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Hipocratismo, neohipocratismo y transhipocratismo1

Pedro Laín Entralgo





Soy, como casi todos mis oyentes saben, un profesor de Historia de la Medicina, permanentemente movido por el propósito de que su enseñanza pueda ser útil a los médicos en tanto que tales. No sólo, por tanto, a los historiadores y a los simples curiosos del pasado; también, y acaso, sobre todo, a los terapeutas que tratan de cumplir su tarea con cierto rigor intelectual. Voy a ofrecer ahora, en consecuencia, lo único que está a mi alcance: varias precisiones de carácter histórico, relativas, por tanto, a la medicina que fue, y algunos puntos de meditación tocantes al saber médico actual, a la medicina que está siendo.

Hipocratismo, neohipocratismo y transhipocratismo. Para un médico en cuya vida opere eficazmente ese imperativo de rigor intelectual a que acabo de referirme, ¿qué puede ser, qué debe ser el hipocratismo? A mi entender, tres cosas distintas, cada una de ellas más amplia y genérica que la inmediatamente anterior:

  1. Hipocratismo stricto sensu. Es la doctrina médica de Hipócrates de Cos y de los asclepíadas más inmediatamente relacionados con él. Con otras palabras: la doctrina técnica y deontológica contenida en los escritos del Corpus Hippocraticum directamente redactados por el propio Hipócrates, en la medida en que nos es posible decidir acerca de ello, o procedentes de la escuela de Cos.
  2. Hipocratismolato sensu. Es la doctrina médica común a todos los escritos del Corpus Hippocraticum, pertenezcan a la escuela de Cos, a la de Cnido u otra cualquiera, y procedan del siglo de Pericles, como los del propio Hipócrates, o de siglos bastante más tardíos, como los Pra ecepta y el escrito de habitu decenti, con toda posibilidad posteriores a la segunda sofistica (siglo I al II, después de J. C.).
  3. Hipocratismo latissimo sensu. Designo así a la bien definida doctrina médica que, contenida en el Corpus Hippocraticum, pueda tener valor normativo para la medicina actual, y acaso para la medicina de todos los tiempos. Sólo a este hipocratismo podría darse el nombre -sobre el cual he de hacer luego algunas observaciones críticas- de «neohipocratismo».

Mi lección de hoy va a ser una reflexión acerca de las dos últimas acepciones del término «hipocratismo»: el hipocratismo lato sensu, la doctrina médica común a todos los escritos del Corpus Hippocraticum, y el hipocratismo latissimo sensu, la, por el momento, problemática doctrina que, contenida en aquéllos, puede tener valor normativo para la medicina actual.


El hipocratismo

Es preciso plantear metódicamente una importante cuestión previa. En efecto: ¿es posible afirmar que haya un hipocratismo lato sensu?, ¿puede ser lícitamente enunciada una doctrina hipocrática común a todos los escritos del Corpus, cualesquiera que sean las escuelas y el siglo a que pertenecen? Algunos niegan esta posibilidad: otros la afirman. Sin duda, y como estos últimos sostienen, es preciso esforzarse al máximo en la tarea de singularizar histórica y temáticamente todos y cada uno de los escritos del Corpus Hippocraticum. Tal ha sido la meritoria labor de una ya amplia serie de filólogos, desde Fredrich y Gomperz -para no nombrar al siempre imprescindible Littré- hasta Jaeger, Deichgräber, Edelstein, Diller, Fleischer, Festugière y tantos más. Pero las indudables diferencias estilísticas y conceptuales entre los diversos escritos del Corpus no impiden que todos ellos reposen sobre un fundamento común: la doctrina técnica y deontológica a que con el nombre de «hipocratismo lato sensu» vengo refiriéndome. En ella pensaba hace años Owsei Temkin al hablar de un systematischer Zusammenhang im «Corpus Hippocraticum». Y me es grato afirmar que dos distinguidos hipocratistas aquí presentes, los profesores Bourgey y Martiny, comparten plenamente esta convicción.

