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Acto segundo

Sala amueblada lujosamente en casa de la Condesa. Puerta en el foro y otras laterales.

ESCENA I

La CONDESA y TERESA; a poco, ANTONIO.

     TERESA.-(Desde la puerta del foro.) Ya está ahí Antonio.

     CONDESA.-Que venga. ¿Tendré que avergonzarme también en presencia de un criado mío?

     ANTONIO.-(Saliendo a una señal que Teresa le hace.) ¿Ha descansado usía del viaje?

     CONDESA.-Sí. ¿Tú acabas de llegar?

     ANTONIO.-En este momento.

     CONDESA.-Di: ¿qué, ha sido de aquel gaitero que quedó en la quinta desmayado?

ANTONIO.- Hice lo que usía mandó, y poco después recobró el sentido; pero no del todo, porque miraba como demente a uno y otro lado, preguntando a voces: «¿Dónde está, dónde está?» «La señora Condesa de Valmarín se ha marchado», le respondí yo. «Sí, padre, se ha marchado», exclamó, llorando, la niña que la acompañaba. «¿Por dónde?» «Por allí.» Y echó a correr como alma que se lleva el demonio.

     CONDESA.-Vete. (Vase Antonio.)



ESCENA II

La CONDESA y TERESA; después, ANTONIO.

     CONDESA.-Nada se ha descubierto aún; pero mi padre sabe el nombre que llevo.

     TERESA.-Y ¿qué recurso nos queda si viene aquí?

     CONDESA.-Negar.

     TERESA.-¿Negar yo después de haberle conocido en la quinta?

     CONDESA.-Negarás, Teresa, y, si es preciso, jurarás que no le conoces.

     TERESA.-¿Tendrás tú valor para rechazarle?

     CONDESA.-Ya que sé cómo vive, cuidaré en lo sucesivo de remediar su indigencia por segunda mano; pero si ayer le dejé desmayado en el suelo, ¿para qué no tendré valor? Ganemos tiempo. En cuanto me case y recupere a mi hija, haremos un largo viaje por países extraños; y si me fuera posible no volver nunca a España...

     TERESA.-El corazón me dice que en vano querríamos seguir ocultando la verdad. Créeme: no te cases: basquees a tu padre sin dilación; vámonos a nuestra tierra; vivamos allí en paz. Esto es lo acertado; esto sólo.

     CONDESA.-Más audacia tenías cuando, sobornada por el Conde, me aconsejabas que le siguiese. Un poco más de resolución ahora, Teresa, y ayúdame a evitar el peligro de que estoy amenazada.

     TERESA.-¡A don Luis ya no se le puede engañar! Es joven, atolondrado, y con una sola palabra que se le escape.

     CONDESA.-Don Luis callará. Para obligarle a ser prudente. hice como que le confiaba un secreto que él en realidad descubrió.

     TERESA.-Tu obstinación no tiene disculpa.

     CONDESA.-Te engañas. ¿He de bajar voluntariamente desde la altura en que me hallo a tan hondo abismo? ¡Cómo se burlarían de mí las ilustres damas que ahora me envidian! ¡Cuál se gozaría en mi infortunio la Marquesa de Torralba, esa depravada mujer, que, arriesgando su dinero, intentaba promover un escándalo que me infamase! Recuerdo que el Conde para casarse conmigo puso por condición que yo nunca revelara mi origen. ¿He de faltar a mi promesa, manchando el esclarecido nombre de quien tan hidalgamente cumplió la suya? Y hoy, hoy que espero recobrar a mi hija, ¿he de publicar mi oprobio, que se reflejaría en ella? No, Teresa, no. Lucharé, me defenderé. Ya el agente de la Marquesa ha recibido el importe de la deuda cuyo pago me reclamaba judicialmente. Esta noche, el baile en que se firmará el contrato de mi boda con el Duque. Mañana seré rica. Adelante: a todo estoy resuelta, venga lo que viniere.

     ANTONIO.-(Desde la puerta del foro.) El señor Duque de Campo-Real. (Vanse Antonio y Teresa.)



ESCENA III

La CONDESA y el DUQUE.

     DUQUE.-¡Albricias, Condesa, albricias!

     CONDESA.-¿Ha visto usted al Rey?

     DUQUE.-Acabo de verle.

     CONDESA.-¿Concede la audiencia que para mí le habrá usted pedido?

     DUQUE.-Concede el indulto.

     CONDESA.-¿De veras?

     DUQUE.-Le ha interesado tanto la desgracia de usted, que, sin vacilar un punto, resolvió complacernos si, con efecto, ese truhán no ha matado a nadie.

     CONDESA.-¡Bendito Dios!

     DUQUE.-Dichosamente estaba allí el ministro de Gracia y Justicia, y quizá hoy mismo quede despachado el asunto.

     CONDESA.-José Ruiz me ha escrito.

     DUQUE.-Y aun ha hecho más Su Majestad.

     CONDESA.-Me dice el sitio en que a cualquier hora podremos hallarle.

