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ArribaAbajoCapítulo XIII

Nuevos aspectos de cultura



ArribaAbajo La primera imprenta en la Audiencia de Quito

El número considerable de manuscritos, originales unos y copias otros de libros publicados, se explica en parte por la falta de imprenta en la Audiencia de Quito. Este hecho concreto permite apreciar el contraste entre la profusión de libros que se publicaron en México a partir de 1539, y la relativa escasez de libros publicados en Lima desde el establecimiento de la imprenta en 1584. En Nueva España la diversidad de lenguas mejicana, michuacana, misteca, zapoteca, guasteca, etc., determinó la edición de artes y vocabularios, como también de catecismos, confesonarios y breviarios, correspondientes a cada lengua. Aparte de esta necesidad de aspecto catequístico, la intensa vida social exigió la publicación de obras típicamente americanas, como la de medicina de Francisco Bravo (1570), la de cirugía de Alfonso López de Hinojoza (1578), los tratados conjuntos de anatomía, cirugía y medicina de fray Agustín Farfán (1579-1592), los Diálogos militares y la Instrucción Náutica de Diego García de Palacio (1583-84) y los Problemas y Secretos Maravillosos de las Indias, de Juan de Cárdenas.

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En contraste en el Incario se impuso el idioma quichua, qué tuvo su primera interpretación en la Gramática y Vocabulario de fray Domingo de Santo Tomás, impresos en Valladolid en 1560. Tan sólo en 1584 se imprimió en Lima un Catecismo trilingüe; en 1596, apareció el Arauco Domado de Pedro de Oña; en 1607 se editó la Gramática y Arte Nueva de la lengua general de todo el Perú, llamada lengua quichua, del padre Diego González Holguín, y en 1613, Francisco del Canto imprimió el Arte y Vocabulario de la lengua general del Perú, llamada quichua y en la lengua española. Por lo visto, el idioma quichua llegó a imponerse como lengua oficial tanto en la propaganda religiosa como en la administración política. Los demás idiomas se fueron reduciendo con el tiempo y dando supervivencia a sus vocablos en los nombres toponímicos.

En la Audiencia de Quito, mientras el quichua se divulgaba más y más, iban desapareciendo los idiomas de los Llanos y Atallama, de los Cañaris y Puruáes, de los pastos y quillasingas, que sobrevivieran hasta fines del siglo XVI. Los catecismos en quichua bastaban a las exigencias del apostolado religioso.

Es este uno de los motivos para que no se echara de menos la falta de una imprenta. La necesidad se dejó sentir más bien en el aspecto cartográfico y en la difusión de la estampería. El padre Ignacio de Quesada hizo grabar en Roma «Una lámina grande para tirar estampas de Santo Tomás» y abrir «de mucho primor los sellos mayor y menor de la Provincia con una prensa de fierro, pieza de estimación», que se conservan en el Museo Dominicano de Quito.

A principios del siglo XVIII se grabó en Quito El gran Río Marañón o Amazonas con la Misión de la Compañía de Jesús, Geográficamente delineado por el padre Samuel Fritz Misionero continuo en este Río padre Juan de Narváez Societatis Jesu quondam ma hoc Marañone Misionarius Sculpebat Quiti 1707.

En 1718 concurrieron en la factura de un grabado representativo de la provincia jesuítica de Quito, el padre Juan de Narváez   —299→   con la concepción de la idea, Nicolás Javier Goríbar con el trazo pictórico y el padre Miguel de la Cruz con la hechura del grabado.

En 1744 se encargó al mismo padre Miguel de la Cruz que grabase en una lámina de plata la dedicatoria de la tesis que se desarrolló en un acto académico que se verificó en la Universidad de San Gregario en homenaje a la Academia de Ciencias de París, cuyos miembros estaban realizando la medición de un arco de meridiano en el Ecuador. La vejez del artista quiteño hubo de reclamar ayuda de Marainville, para concluir el trabajo del grabado.