Ahora bien: ¿en qué consiste ese posible «hipocratismo lato sensu? ¿Cuál es su contenido? Reducida la respuesta a sumarísima y esencial sinopsis, yo diría que sus rasgos principales son los siguientes:

  1. La concepción de la medicina como técnica. Sobre el empirismo y la magia que hasta Alcmeón de Crotona e Hipócrates de Cos había sido en todo el planeta la asistencia al enfermo, la medicina universal va a ser desde uno y otro -con claridad y eminencia máxima, desde Hipócrates- tekhné, «arte»: la tekhnê iatrikê de los asclepíadas griegos, la ars medica de los médicos latinos. Esto es, un saber hacer -emplearé la fórmula imperecedera de Aristóteles- en el cual se sabe por qué se hace aquello que se hace. La tekhné, hábito intelectual situado entre la simple empiria o rutina (empeiría), que le es inferior, y la ciencia (epistêmê), que la supera en dignidad, es, pues, un saber hacer de carácter causal apoyado en conceptos universales: fundado, por tanto, sobre un conocimiento del «por qué» (por qué se hace lo que se hace) y del «que» (qué es aquello que se hace).
    • ¿Qué será, según esto, la medicina, en tanto que tekhnê iatrikê o ars medica? La respuesta salta a la mente: es un saber curar en el cual el sanador sabe por qué hace lo que hace y qué es eso que hace: en definitiva, qué es la enfermedad -lo cual no sería posible sin saber lo que es el hombre que la padece- y qué es el remedio. Exigencia intelectual que nos conduce derechamente al segundo de los rasgos que definen el hipocratismo lato sensu.
  2. La referencia intelectual del «qué» y del «por qué» de la medicina a la «physis». Para ser tekhnitês -«artista», hombre que sabe actuar «según arte»-, el médico necesita saber qué es la enfermedad, qué es el enfermo en cuanto tal enfermo, qué es el hombre y qué es el remedio. Surge inexorablemente ante él, por lo tanto, el problema de ese múltiple «qué». ¿Qué es ese «qué»? ¿Puede darse una respuesta que englobe unilateralmente la cuádruple determinación -la enfermedad, el enfermo, el hombre, el remedio- en que el «qué» se realiza?
    • Fuesen alumnos de Cos, de Cnido o de las escuelas de Sicilia, profesaran el humoralismo o la doctrina del pneuma, los asclepíadas griegos supieron responder a esas dos interrogaciones apelando a un decisivo concepto que acababan de descubrir los physiológoi jónicos y sicilianos: el concepto de physis o «naturaleza». La enfermedad, el enfermo, el hombre y el remedio son, en definitiva, lo que corresponde a sus respectivas «naturalezas», lo que cada una de esas realidades es en virtud de sus «propiedades naturales»; y la aparente diversidad de todas ellas -porque diversos son, por naturaleza, el hombre febricitante y la hierba con que se le trata- no sería en el fondo otra cosa que la varia apariencia que en su realización adopta el principio y fundamento de todo lo que existe, la physis o «naturaleza». La medicina se hace «arte» -si se quiere, «técnica»- en cuanto el saber hacer del médico se apoya intelectualmente en la «ciencia natural».
    • ¿Qué es la physis en el Corpus Hippocraticum? Evidentemente, lo que era para cualquier griego ilustrado de los siglos V y IV; una realidad principal y unitaria (porque es arkê o «principio»), diversa en su concreta realización (porque cada realidad natural tiene su physis propia), generatriz y fecunda (porque de ella brota todo lo que existe: el sustantivo physis tiene su raíz en el verbo phyeô, «brotar« o «crecer»), armoniosa y generadora de armonía (la forma propia de la physis es el kósmos, el «orden bello»), soberana y divina (porque en ella tiene su verdadera y última realidad lo divino, tò theion). Cuando Ulises explicaba a los feacios cómo pudo librarse de los encantamientos de Circe, dice así; «Hermes me dio el remedio arrancando de la tierra una planta, cuya naturaleza (physis) me enseñó. Tenía negra la raíz y era blanca como la leche su flor; llámanla môly los dioses, y es difícil de arrancar paría un mortal» (Od. X, 302-307). No es posible leer sin honda emoción intelectual estas pocas líneas. En ellas surge por vez primera en las letras griegas una de las palabras más importantes en toda la historia del saber humano -la palabra physis-, y precisamente, siquiera sea en forma germinal y pretécnica, con dos de las notas más decisivas para el definitivo logro ulterior de tal importancia; porque lo que quiere decir Ulises es que la physis o naturaleza de esa mágica planta -cualquiera que sea la imprecisa especie botánica a que su nombre se refiere- se realiza en el mundo de la experiencia sensible de tal modo, que su aspecto (su eidos) manifiesta las propiedades o virtudes específicas que la singularizan (sus dynámeis). Una de ellas -relativa a la physis en cuanto tal, y no a una de las especies en que la physis se realiza- es esa virtud de engendrar y restaurar la propia armonía a que los hipocráticos latinos llamarán, siglos después de muerto Hipócrates de Cos, vis naturae medicatrix, «fuerza sanadora de la naturaleza»2.