     DUQUE.-Su Majestad asegura que no ha visto nunca mujer más hermosa que usted.

     CONDESA.-¡Cuánta bondad!

     DUQUE.-Y como siempre me ha tenido a mí particular estimación, quiere apadrinarnos.

     CONDESA.-¡El Rey padrino de mi boda!

     DUQUE.-Ya el Conde, mi primo, no puede serlo sino en nombre de Su Majestad.

     CONDESA.-(Si ahora se descubriese...)

     DUQUE.-Pero ¿qué tiene usted? Parece que tan fausta nueva la asusta en vez de alegrarla.

     CONDESA.-Tamaña honra me alegra y me asusta al par.

     DUQUE.-Sí... ¡Una honra tan grande!... También yo... Voy, voy al momento a participar a mi primo esta soberana resolución.



ESCENA IV

Dichos y DON LUIS. Éste sale corriendo muy azorado y se detiene al ver al DUQUE.

     LUIS.-¡Oh! (¡El Duque!)

     DUQUE.-¿Qué trae usted, amigo?

     LUIS.-¿Yo? Nada... A los pies de usted, Condesa.

     CONDESA.-Bien venido, Guevara.

     LUIS.-(¡Qué contratiempo!)

     DUQUE.-A usted algo le ha sucedido.

     CONDESA.-(Bajo, a Don Luis, con ansiedad.) (¡Que hay?)

     LUIS.-(A la Condesa.) (Ánimo.)

     DUQUE.-Qué, ¿no quiere decirlo?

     CONDESA.-(Hable usted.)

     LUIS.-(Acabo de encontrar a su padre de usted en la calle.)

     CONDESA.-(¡Qué fatalidad!)

     DUQUE.-Pues la cosa debe de tener alguna importancia, porque la Condesa pone un gesto... ¿Por qué a ella se lo cuenta usted y a mí no?

     LUIS.-Porque las damas son compasivas y usted es burloncillo. ¡Parece tan ridículo un hombre rodando escaleras!

     DUQUE.-¡Cómo! ¿Usted...?

     LUIS.-Sí, señor... Acabo de contar veinticinco escalones con las costillas.

     DUQUE.-¿De veras? ¡Ja! Ja!

     LUIS.-Lo que yo me temía: ya se está usted riendo.

     DUQUE.-Supongo que no habrá que llamar al cirujano.

     LUIS.-Ciertamente; pero el susto... (Quizá venga aquí.) (Bajo, a la Condesa.)

     DUQUE.-Tome usted un poco de agua con unas gotas de vinagre.

     CONDESA.-(Bajo, a Don Luis.) (Es preciso alejar al Duque.)

     LUIS.-(Volviéndose hacia el Duque.) Hasta luego.

     DUQUE.-¿Eh?

     LUIS.-Creí que había usted dicho adiós.

     DUQUE.-Pensando estaba en marcharme.

     LUIS.-(¡Qué feliz pensamiento!)

     DUQUE.-Aún tengo mucho que hacer. ¿Me permite usted que le bese la mano?

     LUIS.-Tiempo le queda a usted para eso.

     CONDESA.-Hasta después.

     LUIS.-Adiós, Duque. (El Duque se retira y vuelve.)

     DUQUE -¿Con que el baile empezará a las diez; la firma del contrato, en presencia de los testigos, de los parientes y de algunos de nuestros amigos más estimados?

     CONDESA.-Sí, justamente.

     DUQUE.-Seré puntual.

     LUIS.-¡Gracias a Dios! (Repítese el juego anterior.)

     DUQUE.-¡Ah! ¿No sabe usted?... El Rey va a ser padrino de nuestra boda.

     LUIS.-¡Hola!... ¿El Rey?... Me alegro, me alegro infinito. Vaya usted con Dios. (Empujándole hacia la puerta. Vase el Duque.)



ESCENA V

CONDESA y DON LUIS; después, TERESA; a poco, ANTONIO.

     CONDESA.-¿Está usted seguro de no haberse equivocado?

     LUIS.-Lo he visto muy bien.

     CONDESA.-Confieso que no le esperaba tan pronto.

     LUIS.-Con tal que el Duque no se encuentre con él de manos a boca... Casi me alegraría, porque entonces, adiós matrimonio. ¡Oh! Soy un insensato.

     CONDESA.-¡Qué despreciable debo parecerle a usted!

     LUIS.-Estoy tan acostumbrado a que me parezca usted hechicera, que todavía...

     CONDESA.-¡Luis!

     LUIS.-Tiene usted razón: no sé lo que me digo.

     CONDESA.-Bien estoy pagando mi culpa. Si mi padre lograse averiguar las señas de mi casa...

     LUIS.-Si viniese esta noche...

     CONDESA.-¡Esta noche!

     LUIS.-Tranquilícese usted: no es lo más probable.

