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Heroínas y guerrilleras en la primera serie de los «Episodios Nacionales» galdosiano

M.ª Ángeles Ayala Aracil





El mito de la España indomable ante el invasor francés en 1808 ha dado lugar a la publicación, en estos últimos años, de una gran cantidad de ensayos y artículos auspiciados por la celebración de su segundo centenario (Álvarez Junco, 2001), Demange (2004), Fraser (2006), Moliner (2007), Albi de la Cuesta et al. (2007), Demange et al. (2007), García Cárcel (2008), Álvarez Barrientos (2008), Aymes (2008). Nos interesa subrayar, dado el tema que vamos a desarrollar en el presente artículo, un aspecto de esta conmemoración que ha concitado un número significativo de trabajos: la actuación de las mujeres en la contienda que tuvo la virtud de unir a los españoles para luchar contra el invasor francés, hecho que, como es bien sabido, supuso la búsqueda y hallazgo de la identidad e independencia del pueblo español contra la injerencia extranjera y que se ha considerado como la cuna o el inicio del moderno nacionalismo español (Gómez Archete 1906, Jiménez Bartolomé 2005 y 2007, Meierhofer, Roesch & Bland 2007, Fernández García 2007, Fernández Jiménez 2008, Rueda 2009, Yusta & Peiró 2015). La mujer como símbolo del patriotismo nacional y del heroísmo en la lucha se consagró en este enfrentamiento contra el francés, subrayándose desde el primer momento a través de la literatura, la pintura o los grabados su participación en el mismo1. Participación real, tal como está documentada desde el punto de vista histórico (Freser 2006: 89, García Cárcel 2008: 96, Fernández García 2009a y 2009b, Baz Vicente 2009), aunque interesadamente mitificada, como prueba fehaciente de la reacción unánime y espontánea del pueblo español frente al invasor. Galdós, como no podía ser de otra manera, también plasma en las novelas correspondientes a la primera serie de sus Episodios Nacionales la participación de las mujeres en la Guerra de la Independencia, ofreciendo un amplio cuadro sobre las diversas formas de actuación de las mismas en esta cruenta y compleja guerra, pues además del enfrentamiento entre miembros de dos naciones y defensa de la soberanía nacional, tuvo el componente de guerra civil al combatir afrancesados contra aquellos que estaban dispuestos a morir por «la patria, por la religión y por el rey» (Pérez Galdós 2006: 156, tal como proclama el noble José de Montoria en medio del inmenso dolor que le aflige al contemplar el cuerpo inerte de su hijo mayor, muerto en su lucha contra el francés en el segundo sitio de Zaragoza.

La Guerra de la Independencia, como ejemplo del esfuerzo colectivo del pueblo español, tuvo la virtud de facilitar que la mujer abandonase durante estos años de contienda la esfera doméstica y traspasase los límites y papeles asignados a su género para participar en el ámbito público, bélico, señalado tradicionalmente como masculino, pues era a los varones a quienes correspondía la defensa del hogar y la patria según el discurso ilustrado. A pesar de ello, la mujer se implica en la contienda armada, bien desarrollando tareas que le eran más propias de su sexo, como el cuidado de heridos o el avituallamiento de la tropa, bien participando directamente en la lucha, pues no dudó en abrir zanjas y levantar murallas e, incluso, a empuñar fusiles o disparar cañones (Goldstein 2001, Castells, Espigado & Romeo 2009, Romeo Mateo 2009, Espigado 2010). Galdós, fiel a su forma de entender la novela histórica2, esboza en los diez episodios de esta primera serie un gran mosaico en el que se mezclan los hechos y personajes históricos con los de ficción con el fin de ofrecer una imagen lo más exacta posible de las dificultades, ideales y sentimientos que embargaron a los españoles de aquellos años. A lo largo de la primera serie encontramos reflejada la mentalidad de la época con respecto al papel de ambos sexos. Así, por ejemplo, en el segundo episodio nacional de esta serie, La corte de Carlos IV, Gabriel Araceli le indica a su amada Inés, a pesar del amor que siente por ella, su posición de inferioridad con respecto al hombre y cuál es su ámbito de actuación, cuando Inés le recrimina que crea que la sola protección de la condesa Amaranta le puede convertir en un hombre notable:

«[...] Tú eres muy buena; pero es preciso confesar que tienes pocos alcances. Al fin eres mujer, y las mujeres... como no sea para hacer calceta y poner el puchero en la lumbre, de nada entienden una higa. Este negocio que tratamos no es para tu pobre cabecita. Los hombres son los que lo entendemos bien, porque tenemos un modo de ver las cosas más por lo alto; porque, en fin, tenemos más talento. No extraño lo que me has dicho porque..., ¿tú qué puedes entender? Pero eres una chica muy buena, te quiero, te quiero mucho, no te enfades».


(Pérez Galdós 2005: 234)3                


En otros textos se reitera el discurso neoclásico sobre las diferencias entre hombre y mujer. Así, por ejemplo, cuando en el episodio Zaragoza Mariquilla expresa sus deseos de vengar a su maltratado padre, su enamorado Agustín Montoria, con horror, la reprende:

«No, no hubieras sido capaz de lo que dices; tú eres una mujer, y una mujer débil, sensible, tímida, incapaz de matar a un hombre, como no le mates de amor. El cuchillo se te hubiera caído de las manos y no habrías manchado tu pureza con la sangre de un semejante. Estos horrores se quedan para nosotros los hombres, que nacemos destinados para la lucha».


(Pérez Galdós 2006: 104)                


Galdós, al abordar la participación de la mujer en la lucha armada, vuelve a mostrar la doble óptica que en la época se manifiesta, pues si por un lado se rechaza su participación por ser un ámbito estrictamente masculino, por otro su participación es necesaria en una guerra en la que toda España es un frente bélico. Así, las manifestaciones en ese sentido que encontramos en estas novelas son elocuentes, tal como se puede apreciar en, entre otros, El 19 de marzo y el 2 de mayo cuando asistimos a las primeras manifestaciones de la población madrileña contra el invasor. La lucha se presiente inminente, pero todavía no ha comenzado, de manera que se rechaza la idea de que la mujer pueda tomar parte de la acción bélica, pues esta les pertenece exclusivamente a los hombres. Así, cuando Primorosa manifieste su deseo de intervenir directamente en la lucha, Pujitos rechazará tal pretensión al indicar cuál es el ámbito natural de su sexo: «las mujeres a su casa» (Pérez Galdós 2005: 447). Orden reiterada por su propio marido cuando se prepara para intervenir en el más que probable levantamiento: «-Mujer -dijo Chinitas cargando su escopeta-, quítate de en medio. Las mujeres aquí no sirven más que de estorbo» (Pérez Galdós 2005: 447). Incluso cuando los ejércitos franceses, derrotados en Badén, se apresuran a tomar Madrid y las mujeres corren a alistarse -Napoleón en Chamartín- se las rechaza: «Alistaros, ¡oh valientes amazonas! Pero niñas, ¿no veis que en vuestras manos sienta mejor el hilo de oro y las sartas de perlas, que el temido alfanje damasquino? Vaya, idos a rezar, que la mujer hornada la pierna quebrada y en casa» (Pérez Galdós 2005: 782)4.

