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Graham Greene y sus personajes

Ricardo Gullón





El novelista inglés Graham Greene, nacido en 1905, es uno de los pocos escritores en cuya alabanza coinciden la crítica «cejialta» y el gran público. A su popularidad contribuye el éxito a de las versiones cinematográficas de sus obras (vivo está el de El tercer hombre), en la realización de las cuales él participa directamente, pero aun sin ellas su novelística cuenta con elementos suficientes para hacerse popular. La corteza de sus narraciones se parece a la del moderno «thriller», es decir, a la de las novelas «de emoción y misterio». En esa corteza, retenidos por una emoción certeramente graduada, se detiene la mayoría de los lectores. Para ellos basta con el melodrama: crímenes, agentes secretos, adulterios, persecuciones políticas o religiosas... En cuanto folletín, las novelas de Greene son excelentes, y sólo por eso ya ganan legítimamente un auditorio extenso.

Los sucesos que constituyen el asunto de estas novelas son acaecimientos cuya desmesura no les impide ser triviales, en cuanto, durante los últimos quince años de cualquier periódico ha insertado centenares de noticias susceptibles de ser utilizadas del mismo modo y con análogo sentido al impreso por Greene a sus materiales. Bajo el leve disfraz de los personajes es fácil reconocer la imagen real que los ha sugerido, como es fácil descubrir entre líneas de la ficción el trazado de los hechos que sirvieron de falsilla. Estos hechos, difíciles de entender y de aceptar cuando los afrontamos en la realidad, encuentran en las novelas de Greene el clima necesario para hacerlos inteligibles. En alguna de ellas (pienso especialmente en Una pistola en venta) el ambiente de pesadilla es tan alucinante y vigoroso, que la inverosimilitud final, cuando el pistolero logra dar muerte al omnipotente industrial -¿trasposición de Basil Zaharoff?-, es aceptada por el lector sin discutir lo pueril de los medios puestos en práctica para lograrla.

Greene no es un folletinista, pero sabe que «emoción y misterio» es el mejor cebo para su anzuelo. En una segunda dimensión, sus historias tienen cierta sangrante pulpa, cuyo sabor despierta en el paladar del hombre actual el recuerdo de lejanas memorias; al modo que la degustación de un manjar que comíamos en la infancia evoca en nosotros, hombres adultos, una masa de recuerdos pertenecientes a otra edad (Proust escribió sobre este tema una página inolvidable), así la lectura de las novelas de Greene alza en la humanidad del presente los ecos de una canción cuyo acento suena terriblemente acorde con los tiempos: la canción del Bien y del Mal. La conciencia del Bien y del Mal, ha escrito Greene, «en general está desterrada de la novela inglesa, mas, por compensación, adquiere en sus libros un último grado de acuidad y dramático relieve.

Entre la corteza anecdótica y la entraña de esta novelística, advierto una capa intermedia, donde los sucesos revelan su significación profunda; relacionados entre sí, se advierte que los azares, persecuciones y violencias revueltos en las páginas de Greene tienen un sentido: les corresponde expresar la actitud del hombre viviente en esta encrucijada, actitud que es, fundamentalmente, la de un ser acosado. En las mejores novelas -La roca de Brigthon, El poder y la gloria y La entraña del problema- el protagonista vive acorralado: el Chico de La roca, perseguido por la tenaz Ida Arneld; el sacerdote de El poder y la gloria, por el teniente ateo, y Scobie, en La entraña del problema, por su esposa y por el policía. En las demás novelas suele ocurrir lo propio; Una pistola en venta, no es sino la crónica de una persecución, en la cual el perseguido es a su vez perseguidor, siquiera en situación muy apurada.

La visión del hombre acosado no bastaría para caracterizar a un escritor en el panorama de la literatura narrativa del presente. Algo semejante ocurre en el mundo de Kafka y en algunas novelas de Faulkner. Pero los personajes de Greene no sienten la persecución como una vaga e imprecisa fatalidad idéntica a la de El Proceso, ni como consecuencia inexorable de un hecho discriminatorio (el color de la piel) parejo al de Luz de agosto. El sacerdote de El poder y la gloria o el profesor de El agente secreto, podrían librarse del acoso con un sencillo expediente: la fuga. Pero este expediente no puede darse sin ruptura de cuanto el personaje es y significa. En realidad, la conciencia de estar luchando, de resistir todavía, de combatir, es su razón de ser. Sin esa agonía (y el término es aquí sobremanera exacto) no hay persona ni, por lo tanto y obviamente, tampoco vida.