  3. El tercero de los rasgos mencionados atañe a la constitutiva limitación del arte de curar; más genéricamente, a la limitación del arte en cuanto tal. Puesto que quien cura es la physis -ella es, como dirán los medievales, el «principio interno» de la curación: el arte del terapeuta no pasaría de ser el «principio externo» de ésta-, el médico sólo podrá curar las enfermedades que la inexorable necesidad de la naturaleza (la divina anankê physeôs) no haya declarado incurables o mortales. He aquí la definición de la medicina que propone el escrito de arte: «La medicina tiene por objeto librar a los enfermos de sus dolencias, aliviar los accesos graves de la enfermedad y abstenerse de tratar aquellos enfermos que ya están dominados por la enfermedad, puesto que en tal caso se sabe que el arte no es capaz de nada». Textos semejantes a éste pueden leerse más de una vez en el Corpus Hippocraticum. Para un griego antiguo, médico o no, habría enfermedades engendradas por obra de una necesidad inexorable (kat' anánkên) y otra que, producidas por este modo de la necesidad o por simple azar (katà tykhôn), necesariamente conducen a un estado incurable o a la muerte (enfermedades incurables o mortales kat'anánkên).
    • Las posibilidades del «arte», en general, y en el caso del médico, las del «arte de curar» -con otras palabras: la capacidad técnica del médico, en cuanto terapeuta-, se hallarían precisa y objetivamente acotadas por un límite infranqueable, bien determinado por la naturaleza y cognoscible por el hombre merced a la experiencia y la reflexión. Este límite tendría un carácter a la vez técnico y ético: a la postre, religioso, porque es últimamente divina -la divina physis- la realidad que lo impone. La hybris propia del asclepíada helénico, su específico pecado de desmesura, consistía en transgredir el mandamiento de su limitación técnica intentando sanar con su arte enfermedades, que «por necesidad» debían ser y eran a sus ojos incurables o mortales.
  4. Está diciéndonos todo esto que para cualquiera de los autores del Corpus Hippocraticum el médico es ante todo un servidor del arte y de la naturaleza. La expresión hypêrétês tês tékhnês, «servidor o «remero del arte», aparece textualmente en el libro I de las Epidemias (L. II, 634); y es claro que esa inmediata servidumbre suya, a la vez vocacional y profesional, tenía como término otra religiosa y por tanto radical; la que le vinculaba a la divina naturaleza. Sirviendo con su arte a la naturaleza en la esencial tendencia de ésta al mantenimiento o al restablecimiento de su buen orden, el médico colaboraría con ella, y en cierto modo se divinizaría. Por esto pudieron decir los hipocráticos que el médico que a la vez es filósofo -esto es, amigo de la sabiduría, buscador, mediante el saber, de lo que da último fundamento a la realidad- se hace isotheó, se asemeja a los dioses. «Al arte pertenecen tres cosas, la enfermedad, el enfermo y el médico», dice una conocida sentencia hipocrática (L. II, 634). Sin la ayuda del arte -por tanto, sin el médico- no llegarían a sanar muchas enfermedades; pero, incluso en los casos en que el arte y el médico son imprescindibles, uno y otro no hacen otra cosa que colaborar como servidores fieles al buen término de la tendencia sanadora de la physis; y esta es la razón decisiva, tanto en el orden técnico como en un orden filosófico y religioso, de la regla suprema de la ética médica griega: opheléein ê mê bláptein, «favorecer o no perjudicar».
  5. En esta sumaria exposición de los principios fundamentales del hipocratismo no debe faltar, como remate, una breve consideración de sus limitaciones y deficiencias. No me refiero, claro está, a las que podrían señalarse comparándolo con la medicina de situaciones históricas ulteriores, sino a las que se advierten en él cuando se le contempla desde lo que la medicina griega pudo ser y no fue durante los siglos V y IV.
    • Consiste la primera de ellas en el abusivo somaticismo de la medicina hipocrática. El criterio de verdad del médico (su métron) debe ser «la sensación del cuerpo», dice una espléndida sentencia del escrito de prisca medicina, expresión que, como creo haber demostrado en otra parte3, se refiere a la sensación que el cuerpo del enfermo determina en los sentidos de quien como médico le contempla y trata. Sin esta regla de oro no habría llegado a ser lo mucho que ha sido y está siendo la medicina occidental. Pero a la physis del hombre, ¿no pertenece tanto su psykhê, su alma, como su sôma, su cuerpo? Fieles a la actitud mental de que es expresión la sentencia mencionada, los asclepíadas hipocráticos descuidaron con exceso la consideración del papel que el alma desempeña en la génesis y el tratamiento de las enfermedades, y no supieron hacer suya una de las gemas de la obra de Platón: la creación de una psicoterapia verbal formal y acabadamente técnica4.
    • La segunda de esas deficiencias principales de la medicina hipocrática es de carácter ético y social, y tiene su expresión en la abusiva desigualdad de la asistencia médica en la polis griega, según el nivel político y económico de sus habitantes. A juzgar por lo que nos revelan varios diálogos platónicos, sólo los ciudadanos dotados de cierta fortuna recibían en las ciudades griegas una asistencia médica a la altura de lo que permitía la técnica de entonces5. Y es evidente -basta pensar en la crítica social latente en el segundo Pluto de Aristófanes- que en aquella Atenas las cosas pudieron ser, a este respecto, muy distintas de lo que fueron. Pronto ha de reaparecer este tema.