Estas muestras de rechazo a la participación de la mujer en la guerra van gradualmente haciéndose más escasas, pues, como apunta Gabriel en El 19 de marzo y dos de mayo, será el pueblo entero, sin distinción de sexo o clase social, unido espontáneamente por uno de esos «llamamientos morales, íntimos, misteriosos, informulados, que no parten de una voz oficial y resuenan de improviso en los oídos de un pueblo entero [...]» (Pérez Galdós 2005: 486)5 el que rechace la invasión francesa. El patriotismo y la conciencia nacional, verdaderas motivaciones de esta guerra, no son, tal como señala Gabriel Araceli en el mencionado episodio El 19 de marzo y dos de mayo, patrimonio exclusivo del varón. Incluso, en muchas ocasiones, el valor mostrado por las mujeres sirve de acicate, de motivación en la lucha, de ahí que con frecuencia los religiosos que acuden a la primera línea de fuego, cuando ven desfallecer a los soldados y voluntarios pronuncien arengas como la siguiente para que estos no desfallezcan: «[...] ¿habéis visto a las mujeres? ¿Darán lección de valor esas heroicas hembras a los varones que huyen de la honrosa lucha?» (Pérez Galdós 2005: 503). Llamamiento a la lucha que se reitera en innumerables ocasiones, como sucede en el episodio Zaragoza cuando un fraile pronuncia las siguientes palabras ensalzando el valor de las zaragozanas: «-Adelante, hijos de la Virgen del Pilar -añadió un tercer fraile-. Allí hay un grupo de mujeres. ¿Las veis? Pues dicen que si no vais vosotros irán ellas. ¿No os da vergüenza vuestra cobardía» (Pérez Galdós 2006: 145).

Galdós, fiel a su fórmula narrativa, mezcla de forma convincente los retratos -literarios, evidentemente- de heroínas que tuvieron una existencia real con las nacidas exclusivamente en su imaginación. Así, las figuras de Primorosa, Zaina, Sumía o Damiana Fernández rivalizan en coraje y valor con heroínas como Agustina de Aragón, Manuela Sancho o la duquesa de Bureta. Galdós reconstruye sus hechos bélicos con idéntico mimo y cuidado, con independencia de su correspondencia real o ficticia. A algunas les concede un mayor protagonismo -Manuela Sancho y Primorosa-, mientras que en la mayor parte de las ocasiones el novelista destaca su presencia enfocándolas ocasionalmente para subrayar un hecho o acción concreta. En los episodios dedicados a la Guerra de la Independencia la presencia de la mujer en la resistencia urbana contra el invasor es constante. Ellas forman parte de ese pueblo que se rebela y participa desde el levantamiento del 2 de mayo en esa lucha que no se parecía a la «pericia de los combates ordinarios, pues consistía en reunirse súbitamente envolviéndose y atacándose sin reparar en el número ni en la fuerza del contrario» (Pérez Galdós 2005: 488). En la calle de los Milaneses, frente a la Cava de San Miguel, se produce el primer choque, cuando una veintena de franceses se vio atacada de improviso «por una cuadrilla de mujeres, ayudadas por media docena de hombres» (Pérez Galdós 2005: 488). Galdós continúa subrayando la presencia de la mujer, pues será la muerte de una maja a raíz de recibir un fuerte sablazo en la cabeza, la espoleta que dio cauce al coraje de los madrileños6. La lucha «se trabó entonces cuerpo a cuerpo y a arma blanca» (Pérez Galdós 2005: 489), una lucha improvisada, impremeditada y sublime, en la que las mujeres hacen uso de la navaja, utilizan sus uñas como arma, saltan sobre los jinetes franceses para descabalgarlos y arrojan ladrillos, tiestos, muebles, o pucheros desde ventanas y terrazas. Galdós, en el capítulo XXVII del episodio al que estamos haciendo referencia en estas líneas, El 19 de marzo y 2 de mayo, mitifica esa insurrección espontánea del pueblo frente al invasor a través de Primorosa, un personaje femenino dotado de singular acierto. Su procedencia social, su carácter belicoso y las hazañas que se le atribuyen la convierten en un personaje tremendamente atractivo. Primorosa7 es una buñolera del Rastro, casada con el personaje de mayor sentido común de la serie, el amolador Pacorro Chinitas, una mujer del pueblo llano que desde el primer levantamiento luchará incansablemente cuerpo a cuerpo, haciendo uso del fusil o disparando un cañón. Subraya Galdós en la presentación del personaje su carácter pendenciero y batallador, mujer que no duda en utilizar sus propias manos ante la más pequeña ofensa. Ese carácter explicaría su primera actuación, cuando portando un cuchillo carnicero lo hunde en el caballo de un jinete francés haciéndolo descabalgar. Su osadía y valor van incrementándose hasta el punto que el propio Gabriel Araceli, espantado por la encarnizada lucha, reconoce que gracias al valor de la generala, tal como apodan a Primorosa, junto con el ejemplo de algunos varones, su ánimo se fortaleció hasta el punto de permitirle reanudar el combate. En los últimos enfrentamientos del 2 de mayo, cuando ya la insurrección está abocada al fracaso, la figura de Primorosa adquiere su máximo protagonismo, pues cuando ya apenas quedan artilleros, dos mujeres apuntan con un cañón la calle Ancha por donde se acerca la infantería francesa:

«Era una de ellas la Primorosa, a quien vi soplando fuertemente la mecha, próxima extinguirse. -Mi general -decía a Daoiz-. Mientras su merced y yo estemos aquí, no se perderán las Españas ni sus Indias. Allá va el petardo... [...] ¿ Vio usted cómo se fueron, señor general? Solo con mirarles yo con estos recelestiales ojos, les hice volver pa tras. Van muertos de miedo. ¡Viva España y muera Napoleón!».


(Pérez Galdós 2005: 506-7)                


La imagen de la mujer encendiendo la mecha de un cañón en el imaginario colectivo español se relaciona inmediatamente con Agustina de Aragón, figura que solo aparece en la primera serie a través de la evocación que de ella realiza el mendigo Sursum Corda cuando don Roque y Gabriel, acompañados de dos soldados más, llegan a Zaragoza tras lograr escaparse en el trayecto que conduce de Lerma y Cogollos: «Yo vi también lo del 4 de junio, porque me fui arrastrando por la calle de la Paja, y vi a Artillera cuando dio fuego al cañón del 24» (Pérez Galdós 2006: 31)8. Palabras a las que los recién llegados replican con una frase en la que se subraya la repercusión de la acción llevada a cabo por Agustina de Aragón: «-Ya, ya tenemos noticia del heroísmo de esa insigne mujer» (Pérez Galdós 2006: 31). Galdós, al trazar la figura de Primorosa, podría tal vez haberse inspirado en los hechos protagonizados por dos madrileñas que destacaron por su heroísmo, Manuela Malasaña y Clara del Rey, víctimas de los disparos de los soldados franceses el 2 de mayo9, y que no aparecen mencionadas en El 19 de marzo y 2 de mayo. Sin embargo, a ninguna de estas dos heroínas se les atribuye un gesto tan rotundo como el protagonizado por Agustina de Aragón cuando, para frenar la entrada a Zaragoza de los franceses por la puerta del Portillo, la joven avanzó entre muertos y heridos para coger un botafuego y disparar un cañón, convirtiéndose a partir de este momento en uno de los mitos nacionales, en uno de los símbolos por excelencia de la resistencia del pueblo español contra la invasión francesa10. Galdós, tal vez para subrayar el heroísmo de Primorosa, la convierte en esta serie novelesca en la primera figura femenina capaz de llevar a cabo la singular e insólita acción protagonizada por Agustina de Aragón.

