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Hacia la configuración de un género: lo terrorífico arquitectónico de la novela gótica española

Miriam López Santos


Universidad de León



La novela gótica surgió a la sombra de la Inglaterra del Siglo de las Luces, de su neoclasicismo ilustrado, de su desproporcionado culto a la razón1, cuando el rechazo a lo sobrenatural, en la vida cotidiana, llevó aparejado, en su propio nacimiento, una férrea condena de su uso literario y estético. Como movimiento transgresor que fue, la novela gótica, que transitaba por los laberintos más inhóspitos e insospechados de la conciencia humana, había conocido en ese país un período realmente dorado. Venerada, en principio, por un público que devoraba sus producciones, acusó desde muy temprano, sin embargo, el desprestigio de la crítica, que cuestionaba su valor literario y que reprochaba sus carencias, así como su excesiva dependencia de la fórmula. Nació en Inglaterra y en Inglaterra habría de encontrar el fin de su reinado varias décadas después, porque la novela gótica ha de concebirse, indiscutiblemente, como una creación nacional inglesa que trae consigo el sello originario y solo puede entenderse, por lo mismo, en el seno de este marco espacio-temporal, dado que fuera de dichas coordenadas pierde la gran mayoría de sus significaciones primeras y definitorias.

Como género de masas que fue y avalado por el enorme éxito, sin embargo, se diseminó, tal y como era esperable, en otras latitudes y fue adquiriendo características propias, alejadas de los preceptos básicos de la fórmula, dado que, según señalara Olea Franco (2004: 27), los formalistas rusos nos enseñaron que «los géneros pueden actualizar su vigencia asumiendo otras formas y funciones, con lo cual se revitalizan y cambian.» Eso fue lo que sucedió en realidad. La novela gótica, en su proceso de transferencia genérica a otras literaturas, hubo de acoplarse a las mismas sacrificando determinadas propiedades definitorias en función de la distancia cultural y social que la separaba del país receptor. De esta manera, la literatura española que acusaba de una férrea censura así como de unos principios moralistas y educativos que la limitaban tanto en el plano ideológico como en el semántico, presentó mayores dificultades que sus compañeras europeas en la adaptación de un género tan transgresor como era el gótico.

La profunda carga irracional, la presencia constante del elemento sobrenatural y el fuerte carácter anticlerical, aunque este último solo en ocasiones, se sacrifican en favor de un relato de carácter moralista, tendencia edificante y final feliz, más cercano a la novela gótica sentimental que cultivaban en Inglaterra mujeres como Radcliffe, Revee, Lee o Roche. No obstante, las líneas principales de su engranaje narrativo se mantuvieron, de tal manera que la experimentación con el nuevo placer estético del miedo quedó asegurada gracias, ya no solo a la carga de elementos macabros, de larga tradición en la cultura española y que se aunaron al instante al modo gótico2, sino a la conservación de todo el escenario del terror, que no planteaba cuestiones morales y que reportaba reminiscencias de tiempos pasados muy del gusto de nuestros autores y lectores de finales del siglo XVIII y principios del XIX. Quizá, por ello, parte de la crítica (Carnero, 1983, Ferreras, 1991; Roas, 2006) que se ha acercado al estudio de la novelística gótica en nuestro país, la reduce únicamente al cultivo residual en otras variedades genéricas de lo que podemos denominar lo terrorífico arquitectónico.

En efecto, aunque se trate realmente de afirmaciones parciales y la repercusión real de la ficción gótica en nuestro país asuma muchas y más variadas formas, aquel espacio lúgubre y sombrío adquirió un importante peso en la novelística de aquellos años. Es más, nosotros consideramos, dejando a un lado otras variedades de lo gótico que se cultivaron en nuestro país (lo gótico racional, lo gótico histórico, lo gótico macabro, lo gótico anticlerical), que se trata en realidad de una tendencia que enlaza directamente con el mismo germen del género; es decir, nos hallamos ante la propia línea evolutiva, que implica, a un tiempo, asimilación y renovación. En el proceso de transferencia genérica los españoles, por tanto, tenderían a impulsar el componente espacial, uno de las propiedades definitorias, hasta el punto de elevarlo a la categoría de protagonista, resaltando, más si cabe, su enorme riqueza narratológica3, así como las funciones que este podía asumir.

El espacio establecido en origen por el filósofo Edmund Burke es el que ambienta estas novelas, desde el punto de vista estético. Se trata, en concreto, de un espacio determinado por la intersección de una serie de elementos imprescindibles, sin los cuales no se podría caracterizar cierto texto como perteneciente a este género. Inmensidad, infinidad, oscuridad, soledad o brusquedad como elementos constitutivos de lo sublime, determinan el espacio de estas novelas convirtiéndolo, más que en espacio referencial, en lo que podríamos denominar espacio estético4; es decir, nos encontramos ante el prototipo de espacio terrorífico, repleto de lóbregas encinas, alamedas sombrías y secretas, tétricas sombras, luces tenebrosas, y todo envuelto en una oscuridad espeluznante, fría, casi apocalíptica. Los narradores góticos no solo pretenden facilitar al lector la labor de percepción de los acontecimientos de la historia, sino que también intentan hacerles partícipes de la magnificencia y sublimidad del mismo. Una escenografía, -antesala de lo que años más tarde sería el paisaje romántico-, extrema, cercana a la teatralidad, la misma boca del infierno5. Así describe el narrador, en La torre gótica o El espectro de Limberg, novela de 1831, el entorno en que se emplaza el castillo del conde como algo más que un marco físico: el escenario en el que está representada la tensión, a menudo dramática, entre la sublimidad de la naturaleza y la limitación del espíritu humano.

