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ArribaAbajoNueve

El gobierno surgido del movimiento legalista del ejército azul decidió llamar a elecciones y vetó al candidato que representaba la mayoría del país. Es decir, que ganaron los colorados, después de su derrota en las calles, de los enfrentamientos en las guarniciones y de un montón de muertos inútiles. La consecuencia sería el triunfo en las elecciones, sin oposición, de un partido político minoritario, pretencioso de legalidad y democracia, pero suficientemente hipócrita como para aceptar esa realidad que distorsionaba las buenas intenciones de los oficiales que habían encabezado el movimiento militar.

Fue el triunfo de la mediocridad. Lo que quedaba de un viejo partido, el Radical, con los ancestrales vicios de la politiquería de peor nivel, agrupados esta vez alrededor de un viejo dirigente político provinciano, sin carisma, ni inteligencia, ni mérito, no ya para asumir la presidencia de la Nación, sino para comandar una seccional provinciana; pero con toda la malicia, la capacidad de intriga, el sectarismo, y el odio alimentado por los más vulgares conflictos domésticos, además del resentimiento de ver que la vida, la historia y los sucesos políticos se le escapaban de la mano. Fue candidato porque el líder del partido descontaba que el Frente Nacional, mayoritario y bien instrumentado, ganaría las elecciones. No sospechaba que el Frente sería vetado y que su partido recibiría un regalo inesperado. La Presidencia de la República. El instrumentador del fraude, de esta absurda distorsión del proceso político, de esta arbitraria decisión que enredó la trama política por los años siguientes, fue un General de Caballería, Ministro   —101→   del Interior, cuyo nombre sería olvidado hasta por sus amigos pero que decidió el veto del Frente Nacional. El nuevo gobierno no tenía agallas para cerrar revistas opositoras, entonces utilizaba el método de convocar a los avisadores de las revistas para que no pusieran avisos y sacaran de la lista de beneficiados a los medios de prensa condenados. Lo cierto es que no tuvieron demasiado éxito, porque el mismo día de la asunción del mando del nuevo presidente empezó la conspiración y cada uno de esos avisadores alentaba serias dudas en relación a la sobrevivencia del régimen. Eso pasó con nuestra revista. Después de la clausura, ya con la nueva administración, volvimos a editarla con un número extraordinario. Historia del Silencio. Más de setenta páginas con toda la crónica de lo que había ocurrido desde que el camión celular y los dos autos patrulleros llegaron al edificio de la revista y se llevaron a nuestro viejo jefe de redacción a jugar al póker a la comisaría primera.

Los nuevos gobernantes aplicaron, en el gobierno, el criterio de los nativos primitivos de Australia. Destruir todo lo que no entendían, cualquiera fuera su costo. Y como eran muy pocas las cosas que entendían, para evitar algún análisis que pudiera confundirles las ideas, se empeñaron, con toda prolijidad, en destruir todos los hechos producidos por el gobierno anterior. No el del interregno, en el que se desarrolló el enfrentamiento entre azules y colorados, sino el del presidente Frondizi que con imaginación, audacia e inteligencia había superado en cuatro años los fracasos de los liberales, el caos del peronismo y la errática torpeza de los regímenes militares. Cualquier hecho producido por el gobierno de Frondizi era expresión del demonio para estos nuevos inquisidores de Ludum, por eso debía ser destruido, quemado y olvidado. O recordado como símbolo del poder de la brujería. La diferencia entre los radicales y los bosquimanos, es que estos últimos destruían todo lo que no entendían, pero conservaron el boomerang, de origen   —102→   incierto y absolutamente reñido con la tradición cultural y artesanal de la tribu, pero útil para cazar y defenderse. Los radicales ni siquiera eso. Destruyeron hasta los instrumentos que se habían creado para gobernar con eficiencia. Después de muchos años de acción, de reacción, de enfrentamientos, de actitudes heroicas, de esfuerzo vital por recuperar posiciones en el mundo y de enérgica actividad política, no sectaria, no partidista, no de entretenidos de comité, nos precipitamos con el nuevo gobierno al más absoluto aburrimiento. Este fue el principal inconveniente que encontró la conspiración para su desarrollo. Como no hacían nada, era muy difícil encontrar fundamentos profundos, irritativos o desencadenantes para un golpe militar. El poder que había derribado a Frondizi era el único satisfecho. Se mantenía el statu quo. Todo seguía como antes del '58, por eso a los conspiradores profesionales les faltaba la adecuada infraestructura para progresar en sus objetivos. La política dejó de ser un tema nacional e internacional. Se convirtió en un mediocre temita de comité, de parroquia, de alcahueterías y chismes, y la indagación de los reporteros abandonó el ámbito de los ministerios, de las secretarías, con los proyectos de la transformación del país, para refugiarse en la vida doméstica de los protagonistas, en la pequeña corrupción, en la exageración de los deslices de las mujeres de algunos funcionarios, en la cotidiana estupidez de las agresiones formales durante los debates parlamentarios. Acumular la pequeña basura de cada día. Ese era nuestro objetivo ahora, según las sabias indicaciones de nuestro viejo jefe de redacción.

Reflexionaba sobre estos hechos mientras buscaba un título ingenioso para la nota que acababa de escribir, cuando el cadete de la oficina me informó que tenía un llamado de Julia, mi ex mujer. Cada llamado de ese origen inexplicablemente me hacía saltar el corazón a la garganta. Lo relacionaba siempre con la catástrofe. Todo iba demasiado bien en mi vida. Las relaciones con Mariana,   —103→   mi trabajo, tenía dinero, una amante joven, rica, escribía lo necesario como para justificar mi salario y nadie me exigía más. No aspiraba a reemplazar al viejo jefe de redacción ni al propietario de la revista. Quería ser rico, pero mágicamente, sin esfuerzo deliberado ni sacrificio. Lo cual implicaba la decisión de no ser rico. Quería que la vida fuera buena, corta, rica en satisfacción y placer y después el olvido, la nebulosa, el infinito, la eternidad, nada, acabar de una vez para siempre. Estuve a punto de hacerle decir que no estaba, pero mis culpas fueron más poderosas que mi vocación por la vida sin problemas. Atendí el llamado. ¿Que cómo estaba? Bien, claro. ¿Cómo están los chicos?, también bien. ¿Tenés algo que hacer esta noche? Bueno, en principio siempre tengo algo que hacer. Es que tengo algo importante para hablar. Eso es lo que me temo. No te diviertas siendo siempre cínico, que al final no te servirá para nada. Pero mientras tanto sirve. Bueno, yo pienso que tendrías que venir. Te va a importar e interesar. ¿A las nueve? Bueno. A las nueve. ¿Cómo están los chicos? Siempre bien. Esa no es tu preocupación ni debe serlo. ¿No? ¿Por qué? Vamos... Estaré a las nueve. Cortó la comunicación, ¿Qué había querido decir? ¿Qué cosa se proponía ahora? No podía saberlo, pero esa noche iría a verla, porque no había sabido o podido o querido ignorarla. Nunca.

El jefe de redacción me pidió que tomara contacto con el coronel que estaba en la Escuela Superior de Guerra durante el enfrentamiento entre azules y colorados. No conocía el episodio del transporte de tropas, pero sabía que era uno de mis amigos porque había llamado a la redacción en varias oportunidades. Le dije que haría lo posible, pero que resultaba difícil tomar contacto con jefes triunfantes. Me contestó reflexivamente que tal vez ya no era un jefe triunfante. Insistió en que lo buscara. Entregué mi nota de la semana y me fui. Cuando esperaba el ascensor vino el cadete a decirme que Mariana me llamaba por teléfono. Volví para atender   —104→   el llamado. Me hablaba desde un negocio en el que estaba comprando regalos para su padre y para mí. «¿Cuál es el motivo?» -pregunté. «Ninguno» -fue la respuesta-. «Así son más lindos los regalos». No quise decirle que ella era mi mejor regalo. Le mentí, diciéndole que esa noche debía comer con el Jefe de Redacción y dos oficiales del ejército. La vería más tarde. «A las once más o menos. ¿Está bien?» «Claro que está bien, mi amor». Bajé y comencé a caminar sin rumbo fijo. El llamado de Julia había ocupado una zona importante de mi subconsciente durante toda la tarde. No podía ser para nada bueno. No es que Julia tuviera permanentemente el propósito de torturarme, pero sus llamados respondían generalmente a alguna demanda, necesidad, problema o circunstancia traumática, conflicto con alguien o algo que seguramente debía ser resuelto al día siguiente por la mañana o debía haber sido resuelto esa mañana, o a la tarde anterior y ella se había olvidado de comunicarlo, no me había encontrado, o sencillamente creyó que podía resolverlo sola. Nuestras relaciones se desarrollaban generalmente en ese esquema, con mayores o menores variantes, todas seguramente negativas.

Julia tenía un sentido trágico de la vida. Su voz en el teléfono me producía siempre una gran angustia, desconcierto, como si yo estuviera permanentemente en falta con ella. Y seguramente debía ser así, pero con seguridad no tenía relación con el dinero que tenía que darle mensualmente para los chicos, ya que ella ganaba mucho más que yo y podía multiplicar sus ingresos en la medida que se lo propusiera. Era una eficiente diseñadora industrial. Esa profesión estaba en manos de una élite muy bien pagada. Podía mandar a paseo a sus clientes y habría muchos más esperando para reemplazarlos. No es necesario agregar que no tenía ningún respeto por el periodismo. Posiblemente era nuestra única coincidencia fundamental. De todas maneras Julia tenía un arte especial, una inclinación natural a generar a su alrededor una maraña   —105→   compleja y difícil de malos entendidos, rencores, envidias, agresiones y abusos entre los cuales ella aparecía involuntariamente como víctima inocente. Y tal vez lo era, pero introducirme involuntariamente en ellos me obligaba a una aventura caótica, incierta, difícil, una especie de escalada en la niebla, la selva que bordea el Amazonas, árboles, lianas, una oscuridad impenetrable, el sol jamás puede atravesar el follaje y las piernas se hunden en el cieno que es una suerte de trampa pegajosa. Desde el intento de suicidio me hacía responsable, no de su acto frustrado, sino de su vida, porque había evitado su muerte. No había escape. Era un ser solitario, tierno y ansioso de ser tomado en consideración. Y era tomada en consideración, pero no lo advertía.

