto la vida, y este afán de llegar a mañana.

-Vamos a ver. ¿Qué motivo hay para que la próxima llegada de mi hermano, te haya puesto en ese desasosiego calenturiento?

-Como que hace tres noches que no duermo -repuso ella-. A fe que hay poco que hacer... ¿A un señor obispo se le puede recibir como a cualquier pelagatos? Mi tío traerá consigo a su secretario el doctor Sedeño y quizás quizás a dos de sus pajes o cuando menos a uno; ¿y no se han de disponer las cosas para tantos y tan dignos huéspedes? Si me fiara de Francisca, ya había que tener paciencia hasta el año que viene. ¿Cree usted que hay poco que hacer? Pues nada: todo el piso bajo de la casa es poco para la gente que viene. Y no se les va a poner en la mesa pan, vino y aceitunas. Tres viajes ha dado Roque para traer lo necesario. ¿Pues y la capilla?

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-Vamos a ver, ¿qué tiene la capilla?

-Nada; que Su Ilustrísima querrá decir misa en ella como la otra vez. ¡En bonito estado se hallaba la capilla! Ha sido preciso dar tres jabonaduras al Cristo, en cuyo santo cuerpo las moscas habían hecho más desperfectos que los judíos. El manto de la Virgen estaba perdido: he tenido que quemarlo y hacer otro nuevo con el terciopelo que compré para mí... Yo creí que no saldrían con toda la tiza que hay en la casa, las manchas de los candeleros. Afortunadamente Caifás y yo fregoteamos bien y todo ha quedado como un oro... Pero ¡ay! ¡si supiera usted que los ratones se habían empezado a comer los pies de San Juan!...

-¡Abominables animalejos! -exclamó don Juan riendo.

-¡No sé qué les haría! Gracias a que Caifás, que es tan habilidoso, le puso al Santo en las heridas de los pies no sé qué pastas y rellenos, con lo cual y una mano de pintura ha quedado muy bien... Ya no harán más picardías estos tunantes bichos que nada respetan. En tres días que van de puesta y armada la ratonera han caído once, todos como lobos... ¿Todavía le parece a usted poco trabajo el mío?

-Me parece demasiado.

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-¿Pues y las camisas que he tenido que hacer a los hijos de Caifás para que puedan salir a recibir decorosamente a mi tío? ¡Y se asombra usted de que entre y salga y suba sin cesar! Yo soy así, papá querido.

-Tú eres así... lo sé. Dios te bendiga.

-Adoro a mi tío, que es un santo, y me siento tan feliz al considerar que va a vivir bajo el mismo techo que yo; me parece tan poco lo que tenemos para obsequiarle y agasajarle, que quisiera traer aquí las maravillas de los palacios de un rey, y no teniéndolas, me voy a inventar mil suntuosidades y prodigios para albergar dignamente a quien tanto se parece a Dios... No vivo, no puedo tener calma, me desvelo y me consumo... Paso las noches sin dormir pensando en la pachorra de Francisca, en la capilla, en el pobrecito San Juan roído, en los candelabros manchados, en los ratones, en la pequeñez de la casa para tan insignes huéspedes...

-¿Has creído -dijo con bondad cariñosa el padre-, que mi hermano necesita palacios y lujo y ostentación? No, hija mía. Mi hermano, como discípulo de Jesucristo, es humilde. Si esta casa fuera una choza, no sería menos digna de albergarle. Ofrezcámosle corazones puros, ardiente fe y admiración profunda de   —22→   sus grandes virtudes; regocijémonos al calor de su compañía para ver de imitarle; apropiémonos parte de los inmensos tesoros de su corazón, lleno de Dios, y no nos cuidemos de lo demás...

-Eso es lo primero; pero también...

-Pobre o resplandeciente de riqueza, la capilla será siempre un recinto sagrado, pues mi hermano ha celebrado ya y celebrará de nuevo en ella cuando los albañiles compongan el techo que se ha caído. Si los ratones se atrevieron con los pies de San Juan, fue porque esos infelices, también criados por Dios, no encontraron bocado más exquisito con que regalarse. Ni la imagen dejará por eso de ser imagen de un bienaventurado, ni este dejará de interceder por nosotros, aunque no llamemos al industrioso Caifás para que remiende el retrato. Hija mía: que tu alma no atienda tanto a la superficie de las cosas; que se eleve a las alturas de lo que no ven los sentidos; que no se inquiete tanto de los asuntos que la encadenarán demasiado a lo terrestre, es lo que ardientemente deseo... Y sobre todo ese apasionamiento tuyo por cualquier insignificante suceso de un día, no me hace gracia.

Apenas pronunciada la última palabra de este discursillo, oyose un estallido lejano en   —23→   los aires, luego otro y otro, como si los ángeles estuvieran cascando nueces en el cielo.

-¡Ya... ya...! -gritó Gloria poniendo toda su alma en los ojos.

-Ya está ahí mi hermano -dijo Lantigua con calma acercándose a la ventana-. Bien venido sea.



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ArribaAbajo- IV -

El Sr. de Lantigua. Sus ideas


D. Juan Crisóstomo de Lantigua nació de padres honrados en la misma villa donde acabamos de conocerle, ya gastado por la edad y consumido por el trabajo. La riqueza que desde 1860 poseía, así como la moderna casa y el bienestar tranquilo que disfrutaba, provenían de un tío suyo que volvió de Mazatlán (Méjico) con regular carga de pesos duros, la cual al poco tiempo soltó de sus hombros, juntamente con la de la vida, muriendo casi en el primer día de descanso. Su fortuna, que era de las más bonitas, pasó a los cuatro sobrinos, D. Ángel, a la sazón capellán de Reyes Nuevos, D. Juan, abogado de mucha fama, y los más jóvenes D. Buenaventura y Serafinita Lantigua. No entrando para menos en nuestros fines estos dos últimos, les dejamos a un lado,   —25→   concretándonos a los dos primeros y por ahora exclusivamente a D. Juan de Lantigua.

Había recibido este de Dios naturaleza apasionada y ardiente; imaginación viva, que se inclinaba a las cosas contemplativas; inteligencia elevada, si bien un tanto paradójica; sentimientos enérgicos, que impulsaban su alma a extremos de exageración, lo mismo en los afectos que en las ideas. Sus primeros trabajos en la abogacía fueron de no poco provecho y brillo, y más tarde, cuando la herencia del tío le aseguró cómodo bienestar, no abandonó completamente el foro. Renunciar a las controversias, hubiera sido en él renunciar a la vida.

Devorado por insaciable afán de estudio, mezcló con la jurisprudencia la teología y la historia y la ciencia política. Dedicose con predilección a entresacar de los escritores místicos y políticos del Siglo de oro en España, cuanto pudiera hallar de eternamente verdadero, y por consiguiente, aplicable a la gobernación de los pueblos en todos los tiempos. Pero su entendimiento, a causa de entusiasmos juveniles y por prejuicios formados no se sabe cómo, estaba tercamente aferrado a ciertas ideas; así es que no pudo, aun intentándolo de buena fe, juzgar con imparcial serenidad ni la   —26→   historia ni las obras de los que por tantos siglos han disputado sobre los medios de hacer a la humanidad menos desgraciada.

Su inclinación contemplativa le llevó a considerar la fe religiosa, no sólo como gobernadora y maestra del individuo en su conciencia, sino como un instrumento oficial y reglamentado que debía dirigir externamente todas las cosas humanas. Dio todo a la autoridad y nada o muy poco a la libertad. Pocos años después de haberse metido en el golfo de estas lecturas y en el torbellino de estos pensamientos, D. Juan de Lantigua salió fuerte en erudición y en silogismo; desafió con imponente orgullo la turba de frívolos y descreídos; brindole la política con una tribuna, y subido en ella, la nube que había condensado en sí tanta pasión y tanto saber tronó y relampagueó contra el siglo. La elocuencia del nuevo Isaías era arrebatadora.

Sus enemigos, (pues ya se comprende que los tuvo encarnizadísimos) decían: «Lantigua es el abogado de los curas y de los obispos, hace su agosto con las causas de sus espolios, de capellanías colativas, de disciplina eclesiástica. Justo es que adule y sirva a los que le dan». Estas groserías, comunes en la época presente, hacían sonreír al Sr. D. Juan. Nunca se   —27→   ocupó de defenderse de este cargo, porque, según afirmaba, es preciso no quitar a los tontos el derecho de decir tonterías.

Como hombre de convicciones inquebrantables y profundas, honradísimo caballero en su trato social y de intachables costumbres, le estimaban todos. En la vida práctica, Lantigua transigía benignamente con los hombres de ideas más contrarias a las suyas, y aun se le conocieron amigos íntimos a los cuales amó mucho, pero sin poderlos convencer nunca. En la vida de las ideas era donde estaba su intransigencia y aquella estabilidad de roca jamás conmovida de su asiento por nada ni por nadie. Las tempestades de la revolución del 48, de la república romana, de la formación de la unidad de Italia, de la caída del imperio austriaco, de la humillación del francés, de la destrucción del poder temporal del Papa, de la formación del Alemania, Minerva parida por el cerebro de Bismarck, y otras menos trascendentales y que localizadas en nuestra patria no fueron más que lloviznas menudas en el cielo de Europa, no produjeron en el ánimo de aquel varón insigne otro efecto que el de cimentar más y más su creencia de que la humanidad pervertida y desapoderada merece un camisón de fuerza.