Galdós potencia el mito de la mujer guerrera en defensa de su patria con la presencia de otra de las grandes heroínas de Zaragoza, Manuela Sancho, que, fiel a las líneas propias de este tipo de mujer-personaje, rivaliza en arrojo y valentía con los hombres más valerosos y destacados en esta lucha. Sabemos documentalmente que Manuela Sancho participó de forma activa durante los dos sitios de Zaragoza, en ocasiones llevando la munición y el avituallamiento a los combatientes, otras tomando parte directamente en la propia lucha. En la relación que lleva a cabo Galdós de estos hechos, Manuela Sancho, a pesar de la tipificación ineludible dada su condición de heroína de la independencia, no es un personaje totalmente plano, pues vemos cómo de alegre chicuela se transforma en una mujer resuelta y combativa. En la presentación que el novelista hace de Manuela subraya en un primer momento su feminidad, aspecto que la diferencia del retrato de las otras heroínas. Se trataba de una joven de unos veinte años, delgada, de tez pálida y fina, que se movía graciosamente al son de la guitarra para deleite de los soldados:

«La agitación del baile inflamó bien pronto su rostro y por grados avivaba sus movimientos, insensible al cansancio. Con los ojos medio cerrados, las mejillas enrojecidas, agitando los brazos al compás de la grata cadencia, sacudiendo con graciosa presteza las faldas, cambiando de lugar con ligerísimo paso, presentándose ora de frente ora de espaldas, Manuela nos tuvo encantados durante largo rato».


(Pérez Galdós 2006: 68)                


Además de poner de relieve la juventud, belleza y feminidad de Manuela, Galdós resalta cómo del terror que experimenta al oír los primeros disparos que proceden de la artillería enemiga, Manuela Sancho logra dominar el miedo que le embarga, permaneciendo impertérrita en lugar de huir como el resto de las mujeres que se encontraban en el reducto. A partir de ese instante la joven toma el fusil que le ofrece Pirli, convirtiéndose, tal como se señala en el texto, en la segunda artillera, por su valentía, especialmente patente en la defensa del convento de San José, pues su heroísmo tuvo la virtud de levantar los ánimos de los desfallecidos combatientes:

«El reducto estaba vacío: no había más que muertos y heridos. De repente vimos que entre el denso humo y el espeso polvo, y saltando sobre los exánimes cuerpos, y los montones de tierra, y las ruinas, y las cureñas rotas, y el material deshecho, avanzaba una figura impávida, pálida, grandiosa, imagen de la serenidad trágica: era una mujer que se había abierto paso entre nosotros, y penetrando en el recinto abandonado, marchaba majestuosa hasta la horrible brecha. [...] Tras de Manuela Sancho se lanzó uno, luego tres, luego muchos, y al fin todos los demás».


(Pérez Galdós 2006: 74-5)                


Heroísmo que se describe a lo largo de numerosos capítulos, en los que vemos a la joven pelear por las calles y casas del barrio en el que vive y que estalla con total nitidez cuando Galdós narra el momento en el que Manuela Sancho cae herida en la calle del Paboste, después de arengar a los hombres, hacer fuego con su fusil y disparar cañones: «serían las tres de la tarde cuando cayó en la zanja, herida en una pierna y durante mucho tiempo confundióse con los muertos, porque la hemorragia la puso exánime y con apariencia de cadáver» (Pérez Galdós 2006: 144). Para corroborar la veracidad de lo descrito, el narrador, Gabriel Araceli, advierte al lector que, años más tarde, tuvo el gusto de verla con vida aún y que en reconocimiento a su valentía en la actualidad la calle en la que fue herida lleva su nombre11.