Caminé muchas cuadras en mi Buenos Aires cambiante, inagotable, rico en gente atractiva, bella, despreocupada, siempre derivando hacia una nueva catástrofe política signada por la mediocridad, la estupidez, la irresponsabilidad sin sanción. A medida que desaparecían los últimos rayos del sol, la luz azul encarnada del crepúsculo, las luces de las vidrieras y los automóviles añadían una nueva riqueza de color, de movimiento, de aventura a las calles estrechas, transitadas por gente apurada y sin destino. Ciudad sin mendigos ni lustrabotas, sin pedigüeños ni vagabundos que apelen a los sentimientos de los transeúntes, porque saben que es una tarea inútil. Donde no se da limosna por pudor, por timidez, porque pedir lo que se necesita es hasta impúdico, más aún, inmoral. Los mendigos emigraron de Buenos Aires como empezaban a hacerlo los técnicos y profesionales.

Mis pensamientos volvieron a Julia, me detuve en un bar y en la barra pedí un gin-tonic. Al ver el teléfono sobre el mostrador me acordé del coronel amigo. Como no tengo memoria para los números telefónicos consulté mi libreta y lo llamé. Para mi sorpresa respondió personalmente. Estaba en su casa a las nueve de la noche.   —106→   En una fracción de segundo recordé la reflexión de mi jefe de redacción. En tres minutos de conversación me enteré, que era un coronel planchado. Esto es, un coronel antiguo y sin destino. Nos citamos para el día siguiente. No hice ninguna broma sobre los objetivos nacionales. Pensé en mi amigo, el dirigente sindical del transporte, e imaginé que su poder no era tan efímero.

Este país se traga a la gente. Genera decenas de hombres y mujeres inteligentes, generosos, valientes, arrojados, hasta heroicos y los termina, los liquida, sin pasión ni piedad. Los escupe y los destroza, los exalta al poder y de un manotazo los lanza a la calle, sin esperanza ni alternativa. El General Comandante en Jefe del Ejército, dios de la guerra y poder absoluto, al día siguiente en que el radiograma de la consulta a la fuerza retornó negativo no tiene ni la estima, ni el respeto, del ordenanza del Círculo Militar. La Argentina se muere por autofagocitosis. Se come, tritura, y destruye a su gente y luego en este incesante, eterno e histórico metabolismo los transforma en detritus, caca, excremento, nada. Naturalmente esto le ocurre a los que tienen significación. Los mediocres prevalecen. Invaden los medios de comunicación intervenidos casi siempre por el Estado. Desbordan en las radios y llegan al extremo más inefable de estupidez en la televisión. Hay otra clase que maneja los ministerios, las secretarías, son asesores permanentes. ¿De quién? De cualquiera. Son tecnócratas presuntamente sin ideología. Y es mentira. La ideología es clara, evidente, imposible de ocultar. Es el juicioso sometimiento a la autoridad de turno, lo cual da rédito material y social. En esta clase se enrolan los hijos de las familias tradicionales, sin fortuna, que buscan a través de la genuflexión frente al poder y los intereses de las grandes empresas recuperar lo que sus padres o abuelos dilapidaron alegremente en épocas pretéritas. Son educados, no hacen ruido cuando toman la sopa, están dispuestos siempre, invariablemente, a decir sí al patrón de turno, y como desprecian su   —107→   propia realidad vuelcan ese desprecio sobre el pueblo que tiene voz, acción, decisión. En definitiva, pelotas. Son los eunucos de la clase dirigente, medran alrededor de los que mandan y cultivan su cuotita de subpoder, para canalizar su envidia, su frustración, su mediocridad y ocultar como pueden su falta de información, de cultura, de formación para ser, alguna vez, nuevamente clase dirigente. Sólo que les faltan las condiciones intelectuales, vitales, el arrojo, la claridad conceptual y el coraje que tenían sus abuelos, aquellos que dilapidaron alegremente sus fortunas con algunas buenas putas en Europa. O comprando votos o manteniendo sus matones y amanuenses. Los que habían subido al poder con los radicales eran, en definitiva, la misma cosa. Algunos tienen el mismo origen, otros hacen ruido cuando toman la sopa. El radicalismo ya no es un partido popular. Es simplemente el refugio de la mediocridad, de los sectores más reaccionarios de la clase media y de algunos ganaderos trasnochados que suponen que el progreso o la técnica es una suerte de maldición bíblica. Y el ejército azul había sentado a esos personajes en la presidencia de la República, en el Senado, en la Cámara de Diputados y entraron a saco en la Intendencia de la ciudad de Buenos Aires desde donde se asociaron al juego clandestino, la venta de jubilaciones y la especulación, en todas las actividades controladas por el municipio. A pesar de todo eso, buena gente. Amigos de sus amigos. Quienes teníamos que padecerlos éramos los que integrábamos el resto del país. Es decir, la mayoría.

Rumiando estos pensamientos optimistas llegué al departamento de Julia. En una fracción de segundo, como surgiendo de una nebulosa, recordé las secuencias del descubrimiento y el salvataje. Un profundo malestar me sacudió la boca del estómago. La náusea. La convicción de que eso había pasado, había ocurrido tiempo atrás, pero que podía repetirse en cualquier momento. Toqué el timbre del portero eléctrico y tomé la decisión de marcharme si   —108→   no respondía enseguida. Como una consecuencia natural de esa reflexión, como si hubiera gritado mi propósito, la destemplada voz de una mucama me preguntó quién era, y sin esperar respuesta oprimió el botón que liberaba la puerta. Subí en el ascensor con la idea de que debían dejar allí permanentemente una silla para descender suicidas. Reflexión macabra, casi absolutamente estúpida y pretendidamente humorística. Me reflejaba hacia el infinito en una repetición de imágenes por los espejos enfrentados en las cuatro paredes del ascensor. Descubrí mi perfil como me ocurría muchas veces, como si fuera el de un extraño. Así es como nos ve la gente. Somos otro, pero el mismo, aunque muy diferentes. Estamos acostumbrados a vernos de frente y nos acostumbramos a encontrar una cara familiar. Nos redescubrimos con simpatía, como si encontráramos un viejo amigo. De perfil, encontramos un desconocido al que hay que observar para saber qué se propone. Cuando llegué al palier no tuve que tocar el timbre. La puerta estaba entreabierta. La mucama esperaba del otro lado para indicarme que pasara al living. Todo muy formal. «¿Los chicos?» -pregunté. «Están en la casa de la abuela» -respondió. Julia me había invitado sin los chicos. Diálogo a solas. Imaginé que sería peor de lo previsto a lo largo de mi caminata de la tarde. Estuve a punto de volverme, trepar el ascensor que todavía estaba allí detenido y perderme en la noche. Pero apareció Julia. Mientras me servía una copa hizo comentarios sobre su trabajo. Tenía un nuevo cliente que me conocía. Al enterarse de que estábamos separados le habló mal de mí.

Esto podía ser cierto, por muchas razones, pero, aunque no lo fuera, Julia siempre encontraba gente que hablaba mal de mí. Tipos a los que seguramente les debía plata, mujeres que no habían querido ser arrolladas por mi violencia salvaje o niños a los cuales no había podido descuartizar por falta de oportunidad o por la llegada providencial de sus padres. La imagen que Julia desarrollaba   —109→   de mí ante mí mismo, era siempre terrible, desagradable, vulgar, despiadada, inmoral. Realmente un cerdo. Sin pizca de generosidad, capacidad de afecto, de amor, de sentido de la amistad, de la solidaridad. Egoísta, hijo de puta, aprovechador, no es que ella pensara así, decía, mientras con rostro apenado e inocente terminaba sus comentarios reflexionando «es la gente». «La gente es mala, habladora, calumnia sin responsabilidad». Era el juego de siempre. El preámbulo de todas nuestras conversaciones. Julia hacía un bombardeo de ablandamiento como se hace contra una trinchera, que después, destruida, agotada moralmente, sin alternativas, puede tomarse por asalto sin encontrar una resistencia poderosa. En una cosa se equivocaba. Como el esquema se repetía desde siempre yo ya no estaba en la trinchera. Escuchaba sus comentarios como si se refirieran a otro y analizaba sorprendido esa expresión contradictoria de la personalidad de Julia. Por una parte demostraba una aguda inteligencia y por otra un infantilismo sin atenuantes. Resolví pedirle información sobre los dos temas que me interesaban. Qué íbamos a comer y cuál era el motivo de la invitación. Continuó hablando como si no hubiera escuchado mi pregunta. Resolví esperar adecuándome al ritmo que seguramente se había impuesto desde el momento en que me llamó por teléfono durante la tarde.

Observé que en la casa nada había cambiado. Los mismos cuadros, objetos de arte preferentemente de madera. Antiguos o imitación de objetos coloniales. Julia había engordado. Estaba bien vestida y maquillada, como si hubiera pasado la tarde en la peluquería o en un instituto de belleza. Yo sabía que jamás iba a un instituto de belleza. Cada minuto aumentaba mi curiosidad. Me cruzó por la cabeza la aterradora idea de que su propósito fuera el de proponer una especie de reconciliación. Deseché rápidamente esa conjetura, aunque el maquillaje, la ropa y el estilo, entre frívolo y doméstico, justificaban la sospecha. Comencé a sentirme   —110→   mal y tomé dos abundantes vasos de whisky preparándome para la lucha. Sugirió pasar al comedor argumentando que si me emborrachaba, lo cual era bastante natural, subrayó incisivamente, no podría disfrutar de una buena comida. Mientras tanto comentó que pensaba instalar una empresa por su cuenta, viejo proyecto que había imaginado siempre aunque sabía que jamás lo llevaría a cabo. La mucama me sirvió un delicioso salmón rosado y Julia me acercó el pimentero como demostrando que conocía mis gustos.

