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Hospitalidad a medias


Había pasado más de una hora cuando sintió ruido de pasos. Un hombre subía la escalera. Daniel le reconoció al instante.

-¡Caifás! -exclamó levantándose.

-Sr. Morton -dijo Mundideo con asombro.

El gozo que se pintaba en el semblante de Morton era vivísimo. Tomó a Caifás del brazo y le dijo con acento conmovido:

-Tú también me conoces; pero tú no me rechazas.

-Parece que no ha podido usted encontrar alojamiento -dijo Caifás.

-Y tú me ofreces el tuyo. ¡Cuánto me alegro de encontrarte, José! Eres una aparición divina. Me hielo de frío. Tengo mi equipaje en el Ayuntamiento, y no quieren dármelo hasta mañana. Mi criado está preso.

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-Ya lo sé... Que un caballero tan poderoso pase la noche en la calle...

-¿En dónde está tu casa?

-Aquí, muy cerca -repuso Caifás, demostrando el diligente afán que nace de la verdadera gratitud-. ¿Pero qué es eso que brilla en el suelo? Parecen tres monedas de cinco duros.

-Es dinero que se me cayó -repuso Daniel-. Puedes tomarlo.

Mundideo recogió los centenes y los entregó a su dueño.

-Guárdamelos -dijo Morton-. Después me los darás. ¿Y tus niños?

-Buenos, señor... Vamos por aquí... Ande usted con cuidado para no tropezar.

Pasada una pequeña planicie sombreada por dos o tres plátanos de corpulenta talla, abrió Caifás una puertecilla practicable en un muro de mampostería y entraron en un terreno que parecía huerta.

-¿Qué es esto? -preguntó Daniel sin soltar el brazo de Mundideo que le guiaba en la oscuridad.

-Esta es la alcoba grande donde todos hemos de dormir.

-¡El cementerio de Ficóbriga! -exclamó el hebreo sintiendo frío en sus huesos y un asombro que le impelía a detenerse.

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-Esto es muy húmedo -dijo Caifás-. No se detenga usted.

-Ya veo las cruces... ¡cuántas cruces!... ¿y esa mole blanca...?

-Es el sepulcro que se está construyendo para D. Juan de Lantigua.

Morton se quedó más frío, más asombrado, y en su pecho se enroscaba una serpiente que no le permitía respirar.

-¿El Sr. D. Juan... -murmuró-, está aquí?

-Junto a él pasamos -dijo Caifás descubriéndose-. Los pequeñitos están aquí a la derecha.

Morton se descubrió también.

-Ese gran enterramiento que se está labrando -añadió José-, es para toda la familia.

-¡Para toda la familia!... ¿Pero tú vives aquí...? ¿en este triste sitio?

-Sí señor. Yo soy el sepulturero de Ficóbriga. Mal destino, señor; pero pienso dejarlo pronto... Ya llegamos. Entre usted.

Pasaron a un patio y del patio a una casa humildísima. Caifás, después de encender luz, guió a su amigo por estrecho carrejo a una pieza no pequeña donde había varios muebles, descollando entre ellos un inválido sofá de paja de Vitoria. Una puerta comunicaba la tal pieza   —106→   con otra que debía ser alcoba, porque Caifás señalándola, dijo:

-Ahí dormimos mis hijos y yo. Sacaré mi cama a la sala, donde estará usted con más desahogo.

-Gracias, no necesito cama. Dame una manta y descansaré en este sofá... Al fin he encontrado un hombre, un verdadero hermano... Pero te compadezco, amigo. No podías haber elegido un oficio más detestable.

-Pronto lo dejaré a quien lo quiera -repuso Mundideo, poniendo en el sofá manta y almohada-. Ahora, Sr. Morton, mi situación no es tan precaria como cuando usted tuvo la bondad de favorecerme.

-Me alegro infinito. ¿Has variado de fortuna?

-Así, así.

La actitud de Caifás frente al israelita era algo cohibida. Sus miradas indicaban el mayor respeto y la singular veneración que su favorecedor le inspiraba; pero a tal respeto uníase cierto recelo o más bien repugnancia, torpeza en las palabras, miedo quizás. No era preciso ser zahorí para conocer que el pobre Mundideo padecía y que su conciencia hallábase enfrente del más grande y aterrador enigma que jamás se le presentara.

-¿Y cómo has mejorado de fortuna? -preguntó   —107→   el extranjero acomodándose en el sofá.

-Puse una taberna en la cual me fue muy mal. Pero hace poco murió un tío materno en Veracruz...

-¿Y has heredado?

-Poca cosa; mas para mí es un capitalazo. Como está el dinero en un Banco de Inglaterra, no lo he cobrado todavía. Dicen que vendrá la semana que viene, y para entonces, Sr. de Morton...

Caifás miró al suelo.

-¿Qué?

-Para entonces le devolveré a usted su dinero.

-¿Qué dinero?

-El que usted tuvo la bondad de darme cuando yo estaba en la Cortiguera.

-No te lo di para que me lo devolvieras.

-Pero yo lo devuelvo porque tal es mi deber.

Estaba Caifás en pie y en actitud de sumisión, pálido, descubierta la cabeza. Acababa de dejar sobre la mesa las tres monedas recogidas del suelo poco antes.

-¿Tú deber? -dijo Morton en tono de ira.

-Sí señor... yo... ¿Cómo lo diré de modo que usted no se ofenda? ¿Cómo lo diré sin que mi favorecedor me crea ingrato?

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-Dilo pronto.

-Pues yo no sabía que usted...

-Ya -dijo Morton volviendo el rostro con ademán de amargo desprecio.

-No se ofenda el Sr. D. Daniel, ni crea que soy malo, ni que dejo de apreciarle... Yo... vamos no sé lo que me pasa... No lo puedo remediar. Cuando supe la muerte del Sr. D. Juan y que usted era...

-Yo soy judío -dijo Morton gravemente.

-Sí -añadió Caifás sollozando-, y su dinero de usted Sr. D. Daniel, me quema las manos... El confesor me dijo que devolviera ese dinero aunque para ganarlo tuviera que estar barriendo las calles con mi lengua, o cargando piedras como un asno, o tirando del arado como un buey. Felizmente puedo devolver lo que no debí tomar, no...

-Calla, calla... -exclamó Morton oprimiéndole con airada violencia un brazo, y pálido de ira-: calla, idiota... estás hablando como una bestia... ¿Qué dices de mí?... ¿Por qué juzgas mi alma? ¿Quién eres tú, miserable gusano, para condenar a eterno abandono a otro hombre, hechura de Dios como tú; quién eres para fallar contra mí, contra mí que te he favorecido? ¿Sabes que la conciencia hace al hombre, y la ingratitud, la negra ingratitud,   —109→   es la única conciencia de los malos?

El extranjero sonrió con sarcasmo.

-¡Oh! yo no soy desagradecido, no señor, ¡eso no! -gritó Caifás con verdadera angustia-. Si supiera usted leer en mi conciencia... No sé lo que me pasa. Yo le he adorado a usted como se adora a los que están en los altares... yo he rogado a Dios por su salvación más que por la mía. Pídame todo lo que tenga, y hasta la última hilacha de mi casa será suya. Me quitaré el pan de la boca porque usted no padezca hambre, y partiré con usted mi casa, aunque para ello pierda mi destino y esté pidiendo limosna toda la vida.

-Lo que te pido no es abrigo, que puede darlo un árbol, un tronco, una peña, una cueva, una mina, sino el dulce amparo de la amistad, de la benevolencia, de la grata compañía.

-Cuanto sea caridad y agradecimiento tendrá usted siempre de mí -dijo Mundideo con acento de emoción- Pero...

-¿Pero qué...?

-Quiero decir -repuso9 Caifás con gran turbación de voz-, que no quiero su dinero... no quiero su dinero...

-¡Supersticioso! Tu alma es dulce y piadosa; pero cede a las infames ideas del vulgo.

-Mi conciencia me manda que no tenga con   —110→   usted ninguna clase de relaciones, más que las de la caridad.

-No querrás ser mi amigo, como se entiende la amistad social; no querrás frecuentar mi trato, ni servirme, ni tener conmigo la comunidad de vida y el cambio de ideas que por lo común existe entre los que profesan una misma religión.

-Usted lo ha dicho muy bien... eso es lo que yo quería decir, pero no sabía decirlo.

-Si no te lo impidiese la ingratitud, ¿me aborrecerías, José?

-Con todo mi corazón -repuso vivamente el sepulturero-. Con toda mi alma. Cómo podría querer al que ha hecho derramar tantas lágrimas a una familia que adoro, al que mató al padre y deshonró a la hija.

Morton sintió que cada palabra era un lanzazo con que aquel hombre hería su corazón; pero al tocar tan delicado punto, sentíase débil y no tenía fuerza para protestar.

-No juzgues de lo que no conoces -dijo sordamente-. Yo creí que siempre serías mi amigo, pero me has engañado. Al verte me alegré, porque esperaba adquirir por ti noticias de la persona que amo y sin la cual no puedo vivir.

-De la señorita Gloria...

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-¿Sabes algo de ella...? ¿la ves? -preguntó Morton con ansiedad.

-Sé mucho -dijo Caifás con misterio y hostil intención-. La veo con frecuencia, pero a usted, a usted, no puedo darle ninguna noticia.

-¿No me dices lo que hace, si está buena, si está alegre, si sale...?

- Sólo diré que es muy desgraciada.

-Quizás deje pronto de serlo.

Caifás movió la cabeza en señal de duda y después lanzó un gran suspiro.

-¿Y has dicho que la ves?

-Todos los días.

-¿No me das ninguna noticia?

-Ninguna -replicó sordamente Caifás, guardando en su pecho las palabras, como si echara un muerto al hoyo-. Una sola, una sola diré, y es que siempre veo en ella un ángel del cielo, tan ángel después de su caída como antes.

-Dices bien. Gracias, José: tú eres hombre de corazón... Me han asegurado que la opinión de este pueblo le es muy desfavorable.

-Mucho. Dicen que la señorita está mal con Dios. Ayer ha pasado una cosa muy rara. La señorita envió un ramo para que se pusiera en las alforjas del borriquito que acompaña al   —112→   Salvador. En cuanto el animal sintió encima las flores, principió a dar coces y las arrojó contra la pared. Todos los que tal vieron quedáronse horrorizados.

-¿Y tú, tú eres capaz de creer tan grosera superstición?

-Ni la creo ni la desmiento. Cosas muy peregrinas pasan en el mundo. ¡Oh, yo he visto tanto!...

-¿Y la gente de aquí cree eso?

-Como el Evangelio lo creen todos. No se habla de otra cosa en Ficóbriga.

-¡Qué horrible estupidez! Pero tú no lo creerás.

-No señor, no, no lo creo -afirmó Caifás después de un instante de duda-. La señorita es un ángel del cielo, lo digo y lo repito.

-Muy bien, amigo mío, muy bien. Puedes decir y repetir otra cosa, y es que la señorita saldrá de su desdichada situación y será feliz.

-Eso no...

-¿Por qué?

-Porque es buena cristiana y usted...

-¿Y yo qué?

-No me haga usted decir lo que no debe decirse al que nos ha favorecido.

-Pues bien... dejemos esto. Háblame de ella tan sólo. Cuéntame todo lo que sepas.

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-Sé mucho.

-Pues dímelo todo, todo.

Caifás se llevó los dedos a la boca para pillarse con ellos, a guisa de tenazas, sus carnosos y oscuros labios.

-De mi boca no saldrá una palabra, ni una sola, que pueda servir a usted para sus planes.

-Mis planes son buenos.

-Eso Dios lo sabe.

-¿Y tú no? ¿No lo sabes tú que tienes pruebas de mi modo de proceder, tú que ya me conoces bastante?...

-Yo no sé nada, nada- gruñó Caifás con aturdimiento-. Yo no sé nada. Usted es un misterio para mí, Sr. Morton, usted es un ángel y una calamidad, lo bueno y lo malo juntamente, el rocío y el rayo del cielo... Yo no sé qué pensar, yo no sé qué sentir delante de usted... Si le amo, me parece que debo aborrecerle; si le aborrezco me parece que debo amarle. Usted es para mí como demonio disfrazado de santo, o como un ángel con traje de Lucifer... No sé nada, no sé nada, señor Morton.

