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ArribaAbajo- XXIII -

Dos opiniones sobre el país más religioso del mundo


Daniel Morton no salvó sino una parte muy pequeña de su equipaje, que era considerable; pero sí los fondos que traía en la caja de a bordo a cargo del capitán. Este fue a visitarle el día en que partieron todos los náufragos, y entregole lo que de él había recibido, descontando una cantidad que Daniel destinó a auxiliar a la tripulación. Púsose luego este en relaciones con el cónsul inglés de la capital de la provincia (situada a diez y seis kilómetros de Ficóbriga por camino real), y recibió dos grandes baúles con efectos. Al día siguiente de su primera salida de la casa, Morton tuvo la abnegación de confiar su persona a un descuadernado cajoncillo, que usurpando aleve el nombre de coche, iba todos los días a la capital de la provincia,   —171→   moliendo gente so pretexto de llevarla y traerla. Por la noche Daniel volvió caballero en un gallardo potro negro.

-Fui con intención de comprar un caballo, aunque sin esperanza de encontrarlo -dijo al llegar junto a la verja de la casa, donde se habían detenido los tres Lantiguas después de su paseo vespertino-; pero he podido conseguir este animal, que no es un prototipo de belleza ni agilidad, pero que anda.

-A mí me parece arrogantísimo y digno de Santiago, si fuera blanco -dijo D. Ángel.

-Pues no creí yo que allá encontrará usted tan buena pieza -indicó D. Juan examinando la bestia-. Es de lo poco bueno que se suele encontrar por estas tierras.

Gloria no dijo nada.

Morton, después de dejar su caballo, subió:

-Ya tengo caballo -dijo-. No me falta más que escudero.

Y aquella misma noche cerró trato con Roque, criado de la casa, para que un hijo de este, nombrado Gasparuco y que parecía bueno, le sirviese de criado.

-Por lo visto, se despierta en usted la afición a nuestro país -dijo el Sr. de Lantigua-. ¿Y le tendremos a usted mucho tiempo por aquí?

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-Es posible que sí -repuso Morton.

En pocos días el caballero hamburgués visitó y conoció prolijamente toda Ficóbriga, en especial la Abadía, curiosísima obra del duodécimo siglo, que no por estar tan dejada de la mano de los hombres, toda destruida y ateada, carecía de encantos para el artista. También vio el castillo desmantelado, el torreón o cubo señorial que se alza más arriba de la huerta abacial, ogaño cementerio, y las casas infanzonas de la villa, algunas de las cuales llaman con justicia la atención de los forasteros.

Los habitantes de esta miraron con simpatía al joven extranjero, si bien le inundaron de comentarios. Varias personas, como D. Juan Amarillo y dos de los indianos, hicieron amistades con él.

En casa de Lantigua había ganado Morton las simpatías de los dos hermanos por su trato afabilísimo y la amenidad de su conversación. Demostraba un entendimiento privilegiado sin pedantería, una sensibilidad exquisita sin afectación y el más acabado conocimiento de todas las reglas sociales.

No se le cocía el pan a D. Ángel hasta plantear de lleno la empresa que pensaba acometer, apretándole a ello su tesón de apóstol cristiano   —173→   y el natural afecto que el extranjero le inspiraba, y un día enunció el tema resueltamente.

Por desgracia para nuestra fe sacratísima, las santas aspiraciones del prelado no tuvieron éxito. Pasaban horas discutiendo sin que Morton revelase deseos de penetrar en la Iglesia católica, y para que la pena del reverendo pastor de almas fuese mas honda, ni aun pudo conocer de un modo claro las creencias religiosas del extranjero, que hablaba siempre en términos generales y eludiendo su personalidad. Maravilló ciertamente a D. Ángel en estas disputas, estériles por desgracia para el aumento de la grey católica, el conocimiento que Daniel mostraba de todos los libros santos desde el Génesis hasta el Apocalipsis. No ignoraba lo más selecto de los Santos Padres, y conocía perfectamente toda la polémica religiosa del presente siglo y de los tiempos más cercanos, con las disposiciones del Santo Padre, el último concilio y los triunfos y persecuciones recientes de la Iglesia de Cristo.

Mas de tanta erudición, hija de formales estudios y afición a las cosas divinas, nada de provecho sacaba el buen pastor, lo que le causaba amarguísima pena. Últimamente había pensado desistir de su empeño, considerando que Dios elegiría, sin duda, otros caminos y   —174→   ocasión distinta para llevar la luz al espíritu de aquel hereje.

En cuanto a D. Juan de Lantigua, si al principio asistió con interés vivo a los diálogos religiosos, pronto se apartó de ellos, por no permitirle perder ningún tiempo los trabajos que entre manos traía. Devorado por un ansia fervorosa, entregábase sin descanso a las lecturas y a la composición literaria, bebiendo en libros y derramando su pensar en cuartillas. Estaba su espíritu tan por entero dado a aquel afán, que no había fuerzas humanas que le arrancaran del despacho durante cuatro horas por la mañana y otras tantas por la noche. Su hermano le reprendía cariñosamente por esta tarea ardorosa y febril, que gastaba sus peregrinas facultades y le iba irritando el cerebro y enflaqueciendo las fuerzas físicas en términos que D. Juan se desmejoraba más cada día. Pero no hacía caso él de los sermones episcopales y seguía erre que erre sobre los libros, sacándoles el redaño para escribir después. ¡Admirable aplicación que debía dar por resultado una de las más hermosas obras de la época presente!

Una mañana era tanta su fatiga, que don Juan, sintiendo su cabeza más pesada que el plomo, salió a ver si se le despejaba conversando   —175→   con Morton. Cuando llegó al gabinete de este, extrañó que no estuviese allí de visita D. Ángel, por ser costumbre trabar las polémicas en aquella hora.

-Vamos -dijo-, veo que mi buen hermano se ha visto obligado a levantar el sitio.

-El señor obispo -dijo Morton-, es tan bueno y tan sabio, que sin duda ganará muchas plazas en el mundo. Las que él no tome es por que son inexpugnables.

Tomando pie de esto, D. Juan le preguntó si sus creencias, cualesquiera que fuesen, eran firmes. No vaciló en contestarle Daniel, diciéndole que sus creencias no eran superficiales, rutinarias y frías como las de la mayor parte de los católicos españoles, sino profundas y fijas; a lo cual contestó D. Juan5 que más le gustaba ver el tesón y la consecuencia en los sectarios de las falsas religiones, que la tibieza y despreocupación en los que tenían la dicha de haber nacido en la verdadera. Añadió que efectivamente se habían debilitado mucho las creencias en nuestro católico suelo, pero que este mal ocasionado por los excesos revolucionarios y la influencia de extranjeros envidiosos de la Nación más religiosa del mundo, tendría fácil remedio en la predicación, en las oraciones   —176→   y en los trabajos de la Iglesia si acertaba a encontrar un Gobierno piadoso que le ayudara.

Morton no estaba muy conforme con esta opinión. Sin embargo, deferente con su generoso amigo, le dijo que confiaba en la regeneración religiosa de este país, si abundaban en él pastores tan virtuosos y tan ilustrados como D. Ángel de Lantigua y seglares como D. Juan.

-Yo conozco regularmente el Mediodía y la capital de España -añadió-. Ignoro si el Norte será lo mismo; pero allá, querido señor mío, he visto el sentimiento religioso tan amortiguado, que los españoles inspiran lástima. No se ofenda usted si hablo con franqueza. En ningún país del mundo hay menos creencias, siendo de notar que en ninguno existen tantas pretensiones de poseerlas. No solo los católicos belgas y franceses, sino los protestantes de todas las confesiones, los judíos y aun los mahometanos practican su doctrina con más ardor que los españoles. Yo he visto lo que pasa aquí en las grandes ciudades, las cuales parece han de ser reguladoras de todo el sentir de la Nación, y me ha causado sorpresa la irreligiosidad de la mayoría de las personas ilustradas. Toda la clase media, con raras excepciones, es indiferente. Se practica el culto, pero más bien como un hábito rutinario, por   —177→   respeto al público, a las familias y a la tradición que por verdadera fe. Las mujeres se entregan a devociones exageradas, pero los hombres huyen de la Iglesia todo lo posible, y la gran mayoría de ellos deja de practicar los preceptos más elementales del dogma católico. No negaré que muchos acuden a la misa, siempre que sea corta, se entiende, y no falten muchachas bonitas que ver a la salida; pero esto es fácil, amigo mío; ¿no comprende usted que esto no basta para decir: «somos los hombres más religiosos de la tierra?».

-Efectivamente no basta, no -dijo D. Juan con voz triste mirando al suelo.

-Usted conoce muchas, muchísimas personas ilustradas, buenos, leales, que no pueden menos de considerarse virtuosas; personas a quienes usted, que es tan buen católico, no negará su amistad; personas de quienes nadie se aparta con horror, personas amables...

-Ya, ya sé lo que usted me va a decir -indicó D. Juan melancólicamente.

-Pues bien: de esas personas... (y yo supongo que conocerá usted más de mil) de esas personas, ¿cuántas cree usted que cumplen el precepto fundamental del catolicismo, la penitencia?

-¡Oh! tiene usted razón, tiene usted razón   —178→   -dijo Lantigua con verdadera angustia-. De cada cien, noventa y cinco no se han confesado en veinte años.

-Con la particularidad -añadió Morton-, de que la Iglesia manda confesar una vez al año a lo menos. Los grandes e intachables católicos, los que se pueden llamar vasos de elección (me refiero a los varones, querido D. Juan), gracias que cumplan esa vez al año, olvidando que la Iglesia aconseja una vez al mes y asegura que los que no lo hacen viven una vida relajada y están en peligro de perderse. Si tienen ustedes conciencia no deben suponerse en peligro, sino completamente perdidos.

-El precepto, el precepto, Sr. Morton -dijo D. Juan con sequedad-, no manda más que una vez al año.