Me dediqué a comer y a escuchar su charla forzadamente intrascendente, inusualmente entusiasta y pretendidamente divertida. Casi sin escucharla recordaba la mujer que había sido. Delgada, triste, melancólica y sensible. Una muchacha solitaria que leía incansablemente y dibujaba todo lo que la rodeaba. Dibujaba hasta en las servilletas de las confiterías baratas, en las que transcurrían nuestras largas horas de ocio durante el brevísimo noviazgo y luego en los primeros años de nuestro matrimonio. Vivíamos en los cafés para no volver, primero a la sucia y desagradable pensión en que vivimos nuestros primeros meses de casados, y luego al pequeñísimo departamento, casi sin muebles, ni adornos. La chica desvalida e incapaz de manejarse sola en la vida fue la que trajo los primeros pesos a nuestra casa producto de la venta de sus dibujos. Mis colaboraciones en las revistas eran pocas y pagadas tarde y mal. Era una buena, modesta, alocada vida irresponsable. Difícil saber en qué momento comenzó el derrumbe. Pero ambos advertimos que nuestra relación cambiaba. Allí comenzó la lucha, las agresiones, las sospechas, la frialdad cargada de resentimiento y hasta el odio, tal vez no real, profundo, auténtico, posiblemente una especie de defensa, de preservación de nuestra individualidad. Una manera de poner en claro ante nosotros mismos que éramos dos individuos accidentalmente asociados para sobrevivir. Esto, en lugar de separamos, pareció unirnos más aún, lo   —111→   que redoblaba nuestro recíproco resentimiento. Cuando quedó embarazada de nuestro primer hijo me sentí perdido. Si nuestro matrimonio había durado tantos años era porque ambos teníamos la convicción de su transitoriedad. Eramos libres para separamos y elegir un nuevo destino, otra pareja o la soledad. Por eso seguíamos juntos, unidos además por un extraño cariño de camaradas, aun cuando no hubiera amor. Curiosa palabra. Claro que nos amamos en los primeros tiempos. Solamente que a medida que experimentamos y vivimos el amor o la idea que tenemos de él, vamos descubriendo que a cada momento es una cosa nueva, diferente, satisfactoria ayer e insatisfactoria hoy. Los hijos significaron nuevas crisis y unos deseos desesperados de huir, de no aceptar la responsabilidad, de pretender que nada de eso era real o que formaba parte de otro plano de la realidad diferente al que verdaderamente teníamos en cuenta, para identificarlo con nuestra propia identidad. Por mi parte una absoluta inmadurez. De parte de Julia, suponer que madurez implica aceptar responsabilidades, negando el hecho de que son imposibles de manejar. Estaba tan abstraído en mis recuerdos que de pronto advertí que Julia me miraba en silencio. No había oído o no recordaba lo que ella me había dicho. Fue entonces que me comunicó su decisión de aceptar que se llevara a cabo el trámite de nuestro divorcio, al que se había opuesto sistemáticamente sin dar razones concretas. Era sin duda, una mujer imprevisible.

A partir de ese momento comencé a analizar lo sucedido, desde el llamado telefónico a la redacción, a la luz de esta inesperada revelación. Julia gozaba con mi desconcierto. Recordé su tono de voz con cierta coquetería a través del teléfono. La seductora insinuación de que me interesaría mucho lo que tenía que decirme. Su elegante vestido de noche y el maquillaje con el cual realzaba su natural y sencilla belleza. Una especie de declaración que podía   —112→   traducirse: «esto es lo que vas a perder para siempre». Las mujeres son seres fascinantes.

De pronto me sentí muy bien. Sin contestar a su afirmación pedí, si era posible, más salmón rosado. Le puse pimienta recién picada y unas gotas de limón. Fue un deleite. Me sorprendí reflexionando en que esa inteligente y bella mujer se había tomado todo ese trabajo para decirme que estaba definitivamente cancelado en las hipótesis de su vida. Le pregunté cuál era la razón de su cambio. En realidad no me importaba demasiado, pero algún comentario tenía que hacer. También sentía cierta curiosidad. Me dispuse a escuchar una revelación íntima. Había conocido a un hombre que pudiera formar parte de esas hipótesis de las que yo había sido apartado para siempre. Tal vez el nuevo cliente que me conocía. Repasé la lista de nuestros amigos comunes, tratando de imaginar cuál de ellos se proponía ocupar el lugar que había dejado vacante y separé, mentalmente, varios candidatos posibles. Todo fue en vano, porque Julia volvió a sorprenderme. Me explicó que estaba enterada de mi relación con Mariana. Sabía que ya llevábamos juntos más de un año, casi dos «¿verdad?», continuó sin esperar respuesta. «Sé, además, que esta relación no es nueva. Hace muchos años, tal vez cinco o quizás seis, que es tu amante. Así me han dicho y quien me lo dijo no tiene por qué inventar una cosa así». Me pregunté si Julia estaba enterada que Mariana tenía ahora veinte años, de manera que de ser cierta esa información, se habría convertido en mi amante a los catorce años. Eso encuadraba perfectamente en la imagen de corruptor, degenerado e irresponsable. En el mismo estilo superficial, como si se hablara de alguien que poco tiene que ver con nuestra vida, le hice notar que la precocidad de Mariana no llegaba al extremo de haberse convertido en mi amante a los catorce años. «¿Tiene nada más que veinte?» -preguntó incrédula. «Sí, nada más que veinte, pero años más años menos no varía el esquema general» -dije. «Es cierto»   —113→   -continuó. «He pensado que una relación tan larga implica una característica diferente a las que has tenido hasta ahora. Tal vez, querés tener libertad de acción para casarte con ella, para organizar una vida diferente». La miré sorprendido, pero tratando de que no advirtiera mi estupor. Me pareció insólita la formalidad. Cualquiera podría pensar que era fundamental, indispensable, terminar formalmente una relación para «cambiar mi vida», lo cual significaba simplemente vivir con Mariana. Era francamente cómico. No se lo dije y fingí aceptar su reflexión sin comentarios. Era más importante la circunstancia liberadora que aprovechar la oportunidad para hacer una broma. En el mismo estilo intrascendente en que ella había manifestado su decisión de divorciarnos legalmente, puesto que de hecho estábamos separados desde hacía bastante tiempo, le agradecí su comprensión. Julia se convertía en promotora de mi casamiento, tema que no había pasado jamás por mi cabeza. En ningún momento se me ocurrió que esa decisión fuera la consecuencia de un razonamiento positivo hacia mí y menos aún hacia Mariana. Julia era un personaje atípico, pero no a ese extremo. A partir de ese momento la conversación adquirió un estilo de confidencia íntima, que marginaba sutilmente cualquier intimidad. Era más una forma, que una realidad. Ambos fingíamos auténticamente, con honradez, sin molestarnos, sin introducir comentarios o conclusiones insidiosas, agresivas o intolerantes. Fue como si nos hubiéramos puesto de acuerdo en que esa comida terminara bien y constituyera un buen recuerdo sobre el cual se pudiera volver en cualquier momento. La cuota de agresión, la voluntad de fastidiarme se había agotado en los primeros minutos de conversación, durante la referencia al nuevo cliente que me conocía. Pienso que fue solamente un intento exitoso de crear cierto clima doméstico, normal, de cierta calidez familiar. De no haber existido esa cuota de agresión, si nuestro diálogo hubiera sido solamente cortés, educado, sincero, sin violencias   —114→   gramaticales por lo menos, todo hubiera sido irreal, grotesco, una inesperada y sobrecogedora traslación a otra dimensión. Sentía por Julia un cariño protector ajeno a la realidad. No necesitaba protección y era perfectamente capaz de valerse por sí misma, aun cuando se precipitaba a frecuentes conflictos emocionales con amigas o amigos en los cuales el amor y el odio se sucedían en frases, todas carentes igualmente de fundamento.

Cuando caminaba hacia mi casa después de esta curiosa e inesperada reunión con Julia, me asaltó la idea de que el futuro era tan nítido como el pasado y que lo único inesperado, imprevisible, intenso y fascinante era el presente. Una idea que se contradecía en su misma formulación, porque en ese caso el futuro debía ser una proyección del caos inesperado del presente, y el pasado era variable a la luz de sus infinitas interpretaciones. No obstante, se podía adivinar que los procesos individuales, como los generales, parecían desenvolverse en un círculo de retorno constante. No era que volvieran a ocurrir las mismas cosas en sentido estricto, pero sí que se repetían las pautas condicionadoras de esas cosas, lo cual generaba similitudes demasiado obvias. Se reencuentra el pasado en cada hecho del presente, que luego se proyecta al futuro, con lo cual se aspira el inolvidable perfume que el pasado nos dejó en su momento. Una suerte de retorno constante a sensaciones e instituciones más que a hechos concretos.

Comenzó a llover. Me refugié en un zaguán a la espera de un taxi. Lamenté no haber traído mi auto. La intensidad de la lluvia aumentaba por momentos. La luz de mercurio que alumbraba la mitad de la calle, parecía el cuello y la cabeza de un dinosaurio, a quien no afectaba el agua, como una cortina de colores, mientras esperaba perplejo el derrumbe definitivo de su mundo. De pronto descubrí que no me importaba mojarme. Recomencé la marcha sin cuidarme de la lluvia que penetraba ahora por el cuello de mi   —115→   camisa. Durante las primeras cuadras evité pisar los charcos que se habían formado en los desniveles irregulares de la vereda. Después eso tampoco me importó. Encontré un bar abierto pero pasé de largo. Me sentía absolutamente ridículo, mojado, fastidiado, con frío. Sin ganas de mirar un rostro ajeno. Apareció un taxi y lo llamé. Cuando llegué a mi departamento, pagué con dinero casi despedazado, que saqué de mis pantalones que chorreaban agua. Entré al departamento y fui directamente al baño donde me desnudé, tiré la ropa en un rincón y me sumergí bajo la ducha caliente. El placer es una sensación insustituible, intransferible. El placer físico. El agua caliente sobre el cuerpo, como el retorno al líquido cálido del vientre materno. Protegido y alegre. Me sequé con tranquilidad pero con energía. Desnudo todavía me serví un gran trago de whisky y me recosté en la cama. En ese momento comenzó a llamar el teléfono. Dejé que sonara largo rato. Finalmente cortaron. Quería estar solo y reflexionar sobre la sucesiva continuidad de equívocos de mi vida. Tomé de un trago todo el whisky y me introduje bajo las sábanas. Cuando el teléfono volvió a sonar estaba ya casi dormido. Era un ruido distante que no me pertenecía, ni me reclamaba.