Callaron ambos. Grave y cejijunto, doblemente horrible por su fealdad natural y la expresión de recelo que había en su semblante,   —114→   Caifás contemplaba a Daniel desde regular distancia, sentado, los brazos en cruz, la cabeza ligeramente inclinada, la vista atónita y algo torva. Jamás se había presentado a una conciencia problema semejante, y aquel hombre rudo vio desarrollarse en su espíritu todo el panorama inmenso de los problemas religiosos, sintiéndose turbado y atormentado por ellos de una manera confusa y mal definida. Vio que en su interior se elevaban fantasmas y oyó esas aterradoras preguntas que en lo íntimo del espíritu son formuladas por misteriosos labios y que rara vez reciben contestación. Otro hombre de inteligencia más cultivada habría sacado de la meditación de aquella noche alguna idea clara, alguna negación terrible quizás, algo absoluto aunque fuera lo absolutamente negro del ateísmo; pero Caifás no sacó nada, ni luz completa ni tinieblas, sino confusión, aturdimiento, el caos, el claro-oscuro incierto del alma humana cuando la fe vive arraigada en ella, y la razón, como diablillo inquieto evocado por la magia, entra haciendo cabriolas, enredando y hurgando aquí y allí.

Mucho tiempo duró la meditación de ambos. El caballero parecía dormir, pero velaba. Pasaron las horas y rodó la noche con ese voltear majestuoso y taciturno que la asemeja a   —115→   un cerebro que piensa en silencio y reposo, lleno de misteriosos sones, de imágenes y vagas ideas que se entrelazan como los círculos movibles de la retina de los cerrados ojos del que vela. Ya muy tarde, casi de día, Morton dijo a Caifás:

-¿No te acuestas?

-No tengo sueño -replicó el enterrador-. Estoy pensando, pensando cosas extrañas que no me dejan dormir.

-Parece que luce la aurora... Deseo hablar al Sr. D. Buenaventura.

-¿Tan temprano?

-¿Ese señor, madruga?

-Se levanta con los pájaros.

-Pues te ruego que vayas allá y le digas de mi parte que estoy aquí a su disposición.

Caifás no se movía.

-¡Qué! -dijo Morton con ira-. ¿También te niegas a servirme en esto?

-En esto no -repuso Caifás levantándose-. Voy a llamar al señor.



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ArribaAbajo- XI -

Diez y ocho siglos de antipatía


No eran las seis cuando D. Buenaventura y Daniel Morton estaban solos en la habitación de Caifás. Los chicos habían sido enviados a la calle por su padre, y este después de ahondar un poco la sepultura abierta en la tarde anterior se ocupaba en enterrar a uno de esos pobres muertos que entran en la inmensidad misteriosa de la descomposición subterránea sin amigos, sin cánticos religiosos, sin lágrimas, sin flores, sin mortaja. Para esos todo es materia y verdadero polvo.

Ambos caballeros después de contemplar un instante tan triste escena, se sentaron junto a una mesilla con tapete de hule que en mitad de la pieza había. Uno y otro callaban, hallándose bastante perplejos y diciendo para sí: «¡Él hablará primero!». Por fin, D. Buenaventura entabló la conversación:

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-Nada necesito indicar a usted -dijo con torpeza-, de las inmensas desgracias que han caído sobre mi familia. Usted las conoce bien; y yo al verle acudir tan puntual a mi llamamiento, debo creer que no es indiferente a ellas, aunque no sea sino por el remordimiento de haberlas causado.

-Es la segunda vez que vengo después de aquellos terribles días -repuso Morton-. Esto prueba que no soy un criminal fugitivo; y al volver con tanta insistencia al lado de los que ofendí, demuestro que deseo ardientemente desagraviarlos.

-Ahora se probará. Yo he llamado a usted contra el deseo de mi familia y de la misma Gloria. Separándome de su opinión en materia tan delicada, creo que esto puede arreglarse. Hablando se entienden las personas. Me he propuesto que este grave mal sea reparado, y... qué sé yo... se me figura que lo conseguiré, si hallo en el autor de nuestra deshonra las ideas elevadas, la dignidad y el sentimiento del honor que supongo siempre en todo caballero bien educado, cualquiera que sean su secta. He tomado informes en Madrid, y por personas de su raza de usted a quienes estimo mucho, he sabido que no tendré que habérmelas con un calavera, ni con un hombre corrompido y sin   —118→   conciencia, insensible a los estímulos del honor.

-¡No soy un malvado para usted!... -dijo el hebreo con expresión de gratitud-. Mayor consuelo no podía yo recibir después de los ultrajes de que he sido objeto en Ficóbriga... ¡No soy para usted un apestado, un réprobo, un paria, un hombre ignominioso colocado fuera de todas las leyes!... ¡No inspiro horror, no huye usted de mí, no se cree condenado por darme la mano!...

-Mi opinión sobre usted no es definitiva -indicó D. Buenaventura gravemente-. Dependerá de la conducta de usted y de la facilidad con que se preste a una inteligencia conmigo.

-La tolerancia que hallo en usted -repuso Daniel-, me da mucha esperanza, predisponiéndome a los mayores sacrificios.

-¡Sacrificios!... esa, esa es la palabra -dijo Lantigua con gozo y energía-. De eso es de lo que se trata. Aquí, señor mío, nos hallamos en presencia de un problema terrible, la religión; la religión que en diversidad de aspectos gobierna al mundo, a las naciones, a las familias. De ella no es posible prescindir para nada. Casi siempre es consuelo y estímulo y fuerza que impulsa; ahora se nos ha puesto enfrente con amenazadora gravedad, y es para   —119→   usted y para nosotros obstáculo implacable, desunión, discordia, una montaña que se nos cae encima.

D. Buenaventura dio un suspiro. Daniel Morton suspiró también.

-Pero quizás estamos dando a esta dificultad importancia mayor de la que realmente tiene -añadió el caballero español, no sabiendo cómo abordar la cuestión-. Para toda persona que se estima y que sabe dar a los deberes sociales su valor propio, hay leyes categóricas que no admiten distingos, ni sutilezas, ni interpretaciones; habló de las leyes del honor.

-Las leyes del verdadero honor -dijo Morton gravemente-, son las leyes morales que emanan de la religión o de la filosofía. Fuera de esto, todo es convencional y falso.

Por un momento estuvo suspenso don Buenaventura, pero al punto dominó sus ideas y repuso:

-En rigor, eso es verdad. Pero dejémonos de generalidades. Usted tiene el deber ineludible de reparar la injuria que ha hecho a mi sobrina. Para esto es necesario un sacrificio. ¿Qué importa? El honor lo exige, lo exige esa ley que rige todas nuestras acciones, ley que viene no sé yo de dónde, pero que es ley, ley. Es una religión sin teología, por lo cual no admite   —120→   cismas ni heterodoxias. Su única herejía es la falta de valor... Aquí se nos presenta una virtuosa y angelical señorita deshonrada, una víctima preciosa e inocente, y esa víctima exige de usted un gran sacrificio.

-¡El sacrificio de la religión!

-Justo.

-¿En nombre del honor?

-Justo.

-Eso quiere decir que antes que la religión es el honor. ¿Y si yo dijera que la mayor deshonra consiste en la abjuración de la fe en que se ha nacido?

-Eso depende de los motivos por que se haga. En un caso como este no.

-¿Me permitirá usted que ponga un ejemplo y le interrogue?

-Con el mayor gusto -dijo Lantigua orgullosamente, creyéndose con argumentos más fuertes que su contrario.

-Pues bien, supongamos que va usted a Hamburgo, a Amsterdam, a Londres...

-Ya, ya veo su intención. Supongamos que amo a una joven israelita, que... Vamos, que se repite este caso con los términos invertidos.

-¿Se apresuraría a hacer la reparación debida sacrificando su religión?

-Según fuera la joven.

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-Como Gloria, lo mismo que Gloria. Se supone que la amaría usted con pasión irresistible.

-Hombre, eso de hacerse judío es demasiado fuerte. Comprendo que se abrace el protestantismo, cualquier cosa... Pero, en fin, concedida la pasión, las circunstancias terribles de este caso... sí... aseguro a usted que me haría judío.

-Señor de Lantigua -dijo Morton con entereza y dignidad-. Usted no tiene religión; usted no es católico.

Asombrado y balbuciente se quedó el español; mas repuesto de pronto de su confusión, dijo:

-Soy católico sincero, por educación, por convicción, por el ejemplo santo de mis virtuosos hermanos, porque creo que el catolicismo es la religión más perfecta, porque si algún momento flaquease mi razón, vendría a fortalecerme el recuerdo de mi amorosa madre, y con recordarla sólo, la fe que en ella hizo sublimes prodigios de virtud, a mí me daría también fuerzas y consuelo; soy católico, porque veo en Jesucristo, Hijo de Dios, el más admirable ejemplo de perfección moral que puede ofrecerse al hombre, porque creo sinceramente en el perdón de los pecados y en la vida eterna.

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-Nada de eso prueba una fe muy ardiente. Acepta usted lo que más le acomoda y lo demás lo rechaza. Pero aun con fe tan tibia no le creo a usted capaz de hacerse judío por amor, por el cariño de una mujer, por cosas de un día.

-Y por deber, por la responsabilidad terrible de una gran falta -añadió Lantigua con energía-; por estas razones y otras no vacilaría en cambiar, al menos aparentemente, la religión más aceptable por la más desacreditada.

-¡Aparentemente!... ¡Es decir, con reservas mentales!... -dijo Morton lleno de confusión.

-¡Ah! veo que usted es más intolerante en su religión falsa que yo en la mía verdadera. Yo concedo algo, usted nada. Es preciso que usted siga mi ejemplo. Verá cómo no soy fanático, ni intransigente, ni mojigato. Me atrevo a esperar que mi creencia se asemeja bastante en el fondo a la de usted o a la de cualquier otro hombre del siglo.

-¿Cómo? -preguntó Morton con curiosidad.

-¿Será posible que en el fondo no pensemos lo mismo, Sr. Morton? Se me figura que sí. Óigame usted con atención. Yo creo que la fe religiosa tal como la han entendido nuestros padres, pierde terreno de día en día, y que tarde o temprano todos los cultos positivos tendrán   —123→   que perder su vigor presente. Yo creo que los hombres buenos y caritativos pueden salvarse y se salvarán fácilmente, cualquiera que sea su religión. Creo que muchas cosas establecidas por la Iglesia, lejos de acrecentar la fe, la disminuirán, y que en todas las religiones y principalmente en la nuestra sobran reglas, disposiciones, prácticas. Creo que la salvación de los cultos consistirá, si llega a verificarse, en volver a la sencillez primitiva. Creo que si los poderes religiosos se empeñan en acrecentar demasiado su influencia, la crítica acabará con ellos. Creo que la conciliación entre la filosofía y la fe es posible, y que si no es posible, vendrá el caos espantoso. Creo que cada vez es menor, mucho menor, el número de los que creen, lo cual me parece funesto. Creo que ninguna Nación ni pueblo alguno pueden subsistir sin una ley moral que le dé vida; y si una ley moral desaparece, vendrá necesariamente otra... Esto que declaro, y que es lo que pensamos ¿a qué negarlo? todos los hombres del día, es de esas cosas que pocas veces se dicen, y yo las callo siempre porque la sociedad actual se sostiene, no por el fervor, sino por el respeto a las creencias generales. Las circunstancias en que nos encontramos oblíganme a abrir a usted mi pensamiento, mostrándole todo lo   —124→   que hay en él, y a hablarle con entera franqueza; pues ni mi nombre, ni el respeto que debo a la memoria de mi hermano muerto y a las virtudes acrisoladas del que vive concuerdan bien con estas ideas que a pesar mío exhibo. Y al hacerlo así, revelando lo que nadie hasta hoy ha oído de mis labios, espero hallar un eco en su pensamiento, cierta concordancia remota, porque teniéndole a usted por hombre instruido en las ideas corrientes, no es posible que esté tan rigurosa y tenazmente aferrado a la secta más desautorizada de todas. Creo, finalmente y para decirlo todo de una vez, que el fondo moral es con corta diferencia uno mismo en las religiones civilizadas... mejor dicho, que el hombre culto educado en la sociedad europea es capaz del superior bien, cualquiera que sea el nombre con que invoque a Dios.