     CONDESA.-Únicamente puede salvarme la audacia. ¡Qué quiere usted! Una falta es siempre origen de otras muchas. Debo a todo trance encubrir la verdad; no por mí, sino por la memoria de mi esposo, por el nombre de mi hija.

     LUIS.-Además, el escándalo sería terrible.

     CONDESA.-Confío en la lealtad de usted; confío en que no me negará su amparo.

     LUIS.-Me hace usted justicia.

     CONDESA.-¡Ese ruido!... (Tira fuertemente del cordón de la campanilla.)

     LUIS.-Le aseguro a usted que este negocio me acobarda.

     CONDESA.-¿Qué me sucederá a mí?

     LUIS.-Pues nada de eso: con serenidad se han de conjurar los grandes peligros.

     CONDESA.-(A Teresa, que sale muy azorada por el foro.) ¿Qué hay, Teresa?

     TERESA.-(Bajo, a la Condesa.) Tu padre está ahí.

     CONDESA.-¡Oh! Habla alto. Don Luis puede oírnos.

     TERESA.-Los criados tratan de detenerle, y él dice a gritos que es tu padre.

     LUIS.-¿Qué haremos?

     CONDESA.-Luchar. (Tira del cordón de la campanilla.)

     TERESA.-¿Cuál es tu intención? (Antonio sale por el foro.)

     CONDESA.-(A Antonio, sonriendo.) Calla. Ese hombre que acaba de llegar dice que es mi padre, ¿eh?

     ANTONIO.-(Turbado.) Sí, señora; eso dice.

     CONDESA.-No le exasperéis; debe de ser un pobre demente.

     ANTONIO.-De fijo. ¡Si tiene una cara!... Lo mismo me había figurado yo.

     CONDESA.-Hazle entrar en esta sala, y que aguarde un momento.

     ANTONIO.-¿No teme usía?...

     CONDESA.-No, nada. Quiero desengañar a ese desdichado anciano y darle un socorro.

     ANTONIO.-¡Qué buena es usía!

     CONDESA.-Ve por él. (Vase Antonio por el foro.)

     TERESA.-Tiemblo como una azogada.

     CONDESA.-(Con ira.) Déjate de aspavientos.

     LUIS.-El lance es grave.

     CONDESA.-Síganme ustedes. (Dios dirá.) (Vanse los tres por la puerta de la izquierda.)



ESCENA VI

ANDRÉS y MARÍA. ANTONIO aparece con ellos en la puerta del foro y luego se va.

     MARÍA.-(Examinando la estancia.) ¡Ay, padre! Miedo me da de entrar aquí.

     ANDRÉS.-¡Qué muebles! ¡Qué lujo! ¿Y ésta es su casa? ¡Bah! ¿No supe en la quinta que allí habitaba la Condesa de Valmarín? Sin duda la tal Condesa es mi hija... ¡Ella Condesa!... No hay para qué romperse los cascos, que pronto sabremos la verdad.

     MARÍA.-Lo que es yo, no las tengo todas conmigo.

     ANDRÉS.-Desde la puerta creí ver pasar a Teresa. ¡Inicua! ¡No haber dicho a mi hija que yo estaba allí!

     MARÍA.-¡Qué terco es usted, padre! Aquella señora le vio a usted muy bien.

     ANDRÉS.-Tú eres la terca. A haberme visto, ¿se hubiera marchado? Lo que hay de cierto es que la pobre no reparó en mí, y que Teresa, por no sé qué motivo, no le diría nada.

     MARÍA.-Jurara que se fue de prisa y corriendo la tal señora para que usted, al volver en sí, no la encontrase ya en la quinta.

     ANDRÉS.-¿Qué apostamos a que me enojo contigo? ¿Cómo puedes imaginar que huyese de mí? Eres una loquilla que no sabes lo que te pescas. Seguro estoy de que la infeliz se habrá arrepentido de su falta; segurísimo de que me habrá buscado como yo a ella. Verás, verás cómo viene volando a pedirme perdón.

     MARÍA.-Para venir volando ya tarda.

     ANDRÉS.-Pero ¿qué es lo que tú presumes?

     MARÍA.-Yo no sé más sino que allá fue muy ligera de pies para marcharse, y que ahora los tiene de plomo para venir.

     ANDRÉS.-Quizá no esté en casa.

     MARÍA.-Nos han dicho que sí.

     ANDRÉS.-Pueden haberse equivocado. Me estremezco a pesar mío. Después de tantos años como hace que no me ve... Fuera..., fuera malos pensamientos. Mi hija es buena, mi hija me ama. ¡Oh! Teresa..., ella la envía sin duda.

ESCENA VII

Dichos y TERESA.

     TERESA.-La señora Condesa quiere saber qué es lo que a usted se le ofrece.

     ANDRÉS.-¿Qué? ¿Te chanceas? Pues, ¡voto a Cristo!, que para chanzas estoy yo ahora.

     TERESA.-Repare usted en dónde se halla, buen hombre.

     ANDRÉS.-¿Buen hombre me llamas?

     MARÍA.-¡Ay..., ay..., ay...!