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ArribaAbajoDiez

El presidente salió de la casa de gobierno caminando solo. Los granaderos de guardia no lo miraron. De haberlo hecho, seguramente, lo hubieran confundido con un viejo ordenanza de traje gris. Cruzó la calle esperando juiciosamente que los autos se detuvieran en el semáforo de la esquina. Ya en la Plaza de Mayo se acercó a un vendedor de maíz y compró una pequeña bolsa. El vendedor no quiso cobrarla a pesar de su insistencia. Había reconocido al presidente de los argentinos que marchó hasta el medio de la plaza y empezó a dar de comer a las palomas. El vendedor de maíz lo miraba perplejo. Esas palomas eran las que levantaban vuelo, aterradas, en bandadas confusas y a la vez ordenadas, cada vez que los disparos de fusil o las bombas caían cerca de la casa de gobierno durante las revoluciones. Palomas acostumbradas al fuego, al ruido, a las sirenas. Eran, en definitiva, lo único permanente en la casa de Gobierno. Ahora el presidente les daba de comer y tal vez reflexionaba sobre la vida de las palomas y su relación con los dramáticos avatares de la accidentada vida política del país. La gente, advertida por algunos peatones menos apurados que reconocieron al viejo jefe del Estado, lo contemplaban con curiosidad. Algunos lo aplaudieron y con el entusiasmo natural de los hinchas de fútbol gritaban «¡Viva el presidente!». Pocos minutos más tarde una multitud lo rodeó, comentando esa insólita actividad, sin precedentes en la faena diaria de presidente de la República. Más tarde, unos hombres de trajes oscuros y ademanes enérgicos, se abrieron paso con cierta violencia entre los espectadores y se acercaron al viejo patriarca que continuaba arrojando   —117→   pequeños granos de maíz, mientras las palomas revoloteaban a su alrededor, seguramente entusiasmadas por un proveedor de alimento tan notable. Los hombres rodearon al presidente y lo acompañaron hasta la casa de Gobierno. Los comentarios se generalizaron. Algunos destacaban su espíritu democrático. Otros se preguntaban si el país andaba tan bien como para que el presidente se diera el lujo de abandonar su despacho, para dar de comer a las palomas de la plaza. Otros decían que en realidad no tenía nada que hacer porque no mandaba. Otros, más groseros, afirmaron enfáticamente que le habían insinuado que se fuera un rato porque había que pasar la aspiradora a la alfombra del despacho presidencial. El nutrido grupo de espectadores fue deshaciéndose. Algunos reanudaron su marcha agitada. Otros quedaron haciendo comentarios entre serios y jocosos. Llegaron algunos periodistas de la Casa de Gobierno e hicieron reportajes tratando de saber cuál era la opinión de la gente frente a la insólita conducta del presidente. También llegó la televisión y varios equipos móviles de las radios. Cuando todo hubo concluido, el vendedor de bolsitas de maíz hizo su propia reflexión: «cuando a este lo rajen de la Casa de Gobierno no vendrá el ejército. Bastará con los bomberos».

El movimiento de la plaza volvió a ser el de rutina, mientras un sol pleno en un cielo sin nubes, indicaba que la primavera convierte a Buenos Aires en la ciudad más hermosa del mundo.

Los diarios de la tarde comentaron el episodio en su segunda edición. También los noticieros de televisión y las radios. En nuestra redacción el viejo resolvió que había que tratar el tema con toda la maldad posible haciendo un paralelo entre la actitud del presidente, rodeado de palomas, símbolo universal de la paz, a pesar de tratarse de bichos molestos, sucios y transmisores de toda clase de pestes, y los requerimientos básicos del país, que constituían   —118→   el tema cotidiano de análisis para los que preparaban la revolución. El gesto del presidente, se convirtió en la expresión alegórica de la abulia folclórica de su partido, frente a las exigencias y urgencias de un país donde todo estaba por hacerse. El dibujante de la revista hizo una caricatura del presidente con una paloma en la cabeza sentado en la puerta de un rancho, al lado de la pirámide de Mayo, protagonista muda de varias tragedias y frustraciones argentinas. Yo fui encargado de escribir una nota sobre la trascendencia de las palomas en la vida político-militar del país, a partir de su permanente congregación en los techos y en los frentes de los edificios que rodean la Plaza de Mayo y en la propia Casa de Gobierno. Nos deslizábamos inevitablemente hacia el humor para superar el aburrimiento generado por la inacción oficial.

Yo continuaba con mis conflictos domésticos, ajenos a las inéditas actitudes del presidente. A Mariana le mentí que había esperado su llamado en vano y que su teléfono parecía estar siempre ocupado. La mentira de la incomunicación telefónica es normal en la vida social y afectiva de Buenos Aires, sobre todo después de una fuerte tormenta durante la cual, inevitablemente, se inundan las cajas subterráneas de la compañía de teléfonos. Lo creyó o fingió creerlo. Como siempre, esa mentira fue el punto de partida de otras. Mi auto descompuesto, falta de taxis. «La comida terminó tarde». «¿Tan tarde?» «Sí, tan tarde. ¿O crees que estoy mintiendo? Nadie más interesado que yo en dejar una reunión aburrida de trabajo y encontrarme con vos». Silencio. «Bueno, ¿qué hacemos hoy?, ¿o tenés otra reunión de trabajo?» Siempre es la misma historia. Nos juramos amor y libertad. «Claro, esa es la base del amor inteligente. El que realmente dura. Sin celos estúpidos. ¿Para qué engañarse si hay amor? Si hay mentiras, es porque el amor ya no existe y en ese caso, ¿para qué seguir juntos, no?». Nada de eso es real. Se ama, se sienten celos, se odia, se   —119→   miente, se recuerda, se olvida. Una sucesión eterna, infinita, inevitable.

«Esta noche te busco temprano. ¿A las nueve está bien?». «Sí, claro, a las nueve, mi amor. Si tenés alguna reunión de trabajo, avisame con tiempo. No es que tenga algo que hacer. Solamente quiero saberlo». Cuando quise responder ya había cortado. Las palomas de Plaza de Mayo volvieron a mi máquina de escribir. Inicié la nota con un recuerdo trágico para las palomas y para unos cuantos miles de muertos en la plaza. Fue en junio del '55. Habían pasado ocho años pero todavía podían verse los agujeros de la metralla en las paredes del Ministerio de Hacienda y del Banco de la Nación. Los de la Casa Rosada habían sido reparados. A las diez de la mañana llegaron los aviones desde el río y bombardearon la Plaza de Mayo y la Casa de Gobierno. Las palomas, enloquecidas, se mezclaban con el humo de las bombas y las siluetas de los aviones, como buitres desesperados, que hacían vuelos rasantes sobre los edificios. La ciudad estaba desprevenida y los primeros muertos inocentes fueron reemplazados, horas después, por los locos heroicos. Camiones repletos de hombres y mujeres llegaban desde los suburbios a la Plaza de Mayo. Caían bajo el fuego de las ametralladoras que disparaban desde el Ministerio de Marina y desde los aviones que iniciaban su crepitar enloquecido casi desde el Congreso Nacional, a todo lo largo de la avenida de Mayo, hasta la Casa de Gobierno. Los locos heroicos venían a defender a su jefe, que ya había perdido la batalla, mientras hacía grotescos cuerpo a tierra en la Secretaría de Ejército, a una cuadra de la plaza, rodeado por un conjunto de generales derrotados. A las seis de la tarde la ciudad destruida, sin luces y ocupada por el ejército comenzó a remover sus propios escombros buscando muertos y heridos entre el ulular salvaje de las ambulancias y el estupor de amigos y enemigos.

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Al día siguiente, solamente las palomas volvieron a Plaza de Mayo. Nadie podía saber cuántas habían caído en la batalla. Tampoco supimos jamás cuántos fueron los muertos. Como se trataba de muertos nacionales, los ejecutores siempre trataron de escamotear la cifra, y el gobierno que se derrumbaba no quería destacar la dimensión del golpe. Tres meses más tarde otra muchedumbre enardecida rompía la paz recoleta de las palomas, y los gritos de vidas y muertes resonaron como el eco natural de los estampidos de la fusilería de junio y de las bombas de los aviones que reventaban sobre techos, calles y personas. La historia de las palomas es la historia de la Argentina, porque todo ocurre en la Plaza de Mayo. El que tiene la Casa de Gobierno tiene el poder, aunque ese poder no se extienda dos cuadras más allá. Las palomas son lo único permanente en esta curiosa confraternidad de un poder donde lo transitorio son los hombres.

El humor se me había ido a la mierda. Se suponía que debía hacer una nota de humor y estaba derivando a una crónica truculenta de violencia, abuso de autoridad y desprecio al pueblo. Arranqué la hoja y la tiré al canasto. Le dije al viejo que escribiría la nota al día siguiente. Intentó agredirme con una mirada helada y ante mi indiferencia volvió a la lectura de los diarios de la tarde. Me fui. Algo había cambiado mi humor. No fue la conversación de Mariana. Mi humor había cambiado el día anterior. Ni siquiera durante el intempestivo llamado de Julia, ni más tarde durante la comida, ni como consecuencia de sus comentarios desagradables. El tema estaba sin embargo allí. No tenía ninguna duda que mi cambio de humor se había producido ante la hipótesis propuesta por Julia de mi casamiento con Mariana. ¿Y por qué eso habría de cambiar mi humor? Tenía la más absoluta libertad para considerar o desechar el tema, que jamás se había planteado ni arriesgado en mis conversaciones con Mariana. Sin embargo me había puesto de mal humor. Y no era Julia la culpable. Tampoco Mariana,   —121→   quien seguramente pensaría que me precipitaba a un nivel de locura inaceptable si hacía referencia al tema. Sin embargo Julia era culpable de haber introducido esa alternativa. Fui al café Richmond a jugar ajedrez. Allí encontré varios colegas que mitigaban su aburrimiento y competían en una ácida competencia de chistes sobre el presidente, los diputados y los más importantes funcionarios del gobierno. También sobre sus mujeres, claro. Alguien llegó con la noticia de que a pocas cuadras habían asaltado un negocio que vendía pelucas. Un hombre joven y dos mujeres fueron los autores del asalto. ¿Serían dos mujeres?, ¿o dos hombres con pelucas? Allí empezó una de las incógnitas que se resolvería a lo largo de los meses siguientes con la aparición de un hecho nuevo en la vida política argentina: el terrorismo desarrollado como un sistema rutinario de lucha para desestabilizar el gobierno. En aquel momento los comentarios naufragaban entre las risas de un grupo de periodistas, que relacionaban el robo de las pelucas con la vocación de respetabilidad social de algunas esposas de funcionarios y su triunfo probable en la pasarela de algún teatro de revistas.

Quince minutos más tarde las bromas se extinguieron. Un soplo helado de tragedia hizo callar a todos. Alguien llegó y explicó que la policía había logrado matar a dos de los asaltantes. Un muchacho y una chica, ambos de veinte años. Todavía estaban tirados en la vereda a cinco cuadras del negocio de venta de pelucas, lugar en que se habían estrellado con la camioneta. El tercero huyó. En la fábrica de pelucas había también dos empleadas muertas. No había lugar para bromas. No advertimos todavía en ese momento, que nos precipitábamos a una Argentina inédita. De cotidiana crónica roja. Algunos salieron para presenciar el desenlace. Seguimos jugando ajedrez en silencio. Me fui a las ocho y media con tiempo justo para llegar a las nueve a la casa de Mariana. Me pidió que subiera al departamento. Estaba su padre, quien me saludó   —122→   con su cortesía habitual. Mariana se acercó, me besó en la mejilla. Luego me llevó de la mano hasta un nuevo cuadro que colgaba en la pared del living. Era un inmenso Macció de tonos rojos y rosados en el que podían adivinarse dos figuras sobre una mesa en un evidente acto de violencia física. Era un cuadro de gran belleza y los colores variaban en una sutil gama desde rosa pálido al rojo vivo. Yo conocía ese cuadro. Se había expuesto en una galería de la calle Florida el año anterior. Estaba en venta en aquel momento, pero en un año seguramente había aumentado su precio varias veces a medida que Macció entraba al Museo de Arte Moderno de Nueva York, y era buscado en las galerías privadas de Bond Street en Londres. Se había incorporado finalmente a la colección privada del ex diplomático, ex periodista, ex prófugo, actual vendedor de objetos de arte al cual me había vinculado el destino de la mano de una de las mujeres más bellas que había conocido, que ahora amaba y con la cual estaba dispuesto a vivir, con lo cual siguiendo el curso normal de un pensamiento sin presiones había desembocado en la respuesta que buscaba inconscientemente desde hacía veinticuatro horas.