Breve pausa siguió a esta profesión de fe. Morton miraba fijamente el hule de la mesa, y absorto en el grave asunto, se ocupaba maquinalmente en retorcer una hilacha que sus manos habían encontrado allí.

-Estimo la declaración -dijo sin alzar los ojos de la mesa-. Ya sabía yo que muchos adalides del partido católico son racionalistas in pectore. Ahora en cambio de sus concesiones yo voy a hacer otras.

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D. Buenaventura decía para sí:

-¡Quién me había de decir que yo vaciaría estas heces de mi conciencia delante de un judío!... Pero es preciso transigir, sí, transigir, ceder un poco, para que él ceda otro poco y nos entendamos.

-Mi familia, como la de usted -dijo el hebreo-, se ha distinguido por su fervor religioso; ha sido y es, como la de usted, una familia respetada y querida por sus virtudes y su generosidad; ha tenido y tiene gran prestigio en nuestra raza, por sostener con noble tesón la idea de la consecuencia israelita en medio de la desgracia en que vivimos y de la degradación en que han caído muchos de nuestros hermanos. Yo he sido educado con prolija solidez de principios. Me han infundido la fe, más en la conciencia que en la imaginación, hablándome poco a los sentidos y mucho al alma. Además me han inculcado la idea de que por nuestra religión fueron revelados al mundo los grandes principios que lo rigen, y que no pierden su valor por las modificaciones que recibieran en un día memorable. Me han enseñado a amar una ley que contiene todo lo bueno y todo lo verdadero, pues ninguna verdad moral posee el mundo que no se halle en mis libros. Al afirmar esto, no llegaré al extremo de creer que   —126→   fuera de mi ley todo es corrupción, inmoralidad, mentira, como hacen aquí, no; yo también cederé, imitándole a usted, y diré que los preceptos morales por los cuales nos regimos son los mismos que gobiernan el alma cristiana, los mismos que gobiernan a todos los hombres que tienen preceptos. No sé que haya en pueblos civilizados ninguna religión, cuya moral diga: «Matarás, mentirás, robarás, harás daño a tu prójimo...».

-Muy bien, muy bien -dijo Lantigua radiante de satisfacción-. ¿Ve usted cómo nos acercamos? ¿Qué queda entre nosotros?... El culto, la forma, la liturgia, un fantasma, señor Morton.

-¡El culto!... -exclamó Daniel solemnemente-. ¿Y a eso llaman ustedes fantasmas? Para ustedes lo será, para mí no.

-¿Es posible que quien piensa como usted piensa, dé valor?...

-Sí, doy valor al culto, y valor inmenso.

-¿Por qué?

-Porque es nuestra nacionalidad. No tenemos patria geográfica y nos la hemos formado en la comunidad de prácticas religiosas y en la observación de la ley. Por razón de nuestro estado social tenemos más íntimamente confundidas que ustedes la patria, la familia,   —127→   la fe. Para ustedes la religión no es más que la religión; para nosotros además de la religión, es la raza, es una especie de suelo moral en que vivimos, es la lengua, es también el honor, ese honor de que usted me ha hablado y que en nosotros no se concibe sin la consecuencia, sin la constancia en amar una augusta y venerable fe, por la cual somos escarnecidos.

-Todo eso es de forma; al fondo, al fondo -dijo Lantigua con impaciencia-. Usted ha demostrado creer que su religión no es en lo moral superior a la mía.

-Lo es por la antigüedad y por la sencillez. Creo firmemente que cuanto Dios ha revelado al hombre está en mi ley. Todo lo demás es postizo. No aborrezco al cristianismo por falso ni por malo, sino por cruel e inútil.

A D. Buenaventura se le vinieron a la boca mil argumentos terribles, abrumadores, sin réplica; pero se contuvo antes de enunciarlos, y llenándose de paciencia, siguió escuchando.

-Hay razones históricas y sociales -añadió el hebreo-, razones terribles, amigo mío, para que nuestra abjuración sea más deshonrosa que la de otro hombre cualquiera.

D. Buenaventura dejó ver una sonrisa de desdén.

-Además de que siento un instintivo amor   —128→   al Dios de mis padres, y aborrecimiento invencible a la inútil innovación cristiana...

A D. Buenaventura se le acababa la paciencia.

-Déjeme usted seguir. Además de esto, obedezco a una ley de raza: ¡y qué terribles son las leyes de raza! El mismo valladar insuperable establecido por los cristianos para que vivamos moralmente separados del resto del linaje humano, aviva y enciende más nuestra consecuencia, porque las injurias que hemos recibido, la expulsión de España, el injusto odio de los pueblos cristianos nos aferran más a nuestro dogma, fórmula de la patria entre nosotros. ¡Abjurar!... ¡Pasarnos a este enemigo implacable que durante diez y ocho siglos nos ha estado insultando, escupiendo y abofeteando; que nos ha expulsado, nos ha quemado vivos, nos ha arrojado de todas las ocupaciones honrosas, nos ha cerrado todas las puertas, nos ha prohibido todos los oficios, dejándonos sólo el más vil, el de la usura; que nos ha llenado de denuestos groseros, apartándonos de todo lo que puede llamarse fraternidad y negándonos hasta el goce de los derechos naturales; que nos ha considerado siempre como una excepción en la humanidad, como una raza abyecta y manchada, y nos ha estado martirizando   —129→   con la infame y absurda nota de deicida, ¡de haber matado a Dios!... No, no puede ser, entre nosotros no habrá un solo hombre de honor que se pase a este implacable y feroz enemigo. Diez y ocho siglos de venganza por haber dado muerte a un filósofo, el más grande de los filósofos si se quiere, es demasiada crueldad.

-Merecido baldón ha sido -dijo D. Buenaventura- y lo prueba la espantosa duración del castigo. Un año, diez, un siglo, pueden equivocarse. Mil ochocientos años no se equivocan. Su fallo merece respeto.

-No tendrá jamás el mío -declaró Morton con furor-. Ha tocado usted la fibra más delicada de mi corazón, de un corazón que tiene el acendrado fuego de la raza. Yo siento la pasión de mi nacionalidad perdida, de mi culto sencillo y grandioso, de mi pueblo desgraciado y escarnecido que conserva en sí un fondo admirable de valor moral. Sí, quisiera tener mil bocas para decirlo con todas ellas. Un pueblo que ha resistido diez y ocho siglos de desprecio, un pueblo que subsiste después de mil ochocientos años de verse proscrito, errante, vejado, humillado, es digno de mejor suerte.

-Procuren ustedes mejorarla -dijo Lantigua con ironía.

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-Yo he pasado horas en amarguísima tristeza pensando en la suerte infeliz de mi raza. Desde que tuve uso de razón, comprendí, a pesar de vivir en la mayor opulencia, que en nosotros había un gran vacío, aunque no me podía explicar cuál era; comprendí que una nube siniestra nos envolvía, que no éramos como los demás, que la sociedad nos había marcado... He pasado la mayor parte de mi juventud en tétricas meditaciones sobre nuestro aflictivo destino social, y con esto el amor que siempre tuve a mi casta, a mi grandiosa historia, se inflamaba más cada día hasta llegar a una vehemencia que hizo creer en la pérdida de mi razón. Mi juventud ha sido un delirio doloroso, un sueño en que se han confundido los intentos más atrevidos con las ideas más nobles. He soñado con la rehabilitación del judaísmo; he soñado con borrar la maldición horrible; he pasado años enteros en soledad sombría, como los anacoretas cristianos, meditando en la pasión y crucificación de un pueblo inocente, y después, lanzándome al mundo y a los viajes infatigables por todos los países donde había israelitas, he tomado el tiento a la terrible carga de esta empresa. Mas a pesar de hallarla muy pesada, no he renunciado a echarla sobre los hombros, y en horas de duda o vacilación he   —131→   sentido en mí un aliento poderoso, una inspiración, una solemne voz de mi ultrajado Dios que me decía: «Adelante».

»Y a un hombre de tal temple, a un hombre que tiene el fanatismo santo de su casta, que no vacila en morir cien veces por ver realizada una rehabilitación que el siglo cree imposible; a un hombre que no es de estos vanos creyentes del día superficiales y corrompidos ni sabe mirar con indiferencia las cosas de Dios y del corazón y del corazón, le dice usted: «Abandona todo eso y ven a humillarte aquí delante de mí; ven a besar esta cruel mano que te ha estado abofeteando por espacio de diez y ocho siglos; ven a adorar al filósofo crucificado en cuyo nombre hemos decidido que eres una bestia».

-En nombre de Jesucristo -dijo D. Buenaventura, sintiendo que en su corazón había sido tocada una fibra de sentimiento, aunque estaba muy honda y el dolor no era grande-. En nombre del que redimió al género humano transformando toda la tierra. Parece mentira que en un entendimiento cultivado y claro exista obcecación semejante, ¡Dios mío, lo que es nacer en el error!... Pero hay una cosa que me hace poner en duda la sinceridad de su fanatismo. Si tan lleno estaba usted de la idea de su raza, si esta idea le ocupaba por entero, si regía   —132→   completamente su vida y sus actos todos, regulando sus sentimientos, ¿cómo, Sr. Morton, cayó usted en la debilidad de enamorarse de una mujer cristiana?

-Dios nos somete a durísimas y terribles pruebas. Los católicos tibios que piensan poco en Dios, los ateos que le niegan y los racionalistas cristianos que le han despojado de sus maravillosos atributos personales, no comprenderán esto, y reirán con impía necedad de las pruebas a que me refiero. Yo no soy así. Creo en las pruebas como en los castigos. Mi insensato y desvariado amor es una de aquellas. He caído, he caído con pecado nefando y he sentido las más terribles y congojosas dudas que pueden imaginarse. ¿Qué debo hacer? ¿En qué grado deben interesarme respectivamente mis deberes sociales y mis deberes religiosos? Aquí tiene usted la gran duda que me ha traído a la mayor desesperación, y a desear ardientemente la muerte, la madre muerte, que todo lo resuelve.

-Yo no le he llamado a usted -dijo Lantigua gravemente-, ni usted ha venido tampoco, para entregarse a una desesperación inútil. Es preciso ser razonable, abordar la cuestión, esta cuestión terrible que se nos ofrece en presencia de mi sobrina, inocente y buena y hermosa;   —133→   de mi hija debo decir, pues por tal la tengo.

-Es verdad. Yo he venido deseoso de abordar la cuestión y de resolverla.

-¿Cómo? Después de lo que acabo de oír -dijo D. Buenaventura con acento de indignación-, parece que, según usted, el horrendo sacrificio debe hacerlo ella.

-No, no; comprendo que eso no puede ser... Hay otro medio.

-No alcanzo ninguno.

-Si yo no creyera que hay otro medio, no hubiera venido, me habría quedado en Londres.

-Es verdad.

-Sólo el acudir puntual a su llamamiento, indica que mi deseo es...

-Conciliar... bien.

-Pero esta conciliación no puede celebrarse sino entre ella y yo, entre su conciencia y la mía.

-Es necesario -dijo Lantigua con interés-, es necesario que usted la vea. Ella le recibirá a usted. Ya se lo he dicho y tendrá que obedecerme.

-El problema es difícil; pero quién sabe... Creo que en la cuestión de fe no nos sería difícil llegar a una concordia provisionalmente aceptable... pero la cuestión de forma es la más terrible.

  —134→  

-Ahí, ahí está el quid. ¿Pero será imposible buscar una fórmula?

D. Buenaventura que en su vida política, no por cierto muy larga ni muy brillante, había descollado en el arte de buscar fórmulas, creía posible en la ocasión que ahora relatamos lucir nuevamente su ingenio. Pensando en esto dijo para sí:

-No se presenta mal. ¡Algo duro está! Veremos; creo que repetidas conferencias entre los dos han de abrir algún camino... Todavía me queda un argumento muy fuerte, un argumento de corazón, de ternura, y ese lo dejo para cuando sea oportuno. Ahora no lo es.

-Nada podemos adelantar, mientras yo no la vea y hable con ella -dijo Morton con inquietud.

-La verá usted. Su repugnancia es mucha; pero yo la venceré. Tenemos dificultades por todas partes. No contábamos con el disgusto y la alarma que su presencia de usted produciría en este piadosísimo pueblo. Las ideas de mi familia tampoco nos son muy favorables. Mi hermana se empeña en dirigir la mente de Gloria al ascetismo, y esto no me gusta.