-Hay otro síntoma -prosiguió Daniel-, que he observado muchas veces. Cuando en una casa rezan el rosario, los hombres se echan fuera, sin que por esto se alarme la familia femenina. He oído a algunos niños inocentes hacer esta pregunta: «Dime, mamá, ¿por qué papá no reza?». Muchas veces no se sabe qué contestar; pero en ocasiones se les dice: «Papá reza en su cuarto». Pero donde reza papá es en el casino o en el café. Las mujeres aquí, por lo general creen que siendo ellas rezonas, no importa que   —179→   sus maridos sean blasfemos. Debo añadir, y no creo que usted se ofenda por esto, que España es el país, no diré más blasfemo del mundo, sino el país blasfemo y sacrílego por excelencia.

-En eso tiene usted razón -afirmó Lantigua con pesadumbre-. También reconozco la irreligiosidad; pero usted parece indicar que las causas de este grave mal están en otra parte que en la filosofía y en las libertades modernas.

-No puedo creer que estas dos cosas hayan arrebatado al pueblo español sus creencias. En otros países hay más, muchísima más filosofía que aquí, más, muchísimas más libertades, y sin embargo, la fe religiosa no muere. ¡Hablan de revoluciones! Si en España no ha habido nada que merezca tal nombre, amigo mío. Si en España todos los trastornos políticos han sido tempestades en un vaso de agua. Por Dios, ¿qué idea hemos de formar del espíritu religioso de un país si es tal que lo echan por tierra esos quince o veinte movimientos políticos que se han sucedido desde 1812? Comprendo que los grandes edificios caigan en el sacudimiento de un terremoto; pero ¿cómo han de caer con la trepidación que producen las patadas de un regimiento de caballería? Admitiendo, como no puede menos de admitirse, que ustedes no han tenido grandes cataclismos, es preciso deducir que los edificios   —180→   caídos no pueden haber sido muy grandes. Fuéronlo, sí, en otros tiempos, pero al entrar este siglo todo estaba ya carcomido. España, como la mujer rencillosa de que habla el Eclesiastés, es ahora un tejado con muchas goteras.

-No admito eso de que no hayamos tenido revoluciones -dijo D. Juan-. Las hemos tenido superficiales y profundas en el orden político; pero ¿y la irrupción de libros, y la transformación social, esas oleadas de soberbia, de amor al lujo, de concupiscencia, de materialismo que nos vienen de fuera?

-Veo que muchas cosas que en otras partes hacen poco daño, aquí envenenan. Sin duda el organismo moral de España es tan endeble como el de aquellos seres enfermizos y nerviosos, que se emponzoñan sólo con el olor del veneno.

-¿Con el olor...?

-Sí; porque de los inmensos progresos industriales, del lujo, del colosal aumento de las riquezas, del refinamiento material, ustedes no tienen más que el olor. España, por lo que veo, no puede vivir sino metiéndose dentro del fanal de su catolicismo para que nada la toque ni contamine, para que ni átomos siquiera de lo exterior lleguen hasta ella.

-¿Y qué le recetaría usted?

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-El aire libre -dijo Morton con energía-, el aire libre, el andar sin tregua entre toda clase de vientos, arriba y abajo; dejarse llevar y arrastrar por todas las fuerzas que la solicitan; romper su capa de mendigo o mortaja de difunto y exponerse a la saludable intemperie del siglo. España se parece al enfermo de aprensión, todo lleno de emplastos, vendajes, parches, abrigos mil y precauciones necias. Fuera todo eso, y el cuerpo enfermo recobrará su vigor.

Habían llegado a un punto de la discusión en que D. Juan creyendo a su huésped totalmente descarriado, le tenía lástima.

-Hace usted un uso poco razonable de la fantasía -le dijo bondadosamente y en tono de maestro-. De esa manera nunca me probará usted que España es el país menos religioso del mundo. ¿Por ventura, amigo Morton, no ha visto usted en él algo que le pruebe lo contrario?

-No significan nada para mí -continuó Daniel-, las manifestaciones teatrales de devoción, que son más bien políticas que religiosas. Yo me río de la piedad de un pueblo que, como Madrid, habla mucho de religión, y sin embargo, jamás supo levantar un solo templo digno, no digo yo de Dios, pero ni aun de los   —182→   hombres que entren en él. En Madrid, pueblo rico, vemos más teatros que en Londres, una plaza de toros que es un monumento, cafés soberbios, tiendas, paseos y distracciones donde se conciertan el lujo y las artes; pero no hay una sola iglesia que no sea pocilga.

-¡Por Dios, Sr. Morton! -dijo Lantigua-, eso es demasiado duro.

-Un poco duro -repuso el extranjero riendo-, pero la idea es exacta. Y lo que pasa en Madrid pasa en toda España. El sentimiento católico que en este siglo no ha levantado un solo edificio religioso de mediano valor es tan tibio que no se manifiesta en cosa alguna de gran valía y lucimiento. El país más piadoso ha venido a ser el más incrédulo. El país más religioso, y que tuvo tiempos en que la piedad se asociaba a todas las grandezas de la vida, al heroísmo, a las artes, a la opulencia, a la guerra misma han concluido por formar de la piedad cosa aparte, separada de lo demás. Un hombre devoto que se persigna al pasar por la iglesia, que confiesa y comulga semanalmente, es en la mayor parte de los círculos un hombre ridículo.

-¡Por Dios, amigo Morton!...

-Sr. de Lantigua, por Dios, dispénseme usted; pero es fuerza decirlo. Hábleme usted   —183→   con su franqueza de hombre honrado y de católico sincero. Dígame usted si hay en España mujer alguna capaz de dar su corazón y su mano a un hombre que pase tres o cuatro horas todos los días dentro de la iglesia, que se rompa el pecho a golpes, que tenga su casa llena de agua bendita y que entone una oración al realizar los actos más insignificantes de la vida, cuales son salir a la calle, entrar en ella, estornudar, etc... Un devoto tal como lo conciben las congregaciones piadosas del día, es un ente irrisorio: confíeselo usted. Hasta los mismos que defienden a pie firme la religión y se llaman soldados avanzados de las filas de Cristo, cuidan mucho, en sociedad, de disimular todo lo posible su ortodoxia, o, mejor dicho, de olvidarla, so pena de perder gran parte de las simpatías y de las amistades que por sus prendas, su figura o sus virtudes hayan logrado alcanzar.

-Algo hay de eso; pero no tanto, amigo mío.

-Quizás los de casa, no vean esto tan claramente como los extraños -dijo Morton-. Quizás yo me equivoque; pero he manifestado mi opinión con lealtad. Creo a España el país más irreligioso de la tierra. Y un país como este, donde tantos estragos ha hecho la incredulidad,   —184→   un país que tanto tiene que aprender, que tantos esfuerzos debe hacer para nutrirse, para llenar de sangre vigorosa sus venas por donde corre un humor tibio y descolorido, no está en disposición, no, de convertir a nadie.

Breve rato estuvo D. Juan de Lantigua sin dar contestación; pero al fin con cierta sequedad, que era muy propia de su carácter, habló así:

-No aseguro yo que mi país sea hoy el más piadoso del mundo. Por desgracia no le falta a usted razón en parte de lo que ha dicho; pero creo que si siguiéramos discutiendo hallaríamos iguales o quizás peores señales de descomposición en otras tierras que usted me presentará como modelo. Hay aquí hombres perversos, hay hombres indiferentes en grandísimo número; pero tenemos intacto el tesoro de nuestra doctrina, conservamos la semilla, y un período de protección del cielo puede hacerla fructificar. En medio de la torpeza y frivolidad que por todas partes se ve, existe pura y entera la fe, no dañada ni podrida por los errores, y la fe ha de triunfar, la fe ha de dar resultados de virtud, si no hoy, mañana.

»Deploro los desórdenes de mi patria; pero no los creo irremediables como la muerte, como la podredumbre que constituyen el fondo de   —185→   otros países bajo engañosa cubierta de prosperidad, de orden, de brillo artístico, industrial, social. Cada raza tiene su organización propia. No sé si Dios me dejará ver el día de la regeneración general del mundo; pero esta regeneración no la busque usted, no la busque usted fuera de los principios inmutables de la moral católica. De entre las ruinas no renacerá sino aquello que haya conservado el germen de esa moral, y ese germen, Sr. Morton, lo tenemos nosotros, nosotros, sí, aunque usted no lo vea.

»Quíteme usted las revoluciones chicas o grandes, las ideas subversivas que vienen de fuera, y que en otros países tienen aplicación falaz y pasajera; quíteme usted la propaganda de doctrinas contrarias a nuestra naturaleza social, y entonces podrá ver usted que esta nación resucitada y puesta en pie después de tantos años de aparente muerte, se hallará de nuevo en disposición de convertir a todas las gentes en uno y otro mundo, de convertirlas, sí señor, porque la posesión de la verdad le da derecho a decirlo y a ejecutarlo resueltamente.

Iba a contestar Daniel, cuando se oyeron voces en el jardín de la casa, y con las voces lamentos y lloros6 de chiquillos.

-¿Qué es esto? -dijo Lantigua asomándose a la ventana-. Gloria, Gloria...

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Morton se asomó también.

-No es nada -dijo Lantigua, retirándose-. Son los hijos de Caifás que vienen pidiendo auxilio en nombre de su padre, un perdido, un borracho, a quien estoy cansado de socorrer.

Su Ilustrísima desde el jardín gritaba:

-Juan, Juan, baja.

-Vamos -dijo D. Juan-. Mi hermano se ha enternecido y quiere que yo tome bajo mi amparo a ese mal hombre. Es un miserable; pero la caridad cristiana, amigo Daniel, nos manda perdonar y compadecer.