     TERESA.-Pues usted, ¿quién es?

     ANDRÉS.-¿Tú me lo preguntas?

     TERESA.-¡Ah, sí, ahora recuerdo: el de la gaita, el que estuvo ayer en la quinta de mi señora!

     ANDRÉS.-¿Con que el de la gaita?

     TERESA.-Y por cierto que allí todos le tuvimos a usted por loco.

     ANDRÉS.-¿Con que me tuvisteis por loco?

     TERESA.-Sí; porque dio usted en la manía de creerse madre de mi señora la Condesa. Y a fe que si yo no sigo la broma, me hace usted añicos entre sus manos.

     ANDRÉS.-Broma, ¿eh?

     TERESA.-Supongo que no vendrá usted con la misma tema.

     ANDRÉS.-¡Ah vieja infame y descarada, ah bruja maldita!...

     TERESA.-Cuidado con propasarse. (Retirándose asustada.)

     MARÍA.-¡Si me lo daba el corazón!

     ANDRÉS.-Calla también tú. A mi hija, aquí como allí, la engañan y le ocultan que yo la busco. Mi hija ignora estas iniquidades que se están haciendo conmigo... ¡Oh! Yo la encontraré, y entonces... (Dirigiéndose a la puerta de la izquierda.)

     TERESA.-Deténgase usted. (Tratando de detenerle.)

     MARÍA.-Más vale que luego volvamos.

     ANDRÉS.-No; ahora mismo.

     TERESA.-Repito que no se puede pasar.

     ANDRÉS.-¿Que no se puede? Pues ya verás como yo paso.



ESCENA VIII

Dichos y DON LUIS.

     LUIS.-¿Con qué objeto? (Presentándose en la misma puerta.)

     MARÍA.-¡Ah! La Virgen nos le trae a usted, señorito.

     LUIS.-Aparta.

     MARÍA.-(Con extrañeza y aflicción.) ¡Oh!

     LUIS.-¿Con qué objeto quiere usted pasar más adelante? Sepámoslo.

     TERESA.-Este santo varón tiene la cabeza a las once.

     ANDRÉS.-Y ¿quién es usted para preguntármelo?

     LUIS.-Quien le obligará a usted a respetar el lugar en donde se encuentra.

     ANDRÉS.-En mi casa estoy, señor mío.

     LUIS.-¿Y si yo le mando a usted que se vaya al punto?

     ANDRÉS.-Eso, quien podía mandárselo a usted soy yo.

     LUIS.-¿Usted? ¡Ja, ja, ja!

     ANDRÉS.-Así se ríen los tontos, caballerito, sin saber por qué.

     MARÍA.-No le haga usted caso. (A Don Luis.)

     LUIS.-Puede usted retirarse. (A Teresa.)

     TERESA.-(¡Ay, no me ha costado poco trabajo!...) (Vase por el foro.)

     LUIS.-Nosotros arreglaremos cuentas, señor insolente.



ESCENA IX

ANDRÉS, DON LUIS y MARÍA.

     MARÍA.-Oiga usted a mi padre, señor, y verá que tiene motivo para enfadarse.

     LUIS.-Bien, que hable; pero sin decir desatinos.

     ANDRÉS.-Deje usted que antes logre darme cuenta a mí mismo de lo que me está pasando.

     LUIS.-Basta de circunloquios.

     MARÍA.-¡Qué mal genio ha echado usted en tan poco tiempo!

     ANDRÉS.-No ignora usted que andaba buscando a mi hija.

     LUIS.-¿Y qué?

     MARÍA.-¿Y qué? Que dio al fin con ella.

     ANDRÉS.-Mi hija es la señora que ayer tarde salió con usted al parque de la quinta, cuando yo caí desmayado.

     LUIS.-¿La Condesa de Valmarín?

     ANDRÉS.-La que ahora lleva ese nombre.

     LUIS.-Usted chochea.

     ANDRÉS.-Comprendo que hay empeño en hacerme creer lo contrario; pero ¡vaya usted a convencer a un padre de que su hija no es su hija! Escúcheme usted por lo que más quiera en el mundo. Volví en mí cuando ya se había marchado; corrí y divisé el coche en que iba sin duda. Pero, al cabo, a esta pobre criatura y a mí nos faltaron las fuerzas.

     MARÍA.-Sí, señor; se puso a la muerte, y tendido en medio del camino ha pasado la noche; y por cierto que llovía a más y mejor. Yo, de rodillas, sin pegar los ojos un momento, rezaba por él; y lloraba porque veo que solamente quiere a la otra.