-¿Y el señor D. Ángel?

-No está aquí. Menos temor me infundiría   —135→   él que mi hermana... ¡Una fórmula! ¡Hallar una fórmula! ¿Pero esto es tan difícil?... Se me figura que entre los tres llegaríamos a una solución lisonjera, o al menos admisible. ¡Todo menos la deshonra de esa infeliz!...

-Que yo la vea, que yo la vea es lo principal -dijo Morton con ardor.

-La verá usted...

-Que pueda yo además mostrarme libremente en el pueblo, y que cese el absurdo horror que inspiro; que pueda ir a todas partes; que mi nombre no sea una blasfemia...

-¡Oh! -dijo Lantigua hondamente preocupado-. Es preciso ante todo redimirle a usted de esta horrible abominación pública, indigna de la cultura moderna.

-Sí, sí.

-Y darle a usted alojamiento digno, decoroso, a la luz del día; que no viva oculto como los ladrones.

-Sí, sí, también eso.

El buen banquero miró fijamente al suelo, sosteniendo su barba con los dedos de la mano derecha.

-¡Ah! -exclamó de improviso, dándose una palmada en la frente-. Tengo una idea, una idea felicísima.

-¿Cuál?

  —136→  

-Permítame usted que no se la diga por ahora.

-Pero...

-Tendrá usted alojamiento decoroso, y se modificará o se atenuará por lo menos el rigor de esa implacable opinión pública... Hoy mismo notará usted las consecuencias de mi idea.

-Deseo saberla.

-Confíe usted en mí -dijo el banquero levantándose-. Nos veremos luego. Voy a ocuparme de usted.

No quiso dar más explicaciones el noble señor de Lantigua, y salió dejando al hebreo en confusión no menos grande que la que tenía al principio de la conferencia. Morton se asomó a la ventana y vio a Caifás enterrando otro muerto.

-Un enemigo menos en Ficóbriga- pensó.

En tanto Lantigua corría presuroso en busca del señor cura D. Silvestre Romero.



  —137→  

ArribaAbajo- XII -

La fórmula de D. Buenaventura


En la tarde del Domingo de Ramos y cuando después de rota y deshecha la procesión se retiraron consternadas a su casa Gloria y Serafinita, esta mandó a Roque con toda diligencia a Villamojada para que pusiera en la estación telegráfica el siguiente despacho:

«A D. Ángel María, cardenal de Lantigua, arzobispo de X***, en el palacio arzobispal de Tolouse (Francia). -Gravísimo peligro. Enemigo en Ficóbriga. Ven al punto. Serafina».

El Sr. D. Ángel había sido elevado en Noviembre anterior a una silla metropolitana, digna recompensa de sus altos merecimientos y preclaras virtudes. En Febrero concediole Su Santidad la púrpura, y a principios de Marzo partió para Roma a recibir la birreta. Regresaba en Abril apresuradamente para tomar posesión de su nueva diócesis antes de la Semana Santa, y al atravesar Francia para entrar   —138→   por Bayona, sintiose acometido por su fiero enemigo, el reúma. Encolerizarse contra el reúma y el mal tiempo y la humedad habría sido encolerizarse con Dios: por lo tanto, llenose de resignación, y en vez de irritarse, suspiraba. No obstante la cojera, insistía en proseguir el viaje; pero los médicos ordenáronle descanso y el arzobispo de Tolosa de Francia, grande amigo suyo en el Concilio, le invitó a que descansase. No lo hizo de muy buen grado Su Eminencia; mas las traidoras piernas se negaron a obedecer al corazón. Escribió a su hermana y entre otras cosas le decía:

«No estoy tan mal que no pueda ponerme en camino si un urgente negocio lo exige. Si ocurre algo muy grave en nuestra familia, o si se presentara en Ficóbriga el antedicho sujeto (en los primeros párrafos de la carta hablaba de él), avísamelo sin pérdida de tiempo, pues aunque deba ir arrastrándome seguiré mi itinerario».

De las intenciones y pensamientos del señor cardenal no tenemos aún conocimiento exacto, y casi nos atrevemos a creer que Serafinita, a pesar de su buen deseo, no los interpretaba con estricta fidelidad. En cuanto a D. Buenaventura ya sabemos que deseaba resueltamente poner fin a aquel duro conflicto   —139→   por medio del matrimonio. No había duda para él respecto a la medicina; pero la fórmula de esta se ocultaba a su perspicuo entendimiento del ilustre banquero y hombre de mundo. ¡La fórmula! He aquí el secreto. Era preciso ser Arquímedes, Galileo, Newton, es decir, poseer el genio y la inspiración sublime de los grandes descubrimientos para encontrar aquella fórmula.

D. Buenaventura militaba públicamente en el partido católico, el cual ha extendido a todas las cosas la intolerancia, que es el nervio del dogma. Pero es ley fatal también que al combatir con un enemigo que emplea determinada táctica, se aprende esa táctica, y se la adopta después. Eso le pasó a D. Buenaventura; y el hábito de los parlamentos, del salón de conferencias y de la política menuda enseñole sin saber cómo el fino arte de las transacciones. Era que su espíritu por el frecuente combate con las habilidades llegó a inficionarse de ellas primero, a usarlas instintivamente después, y por último a creerlas buenas y necesarias.

Había defendido enérgicamente aunque sin elocuencia la unidad rigurosa del culto, y eran de oír sus palabras calificando los matrimonios contraídos por personas de diferentes creencias; pero una cosa es la declaración teórica y otra el hecho abrumador y elocuente, más persuasivo   —140→   que cuanto encierran las bibliotecas. Ante aquel hecho que directamente hería su corazón, D. Buenaventura vaciló mucho, concluyendo por admitir la imprescindible necesidad de un arreglo. Este arreglo era posible con tal que se encontrase una fórmula.

Amaba tan tiernamente a su sobrina Gloria, que en su corazón no la distinguía de sus propias hijas. En Madrid había tomado informes de Morton, y por el barón de W... y otros israelitas con quienes tenía relaciones de amistad o de negocios, supo nuestro banquero las sobresalientes cualidades de todos los individuos de la familia de Daniel y de Daniel mismo.

-O yo valgo poco, o los caso -decía Lantigua-. Sobre la conveniencia y la posibilidad de esto no hay duda. El cómo, la pícara fórmula es lo que falta.

Desde que llegara a Ficóbriga, confió a Romero su pensamiento, y este se mostró muy dispuesto a admitirlo. Ambos discutieron, indagaron, escudriñaron. Por último, D. Silvestre lleno de interés por la señorita de Lantigua, decía:

-No hay más remedio sino que es preciso sacarla de tan triste situación. Aquí no se trata de teorías, se trata de un hecho, de un hecho   —141→   innegable, evidente, terrible. Comprendo que para evitar estos hechos se establezca la unidad religiosa más intolerante, que se expulse, que se queme, que se condene, que se fulminen rayos... pero ya no se trata de prevenir, sino de reparar. No habrá ninguna autoridad divina ni humana que se atreva a decir en presencia de esto: «quédese el mal como está...». Lo que falta es la fórmula, una formulita.

D. Silvestre fue desde entonces cómplice de todos los planes de su noble amigo. Ambos, sin dejar de ser muy católicos y de manifestar las más férreas opiniones, cada cual según su estilo, eran hombres de mundo; habían tomado el tiento a la sociedad, habían sufrido la fascinación de lo práctico el uno en sus negocios, el otro en sus luchas contra la Naturaleza; habían dicho: «conviene huir de la corriente para que no nos arrastre; pero si por desgracia viene un brazo de mar y nos quiere llevar, es tontería luchar con él: hay que sortearlo».

D. Buenaventura no admitía de ninguna manera el matrimonio puramente civil en aquel caso; ni entraba en sus miras que Gloria fuese a casarse a un país extranjero. Para él la fórmula más aceptable hubiera sido aquella en que el matrimonio se verificase con todas las apariencias de concordancia religiosa.

  —142→  

-Me basta -pensaba-, me basta con que ese hombre nos conceda una farsa de abjuración... Será un malvado si no lo hace... Piense luego en su interior como le dé la gana. Al fin y al cabo el fondo, el fondo de todas las creencias ¿no es uno mismo? La sociedad nos obliga a establecer diferencias en el culto; pero esas diferencias deben desaparecer ante un deber social también muy poderoso... He aquí la fórmula, sí, ya la tengo; se la propondré. Una conversión fingida, con reservas mentales... ¡Oh, Dios, Dios! Es imposible que tú no seas uno mismo para todos... ¡Ah!... esta es una de esas pícaras ideas que nosotros los hombres de peso no decimos nunca, nunca; no, no se pueden decir; pero es la taimada idea, la saltona y diabólica idea que tenemos asentada en el fondo de la conciencia... Si mi hermano sospechase esto...

El día de la conferencia que hemos descrito, habló con D. Silvestre antes de misa mayor y ambos se pusieron de acuerdo sobre la conveniencia de rehabilitar al hebreo en el concepto público de Ficóbriga, y proporcionarle una entrevista con Gloria.

-¡Ah! -decía D. Buenaventura-. Si esa desgraciada se empeña en no verlo, yo probaré que tengo autoridad. Bueno es el misticismo;   —143→   pero ahora se trata de ajustar una cuenta con la sociedad. La de Dios está ya saldada y el perdón de nuestra pobre huérfana debe de haber sido puesto a la firma allá arriba. Estoy seguro de esto, segurísimo.

Y pensando luego en Morton decía siempre:

-Se me figura que los mayores obstáculos no vendrán de parte de él. Su fanatismo más que de religión es de raza... Y si aún vacilara tengo un argumento poderoso, que guardo para la ocasión crítica, un arma de sentimiento, de ternura, con la cual pienso herir en él la fibra más sensible...

Desde el Lunes Santo empezó a correr por Ficóbriga un rumor que en pocas horas dio la vuelta a todo el pueblo y penetró en todas las casas, como un aire fuerte y súbito que sorprende abiertas las puertas y hasta el más hondo rincón se introduce. El rumor era que el Sr. Morton había ido a Ficóbriga con el fin santo de abrazar el catolicismo. Divulgose esta noticia que era buena con la rapidez de las malas, haciendo efecto poderoso en pueblo tan crédulo como sencillo. No hubo una sola boca que de esto no se ocupase en todo el lunes y martes, y por do quier oíanse exclamaciones de alegría y comentarios optimistas. Hubo quien asegurase haberlo oído de los labios del   —144→   mismo cura o de los no menos respetables de D. Juan Amarillo. Causaba igual pasmo la noticia de que el extranjero había sido alojado decorosamente en una de las buenas casas de Ficóbriga, y que se esperaba de un instante a otro al Sr. D. Ángel de Lantigua para echar los Evangelios al neófito.

Inútil es decir que estos rumores llegaron a la casa de Lantigua y hallando abierta la puerta se metieron dentro y subieron y bajaron dando vueltas a toda la casa. Pero no entraron sólo por conducto de los criados, sino que el mismo cura, al enunciarlos con su venerable boca, les dio autoridad. El martes por la tarde fue a la casa a ver a su querida penitente, y delante de ella y de D.ª Serafina habló de la estupenda noticia que por el pueblo corría. Apoyole D. Buenaventura; mas las dos hembras no dijeron nada.

-Si es cierto -dijo Romero decidido a que la idea penetrase donde debía penetrar-, si es cierto, esta conversión será muy sonada. Aquí tenemos al jornalero de las viñas que ha venido tarde; pero que recibirá, según Jesucristo, la misma soldada que los que vinieron pronto. Grandísima gloria será esta conversión para nuestra humilde villa, y también para mí que tuve la dicha de sacar de las aguas...

  —145→  

Viendo que aparentemente no prestaban atención a sus palabras, volviose a D. Buenaventura y prosiguió así:

-Yo le saqué de las aguas como se saca un pez; de modo que si yo no le hubiera pescado... Y aquí viene bien repetir lo que dijo Nuestro Señor Jesucristo a los Apóstoles cuando recogían sus redes en las orillas del lago de Genesareth: «Seguidme y os haré pescadores de hombres». He aquí que si al fin le bautizo yo, puedo decir con doble motivo que he pescado a un hombre.