Sin embargo, a partir de ese momento todo pareció más difícil de aceptar. Las condiciones normales, fluidas, libres, de la independencia tendían a destruirse. Parece que resulta difícil conservar las buenas relaciones cuando son inevitables. El padre de Mariana no apartaba los ojos del Macció. Los diversos tonos de rojo, rosa y violeta parecían invadir cada objeto del amplio living comunicándoles sus reflejos violentos, profundos, terribles. Era una violación fantasmal. Más sutil, inevitable y universal que esa otra que se esbozaba con trazos firmes y caóticos en la tela.

Macció había pintado la idea de la violación más allá de los límites del erotismo. Era una violación universal, eterna, cotidiana. Era la violencia total de los hechos humanos en las miles de formas   —123→   en que se expresa en el mundo cada día. En la guerra, el sexo, el hambre, la humillación, el abuso, el egoísmo, la ambición, el dolor, el asesinato, la compasión, el asombro, la angustia, la desesperanza, el fracaso, el amor, el odio, el desprecio. La absoluta e irreparable violencia de la condición humana en el acto simple, inmediato, sin futuro y sin esperanza de violencia sexual. La pintura -dijo el padre de Mariana- es el medio de expresión más completo, sutil, casi absoluto. Está allí todo lo que el pintor quiso poner, lo que no quiso y puso involuntariamente y lo que cada uno de nosotros agrega al cuadro. La pintura es infinita, múltiple, cambiante. Podría tal vez decirse eso de todas las artes plásticas, pero ocurre que no conozco tan bien todas las artes plásticas como conozco la pintura. Está llena de matices y sugerencias, intensidad y delicadeza, violencia y suavidad, líneas que penetran el más profundo secreto del cuadro y que trascienden sus límites y se proyectan hacia el infinito, hacia afuera, como si cada cuadro contuviera al mundo entero en el centro mismo de su equilibrio. Allí hay en definitiva un punto y ese punto de color es la idea misma del absoluto -advirtió de pronto que lo observábamos en silencio.

-Claro que no todos los cuadros. No toda la pintura -dijo- solamente la buena pintura. Es difícil saber cuál es en definitiva la buena pintura. La pintura moderna ha enriquecido de tal modo la estética que un mal pintor puede producir extraordinarios cuadros aun involuntariamente. El azar de una accidentada aplicación de colores puede producir milagros -quedó pensativo unos instantes-. En realidad -continuó- el arte y particularmente las artes plásticas, son inherentes a la naturaleza humana. Una piedra que escogemos al azar la pegamos a una pared y puede ser un objeto de arte. Depende de nosotros. Todo depende de nosotros. Siempre es así. ¿No es verdad? -se volvió a mí.

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-Sí, puede ser verdad. Pero de la misma manera -dije- un ignorante o un buen bruto, que jamás tuvo razones ni estímulos para cambiar, se introduce en un mundo más o menos cultivado y aprende a percibir las cosas que hasta ese momento habían pasado inadvertidas para él. Puede ser que la sensibilidad estética sea inherente a la naturaleza humana como es toda expresión de la cultura. Todo hecho producido en definitiva por el hombre. Las artes plásticas, como la literatura, como el interés por la historia o la música. Cualquiera puede aprender, bueno, no cualquiera, hay tipos definitivamente brutos y negados para toda clase de hechos generados por la actividad creadora del espíritu y la inteligencia.

La belleza de las cosas o la emoción estética siempre está en nosotros o no está, independientemente de la cuota que haya puesto el artista en la obra objeto de nuestra observación. Bueno, creo que este es uno de los grandes temas de los filósofos que analizan la génesis del conocimiento humano. Un tema eterno. Las cosas son en sí mismas o son en nosotros. El hombre crea el mundo, dicen los idealistas. Pero me estoy metiendo en dificultades.

-Yo siempre dije que los periodistas y los militares que leen libros son peligrosos -comentó con amable cinismo el padre de Mariana.

En ese momento vino la mucama e informó a Mariana que la llamaban por teléfono. Hizo traer el aparato para contestar desde el living. Seguí conversando con su padre mientras me esforzaba por satisfacer mi curiosidad. Los celos eran un elemento nuevo introducido en mis relaciones afectivas. Apenas seguía las reflexiones del padre de Mariana cuando escuché el nombre de Remigio. De manera que era mi benefactor, como lo llamaba desde que me había presentado a Mariana. Invitaba a una fiesta. Mariana le dijo que esperara en la línea y me preguntó si tenía ganas de ir. Le respondí afirmativamente, cuando en realidad estaba impaciente   —125→   por llevarla a la cama y hacerle el amor. Sin embargo una cosa no excluía la otra. El padre de Mariana propuso que comiéramos allí algo liviano y luego fuéramos a la fiesta. Estaba seguro que quería continuar la conversación sobre la pintura y el arte en general. Por alguna razón que no podía precisar, esa noche estaba particularmente sensible. Hablar sobre pintura y los artistas me había llevado al pasado. A mi adolescencia bohemia, libre, torturada y frustrante. Yo había sido un artista plástico. También periodista, porque con esto ganaba dinero. Lo necesitaba. No podía esperar el éxito y su gratificación arrastrándome durante años entre las contingencias negativas de una vida dedicada a la creación. Tal vez porque en el fondo no confiaba en que esa fuera mi verdadera vocación. Tal vez, porque había sido educado en la absurda idea de que el arte era consecuencia de la actividad de la gente que sobrevivía en un mundo diferente al que había descubierto desde mi infancia. O quizás porque desde mi juventud debí afrontar urgencias económicas que no podían esperar. Imperiosas, inevitables, tiránicas. Pero debí enfrentarlas. Las asumí y las fabriqué, sin pensar que lo que obtenía, a través de ese esfuerzo, podía significar algo transitorio y sin satisfacciones profundas. Porque también deseaba y me atraían las cosas materiales y experimentaba un real deleite al gozar de ellas. Fue como si conformara una segunda naturaleza en la cual, los beneficios materiales, me permitieran superar la nostalgia de mi frustración en el mundo del arte. Y luego ese instrumento se había convertido en un objetivo en sí mismo. Una necesidad que atribuí a los compromisos que yo mismo había creado y que tomaban imperiosa la búsqueda de satisfacciones materiales. Y total ¿para qué? Es cierto que siempre había llevado una buena vida, pero a la luz de los hechos valiosos del mundo del arte, con los cuales había tenido una comunicación fluida y cotidiana durante años, las circunstancias materiales que me habían parecido buenas o indispensables se convertían en una ridícula máscara que me dejaba sin aliento en una estéril soledad.

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Hablar sobre el arte se me antojaba un entretenimiento intelectual, superficial y sin consecuencias, frente a la vida del arte. Excitante, angustiosa, sin límites ni prejuicios y con toda la fuerza rica, cambiante, eterna de la creación tras la cual se produce un agotamiento sin fatiga, sereno, como el abandono placentero que sigue al orgasmo. Yo había vivido la creación artística verdadera, sin condicionamiento, como ejercicio pleno de la libertad y de la fuerza del espíritu y del cuerpo.

De manera que hablar de arte y pintura, reflexionando teóricamente sobre los fundamentos que condicionan la marcha de ese ejército de privilegiados, que se mueven empujados por la fe en sí mismos y en su obra, resulta un entretenimiento de salón sin consecuencias y lo que es peor, sin interés.

Nada de esto le comenté al padre de Mariana, que tenía el privilegio de haber vivido el arte como un disfrute para el cual se había preparado sin pretender participar ni inmiscuirse en el terrible laberinto de su génesis en función de artista. Hombre o mujer, ser humano, vivo, concreto, con sangre en las venas y lágrimas en los ojos, con urgencias sexuales y hambre en un estómago vacío y torturado en el que los excesos, de pronto, constituyen una huida inocente y desesperada de la violencia creadora, ante la imposibilidad de concretar en un pedazo de cartón, de tela o de madera, la idea fugaz y apasionante que intuyó entre cientos de bocetos arrojados cada día al cajón de desperdicios.

La comida transcurrió entre relatos del padre de Mariana sobre los negocios del arte durante la guerra y cómo se había convertido en una moneda de cambio para obtener pasaportes, libertades y complacencia del enemigo y así escapar del cautiverio o de la muerte. Ambos bandos negociaban con el arte y este sirvió para salvar vidas. No precisamente la vida del espíritu, sino la vida   —127→   cotidiana, concreta y real de los que gracias a un cuadro, un grabado o una escultura obtuvieron la libertad o se salvaron del exterminio. Cuando los vencedores cumplían su palabra. Muchas veces no lo hacían. La obra de arte era botín de guerra.

-Yo tuve suerte -dijo. Se ensimismó en un largo silencio seguramente evocando las alternativas de su fuga.

Pensé que podía imaginarlo cediendo parte de sus obras de arte, para comprar su libertad, y también aprovechando sus influencias para obtener obras de arte de manos de algunas víctimas que pretendían de esa manera comprar las suyas. Víctima o verdugo. Su personalidad podía adecuarse a las dos alternativas. Me sorprendí con esta reflexión que surgió espontáneamente. Nunca lo había visto a la luz de esa posibilidad pero intuí que era un hombre capaz de cualquier extremo en función del oportunismo, de la necesidad de salvar su vida o de aprovechar las circunstancias, fundado en la reflexión de que era imposible cambiar las condiciones de esas circunstancias. En definitiva, el padre, de Mariana era un ser humano, sin hipocresías, vital y egoísta, igual que cualquiera, pero seguramente sin timidez para expresar su auténtica naturaleza.