     ANDRÉS.-Sentí con la luz del día reanimarse sin fuerzas; y vuelta a andar, a correr, hostigado por la ansiedad que me devoraba. Llegamos a Madrid; pregunto, logro averiguar las señas de esta casa; vuelo aquí desalado, hallo resistencia en la puerta, la venzo al fin; me dicen que aguarde en esta sala; aguardo, y mi hija no viene; esa pícara vieja niega haberme reconocido en la quinta, y se burla de mí; usted, que antes nos amparó, nos maltrata ahora. ¿Qué es esto? Sépalo yo de una vez. Empiezo a maliciarme una cosa que no quiero creer, que no creo, que no creeré nunca, pero que me causa el mismo dolor que me causaría una serpiente mordiéndome el pecho. ¿Acaso mi hija, después de haber pisoteado mis canas y desgarrado mi corazón...; acaso porque ahora la llaman Condesa, y no sé por dónde le ha venido ese título...; acaso porque yo no conocí a mis padres, porque me criaron gitanos, porque soy un vagabundo..., acaso?... No, no me atrevo a preguntarlo. Con la pregunta se me iría el alma del cuerpo... ¿Acaso?... Usted me comprende; respóndame usted..., respóndame usted, por Dios, sin que yo lo pregunte.

     LUIS.-(¡Pobre viejo! ¡En buen negocio me he metido!)

     ANDRÉS.-¿Por qué no viene mi hija? Dígamelo usted. No me faltará valor para soportar mi desgracia.

     LUIS.-¡Hija de usted la Condesa! ¡Ja, ja, ja! A fe que la ocurrencia es chistosa.

     ANDRÉS.-¿Usted se ríe? ¿Usted insulta a un anciano? ¿Usted se burla de la aflicción de un padre?

     LUIS.-¿Y qué he de hacer sino reírme? La Condesa pertenece a una familia muy ilustre que yo he conocido. Porque me compadezco de usted le aconsejo que salga al punto de esta casa, y mañana mismo de Madrid.

     ANDRÉS.-El consejo es inútil.

     MARÍA.-Ya estamos hartos de viajes.

     LUIS.-Esa señora da un baile esta noche, y mañana debe casarse con el Duque de Campo-Real.

     ANDRÉS.-¿María se casa con un Duque?

     LUIS.-Y el Rey va a ser padrino de su casamiento.

     ANDRÉS.-¡El Rey!

     MARÍA-¡El Rey! ¡Ave María Purísima!

     LUIS.-Como grave delito sería castigado el menor escándalo que usted promoviese.

     MARÍA.-¡Ay, Dios de mi vida!

     ANDRÉS.-Y ¿qué se me da a mí de ese baile, ni de esa boda, ni de ese Duque, ni del mismo Rey? Quisiera ver cómo se componían para hacerme más desgraciado.

     LUIS.-Serénese usted, y váyase por todos los santos del cielo.

     ANDRÉS.-¡María me arroja de su casa! Dígale usted que llegará día en que se arrepienta. Y usted sepa que su oficio en este momento...

     LUIS.-¿Eh?

     ANDRÉS.-Es oficio muy vil. Yo, cargado de años y de ignominia y de pesadumbres no me cambiaría por usted, joven, galán, feliz y quizá rico y noble, aunque, me diesen dinero encima. Sí señor, yo valgo ahora más, mucho más mil veces más que usted.

     LUIS.-(¡Me avergüenza!)

     MARÍA.-Y tiene razón. Usted es un hipocritilla de siete suelas, que ayer, con su cara de pascua, nos engañó como a unos bobos.

     ANDRÉS.-¿Quién había de figurarse que usted?...

     MARÍA.-Si parece imposible que sea usted el mismo.

     LUIS.-Pero ¿qué puedo hacer yo por ti, criatura; ¿qué puedo hacer por usted?

     ANDRÉS.-Puede usted llevarme adonde está mi María. ¿Teme acaso mi cólera? ¿Se aleja por esto de mí? Pues hace mal; que nada tema, que venga, y comprenderá hasta qué punto la adoro. Verla una vez siquiera..., y después me iré. Y si mi vida le estorba para algo, que mande morir: moriré contento.

     MARÍA.-¡Mire usted, señor, que haber andado tantos años hala que hala detrás de ese angelito, y encontrarnos ahora con que ese angelito así quiere vernos a nosotros como al mismísimo Lucifer!

     ANDRÉS.-Ampáreme usted, y no le pesará, que Dios paga las deudas de los pobres honrados.

     MARÍA.-¡Le querré a usted tanto si es bueno!

     ANDRÉS.-Hágalo usted por su padre.

     MARÍA.-O por su novia, o por quien usted quiera.

     LUIS.-¡Oh, que, charla tan insoportable! Déjenme en paz.

     MARÍA.-¡Bah, bah! Por muy fosco que usted se ponga, ya no me engaña a mí.

     LUIS.-¿Qué dices?

     MARÍA.-Digo que a usted se le ha saltado una lágrima.

     LUIS.-Sí, lágrimas... Fastidio es lo que me causa oír tantas simplezas.

     MARÍA.-Mírela usted, padre, mírela usted cómo le rueda por este carrillo.

     LUIS.-¡Eh, muchacha!

     ANDRÉS.-Sí, usted está conmovido... En vano se esfuerza por ocultarlo. ¡Gracias, Virgen santísima! (Cogiéndole una mano y besándosela.)