Gloria, que leía los oficios del Martes Santo, miraba tan de cerca el libro, que parecía no poder hallarse en disposición de entender la lectura si no se metía las letras dentro de los ojos. Serafinita permanecía inmutable y silenciosa, como si su espíritu, su voluntad y sus creencias se hallaran en esfera superior a todos los miserables eventos de la tierra.

Cuando el cura salió, D. Buenaventura le dijo:

-Basta con que lo sepa... La idea ha de hacer efecto. No es cerebro de paja el suyo, y cuando una idea entra en él... ya, ya levantará buen remolino... ¡Ah! Sr. D. Silvestre... Se me figura que he encontrado la fórmula, esa deseada fórmula.



  —146→  

ArribaAbajo- XIII -

El secreto


Por la tarde, miércoles, Serafinita acompañó a su sobrina a dar un paseo por el jardín. Departían sobre cosas triviales; pero la señorita hablaba tan poco, que a veces D.ª Serafina tenía que suspender su discurso y preguntarle dulcemente:

-¿En qué piensas?

-En nada -respondió Gloria.

-En mucho -afirmó la señora sonriendo-. No creas que te riño por eso. Bien sé que no es cosa fácil purificar completamente el pensamiento de ideas mundanas. Aún lucharás mucho, padecerás congojas, sufrirás terribles asaltos de la mala idea, batallarás horriblemente antes de que tu pensamiento limpio y libre se pueda consagrar por entero a Dios... Para llegar a este lisonjero fin, hija mía, no hay mejor   —147→   camino que el de la desgracia, y prueba evidente soy de ello... Pero has de poner algo de tu parte. Desáhuciate de una vez... Esta idea es dolorosísima pero muy saludable. Piensa en el ejemplo del tratante de perlas, que presentó Nuestro Señor Jesucristo; y fue que viendo el mercader una perla más hermosa que todas, vendió las que tenía para comprarla. Del mismo modo tú, para comprar la perla del reino de los cielos, es fuerza que vendas todas, absolutamente todas las que posees.

-Menos una -contestó Gloria tímidamente.

-Dios no agradece los sacrificios de las cosas pequeñas, sino los de las grandes... ¿Qué le has ofrecido hasta ahora? Los placeres del mundo, las relaciones sociales, tu fama, tu reputación... Eso no vale nada: lo que Él quiere es tu corazón. ¡Los corazones son las joyas con que se obsequia al Eterno Padre! esos son los diamantes y las perlas de que está formado su trono... ¿Crees que basta el perdón de las injurias, la humildad y la conformidad en sufrir desaires y calumnias?

-Ya sé que ese mérito no es grande, querida tía -dijo Gloria-, ya sé que hay sacrificios mayores, mucho mayores. ¡Dichosas las almas que tienen fuerza para hacerlos!... Para perdonar   —148→   a mis enemigos creo que no necesito probar la desgracia. Si en otro tiempo los hubiera tenido, los habría perdonado del mismo modo. De la humildad no puedo vanagloriarme, porque no la tengo completa, yo sé que no la tengo; y en cuanto a los desaires y calumnias, escasa virtud hay en sufrir pacientemente los primeros, que bien poco valen. Las segundas, si existen, no han llegado a mis oídos.

-Pues sí, existen las calumnias, querida hija, eres calumniada y voy a decirte cómo, para que perdones a las bocas maldicientes.

-No es calumnia hablar de mi deshonra.

-No se trata de eso; se trata de verdaderas calumnias, de falsedades indignas y deshonrosas, propaladas por personas que se llaman amigas nuestras y que nos deben respeto y consideración, o por lo menos, la caridad que a todos los cristianos nos une.

-Tristes son los desaires de que he sido objeto -repuso Gloria-; pero como hijos de una superstición grosera, no merecen gran atención.

-No me refiero al incidente del pollinito -dijo la señora-. Ya eso, después de que ocupó bastante las lenguas de Ficóbriga, ha pasado a la historia. Me refiero a calumnias, a verdaderas calumnias que corren acerca de tu conducta.   —149→   Esta mañana, hija mía, he pasado un rato de dolor y de vergüenza al oír contar...

La voz se ahogó en la garganta de la noble señora; pero haciendo un esfuerzo, continuó así:

-Teresita la Monja, una señora a quien siempre hemos tenido los de casa el mayor respeto, me dijo de ti cosas abominables. He necesitado de toda mi paciencia, de toda la mansedumbre y paz de mi alma para no llenarme de infame ira... Pero hija, ciertas cosas no se pueden oír... ¡no!... Oyendo a aquella mujer, he tenido que hacer un esfuerzo colosal, sobrehumano, para ahogar en mi pecho la indignación... No he podido contestarle una palabra y me he deshecho en lágrimas delante de ella y de sus amigas.

-¿Y qué dice de mí? -preguntó Gloria con perfecta tranquilidad.

-Es tan bestial y horrenda la calumnia, que me da vergüenza decírtela; pero te la diré para que apurando también este cáliz de amargura, tengas una ocasión magnífica de perdonar...

-¡Perdonar!

-Sí, de perdonar a esas mujeres, como las he perdonado yo. Ni aun quiero hacer comentarios de su maldad; ni siquiera las vitupero como te han vituperado a ti, y tan sólo digo:   —150→   «Señor, perdónalas, porque no saben lo que se dicen».

-¿Pero qué es?

-Te horrorizarás; mas no importa. Dicen que a altas horas de la noche, cuando todos duermen en nuestra casa y en la villa, sales... sí, dicen que sales ocultamente para reunirte en un paraje solitario, allá junto al cementerio, con el desgraciado autor de tu deshonra.

Gloria se quedó blanca, inmóvil y muda como mármol. Sin embargo, aquel estupor no indicaba en modo alguno la turbación de una conciencia sorprendida por la denuncia.

-Comprendo tu espanto -añadió la señora-. ¡Oh! ¡Cuántas lágrimas he derramado hoy! Oír estas cosas yo, yo, que pondría cien veces mi mano en el fuego de tu inocencia en este caso... Quise responderles; pero la lengua se me entorpecía... Teresita se reía. ¡Si vieras con qué pérfida seguridad afirmaba haberte visto ella misma!

-¡Ella misma!

-Sí; dice que el lunes te vio. Era más de media noche. Ella había salido a asistir a una sobrina que estaba de parto, la hija mayor del escribano D. Gil Barrabás... Dice que te vio   —151→   salir de la casa, tomar por la calle de la Poterna... En fin, no quiero atormentarte más. ¡Qué calumnia tan infame!

Era cierto era que Teresita la Monja había dicho a la señora la atroz calumnia; bueno es asentarlo así, aunque ningún lector habrá puesto en duda la veracidad de la de Lantigua, persona incapaz de mentir. La horrible invención había corrido de boca en boca por todo el círculo de beatas, neutralizando el buen efecto que produjera en Ficóbriga el rumor de la conversión del israelita.

-Al principio no creí prudente contarte estas abominaciones -añadió Serafinita con el acento de la lealtad más pura-; pero después he decidido que lo sepas para que tengas el gusto inefable de perdonar a esas personas... No quiero darles ningún calificativo infamante; sólo pienso en perdonarlas y en rogar a Dios por ellas. ¡Oh! hija mía, este edificante gozo del alma que olvida la calumnia y perdona a los calumniadores, no es permitido sino al alma del cristiano. ¿Las perdonas?

-Con todo mi corazón -repuso Gloria, volviendo del estupor que la noticia le produjera-. Y aunque cien veces me difamaran, cien veces las perdonaría.

-Así es como te quiero -dijo Serafinita con   —152→   efusión de amor y de piedad, abrazando y besando a su sobrina.

No hablaron más de este tema. Ya cerca del anochecer vino Caifás a dar cuenta de la distribución de limosnas que solía hacer por encargo de D.ª Serafina y de Gloria. Esta, llevándole a su cuarto, le dio más dinero e instrucciones nuevas que no podemos conocer.

Por la noche, los tres Lantiguas hicieron la colación; rezó el rosario la señora acompañada de todos, y cuando llegó la hora de recogerse, dirigiose a su cuarto D. Buenaventura, mientras Serafinita acompañaba a Gloria al suyo, pues era costumbre hacerle compañía hasta que la dejaba acostada y cediendo a las dulces caricias del sueño.

-Buenas noches, niña mía -dijo la señora poniendo la mano sobre la frente de su sobrina-. Duerme en paz. ¿Quieres que te apague la luz?... Ya está apagada.

Dio un soplo para matar la luz, y tomando la suya, besó a Gloria con ternura y se fue. Por breve rato oyéronse sus pasos al bajar la escalera; pero al fin extinguiose el ruido y también la triste claridad que dejaba tras sí la vela con que se alumbraba.

Gloria no dormía. Vigilante en medio de la profunda oscuridad de su cuarto, sus negros   —153→   ojos se abrían ante las tinieblas, como ante un hermoso espectáculo, y su oído atendía a los murmullos de la noche. Aterrada ella misma de su estado zozobra, se ponía la mano sobre el corazón para sentir sus latidos, y a ratos suspiraba, moviéndose ligeramente en el lecho. Pasado algún tiempo después de la partida de su tía, alargó el cuello, poniéndose en acecho, y contuvo la respiración para que el leve rumor de esta no se confundiera con los sones lejanos que quería sorprender.

Crujieron en la casa las últimas puertas que se cerraban; allá en lo profundo oíanse a ratos golpes que parecían subterráneos, y eran las pisadas de las mulas en el suelo de su cuadra; después el ladrido de los vigilantes perros que se alborotaban por el paso de una sombra, y constantemente el vibrante chasquido de los sapos, cantores de la yerba húmeda. Los oídos de Gloria, estimulados por la zozobra de su alma, sondaban el silencio de la noche, penetrando hasta las últimas honduras para cerciorarse de que la casa se hallaba en completo reposo.

-Ya duerme -pensó-. Todos duermen.

Siguió escuchando, y claramente percibía el resuello de la mar jamás callada ni aun cuando duerme, como en aquella tranquila noche   —154→   en que sus olas eran suaves dilataciones de un pulmón en reposo... Gloria contaba el tiempo, pues sin necesidad de reloj podía apreciar el número de instantes que transcurrían. Ella no atendía a ninguna idea pasada y toda su alma estaba en lo presente y en aquel rato de acecho, que iba creciendo hasta ser una hora, dos horas...

-Ya es tiempo -pensó-. ¿Qué tiene esta noche el reloj de la Abadía que no suena?

Y no había acabado de formular esta idea, cuando se oyó la primera campanada, larga, cóncava, pesada, prolongada como un lamento. Como los duendes que esperan la hora de su libertad, Gloria se incorporó rápidamente. Al dar la segunda campanada tomó su ropa, tanteando en la oscuridad, pero sin equivocarse, porque sabía muy bien el lugar donde estaba cada pieza. El reloj seguía dando campanadas lentamente, y Gloria con presteza suma se ponía los vestidos, atando cintas y ajustando botones en la oscuridad con incansable mano. Las cintas se enroscaban velozmente como menudas serpientes en su cintura. Gloria vestida por completo, calzada, envuelta en su manto negro, se puso en pie y dio algunos pasos. Sus manos iban delante como asidas a las manos de un   —155→   fantasma que la guiaba. No tropezó con ningún mueble, no dio un solo paso en falso, y llegó a la puerta, que abrió tan suavemente, cual si esta girara sobre goznes de algodón.

Por el corredor discurría como vana creación de la penumbra, llevada en brazos del aire, y sus pasos, como los de pies que andan sobre nubes, no se sentían. Largo rato tardó en descender la escalera, poniendo suavemente los pies en cada escalón, y si algún ligero crujido de la madera anunciaba el peso, deteníase llena de terror, recogiendo todo movimiento en lo íntimo de su alma. Por fin llegó abajo, donde por ser el suelo de mosaico, no era preciso andar con tantas precauciones. Débil claridad de los cielos iluminados a ratos por la luna permitía conocer los ángulos y las paredes y puertas del pasillo. Detúvose Gloria ante una y aplicando el oído a la cerradura, exploró la intensidad del silencio que reinaba detrás de aquella puerta.

-Duerme -pensó.

Sin detenerse después de esta observación, pasó a una pieza que en el fondo de la casa nueva había: dio dos golpecitos en una puerta, y esta se abrió por mano invisible con ligero rechinar. Gloria pasó a la casa antigua, acompañada ya de alguien que en las   —156→   tinieblas la guiaba. Poco más duró su tránsito por sitios oscuros, porque ella misma, al fin, con una llave que en la mano traía, abrió una puerta y salió al patio y a la calle, donde la esperaba un hombre. Este le dio la mano para ayudarle a salvar el escalón y ambos desaparecieron sin hablar.