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ArribaAbajo- XXIV -

Una obra de caridad


Ambos bajaron. En el jardín estaba D. Ángel y frente a él un lastimoso terceto de muchachos llorones, con los puños en los ojos, los sucios rostros llenos de babas y de tierra que con las lágrimas se amasaba.

-Vamos a ver, ¿qué es eso? -preguntó don Juan tirando suavemente de una oreja a la pequeñuela.

La aflicción no les dejaba contestar.

-Que el teniente cura ha despedido a Caifás por orden de D. Silvestre -dijo Su Ilustrísima-. Pero hijos míos, si vuestro padre es malo, ¿cómo queréis que esté en la iglesia?

-¡Buena pieza es el tal Mundideo! -exclamó Lantigua-. ¿Y qué más le pasa? ¿Que ha perdido toda la ropa, porque la Cárcaba no ha podido cobrar?

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-Sí, se... se... se... ñor -gimió Sildo.

-¿Y que D. Juan Amarillo le ha echado de la casa de arriba, y le va a llevar a la justicia?

-Sí, se... se... ñor.

-¿Y que os habéis quedado sin casa?

-Sí, se... se... ñor.

-Estos pobres niños están desnudos -dijo D. Ángel-. Es preciso darles algo de ropa.

-De eso se encargará Gloria. ¿En dónde está Gloria?

-Ha salido al camino a hablar con Caifás, que no ha querido entrar porque le da vergüenza.

-Y con razón. No pienso hacer nada por él. Estoy cansado de favorecerle. Le daré para comer y ropa para estos niños; pero nada más.

Gloria apareció entonces por la puerta del jardín. Sus ojos encendidos anunciaban la aflicción de su alma.

-Papá- dijo secando sus lágrimas-, ahí está Caifás. Dice que quiere hablarte, y que te contará lo que le pasa si no te enfadas.

-¡Pobre hombre! -dijo Lantigua mirando a Morton-. Mira, Gloria, prefiero que me cuentes tú lo que le pasa a ese tunante.

-Pues le han echado de la sacristía.

-Bien merecido.

-Y D. Juan Amarillo le ha embargado lo   —189→   único que le quedaba ya, las herramientas de carpintero.

-Ya se ve. No parece sino que D. Juan Amarillo tiene el dinero para que Caifás lo gaste en beber.

-Y él y sus hijos han andado desde ayer pidiendo limosna por los caminos.

-Basta -dijo D. Juan gravemente-. Aquí entra la caridad. Dales hoy de comer. Puedes decirle que mande a los chicos todos los días.

-Vendrán -dijo Gloria con alegría.

-No, lo que es él no tiene que ponerme los pies en casa...

-Pero, papá...

-Es un vicioso. Que vengan los chicos.

-Y los vestirás por mi cuenta, Gloria -dijo Su Ilustrísima-. Algo podré darle también a Caifás.

-Pero él quisiera...

-¿Aún pide más?

-Para los desgraciados -indicó D. Ángel-, se escribió aquello de pedid y se os dará.

-Darle dinero es fomentar sus vicios -afirmó Lantigua-. ¿No lo cree usted así, señor Morton?

-Seguramente.

-Vamos, Juan -dijo el obispo poniendo la mano sobre el hombro de su hermano-; al extremo   —190→   del prado de Costiguera, junto a la mies de Sotres, tienes una casilla abandonada, donde invernaba antes el ganado.

-Vamos, vamos -murmuró D. Juan sonriendo con bondad-. Ya me figuro lo que queréis.

-Sí, papá. La casa de la Cortiguera será, aunque no tiene más que medio techo, un palacio para el pobre Caifás.

-¡Un verdadero palacio! -dijo Su Ilustrísima-. ¿Sabe usted dónde es, Sr. Morton? Allí detrás de aquella loma, por donde están los cinco viejísimos castaños que llaman en el país los Cinco Mandamientos.

Morton miraba, mientras D. Ángel hacía indicaciones con el palo.

-Bueno, pues que se meta en la casa.

-Bien, Juan, bien determinado. Vaya, niños, ahora os podéis marchar. La señorita Gloria os dará para cubrir esas carnes.

Gloria salió corriendo a dar la noticia al pobre Mundideo. Los chicos fueron detrás.

Cuando la señorita volvió, D. Ángel se había unido al doctor Sedeño que le mostraba las cartas recién llegadas, y D. Juan se acercó a los albañiles que habían venido para componer la capilla. En el jardín tan sólo estaba Morton. Gloria, al verse sola junto a él, se turbó ligeramente.   —191→   Dudó si seguir o detenerse, y cuando el extranjero se dirigió a ella en ademán de hablarle, tembló como tiembla la luz cuando se mueve el agua en que está reflejada.

-Gloria -dijo Morton-, ¡qué felices son los pobres de Ficóbriga!

-¿Por qué? -preguntó la señorita con trémula voz.

-Porque usted se ocupa de ellos.

-¡Este pobre Caifás es tan desgraciado!... Tiene fama de vicioso y de malvado; pero es un alma de Dios. Yo no puedo menos de favorecerle. ¡Él me quiere tanto...! Se dejaría matar por mí.

-Eso lo comprendo. ¡Morir por usted!... ¡Ah! Gloria, yo haría lo mismo.

-¿Qué?... -dijo la señorita con la mayor turbación.

-¡Morir por usted! Es lo único posible después de haberla amado.

-¡Daniel, por Dios!

-¡Gloria!... ¿De qué manera lo diré para ser creído?

El expresivo rostro del extranjero revelaba una emoción grave y honda.

-Me voy -dijo la señorita de súbito.

Veía claramente la emoción que brillaba con luz singular en los azules ojos del hamburgués.   —192→   Medía la inmensidad de la suya que le alzaba turbulento oleaje en el fondo del alma, y de ambas tuvo miedo.

-¿Se va usted? -dijo Daniel dando un paso hacia ella.

-Sí...

-No sin oír una cosa.

-¿Una cosa?

-Que la adoro a usted.

Ya se lo había dicho Morton dos veces; pero no con las mismas palabras ni con la vehemencia de entonces.



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ArribaAbajo- XXV -

Otra


A los dos días de esta escena y después de almorzar, Gloria estaba en su cuarto muy atareada. Había salido por la mañana a comprar algunas telas y luego revolvía sus roperos buscando todo aquello con que pudiera vestir la desnudez de los hijos de Caifás. El señor obispo entró a la sazón y le dijo, mostrándole un envoltorio de papel:

-Mira, sobrinita, esto es todo lo que poseo. Los tiempos revolucionarios nos tienen a los pobres obispos a la cuarta pregunta.

-¡Oh! ¡tío, qué bueno es usted!... ¿a ver? -dijo Gloria sacando las monedas del papelejo que las aprisionaba-. Esto es un caudal: con esto y con lo que yo tengo le desempeñaremos a Caifás los colchones, parte de la ropa y las herramientas para que trabaje y sea hombre de bien.

-Has pensado admirablemente. Yo siento   —194→   no tener más. He rebañado, hija mía, he rebañado mi erario sin poder reunir ni un ochavo más. ¿Pero no ves que estamos sin renta? Este invierno las pobres monjas de *** me han limpiado las arcas. ¡Infelices! yo quisiera tener millones para dárselos.

-¡Bendito sea usted mil veces! -exclamó la joven con piadoso entusiasmo.

-Yo no opino, como tu padre -dijo Su Ilustrísima-, que debamos privar en absoluto de dinero a ese desgraciado Mundideo. El dinero es necesario para todo, y si como tú dices, y yo lo creo, no es un malvado sino más bien un pobre de espíritu, justo es que le ayudemos a salir de su miserable estado. Convéncele de la necesidad de que sea económico, bien arreglado, precavido.

-Su mujer, su infame mujer tiene la culpa de todo.

-«¡Infame!...» no des tales epítetos a ningún nacido de madre, sin estar bien segura de que lo merece -dijo el reverendísimo en tono de afable amonestación.

-Es verdad, tío; pero ello es que la Caifasa no es buena. Todo el mundo dice que no es buena.

-¿Vas a mandar esos trapos y ese dinero al pobre desterrado de la Cortiguera?

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-Se los llevaré yo misma.

-De buena gana te acompañaría. Una sola felicidad hay en el mundo, hija, y es la que proporcionamos a los demás.

-Venga usted.

-¡Oh! no: tengo que hacer. Primero rezar, luego despachar el correo para la diócesis. Vete a la dulcísima faena de tus caridades, que yo me quedo aquí.

Un rato después Gloria tomo su sombrilla y salió. Atravesando la plazoleta y una calleja rodeada de higueras y zarzas, pasó a un grande y hermoso prado que frente a la casa se extendía y al cual cruzaban dos o tres veredas. Iba con la vista fija en el suelo, despacio, deteniéndose a ratos, como si los pensamientos que seguramente ocupaban su mente se le pusiesen delante para no dejarla pasar. Otras veces alzaba la vista al cielo y miraba cruzar las bandadas de pájaros, volviendo los ojos conforme ellos torcían el raudo vuelo, y siguiéndoles hasta que sólo eran puntos temblorosos que se borraban sobre la inmensidad azul.

Pasó por el sitio en que estaban los cinco castaños llamados Mandamientos, antiguos ejemplares llenos de cicatrices, ya mil veces podados; pero que devolvían las injurias del   —196→   hacha con bendiciones, es a saber, con castañas. Luego atravesó una mies, donde los frescos plantones de maíz sostenían en sus primeros pasos a las tiernas alubias, viendo correr por entre sus pies a las holgazanas y rastreras calabazas. En seguida tuvo que descender por una pendiente desde la cual no se veía ya la casa de Lantigua, ni ningún edificio de Ficóbriga, a excepción de la torre. Allí había tres vacas que, mientras pasó, se quedaron mirándola sin pestañear. Entrando después por un pequeño hueco abierto entre las zarzas, árgomas y helechos de una cerca, Gloria penetró en los dominios de Caifás. Al acercarse sintió la voz de este que cantaba. La señorita dijo:

-Muy contento está Mundideo.