Con menor protagonismo que las anteriores heroínas aparece también otro personaje femenino de existencia real que destacó en los sitios de Zaragoza. Me refiero a la condesa de Bureta, doña María de la Consolación de Azlory Villavicencio12, a la que se describe en línea a los rasgos destacados en los retratos de Primorosa o Manuela Sancho. Galdós no parece querer pasar por alto los hechos notables de esta dama de la aristocracia española, pues su actuación, equiparable a la de mujeres del pueblo, a aquellas que procedían de una baja extracción social, como las mencionadas Primorosa y Manuela, pero también de otras -Zaina, Sumta, Domiciana- a las que aludiremos en líneas posteriores, podría servir para reforzar la idea primigenia de que la Guerra de la Independencia fue una lucha en la que el pueblo entero, el pueblo al unísono, se levantó contra la injerencia extranjera. Quizás ese objetivo de mantener un equilibrio entre la representación de la determinación del pueblo llano y de la nobleza en la defensa heroica de Zaragoza, llevó a Galdós a desechar la inclusión de otra valerosa zaragozana cuya actuación en el asedio se vio reconocida por el general Palafox con el Escudo de Distinción y más tarde por Femando VII con la concesión del Escudo de defensor de la Patria. Se trata de Casta Álvarez, el tercer vértice de ese triángulo de mujeres -Agustina de Aragón, Manuel Sancho y la aludida Casta Álvarez- que se convirtieron en el símbolo por excelencia de la resistencia aragonesa contra los invasores13. Galdós, al igual que hiciera con la figura de Agustina de Aragón, presenta a la duquesa de Bureta al principio del episodio Zaragoza y de la mano del mendigo Sursum Corda cuando rememora hechos acaecidos durante el primer sitio, cuando los franceses avanzaban por la calle de Santa Engracia y pretendían apoderarse del hospital y del convento de San Francisco. Un grupo de ilustres zaragozanos atacarán a los franceses a pecho descubierto y «detrás de una barricada hecha por ella misma, les espera llena de furor y fusil en mano, la señora condesa de Bureta» (Pérez Galdós 2006: 33). Ante las muestras de asombro de don Roque, el mendigo insiste en el patriotismo y valentía de la dama, quien no duda en recorrer las calles animando a los combatientes a seguirla al grito «¡Aquí moriremos todos antes de dejarles pasar!» (Pérez Galdós 2006: 33). El posterior desarrollo del personaje -caps. IX y XII, singularmente- corrobora su entrega sin fisuras a la guerra, pues no duda en repartir los escasos alimentos que guarda en sus despensas para paliar el hambre de los soldados o realizar humildes y duros trabajos, como el ensalzado por José de Montoria cuando recrimina a su propia esposa que pretenda utilizar a Gabriel -un soldado- para trasladar unos muebles de una estancia a otra. Montoria describirá el comportamiento ejemplar de la duquesa de Bureta, a quien acaba de ver, calle abajo «con un colchón a cuestas, mientras sus dos doncellas transportan un soldado herido en una camilla» (Pérez Galdós 2006: 81).

Galdós alude en la mayoría de los episodios de la primera serie a las actividades que las mujeres desarrollaron durante estos años de lucha contra invasor. Actividades y tareas que generalmente se apartan de las heroínas de actuación excepcional como las descritas anteriormente, y que se acomodan mucho mejor al discurso de género de esta época. Así, la mayor parte de las mujeres que aparecen participando en la lucha en episodios como El 19 de marzo y el 2 de mayo, Bailén, Napoleón en Chamartín, Zaragoza, Gerona y Juan Martín el Empecinado, especialmente, se perciben como piezas singularmente necesarias en la retaguardia, pues son las encargadas de cuidar a los heridos en sencillos y destartalados hospitales, de recorrer las casas pidiendo munición, comida y ropa para socorrer a los soldados o de coser improvisados uniformes14. Un aspecto de singular relieve que Galdós nos ofrece en Gerona son los datos acerca de la creación de un «batallón de señoras, de que es coronela doña Lucía Fitz-Gerard» (Pérez Galdós 2006: 2016). Se trata del histórico batallón de Santa Bárbara, un cuerpo de damas voluntarias que se asociaron con la finalidad de «llevar municiones, socorrer a los heridos, dar agua a los artilleros y, si se ofrece, ir aquí o allí con una orden del general» (Pérez Galdós 2006: 222). De esta forma la defensa de Gerona, encomendada al general Álvarez de Castro, contó con un organizado y sistemático apoyo que dependía de una asociación integrada exclusivamente por mujeres15.