     LUIS.-(Queriendo detenerle.) ¿Qué hace usted?

     MARÍA.-(Cogiéndole la otra mano y besándosela también.) Bien sabía yo que era bueno.

     LUIS.-¡Qué diablos! Se me acabó la paciencia. Cálmese usted, pobre viejo. Yo no me he burlado de usted, ni mi ánimo ha sido ofenderle, ni..., y en prueba de ello, venga esa mano.

     ANDRÉS.-(Dándole la mano.) ¡Señor!

     LUIS.-Apriete usted sin miedo.

     MARÍA.-¡Qué gusto!

     LUIS.-Y tú, buena alhaja, con más picardía que cuerpo, ven acá, ven, que en castigo te quiero dar un beso, y dos, y tres, y cinco. (Besándola repetidas veces.)

     MARÍA.-¿No más? Castígueme usted siempre así, y no haya miedo de que me queje.

     ANDRÉS.-Con que, ea, ea, a ver a mi hija. Llévenos usted a su habitación.

     LUIS.-(Pero... ¿qué estoy haciendo? Todo lo eché a rodar.)

     ANDRÉS.-¿Vacila usted de nuevo?

     LUIS.-No..., no vacilo..., sino que...

     MARÍA.-¿Qué?

     LUIS.-¡Qué sé yo!...

     ANDRÉS.-Entonces...

     LUIS.-Sí, entonces... (Vamos, vamos, voy a decirle que se las componga como pueda, porque yo no sirvo para estas cosas.) (Éntrase corriendo por la puerta de la izquierda.)



ESCENA X

ANDRÉS y MARÍA.

     ANDRÉS.-¡Se va!

     MARÍA.-Señor..., señor... ¡Ca! No me oye.

     ANDRÉS.-¡Se fue! ¿Qué te parece de esto?

     MARÍA.-Me parece que no hay tu tía; que no vemos hoy a la señora.

     ANDRÉS.-Pues si cree que impunemente ha de burlarse de mí, se equivoca. Si me niega su amor, yo le negaré el mío: tú sola serás mi hija; tú sola.

     MARÍA.-Eso me parece muy bien pensado.

     ANDRÉS.-¿Cómo tuve corazón para exponer tu salud, y acaso tu vida, en largos y penosos viajes; para verte padecer todo género de privaciones?

     MARÍA.-¿Quiere usted afligirme?

     ANDRÉS.-Perdóname. Llegó el momento de remediar mi injusticia, mi ingratitud.

     MARTA-¡Dale!

     ANDRÉS.-Ahora sí que voy a ser para ti un padre verdadero; para ti, que cuando deberías aborrecerme...

     MARÍA.-Sí, señor; debería aborrecerle a usted porque me dice esas tonterías.

     ANDRÉS.-¡Ca! No viene. (Mirando hacia adentro.)

     MARÍA.-Mándela usted a paseo.

     ANDRÉS.-Estaba por irme.

     MARÍA.-¿A que no es usted capaz de que nos marchemos?

     ANDRÉS.-¿Que no?

     MARÍA.-Apostaría las orejas.

     ANDRÉS.-Vámonos.

     MARÍA.-Eso es chanza.

     ANDRÉS.-Te digo que nos marchamos. Anda delante.

     MARÍA.-¿Sí? Pues paso redoblado.

     ANDRÉS.-Pero no; no me iré. (Deteniéndose en la puerta del foro y volviendo al proscenio.)

     MARÍA.-¡Bah!

     ANDRÉS.-Me quedo. No, no pienses que por el gusto de verla; nada de eso: la aguardo para confundirla, para castigarla. Te juro que ha de conservar un buen recuerdo de mí.

     MARÍA.-¡Chito! Por allí viene una señora. Es la misma.

     ANDRÉS.-¡Sí, sí, ella es! ¡Dios mío! Vete: entra en ese cuarto. Pronto te llamaré.

     MARÍA.-¡Qué perifollada y qué guapetona! Estaba por ir y... (Con acento y ademán de amenaza.) Me voy, sí, señor. Mejor es que me vaya. (Vase por una puerta de la derecha.)



ESCENA XI

ANDRÉS y la CONDESA. Ésta sale por la puerta de la izquierda, con traje de baile.

     ANDRÉS.-(¡No sé qué me sucede!)

     CONDESA.-(Valor ¡Es preciso!)

     ANDRÉS.-(Con ternura, yendo hacia ella.) ¡Hija! ¡Hija!

     CONDESA.-(Deteniéndole con un ademán.) Me han dicho que usted desea hablarme.

     ANDRÉS.-¿Con que era verdad? ¿Con que no quieres conocer a tu padre?

     CONDESA.-Afortunadamente, no ignoro la peregrina casualidad que motiva este suceso. Entre esa joven que usted busca y yo, hay, sin duda, una semejanza muy singular, cuando, ni aun viéndome de cerca, se convence usted de su error.