La medicina actual

Para discutir con alguna serenidad el no fácil problema del «hipocratismo latissimo sensu»- con otras palabras: para saber si realmente puede haber un «hipocratismo» válido, como doctrina normativa, en la medicina de nuestros días- es preciso tener una idea precisa de lo que esta medicina realmente es. Procuremos, pues, que los árboles no nos impidan ver el bosque; más aún, que nos permitan ver el bosque que forman conforme a lo que éste es. Los árboles en este caso son cada una de las copiosísimas, fascinantes novedades diagnósticas y terapéuticas que componen la medicina actual. Cualquier médico podrá hacer sin esfuerzo una enumeración abundante de ellas. Pero el conjunto de esas novedades, ¿qué sentido histórico tiene? ¿Cuál es, reducida a su esencia, la peculiaridad histórica de la medicina del siglo XX? Me atrevo a describir tal peculiaridad distinguiendo en ella tres notas principales.

  1. Ante todo, el descubrimiento -o, mejor dicho, la creación- de una nueva idea acerca de las posibilidades del arte.
    • Para el médico antiguo -y en cuanto mero cristianizador de la medicina de los antiguos, también para el médico medieval-, el límite de sus posibilidades como terapeuta era a la vez, recuérdese, tajante, objetivo e irrebasable. Bajo nombre de anánkê physeôs en la antigua Grecia, como necessitas absoluta en la Europa de la Edad Media, el médico veía existir en la naturaleza una región absolutamente indominable, una zona sobre cuyo límite podrían leerse, dirigidas a él, estas dos palabras: «Nunca podrás».
    • Bien distintas van a ser las cosas cuando la mentalidad «moderna» se configure e imponga: esto es, durante los siglos XIX y XX6. En virtud de motivos emanados de la visión cristiana del hombre, éste va a conocer y manejar la naturaleza con la conciencia de ser constitutivamente superior a cualquiera de los órdenes de la «necesidad» que en ella impera, y, por lo tanto, con la seguridad más o menos explícita de poder vencer en un momento o en otro -el «día de mañana», si no puede ser «el día de hoy»- el límite que la realidad del mundo exterior está oponiendo a su acción y su propósito7. La «imposibilidad» deja así de ser absoluta y se convierte -hipotéticamente, al menos- en provisional; y el curso de la invención científica y técnica es vivido como el sucesivo acercamiento asintótico del hombre a un ideal de omnipotencia frente al orden cósmico.
    • El médico actual realiza esta idea -o esta utopía- de la permanente provisionalidad del límite, en cuanto protagonista de dos procesos históricos complementarios entre sí: la progresiva penetración del diagnóstico en la realidad del enfermo y la creciente eficacia del gobierno terapéutico de esta realidad. Desde la doble hazaña de Auenbrugger y Laennec hasta la exploración metabólica, radiológica, eléctrica y psicológica de la actualidad, el diagnóstico médico ha sido una progresiva ruptura de los límites que en el cuerpo y en el alma del paciente parecían oponerse a la penetración de la mirada del explorador; y lo mismo puede decirse respecto de la eficacia del tratamiento examinando, a vista de pájaro, la historia de la terapéutica, desde lo que ésta fue en los primeros lustros del siglo XIX hasta la farmacología, la cirugía y la psicoterapia de nuestros días. Que cada cual aduzca, para comprobar este aserto, los no escasos ejemplos que sin demora vendrán a sus mientes. El médico, en suma, ha dejado de verse a sí mismo como servidor de la naturaleza, y se siente, en cuanto terapeuta, tutor, educador y escultor de la realidad natural. El «arte», que en la Antigüedad era imitación y servicio, se ha hecho resueltamente creación y dominio.
  2. No menos importante y significativo ha sido el cambio en la idea del médico acerca del sujeto de la operación diagnóstica y terapéutica.
    • Para el médico antiguo, tal sujeto -el enfermo- era, a la postre, una realización individual de la physis. Pese a la notoria peculiaridad de la especie humana y a la condición de «rey de la naturaleza» que al hombre se atribuye, la realidad de éste sería todo y sólo naturaleza. Toda la antropología de la Antigüedad -y por tanto, la antropología hipocrática- es crasamente naturalista. Y como la antropología, también la patología.