Es decir, un hombre libre. Sometido solamente a las necesidades de su sobrevivencia. Creo que si le hubiera preguntado sobre la certeza de mi conjetura no hubiera mentido, ni se hubiera indignado por mi curiosidad. Sin embargo, no lo hice, porque me pareció innecesario. Más aún, inútil. Yo admiraba esa libertad desprejuiciada. Sentía una especie de vértigo, como un soplo helado y terrible cuando advertía en alguien esa universal capacidad de egoísmo y libertad sin límites. Formalmente mi conducta parecía igual, pero esencialmente no lo era. Mi libertad se cargaba de culpas y fabricaba víctimas imaginarias, entonces la libertad consistía   —128→   en ignorar las consecuencias que mi conducta pudiera tener en esas supuestas víctimas. Y lo lograba, lo cual seguramente implicaba una conducta más reprobable y menos satisfactoria.

-Este país es una especie de usina de artistas plásticos, hay muchos y todos son buenos. Las galerías están llenas de cuadros bien pintados o de cuadros buenos aunque no estén bien pintados -continuó el padre de Mariana.

Media hora más tarde llegamos a la fiesta, que tenía lugar en un departamento de dos plantas de la calle Posadas. La puerta estaba abierta y la música se escuchaba en toda la cuadra. El lugar era pequeño y resultaba difícil imaginar cómo esa multitud podía moverse, bailar, conversar, entenderse y comunicarse en medio de la música atronadora en un espacio insuficiente ya para la tercera parte de los hombres y mujeres que fumaban, bebían y comían entre carcajadas alegres y conversaciones inaudibles. Parecía difícil entrar al departamento, pero una vez logrado ese objetivo, el traslado de un lado a otro se producía por una extraña dinámica generada por la fuerza de la multitud, a la cual nos abandonamos como a las aguas tenaces e indómitas de un río de montaña. Alguien nos puso un vaso en la mano mientras Remigio se abría paso en una marcha salvaje y aparentemente imposible desde el otro extremo del departamento con la evidente intención de saludarnos, si así puede denominarse su abrupta caída entre nuestros brazos que hizo saltar el whisky de mi vaso, si es que era whisky, porque todavía no había tenido oportunidad de probarlo. Pero cualquier cosa que fuese terminó en mi saco y en la camisa de Remigio, quien palpó sus dedos en el líquido derramado y nos grabó simbólicas cruces en la frente, en una bendición seguramente destinada a facilitarnos nuestra incorporación al caos. Sin duda era una buena fiesta que cumplía cabalmente sus objetivos de desorden, alegría, incomunicación, estímulo sexual, atolondramiento,   —129→   dispersión intelectual, desenfado y frivolidad que cualquiera tiene el derecho de buscar de vez en cuando. En definitiva, una fiesta liberadora que podía ser tema interminable de reflexiones psicoanalíticas, divagaciones sobre la paz del espíritu y avances en el saludable proceso de destrucción del yo individual para fundirlo libre y entusiasta en el yo universal, eterno, indefinido, generoso y satisfactoriamente irresponsable. Un camarero vestido con una impecable chaqueta blanca se deslizaba imperturbable entre la multitud con habilidad extraordinaria. Era la única expresión de normalidad y orden que recordaba el mundo cotidiano donde un sector numéricamente importante de la gente debe ganarse la vida para sobrevivir con algún decoro.

Remigio movía sus brazos como aspas de molino en un pretendido movimiento circular que resultaba imposible de completar, salvo que arriesgara algún golpe a cualquiera de los cuerpos o cabezas que nos rodeaban como una hiedra gigantesca, amorfa, confusa, colorida, brillante y cálida. Con esos gestos pretendía comentar con Mariana los detalles de vestuario de algunos de los personajes presentes, propósito que resultaba parcialmente frustrado por el ruido ensordecedor de la música y el rumor desigual, agudo, grave y cataléptico de las conversaciones. Era todo un milagro de incomunicación, en medio de la inevitable comunicación física de los cuerpos, del calor excitante mezclado a los perfumes intensos o delicados, a la maraña de gestos y expresiones tensas y locas de quienes ni siquiera se habían propuesto vivir una noche inolvidable. Alguien se incorporó al hasta entonces caótico diálogo entre Mariana y Remigio. De pronto tuve la sensación de que la definición de este hecho implicaba circunstancias que yo ignoraba. Relaciones que venían del pasado y que desconocía. Como si en realidad todas esas circunstancias hubieran determinado, o yo mismo hubiera resuelto, que en definitiva no era un iniciado en ese mundo que se me antojaba ajeno e inasible.   —130→   El desconocido, joven y bien parecido, con aspecto de persona normal y aún elegante, tomó la mano de Mariana y la llevó a los labios en un gesto aparentemente intrascendente, pero a la vez afectuoso. Mariana retiró lentamente su mano y advertí que su cuerpo se apretaba más contra mi flanco, como patentizando que esta situación imprevista, tal vez prevista, no para mí pero sí para ellos, nada tenía que ver con esa cantidad de días y semanas y meses que habíamos vivido nuestro amor. Sin embargo, había alguna posibilidad, tal vez remota, anterior o quizás ya extinguida, que pudiera señalar un involuntario equívoco para mí, que no era un iniciado y había sido llevado de la mano de Mariana por ese laberinto, como Ariadna a Teseo, para evitar su confusión total y la muerte ante el minotauro. Supe que si había alguna razón para que Mariana tomara estas espontáneas y casi imprecisas precauciones, era porque existían motivos para ello. Entonces observé con mayor atención al personaje. La breve barba pulcramente descuidada, sus ojos azules, inteligentes, que evitaban mirarme. Como si yo nada tuviera que ver con el grupo. Con Mariana, ni siquiera con la fiesta, ni con nada de lo que pudiera ocurrir a partir de ese momento, o con lo que pudiera haber ocurrido tiempo atrás, tiempo al que yo, en mi estúpida soberbia o culpable irreflexión, había convertido en un neblinoso vacío de fría angustia y soledad en el que Mariana había vivido hasta el momento de conocerme. En ese momento advertí que la fantasía del vacío neblinoso y la soledad sosegada y melancólica, era solamente una prueba más de mi inmadurez, falta de reflexión realista y esperanza infantil. De manera que a partir de ese momento no tuve ninguna duda de que ese personaje había sido amante de Mariana, que la cosa no estaba todavía resuelta entre ellos y que jamás me había preocupado por saber cuáles eran los pasos de Mariana a lo largo de sus días de ocio o parcial actividad. La sola idea de que estaba viviendo un mundo fantástico, me llevó a la convicción de que   —131→   muy poco conocía realmente a ese ser, al cual suponía amar, y le adjudicaba una voluntad de entrega, honradez y amor que solamente mi deseo de que así fuera había conjeturado y atribuido sin ningún hecho objetivo que lo mostrara. Y esta convicción me produjo una especie de mareo angustioso, una oleada de calor y sudor frío y desesperado que convirtió el ruido, y los colores, y la música, y los rostros en una masa compacta, homogénea, de movimientos cadenciosos, con una unidad esencial que no comprendía, con la que nada tenía que ver, ni podía interesarme. Y fui consciente que de todas maneras yo le hacía el amor a Mariana, pero ese era un consuelo insuficiente tras la perturbadora idea de que tal vez no era el único. Todo el mundo que había imaginado en mis desesperadas fantasías se me antojó lejano, impreciso, carente de atractivo. Y pensé además que aunque no fuera verdad lo que imaginaba y aunque estuviera adjudicando a Mariana una historia falsa, imaginarla puso una distancia entre nosotros irrecuperable, porque aunque las cosas se hubieran desarrollado como las pensaba en ese momento no tenía ninguna duda de que habían existido. Tal vez no así, pero sí de cualquier otra manera, sencilla, normal, vejatoria, insoportable, cruel, desenfadada y vulgar. Así, en pocos segundos y no obstante el hecho de que Mariana se apretaba contra mí, o tal vez por eso, o porque el joven barbudo, no demasiado, con gracia, le había dado un fugaz beso en su mano, cambié mi actitud hacia un estilo frío, indiferente, lejano, cobarde, inseguro, desesperado. Sentí que lo que creía haber incorporado definitivamente a mi vida se había escurrido en un segundo como el whisky sobre la solapa de mi traje.

La vida es así, las mujeres son así. Es mejor descubrirlo de una vez. Mariana continuaba presionándome con su cadera. Sin volverse hacia mí, en un deliberado gesto hacia su interlocutor pasó su brazo alrededor de mi cintura. Eso me parecía aún más imperdonable, porque sin duda había una razón oculta que justificaba   —132→   esa exhibición. Remigio miraba a Mariana, al joven de la barba y a mí de reojo. Aunque tratara de hacerlo con disimulo la situación se tornó de pronto tensa, casi irritante, incómoda, porque lo que fue absolutamente claro desde el principio es que ninguno de los dos pensaba presentarnos, en un gesto más allá de la formalidad y el protocolo. Yo imaginaba todo y seguramente Mariana, si lo hablábamos más tarde, lo que sería absolutamente inevitable a pesar de mi decisión de no hacerlo, y naturalmente de la suya de ignorarlo, me diría que yo en realidad estaba absolutamente loco, enfermo de celos, anormal. Y si Remigio no nos presentaba, esto diría yo cuando se produjera la inevitable pelea después de la fiesta, mientras yo vacilara entre mi dolor, el desgarrón de mi dignidad, la lesión a mi propia idea de macho y las ganas de hacerle el amor y besarla, mientras vacilara entre las dos alternativas, tan opuestas, diferentes, pero iguales en el fondo, porque los dos caminos tendían a recuperar mi propia estimación. Le diría que Remigio no me presentaba porque no sabía si yo estaba enterado de quién era y qué relación había tenido con Mariana en el pasado. Remigio no podía saber si ella me había contado algo e imaginaba que si así era, podía razonablemente suponer que pasara por mi cabeza la idea de que él la había invitado a la fiesta con el deliberado propósito de enfrentarla nuevamente a su ex historia, aventura, romance o relación, no por propia decisión, sino por sugerencia, instigación o mera propuesta del joven de breve barba desprolijamente cuidada.