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Estos hechos y otras recientes desgracias ocurridas en el suelo patrio llevaron a Lantigua a un estado de irritación lamentable que dio a sus escritos y a sus discursos lúgubre y desapacible tono. Profetizó el vilipendio del próximo siglo, la confusión de las lenguas y tras la confusión la dispersión y tras la dispersión la esclavitud, hasta que una nueva florescencia de la fe católica en los corazones fecundados por la desgracia reorganizase a los pueblos, congregándolos bajo el manto tutelar de la Iglesia. Según él, las decantadas leyes del humano progreso conducen a Nabucodonosor. Antes muriera Lantigua que ceder en esto. Y en realidad ¿cómo había de ceder? Los que han reducido todas sus ideas a esta fórmula abrumadora o Barrabás o Jesús, necesitan dejarse llevar hasta las últimas extremidades, porque la menor flaqueza equivale en ellos a pasarse a Barrabás.



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ArribaAbajo- V -

Cómo educó a su hija


D. Juan de Lantigua no había presidido personalmente a la educación de su única hija. Además de que sus ocupaciones en el foro y en la tribuna le dejaban poco vagar para consagrarse a ello, creía que con encerrar a su hija en un colegio bastaba. Lo importante era que en el colegio reinasen buenos principios. Advirtamos que enviudó D. Juan a los catorce años de casado. Su digna esposa le dejó a Gloria de doce años y a dos pequeñitos que volaron al cielo, desde Ficóbriga, cuando apenas habían aprendido a andar por la tierra.

Gloria, después de residir algunos años en un colegio, a que daba nombre una de las advocaciones más piadosas de la Virgen María, volvió a su casa en completa posesión del catecismo, dueña de la historia sagrada y de parte de la profana, con muchas aunque confusas nociones   —30→   de geografía, astronomía y física, mascullando el francés, sin saber el español, y con medianas conquistas en los dominios del arte de la aguja. Se sabía de memoria sin omitir sílaba ni aun letra los deberes del hombre, y era regular maestra en tocar el piano, hallándose capaz de poner las manos en cualquiera de esas horribles fantasías que son encanto de las niñas tocadoras y terror de los oídos y baldón del arte musical.

Lantigua la oyó recitar trozos de historia sagrada y no pareció satisfecho.

-En estos colegios del día -dijo-, preparan el entendimiento de los niños para las ideas como los dedos para las teclas. El pensar es tocar, reproduciendo con el órgano de la palabra la música del padre Astete.

Un día, como Gloria, viéndole sumergido en hondos comentarios sobre la unidad religiosa impuesta a los Estados después de la unidad política, le dijese que en su sentir los reyes de España habían hecho mal en arrojar del país a los judíos y a los moros, Lantigua abrió mucho los ojos, y después de contemplarla en silencio mientras duró el breve paroxismo de su asombro, le dijo:

-Eso es saber más de la cuenta. ¿Qué entiendes tú de eso? Vete a tocar el piano.

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Gloria corrió como un pájaro alegre que siente en su alma el ansia de los trinos, y posándose en la banqueta, y dejando correr sus manos por el teclado, se puso a tocar algo que sonaba a zarzuela. Lantigua no entendía una palabra de música. Había oído hablar de Mozart y de Offembach, y para él todos eran lo mismo, es decir, unos holgazanes. Pero su espíritu elevado y su sensibilidad exquisita le hacían conocer instintivamente diferencias profundas entre las distintas clases de música que había oído. En general, todo cuanto tocaba Gloria le parecía horrible.

-No sé qué diera, hija mía -le decía-, por oírte tocar otra cosa que esa música de organillo de las calles. No me digas que así es toda la música, porque yo he oído en alguna parte, no sé si en la iglesia o en el teatro, graves y patéticas composiciones, que penetrando más allá de la superficie sensual, conmueven el ánimo y nos sumergen en dulce meditación. ¿No sabes algo de eso?

Gloria repasaba todo su repertorio de fantasía, nocturnos, flores de salón y auroras del pianista, sin poder encontrar lo grave y patético que el alto espíritu de su padre pedía. En honor de la verdad que es antes que todo, aun antes que el prestigio y las gracias de la linda   —32→   niña, debo decir que Gloria aporreaba el piano de un modo lamentable, cual si las teclas, convictas y confesas de algún espantable crimen, merecieran ser azotadas todos los días por espacio de tres horas.

-Basta ya de monsergas, hijita -le decía D. Juan-, coge un libro y ponte a leer.

Gloria volaba a la biblioteca de su padre; miraba a todos lados; hojeaba un libro y con desdén lo volvía a poner en su sitio. Cogía otro, leía algunas páginas, mas pronto se cansaba.

-¿Qué buscas?... ¿novelas? -decía D. Juan entrando tras ella y sorprendiéndola en el escrutinio-. Algo de eso tengo también... Aguarda.

-Ivanhoe -decía Gloria, leyendo un título.

-Esa es buena; pero déjala por ahora... Aquí han entrado pocas novelas. De la basura que diariamente han producido en cuarenta años Francia y España, no hallarás una sola página... De lo bueno hay algo, poco... Me parece que en algún rincón encontraremos a Chateaubriand, a Gulliver, a Bernardino de Saint-Pierre y antes que a ninguno, a mi idolatrado Manzoni.

Pero al poco tiempo D. Juan prohibió a su hija la lectura de novelas, porque aun siendo   —33→   buenas, decía, enardecen la imaginación, encienden deseos y afanes en el limpio corazón de las muchachas, extravían su juicio y les hacen ver cosas y personas con falso y peligroso color poético.

En cambio si Gloria no leía para sí, leía para su padre. D. Juan, con mucha fatiga del estudio, y con el continuo hervir de su cerebro y las largas vigilias y aquel afán constante en que su viva pasión política le tenía, iba perdiendo la vista. Llegó a no poder leer de noche; mas como a todo trance necesitase tener a mano textos de Quevedo, Navarrete y Saavedra Fajardo para ilustrar la obra que a la sazón escribía, instituyó a su hija en lectora. D. Juan se ocupó algún tiempo en comentar los discursos ascéticos y filosóficos de Quevedo, porque aquel genio colosal de las burlas descansaba de su gigantesco reír con seriedades taciturnas.

Gloria leyó en alta voz la Vida de San Pablo Apóstol, La Cuna y la sepultura y Las cuatro pestes del mundo. Después se engolfó en la Política de Dios y Gobierno de Cristo, y como el sabio colector tuvo el buen acuerdo de poner en el mismo tomo en que se halla el mencionado escrito, la incomparable historia del Buscón, Gloria, cuando su padre mandaba suspender   —34→   la lectura para escribir, doblaba bonitamente algunos centenares de hojas, y tapándose la boca para que no estallase la risa que a borbotones pugnaba por salir, se deleitaba con las travesuras del gran Pablos.

En otras ocasiones, como D. Juan no pusiese reparos a los libros clásicos españoles del gran siglo, Gloria se apoderó de varios tomos, y leyó la Virtud al uso y mística a la moda, de D. Fulgencio Afán de Ribera. Casi, casi estuvo a punto de engolfarse en La pícara Justina; pero Lantigua al fin puso mano en ello, permitiéndole sólo Guzmán de Alfarache. Desgraciadamente en el mismo tomo estaba La Celestina.



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ArribaAbajo- VI -

Cómo se explicaba la niña


Sin más norte que su buen juicio y libre de preocupaciones, Gloria conversando un día con su padre sobre el viejo asunto de las novelas cuya lectura debe permitirse o vedarse a la juventud, dijo que la literatura picaresca de que tanto se envanece España por sus riquezas de estilo, le parecía una literatura deplorable, inmoral, irreverente y en suma anti-religiosa, porque en ella se hace la apología de las malas costumbres, de la holgazanería ingeniosa y truhanesca, de todas las malas artes y travesuras groseras que degradan a un pueblo. Concluyó por afirmar con una osadía verdaderamente escandalosa, que las gracias de aquellos perdidos, héroes de tales novelas, si al principio le causaron agrado, bien pronto le dieron repugnancia y tedio; y que tales gracias, comúnmente   —36→   obscenas y sin delicadeza, habían encanallado la lengua.

Si hemos de creer a testigos presenciales cuya veracidad no debe ponerse en duda, Gloria mutatis mutandi dijo también que al penetrar con ánimo valeroso en el laberinto de desvergüenzas, engaños, groserías y envilecimiento que con tanta gracia pinta la literatura picaresca, no podía menos de considerar a la sociedad del siglo XVII como una sociedad artista en la imaginación, pero caduca en la conciencia; y que comprendía el decaimiento de la raza española, que a la sazón no conservaba más virtud que un heroísmo ciego, virtud no suficiente a suplir la falta de un sentido moral puro y de una religiosidad sencilla y desnuda de superstición.

Cuentan que D. Juan de Lantigua, cuando esto oyó, estuvo largo rato perplejo y confuso, no tanto por lo peregrino de tales conceptos, sino por el desenfado con que su hija los manifestaba. Sucedió a la confusión cierto terror ocasionado por la precocísima aptitud que mostraba Gloria para el sofisma y la paradoja; mas notando en ella un entendimiento de mucho brío aunque extraviado, consideró lo mejor llevarlo dulcemente por el buen camino. Con tales ideas y propósitos, ordenó a su   —37→   hija que se diese una buena hartada de comedias de Calderón, acompañándola con lecturas diarias de los místicos, poetas y prosadores religiosos, para que variasen sus ideas radicalmente respecto a la sociedad española del glorioso siglo.