     ANDRÉS.-¿Me habré equivocado, efectivamente?

     CONDESA.-Sí, señor; y confío en que no volverá usted a insistir...

     ANDRÉS.-Pero... ¿Y Teresa? ¿Y el testimonio de mis ojos? ¿Y los gritos de mi corazón? ¿Es esto verdad? ¿Cabe tanta perfidia en una mujer? ¿Hay descaro mayor que el tuyo? Repite que no me conoces, que no eres mi hija; repítelo si te atreves... ¡Oh! No te atreverás, porque entonces...

     CONDESA.-(Muy turbada y retirándose.) (¡Qué suplicio!) Espero que usted me permitirá...

     ANDRÉS.-¡Oh! Quieta aquí, señora Condesa... (Sujetándola bruscamente por un brazo.) He de saberlo todo.

     CONDESA.-Pero advierta usted...

     ANDRÉS.-Quieta. Sí, no hay más; es que me desprecia. ¡Desprecia a su padre! ¡Quieta, digo! ¿Temes que te manche con el contacto de mis manos, que te descomponga el vestido, que te arrugue los encajes? Y qué, ¿te has engalanado tanto para imponerme así más respeto, para turbarme y engañarme más fácilmente? Sí, sí, buen caso hago yo de tus galas... ¿Por qué te llaman aquí Condesa? ¿De dónde has sacado todo ese lujo, que me angustia, que me enfurece? ¡La señora Condesa!... ¿Condesa tú? ¡Ja, ja, ja! Si acabarás por hacerme reír. ¡Tú eres mi hija! ¡Tú eres la serpiente que yo engendré!

     CONDESA.-(Como haciendo un gran esfuerzo sobre sí misma.) (¡Oh!) Todo se lo perdono a usted, todo.

     ANDRÉS.-¿Tú me perdonas? ¿Tú a mí? ¡Pues no dice que me perdona! ¿Pues no se atreve a perdonarme? (Un reloj de sobremesa da las diez.)

     CONDESA.-(¡Las diez!)

     ANDRÉS.-¡Dios mío, es éste el premio de mis afanes! ¿Para esto permites que la encuentre? ¿Y yo vivo aún? Levanta la vista; fíjala bien en mí: estas canas no representan mis años, sino mis padecimientos; estas canas te acusan. ¿Cómo puedes verlas sin temblar y arrepentirte? Tú sí que apenas has cambiado: hermosa eres como antes, sino que antes tu cara celestial no mentía, y ahora es una mentira..., un engaño infame.

     Recuerda los días de tu niñez, los de tu juventud, y no habrá hora, no habrá minuto en que no halles una prueba de mi cariño. Mi vida desde que tú naciste no fue más que trabajar por ti o llorar por ti. Vamos, sé buena. Cuéntame por qué me, dejaste, qué ha sido de ti desde entonces, por qué, ahora reniegas de tu padre desventurado. Yo no tengo la culpa, de ser pobre y humilde. Yo hubiera querido nacer rey, y hasta una corona me pareciera poco para mi hija... Un consuelo, María, que ni uno solo he disfrutado desde que tú me abandonaste. Llámame padre, que ha ya muchos años que me diste por última vez este nombre. Mil reconvenciones imaginaba hacerte, mil injurias tenía pensadas para decírtelas; y, ya lo ves, lloro y suplico. Te quería aborrecer, y ya ves que te amo; me había propuesto maldecirte, y míralo: me arrojo a tus pies, (Arrodillándose.)

     CONDESA.-Levántese usted..., yo se lo ruego.

     ANDRÉS.-Ofréceme que tendrás lástima de mí.

     CONDESA.-Levántese, usted, por Dios.

     ANDRÉS.-No, hasta que no me hayas llamado padre.

     CONDESA.-(No pudiendo contenerse.) ¿Usted a mis pies? ¡Usted!

     ANDRÉS.-¡Qué! ¿Al fin lo confiesas? (Levantándose.) ¿Confiesas que eres mi hija? ¡Ven, hija de mi alma, ven a los brazos de tu padre!

     CONDESA.-No, no merezco...

     ANDRÉS.-Si yo te perdono de buena gana; si los padres no sabemos hacer otra cosa más que perdonar.

     CONDESA.-(¡Qué horrible combate!)

     ANDRÉS.-¿Aún vacilas?

     CONDESA.-(¡No puedo más!)

     ANDRÉS.-(Abriendo los brazos como para recibir en ellos a su hija.) ¡María!

     CONDESA.-¡Señor! (Yendo a lanzarse en los brazos de su padre.) ¡Ah! (Deteniéndose al ver salir a MARÍA.)



ESCENA XII

Dichos, MARÍA y en seguida ANTONIO.

     ANDRÉS.-¡Eh! ¿Quién te llama? ¿Qué quieres?

     MARÍA.-Me han echado de ahí.

     ANTONIO.-Ya hay gente en el salón.

     CONDESA.-¡Ya!

     ANTONIO.-El señor Duque ha preguntado por usía.