Entonces me propuse una actitud absolutamente diferente. Esto es, mirarlo fría, profundamente, como quien analiza con curiosidad e interés un objeto extraño, un bicho sorprendente de alguna manera. Traté en definitiva que ellos se sintieran incómodos, más que yo, que no soportaba la situación que no podía variar en su forma, pero sí en el clima y la intención, y Remigio empezó a ponerse visiblemente nervioso. Ahora miraba no sin cierta desesperación   —133→   a todos lados, como esperando descubrir alguna ayuda que tampoco se atrevía a interpretar como tal, y Mariana seguía oprimiéndome la pierna mientras yo apenas retrocedía lo suficiente como para que advirtiera que me había dado cuenta que algo ocurría y que eso que ocurría me resultaba por lo menos incomprensible o sospechoso, y el personaje en cuestión, gran bastardo, ni siquiera se fijaba en mí, porque no tenía más ojos que para Mariana que ya no atendía, y también buscaba con la mirada alguna alternativa que cambiara la situación, sin ninguna naturalidad. Entonces, definitivamente, el tipo también empezó a sentirse incómodo porque yo seguía mirándolo con curiosidad, con interés, con frialdad como preguntándole qué estaba haciendo allí, adonde nadie lo había llamado y que si alguna vez hubo algo, que no quería imaginar o suponer entre él y Mariana, ya no lo había de ninguna manera y el dueño de la cosa era yo y la cosa no era precisamente Mariana, sino la situación, el hecho, la circunstancia, de manera que lo mejor que podía hacer era irse, porque además me pasó por la cabeza la idea de que me gustaría romperle la cara de chico joven y bonito con su barba cuidada pero no tanto, como un actor de teatro o un empleado de compañía financiera, que lee poesía inglesa pero que no lee nada, pero lo finge y quiere que todos piensen que eso es verdad aunque solamente sea un alfeñique intrascendente. Y a medida que todos estos pensamientos se amontonaban en mi cuerpo, en mis brazos, en mi cabeza y en la boca del estómago que ya se había recuperado, después de tener la convicción de que ese tipo había andado por donde yo ahora me movía con placer, alegría y amor, tuve el impulso irresistible de romperle su cara de delicado bobalicón o sencillamente tener la presencia de ánimo suficiente como para decirle a Mariana «vamos que este es un lugar de mierda», lo que no era de ninguna manera, pero a mí me lo había parecido a lo largo de esta reflexión caótica, arbitraria, infantil, absurda y estúpida. Alguien   —134→   trajo platos con alguna buena comida y más vasos de whisky, en medio de los apretujones y forcejeos para completar la aventura de comer y beber parados en el ojo del huracán, mientras el joven de la barba, que seguramente se entrenaba en parapsicología y había leído mis pensamientos, se hizo humo. Entonces ya comí y bebí y acepté las presiones de la cadera de Mariana y aun la lenta caricia de su mano en mi cintura y también Remigio se fue, y Mariana se volvió y me dijo: «vámonos de aquí que quiero que me hagas el amor», y pensé que todos se darían cuenta de que la cosa era de esa manera, pero cuando salimos del departamento y caminamos por la calle mientras la música loca todavía nos perseguía, supe que me habían jodido la noche y que eso iba a ser difícil de reparar.



  —135→  

ArribaAbajoOnce

El viejo que jugaba ajedrez en el parque sobre la mesa de piedra, movió la reina y puso en jaque al rey enemigo. Su contrincante no advirtió la amenaza porque miraba hacia el hospital del otro lado de la avenida. Sus ojos lagrimosos forzados por una miopía no controlada, recorrían las largas galerías del edificio por el cual pasaban otros viejos que iban o venían de sus exámenes de rutina. Pensó que él nunca había pagado servicios sociales, de manera que no tenía derecho, ahora que era un viejo, a gozar de los servicios del enorme hospital, de la atención de sus médicos impecables en sus delantales blancos, de la buena calefacción en el invierno y de la refrigeración durante el verano, corto pero abrumador. Pensó también en todas las cosas que no había hecho en su vida para prevenir este día de hoy, sin protección ni seguridad y en todas las cosas que había hecho para hacer de su vida una historia que recordaba con alegría, como un sobresalto lleno de picardía, como una ansiedad irresistible. Entonces miró nuevamente la mesa-tablero y advirtió el jaque de la reina enemiga.

-Querés joderme -dijo.

-Sí -contestó el otro con satisfacción.

El viejo miró largamente el juego y descubrió que en realidad su rey no estaba en peligro. Solamente amenazado. Tapó con un alfil y obligó a que la reina cambiara de posición, liberando al rey de la amenaza.

  —136→  

-Por ahora te salvaste.

-A veces es mejor salvarse, que ganar o perder.

Volvió a mirar el hospital y vio llegar el camión de transporte de caudales del cual saltaron varios hombres con armas largas en las manos. Dos, sin armas aparentemente, se dirigieron a la puerta posterior del vehículo y la abrieron, mientras hacían señas seguramente a otros hombres en el interior del hospital, que no se veían desde la posición en que el viejo observaba todo como en una película muda, ya que por la distancia le resultaba imposible escuchar una voz. A partir de ese momento se produjeron muchos hechos simultáneamente.

Una ambulancia entró a regular velocidad y en ese caso sí el rugido alarmante de la sirena llegó hasta el parque, reclamando también la atención del otro viejo.

Una segunda ambulancia, más lentamente, ingresó al patio y se detuvo cerca de la puerta de entrada. En el camión de transporte de caudales el chofer encendió un cigarrillo. Los dos guardias con armas largas miraban hacia la ambulancia que había entrado velozmente, con la sirena abriéndole camino en el tránsito intenso de la mañana. De la segunda ambulancia descendieron dos hombres con guardapolvos blancos y una mujer. Seguramente dos médicos y una enfermera. Sin embargo, uno de los médicos se condujo de manera sorprendente. De la parte posterior de la ambulancia sacó dos pistolas y disparó contra los guardias que portaban armas largas. Los viejos no escucharon siquiera los disparos, solamente fueron sorprendidos por las piruetas ridículas que hicieron los dos cuerpos antes de estrellarse contra el piso. Mientras tanto, de la ambulancia escandalosa descendieron dos mujeres con guardapolvos blancos. Ya los viejos habían reflexionado que por lo que ellos sabían, los médicos y enfermeras no se conducían   —137→   como aquellos. En ese momento ambas mujeres corrieron hasta los hombres que descargaban bolsas de dinero y se habían lanzado sobre las armas de los dos caídos, luego del primer ataque. Uno vestía camisa blanca, y los viejos vieron cómo el pecho se convertía en una inmensa rosa roja mientras el hombre saltaba hacia atrás, como lanzado por un resorte invisible. El otro abandonó, aparentemente, la idea de recoger una de las armas y levantó los brazos, pero entonces se produjo el hecho más inesperado. Uno de los hombres de blanco, no un médico, en la opinión de los viejos, o por lo menos no en actividad de médico en ese momento, por lo que podía verse desde el parque, apoyó el cañón de su revólver contra la cabeza del hombre. Desde la distancia en que observaban el episodio no pudieron advertirlo con claridad, pero, a juzgar por la loca contorsión del cuerpo y su caída hacia adelante, y a pesar de que no habían escuchado el estampido por la distancia, imaginaron que el cráneo estallaba en pedazos y lo que contenía, que no podía verse desde el parque, había saltado contra las paredes del camión. Dos de las mujeres, sin prestar atención a este hecho, ya sea porque tenían su plan o misión y debían cumplirla, o porque prefirieron ignorar qué hacía su compañero, se pusieron casi de rodillas apuntando hacia el interior del Hospital con sendos revólveres que apenas podían verse desde el parque como pequeños troncos negros inofensivos, posiblemente preparadas para disparar contra los policías que normalmente desarrollan actividades de vigilancia en los hospitales que ya habrían escuchado los estampidos y llegaban corriendo desde distintas direcciones, si hay que creer lo que muestran tantas veces las series de televisión y las películas. Pero en este caso no fue así, porque ningún policía apareció y los dos hombres de blanco, quienes evidentemente no eran médicos, aunque habían fingido serlo y para eso se habían puesto los guardapolvos blancos, impecables a la luz del brillante y alegre sol de la mañana, sin excesivo apuro,   —138→   pero con gran precisión cargaron los bolsos del camión de transporte de caudales, y los llevaron hasta la segunda ambulancia. Seguramente esas bolsas contenían dinero, porque ninguna otra cosa pueden contener las bolsas que transporta un camión de caudales, y las apilaron en el interior de la ambulancia. Pero eso no podía verse desde el sitio en que los viejos habían suspendido transitoriamente su partida de ajedrez. Cuando parecía que todo iba a continuar así, sin que nada alterara los planes de los hombres y mujeres vestidos de blanco se escuchó otra sirena, y aunque el auto todavía no se veía, era fácil imaginar que se dirigía al hospital por una calle adyacente y que se trataba de un auto patrulla de la policía. Entonces fue cuando los dos viejos se miraron significativamente como diciendo «ahora vamos a ver qué pasa, veremos cómo termina esta historia». Y el único gesto que pareció alarmante, ya que en ningún momento habían resuelto suspender definitivamente la partida de ajedrez, fue que se pusieron de pie con la idea de mirar mejor lo que estaba sucediendo y lo que ocurriría en los próximos minutos. Pero los hombres de blanco, y esto sería comentado insistentemente por los viejos, no alteraron el ritmo de su actividad y continuaron la carga de la ambulancia mientras dos de las mujeres caminaron lentamente hacia la puerta de entrada y se colocaron a ambos flancos, de manera que solamente una quedara siempre con una rodilla en tierra apuntando hacia el interior del edificio del hospital. De manera que cuando el coche patrullero de la policía disminuyó la velocidad para introducirse en el patio de estacionamiento donde tenían lugar todos estos sucesos, a las dos mujeres les resultó muy fácil disparar casi a boca de jarro contra el conductor y su acompañante, que jamás imaginaron, y si lo imaginaron nunca tuvieron oportunidad de comentarlo, que las enfermeras de un hospital importante se dedicaban a disparar contra policías sorprendidos, frente al tránsito incesante de cientos de automóviles en plena mañana. No   —139→   tuvieron tiempo seguramente de pensarlo, a pesar de que el ametralladorista en el asiento de atrás, esto no fue reflexión de los viejos, ni ponía en evidencia conocimientos especiales sobre la manera de actuar de la policía, sino que lo leyeron en el diario esa misma tarde, intentó levantar el arma, pero la mujer que estaba a la izquierda del auto no dejó de disparar en ningún momento. Primero al de adelante y luego continuó con el de atrás y hasta tuvo la audacia de introducir la cabeza por la ventanilla, cuando ya el auto se había estrellado contra otro, estacionado más adelante, para ver si alguno había quedado vivo o reaccionaba.