En efecto, hizo la señorita todo lo que su padre le mandaba, y a vuelta de algunas semanas le manifestó que en efecto sus ideas habían cambiado un poco, aunque no radicalmente. Usando términos comunes que me veo obligado a variar, para expresarlo propia y claramente, aseguró que en la sociedad de aquellos tiempos encontraba además de lo indicado antes, una inclinación demasiado ardiente al idealismo, la cual si bien producía maravillosos efectos en la poesía y en las artes, era tal que sacaba a la sociedad fuera de su asiento. Le repugnaban los perdidos, los rufianes, las busconas, los estudiantes, los militares, los escribanos, los oidores, los médicos, las terceras, los maridos y las mujeres de las novelas picarescas; pero todos estos tipos tenían innegable sello de verdad. Como una protesta contra tal linaje de gentuza, los galanes y damas, los caballerosos padres y los hidalgos campesinos de los dramas querían establecer con sus nobles ideas y estupendas acciones,   —38→   el imperio de lo bueno y de lo justo; pero a juicio de Gloria, había en el hermosísimo semblante de aquellas figuras sin par la expresión melancólica de quien ha estado durante cien años empeñado en un objeto sin conseguirlo.

Como Lantigua se riese de tan evidente despropósito, Gloria afirmó (empleando por supuesto frases comunes), que aquel ideal del honor y del amor no era la mejor ni más sólida piedra para asentar el edificio moral de una sociedad. Luego se ocupó de los místicos, reconociendo en ellos falta de equiponderación entre la fantasía y el discernimiento, y afirmando que su literatura, en ocasiones muy bella, no podría servir nunca de guía al común de las gentes, por ser de pocos comprendida.

Resumió sus ideas sobre este punto diciendo que no podía tolerar que se tratase de religión sin sencillez suma, por lo cual ponía por encima de todos los tratados y disertaciones místicas el Catecismo de las escuelas, que, hablando como Jesucristo, lo decía todo. Parece que al llegar a este punto D. Juan de Lantigua hizo, no sin burlarse de su hija, algunas observaciones sobre la profunda filosofía y estudio de la divinidad y del hombre que en tales obras se encierra, y vierais aquí a la pícara Gloria sosteniendo que la sociedad modelo, según las   —39→   ideas de su padre, había alambicado y desvirtuado un poco la idea religiosa, dejándose seducir demasiado por los símbolos que la misma idea religiosa emplea como órganos eficaces y al mismo tiempo como culto tributado por la verdad a la belleza eterna.

-Esas novelas de truhanes y desalmados -dijo Gloria para terminar-, esas comedias de caballeros galanes y discretos, aunque no siempre intachables bajo el punto de vista de la moral cristiana, esas disertaciones donde mi espíritu se pierde sin poder seguir el hilo sutilísimo del enrevesado discurso, bastan a darme idea de la gente para quien tales cosas, por lo común admirables, se escribían. Veo las conciencias muy anchas y gran tolerancia para mucha parte de los vicios que degradan al hombre en todas las épocas. No dudo que existiesen caracteres generosos, los cuales creyeran cumplir su misión y dar vuelo a los nobles impulsos de su alma, elevando por cima de la general torpeza, como enseñas sagradas, el ideal del honor y la fe religiosa. Pero el pueblo, a quien no habían enseñado a discernir y que vegetaba comido de vicios, incapaz para el trabajo, y soñando con guerras que traían el pillaje o conquistas que dieran fácil fortuna, no tenía más que sentidos. No ponía atención   —40→   a nada, ni aún al sublime misterio de la Eucaristía, si no se lo presentaban en forma de comedia.

«Por un lado se me presenta una realidad baja y común, compuesta de endémica miseria, en cuyo seno haraposo y vacío se agitaba la gran masa de la Nación pidiendo destinos al rey, y a los nobles las sobras de sus mesas, y a los frailes el bodrio, y a la política nuevas tierras que expoliar. Por otro no veo más que hombres bien alimentados, a quienes deslumbra un ideal de gloria y una dominación del mundo, que cual sombra vana se desvanece al fin, dejándolos con la mano puesta en las mechas de sus arcabuces para matar pájaros. -En el arte, veo también dos términos: los poetas que cantan el amor y el honor, y los místicos y poetas de claustro, que pasan sus días buscando fórmulas nuevas para hacer comprender al pueblo los dogmas sagrados. De estas dos musas, una sublima el amor humano y otra el divino, pero empleando iguales formas poéticas, iguales símiles, hasta iguales versos, sin duda porque lenguas de la tierra han sido hechas para lo humano y humanamente lo dicen todo.

»Los poetas, los grandes guerreros, los frailes, los teólogos, los hombres de inteligencia cultivada entrevén una sociedad mejor, vislumbran   —41→   un mundo moral superior a aquel en que viven y se agitan los pedigüeños desnudos, los holgazanes pícaros y demás gente menuda. Luchan unos contra otros. La cosa no va bien; pero no se sabe cómo puede enmendarse. Los unos piden pan, destinos, bienestar material, y no hallando quien se lo dé, roban lo que pueden; los otros piden gloria, amor exaltado, profunda fe, religiosidad, caballerosidad, justicia perfecta, bondad perfecta, belleza perfecta, y jamás pueden entenderse. De estas dos voluntades que aparecen una frente a otra en aquella sociedad calenturienta, se apodera Cervantes y escribe el libro más admirable que ha producido España y los siglos todos. Basta leer este libro para comprender que la sociedad que lo inspiró no podía llegar nunca a encontrar una base firme en que asentar su edificio moral y político. ¿Por qué? Porque Don Quijote y Sancho Panza no llegaron a reconciliarse nunca».

Parece indudable por los datos confusos que han llegado a mis noticias, que cuando Gloria expuso a su manera las ideas del párrafo anterior, estaban en compañía de su padre obra de cuatro o seis personajes graves, que no podían con la fama de sabios, tales era el peso y grandor de ella. Alabando el agudo ingenio paradójico de la muchacha, se rieron mucho de   —42→   sus donaires, y celebraron sus originales ocurrencias, mezclando hábilmente a veces la crítica con la galantería; y como alguno, más curioso que los demás, manifestase deseos de conocer en qué consistía la reconciliación entre Don Quijote y Sancho Panza, Gloria, un poco confusa por el dudoso éxito de su osada tesis, se expresó así:

-Ustedes que son tan sabios no habrán dejado de observar que si Don Quijote hubiera aprendido con Sancho a ver las cosas con su verdadera figura y color natural, quizás habría podido realizar parte de los pensamientos sublimes que llenaban su grande espíritu; así como si el escudero... pero no digo más, porque se ríen ustedes de mí. Ya sé que esto que hablo es algo extraño, quizás disparatado y hasta ridículo, por lo muy contrario a la verdad, que sólo ustedes pueden conocer; pero si es así, ténganlo por no dicho o por pura broma mía.

Más tarde, cuando los sabios privaron a la casa de su presencia majestuosa, D. Juan de Lantigua, a quien las desatinadas opiniones de su hija habían puesto algo malhumorado, encerrose con ella y la reprendió afablemente, ordenándole que en lo sucesivo interpretase con más rectitud la historia y la literatura. Afirmó   —43→   que el entendimiento de una mujer era incapaz de apreciar asunto tan grande, para cuyo conocimiento no bastaban laboriosas lecturas, ni aun en hombres juiciosos y amaestrados en la crítica. Díjole también que cuanto se ha escrito por varones insignes sobre diversos puntos de religión, de política y de historia, forma como un código respetable ante el cual es preciso bajar la cabeza, y concluyó con una repetición burlesca de los disparates y abominaciones que Gloria había dicho, y que evidentemente la conducirían, no poniendo freno en ello, al extravío de la razón, a la herejía y tal vez a la inmoralidad.

Retirose Gloria muy apurada a su alcoba, pues era hora de dormir, y a solas meditó largo rato, llegando por fin ¡tal era el prestigio de su padre sobre ella! a un convencimiento profundísimo de que había pensado mil tonterías, despropósitos y barbaridades abominables. Pero deseosa de absolverse, echó toda la culpa a los libros, e hizo voto de no volver a leer cosa alguna escrita o impresa, como no fuera el libro de misa y las cuentas de la casa y las cartas de sus tíos. Arrodillándose para orar, según su piadosa costumbre, dijo:

-¡Gracias, Dios mío, por haberme revelado a tiempo que soy tonta!

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Acostándose discurrió que le iba a ser muy difícil dejar de pensar toda suerte de extrañas y endemoniadas cosas, porque aquella facultad suya de discernir era como una monstruosidad fecunda que llevaba dentro de sí y que a todas horas estaba procreando ideas. Pronto pudo observar que si bien los libros estimulaban en ella aquel surgir constante de pensamientos varios y jamás ideados de otro alguno, el fenómeno no cesaba por completo renunciando a las lecturas. Esto la puso en cuidado.

-Pues si no puedo menos de pensar -dijo-, al menos callaré.

Pero la verdad es que, aun sin manifestarse por medio del discurso, sus facultades estaban siempre en febril ejercicio, y a su observación no escapaba cosa alguna. Durante largo tiempo, su padre no cambió con ella ni una sola palabra relativa a ningún alto asunto. Ella asistía al culto religioso con devoción minuciosa y con regocijo, y en lo demás mostraba afición a las cosas nimias de todos los órdenes, detallando hasta un extremo pueril todos los actos de la vida. Tenía cortadas las alas. Así la hemos hallado.

Pero en sus horas de soledad, en sus arrobamientos y en los crepúsculos que preceden o siguen al sueño y en los cuales la percepción   —45→   interna suele ser más viva, Gloria sentía hondas voces dentro de sí, como si un demonio se metiese en su cerebro y gritase:

-Tu entendimiento es superior... los ojos de tu alma abarcan todo. Ábrelos y mira... levántate y piensa.

Cuando leía, cuando daba su opinión sobre los pícaros y sobre la sociedad del gran siglo, Gloria tenía diez y seis años.



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ArribaAbajo- VII -

Los amores de Gloria


Pero en los días en que esta historia empieza tenía ya diez y ocho.