    • El cristianismo alumbrará la noción de persona. El hombre, por supuesto, es «naturaleza», y lo es en cuerpo y alma; el individuo humano pertenece a una especie biológica, y esto determina lo más patente de su realidad. Hasta aquí, los griegos tuvieron razón. Mas para entender adecuadamente la peculiaridad de la «naturaleza» específica e individual del hombre es preciso admitir su referencia real a un principio constitutivo dotado de libertad, inteligencia e intimidad; por lo tanto, transcósmico; y sólo «natural», si uno se decide a tener una idea de la «naturaleza« que trascienda analógicamente la que acerca de la physis tuvieron los griegos. En suma: el hombre es «naturaleza» siendo «persona».
    • A partir de esta decisiva novedad, la antropología será, de un modo o de otro, personalista, salvo en el caso de los «materialistas» del siglo XVIII y los doctrinarios del «naturalismo científico» del siglo XIX: Feuerbach, Vogt, Moleschott, Haecklel, etc. No así la patología. Bajo el peso del galenismo hasta el siglo XVII, bajo la sugestión orientadora de la moderna ciencia natural, a partir de entonces, el pensamiento patológico de Occidente no ha sabido hacerse cargo, hasta nuestro siglo, de la condición personal del hombre. En cuanto práctica terapéutica, la medicina ha tenido que ser siempre «personalista», hasta cuando -como acontecía entre los asclepíadas hipocráticos- era desconocida la noción de persona; en cuanto patología, en cambio, la medicina no ha dejado de ser crasamente «naturalista» hasta bien entrado el siglo XX. Quien quiera convencerse de ello, lea con mente actual las dos «Patologías» más representativas de la medicina de 1900, la francesa de Bouchard y la alemana de Cohnheim.
    • ¿Quiere esto decir que todo el actual pensamiento patológico es personalista? En modo alguno. No pocos médicos de hoy siguen inmutablemente fieles, en cuanto teóricos de su oficio, a la patología científico-natural del siglo pasado. Pero en el seno de esa más o menos deliberada fidelidad a la tradición inmediata, la medicina de nuestro tiempo ha descubierto por la doble vía de la experiencia y la reflexión la condición personal del sujeto enfermo, y cada vez es mayor el número de los médicos en cuyo pensamiento se hace patente esta decisiva novedad. La tekhnê del médico actual sigue basándose en la physiologia; pero es a un tiempo cósmica y personal.
  3. Debe ser consignada, en fin, la tercera de las notas que constituyen la novedad de la medicina actual. Esta es de orden sociológico, y consiste en la abolición, en principio, de la diferencia tradicional entre una «medicina para ricos» y una «medicina para pobres».
    • Antes hice notar la enorme diferencia de la asistencia médica a los ricos y a los pobres, especialmente cuando los pobres eran esclavos, en las póleis de la Grecia antigua. Médico o no, el hombre de la Antigüedad consideró tal diferencia como «natural»; esto es, como perteneciente a la «naturaleza de las cosas«. Y con cuantas variantes se quiera, así ha seguido el ejercicio de la medicina, pese al cristianismo, hasta fines del siglo XIX. Basta recordar la «naturalidad» con que, salvo los rebeldes sociales, todos los hombres de Occidente admitían, en 1900, el hecho de que los pobres de solemnidad no pudieran recibir otra asistencia médica que la que «por caridad» se dispensaba en los hospitales de entonces.
    • Irán cambiando las cosas, a partir de las leyes sociales de Bismarck. La presión social de los rebeldes obliga a una reforma paulatina o revolucionaria de la sociedad burguesa, y hoy, cualquiera que sea su credo religioso o su ideología política, nadie admite la presunta «naturalidad» de esa injustísima distinción. El derecho a la asistencia médica que en cada situación permitan las técnicas diagnósticas y terapéuticas vigentes en ella, ha llegado a ser para todos los habitantes del planeta uno de los más indiscutibles «derechos del hombre».