Igualmente Galdós alude a la realización de otras acciones de carácter militar protagonizadas por las españolas del momento, como arrojar objetos desde balcones y terrazas a los soldados franceses, colocar en puntos estratégicos los cañones útiles o construir barricadas y murallas, tal como se subraya, por ejemplo, al trazar la pintura de Zaina en Napoleón en Chamartín, cuando su padre, el tío Manolo, le pregunta lleno de preocupación por el motivo de su tardanza: «-De llevar tierra -contestó la Zaina [...] Ya hemos puesto tres cañones en la puerta de Atocha, y están clavadas las estacas y armado tal ramaje de palitroques, que parece un nacimiento» (Pérez Galdós 2005: 784). Mujeres bravas capaces de interceptar correos enemigos, espiar los movimientos del ejército de Napoleón o segar los campos de trigo para que los franceses no consigan el necesario avituallamiento, tal como se consigna en el capítulo IX de Bailén. Mujeres valerosas capaces de pronunciar arengas y proclamas, aun cuando sus hijos se apresuran a engrosar los ejércitos de voluntarios. En el mencionado episodio de Bailén encontramos una de las muestras más ilustrativas de ese espíritu patriótico de las mujeres, cuando doña María, la condesa de Rumblar, despide a su hijo Diego con estas solemnes palabras:

«-Hijo mío cuidado con lo que haces. Observa la mejor conducta: mira que vas a combatir al enemigo y a defender la religión, la patria, el Estado y el Rey. Si cobarde vuelves la espalda, no vuelvas jamás a mi casa, ni te acuerdes de tu madre, ni cuentes ya con su tierno cariño... Su indignación, su aborrecimiento eterno, he aquí la recompensa que te aguarda».


(Pérez Galdós 2005: 575)                


El narrador asegura que las palabras transcritas están tomadas de los papeles impresos que circulaban en aquellos tiempos y que la mujer que las pronunció, que él atribuye falsamente a doña María, añadió lo siguiente: «-Compañeras, si en las batallas llegan a morir todos los hombres, triunfaremos nosotras» (Pérez Galdós 2005: 576)16.

Es evidente que los personajes femeninos galdosianos responden a una realidad histórica. Los documentos, artículos de prensa y libros escritos o publicados en los años inmediatos a la guerra por personajes tan de relieve como el propio general Palafox y Melci (2007) certifican la presencia y el heroísmo de las mujeres en la contienda17. No obstante, también es cierto que sus retratos participan de la mitificación propia de la gesta, a pesar de que Galdós se esfuerce en humanizar a sus dos principales heroínas, Primorosa y Manuela Sancho. Mujeres bravías, pero mujeres capaces de sentir miedo o que no pueden olvidar su condición de madre o hija. Así, por ejemplo, tras llevar a cabo la valerosa acción de disparar el cañón que frena el avance de los franceses por la calle Ancha, cuando los soldados se retiran, Primorosa, herida en la lucha, se queda anonadada al contemplar el cuerpo inerte de su amiga. El narrador de El 19 de marzo y 2 de mayo se ve en la obligación de «consignar aquí un hecho trascendental; la Primorosa se puso repentinamente pálida y repentinamente seria. Tuvo miedo» (Pérez Galdós 2005: 507). Igualmente Manuela Sancho, tras participar en la lucha callejera, después de disparar su fusil desde su propia casa, se preocupa por socorrer y calmar el atribulado ánimo de su madre que yace impedida en su lecho -cap. XVIII de Zaragoza-. Tampoco debemos olvidar que será una mujer, Leocadia, la esposa de José de Montoria, la que cuestione la licitud de una guerra que tantas vidas humanas exige18. La desmitificación se refuerza en las numerosas descripciones bélicas que Galdós introduce, especialmente, en episodios como Zaragoza y Gerona, donde se muestran el horror y la inhumanidad de la guerra, tal como se percibe cuando el propio Gabriel Araceli, exhausto por el combate y el hambre, pide auxilio:

«Pero no me hicieron caso, y siguieron adelante. Muchos heridos me llamaban a su vez, pidiéndome que les diese auxilio; pero yo tampoco les hacía caso. Junto al coso encontré un niño de ocho o diez años, que marchaba solo y llorando con el mayor desconsuelo. Le detuve; le pregunté por sus padres, y señaló un punto cercano donde había un gran número de muertos y heridos.