Los tres chicos corrieron a su encuentro gritando:

-¡La señorita Gloria, la señorita Gloria!

Caifás salió a la puerta de su casa, que más bien era choza, y al ver que era verdad lo que sus pequeños decían, soltó el martillo de la mano, y de la fiera boca, como espuerta, una carcajada de alegría.

-Señorita Gloria, Divina Pastora, ángel del cielo, bien venida sea usted a mi casa... ¡bien venida! -exclamó.

-Alegre estás.

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Mundideo, no creyendo que las risas expresaban bien su gozo, dio un brinco en el aire.

-Esas risotadas y esas cabriolas -dijo Gloria sentándose en una piedra que junto a la casa había-, no sientan bien en la persona de un desgraciado que acaba de sufrir tan terribles golpes.

-Si yo no soy desgraciado, si no he recibido golpes, si llueven sobre mí felicidades.

-Vamos, tú has perdido el juicio -dijo Gloria mostrándole el lío de ropa que traía-. Si me prometes ser hombre de bien, ser arreglado y económico, te auxiliaré con un poco de...

Gloria mostró el papel que contenía el dinero.

-¡Dinero! -exclamó Caifás-. Si no necesito nada, si soy rico...

-¡Rico tú! -exclamó la de Lantigua con enojo-. No te burles de mí.

-¿Burlarme yo de mi ángel divino? Es verdad lo que digo, señorita -manifestó Caifás tomando aire de persona formal-. ¿Usted creerá que mi ropa y mis colchones están en casa de la Cárcaba? Patraña: ya están aquí. ¿Usted creerá que mis herramientas están embargadas? Patraña: aquí las tengo todas. ¿Usted creerá que yo debo algún dinero a D. Juan   —198→   Amarillo? Patraña: aquí tengo los recibos que me devolvió.

-¡Le has pagado!

-Cuatro cientos treinta y dos pesos. A esto ascendía mi deuda, que empezó por mil reales, y con los pícaros intereses ha ido subiendo, subiendo como el humo del incienso que no para hasta el techo y llena toda la iglesia.

-Tú deliras.

-Creí delirar ayer, cuando...

-¿Te has desempeñado, has arreglado tus asuntos?... -dijo Gloria llena de confusión-. Explícame ese milagro.

-¡Ahí está la palabra, señorita de mi corazón! -exclamó José con acento de predicador entusiasmado-. Milagro. Yo creía en los milagros; pero tenía cierta comezoncilla por ver alguno, y decía: ¿por qué ahora no hay milagros? Pues bien, señorita de mi alma, ayer he visto un milagro.

-Vamos, te has encontrado un tesoro -dijo Gloria riendo.

-No es eso. El tesoro ha venido en busca mía. Dios...

-¡Dios!... No llames Dios a la lotería. ¿Te ha tocado el premio gordo?

-Nunca jugué.

-Entonces...

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-¡Dios!... -repitió Mundideo.

-¡Dios!... Dios no da dinero así a lo bóbilis bóbilis.

-Eso mismo creía yo. No me negará usted que Dios da a todos el pan de cada día.

-No lo niego.

-Pues a mí me ha dado de un golpe el pan de un año, el pan de toda mi vida. Yo me puse de rodillas en esa tierra y exclamé: «Señor, tú dijiste: pedid y se os dará. Pues bien, Señor: ¿cómo es que yo te pido y te vuelvo a pedir y nunca me das nada?». No habían pasado diez minutos desde que lo dije, cuando... ¡milagro, milagro!

-Me estás engañando. Enséñame tus pagarés devueltos por D. Juan Amarillo.

José penetró corriendo en la casa. Sildo y Paquito se habían alejado. Gloria se quedó sola con Celinina, cuyo nombre era abreviatura y diminutivo de Marcelina.

-¿Quién ha estado ayer aquí?

-Un babero -repuso la niña.

Gloria, conocedora ya del idioma especial de Celinina, sabía que un babero quería decir un caballero en el diccionario de ella.

-¿Y cómo era ese babero?

-Ito.

Gloria tradujo bonito.

  —200→  

-¿Y cómo venía?

-Balo.

-A caballo, ¿no es eso? ¿Y de dónde venía?

Celinina elevó su manecita, y con expresión religiosa y acento y pronunciación clarísima, dijo:

-Del cielo.

Mundideo presentó los pagarés a Gloria.

-En resumidas cuentas, José, tú has tenido un protector. Ha habido una buena alma que te ha socorrido.

-Hay algo más, señorita; ha habido un milagro.

-Ya no hay milagros; ha sido una persona, una persona -repuso Gloria-. Ahora has de decirme quién ha sido esa persona que te ha hecho tan gran caridad.

El sacristán miró fijamente a Gloria, y su semblante expresaba verdadera pesadumbre.

-¿Pero estás lelo? Habla.

-No puedo.

-¿Por qué?

-Porque me lo han prohibido. Sentiré que usted se enfade; pero... yo no puedo decir lo que usted quiere que diga.

Gloria meditó breve rato.

-Ya comprendo. Jesucristo ha dicho: «Tu mano derecha...».

  —201→  

-No debe ver lo que hace tu mano izquierda. No todos son como el señor cura, que cuando da dos duros a los pobres, o les reparte el pescado podrido, o saca a algún mal nadador de la ría, manda un relato retumbante de ello a todos los papeles de Madrid.

-¿Quién, quién ha sido? -preguntó Gloria con verdadera ansiedad.

Oprimió el lío de ropa contra su pecho, cual si sintiese insaciable y vivísimo anhelo de abrazar a alguien.

-No lo puedo decir -repitió Mundideo bajando los ojos.

-Y si yo dijese quién es y acertase, ¿me dirías que sí?

-Entonces...

-Pues ha sido el Sr. Morton.

-¡Ah, señorita Gloria!... ¿Por qué lo ha adivinado usted?... El extranjero, el del vapor... Yo no sé su nombre; pero es el que se parece a nuestro Divino Redentor.

-Ningún hombre se parece a nuestro Divino Redentor. No blasfemes.

-Ese se le parece en la cara. En las acciones le obedece, ¿no es verdad?... ¡Ay, señorita de mi alma, yo he cometido una falta. Me hizo jurar que no revelaría a nadie... pero usted no es nadie, señorita Gloria, quiero decir, que   —202→   usted no está comprendida en eso de... nadie... porque usted es la Divina Pastora, un ángel del cielo.

-Yo no revelaré el secreto -dijo la de Lantigua dominando su emoción, la cual era tan grande, que apenas la dejaba respirar-. Pero dime cómo vino, cuándo, qué habló contigo.

-Hablamos poco. Él estaba ya enterado de mi situación. Preguntome cuánto debía... ¡Ay! yo había cantado muchas veces en el coro: «Alzad, oh príncipes, vuestras cabezas, y alzaos vosotras puertas eternas y entrará el Rey de gloria...» mas Caifás el feo, Caifás el malo, no había visto que se abrieran esas puertas ni que entrara para él ningún Rey de gloria... pero ayer vi eso, vi, como se suele decir, abierto de par en par el cielo, cuando ese hombre me dijo: toma, y me dio de un golpe todo lo que necesitaba.

-Él es muy rico -dijo Gloria.

-Más rico debe de ser D. Juan Amarillo, y sin embargo... Cuando mi favorecedor, mi enviado de Dios, alargó su mano y me puso el dinero aquí y cerró el puño con sus propios dedos, yo le miraba creyendo soñar. Me volví tonto: ni siquiera supe darle las gracias. Después me eché de rodillas, y llorando le besé los pies. Él me levantó, y abrazándome... ¡porque me   —203→   abrazó, señorita!... abrazándome, díjome que su acción no tenía nada de particular.

-¿Y no te reprendió tus faltas, no te dijo que fueses bueno?

-Me dijo: «Tú no eres malvado, sino desgraciado. Sé siempre hombre de bien», y nada más. Yo estaba aturdido. Creí que Dios había entrado en mi casa, y cuando el caballero del vapor partía en su caballo, me volví a poner de rodillas.

-¿Y no te dijo nada más? ¿No te habló...?

Gloria se detuvo, como si no acertara con la palabra más adecuada para expresar su idea.

-¿De qué?

-¿No te habló de ninguna otra persona?... Porque podía suceder... Recuerda bien: ¿no te dijo nada de...?

-¿De qué?

-No te dijo nada de... de mí?

Ella pugnaba por afectar completa naturalidad.

-Tengo todas sus palabras tan presentes como si las estuviera oyendo a todas horas, y nada, nada me dijo de usted.

Gloria se levantó.

-Aunque no lo necesitas -dijo-, yo traje esto para ti, y aquí te lo dejo.

-Aunque no lo necesito, lo tomo por ser de   —204→   esas divinas manos, y con la condición de darlo a otros pobres más pobres que yo... ¡Ah! ¡Qué feliz soy, señorita mía! Si fuera malo me volvería bueno ahora. Trabajo sin cesar, y el Sr. D. Juan no se arrepentirá de haberme dado esta choza, porque se la estoy componiendo.

Gloria no miró las grandes obras de carpintería que traía entre manos Mundideo.

-Adiós -dijo-. Abrázame.

-¡Señorita Gloria, por Dios! -exclamó Mundideo retrocediendo.

-¿No te abrazó el del vapor? Pues yo también.

Y antes de que Caifás pudiese impedirlo, Gloria le estrechó entre sus brazos.

-Ahora tienes que ser hombre de bien -gritó alejándose a buen paso de la choza.

Andando hacia su casa, no vio las vacas que al pasar la miraban, ni el verde maizal, ni los cinco castaños mutilados y generosos, que se cargaban de fruto en su vejez, como los patriarcas bíblicos cargados de hijos; ni vio la torre de Ficóbriga, ni los pájaros que volvían del horizonte en vagabundo grupo. No vio nada más que un sol poderoso que había salido ha tiempo en su alma y que subiendo por la inmensa bóveda de esta, había llegado ya al cenit y la inundaba de esplendorosa luz.