  —157→  

ArribaAbajo- XIV -

Casa


Por indicación de D. Buenaventura, a quien deseaba servir, el mismo alcalde de Ficóbriga Sr. D. Juan Amarillo había proporcionado a Daniel Morton un alojamiento decoroso, pues no cuadraba a la cultura de Ficóbriga ni a la proverbial hospitalidad de aquella noble raza, cerrar a un ser humano con impía dureza todas las puertas. A estas razones expresadas por el señor de Lantigua, añadió Amarillo otras no inferiores en peso, a saber: que siendo el hebreo persona de elevadísima posición social y de grandes posibles, no debía en todo rigor aplicársele el criterio del vulgo; que nada perdía nuestra santa religión porque se diese posada al peregrino, y que la doctrina evangélica prescribía hacer bien a los enemigos.

Como al mismo tiempo se había levantado   —158→   susurrante el rumor de la conversión del israelita, el alcalde no temió que su pueblo se alborotara; y viendo que todo favorecía su propósito, dirigiose ante la presencia de Isidorita la del Rebenque, (que solía en tiempo de baños poner varias piezas de su casa a disposición de los forasteros) y le propuso tomar bajo su manto protector al hebreo.

Oyó Isidorita la proposición con grandísimo descontento, y si no exageran los autores que de esto han tratado así como cronistas del linaje de Rebenque, se le cortó el habla, cambiáronse en azucenas las rosas de su cara, quedándose una buena pieza de tiempo como si fuera a caer con un síncope. Pero el señor de Amarillo díjole que no se sofocase antes de tiempo y sin motivo, añadiendo que él, a fuer de alcalde, tomaba para sí toda la responsabilidad. Como el señor cura (que a la sazón llegó) apoyase la proposición de D. Juan, autorizando a Isidorita para albergar al infiel y asegurándole que su casa quedaría limpia de toda mácula después del consentimiento del párroco, la excelente esposa de Barrabás fue recobrando poco a poco la serenidad. Sus escrúpulos cesaron por completo con una nueva exhortación de D. Juan, el cual estableció que el Sr. Morton, que de fijo se iba a convertir a nuestra religión   —159→   sacratísima, pagaría diariamente una libra esterlina por sí y otra por su criado.

Dieron libertad a este, y entregado el equipaje, señor y escudero se trasladaron a su nuevo hospedaje en la tarde del lunes. La única condición que les puso D. Juan, fue que durante las ceremonias públicas de Semana Santa no se dejaran ver en las calles de Ficóbriga. Así lo prometieron ambos, mostrándose muy gustosos por la deferencia de aquel celoso representante de la autoridad, que tan bien comprendía los deberes de su alto cargo. El criado era también judío y de los recalcitrantes. Llamado Sansón y hacía honor a su nombre, pues era un coloso rudo y fuerte, con cada mano como una maza, leal y cariñoso con su amo, displicente con los demás, puntual en el servicio y muy charlatán; mas como no entendiese ni una palabra de español, hablaba consigo mismo largas horas. Aún le molestaban sus chichones y descalabraduras, mas no era cosa de cuidado.

Dioles Isidorita en su casa tres habitaciones que eran las mejores y más cómodas y bonitas, arregladas sin lujo pero con limpieza, y desde el primer día les trató con esmero, ofreciéndoles comida abundante y bien aderezada. Es que era la señora de Barrabás hembra de   —160→   mucha conciencia y no podía corresponder con un trato mezquino a la enorme cantidad que por su hospedaje le entregaban diariamente los forasteros. Morton estipuló que su incomunicación con la familia de Barrabás sería completa, porque no deseaba molestar ni ser molestado, y esto desagradó a D. Bartolomé que era muy entrometido; no así a Isidorita que siempre ponía la circunspección por encima de todas las cosas.

Desde el primer momento la señora de la casa vio en su huésped un caballero decentísimo, lleno de comedimiento, finura y generosidad. Esto unido a la noticia de su conversión y a la insistencia con que Teresita aprobaba el hospedaje, acalló poco a poco la alborotada conciencia de aquella mujer. El primer día no pudo arrojar de su alma el recelo, y permanecía delante de Morton con cierto espanto; el segundo buscaba motivos de hablar con él, hallando su conversación bastante agradable; el tercero no sabía qué hacer para complacerle. Jamás voluntad alguna fue más prontamente conquistada.

Morton huía todo lo posible de las conversaciones con el ama de la casa, cuyo afán de tertulia crecía de hora en hora, y cuando ella y su esposo no podían hallar pretexto para introducirse   —161→   en la habitación del forastero, se entretenían oyendo chapurrear nuestra lengua a Sansón, que había hecho buenas migas con el filósofo. Se juntaban por las noches en la sala baja, y allí era el dialogar por señas, el reír de todo, el vaciar botellas de cerveza (pagadas por el descendiente de Abrahán, porque Isidorita jamás permitió a nuestro filósofo el goce de un ochavo); y allí era el encender puros y el hablar cosas que recíprocamente no entendían.

Desde que tan gran novedad ocurría en casa de la del Rebenque, Teresita no faltó una sola noche en acudir a ella, para inquirir, indagar, hacer comentarios, recoger y glosar cada palabra del caballero hebreo. Ni gesto, ni acción, ni voz, ni salida ni entrada del joven quedaba sin ser sometida a prolija discusión. Ocupáronse también las tres (pues antes faltara en el cielo la casta Diana que a las tertulias la Gobernadora de las armas) de los Lantiguas, de la casa de los Lantiguas, de la señorita Gloria, y de la inaudita, escandalosa y execrable acción de la joya de Ficóbriga. Sí; Teresita la había visto y lo juraba por todos los santos del cielo. En la noche del lunes, cuando la llamaron para asistir al parto de su sobrina la hija del escribano, había visto a la señorita   —162→   salir de la casa y dirigirse en compañía de un hombre hacia el cementerio. Resistíanse las dos amigas a creerlo; pero la de Amarillo invocaba a media corte celestial y al Padre Santo en testimonio de su afirmación.

Isidorita por su parte daba fe de que el señor Morton había estado casi toda la noche fuera en la del lunes; pero no podía asegurar lo mismo del martes, porque él tenía llave y podía salir con su criado sin ser visto; pero prometió solemnemente a sus amigas vigilar para tenerlas al corriente de cuanto ocurriese.

Luego que se retiraron estas para asistir a las Lamentaciones del miércoles, Isidorita fue llamada por su huésped para recibir una orden concerniente a detalles del servicio, y después de un breve coloquio, la señora dijo:

-¿Va usted a salir tarde esta noche?...

-No señora.

-Como el lunes estuvo usted toda la noche fuera...

Daniel no contestó. Entonces Isidorita demostrando vivo interés por el hombre infiel que se aposentaba en su casa, habló así:

-Yo, si usted me lo permite, me voy a tomar la libertad de darle un consejo.

Y como Daniel se dispusiera de todo corazón a recibir consejos de la señora, esta añadió:

  —163→  

-Mi consejo es que tenga mucho cuidado con los Lantiguas. Son personas muy buenas; pero de mucho tesón y no consienten que nadie...

-Acabe usted.

-Es que me estoy metiendo en lo que no me importa y temo enojarle a usted.

-De ningún modo.

-Pero como va en ello el bien de una persona tan digna... Lo que quiero decir es que tome usted precauciones, si ha de seguir sus entrevistas secretas a media noche con la señorita Gloria.

-¡Yo! -exclamó Daniel con asombro.

-Es claro: usted no ha de darme cuenta de sus acciones. En fin, usted hará lo que guste. Si una noche no le ve a usted el Sr. D. Buenaventura, otra noche puede verle, y tendremos un disgusto, un verdadero disgusto.

-Señora... teme usted que nos vea don Buenaventura... ¿dónde? ¿a qué hora? -dijo el hebreo con gran interés.

-Eso ustedes lo sabrán. Mi cuñada que es persona incapaz de mentir ha visto a la señorita Gloria salir de la casa a media noche con un hombre...

-¡Salir de la casa!

-Con un hombre...

  —164→  

-¡Con un hombre!

-Sí señor... La vio el lunes desde la calle, porque fue al parto de Nicanora, la de mi cuñado Gil... pues... Después acechó el martes por la noche desde su ventana, porque Teresa vive al lado... ya sabe usted... y no sé si la vio salir también. Por mucho que se quieran ocultar ciertas cosas, no se puede, Sr. de Morton. Este pueblo, aun en la lóbrega oscuridad de sus noches, tiene cien ojos. Los de Ficóbriga somos algo curiosos, y aquí ruedan las noticias que es un primor. No habrá hoy en la villa quien no sepa...

-Que la señorita Gloria sale...

-En busca de usted. Es natural... En fin, me estoy metiendo en lo que no me importa. ¿No es verdad, Sr. D. Daniel? ¡Qué importuna soy!... Que pase usted buena noche, caballero.

Y se retiró.

El hebreo cayó en profunda meditación. Largo rato paseó por su cuarto. Cuando su criado quiso desnudarle, le dijo:

-Nos vamos a la calle, anda.



  —165→  

ArribaAbajo- XV -

¿A dónde va? ¿A dónde ha ido?


Teniendo llave de la puerta principal podían entrar y salir cuando les acomodase sin pedir permiso a los dueños de la casa. Eran más de las once y media cuando salieron. La noche estaba clara y bastante fría. Había luna llena; pero las muchas nubes que corrían, viniendo del mar y en dirección a las montañas, la velaban a ratos, y cuando el astro quedaba descubierto, aparecía corriendo y como arrastrado por los vaporosos brazos blanquecinos, cuya colosal gesticulación en los altos cielos imponía miedo a los que con ánimo triste vagaban a tal hora por la tierra.

-¿A dónde vamos esta noche, señor? -preguntó Sansón que no podía ocultar la nostalgia del lecho.

-Ya lo veremos -repuso Morton sombríamente.

-¡Oh! Señor... -dijo el criado, marchando   —166→   a la izquierda de su amo por la calle adelante-. Si yo me atreviera, diría al señor aquellas sentencias: «Quita, pues, el enojo de tu corazón y aparta el mal de tu carne, porque la mocedad y la juventud vanidad son»... «Yo miré todas las obras que se hacen debajo del sol; y he aquí que todo ello es vanidad y aflicción de espíritu...».

Morton no contestó nada.

-¡Ah señor! -añadió Sansón sonriendo-. Es verdad que yo no debo dar consejos, ni señalar el peligro a mi amo, porque el amo es siempre sabio y el criado necio; pero no puedo remediar el saber de memoria los proverbios de nuestra ley, que se me salen de la boca cuando menos lo pienso. Si el señor me diera su venia, le diría... «Vase en pos de ella luego, como va el buey al degolladero, y como el loco a las prisiones para ser castigado... Como el ave que se apresura al lazo y no sabe que es contra su vida, hasta que la saeta traspasó su hígado».

-Entremos por esta calleja -dijo Morton sin hacer caso de la erudición de su criado-. Aquella es la casa de Lantigua.

Habían llegado cerca de la plazoleta, ya bautizada con el nombre de Plaza de Lantigua, y allí se detuvieron.

  —167→  

-¿De modo, señor, que esta noche no iremos a pasear por la orilla del mar? -dijo Sansón-. ¿Nos estaremos de centinela, señor, en este delicioso lugar, mirando a la luna?

Morton con los ojos fijos en la casa de Lantigua, no atendía la verbosidad salomónica de su sirviente, el cual continuó diciendo:

«Vi entre los jóvenes un mancebo falto de entendimiento... El cual pasaba por la casa, junto a la esquina de aquella... A la tarde del día, ya que oscurecía, en la oscuridad y tiniebla de la noche... Y he aquí que le sale al encuentro una mujer, astuta de corazón... Rencillosa y alborotadora, sus pies no pueden estar en casa».

-Calla, idiota -dijo repentinamente Daniel, poniendo la mano en la boca de su criado, para tapar aquella fuente de sabiduría-. ¿No ves?... por aquella puerta que está en la callejuela ha salido una mujer.

-Yo veo un hombre.