Aún no se le habían conocido amores, ni noviazgos, ni inclinación a ningún mozalbete, ni señales de que hubiese entregado parte mínima de su corazón a hombre nacido. Y don Juan no la tenía sometida a inquisitorial vigilancia, ni le prohibía que fuese al teatro, al paseo y a las tertulias en compañía de sus primas. El atareado padre descansaba tranquilo fiando en la rectitud exquisita y honestidad perfecta de su cuñada D.ª María del Rosario.

Pero si la juventud masculina que Gloria reconocía no despertaba en ella ni aun mediano interés, no por eso su corazón dormía. Había perdido a su madre a los doce años de edad. Quedáronle dos hermanitos, el uno de tres   —47→   años, y el otro de quince meses, con los cuales hizo el papel de madre, hasta que ambos murieron, con intervalo de pocos días. Ella misma, después de cuidarles en su enfermedad con extremado celo, les había cerrado los ojos, les había vestido, les había puesto flores en las sienes y en las manos, y al fin había cerrado la caja, cuando Caifás se los llevó al camposanto de Ficóbriga. Las dos inocentes criaturas ocuparon siempre lugar muy grande en el corazón de su hermana, y esta no pasaba sin derramar lágrimas por el rústico cementerio de la villa, donde aquellos habían dejado su mortal vestidura.

Además el corazón de Gloria estaba lleno de un amor inefable y celestial inspirado por su tío D. Ángel, obispo de ***. Le consideraba como un santo bajado de los altares, o mejor dicho, del cielo, para departir con ella, darle buenos consejos y vivir bajo su mismo techo y comer de su mismo pan.

Gobernaba aquel santo varón una diócesis de Andalucía, y muy rara vez venía a Madrid; pero últimamente sus achaques le obligaron a buscar alivio en el país natal, y solía pasar algunos meses de verano en Ficóbriga en compañía de su hermano y sobrina. No era su primer visita aquella reciente en que le hemos visto   —48→   llegar, anunciado por los cohetes. Dos años antes había estado también.

La afición pura y entrañable de Gloria a su tío pertenecía al orden de sentimientos que consigna en su primer artículo el Decálogo. Le amaba como a una representación de Dios en la tierra. Recordaba que en una grave enfermedad que ella padeciera en la niñez, su tío había venido de la diócesis para verla; recordaba haber sentido al verle alegría tan viva, que cuerpo y alma se reanimaron con ardor desconocido. Figurósele que una mano celestial la sacaba del negro abismo en que iba sumergiéndose. Ya convaleciente, se le permitía jugar en el cuarto, mas no salir de él.

El Obispo, dejando a un lado su breviario, tomaba asiento junto a la mesa donde Gloria tenía un completo ajuar diminuto de casa, con preciosos mueblecitos, vajilla de comedor y cocina y dos docenas de damas y galanes de alta categoría, de las cuales unas estaban en visita y otras recibían. Su Ilustrísima discutía largamente con Gloria sobre la colocación que debía darse a las sillas y sofás, y ambos se pasaban las horas muertas con las imaginarias visitas y los cumplidos y saludos de las mudas personas de cartón. Llegada la hora de la comida para los habitantes de encima de la   —49→   mesa, y el patriarca por un lado y la chiquilla por otro, parecían la gente más atareada del mundo, limpiando cacerolas del tamaño de dedales, espumando cazuelas en cuyo seno unos pedacitos de pan hacían las veces de pavos y gallinas, y soplando hornillos sin lumbre.

«Que ponga usted bien esos manteles, tío...». «Allá voy, hijita, y no seas tan viva de genio...». «¿Qué tal? ¿está ya frita la merluza?...». «Divinamente; como que me están dando ganas de comérmela...». «Vaya, lave usted esos platos, mientras yo limpio los cuchillos, pronto...». «Pues manos a la obra...». «Todo está preparado; que entren las señoras...». «Pues allá van las señoras...». «Música, tío, música...». «Pues allá va la música... Ton, torontón...». Al coloquio de las dos voces igualmente infantiles aunque de distinto tono, sucedía entonces musical murmullo al modo de himno de Riego o marcha real acompañada de golpecitos sobre la mesa, dados con las patitas de palo de una muñeca.

En aquellos solitarios diálogos dentro de una estancia donde ningún extraño podía penetrar, no se oía nada teológico; pero a veces caían boca arriba las figurillas: olvidábase todo, cacerolas, visitas, cocina, sofás, ceremonias;   —50→   Gloria fijaba sus ojos en el placentero semblante de su tío; preguntábale cómo era el Cielo, y entonces el ángel y el santo empezaban a hablar de ello con tanto fervor como los desterrados hablan de la patria.

Más tarde, años adelante, cuando Gloria disputando con su padre comenzaba a dar las muestras de precocidad que hemos expuesto, D. Ángel se reía de tan buena gana que era cosa de seguir disparatando para gozar de su alegría. El obispo se cercioraba frecuentemente (y esto con la mayor seriedad) de la ortodoxia de su sobrina, y en punto tan delicado jamás tuvo ocasión de censura, antes al contrario, de grandes alabanzas y de que el inmenso amor que le tenía se aumentase.

Aquí punto.



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ArribaAbajo- VIII -

Un pretendiente


Estalló como he dicho el cohete en los aires, y casi en el mismo instante resonaron las campanas de la Abadía, mezclándose el agudo son de la esquila con la hueca salmodia del fabordón para anunciar a los habitantes de Ficóbriga el feliz suceso. Salieron todos a la calle; abandonaron la playa marineros y calafates; de los campos acudieron labriegos y pastores; afluyó de todas partes enjambre de chiquillos; todos los funcionarios municipales aparecieron de gran etiqueta, y ninguna persona quedó en su casa. La cariñosa manifestación provenía de que los Lantiguas eran muy queridos en la localidad, especialmente el don Ángel.

De todas las personas importantes que salieron al encuentro de Su Ilustrísima, el más   —52→   apresurado fue D. Silvestre Romero, cura de la villa. Siguiole correteando, según se lo permitían sus piernecitas, el llamado D. Juan Amarillo, varón rico y pálido, que no llevaba tal apellido por ser, como era, el usurero de la comarca, sino porque lo heredó de sus dignos padres. Fue también el boticario, industrial ingeniosísimo que iba en camino de ser rico, y no se quedó atrás, sino que fue de los primeros en correr al camino, abrochándose el recién puesto y de antiguo raído pantalón, D. Bartolomé Barrabás, el liberalote del país, ex-dómine con puntas de filósofo, hogaño maestro de escuela, con pespuntes de hombre político, y aun de orador y también de periodista. Siguiéronle varios indianos paso a paso, marchando con gravedad y compostura, porque hombres que habían pasado toda su vida trabajando no podían igualarse a los chicos de las calles ni a los holgazanes, como D. Bartolomé Barrabás. Iban acompañados de sus sombreros de pelo, para tan alta ocasión sacados de las sombrereras, y también de sus paraguas, que desafiaban a las nubes.

Cuando D. Ángel llegó a las primeras casas del pueblo, se bajó del coche para abrazar a su hermano y sobrina. Una exclamación inmensa, como el bramido del mar irritado, le saludó.   —53→   De entre aquel tumulto de entusiasmo saltaron al aire gorras y sombreros. Los paraguas de los indianos, cual aves majestuosas, desplegaron sus alas negras para recibir unas cuantas gotas que a la sazón caían. Abalanzose el gentío hacia Su Ilustrísima para besarle el anillo, y muy difícil le fue a D. Ángel llegar a la Abadía para orar breve rato. De la Abadía a la casa continuaron las apreturas, y fue preciso que la autoridad municipal, siempre vigilante en lo que al buen orden de los pueblos se refiere, interviniese para apartar a un lado y otro a la pegajosa muchedumbre.

Cuando el prelado entró en la casa quiso orar también un rato en la capillita de ella; pero le advirtió su hermano que estaba fuera de uso por su deterioro, y que los albañiles preparaban todo para repararla pronto. En la sala baja el prelado conversó un rato con las eminencias ficobrigenses que habían salido a recibirle.

En la casa había gran movimiento de personas que iban de aquí para allí, y subían y bajaban. Gloria se dirigía precipitadamente a la escalera para subir a dar ciertas órdenes, cuando encaró con un joven. Ambos sonrieron; ella, con sorpresa, él con alegría.

El señor obispo había traído consigo a tres   —54→   personas, dos del orden sacerdotal y un laico.

El laico era un joven como de treinta años muy cumplidos, delgado y rubio, de ojos oscuros acompañados de sutilísimas gafas de oro, cejas muy arqueadas como curva de puente antiguo, barba abundante y azafranada, fisonomía inteligente y porte caballeroso y hasta cierto punto elegante. Eran fáciles sus maneras y su habla un poco campanuda, como de quien gusta oírse y se ha oído mucho en estrados, en las Cortes o en las varias academias de mancebos aprovechados que hay en Madrid. Nada había en su persona de asacristanado o frailesco, como pudiera creerse el verle venir en compañía de clérigos.

Este personaje fue el que encaró con Gloria en el primer peldaño de la escalera, inmutándose un poco al verla.

-¡Cómo! ¿Usted por aquí, Rafael? ¿Ha venido usted con mi tío? -le preguntó la señorita, después del primer saludo.

-He venido con Su Ilustrísima; pero me quedé un poco atrás, porque nuestro coche se detuvo en la cuesta -repuso el mancebo estrechando la mano de la joven-. Ya sé que todos están buenos. El Sr. D. Juan hecho un mozalbete. Usted siempre tan linda...

-Yo creí que usted no saldría de Madrid.   —55→   Como ahora están las cosas tan enredadas por allá...