No es esta, sin embargo, la única función que asume el espacio en las novelas góticos que resaltan lo terrorífico arquitectónico. En ellas, el espacio viene a representar todas las angustias y opresiones de una sociedad, de una clase social en constante transformación y en evidente decadencia, cuya luz no era tan fuerte ni tan purificadora de conciencias como sus impulsores intentaban hacer creer. El espacio histórico se transforma así en un lugar esencial, más protagonista que telón de fondo o marco de la escena de estas novelas y más propulsor de la acción que soporte de la misma, dado que todos los conceptos, ideas, obsesiones y sentimientos de aquella clase aristócrata se expresan a través de él adquiriendo de este modo el sentido específico que tratan de transmitir. Si los ingleses en su origen, en el intento de plasmar toda aquella opresión emplazaron la mayor parte de las novelas en ambientes latinos, en territorios a orillas del mediterráneo, al condensar todos los miedos y temores de la sociedad aristocrática anglosajona, porque vieron en aquellos países no la luz grecolatina, sino la oscura e inquietante sombra de un pasado tenebroso, los españoles mantendrán los lugares no ya solo por la opresión que implican sino por tratarse de territorios conocidos y épocas oscuras, aunque reduciendo o modificando el componente anticlerical. En El subterráneo habitado observamos la amarga opresión en la que se siente inmersa la protagonista, Adela, tras su matrimonio, al comprobar que se encuentra sola en el mundo y en aquel castillo a merced de las disposiciones de un tirano.

El espacio de las novelas góticas presenta, asimismo, la particularidad de ser siempre doble: el espacio de la opresión, por un lado, en el que el personaje sufre una gran ansiedad e inquietud ante el medio hostil que le rodea6, y el espacio de la protección, por otro, que genera sensaciones más satisfactorias y en el que los mismos personajes ven paliadas todas sus ansiedades y angustias. red La imaginería gótica reconoció el valor de este artificio literario y tomó el castillo y el convento, signos y emblemas más representativos del entonces remoto y glorioso pasado medieval y renacentista, y los dotó de preponderancia sobre el resto de espacios narrativos, asignándoles respectivamente estos valores reseñados. Comparten ambos, el castillo y el convento, la particularidad de constituirse como espacios cerrados, casi herméticamente, y de los que, por lo mismo, la huida se antoja del todo imposible. Por otro lado, a pesar de presentarse ante el lector como mundos aparentemente finitos, se descubren en el relato como arquitectura inagotable, destacando sobremanera sus enormes posibilidades de versatilidad. En efecto, estos espacios no solo no están predispuestos de antemano, sino que pueden llegar a ser cambiantes a lo largo de todo el relato, complicando más la estructura e incidiendo en las penalidades a las que se ven sometidos los protagonistas, como ocurre en Cornelia Barorquia o en Viaje al mundo subterráneo. Para mayor abundamiento, los límites no son fijos ni evidentes, transformándose de pronto ante el horror de los personajes. Aunque bien es cierto que el lector ya sabe de antemano que ciertos lugares, dentro de los mismos, no presagian nada bueno, porque los reconoce como escenario de sus miedos nocturnos, estos serán, entre otros, los subterráneos, las habitaciones secretas, los cementerios o las criptas; solo los títulos nos emplazan en ellos: El subterráneo habitado, La urna sangrienta o el Panteón de Scianella.

El espacio gótico además de presentarse como una cárcel, adquiere rasgos de laberinto. Esconde una dimensión oculta, la mayoría de las veces subterránea; un mundo siempre caótico que adquiere forma de rompecabezas y donde los caminos o pasillos no conducen a ninguna parte, sino que están trazados para confundir y perder a todo aquel que los recorre. Porque, y así es fácilmente constatable, el laberinto, no lo olvidemos, es un espacio deformado que no se puede identificar; es una dirección que conduce a la pérdida. Como en todo laberinto el protagonista de La Urna sangrienta, Eugenio, se encontrará, aquí y allá, con lugares de horror o cámaras de muerte, con un subterráneo, un calabozo o un cementerio de los que saldrá para llegar a otro lugar que resultará ser idéntico; un laberinto oscuro, eterno e infernal en el que pesan, paradójicamente y en consonancia con el resto del relato, más los pasillos, corredores y pasadizos subterráneos (a los que estos escritores reservan paginas de descripciones sumamente detalladas), que las habitaciones, jardines o salones.

Similar efecto tiene en las novelas el llamado espacio de la noche que se opondría al espacio del día. Frente a la claridad del día, la noche distorsiona la geografía que conocemos, los límites y los objetos se alteran de manera amenazante y estas transformaciones misteriosas contribuyen a intensificar la sensación de terror en los personajes. Percibimos, así, la contraposición del espacio del día frente al de la noche en cada pasaje, de estas novelas. En sus protagonistas, lo miedos dormidos durante el día, afloran, obsesivamente, con la proximidad de la noche.

En suma, nos encontramos ante un espacio sumamente complejo, primordial y determinante que de la mano de la novela gótica inglesa adquirió valores hasta entonces impensables dejando a un lado su anterior consideración de marco de la acción, pero que gracias a la adaptación genérica a nuestra literatura, con sus particularidades, se enriqueció sobremanera hasta constituir, como en otros momentos de nuestra literatura, un género casi único y singularmente personal que merece una atención mayor de la que la crítica, a día de hoy, le ha venido prestando.






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