     CONDESA.-¡El Duque!

     ANTONIO.-La señora Marquesa de Torralba acaba de llegar. (Vase Antonio.)

     CONDESA.-Se ha atrevido a venir. ¡Cómo voy a humillarla! Corramos.

     ANDRÉS.-¿Qué, te vas, te vas, hija mía?

     CONDESA.-(¡Su hija!... ¿Y mi casamiento? ¿Y mi venganza?)

     ANDRÉS.-¿No contestas? ¿Apartas los ojos?

     CONDESA.-La interpretación que ha dado usted a mis compasivas palabras...

     ANDRÉS.-¡Otra vez! ¿Vuelves a rechazarme?

     CONDESA.-Le suplico a usted que por esta noche...

     ANDRÉS.-Te libre en mi presencia, ¿no es esto?

     CONDESA.-Hallaremos mañana... Se lo prometo a usted...

     ANDRÉS.-¿Mañana?

     CONDESA.-Sí, mañana.

     ANDRÉS.-¿Mañana? ¡Oh miserable de mí!...; ¡Hola! ¡Aquí..., aquí todo el mundo! (Tirando fuertemente del cordón de la Campanilla y dando golpes sobre los muebles.)

     CONDESA.-¿Qué intenta usted?

     ANDRÉS.-Quiero ver a tus duques, a tus marqueses..., a tus príncipes... ¡Hola, señores míos!... ¡Hola! (Dejando caer de una mesa un jarrón de china.)

     MARÍA.-¡Dios nos la depare buena!

     ANDRÉS.-Sepan todos que esta gran señora es mi hija.

     CONDESA.-Señor..., señor... ¡No me oye!

     ANDRÉS.-(Recorriendo frenéticamente la estancia.) Y yo soy un expósito...; y cuando niño pertenecí a una horda de gitanos, y bailé en calles y plazas...

     CONDESA.-¡Silencio!

     ANDRÉS.-Y ahora, al son de una gaita, pido limosna de puerta en puerta.

     CONDESA.-¡Silencio, o yo haré!...

     ANDRÉS.-(Sin dejar de tirar del cordón de la campanilla y de dar golpes, fuera sí.) Ya no le quedaba más que amenazarme... Pero ¿está sorda esa gente? ¿No hay quien quiera saber la historia de esta Condesa?



ESCENA XIII

Dichos y TERESA; a poco, DON LUIS; después, el DUQUE, DAMAS y CABALLEROS

     TERESA.-(Saliendo por el foro.) ¿Qué hay? ¿Qué ocurre?

     CONDESA.-Que ha perdido el juicio.

     TERESA.-Calle usted, por favor, calle usted.

     MARÍA-¡Hágalo usted por mí!

     ANDRÉS.-No..., no hay perdón para ella.

     LUIS.-(Saliendo por la puerta de la derecha.) ¡Todo lo comprendo! ¡Silencio, desdichado!

     CONDESA.-¿Qué haré? ¿Qué haré?...

     TERESA.-Ya están ahí.

     ANDRÉS.-Es mi hija. Digo y juro que soy su padre; lo juro por la sangre de Dios.

     CONDESA.-(Viendo aparecer al Duque en la puerta del foro, seguido de llamas y caballeros, que permanecen allí.) (¡Oh!)

     DUQUE.-¿Qué sucede?

     CONDESA.-(A Andrés bajo, con expresión de ansiedad y ternura.) ¡Padre, padre mío, piedad!

     DUQUE.-(Rumores de extrañeza.) ¿Aquí este hombre?

     ANDRÉS.-(Estremecido vivamente.) (¡Su padre ha dicho!... ¡Me ha llamado padre!...)

     DUQUE.-¿Nadie responde?...

     CONDESA.-(¡Compasión, padre mío!)

     DUQUE.-Pero ¿qué significa esto, Condesa?...

     ANDRÉS.-Nada entre dos platos, señor... Yo vine a pedir... Esta muchacha ha roto esa hermosa pieza de china... (Señalando los pedazos del jarrón, que él ha roto.) Quise castigarla... No me lo permitieron... Y como estoy un poco bebido..., pues..., ya se ve..., me enfurecí, y dijo gritos que yo la puedo castigar, porque soy su padre. Del susto, la pobre señora se ha quedado sin gota de sangre en las venas.

     DUQUE.-¡Canalla!

     CONDESA.-(Como queriendo dirigirse al Duque, para no agravie a Andrés.) ¡Oh!

     ANDRÉS.-(Detente.) (Conteniéndola.) Ruego a usía que me perdone.

     CONDESA.-(¡Padre!)

     ANDRÉS.-(¡Silencio!)

     MARÍA-¡No señor! Esto no se puede sufrir...

     ANDRÉS.-¡Eh! Vamos andando. (Cogiéndola de la mano.) (¡Me ha llamado padre!... ¡Me ha llamado padre!... (Dirigiéndose con María hacia el foro.)

FIN DEL ACTO SEGUNDO

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