  —205→  

ArribaAbajo- XXVI -

El ángel rebelde


Por las noches, después de la cena que recrea y enamora, se rezaba el rosario en el comedor, con la puerta del jardín abierta si el tiempo era bueno. Durante este acto piadoso, Morton salía fuera, pero permanecía sentado en el jardín con la cabeza descubierta.

Tras la cena venía un poco de grata tertulia, y luego cada cual iba a su cuarto. Gloria subía la última. Poco después de que resonara la fechadura de su cuarto al ser cerrada, todo era silencio. Envuelta en sombras de sosiego, la casa dormía, callada y tranquila como el justo.

Pero en la habitación de la esquina velaba el pensamiento y seguían abiertos, fijos en la oscuridad, los ojos de Gloria. El ruido de una cercana fuente, el chasquido de los sapos y a   —206→   veces el amoroso silbo del viento, formaban en torno al cerebro de la joven despierta un ritmo extraño que favorecía la actividad de su imaginación. De su brazo derecho hacía una aureola, dentro de la cual metía la cabeza, escondiendo el rostro como lo esconde el pájaro bajo el ala; y sola allí, sin más testigo que Dios, abría de par en par las puertas de su corazón para que a borbotones saliese la llama que en él ardía; soltaba los diques al pensamiento para que sin detenerse corriese fuera. Así estaba largas horas de la noche, primero inmóvil, inquieta después a causa del febril insomnio, hasta que la vencía el sueño ya cercano el día, y sobre el blanco lecho tranquilo flotaba su respiración.

Una de aquellas noches, cuando se escondió dentro de sus alas y mató la luz, habló así:

-Hoy me dijo: «Yo he nacido con mala estrella, Gloria, y preveo desgracias. El corazón me anuncia que no llegaremos al complemento de nuestro destino. ¿Tienes tu confianza?...». Yo le respondí: «Confío en Dios...». Y él dijo tristemente: «Muchas veces se le llama y no responde, y otras muchas permite que los conflictos del corazón sean resueltos por las maldades de los hombres...». ¿Qué quiso decir? ¡Dios mío, yo dudo, yo soy feliz y estoy llena de zozobras, yo espero y temo! No ceso de pensar   —207→   en las florecillas de los prados, tan bonitas y tan felices, pero que, según me parece a mí, han de estar siempre medrosas y temblando, no sea que las pise la planta del buey que ven acercarse... Yo tiemblo, yo veo llegar el pesado pie del buey...

»Hoy, cuando salió a pasear a caballo, ¡tardaba tanto!... yo creí que no volvería más, y una nube negra se asentó sobre mi corazón, oprimiéndolo. Cuando le vi aparecer, cuando sentí las herraduras del animal sobre las piedras del patio viejo, me parece que todo se iluminaba. Yo no sé lo que es esto. ¡Qué cosa tan extraña! Yo recuerdo que cuando he tenido épocas de estar muy triste, por ejemplo, cuando murieron mis hermanitos, todo se revestía de mi pena. Los árboles y las casas y el cielo, Francisca, mi padre, mi cuarto, mi vestido, el jardín, la escalera, la vajilla del comedor, la jaula del pájaro, las magnolias, el camino, los palos del telégrafo, el reloj de la Abadía, las nubes, los barcos, Germán, Caifás, el cura, mi dedal, la estera, los prados, las teclas del piano, todo, todo está vestido de mi tristeza. Ahora todo está vestido de él.

»Hace diez días me dijo lo que ya presagiaba mi corazón... Hace seis que me exigió una respuesta. Bien claro debía conocer, cuando   —208→   me dirigía la palabra, que el alma se me estaba saliendo por los ojos. Muchos días hemos estado diciendo discreteos que en mí eran verdaderas tonterías. Al fin no he podido disimular más, y las palabras, lo mismo que entra la luz por una puerta cuando la abren, se me han arrojado fuera de la boca, y le he dicho que le quiero con toda mi vida. No me avergüenzo de ello, y mi conciencia sigue tranquila. Dios está conmigo, lo siento, lo conozco. Veo la mano inmensa que traza en mi interior la cruz, bendiciéndome.

«Gloria, me ha dicho, maldito sea yo, malditos mi padre y mi madre, si no te adoro. Mi corazón te adivinaba hace tiempo. Cuando te vi no me pareció que te veía sino que te hallaba». ¡Ay! Mi corazón le aguardaba también como al hermano que se ha ido para volver.

»Ni una sola palabra ha salido de sus labios que no sea de mi agrado. Ni un solo movimiento he visto en él que no me enamore más. Su persona es perfecta, su corazón lleno de bondades que nunca se agotan, su entendimiento como el sol que todo lo alumbra, su genio suave y dulce que jamás ofende, sus palabras delicadas. Me adora y le adoro... Pues bien, yo pregunto al cielo y a la tierra, a los hombres y a Dios: ¿por qué este hombre no ha de ser mi   —209→   marido? ¿Por qué no ha de estar unido a mí, siendo los dos uno solo en la vida usual, como somos uno en la del espíritu, y lo seremos siempre, sin que nada ni nadie lo pueda impedir?... ¿A ver por qué? respóndanme ¿por qué?

Como nadie le respondía, Gloria se daba a sí misma la contestación diciendo, cual si no estuviera sola: -Mi esposo serás».

Pero otra noche se expresaba el tono distinto diciendo:

-Aquello que sólo existe para el bien, aquello que viene de Dios, aquello que es la necesidad primera y la luz toda del alma, la religión, es hoy para mí fuente de amargura. Entre los dos cae el filo de una espada terrible. Nadie puede resolver esto, nadie puede hacer polvo esta muralla que se nos pone en medio, y en la cual se hieren desgarrados nuestros brazos cuando vamos a juntarnos para siempre.

»Conozco a mi padre. Es una roca. Malditos sean Martín Lutero, la Reforma, Felipe II, Guillermo de Orange, el elector de no sé dónde, la paz de Westfalia, la revolución de no sé cuántos, el Syllabus, todo eso de que ha hablado mi padre esta noche... He aquí que ataja nuestros pasos y corta el hilo de vida que nos une, no Dios, autor de los corazones, de   —210→   la virtud y el amor, sino los hombres que con sus disputas, sus rencores, sus envidias, sus ambiciones han dividido las creencias, destruyendo la obra de Jesús, que a todos quiso reunirlos. No sé cómo hay alma honrada que lea un libro de historia, laguna de pestilencia llena de fango, sangre, lágrimas. Quisiera que todo se olvidase, que todos esos libros de caballerías fuesen arrojados al fuego, para que lo pasado no gobernara lo presente, y tantas diferencias de forma y de palabras murieran para siempre.

»Yo pregunto: ¿No es él bueno, no practica la ley de Dios? ¿Le querría yo si así no fuera? ¿No tiene un alma privilegiada? ¿Qué le diferencia de mí? Nada, un nombre vano, una palabrota, inventada por los malvados, para cubrir sus rencores. ¡Ay! Los que se aman son de una misma religión. Los que se aman no pueden tener religión distinta, y si la tienen, su amor los bautiza en un mismo Jordán. Quédense las sectas distintas para los que se aborrecen. Mirándolo bien, veo dos religiones, la de los buenos y la de los malos. A todos los buenos les pongo con Jesús. Váyanse con Barrabás todos los malos. ¡Concebir yo que Daniel no está con Jesús, concebir yo que Daniel no es de la religión de los buenos... eso no puede ser!

  —211→  

»Pero si digo esto mañana a la luz del día se reirán de mí. ¡Oh! ¡Dios poderoso, yo lo veo tan claro como la luz, como tu existencia, como la mía, y no puedo decirlo sin pasar por tonta a los ojos de tanto sabio!».

Y cuando esto pensaba, aquella voz secreta de su alma que otras veces le daba consejos de orgullo, decíale ahora: -«Levántate, no temas. Tu entendimiento es grande y poderoso. Abandona esa sumisión embrutecedora, abandona la pusilanimidad que te ha oprimido, y haz cara a las preocupaciones, a los errores, a las ideas falsas donde quiera que se hallen. Tú puedes mucho. Eres grande: no te empeñes en ser chica. Tú puedes volar hasta los astros; no te arrastres por la tierra».

Gloria oyendo esto decía:

-Sí, sí. Yo sé más que mi padre, yo sé más que mi tío. Les oigo hablar, hablar mucho con el sabio lenguaje de los libros, y en mis adentros digo: «con una palabra sola echaría abajo toda esa balumba de palabras». Ellos son buenos, están llenos de buena fe; pero no sienten el amor, que es el que ata y desata. Se fijan en la superficie; pero no ven el fondo. Yo, iluminada, lo veo y lo toco. No puedo equivocarme, porque una luz divina me acompaña, porque amo, porque las sombras que a ellos les oscurecen   —212→   la vista caen delante de mí. ¡Oh! si me atreviera... Yo he sido hipócrita; yo me dejé cortar las alas y cuando me han vuelto a crecer, he hecho como si no las tuviera... He afectado someter mi pensamiento al pensamiento ajeno, y reducir mi alma, encerrándola dentro de una esfera mezquina. Pero no: ¡el cielo no es del tamaño del vidrio con que se mira! Es muy grande. Yo saldré fuera de este capullo en que estoy metida, porque ha sonado la hora de que salga, y Dios me dice: «Sal, porque yo te hice para tener luz propia como el sol y no para reflejar la ajena como un charco de agua».

Gloria vertía lágrimas ardientes, su cerebro relampagueaba, y en sus sienes vibraban las arterias como los bordones de un arpa heridos por vigoroso dedo. Todo en ella gritaba:

-¡Rebélate, rebélate!... ¡Ay de ti si no te rebelas!