-Por allá y por aquí y por todos lados... No sé adónde irá a parar el mundo. Yo he venido a Ficóbriga para cierto asunto de elecciones y también para uno mío... Ya se lo dirá a usted D. Juan. He venido en el mismo tren que Su Ilustrísima, que después me ofreció su coche y hospitalidad en su casa. No la acepté por no molestar. Además tengo compromiso con mi íntimo amigo el señor cura para vivir con él unos días.

-Estará usted mucho tiempo por aquí, ¿no es verdad?

-Me estaría toda la vida -dijo el joven con evidentes señales de debilidad amorosa en su grave semblante, y arqueando las cejas de un modo excesivo, hasta ponerlas en mitad de la frente-. El mes pasado la vi a usted por última vez en casa de D.ª María del Rosario... ¡Qué pícara! ¡Dejarnos en tal soledad...! ¿Se acuerda usted de lo que hablamos allí la última noche de tertulia?

Gloria se echó a reír.

-Dos días después fui a casa de mi amiga. El pájaro había volado. Ficóbriga y siempre Ficóbriga. Aborrezco a este pueblo.

-¡Aborrece a este pueblo!

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-No, ahora no -respondió con viveza el de las gafas-. Es un paraíso este lugar. Por desgracia el asunto de las elecciones me entretendrá poco más de dos semanas... ¡Qué dulce es vivir aquí, tan cerca de usted, Gloria!... Parece un sueño, y sin embargo, es verdad!... Verla todos los días, a todas horas...

-El honor es para nosotros, Sr. del Horro. Pero dispénseme usted... Voy a mandar que bajen los azucarillos... ¡Francisca, pero Francisca...!



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ArribaAbajo- IX -

Recepción, discurso, presentación


El joven entró en la casa. Estaban allí además de los dos hermanos Lantigua, el doctor López Sedeño, secretario de Su Ilustrísima, el paje del mismo, D. Juan Amarillo, el cura y el alcalde de Ficóbriga, los tres indianos y don Bartolomé Barrabas, que a pesar de la firmeza de sus ideas republicanas, no vacilaba en tributar respetuoso homenaje a la principal gloria de Ficóbriga, aunque tal gloria estuviese representada en un príncipe de la Iglesia.

El cura de Ficóbriga, D. Silvestre Romero, que era un hombre proceroso, fornido, de fisonomía dura y sensual, como la de un emperador romano, pero muy simpático y francote, dio comienzo, no sin turbación, a un discurso que preparado llevaba, y del cual la historia, muy negligente en esto, apenas conserva algunos párrafos.

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-Todos los habitantes de esta humilde villa -dijo-, sienten el más vivo gozo al ver a Usía Ilustrísima en el seno de esta humilde villa, y esperan que la presencia de Usía Ilustrísima en esta humilde y honrada villa sea anuncio felicísimo de paz, origen de concordia y señal de bienes sin cuento...

Y más adelante, cuando se serenó un poco, y pudo con desembarazo echar fuera los pensamientos que traía almacenados en su mente, agregó esto:

-¡Benditos nosotros que vivimos ausentes de los escándalos que pasan allá donde la corrupción y la irreligiosidad tienen su asiento! Lo que llega a nuestros oídos nos hace estremecer. El Sr. D. Juan profetizó en aquel su célebre discurso los fuegos de Nínive, y los fuegos de Nínive que ya cayeron sobre Francia, caerán también sobre la católica España, y la abrasarán, y podrá decirse de ella: «Pereció su memoria con el sonido»: periit memoria ejus cum sonitu.

Y después:

-Antes se había entibiado la religiosidad; pero ahora se ha perdido por completo en la mayor parte de las personas, y las que aún saben dirigir sus almas al cielo, se ven perseguidas, amenazadas por la caterva brutal de filósofos y   —59→   revolucionarios. Los hombres que gobiernan al2 país predican públicamente el ateísmo, se burlan de los Santos Misterios, insultan a la Virgen María, denigran a Jesucristo, llaman bobos a los Santos, y mandan demoler las iglesias y profanar los altares. Los ministros del Señor hállanse hoy en la condición más precaria: se les trata peor que a los ladrones y asesinos: el culto sin decoro ni magnificencia a causa de la general pobreza de la Iglesia, entristece el ánimo. Los hombres no piensan más que en reunir dinero, en reñir los unos con los otros y en disputarse el gobierno de las naciones, que al dejar de ser guiadas por la política cristiana y único gobierno posible que es el de Cristo, marchan con paso ligero a su disolución y total ruina.

D. Silvestre no quitaba los ojos, mientras hablaba, de D. Juan de Lantigua, como preguntándole: «¿qué tal lo hago?». Pero el insigne jurisconsulto fue la única persona que no se mostró entusiasmada con el discurso del cura, sin duda por no creerlo ni nuevo ni oportuno; que todas las ocasiones no son propias para decir verdades. El doctor Sedeño, que era un poco enfático, dijo también algo coruscante sobre la ruindad de los tiempos; pero a pesar de su mérito no ha llegado el texto a nuestras manos.

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-Malos son los tiempos -dijo Su Ilustrísima, dirigiéndose principalmente al cura y a Barrabás que muy azorado no decía palabra-, pero Dios no abandonará a los suyos en medio de la tempestad que se acerca, y no faltará un arca para los que viven en él. Oremos sinceramente, señores; la oración es antídoto celeste contra la epidemia del pecado que por todas partes nos rodea; oremos por nosotros y por los que cierran sus oídos a la voz de Dios y sus ojos a la luz de la verdad. Fervor y piedad constantes en los que creen pueden atraer sobre la tierra especiales favores del cielo. Te, domine, custodies nos a generatione hac in aeternum. «Tú, Señor, nos salvarás y nos guardarás de esta generación para siempre».

Al llegar aquí, el prelado fijó sus ojos con expresión de gran benevolencia en el joven seglar que había traído consigo, y presentándole a sus amigos, hablo así:

-Aquí está nuestro heroico joven, nuestro valiente soldado. Señores y amigos míos, saluden al benemérito campeón de los buenos principios, de las creencias religiosas, de la Iglesia católica, y al perseguidor del filosofismo, del ateísmo, de las irreverencias revolucionarias. ¡Gloria a la juventud creyente, fervorosa, llena de fe y de amor al catolicismo!

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D. Rafael del Horro inclinándose con modestia, balbució algunas protestas sobre los méritos que le atribuían.

-Cuando la juventud -añadió el prelado-, se entrega a los vicios de la inteligencia y se corrompe con perniciosas lecturas, este joven aspira al honroso nombre de soldado de Cristo. La Iglesia pelea allí donde la provocan al combate. ¡Ah, señores! No es vana cortesanía lo que sale de mis labios, sino admiración por su valiente espíritu, por su animosa decisión en pro de la combatida Iglesia, por la constancia con que persigue, acosa y anonada la pícara francmasonería y el materialismo, por su elocuencia oratoria y su enérgico estilo literario, prendas todas que han sido armas poderosas de la causa de Dios en el período que acaba de pasar...

-¡Ah! -dijo D. Juan Amarillo haciendo al joven Horro un saludo pomposo-, ya sabemos que el señor es un gran orador y un gran periodista.

D. Silvestre Romero abrazó con efusión a Rafael del Horro. Eran antiguos amigotes, y en cierta ocasión, como el joven orador y publicista necesitase un buen corresponsal en Ficóbriga, brindose a desempeñar este cargo el cura, enviando unas cartas muy saladas que no dejaban nada que desear.

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Mientras duraron las felicitaciones, D. Bartolomé Barrabás, que era el demagogo de la localidad, no se atrevió a decir una palabra en pro de sus perversas doctrinas, y aunque el cura y Amarillo dejaron caer alguna punzante cuchufleta sobre la persona del filósofo de aldea, este no creyó prudente empuñar las bien afiladas armas de su dialéctica en aquella ocasión. El respeto a D. Ángel ponía una mordaza en sus labios. Y tan bien pagó el noble prelado esta prudencia, que como D. Silvestre aludiera claramente al demagogo, diciendo que también Ficóbriga estaba tocado de pestilencia, habló de este modo:

-No me toquen a D. Bartolomé, que espero convertirle, puesto que es bueno en su corazón, y estos desvaríos no perderán su alma, si llegamos a tiempo.

Barrabás se inclinó dando las gracias. Para decir algo, dijo:

-Y según la prensa, el Sr. D. Rafael del Horro viene a trabajar en las elecciones.

-Viene a trabajar y a triunfar -repuso con desenfado el cura-. No pasará ahora como la otra vez, cuando por nuestra negligencia y descuido se nos pusieron ustedes encima.

Y luego, amenazando a Barrabás con la derecha mano, añadió:

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-Ahora se dirá: Exurgat Deus et dissipentur inimici ejus, et fugiant... Sicut fluit cera a facie ignis, sic periant peccatores a facie Dei. «Levántese Dios y sean dispersos sus enemigos, y huyan... Como se derrite la cera delante del fuego, así perecerán los pecadores delante de Dios».

Repitiendo el gesto de amenaza, D. Bartolomé dijo riendo:

-Iremos a votar.

El demagogo no estaba en la lista de los convidados aquel día; pero D. Ángel le rogó que se quedase, lo que en extremo agradeció Barrabás. Al mismo tiempo D. Juan de Lantigua gritaba desde la puerta:

-Gloria, Gloria, hija mía; ¿pero no se come hoy en esta casa?