Más tarde encontré al mismo niño en diversos puntos, siempre solo, siempre llorando y nadie se cuidaba de él.

No se oía otra cosa que las preguntas ¿Has visto a mi hermano? ¿Has visto a mi hijo? ¿Has visto a mi padre? Pero mi hermano, mi hijo, y mi padre no aparecían en ninguna parte».


(Pérez Galdós 2006: 150)                


Galdós juega con las emociones contradictorias, pues si por un lado mitifica la hazaña bélica, mostrando el heroísmo del pueblo español aun en las condiciones más extremas, tal como sucede especialmente en las ciudades sitiadas de Zaragoza y Gerona, por otro, cuestiona la crueldad de la guerra y la capacidad de la misma para empujar a los hombres hacia el mayor embrutecimiento, y conducirlos a la pérdida de sus más preciosos valores, tal como se aprecia, entre otros ejemplos, en la escena en que Leocadia y José de Montoria, llenos de dolor, velan en medio de la calle, el cuerpo inerte de su primogénito:

«Pasaba la gente, pasaban soldados, frailes, paisanos, y todos veían aquello con indiferencia, porque a cada paso se encontraba un espectáculo semejante. Los corazones estaban osificados y las almas parecían haber perdido sus más hermosas facultades, no conservando más que el rudo heroísmo».


(Pérez Galdós 2006: 157)                


Las mujeres participaron, colaboraron y fueron reconocidas en esta guerra que tuvo la virtud, en medio de la desunión entre absolutistas, conservadores, liberales, patriotas, y afrancesados, de afianzar y potenciar entre los españoles la idea de pertenencia a una misma y única nación, a una patria por la que la población sin distinción de clases sociales había derramado generosamente su sangre. No obstante, una vez que la paz se abrió paso, se relegó a la mujer a su papel tradicional, ya que la supuesta apertura al ámbito público fue solo un espejismo. Una mujer aguerrida como Sumta, que luchará en la defensa de Gerona como el más valeroso de sus compatriotas, es denigrada al calificarla con el apelativo de marimacho-, y Domiciana Fernández, que acompañará a El Empecinado en sus escaramuzas por tierras castellanas, será conminada en ocasiones a volver a su hogar19. Recordemos que la Guerra de la Independencia, como las demás guerras europeas que se desencadenaron en contra de Napoleón, no tuvo la virtud de modificar el rol de la mujer en España, como tampoco consiguió modificarlo en el resto de los países europeos. Galdós, fiel notario de la realidad de su tiempo, no deja escapar en esta primera serie de sus Episodios Nacionales ningún aspecto de esta guerra, dando también cuenta, como no podía ser de otro modo, del comportamiento femenino en ella y de su escasa repercusión en el reconocimiento social de la mujer.

Por último, cabría destacar que el análisis que Galdós hace tempranamente de la participación femenina en la Guerra de la Independencia lo convierte en un precursor de los trabajos de carácter histórico que en la actualidad están apareciendo y que tienen como objetivo esencial sacar del olvido a unas mujeres que lucharon y se comprometieron en la defensa de su patria ante la invasión napoleónica. De esta forma Galdós, en los Episodios Nacionales correspondientes a la primera serie, adelantándose a la historiografía de su época, no duda en ofrecer un amplio cuadro de la actuación de las mujeres en esta cruenta y compleja guerra, al igual que de su contribución a la forja del mito del patriotismo nacional y al del liberalismo político, dando, en definitiva, inequívoca prueba de su exquisita capacidad de reproducir cualquier aspecto de la realidad de una época histórica concreta.






Referencias bibliográficas

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