Y no pudiendo permanecer en molesta quietud, arrojose del lecho, para ir tentando en el vacío y adivinando con su febril mano los objetos, envueltos en profunda oscuridad.

-¿Dónde estás, Señor y Dios mío? -dijo.

Al fin puso la mano sobre el Cristo de marfil que presidía en su cuarto.

  —213→  

-Señor -exclamó-. ¿Es posible que consientas esto? ¿Para esto valía la pena de que expiraras en esta afrentosa cruz? ¿Se ha cumplido tu ley?

Después inclinó la cabeza sobre el pecho, exhalando un gemido, y puesta la mano ante los ojos lloró al sentir la amargura del cáliz. No tenía más que dos caminos: resignarse o rebelarse.

Las primeras luces de la mañana, entrando por las rendijas que en las maderas de la ventana había, resbalaron sobre el hermoso cuerpo medio vestido de la enamorada doncella. A un tiempo mismo afectáronla el frío y el pudor, y se acostó temblando. Durmiose al fin.



  —214→  

ArribaAbajo- XXVII -

Se va


Una mañana D. Juan de Lantigua dijo a su hermano:

-Veintiséis días hace que el extranjero está en nuestra casa. Ya oíste lo que dijo anoche.

-Sí; aunque nos tiene buena amistad, su delicadeza le ha impulsado a pedirnos la venia para marcharse. Bien se le conoce que no tiene ganas; pero no quiere abusar de nuestra hospitalidad.

-Aunque le dije anoche que se quedara algunos días más, no pienso instarle mucho. Conviene que se marche. ¿Qué te parece?

-Me parece bien.

-¿Y qué tal? -dijo D. Juan con cierta ironía-. ¿Estás satisfecho de tu conquista? Estos protestantes, querido hermano, mientras más   —215→   discretos son, más apegados viven a su herejía. Hay que dejarles.

-No creo lo mismo -objetó Su Ilustrísima-. Debe intentarse atraer al rebaño la oveja extraviada; llamarla, correr tras ella. Si a pesar de eso no quiere venir...

-Ya ves cómo tus esfuerzos no han tenido éxito.

-¿Qué sabes tú? Yo no pierdo la esperanza. Yo he hablado, él me ha oído. Derramé la palabra divina. ¿Puedes tú asegurar que no fructifique algún día?

D. Juan movió la cabeza indicando duda.

-Por de pronto -dijo-, bueno es que se marche. No es nada conveniente que ese hombre esté más tiempo en mi casa. Nos privamos de una excelente compañía; pero es preciso que salga de aquí. No carece de atractivos superficiales. Hay en todo él cierto brillo que fascina y encanta. Yo tengo una hija bastante impresionable...

-¿Pero qué, temes que Gloria?...

-No, no temo nada... ¿Cómo puedo imaginar que mi hija?... Hay aquí un abismo insuperable, la religión, y ante ese obstáculo creo que, no ya el buen juicio, sino la fantasía misma y la sensibilidad de una muchacha educada en el catolicismo deben detenerse.   —216→   No puede ser de otro modo... Pero con todo, aunque es grande mi confianza en ella, bueno es alejar hasta la más remota probabilidad.

-Me parece que has hablado cuerdamente -dijo D. Ángel-. Por mi parte nunca sospeché que pudiera suceder lo que tú temes. No concibo que existiendo el obstáculo religioso pudiera nacer el amor en una joven verdaderamente piadosa.

-Querido Ángel, no debe olvidarse que el amor es puramente humano.

-Y la religión divina, sí; pero...

D. Ángel se confundía.

-Nada que sea humano es imposible -afirmó D. Juan-. Por consiguiente, alejemos las ocasiones.

-Dices bien; nada se pierde en ello.

Después de este breve coloquio, D. Juan se dio la encerrona de costumbre, calentándose la cabeza con lecturas y el continuo escribir. Por la tarde dijo a su hija:

-Ya sabes que se va el Sr. Morton. Acaba de entregarme una cantidad considerable para los pobres de Ficóbriga. Entre tú, tu tío y yo la repartiremos.

Gloria no respondió nada, y a pesar de sus esfuerzos para aparecer serena, D. Juan creyó   —217→   ver alguna nube en aquel puro cielo del espíritu de su hija.

-¿Qué tienes? -le preguntó sorprendido y receloso.

-Nada -respondió-. Pensaba que no va a haber pobres para tanto dinero.

-¡Oh! Sí habrá. Ve buscando. También ha dado para las pobres monjas de ***. Ya se ve. El dinero es para este hombre, como para nosotros la arena de la playa.

-Pero no es él como el rico avariento.

-Eso no lo sabemos.

-¿Cree usted que no se salvará?

-Pregúntaselo a tu tío -dijo D. Juan riendo, a punto que D. Ángel entraba en el despacho-. Oye, Ángel, el problema que plantea mi niña. Me pregunta si Morton podrá salvarse. ¿Cuál es su religión? Se me figura que no tiene ninguna.

-¡Salvarse, salvarse!... -indicó el obispo frunciendo el ceño-. Ni siquiera sabemos a punto fijo cuáles son sus creencias. ¡Salvarse! ¿Piensas que esa cuestión puede resolverse con una palabra? Según y conforme se encuentre su alma. ¡Quién sabe las vicisitudes de esta en el momento de la muerte!... Pero aquí sale el Sr. Morton, dispuesto a abandonarnos.

Morton se inclinó respetuosamente para   —218→   besar el anillo a Su Ilustrísima. Después dio la mano a D. Juan y a Gloria. Estaba ligeramente conmovido, lo que a los dos hermanos no causó extrañeza, porque también ellos no veían con indiferencia la partida del náufrago. Su caballo le aguardaba en la plazoleta. Dos horas antes había mandado todo su equipaje con Gasparuco.

-¿Vendrá usted por estos barrios alguna vez?... -le dijo Lantigua apretándole de nuevo la mano.

-Sí señor. No pienso partir para Inglaterra hasta el mes que viene.

-Tendremos mucho gusto en verle -dijo D. Ángel con voz patética-. ¡Cuanto siento no ver en usted más que un amigo!

-Yo veo en usted algo más -repuso Morton con cariño-, veo un buen consejero, un admirable pastor de almas y una hermosa imagen de Dios.

-Mal pastor he sido con usted -manifestó el obispo con sentimiento-. Al ver que tan valiosa res se me escapa, debería romper mi cayado y decir: «Señor, mi inteligencia es limitada y no sirve para acrecentar tus dominios».

-El límite de los dominios de Él, ¿quién lo sabe? -dijo Morton.

-Es verdad. Es mucha verdad. Por eso yo   —219→   espero... yo espero siempre... ¿por qué no decirlo claramente? -repuso D. Ángel con enfado de sí mismo-. Yo espero que algún día será usted católico.

-Dios quiera que sea siempre bueno -dijo Daniel bajando los ojos.

Despidiose otra vez, no olvidando al doctor Sedeño, y después partió a caballo.



  —220→  

ArribaAbajo- XXVIII -

Vuelve


Al Oeste de Ficóbriga hay un pinar solitario y abandonado, vecino a la mar, expuesto a todos los vientos, en tal disposición que siempre, por leves que estos sean, suenan con murmurante música las ramas. Espesísimo en el centro, se clarea en sus extremos formando anchas calles, y algunos pinos se separan del grupo, corriendo hacia el arenal o hacia la montaña, como si hubieran reñido con sus compañeros. Corre por medio una cerca de rústica arquitectura, donde piedras y yerbas se confunden formando al parecer una sola familia. Al pie de los pinos crecen mil encantadoras florecillas azules de rara especie que no son conocidas en los jardines, y parece que brillan entre los helechos como pedacitos de cielo que las tempestades arrancan de la gran bóveda del mundo,   —221→   esparciéndolos por el suelo. La naturaleza está allí sola, atenta a sí misma, regocijándose en su paz nemorosa, y los caminantes creen oír una vibración de aquella música callada de que habló el poeta, y que en tal sitio les dice: «no me turbéis».

Una tarde de Julio la alfombra de helechos fue hollada por un caballo, y Daniel Morton que lo montaba echó pie a tierra junto a la cerca. No tenía que esperar, porque a dos pasos de allí, fiel y puntual como las horas, estaba Gloria. Toda la hermosura de la tarde templada y serena se había concentrado en su persona, según la veían los ojos del cariñoso amante, y ella era el cielo azul, la mar profunda y llena de patéticas armonías, el suelo fresco y salpicado de sonrisas, la dulce umbría del bosque con su balsámico ambiente, la luz que a trechos entraba por los claros, semejantes a las ventanas de una catedral.

Gloria miró a todos lados.

-No hay nadie -dijo Morton.

-Siempre me parece que alguien nos ve -dijo Gloria-. Anteayer cuando volvía encontré a Teresita la Monja, la mujer de D. Juan Amarillo.

El insecto que aleteaba sobre las flores, la araña que se descolgaba por una cuerda casi   —222→   ideal, una vela en el horizonte, un escollo, que con el movimiento del agua se tapaba y se descubría como el que acecha, asomando a intervalos la cabeza... estos eran los únicos testigos.

-No hay nadie -repitió Morton.

-Pero algún día habrá alguien -dijo la señorita de Lantigua con tristeza-, y seremos expulsados de aquí como lo fuimos de mi casa, y no habrá playa ni bosque que nos ampare. En las siete veces que hemos venido aquí hemos tenido suerte; pero ¿sucederá otra vez lo mismo? Todo está lleno de ojos suspicaces que miran, Daniel.

-¿Por qué siendo buenos los dos, vivimos como criminales? No hemos faltado a la ley de Dios, y sin embargo huimos, como el incendiario que ha pegado fuego al techo del rico. ¿Por qué esto?

-Eso pregunto yo: ¿por qué? Dios mío, ¿es posible que tú hagas esto?