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ArribaAbajo- X -

D. Ángel de Lantigua, obispo de ***


El obispo parecía un niño grande. Su cara redonda, sonrosada y siempre risueña se destacaba entre la ampulosa envoltura episcopal y bajo el sombrero verde, respirando profundo gozo de espíritu, benevolencia, paz completa con la conciencia y relaciones perfectas con Dios. Era hombre que por natural impulso de su sano corazón se inclinaba a suponer lo bueno en todo. Sus estudios, su experiencia, su confesonario le enseñaban que había malvados en el mundo; pero siempre que hablaba con alguien, decía para sí: «¡Qué buena persona, qué excelente sujeto!».

Como una luz alumbra cuanto la rodea, así su corazón proyectaba las claridades de la bondad sobre los que se le acercaban. Era incapaz de tener un mal pensamiento acerca de individuos   —65→   conocidos, y cuando oía hablar de las picardías de algún desconocido, no omitía decir cualquier palabra en defensa del ausente.

Su inteligencia era quizás inferior a la de su egregio hermano D. Juan; pero le ganaba en verdadera piedad y en dulzura de sentimientos; y aunque tocante a materias dogmáticas profesaba la doctrina de la intolerancia en el verdadero sentido teológico, no en el vulgar de esta manoseada palabra, la viva compasión que sentía hacia los errores y deslices de la humanidad contemporánea parecía atenuar el rigor de sus ideas. Se ignora lo que D. Ángel habría hecho si hubiera tenido en el hueco de la mano la pecadora sociedad presente. En cuanto a D. Juan es seguro que la habría echado al fuego, quedándose después con la conciencia no sólo tranquila, sino satisfecha de haber realizado el bien.

En las prácticas religiosas era D. Ángel intachable. No se le podía tildar ni de flaqueza ni de exceso de celo. Jamás desmayó en sus deberes de católico: jamás se dejó llevar a extremos de sutilezas y enrevesados simbolismos. En sus ratos de vagar, recreaba el ánimo con piadosas lecturas, y aborrecía los periódicos de cualquier partido que fuesen. En Ficóbriga, como los médicos le ordenasen una vida tranquila y que   —66→   huyese de lecturas taciturnas y mentales trabajos, gustaba de pasear por el jardín, contemplando las muchas y bellas flores, y oyendo las explicaciones de su sobrina acerca del tiempo y condiciones con que cada una se criaba. Gustaba también de pasear por el pueblo hacia la mar, bajando casi siempre a la playa y al muelle, y deteniéndose infaliblemente a ver llegar las lanchas pescadoras, cuya vuelta al abrigo le producía inefable sensación de placer y asombro por la bondad infinita de Dios. Sus ojos las buscaban en el horizonte, las seguían por la superficie del mar, y cuando atracaban, tenía gozo especial en ver desembarcar la sardina, la merluza y el besugo. Siempre le causaba admiración que trajesen tantos peces, y decía a los marineros: «Creí que no quedaban más, después de lo que trajisteis ayer. ¡Bendito sea Dios que no deja morir a los pobres!».

Le agradaba la música, cualquiera que fuese, sin distinción de escuelas. No entendía de buena y mala música. Para él toda era buena, y siempre que Gloria tocaba algo al piano, oíala con placer, y aun con cierto respeto, porque aquel precipitado correr de los dedos sobre las teclas le parecía el colmo de las habilidades humanas. Pegábansele al oído aquellos ritmos y por las mañanas, cuando bajaba al jardín, después   —67→   de decir misa en la Abadía o en la capilla si estaba habilitada, solía tararear entre dientes algún cantorrio informe. Pero su principal gusto consistía en departir con su sobrina sobre cualquier materia sagrada o profana. Autorizábala complacientemente para decir cuanto se le antojase: le preguntaba mil cosas frívolas que de ningún modo podían interesarle y hacía comentarios sobre los diversos sucesos que ocurrían en Ficóbriga, pues también en Ficóbriga había sucesos.

Tenía en tanto aprecio a su secretario el doctor López Sedeño, que en ninguna cosa grave ponía mano Su Ilustrísima sin consultarle, por ser Sedeño teólogo eminente y gran sabedor de cánones; pero de algún tiempo acá se había dado el secretario con exceso a los negocios políticos, y leía con afán los periódicos y aun escribía no poco en ellos. Si al principio desagradó esto a D. Ángel, pronto se fue acostumbrando, y acabó por alabarlo, considerando que los tiempos exigían tomar las armas. No faltaron maliciosos que en las antesalas del palacio episcopal de *** murmuraron de la excesiva preponderancia del doctor Sedeño en los consejos de Su Ilustrísima, y hubo quien por mote llamó al leal servidor y amigo le petit Antonelli. Pero de estos detalles, que quizás fueron malignidades,   —68→   no nos ocuparemos nosotros. Otros decían que Sedeño era muy soberbio y aspiraba al episcopado de ***, cuando fuese trasladado D. Ángel, como se anunciaba, a la metropolitana de S. y recibiera el capelo. Nosotros no sabemos nada de esto y cerramos los oídos a los chismes de cabildo.

Sólo sabemos que D. Ángel era amado con delirio por sus diocesanos lo mismo que por sus compatriotas los de Ficóbriga; que su corazón estaba limpio de ambiciones; que si tomaba con calor la perversidad de los tiempos era sólo atendiendo a lo espiritual. Gran cariño tenía a Rafael del Horro, joven espada de la Iglesia, una especie de apóstol laico, defensor enérgico del catolicismo y de los derechos eclesiásticos en el Congreso. Sin embargo, cuando por el tren le habló el ardiente joven del negocio de la elección, Su Ilustrísima le dijo:

-Creo que mis paisanos le votarán a usted, porque son buenos católicos, y darán fuerza a los defensores de la Iglesia; pero no me pida usted que les hable de este negocio. Allá se las entienda con su amigo D. Silvestre, que es, según dicen, un águila para esto de elecciones, pues las que él ha dirigido dejaron fama en todo el país.

  —69→  

Este fue un punto en que ni el mismo doctor Sedeño, con ser le petit Antonelli, pudo hacer variar la inquebrantable resolución del señor obispo. Tampoco quiso este intervenir en otro asuntillo que traía a Ficóbriga Rafael del Horro, y lo encomendó por entero al cuidado de su hermano D. Juan, como se verá en el capítulo siguiente.



  —70→  

ArribaAbajo- XI -

Un asunto grave


Rafael del Horro vivía en la casa del cura, y todos los días, bien al almuerzo, bien a la comida, se personaba en casa de Lantigua, llevado del afán de hablar con Gloria. Una mañana antes de que el aguerrido campeón de Jesucristo pareciese por la casa, D. Ángel, que acababa de llegar con Gloria de la Abadía, donde había celebrado, dijo a esta:

-Tu padre está en el jardín y quiere hablarte; ve.

Gloria corrió al jardín, donde estaba don Juan en pie, con las manos a la espalda, inspeccionando los materiales que habían traído para componer la capilla. Fueron ambos a sentarse en un apartado y umbroso sitio que abrigaban corpulentas magnolias y otros árboles. Un sol tibio calentaba el jardín convocando   —71→   en el espeso verdor de este toda la república de pájaros vecinos que entraban y salían por diversas partes jugando y charlando. D. Juan miró con afectuosos ojos a su hija, y le habló así:

-Por lo mucho que te quiero voy a hablarte de un asunto que interesa mucho a tu porvenir y a tu felicidad. Si se tratara de una jovenzuela de esas que no poseen el buen juicio y la rectitud que a ti te distinguen, seguramente el camino que debía seguirse sería distinto; pero tú no eres como las demás, y yo tomo la senda más breve. Creo, hija mía, que ha llegado la ocasión de que te cases.

Gloria se quedó absorta; quiso hablar y no se le ocurrió nada digno de ser dicho en tan crítica ocasión y ante la majestad imponente de D. Juan, en quien veía entonces juntas las dos personas de su padre y su tío.

-Sí -prosiguió Lantigua-. Lo que en otra clase de personas es cuestión difícil, aquí es problema facilísimo, y puede resolverse con honra y contento de todos. Una joven que no ha entretenido su edad florida en noviazgos indecentes, ni con necios amoríos de balcón o de tertulia, es el tesoro más preciado de una honesta familia. Esa joven eres tú. Tu carácter bondadoso, dócil, tu educación cristiana y hábitos   —72→   humildes; tus pensamientos, que si alguna vez han sido soberbios, después se han sometido al yugo de la autoridad, me mueven a hablarte de este modo, seguro de que tus ideas se acordarán con las mías y tu sentir con mi sentir.

Gloria quiso de nuevo hablar algo, aunque fuera para dar su asentimiento; pero nada de lo que vino a su mente le pareció digno de la gravedad del caso, por cuya razón creyó prudente callarse.

-¡Qué seria te has puesto! -dijo el padre-; y también pálida. Así me gusta. Una muchacha casquivana y ligera habría sonreído y soltado por la boca mil torpes o fútiles palabras; pero tú comprendes que el asunto del que trato es grave, es una piadosa unión por toda la vida, un Sacramento instituido por Dios, el paso más difícil y más delicado de la existencia, y sólo la idea de avanzar el pie para darlo debe sumergir el ánimo de la mujer cristiana en hondas meditaciones...

Después de sonreír, prosiguió así:

-Sin duda sospechas quién es el hombre a quien tengo por el más a propósito para ser tu esposo. Hay un joven cuyo carácter, talentos no comunes y costumbres cristianas son una excepción entre todos los demás jóvenes de su   —73→   clase y de su edad, como lo eres tú entre las niñas de estos tiempos. Ese joven ¿necesito nombrarlo? es D. Rafael del Horro... En verdad que si ese mozo no descollase por sus virtudes tanto como por su talento, se habría dirigido a ti y te habría mareado la cabeza con boberías de novela, contrarias a la moral cristiana y que, aun cuando los fines sean buenos, dejan siempre germen de vicio y concupiscencia en el alma. Cuerdo, sensato, honesto, respetuoso contigo y con nosotros, se ha abstenido de demostraciones apasionadas. En Madrid y aquí mismo me ha confiado que siente hacia ti una afición purísima y santa, y que se considerará feliz si le das el nombre de esposo.