Neohipocratismo y transhipocratismo

La medicina actual es netamente «transhipocrática». En su pensamiento y en su práctica, el médico actual ha ido «más allá» de todo lo que los asclepíadas hipocráticos pudieron concebir. En el Fedro platónico dice Sócrates que el médico debe proceder prós tò Hippokrátei, «más allá de Hipócrates». Con ello aludiría de manera indirecta al imperativo de tener presente el alma -también el alma, no sólo el cuerpo- en la consideración médica de la physis del enfermo8. Pues bien: tal ha venido a ser, con una radicalidad que Platón no sospechaba, la clave más central de la medicina de nuestro siglo. Las páginas anteriores lo demuestran con evidencia.

Pero además de haber ido pros tò Hippokrátei, «más allá de Hipócrates», ¿hay algo en lo mejor de la medicina actual que obligue a ver en ella un proceder prós tou Hippokratous, «conforme a Hipócrates»? ¿Es en alguna medida hipocrático, pese a sus radicales e irreversibles novedades, el pensamiento médico de nuestro siglo? Con otras palabras: en el seno de su indudable «transhipocratismo», ¿puede y debe haber una última y esencial fidelidad a Hipócrates? En el caso de que la respuesta sea afirmativa, y no obstante la reserva intelectual y estética que automáticamente produce en toda mente sensible el prefijo «neo» -neoclasicismo, neokantismo, neotomismo, etc.-, tal sería el contenido real del «neohipocratismo». En definitiva, lo que daría fundamento a un empleo de esta palabra con la pretensión de hacer de ella un término histórica y científicamente riguroso.

Mi respuesta es afirmativa. Pienso que puede hablarse de «hipocratismo latissimo sensu», y, por tanto, de un «neohipocratismo», cuyos puntos esenciales serían los tres subsiguientes:

  1. La concepción de la medicina como técnica. Por fabulosos y revolucionarios que parezcan ser o realmente sean los progresos de la actual medicina y de la medicina del futuro, el médico no llegará a serlo plenamente sin saber con algún rigor científico lo que hace y por qué hace eso que como médico hace; es decir, si no procede en su práctica con arreglo a las exigencias que para el ejercicio médico estableció hace veinticinco siglos Hipócrates de Cos. Hoy, y en el futuro, la medicina debe y deberá ser tekhnê iatrikêé, «arte de curar», en el más primario y esencial de los sentidos que la tekhnê tuvo en la Grecia hipocrática.
  2. La fidelidad al principio de «favorecer o no perjudicar», el primum non nocere de los hipocráticos latinos; sentencia que debe ser entendida en un sentido a la vez ético y técnico. Es verdad que, tanto en uno como en otro, nuestro modo de entender esas palabras difiere -o debe diferir- del helénico. Desde un punto de vista ético, porque aquello a que el médico debe favorecer y no perjudicar es una «naturaleza», la del enfermo, que por necesidad ha de cumplir fines «personales»; que, en definitiva, no es meramente physis en el sentido originario, helénico, de esta palabra. Desde un punto de vista técnico, porque la índole de la acción favorecedora no es sólo la ayuda servicial a la naturaleza, es también, y a veces de manera decisiva, la re-creación de ésta desde un centro de operación e invención -la mente humana- constitutivamente trans-cósmico. El médico, decía yo antes, ha llegado a ser tutor, educador y escultor de la naturaleza. Pero con estas necesarias salvedades, el viejo principio hipocrático conserva todavía su vigor. En él tiene su base la bien compuesta mezcla de entusiasmo terapéutico y prudencia que siempre debe presidir el tratamiento médico.
    • «Donde hay amor al hombre (philanthrôpia), hay también amor al arte (philotekhnía)», dice una célebre máxima de los Praecepta hipocráticos. En ella encontrará su verdadero fundamento, muchos años después de haber sido formulado, el «favorecer o no perjudicar» del libro I de las Epidemias. El médico ama a su arte -la tekhnê iatrikê, el «arte de curar»-, en cuanto ama al hombre como tal hombre, en cuanto es amigo de la naturaleza humana. Cuando la medicina es lo que debe ser -cuando su ejercicio, sin mengua de su profesionalidad, lleva dentro de sí una auténtica vocación-, su fundamento se halla en el amor. Más allá de las graves diferencias que puedan separar nuestra idea de la amistad de la idea helénica y por encima de todas las corruptelas que entonces padeciera y desde entonces haya padecido la práctica médica, a los médicos griegos se debe esta espléndida e inmortal ocurrencia de deferir al amor la excelencia del arte.
  3. El reconocimiento de una constitutiva limitación de las posibilidades técnicas en la práctica del tratamiento. En otros términos, la decorosa aceptación del límite que siempre existe entre lo que se quiere y lo que se puede.
    • Hemos visto en páginas anteriores el profundísimo e irreversible cambio que la mentalidad moderna ha introducido en la concepción del hombre. Toda imposibilidad técnica, decía yo antes, es vivida en nuestro siglo como provisional: lo que no puede hacerse hoy podrá hacerse mañana, no hay en principio una anànkê physeôs absoluta, y el progreso de la técnica vendría a ser una creciente aproximación asintótica a la plena realización de esta sentencia. Bien. Admitamos que sea así. Pero el hecho de que el límite de las posibilidades técnicas en una determinada situación histórica sea meramente «provisional», ¿evitará acaso que sea «límite»? La leucemia que hoy no me es posible curar, mañana será curada. Es cierto, y en esta convicción tiene uno de sus principales ingredientes mi conciencia de ser hombre de este tiempo; más aún, mi básica conciencia de hombre. Tal convicción, empero, ¿puede acaso impedir que la leucemia sea para mí incurable?
    • Basta un punto de reflexión para advertir que en la estructura de ese «para mí» se articulan tres momentos distintos. Uno concierne a mi situación histórica: en cuanto hombre de este tiempo, yo no puedo hacer mucho de lo que seguramente podrán hacer los hombres de mañana. Otro atañe a mi situación social: en cuanto yo pertenezco a tal país y a tal grupo, a mí no me es posible hacer, en un orden técnico, lo que en otro país y en otro grupo social puede ahora hacerse. El tercer momento es de carácter personal, y depende de la singularidad de mi talento y de mi formación: por grande que sea mi capacidad personal, siempre podrá haber, en relación con aquel caso, un médico más inteligente y mejor formado que yo. A estas tres ineludibles realidades debe afectar el decoro en la aceptación del límite personal de nuestras posibilidades técnica; decoro que consiste, a la postre, en una armoniosa combinación de magnanimidad y humildad, las dos virtudes que regulan -que debieran regular- la diaria ejecución de nuestra vida personal.

El médico actual debe ser transhipocrático; nada más evidente después de lo dicho. Más aún, no puede no serlo, si como médico y como hombre quiere ser verdaderamente «actual». Pero si quiere ser transhipocrático con pleno decoro, será también hipocrático en un sentido que nunca hubieran podido sospechar los asclepíadas de Cos. Y este es el tercero de los rasgos que yo, como historiador de la medicina del pasado y como contemplador de la medicina actual, creo poder distinguir en la bien perfilada figura del «neohipocratismo». Tal vez puedan servir como puntos de meditación a los médicos que ven en este nombre la enseña de su actividad.







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