A partir de ese momento, y cuando advirtieron que la ambulancia estaba ya cargada, se apresuraron a subir a ella con los dos hombres y esperaron entonces a la tercera mujer que no había abandonado su puesto frente a la puerta del edificio y ahora corrió hacia la ambulancia siempre mirando hacia el objetivo de su preocupación, por eso, dos manos fuertes la hicieron subir casi de espaldas. Pero esto no fue claramente visto por los viejos, ni siquiera por los que no habían sido observados por ellos y esperaban aterrados dentro del edificio, sino por unos médicos y enfermeras que miraban desde el primer piso y habían llamado por teléfono al patrullero cuando empezó el asalto. Porque eso había sido. Tampoco nadie podía decir realmente si el médico que lo comentó había llamado al comando radioeléctrico, en lugar de entretenerse, como todo el mundo, mirando el asalto desde esa situación de privilegio.

Los viejos, antes de reanudar el juego de ajedrez, se quedaron en silencio reflexionando e imaginaron más tarde, cuando leyeron el diario, que ese médico había inventado todo y que el patrullero entró por casualidad al hospital, tal vez porque alguno de los conductores o quizás el ametralladorista, tenía ganas de ir al baño y por eso estaban apurados y pusieron a funcionar la sirena. El episodio   —140→   los sorprendió. Pero no tuvieron tiempo de sorprenderse porque ya estaban muertos, y por la foto en los diarios, casi reventados contra los asientos y extrañamente encogidos en el piso del automóvil, y los viejos se preguntaron qué mujeres eran esas que se movían con la tranquilidad y la eficiencia de un ama de casa, que prepara una torta en la cocina para cuando los chicos volvieran del colegio. A pesar de todo, esa mañana continuaron jugando ajedrez, mirando de vez en cuando hacia el hospital, ahora lleno de patrulleros y ambulancias y uniformes azules y hombres y mujeres con guardapolvos blancos, iguales a los que usaban los que habían robado en plena mañana y frente al tránsito de cientos de automóviles, una fortuna en bolsas de color naranja, que en ningún momento se ensuciaron con la sangre de los guardias o de los policías.

Y uno de los viejos comentó:

-Lo que dijiste. Mejor salvarse que ganar o perder.

Los viejos observaron algo curioso cuando la ambulancia con los asaltantes abandonó el hospital por la puerta de acceso a la playa de estacionamiento. El intenso tránsito de autos por la avenida se detuvo momentáneamente y la ambulancia salió rápidamente del hospital abriéndose camino entre los automóviles, que ahora se movían lentamente y se apartaban a su paso como las aguas del Mar Rojo ante Moisés. Pero aquí no había un milagro, sino una operación muy bien realizada, donde cada uno y todos los vehículos que exactamente a esa hora de la mañana circulaban por la avenida, frente al hospital, parecían cómplices o socios o colaboradores de los autores del asalto.

Podían jurar que los automovilistas que conducían sus vehículos por la avenida en ese momento, estaban esperando facilitar la huida de la ambulancia, mostrando respeto por la sirena y una disciplina   —141→   ciudadana que era difícil encontrar en las actividades cotidianas.

Y este hecho, que implicaba una diferencia fundamental con los diversos parámetros a la luz de los cuales podía investigarse el asalto, no fue observado por la policía, no llamó la atención a ningún periodista, ni fue comentado por los espectadores o sobrevivientes de la aventura. El comentario existió, es cierto, entre ataques de la reina, retrocesos del rey, avances del alfil y caprichosos saltos del caballo durante la inolvidable partida en el parque.

Cuando llegué al lugar, la policía había desviado el tránsito, de manera que estacioné mi auto en una calle transversal. Desde ese lugar, hasta la entrada del hospital, escuché varias versiones del asalto en los diversos corrillos de vecinos que relataban el desarrollo de los sucesos, agregando lo que imaginaban por no haber sido efectivos testigos presenciales. Parecían varios asaltos diferentes. La policía impedía el ingreso de los periodistas, de manera que resolví seguir escuchando la crónica del barrio. Estaba cansado. Después de la fiesta habíamos tenido una furiosa noche de amor, de celos, peleas, discusiones, explicaciones, acusaciones y mentiras. Nos habíamos dormido rendidos, en la azulada luz de la madrugada, dispuestos a terminar nuestras relaciones para siempre como ya había ocurrido tantas veces. Pero nos dormimos abrazados, cansados, furiosos, lastimados, después de un maratón de reproches inútiles, injustos, violentos, despiadados, entre el olor a sexo y las lágrimas de Mariana y unas ganas de morirme desmentidas por el regocijo de estrecharla entre mis brazos y mis piernas. Por eso cuando el estampido del teléfono me rescató del sueño me sentía un guerrero abandonado, cobarde y fatigado en un campo de batalla jalonado por la violencia estéril del fracaso. Después de escuchar la noticia transmitida por el viejo jefe, permanecí   —142→   acostado meditando sobre lo que acababa de escuchar. Mariana dormía con un rostro plácido, sereno, como si nada desagradable hubiera ocurrido durante la noche. Miré el reloj. Eran las once y media de la mañana. Me duché y vestí. Media hora más tarde caminaba por el parque frente al hospital. Había dos viejos jugando al ajedrez. Me acerqué a mirar la partida. En pocos minutos me olvidé del asalto y seguí los movimientos de la guerra privada entre esos dos jubilados que gastaban el tiempo de descuento de sus vidas. De vez en cuando, ellos y yo, mirábamos los movimientos de las ambulancias y coches patrulleros que entraban y salían de la playa de estacionamiento del hospital.

Como una lejana luz que se aproxima en un túnel oscuro, algo comenzó a gestarse en mi mente, absorta por los movimientos de los trebejos y la silenciosa concentración de los dos hombres. Les pregunté cuánto tiempo hacía que jugaban allí. Uno de ellos me miró y luego a su compañero. Volvió a mirarme con una expresión indefinida, como si su rostro impasible se alterara para analizar una pregunta que no era la justa.

-Usted quiere saber si estábamos aquí cuando ocurrió el asalto.

Advertí que el lugar que ocupaban los viejos era, exactamente, el que hubiera elegido un observador preparado para observar con amplitud y en detalle, lo que había ocurrido esa mañana en el hospital. Nadie podría haber estado situado en una mejor perspectiva. Me senté en un banco de piedra después de explicarles que era periodista y quería su versión de los hechos.

-¿Y se va a publicar?

-Sí.

Siguieron jugando como si reflexionaran sobre mi pedido y la conveniencia de acceder a él. Si quería obtener algún resultado   —143→   debía ser paciente. Le comenté el último movimiento de su alfil negro. Lo había movido aparentemente a una posición inútil, sin futuro inmediato. No me contestó, pero me miró largamente. Pensé que estaba haciendo un juego. Sonrió y me dijo que lo reservaba para un movimiento que desconcertaría a su oponente. El otro hizo un ruido de desprecio con la boca, sin dejar de mirar el tablero incrustado en la misma mesa de piedra del parque.

Volvió el silencio. Empezaba a impacientarme.

Preguntó en qué diario trabajaba.

Le expliqué que en una revista. Le di el nombre.

-¿La que cerraron?

-Sí.

-¿Ahora volvió a salir?

-Sí.

-No se puede ser héroe por mucho tiempo -reflexionó-, enseguida te cagan el negocio.

La expresión y lo que implicaba me hizo reír. Pensé en el dueño de la revista declarando en la Sociedad Interamericana de Prensa y en el viejo jefe. Decidí alentarlo:

-En este país todo dura poco.

Nuevo silencio.

Comenzó a hablar lentamente. Describió lo que había ocurrido en el hospital, mientras intercalaba observaciones sobre la marcha del partido de ajedrez, a pesar del episodio terrible que describía con minuciosidad y sin emoción. Era un relato seguro, sin vacilaciones,   —144→   a pesar de innecesarios «¿no es verdad?», dirigidos al otro viejo, que inclinaba la cabeza afirmando sin pronunciar palabra. Describió a los personajes, las actitudes, las reacciones. Se sorprendió por la precisión y la calma. Reflexionó sobre la frialdad con que las dos muchachas habían disparado contra los policías del auto patrullero y terminó sus conjeturas, después de una brillante y objetiva crónica, apuntando la circunstancia sorprendente de que todos los autos de la avenida parecían haberse convertido en cómplices y colaboradores de la huida de la ambulancia, cargada con sacos de dinero.

-Parecían estar todos de acuerdo -meditó, mirando con curiosidad hacia la avenida que separaba el parque del hospital.

-La calle se cerró. Se detuvo el tránsito. Después, todo volvió al ritmo de antes.

Les pedí sus nombres y dirección. Les dije que volvería a hablar con ellos más tarde. Posiblemente por la noche, si no se acostaban muy temprano. Me miró como preguntándose: «¿qué puedo contestarle a este estúpido?». Me apresuré a interrumpir el curso de su pensamiento.

-Hoy a las ocho, ¿está bien?

Siguieron jugando. Fui hasta el hospital. El juez llegó y autorizó a que se llevaran los cadáveres. Una grúa de la policía levantó el patrullero chocado. Hablé con enfermeros y médicos que habían observado parte del episodio desde las ventanas del primer piso. También con el portero y las dos o tres personas de la sala de guardia, a la derecha de la entrada del edificio, precisamente en el lugar hacia el cual apuntaba la muchacha que fue la última en   —145→   abandonar la posición de ataque. Los policías no hacían comentarios, y sus pocas observaciones se referían a la hipótesis de que se trataba de una banda de delincuentes extranjeros. No se concebía la idea de que una banda local usara mujeres tan eficientemente entrenadas para matar. Volví al centro pensando en esta hipótesis. Era pura invención. No tenía ningún fundamento real. Ocultaba otra cosa. Lo que ya todos advertimos desde hacía algún tiempo. Había en el país una nueva violencia política. Joven, organizada, eficiente, inteligente, audaz y con la desapasionada decisión de las convicciones ideológicas. La guerrilla urbana, como los viejos anarquistas de principios de siglo, asaltaba bancos o negocios o camiones transportadores de caudales, como en este caso, para hacerse de recursos. No estaban en los archivos policiales. Ni sus nombres, ni sus métodos. Nadie podía saber si esas tres mujeres no eran jóvenes con pelucas. O si, realmente, eran mujeres preparadas para cumplir esos objetivos, igual que cualquier muchacho dispuesto a jugarse la vida por sus convicciones políticas. Un fenómeno universal que llegaba a nuestro país.

Inevitablemente pensé en la fiesta de la noche anterior. Parecía imposible que ambas cosas, la fiesta y ese episodio, terrible, sangriento, tuviera lugar en el mismo país, en la misma ciudad y separados por pocas cuadras y tal vez, por qué no, protagonizados por la misma gente. Esto me hizo reflexionar sobre la fiesta, a la luz de un nuevo orden de pensamiento. Volví a casa. Mariana se había marchado. Su mensaje de despedida estaba escrito en el espejo del baño con pintura de labios: «Sos inaguantable, pero te amo. M.».



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