Gloria, más incapaz entonces que nunca de pronunciar una palabra, trazaba con la punta de la sombrilla rayas horizontales sobre el piso de arena.

-Si fuese preciso enumerarte los méritos de D. Rafael, hija mía -dijo D. Juan-, te diría que, entre todas las personas que conozco, no hay ninguna que más me cautive por la valentía de sus convicciones, por el entusiasmo con que ha consagrado su juventud a la defensa de una causa perseguida por los malos, por su honradez y laboriosidad y formalidad, prendas todas que no suelen ser adorno de los jóvenes,   —74→   sino de hombres sesudos y maduros, ya templados y hechos a la vida por el trabajar de los años.

Gloria, después de que trazó sobre la arena regular número de líneas horizontales paralelas, empezó a trazar otras verticales, que formaban enrejado con las primeras.

-En este último período Rafael ha conquistado la admiración y la gratitud de todos los que vivimos perseguidos. Su talento y su valor para luchar solo contra los energúmenos y los perseguidores de la Iglesia, me han recordado al gran Judas Macabeo, sólo que aquel trabajaba con la espada y este con la lengua y la pluma. ¡Qué admirables triunfos le debe la Iglesia en sus relaciones temporales! ¡qué gratitud eterna le deben los pobres eclesiásticos perseguidos, que no pueden ir a defenderse a los antros de herejía ni subir a la cátedra de las blasfemias! Pero como la verdad necesita órganos en todas las esferas, en la de estas mundanales luchas tiene la Iglesia buen número de piadosos seglares que la defienden, la amparan y son un valladar constante contra las amenazas de los impíos.

-¡Una caterva de pícaros! -dijo Gloria que encontrando al fin coyuntura a propósito para decir algo no quiso dejarla pasar.

  —75→  

-Tal vez en su conciencia no sean tan malos como dicen -indicó D. Juan-; pero ello es que Rafael les ha tratado bien... ¡Pobre joven! Cuando me reveló, respetuosamente por supuesto, la casta afición que le has inspirado, sentí mucho gozo. «Puesto que mi hija no ha de ser monja, dije, ya le encontramos el compañero de su vida...». No he querido contestarle nada hasta saber lo que piensas acerca de esto.

Gloria empezó a trazar rayas diagonales en el enrejado.

-Mis ideas en esto son, hija, que al matrimonio debe preceder una elección libre del corazón, previo el consejo de las personas mayores. Pero si admito el consejo y a veces la oposición a inconvenientes afectos de las niñas, rechazo la violencia y la imposición para realizar el gusto a veces equivocado de los padres. Esto suele ser causa de matrimonios desgraciados y pecadores. Si a pesar de las prendas rarísimas de Rafael, no sientes inclinación a darle tu mano, nada de hipocresías, nada de violencias. Si le has tratado poco y te es indiferente, como creo, un trato conveniente y decoroso te revelará los tesoros de su corazón bueno y recto. No confundas las arrebatadoras vehemencias de un día con el afecto tranquilo   —76→   y que ha de durar toda la vida, reflejo del amor puro y reposado que tenemos a Dios.

Gloria se ocupó en trazar en los cuatro costados del enrejado unos picos a manera de fleco. Después alzó los ojos de su complicada obra geométrica y fijándolos en su padre, dijo con timidez:

-Bien, papá, yo haré siempre lo que usted me mande.

-Si yo no te mando nada -dijo Lantigua con viveza-. Veo que no estás dispuesta a dar una contestación terminante y categórica. Eso es prueba de sensatez. Estas cosas deben pensarse...

-¡Eso es, pensarse! -exclamó Gloria asiéndose a la idea del pensar, como el náufrago a una tabla.

-Bien -dijo D. Juan levantándose-. Tómate todo el tiempo que quieras, y piensa, hija mía. Tienes entendimiento y corazón y piedad y fe cristiana suficientes para resolver esto convenientemente... ¿Quedamos en eso?

-Quedamos.

-Pero desearía que tu contestación no se retardase mucho.

-Contestaré pronto -dijo Gloria.

-Te doy tres días; vamos, cuatro. Esto me prueba, como he dicho antes, que no ha habido   —77→   noviazgo. ¿Rafael te ha hablado de esto?

-Un poco... pero así como broma. Yo siempre lo tomé como broma...

-Ya ves que es muy serio. Con que hijita, prepárate a responderme. Medítalo bien. Ni tu consentimiento ni tu negativa disminuirán el cariño que tu padre te tiene... Vaya, adiós. Me voy a trabajar. Te encargo, como siempre, que cuides de que no me hagan ruido.

-Descuide usted, papá.

D. Juan de Lantigua se metió en su cuarto, y como el buzo se arroja al mar, él se sumergió en el océano de sus libros. Hasta la hora de comer no debía tenerse noticia de su existencia.



  —78→  

ArribaAbajo- XII -

El otro


Lo propuesto por D. Juan dejó a Gloria en la mayor confusión. Aquel asunto realmente grave no podía presentarse a su espíritu sin ocuparlo al punto vivamente. Durante largo rato su meditación fue tan profunda, que el tiempo transcurría sin que ella lo advirtiese. Al fin dando un suspiro, y alzando la cabeza, como que volvió en su acuerdo. Advirtió gran soledad en el jardín, bastante caldeado por el sol que a mucha altura estaba ya. Cerradas todas las persianas de la casa, ningún ruido venía de ella; hasta los pájaros se habían callado, y sólo dos o tres cuchicheaban algún secreto o refunfuñaban alguna disputa en las últimas ramas de los plátanos.

Gloria se levantó, pues el ardiente vibrar de sus nervios la impulsaba a pensar marchando.

  —79→  

Complacida del silencio y soledad en que estaba, dejose ir hacia un escondido y ameno bosquecillo. Al ver el apresuramiento de su marcha y el afán con que, marchando hacia el oscuro sitio, miró a sus espesuras, cualquiera habría creído que allí la aguardaba alguna persona; pero no había nadie. El bosquecillo estaba enteramente solo. Después acercose a la verja, y por entre los huecos que dejaba a trechos el follaje de la madreselva miró hacia el camino con los ojos fijos y el semblante pálido: sus grandes pestañas aleteaban como mariposas negras, jugando en la luz. ¡Ah! Cualquiera que en tal actitud la hubiese visto y observase con cuánto interés exploraban sus ojos el camino, ya en dirección a la playa, ya en dirección a las montañas, habría creído que esperaba a alguno. Sin embargo, podemos jurarlo y lo juramos; por allí no pasaba, ni había pasado jamás nadie que interesase a su corazón.

Luego subió a su cuarto y se puso a trabajar en una obra de aguja. Seguía meditando; pero los sonidos más insignificantes la hacían volver súbitamente la cabeza. A veces el caer de una hoja, las pisadas del jardinero sobre la arena, el ruido de las huecas regaderas de latón al ser puestas vacías en el suelo, el surtidor   —80→   que caía en la pila llena de agua con pececillos encarnados, el arrullo de las palomas en lo alto del granero de la casa vieja, el silbar lejano de un vapor zarpando de la ría impresionaban su oído tan enérgicamente cual si voces amadas la llamaran y la nombraran en distintos puntos del espacio infinito. Y, sin embargo, será preciso repetirlo, nadie la llamaba desde el jardín ni desde los altos aires vacíos, ni desde los mares profundos, como no fuera una voz sólo por ella oída. Su corazón latía con fuerza y vivo compás. Sobre él se sentían pasos.

Intentaremos describir la situación de espíritu de la señorita de Lantigua. La razón no le decía nada en contra del proyecto de su padre, y reconocía fácilmente en Rafael todas las cualidades de un joven maduro, de un carácter honrado y bondadoso, de un atleta del catolicismo, de un trabajador incansable, de un apóstol seglar. Reconociendo esto, ella hacía esfuerzos para despertar en su pecho inclinación vehemente hacia aquel joven; pero aquí empezaba la dificultad, porque se interponía siempre entre ella y él una sombra intrusa que venía no sabemos de dónde.

Esto debiera conducirnos a la afirmación categórica de que la señorita de Lantigua había encontrado ya el elegido de su corazón;   —81→   pero una serie de indagaciones concienzudas con la cooperación de las personas más curiosas de Ficóbriga, demuestran lo contrario. Teresita la Monja esposa de D. Juan Amarillo, en cuya casa hay un ventanuco desde el cual se atisban con buen ojo el jardín y los patios y corredores de la casa de Lantigua, asegura que si Gloria tuviese algún novio del tamaño de una lenteja, o recibiese cartas, o hablase por el balcón, a ella no se le hubiere escapado. Lo mismo dicen las dos hijas de D. Bartolomé Barrabás, ambas muy instruidas en todas las historias del pueblo, amigas íntimas de Francisca Pedrezuela, criada principal de nuestros héroes.

Y sin embargo, el otro existía. ¿Dónde? ¿Quién era?

La señorita de Lantigua bajó más tarde sola al jardín después de la comida. Entonces, sin mover los labios, hablaba. Oigámosla:

-Es una locura -decía-, esto que tengo; es una locura pensar en lo que no existe, y desvanecerme y afanarme por una persona imaginaria... Fuera, fuera tonterías, ilusiones vagas, diálogos mudos. Aquí hay algo de enfermedad sin duda, y mi cabeza no puede estar buena. Vivo en gran error, sueño lo imposible, lo que no existe ni puede existir sobre la tierra. ¿En qué consiste, pues, que entre todos   —82→   los hombres que he visto y oído y conocido, ninguno se parece a este? Si mi padre y mi tío le conocieran, no harían tantos elogios de Rafael.