-Él no lo hace -dijo Daniel con melancolía-. Estamos tocando la obra de estas sociedades perfeccionadas, que juzgándose dueñas de la verdad absoluta, conservan las leyes de casta como en tiempo de los filisteos y de los amalecitas.

-Yo he pensado anoche que lo que los hombres   —223→   han hecho los hombres pueden deshacerlo -repuso Gloria, regocijándose en contemplar el semblante de Morton, cuya hermosa mirada parecía descender de lo alto de la cruz-. No es tan difícil. Estudiemos un medio... ¡Pero es particular que siempre, por más que nos propongamos lo contrario, hemos de hablar de cosas tristes!

-¿No ves que hablamos de religión? Y la religión es hermosa cuando une; horrible y cruel cuando separa.

Morton acercó su rostro, fijando la vista en los ojos de Gloria.

-¿Qué miras? -preguntó esta retrocediendo un poco.

-En tus pupilas negras -dijo Daniel riendo-, estoy viendo el mar y el cielo. Es admirable lo bien que se reproduce en esa pequeña convexidad todo el paisaje. Cuando pestañeas se borra y luego vuelve a aparecer.

-No atiendas a tonterías y piensa en lo que te he dicho -replicó Gloria-. Mira, tienes una cosa en la barba.

-¿Qué?... ¿aquí? -repuso Morton echando mano a la barba.

-No, más hacia la boca... Es un gusanito muy chico que ha caído de las ramas de un pino.

-¿Aquí?

  —224→  

-No tanto... Más hacia la boca. Aquí.

Diciéndolo, arrancó Gloria con los dedos de la barba de su amado el extraño objeto y lo tiró lejos.

Como se caza una mariposa al vuelo, Daniel le cazó la mano y se la besó con frenesí.

-Gloria, ¿de qué quieres que hablemos? -exclamó-. Si nada podemos decir que no sea triste como los pensamientos del condenado a muerte.

-Nosotros también somos condenados a muerte -dijo la señorita retirando su mano-. Y lo que es peor, condenados inocentes...

-Como del presidio los presidiarios -dijo el hamburgués-, nosotros sacamos de nuestras cunas una marca en la frente. Nadie en el mundo nos la puede quitar.

-¿Nadie? No tanto -observó Gloria-. Pidamos fuerza a Dios y Él nos abrirá camino.

-Pero se necesita valor, un valor muy grande, vida mía.

-¡Un valor muy grande! Por Dios -exclamó la doncella con pena-, no aumentes las dificultades en vez de allanarlas. Si eres valiente lo seré yo también.

-¿Por qué me respondes así?... Querido amor mío, cuando llegan los conflictos supremos, los grandes sacrificios están cerca.

  —225→  

-Sí, es preciso hacer un gran sacrificio, Daniel; pero ese sacrificio lo debe hacer uno de los dos. ¿A cuál le tocará, a ti o a mí?

Morton cayendo en profunda tristeza, fijó los ojos en el suelo.

-A los dos, querida mía -dijo al fin.

-¿Los dos? -repitió Gloria algo confusa-. No te entiendo entonces. La cuestión es muy sencilla. Daniel: no la compliques. Somos dos... nos amamos; pero ¡ay! si nuestras almas adoran a Dios, vivimos cada cual en Iglesia distinta. Aquí sobra una religión, hijo.

-Es verdad, sobra una religión, y es preciso eliminarla -dijo Daniel sombríamente.

-Es preciso rendir ese tributo a la sociedad. ¿Tú qué piensas de esto?

-Que la sociedad es terriblemente feroz, y con mucha dificultad se aplaca.

-Eso quiere decir -manifestó Gloria con enojo-, que no hay solución posible. Yo abro las puertas y tú las cierras.

Morton suspiró, mirando al cielo, señal evidente de que no veía puertas abiertas ni cerradas en ninguna parte.

-¿Por qué suspiras así? ¿qué tienes? -preguntó Gloria con el impaciente desasosiego de un alma alborotada.

  —226→  

-Nada... pensaba en mi desgracia que es más grande, infinitamente más grande que la tuya.

-No... no -dijo Gloria rompiendo a llorar-. Estoy convenciéndome de una cosa, de una cosa muy triste... ¡Ah! Daniel, tú no me quieres a mí como yo a ti.

-Gloria, vida mía, Gloria, por Dios -exclamó el extranjero besando las manos de su amiga-, no me mates con tus quejas... Si supieras cuánto padezco, yo que he estado a punto de despreciarlo todo, nombre, familia, el amor de mis ancianos padres, de perderlo todo por ti... yo que aun en este momento vacilo y tiemblo, igualmente aterrado por la idea de poseerte y por lo terrible del sacrificio que me impones. Claramente lo has dicho: es preciso quitar de en medio una de las dos religiones.

-Sí.

-Y como si echáramos suerte, le toca a la mía, ¿no es eso lo que piensas?

-Tú eres hombre. El hombre debe sacrificarse por la mujer.

-En este asunto, la sentencia debe caer sobre el que tenga creencias menos firmes. ¿Cuáles son las tuyas?

-Creo en Dios uno, Señor del cielo y de la   —227→   tierra -exclamó Gloria con la mano puesta en el pecho, y elevando al cielo los ojos llenos de lágrimas y de la luz divina-; creo en Jesucristo, que murió en la cruz para redimir al género humano, creo en el perdón de los pecados y en la resurrección de la carne, en la vida perdurable... Te desafío a que seas tan explícito como yo. Nunca me has dicho de un modo claro cuáles son tus creencias.

-Gloria, tu fe es tibia en muchas cosas ordenadas por la Iglesia... Me lo has confesado.

-Es firme y ardiente en lo principal.

-Todo es principal. Pregúntalo a tu tío.

-No tengo necesidad de declararme contraria a ciertas cosas.

-Entonces no eres buena católica. Es preciso creerlo todo absolutamente. Ya ves que...

-¿Que he de ver?

-Que yo soy más religioso que tú, porque creo todo, absolutamente todo lo que mi religión me enseña.

-Eso quiere decir -afirmó Gloria ahogada por la pena-, que el sacrificio debo hacerlo yo.

Morton no contestaba.

-Esto quiere decir -manifestó al fin-, que moriremos, Gloria, que moriremos, y que Dios hará con nosotros en otro mundo lo que es imposible alcanzar en este, porque este mundo,   —228→   amiga de mi corazón, no es para nosotros.

Gloria se levantó y con la inspiración sublime de quien pone el pie en la puerta que conduce al martirio, exclamó:

-¡Adiós!

Morton, asiéndole las puntas de los dedos de ambas manos, tiró de ella. Gloria cayó de nuevo en su asiento de piedra.

-No hará el sacrificio uno de los dos, sino los dos a un tiempo -afirmó Daniel.

-Jesucristo, que murió en la cruz -dijo ella-, Jesucristo, a quien adoro, me ha enseñado el modo de hacerlos yo sola, si es preciso; pero si me da fuerzas para aceptar el de la vida, no me las da para aceptar el cáliz de un escandaloso cambio de religión por casarme a disgusto de mi familia. ¡Oh, Dios mío, dichosas las tierras donde la religión está en las conciencias y no en los labios, donde la religión no es una impía ley de razas! Andamos por aquí como las reses marcadas con hierro en su carne. ¡Que haya esclavitud en todo, Dios mío, menos en el corazón!

Concluyendo su ardiente protesta, Gloria se levantó de nuevo, repitiendo:

-Adiós, adiós para siempre.

-Has pronunciado la palabra terrible -dijo Morton con amargura-; la palabra que ha venido   —229→   a ser nuestra única solución. ¡Adiós! No hay otra fórmula, Gloria. Yo sentía en mi alma esta palabra; pero no podía ni debía decirla. Tú la has dicho.

-Porque tú acabas de arrancarme toda esperanza.

-Porque no hallo solución alguna a nuestro conflicto, porque es imposible, porque no hay remedio, porque no puede ser de otra manera.

-Sea, pues -dijo Gloria, cayendo en triste abatimiento.

-Dios lo quiere así.

-Nos separaremos para siempre.

-Mañana.

-No, hoy mismo, ahora mismo -afirmó la señorita con viveza.

-¡Oh, grandeza del sacrificio! No, no es tanto lo que yo pedía -exclamó Morton con enérgica exaltación-. Noble y hermosa es tu alma, Gloria. Si como dices, nos separamos para siempre, déjame que te vea algún tiempo más. Piensa en mi soledad, que va a ser como la de los mares, siempre revueltos en sí mismos, y en su lejana inmensidad, sin testigo. Gloria, vida mía, sol de mi vida: óyeme, no me dejes así. Si cuando desaparezcas de mis ojos quedo con recelo de haberte ofendido, padeceré mucho...

  —230→  

Gloria se levantó.

-Todavía no, aguarda -dijo Morton deteniéndola-. Grande es mi fe en quien hizo los cielos y la tierra, en quien a ti te hizo. Poniéndole por testigo, juro que te adoro, que mi boca no profirió expresión que no fuese verdad, que te adoro, y que jamás, mientras respire, ningún otro amor más que el tuyo entrará en mi pecho, ni en mi memoria otro recuerdo que el recuerdo de ti.

Gloria sentía temblar las manos de Morton que le oprimía sus manos, y en su rostro sentía el aliento de él y la reverberación de sus ardientes miradas. La doncella se agitó gimiendo, como la espiga devorada por la llama. Su corazón se deshacía.