-Sí, un hombre la acompaña -dijo Morton con voz ahogada-. Sansón, Sansón, si pronuncias una sola palabra te estrangulo... Ocultémonos tras esta esquina, porque vienen hacia acá.

Por la puerta de la casa vieja que da a la callejuela había salido una persona, la cual,   —168→   uniéndose a otra que esperaba fuera, marchó precipitadamente hacia la plaza; después torcieron a la izquierda, entrando en la calle que conducía al centro de la villa.

-Sigámoslos -dijo Morton-. Andemos a su paso y no hagamos ruido... La conozco... Es ella. En medio de las mismas tinieblas absolutas la conocería. El que la acompaña es Caifás.

Morton les vio apartarse luego de la vía central del pueblo y dirigirse a la misma escalerilla donde él pasó parte de la noche del domingo de Ramos.

-Van al cementerio -pensó lleno de estupor-. ¿Que es esto?

Gloria y Caifas subieron la escalera; pero en vez de dirigirse al cementerio torcieron a la izquierda, costeando la tapia. Iban a buen paso como quien tiene medido el tiempo. Daniel y Sansón los siguieron a conveniente distancia, por la orilla de un prado inmediato a las tapias.

-Que se nos van, que desaparecen -dijo Morton con angustia, apresurando el paso.

-Les detendremos, señor -indicó Sansón.

Los perseguidos, que un momento desaparecieron de la vista de los perseguidores, volvieron a ser vistos. Iban más de prisa, y pasando junto a las casuchas del arrabal, parecían tener   —169→   intención de dirigirse a un camino estrecho que conducía a la carretera.

-Hay allí un bosque -dijo Morton apresurando más el paso.- Si se internan en él les perderemos de vista.

Pero entonces Gloria y su acompañante se detuvieron. Oyéronse rumores de un corto diálogo y la voz que se acostumbra dirigir a un caballo impaciente. Corrieron los perseguidores; pero no habían avanzado mucho, cuando viose partir un breck, que llevaba al parecer más de una persona. El breck iba, rápidamente en busca del camino real.

Los dos hebreos corrieron tras él; pero el coche avanzaba mucho, y al poco tiempo desapareció. Su ruido sordo duró algo más, pero al fin difundiose también en el hondo monólogo de la noche.

Daniel Morton se halló en el camino real desconsolado y perplejo.

-¿A dónde ha ido? -se preguntaba-. ¿Volverá?

Su aturdimiento fue como el de quien ve prodigios y fenómenos incomprensibles dentro de la esfera de la razón humana.

-La he visto -pensó-, la he visto, y aún dudo si sería ella. ¿Por qué no la llamé? ¿Por qué no pronuncié a gritos su nombre?

  —170→  

Sentándose sobre una piedra, meditó.

-¡Ah! -dijo después de largo rato-. Ya sé... huye de su casa y de su familia... Pero entonces no volverá.

-No volverá -repitió Sansón, sentándose junto a su señor-. Sería temeridad buscarla más, y ahora aunque el señor no me lo permita, me atreveré a decirle...

-Sansón, déjame en paz -dijo Morton-. ¿Qué piensas tú de esto? ¿Volverá?

-Pienso que «el avisado ve el mal y escóndese; mas los simples pasan y reciben el daño». Pues hemos visto el mal, señor, escondámonos, es decir, vámonos mañana para Londres.

-Amigo -dijo Daniel desarrollando su tema-, yo creo que aquí hay algo grande que no comprendemos.

-Lo que yo comprendo -repuso el servidor-, es que se ha dicho: «Sima profunda es la mujer. Aquel contra el cual estuviese airado Jehová, caerá en ella».

-Sansón, Sansón -exclamó Daniel regocijándose con una idea lisonjera que brillaba en su mente como luz que nace y crece-. Yo estoy seguro de que volverá. El corazón me lo dice.

-¿Y estaremos aquí hasta que vuelva, señor?

  —171→  

-Aquí estaremos mientras sea de noche. ¿Tienes frío? Pues toma mi gabán y póntelo sobre el tuyo.

-Gracias, señor. ¿Es absolutamente preciso que yo esté en vela?

-Puedes dormir si para ello tienes cuerpo. Yo te despertaré en caso necesario.

-Entonces con permiso del señor -dijo Sansón acomodándose en el suelo-, voy a descansar, porque... «¿qué más tiene el hombre de todo su trabajo con que se afana debajo del sol?... Generación va, generación viene, mas la tierra siempre permanece... ¿Qué es lo que fue? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? lo mismo que se hará, y nada hay nuevo debajo del sol... Vanidad de vanidades, dijo el predicador, vanidad de vanidades, y todo vanidad».

Poco después de pronunciar su última sentencia, dormía. El amo, siempre vigilante, no apartaba los ojos del último término visible del camino real y de las colinas que se sucedían tierra adentro. Nada podía distinguirse en aquella masa oscura, a ratos mal iluminada por la luna. Los negros árboles ocultaban los senderos; pero el hebreo, empleando su alma toda en la atención, buscaba en la inmensidad negra un rastro del ave cuyo vuelo había visto,   —172→   y tan grande es el poder del espíritu que al fin lo hallaba. No veía nada con los ojos, pero su curiosidad, excitada hasta la inspiración, estaba segura de la existencia de una estela misteriosa, trazada por un corazón que corría en busca de su amor. Era como aquella seguridad de la fe que sostiene y declara la verdad sin verla ni poder explicarla.

Después oyó cantar un gallo, y a la voz de aquel respondieron otros sucesivamente cerca y lejos, formando el más bello concierto que puede imaginarse. No existe en la naturaleza fuera de lo humano, voz más conmovedora que el alarido de aquel noble animal, exclamación lanzada por los campos en los instantes lúcidos de su placentero sueño y con la cual dice al hombre: «yo soy la amenidad de la vida, la paz, la sencillez, la diligencia y el trabajo».

Daniel oía los remotos alertas del gallo que clamaban: «¡allá va, allá va!».

-Ha de volver -pensó, dirigiendo ávidas miradas hacia las colinas-. Si el corazón me engaña esta vez dudaré de él toda la vida.

Había transcurrido poco más de hora y media desde la desaparición del coche, cuando el israelita creyó sentir torbellino de ruedas. No era todavía más que un convencimiento íntimo sin nada real que resultara de una sensación   —173→   clara. Esperó, y al cabo de cierto tiempo adquirió la certidumbre de que un coche venía.

-Sansón, Sansón -gritó tirándole de un brazo-. Levántate, perezoso.

-Señor, señor... ¿Nos vamos para Londres?... -dijo el criado frotándose los ojos-. Soñé que me embarcaba y decía...

-No digas nada... Prepárate para hacer lo que te mande. Tú tienes buenos puños. Detén ese coche.

-¿Cuál?

-Ahí viene. ¿No oyes?

Dejose ver el carruaje, que venía corriendo tirado por dos caballos.

-¡Dos caballos! -dijo el amante de Dalila.

-Aunque sean veinte, hemos de detenerlos.

El coche se acercó, y Sansón, poniéndose en medio del camino, con los brazos abiertos como un misionero que va a exhortar a la buena vida, gritó:

-¡Stop!

Mas el que guiaba blandió el látigo, cruzando con él la cara del importuno que intentaba detener el coche. Entonces los caballos elevaron rugiendo sus cabezas al sentirse contenidos por una mano de hierro que sujetaba sus riendas; anduvieron trabajosamente algunos pasos; sacudiose el vehículo; una voz de mujer   —174→   grito angustiada: «¡Jesús!» un chico dijo: «¡Ladrones!» y Caifás, que era el que guiaba, exclamó: «¡Por vida de Patillas! ¡me lo temía!».

Daniel Morton, tirando del brazo de Caifás, le hizo bajar más que de prisa del pescante, y después extendió sus brazos al interior del breck, que se cubría con cortinas de hule. Una mujer aterrada y llorosa estaba allí en compañía de un chico, de quien Morton no hizo caso alguno. Era Sildo.

Gloria no habló nada. Quiso luchar un instante con los brazos que la robaban; pero esto no era posible. Morton la sacó del coche, llevándola como a un niño.

-Sr. Morton, por amor de Dios -dijo Caifás poniéndose de rodillas delante del hebreo.

-Márchate -le dijo Daniel-. Sansón, vete tú también con el coche a la entrada del pueblo.

-Déjame -murmuró Gloria sordamente cuando los demás se alejaban-. Déjame; yo no te he llamado, ni te he buscado, ni te quiero ver.



  —175→  

ArribaAbajo- XVI -

Prisionera


-Lo contrario me pasa a mí -dijo Morton abrazando tiernamente a la joven, a despecho de ella-. Yo te busco, te llamo, te quiero.

Gloria luchaba por desasirse y huir.

-No te librarás de mí por ahora -afirmó Daniel.

Sentose en una gran piedra del camino, sin dejar de sostener a Gloria en los brazos, y la puso sobre sus rodillas, cual si fuera la carga más ligera.

-Aquí, aquí has de estar, aunque no quieras -exclamó con turbada lengua, y estrechando más a la joven en sus brazos de hierro-. Ahora es mi vez, ahora me toca a mí mortificar. No te soltaré, vida mía que he conquistado. ¿Ves cómo no se puede huir de los que nos aman? Te sepultarías en la tierra, y la tierra se   —176→   abriría para ponerte en mis manos. Gloria, Gloria, ¿por qué me has cerrado tu puerta, por qué huyes de mí?

-Déjame -repitió ella-, déjame. Mientras más me contraríes, mayor será el miedo que te tenga. Suéltame, por Dios, no me mates más.

-¡Matarte yo!

-No es esta la primera vez. Te suplico que me dejes.

Presa en los amantes brazos, Gloria estaba inmóvil, y el mantón que la cubría dejando tan sólo libre la preciosa y afligida cara, hacía más estrecha la prisión en que se encontraba.

-No me digas que te suelte, porque te abrazaré tanto, tanto, que te ahogaré.

-¡Ya no te quiero, ya no!

-Y yo te adoro... Esto basta.

-Es que yo te aborrezco...

-¡Mentira!... eso no puede ser. Si tú me aborrecieras, se había de conocer en el universo. El sol no alumbraría lo mismo.

-¡Déjame!

-¡Dejarte! ¡Soltarte! ¡Soltar el bien que se ha ganado!... Tú has perdido el juicio. Por este momento me alegro de haber nacido, de haber vivido tantos años entre penas; me alegro de ser quien soy, y me regocijo de todo.

  —177→  

-¿Pero qué pretendes?... ¡estás loco!... -dijo Gloria con afán.

-¿Qué quiero? Morir contigo, o darte la vida que mereces...

-Yo no necesito de ti.

-Yo sin ti me muero. Tú lo sabes, y sin embargo me rechazas. Y cuando reces a tu Dios, mirarás a tu conciencia y la verás tranquila y satisfecha, sin acordarse del pobre que no vive sino por la esperanza de verte y de pedirte perdón.

-Te perdono; pero déjame.

-Sí, y cuando nos hayamos separado, iré al mar, iré a ese buen amigo que nos está llamando hace tiempo, y atando una gran piedra a mi cuello, me arrojaré en él. Entonces, querida Gloria mía, no te mortificaré más.

-¡Por Dios! -dijo Gloria desfalleciendo-; ¡me ahogas!

Morton dilató ligeramente sus brazos, y la joven respiró con más libertad.

-Así -dijo con dulzura-, así. Déjame ahora, y no te guardaré rencor.

-¿Por qué me tratas así?... ¿Por qué huyes? ¿por qué un instante de mi compañía ha de ser tan violento? ¿Por qué para oírte y para verte he de necesitar atarte como un prisionero?

  —178→  

-Porque así debe ser -repuso ella, cesando en sus movimientos para desasirse.

-Y, sin embargo, al huir de mí, al encerrarte, al despedirme en tu puerta, tú no eres feliz -dijo Morton, besándola con ardor-. Tú padeces.

Como el agua que afluye mansa y sin esfuerzo de la fuente, así salieron de la boca de Gloria estas palabras:

-¡Padecer! Mucho... padezco mucho.

Dando un suspiro, cerró los ojos.

-Ya lo sé. Tus penas, vida mía, tienen un eco sensible en mi corazón, y aquí se repiten, doliendo, porque tus heridas son mis heridas, porque estoy destinado a vivir con tu vida y a morir con tu muerte.