Los personajes de Greene tienen una esencia, una fatalidad determinada por su contextura espiritual. Resultan la antítesis de las criaturas inventadas por Sartre, que se hacen a sí mismas. Los seres inventados por Greene son criaturas de Dios, pues el catolicismo del autor le hace ver a los hombres como almas, y según las almas así los sucesos. A Scobie, al Sacerdote proscrito, al joven asesino de Brighton, les ocurren cosas que parecen inverosímiles, juzgadas desde fuera, pero tremendamente lógicas si nos atenemos a la fatalidad del personaje. Yo he leído comentarios sobre la inverosimilitud de ciertas reacciones de tales personajes, como en La roca, el irrazonable temor del asesino después que el dictamen médico al calificar de natural la muerte de la víctima, pone fin a cualquier posibilidad de acusación contra él. Pero en esos comentarios se omite un aspecto importante del problema: estas criaturas viven en lucha permanente, y el adversario es Dios.

Foto de Graham Greene

Graham Greene

Por aquí alcanzamos el tercer plano de las novelas de Graham Greene, que, en su capa más profunda, aparecen dominadas por el sentimiento del pecado. En los dos personajes claves de su obra: Scobie y el sacerdote mejicano, ese sentimiento se apodera de ellos. Los dos son pecadores y creyentes, con fe clara e insobornable. El sacerdote rescata sus culpas con una muerte admirable (sin que Greene oculte las humanas vacilaciones, los temores del pobre hombre que se cree indigno de perdón), y Scobie, en cambio, concluye en el suicidio. La idea del pecado habita en sus almas y contribuye a trasladar la impresión de acoso a una dimensión espiritual. Los agentes visibles de la persecución quedan difuminados, borrados, ante la insistencia de la conciencia. La angustia desborda en estas almas, y, en el caso de Scobie, es la única explicación plausible de su acto: nada le obliga a suicidarse, cuando sus problemas están resueltos o en vía de resolverse, pero se destruye porque el peso de la culpa se le hace insoportable.

Entre Scobie y el sacerdote de El poder y la gloria la diferencia es patente. Scobie prefiere condenarse antes quehacer sufrir a su esposa; el sacerdote pecador, capturado por los enemigos, acepta la muerte sin confesión por no renegar de sus principios. Gracias al martirio sus pecados le serán, sin duda, perdonados. Su comportamiento es lógico, mientras el de Scobie resulta incomprensible. Los dos escogen la muerte en pecado, pero si el uno puede esperar que esa misma muerte -la muerte del creyente, del testigo de la fe- le salve, el otro escoge, con toda lucidez, la condenación, acumulando las más graves circunstancias al injustificado gesto final.

El saber del Bien y del Mal no es en Greene una idea más o menos clara, sino un sentimiento derivado de la visión del mundo, caótico, gobernado por el Mal, poseído por los peores instintos (y con una sola posibilidad de salvaguardia: la fe. En Scobie, como en el Chico de La roca de Brighton, la creencia en el infierno no sólo no les incita a cambiar, sino que, provocando en ellos la sensación de que la suerte está echada, la de estar irrevocablemente marcados para la condenación, les arrastra a la muerte en pecado.

El secreto insólito de estas figuras se deriva precisamente de su verdad; son muy distintos de los convencionales muñecos en que con frecuencia encarnan los novelistas católicos las almas de sus creyentes. La materia novelesca es rica y densa, aunque riqueza y densidad se disimulen discretamente tras la animada caparazón anecdótica. La intriga está tejida para hacer resaltar en el conflicto visible el drama secreto de las conciencias. Por eso, quizá, los personajes son tan vivos y verdaderos y a diferencia de la mayoría de los entes novelescos de estos años, ni parecen fantasmas irreales ni meras proyecciones del «yo» del novelista; su complejidad contribuye a hacerlas más convincentes, y en realidad es difícil referirse a ellas sin traicionarlas; sin amputar una parte de su riqueza psicológica. Sería necesario un análisis minucioso para mostrar las sutiles variaciones de estado de ánimo que, dentro de una línea en apariencia invariable, se registran en las almas de Scobie, Chico o Minty (el periodista de Inglaterra me ha hecho así); este análisis- imposible de esbozar siquiera en los límites de un artículo- acreditaría hasta qué punto Greene acertó a rehuir el riesgo de una caracterización sumaria, de una reducción violenta de los elementos contradictorios que batallan en las almas.

Merced a esa complejidad, la esencia del personaje, lejos de imponerse agresivamente al lector, queda sumergida en la diversidad de detalles en que va revelándose. Esa configuración distingue los personajes de Graham Greene de los inventados por otros escritores de su generación, cuyas figuras apenas son reflejos del mundo a que pertenecen, elementos forjados con el fin de dar una apariencia plausible al encadenamiento de sucesos que les interesa contar. En la novelística actual, la figura de Greene destaca, entre otras buenas razones, por su voluntad de seguir siendo, como novelista,.lo que hasta ahora se entendió por tal: un creador, y no un mero recopilador de documentos.





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