-Gloria -añadió él con el acento de quien llama al que no ha de responder-; Gloria, yo arrastraré toda mi vida un remordimiento muy pesado, si no te confieso ahora que soy un malvado, un malvado, porque no debí amarte y te amé, porque no debí mirarte y te miré. Tus ojos, tu gracia, tu hermosura, tu bondad y tu alma toda me cautivaron... Olvidándome de las leyes terribles que nos separan, me acerqué a ti. Reconozco que mi deber entonces era huir, huir antes de que el mal fuese irremediable; pero fuí débil, conocí que me amabas, y tu espíritu   —231→   encadenaba al mío. Se necesitaba ser Dios para no caer en este lazo. Ya viste mi conducta. En vez de abandonar a tiempo tu casa, quedeme en ella. Después creí que un favor especial del cielo allanaría los obstáculos; pero ha pasado el tiempo, y los obstáculos subsisten más terribles e imponentes cada día. Ha llegado el tiempo del envilecimiento o del retroceso, y tú me das el ejemplo. Tú eres grande; tú sabes hacer lo que yo, miserable, no supe. ¡Maldito sea yo, que vi la felicidad y no la pude poseer! Te devuelvo a tu casa, a tu religión, y te devuelvo pura, inmaculada... Por Dios, ¿no ves tú, no ves clara y patente la honradez de mi alma?

-Sí -repuso Gloria entre angustiosos sollozos.

-¿Conservas alguna sombra de recelo con respecto a mí?

-No.

-¿Me creerías digno de ti, si una fatalidad de nacimiento no lo impidiera?

-Sí.

-Pues ahora -dijo resueltamente el extranjero levantándose-, separémonos.

-Para siempre -dijo Gloria levantándose también.

Pálida y grandiosa en su dolor, parecía el   —232→   ángel de la muerte cuando viene a llevarse un alma. Daniel la abrazó. La señorita de Lantigua ocultó la frente en el pecho de su amigo, regándolo con sus lágrimas durante breve rato.

-Dame un recuerdo tuyo -dijo Morton.

-La memoria fiel no necesita recuerdos materiales.

-Es verdad: yo no los necesitaré; pero si te vas, no te vayas toda. Dame aunque sea un cabello.

Gloria se llevó la mano a la cabeza y separó de ella una mata de pelo.

Sonriendo en medio de su pena, con esas terribles palpitaciones o vagidos humorísticos que tiene el dolor, dijo:

-No hay tijeras.

-No importa -dijo Morton-. Lo cortaré yo...

Y con los dientes, en medio minuto, cortó el pelo.

-Es casi de noche.

-Para mí ya todo es noche -murmuró el extranjero.

Se separaron algunos pasos; pero volvieron a juntarse. Eran como la playa y la ola que siempre parece que huyen la una de la otra, y siempre se están abrazando. Por fin, cuando la   —233→   noche estuvo más cerca, por los cerros lejanos, tierra adentro, se veía un jinete que marchaba despacio, inclinada la cabeza sobre el pecho. Su figura negra perjudicaba a la armonía del risueño paisaje, y parecía que después que él pasaba todo volvía a estar alegre.

Hacia Ficóbriga caminaba Gloria arrastrando la pesadumbre de su dolor, como el imitador de Cristo a quien este ha dicho: «toma tu cruz y sígueme». Todo en derredor suyo respiraba paz y el dulce reposo de los campos. Volvían los bueyes de las praderas y del trabajo, tardos, paso a paso, cabeceando con sus pesadas testas y sus nobles semblantes llenos de gravedad. Las mujeres de la aldea iban en opuesto sentido, llevando sobre la cabeza largos panes de más de media vara, y los pescadores ponían a secar sobre el altozano de la Abadía las húmedas redes, en cuyas mallas resplandecían aún como limaduras de plata las escamas de las sardinas.

Todo esto lo vio Gloria, y todo se vestía de aquel fúnebre luto de su alma.



  —234→  

ArribaAbajo- XXIX -

Se fue


Al día siguiente muy de mañana, las persianas del cuarto de Gloria se abrieron de par en par, y la luz penetró a punto que ella se asomaba. La doncella esparció su vista por el campo y la villa, y deteniéndola en los árboles del cementerio, pensó así:

-Ahora, hermanitos míos, vosotros sois mis únicos amores.

No lejos de la ventana, corría el camino real y por él los hilos del telégrafo, que plantaba a lo largo sus escuetos postes a distancias iguales que parecían pasos. En los alambres venían a posarse todas las mañanas algunos pájaros, que habían encontrado muy bueno aquel casi invisible punto de descanso en medio de los aires, y después allí parece que contemplaban la casa y la ventana abierta, donde   —235→   la señorita de Lantigua aparecía temprano a saludar el día y bendecir a Dios.

Esta no creía que aquellos graciosos seres fueran las almas de sus hermanos juntas con las de otros niños, porque no podía creer tal cosa; pero en su mente se asociaba tal espectáculo con el recuerdo de las dos personitas a quienes Caifás había llevado al cementerio en azules cajas tristísimas. Ello es que uno y otro día solía contemplar con amor a los pájaros del alambre, sintiendo no verlos cuando los alejaba la lluvia. Contribuía a formar esta rara ilusión la circunstancia de haber sobre el cementerio de Ficóbriga una gran arboleda, que parecía ser el cuartel general de aquellos vagabundos. Gloria les veía salir de allí en bandadas y volver a la caída de la tarde, haciendo gran ruido, hasta que vencidos del sueño callaban dentro del espeso ramaje, y el cementerio se quedaba sin música.

Pero aquel día Gloria proyectaba su tristeza a todo lo creado. Si pudiera existir luz negra, ella sería el sol de ella. El contrasentido de las palabras no está en las ideas, porque el mundo estaba alumbrado con el negror de su alma. En vez de sonreír ante las avecillas que en el alambre la esperaban como todos los días, creyó ver la figura de sus dos hermanos muertos,   —236→   que se le acercaban tal como estaban en las cajas azules el día del entierro, amarillos como cera los rostros, tan frescas aún las flores de sus coronas como secas las de sus mejillas, cubiertos de blancas vestiduras rizadas y encintadas; pero venían con los ojos abiertos dando la mano el mayor al más pequeño y moviendo los piececillos por el aire. Señalando la tierra le decían: «Sólo aquí se está bien».

Gloria miró luego a la torre de la iglesia y experimentó viva sensación de miedo y antipatía. La torre era una idea, y su espíritu chocó, rebotando con dolor, en aquella idea, como el ave ciega que tropieza en un muro. De pronto una voz subió del jardín diciendo:

-Gloria, ¿no bajas? Te espero hace un rato para ir a la iglesia.

Era D. Ángel, que salía para decir su misa en la Abadía. Gloria le acompañaba siempre con gozo; mas en aquel día sintió frío en el corazón y un extraño ímpetu de rebeldía. Uniose, sin embargo, con sumisión y cariño al bendito prelado; mas cuando entró en el templo renovose en su alma el terror, porque aquellas piedras bárbaramente blanqueadas no la dejaban respirar, oprimiéndola con su peso.

Cuando D. Ángel salió al altar, Gloria llamó todas las fuerzas de su alma, su piedad   —237→   y su fe, y no en vano, porque D. Ángel era un santo y la impiedad no era posible en su presencia. La turbada doncella luchaba con las dolorosas repugnancias que surgían en su espíritu, débiles aún, pero que crecían enroscándose, como las culebras al salir del nido, y cuando vio que los dedos del anciano alzaban la hostia, en su pecho se elevó una manera de ola que fue creciendo, creciendo hasta caer como catarata, y entonces Gloria se deshizo en lágrimas y dijo:

-Señor, Señor, yo también sabré padecer y morir.

D. Juan de Lantigua, que observaba bien cuando quería observar y por aquellos días había dado un poco de la mano a sus trabajos literarios, notó que en su hija ocurría algo. Meditó en ello algunos ratos, y como la sospecha es hermana de la cavilación, diose a hacer juicios más o menos temerarios, pero sin pensar nada contrario a la honestidad de la joven, porque esto, dicho sea en honor de ambos, no le cabía en la cabeza. Sus sospechas y recelo versaban sobre otro orden de cosas. Él y su hermano conferenciaron sobre esto.

-Gloria -decía D. Juan a su hermano una mañana en el cuarto de este-, no está tranquila.   —238→   Algo pasa en su espíritu. Le he oído frases y reticencias que indican gran trastorno en sus ideas religiosas. Su imaginación es fuerte, y su entendimiento, inclinado a remontarse sin guía, es susceptible de caer en grandes errores. Además temo mucho a su sensibilidad.

Gloria entró.

-Hija mía -dijo su padre-. Otros años has recibido a Dios el día de Santiago. ¿Hace mucho que no cumples el precepto?

-Desde Pascua -repuso ella palideciendo como el delincuente que se siente menos fuerte que el juez.

-¡Oh! es mucho, mucho tiempo -dijo Su Ilustrísima con bondad, dejando caer ambas manos sobre los brazos del sillón en que estaba sentado.

-¿Por que no confiesas hoy o mañana -manifestó D. Juan afectando indiferencia-, para que puedas comulgar el día de Santiago? Mira: se me ocurre que yo debo hacer lo mismo, y esta tarde confesaré. Juntos recibiremos a Su Divina Majestad.

-Mi confesor, el padre Poquito, no está ahora en Ficóbriga -dijo Gloria.

-¿Eso qué importa, tonta? Antes confesabas con tu tío.

-Sí, cuando era niña.

  —239→  

-¿Y ahora por qué no?

-Ven acá, mansa ovejuela -dijo D. Ángel sonriendo-. ¿Tienes vergüenza? Ya se ve... con esos pecadazos tan tremendos que tienes...

-Pues me retiro -dijo D. Juan, a tiempo que su hermano extendía amorosamente el brazo derecho para agasajar con paternal cariño a la penitente.

Gloria no pudo decir una palabra. Desfallecía. Cayó de rodillas, y D. Ángel le rodeó el cuello con su brazo, diciendo:

-Vamos a ver, hija mía.

Silencio: la confesión de un alma ha empezado. Ante acto tan solemne, el más hermoso que existe en religión alguna, el narrador calla. Nadie tiene derecho a inmiscuir su atención irreverente en este diálogo del alma con Dios. Lector, cierra el libro, y espera.