-Eso no puede ser -dijo ella, tratando nuevamente de evadirse-. Bien está cada uno con lo suyo... Déjame seguir mi camino. ¡Por Dios vivo, te suplico que me dejes!

-No... ¿Por qué no quieres descansar un instante de tu martirio?

-Yo no quiero descansar. Padeceré por espacio de cien vidas, y aún no expiaré mi culpa.

-¡Por mi madre te juro que no consiento, que no puedo consentir esto! -exclamó Daniel con exaltación.

-¿Qué?

-Esta separación horrible. Yo romperé todas las leyes; pero esto no seguirá, te lo juro. Cuanto hay de violento y brutal verás en mí si es preciso. Prepárate, porque así como ahora te tengo, así espero tenerte por los siglos de los siglos... ¿Quieres satisfacer una curiosidad que me devora, quieres darme una prueba de confianza, quieres que te perdone lo que me has hecho padecer negándote a verme? Pues dime adónde has ido esta noche, adónde has ido otras noches que te han visto salir.

-No debo decirlo -murmuró Gloria-. Pero... Si me dejas seguir mi camino, te lo diré.

-A ese precio, no.

-Pues no.

-Pues si tú no me lo dices, te lo diré yo, porque lo sé; porque esta misma noche ha sabido adivinarlo mi corazón, Gloria; mi corazón, que no puede estar mucho tiempo ignorante de lo que pasa en el tuyo. ¡Oh armonía sublime! Si esta correspondencia de afectos no existiera, no existiera el alma.

Acercando sus labios al oído de la joven, pronunció unas palabras que ni el aura de la noche pudo oír.

  —180→  

Gloria cerró los ojos, en cuyas pestañas brillaban temblando algunas lágrimas.

-¿Es cierto? -le preguntó Morton besándola con ardor.

Gloria palideció más de lo que estaba y cruzó sus manos en la actitud de los muertos.

-¿Es cierto? -repitió él con frenesí.

La joven exhaló un tenue suspiro, y con él, como el último vagido del alma que se marcha, un sí. Pero sus cerrados ojos parecían hundirse y sus labios perdieron el color. Daniel le tentó las manos y sintió la suya oprimida fuertemente por las de ella, con la fuerza que imprime a los músculos la emoción de un adiós postrero.

Daniel creyó notar que el pulso de la joven se extinguía; advirtió extremada frialdad en la frente; tuvo miedo, la llamó:

-¡Gloria! ¡Gloria! -oyeron las soledades del campo.

La joven no respondía; pero entreabrió ligeramente los ojos, sonrió después y sus manos crispadas apretaron con más vigor las del hebreo.

-¡Gloria! ¡Gloria! -gritó este de nuevo.

Los labios de la hija de Lantigua quisieron hablar, mas nada dijeron. Hizo un gran esfuerzo, y entreabriéndose sus párpados, mostraron   —181→   las negras pupilas que parecían decir con su lenguaje mudo: «Que te vea un momento más».

El extranjero esperó un instante de ansiedad terrible.

-Es un desvanecimiento -dijo para sí.

Y al instante gritó:

-¡Sansón, Sansón!

Sin esperar auxilio, Morton, levantándose con su preciosa carga, marchó hacia Ficóbriga. Caifás, Sildo y Sansón salieron a su encuentro.

-Ya sabía yo que había de pasar alguna cosa mala -gruñó Mundideo.

-¿Qué es eso, señor? -preguntó Sansón.

-Un desmayo sin duda -indicó Caifás examinando a la señorita-. ¡Rayos y centellas! ¿y a dónde la llevamos ahora?

-A su casa -dijo Morton.

-¡Jesús, María y José!

-No perdamos tiempo -indicó el hebreo-. Adelante. A casa de Lantigua. Temo cualquier accidente desgraciado si no la auxiliamos pronto... Tú, Caifás, guía... por aquí.

Llegaron. La verja del jardín estaba abierta, por ser costumbre de la casa no cerrarla nunca. Un perro empezó a ladrar furiosamente. Caifás pedía a Dios que se abriese un gran hoyo en la tierra y le sepultase; pero Morton fijo en su objeto y sin atender a ningún accidente   —182→   no se detuvo hasta llegar a la puerta.

-Sansón, llama.

Tenía la puerta de la casa de Lantigua un pesado aldabón de cobre, que martillaba sobre enorme clavo de luciente cabeza. Cuando el forzudo inglés cogió con su mano de león el llamador y lo sacudió empleando fuerza igual a la que arrancó las puertas de Gaza, los furibundos golpes, semejantes a disparos de cañón, hicieron retemblar con tal estrépito la casa, que esta parecía la mansión del trueno.



  —183→  

ArribaAbajo- XVII -

Declaración


Serafinita dormía tranquilamente, cuando empezó a soñar que el mundo se partía en dos pedazos, al golpe de un martillo celestial que iba a destruir en pocos momentos la obra de siete días, endurecida por seis mil años. Mas esta idea pasaba por la serie de transformaciones y de matices, que enlazan lo soñado con la realidad. Tuvo miedo, dudó si creer a sus sentidos que le anunciaban un terremoto, hizo la observación de que en otras ocasiones había soñado con cataclismos, incendios y quebrantamientos de astros cuyos pedazos llovían sobre el nuestro; pero su conocimiento fue muy claro al fin, y diose por despierta.

Sintió voces en la casa, y Francisca, llegando a su puerta, dijo con voz angustiada:

-Señora, señora, levántese usted.

-Francisca... ¿qué?... ¿hay fuego?

  —184→  

-No señora... levántese usted.

-¿Hay fuego, mujer?

-No señora, otra cosa peor.

-¡Jesús, María y José! -exclamó D.ª Serafina, invocando con su acostumbrado fervor y piedad a Dios y los santos.

Comenzó a levantarse con mucha presteza, pero las piernas le temblaban, y chocaban sus dientes unos con otros...

-Señora -volvió a decir Francisca-, ¿no se levanta usted?

-¿Qué hay?

-La señorita Gloria...

-¿Pero qué le pasa, mujer?

Quiso acelerar más la operación de vestirse, y evocando las fuerzas de su espíritu que eran grandes, trató de sobreponerse a su pavor. Estaba aún a media tarea cuando sintió los pasos de su hermano que bajaba precipitadamente. Después sintió voces desconocidas en el comedor.

-Esa pobrecita -pensó-, habrá tenido un susto, una pesadilla, habrá alarmado la casa... Pero esas voces desconocidas...

Salió al fin, y en el pasillo, Francisca que volvía de la cocina le dijo:

-No ha sido nada, un desmayo. Ya ha vuelto en sí.

Fácil es comprender el estupor de Serafinita   —185→   al ver a su sobrina vestida como si acabara de llegar de la calle, y a dos hombres desconocidos, uno de los cuales la asistía juntamente con D. Buenaventura. La piadosa y noble señora permaneció en pie, aterrada, los ojos fijos, el labio a punto de soltar la palabra, extendida una mano, todo su cuerpo y fisonomía como estatua labrada en representación del ideal del asombro. Sansón estaba junto a la puerta, serio y estirado como un centinela; mas a una señal de su amo se retiró.

-No es nada -dijo D. Buenaventura lleno de turbación y pareciendo muy disgustado de la presencia de su hermana-. ¿Para qué te has levantado, Serafina?...

-¡Ha salido!... -exclamó la señora con espanto señalando a su sobrina-. ¡Ha salido...! ¡Gloria!

-No... es que -repuso D. Buenaventura pálido y balbuciente-. Sí... en efecto... salió... Ya ves cómo ha regresado. La pobre ha tenido un susto.

-¿Y ese hombre quién es?-preguntó Serafinita señalando al hebreo.

-Es... un señor... un amigo mío -replicó Lantigua.

-Daniel Morton -dijo él inclinándose con respeto.

  —186→  

Serafinita tembló como si sintiera súbito y abrasador el calofrío de una enfermedad fulminante. Acudió a ella prontamente D. Buenaventura temiendo que la impresión recibida la trastornase, y afectando tranquilidad que estaba muy lejos de tener, dijo:

-Querida hermana, no te aflijas sin motivo. Aquí no ha ocurrido nada de particular. Este caballero pasaba casualmente cuando...

-¿Por qué no decir la verdad? -manifestó Daniel interrumpiendo-. Yo detuve su coche cuando volvía...

Gloria, que había recobrado el conocimiento y lloraba en silencio, cayó de rodillas delante de su tía, besole las manos, y entre ahogados sollozos, bebiéndose las lágrimas, habló así:

-Señora, tía de mi corazón, he faltado, he pecado contra la obediencia, contra la resignación, he faltado a mis votos y al deseo y a las órdenes de usted; pero merezco perdón porque soy madre... Soy madre y he ido a ver a mi hijo, de quien me separa una prohibición justa; pero a la cual no me puedo resignar.

A la declaración de Gloria sucedió tétrico silencio, por lo cual aquella fue más solemne y pareció que sus palabras subsistían sonando y quedaban como grabadas en el silencio mismo.

  —187→  

D. Buenaventura levantó a la joven del suelo, hízola sentar, colocose a su lado D.ª Serafina que también lloraba y los dos hombres permanecieron en pie consternados y mudos.

-No he podido resistir en mi afán -continuó Gloria-. Me he portado, querida madre mía, como los hipócritas, como los ladrones, y he salido en silencio, a deshora, cuando todos dormían, acompañada de un hombre humilde que en todo me obedece... Esta es la verdad. Lo digo porque ha tiempo que esto se me sale del corazón y no puedo ocultarlo, porque me dan ganas de salir a la calle y decirlo a gritos... Lo digo también porque no se crea lo que no es, al verme entrar como he entrado...

-Sosiégate, hija mía -dijo Serafinita con ternura-. Creo que tus móviles siempre son buenos y honrados. Esto mismo que me cuentas y que me ha dejado absorta, esta misma desobediencia ha sido impulsada por un sentimiento noble, por el más noble de todos después del amor de Dios, sí, después.

A las palabras de D.ª Serafina sucedió otro espacio de silencio, que las hizo, como las de Gloria, más solemnes, dejándolas, por decirlo así, esculpidas.

-Por eso -continuó la señora acariciando las manos de su sobrina-, no me atrevo a dirigirte   —188→   una sola palabra de reconvención... Ahora me explico lo que oí de tus salidas de noche... ¿Por qué has hecho esto?... ¡Qué confusión!... Pero no es oportuno reprender... no... Un preciosísimo sentimiento te ha guiado... No necesito que me expliques el hecho de volver acompañada... Segura estoy de que no es culpa tuya.

D.ª Serafina miró al hebreo sin rencor ni curiosidad, como si se tratara más bien de pedirle estrecha cuenta de la perdición de un alma que de confundirle con anatemas.

-Ahora, a descansar -propuso D. Buenaventura-; estás fatigada, hijita. Vamos arriba... No se piense más en lloros ni sofoquinas. A descansar.

-Este hombre- balbució Serafinita, señalando a Morton- no necesitará que le demos hospitalidad. Tendrá su casa donde pasar la noche.

-Estoy dispuesto a retirarme -dijo Morton, pálido como un muerto-; pero, si la señora me lo permite, antes hablaré un poco con su señor hermano.

-Yo también tengo que hablar. Al momento soy con usted -dijo D. Buenaventura, enlazando con el brazo la cintura de su sobrina para conducirla a lo alto de la casa.

Morton se quedó solo, esperando al banquero, que no tardó en volver. El poderoso argumento de ternura que guardaba este para la ocasión más favorable habíase al fin enunciado por sí mismo.

En el vestíbulo de la casa, Roque y Francisca entablaron viva disputa con Sansón, intentando convencerle de que debía ponerse inmediatamente en la calle; pero este, haciendo más gestos que un molino de viento, ya que con la lengua no podía explicarse, les decía que mientras su amo estuviese dentro de la casa, él no saldría. Reforzó luego Francisca su argumento con empellones y denuestos terribles. Al fin transigieron, conviniendo en que ni a la calle saldría, ni aguardaría a su amo dentro de la casa, quedándose entre infierno y cielo, o sea en el jardín. Al bajar la gradería de la puerta principal, decía en alta voz, recordando los libros santos: «Mejor es que se encuentre un hombre con una osa a quien hayan robado sus cachorros, que con una mujer necia».