¿«Pero cómo le ha de conocer si no existe, si no está en ninguna parte, si no tiene cuerpo, ni vida, ni realidad?... ¡Loca, mil veces loca soy!... Déjame, , y no vuelvas más... Calla, , y no digas una palabra más, pues no te escucho. Eres una mentira, menos que una sombra, menos que un fantasma, menos que un rayo de sol; eres un pensamiento nada más. No sólo no existes, sino que no puedes existir, porque serías la perfección. Sal, pues, del jardín y no vuelvas más, ni me hables, ni me llames en el silencio de la noche, ni pases haciendo sonar con tus pisadas las hojas arrugadas y secas del otoño... Adiós, ; has sido conmigo cortés, fino, generoso, delicado, leal, apasionado sin impureza y cariñoso con un respeto sagrado hacia mí; pero te despido, porque mi padre me manda que quiera a ese D. Rafael, buena persona, excelente sujeto, apreciable joven, como él dice. Sin duda no puede haberlos mejores sobre la tierra, y el creer en ti, el pensar en ti es un disparate, como alzar la mano para coger una estrella.

»Cada cosa, en su lugar. El cielo tiene estrellas   —83→   y soles, la tierra hombres y gusanos... Vivimos abajo y no arriba. Mi padre me ha dicho varias veces que si no corto las alas al pensamiento voy a ser muy desgraciada... Vengan, pues, las tijeras. O se tiene voluntad o no se tiene... o se vive en la realidad o en el sueño. Señor y padre querido, tienes razón en llevarme por este camino; guiada por tan fiel mano, entraré gozosa en él y me casaré con tu soldado de Cristo».

Luego siguió pensando que era necedad propia de colegialas castigadas a pan y agua por no saber la lección, el divagar a solas con el entendimiento fijo en imaginarios galanes, el representarse escenas platónicas y apasionadas entrevistas y mil otras aventuras dramáticas, embellecidas al mismo tiempo por la fantasía y la inocencia. Afirmó además que tales desvaríos eran indignos de una persona de sólidas calidades y principios como ella, y aunque su conciencia diáfana, clara y limpia como los cielos no le mostraba la nube de ninguna impureza, juzgó que en aquel perpetuo y descarriado imaginar suyo había no poco de pecado o al menos de germen pecaminoso...

Después se rió un poco de sí misma, y dejando ir el pensamiento hacia su padre, encontró en él tanta bondad, tanta previsión, tal   —84→   rectitud de miras, que sintió aumentarse la admiración y el cariño que hacia él sentía. Por la concatenación natural de las ideas, su pensamiento, después de revolotear locamente, fue a posarse sobre la persona de Rafael.

-¡Qué excelente joven es ese D. Rafael! -dijo marchando hacia la casa-. He sido una tonta en no comprender antes su mérito. Se le tomaría por un viejo... y luego ese talentazo que le ha dado Dios... Ahí es nada traer marcados a los pícaros revolucionarios y herejes, y volverles tarumba con sus discursos y despedazarles con sus artículos... ¡y qué discursazos! Bien me acuerdo de aquel que decía: «¡Estáis conculcando todas las leyes divinas y humanas; estáis insultando a Dios...!». Luego es piadoso, es religioso, no tiene la despreocupación infame de los muchachos del día... ¡Ay!... allí viene; huyamos.

Y azorada huyó por un lado, mientras el modelo de jóvenes entraba por otro.



  —85→  

ArribaAbajo- XIII -

Llueve


Aquellos pensamientos duraron poco en la mente de Gloria. Como mudan las corrientes en la esfera del mundo, volviéndose del Norte al Sur, así las ideas de ella marcharon con rumbo distinto, y dijo:

-No, yo no puedo querer a ese hombre. Hay en él algo que me repugna, sin poderme explicar lo que es.

Aquella tarde, que era la del 23 de Junio, víspera de San Juan, fueron todos a la Abadía. D. Ángel la recorrió toda para ver las composturas hechas en algunos altares, los nuevos vestidos con que había sido obsequiada una imagen de la Virgen, y los ornamentos de plata Meneses recién comprados por suscripción entre los fieles de Ficóbriga. Examinolo bien el obispo y sobre cada pieza dio su dictamen con mucho   —86→   acierto. Después de orar un rato, salieron para dar un paseo. En el atrio, Su Ilustrísima dijo:

-Daremos un paseo por la playa si les parece a ustedes.

D. Juan, el doctor Sedeño, Rafael y el cura accedieron muy gustosos.

-Veremos llegar la barquía -dijo el cura, poniendo la mano a guisa de pantalla ante los ojos para mirar al mar-. Hoy vendrá buena sardina... Hola, hola... está picada la mar.

-¿Tendremos temporal? -preguntó don Ángel.

El cura miró al cielo y al horizonte. Parecía que olfateaba las vías aéreas, inquiriendo el rastro de las tempestades.

-Tendremos temporal esta tarde -afirmó, echándose atrás el manteo, prenda para él de grandísimo estorbo, pero que no podía menos de usar mientras acompañase al prelado.

-Hombre de Dios -dijo este con festivo disgusto-; ¿se empeñará usted en aguarnos el paseo?

-D. Silvestre -manifestó el padre de Gloria-, se deja atrás a los mejores barómetros conocidos.

Romero extendió la mano hacia el Noroeste   —87→   señalando un cerro aplanado cuya falda tocaba el mar y que tenía por nombre la Cotera de Fronilde.

-Infalible -dijo-. Hay celaje allí, y no puede fallar la sentencia que dice: Fronilde nublada, Ficóbriga mojada.

-Pues pica el sol -indicó el obispo.

-Otra señal de próxima lluvia, Ilustrísimo Señor...

-En fin, ¿bajamos o no a la playa?

-¿Quién dijo miedo?... ¿Vienes tú, Gloria?

Esta, durante las observaciones meteorológicas, se había visto precisada a contestar a varias preguntas del joven del Horro y a oír estudiadas frases que bajo frivolidad aparente escondían la intención amorosa.

-¿Vienes, Gloria?-repitió D. Juan.

-No- dijo ella vivamente-, tengo que rezar y me vuelvo adentro.

El semblante de Rafael se nubló como la Cotera de Fronilde.

-Se le exime a usted de la obligación por esta tarde -dijo afablemente y con cierto tonillo de galantería Sedeño.

-No, no; que rece, que rece -dijo D. Ángel-. Sr. D. Rafael, deme usted el brazo.

Gloria volvió a entrar en la Abadía, y los demás emprendieron su paseo por una vereda   —88→   pedregosa que empezaba detrás de la iglesia y terminaba en la playa. Delante iba D. Ángel, apoyado en el joven orador y periodista, imagen de la Iglesia sostenida por la entusiasta juventud batalladora. Desde aquella rústica bajada se veía el mar en extensión considerable. Dos o tres lanchas corrían tendiendo las blancas alas hacia la barra, y allá lejos, muy lejos, en el punto en que se confundían cielo y tierra, una mancha negra ensuciaba el azul del firmamento.

-Un vapor -dijo Su Ilustrísima.

-Pasa de largo -indicó Romero.

En el mismo instante, el sol dejó de iluminar al grupo de paseantes.

-Parece que el señor párroco se va a salir con la suya -dijo D. Ángel-. Nos quedamos sin sol, aunque más allá sigue descubierto. Esto pasará.

-Tenemos agua -manifestó el barómetro.

D. Ángel miró al cielo, y al mirar le cayó una gota de agua en la punta de la nariz.

D. Juan extendió la mano, y dijo:

-Caen gotas.

-Ya que estamos aquí -indicó D. Ángel alargando también la mano-, más vale que sigamos y demos la vuelta por el Resguardo   —89→   para salir a casa. Casi se tarda lo mismo.

-Pues adelante -dijo D. Silvestre abriendo su paraguas rojo y dándolo a Rafael para que cubriese al señor obispo.

D. Juan abrió también el suyo. Las gotas menudeaban. De pronto una racha de Noroeste sopló con fuerza, levantando remolinos de polvo, pues la tierra apenas se había mojado, y azotando con violencia suma a los paseantes, obligoles a detenerse un momento. Las ropas talares del obispo, del cura y del secretario se arremolinaron silbando en torno de los cuerpos, como si el viento quisiera arrancárselas para ponérselas él.

-¡Dios mío! ¿qué es esto? -exclamó don Ángel.

En poco tiempo la nube parda se extendió por todo el cielo cubriéndolo. Los viejos álamos de tronco leproso y de sonoras hojas, se encorvaban gimiendo, y sacudían sus ramas con movimientos de desesperación. El viento, después de pasar rozando los tejados y arrancando tras sí todas las tejas que no estaban seguras, caía con furia loca sobre el mar, y embistiendo las olas las ahuecaba, silbando en los cóncavos cilindros de ellas y esparciendo su espuma. Había desaparecido el horizonte, y cielo y tierra eran una inmensidad blanquecina,   —90→   toda agua, toda bruma. De repente, veloz culebra de fuego violáceo cruzó el espacio vibrando fugazmente en él como vibra el pensamiento dentro del cerebro, y después sonó allá arriba hondo estrépito de mil montañas que parecían rodar, chocando unas con otras.

La lluvia empezó a caer fuerte, punzante, espesa, torrencial. Calado en un instante hasta los huesos, D. Ángel se volvió a sus amigos, y con voz dolorida y semblante de compasión profunda, exclamó:

-¡Pobres marinos, pobres navegantes!



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