A mediados del siglo XVIII Simón Brieva grabó también una colección de planchas de carácter pedagógico, que comprendía veinte láminas de Catecismo Histórico, 23 de la Santa Misa y 25 de la Historia Sagrada. Los dibujos de las dos primeras series fueron diseñados por Prieto Arias y los de la tercera por Rondetyo Arias A.

En el testamento que otorgó Juan Manuel de Legarda, hermano de Bernardo de Legarda, el 2 de marzo de 1773, hizo constar, en la lista de sus haberes de artista, un «tórculo para imprimir estampas», lo que explica la cantidad de estampas que se conservan de Nuestra Señora del Rosario y la Merced, impresas durante la Colonia.

La introducción de la primera imprenta en el Ecuador hubo de superar obstáculos, que sólo la sagacidad del ingenio consiguió vencerlos. En julio de 1735 la Congregación Provincial de la Compañía de Jesús nombró de sus procuradores en Roma y Madrid a los padres Tomás Nieto Polo y José María Maugeri. Entre los proyectos a tramitarse en la Carta estaba el de conseguir licencia para establecer una imprenta en uno de los Colegios de la Provincia. Efectivamente los dos procuradores presentaron, el 4 de diciembre de 1740, una solicitud al Consejo de Indias en que pedían el permiso necesario para la instalación de la anhelada imprenta.

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Ante la negativa de parte del Consejo, los mencionados procuradores salvaron esta primera dificultad, valiéndose de Alejandro Chávez Coronado, joven quiteño que habían llevado consigo, quien elevó en nombre propio una nueva solicitud al Consejo de Indias por intermedio de don José Real. Esta vez tuvo efecto la petición. El Consejo, con fecha 18 de agosto de 1741, remitió el asunto al informe del Fiscal, el que dio respuesta favorable el 30 del mismo mes. Debieron interponerse valedores eficaces para conseguir el rápido despacho del negocio. Pues el Consejo, prescindiendo del trámite ordinario, pidió, el 2 de setiembre, el parecer de don Dionisio de Alcedo y Herrera, ex Presidente de la Audiencia de Quito, que se hallaba en Madrid. El 6, Alcedo dio su informe, recalcando en la necesidad de establecer una imprenta en Quito, cuya cultura exigía un medio apropiado de expresión. El 6 de octubre se expidió la cédula en que se concedía a Chávez Coronado la facultad de establecer la imprenta para él y sus herederos en caso de muerte.

El 15 de abril de 1742, el padre Maugeri salió de Cádiz con dirección a la América y a fines del mismo año los Superiores le nombraron superior de la Residencia de Ambato. Entretanto, el 3 de febrero de 1744 murió Alejandro Chávez Coronado y quedó de heredera de la Cédula su madre Ángela Coronado. Ante este desenlace imprevisto, el padre Nieto Polo hizo sacar en el Puerto de Santa María una copia certificada de la Cédula el 11 de julio de 1746.

El asunto de la imprenta se daba como un hecho en documentos, sin que se tuviera aún la maquinaria ni sus accesorios. El 1.º de octubre de 1748 Ángela Coronado hizo cesión de la Cédula a Raimundo de Salazar sobre la imprenta que no había salido aún de España. Por diligencias de los padres de la Compañía, Ángela Coronado renovó la cesión de sus derechos al procurador del Colegio Máximo de Quito el 13 de marzo de 1751, acto que fue aprobado por la Audiencia el 30 de abril del mismo año. Después de este vericueto de rodeos de cerca de veinte años, al fin llegó la   —301→   imprenta a Guayaquil el 25 de octubre de 1754, con destino a Ambato, donde se hallaba el protagonista de esta empresa de cultura, el padre José María Maugeri. Con la maquinaria llegó también el hermano coadjutor Juan Adán Schwartz, natural de Dilinga, quien hizo de primer Regente y enseñó el manejo a Raimundo de Salazar.

El primer opúsculo publicado estaba consagrado a Püssima erga Dei Genitricem devotio ad impetrandam gratiam pro articulo mortis. Llevaba por pie de imprenta: «Hambati-Typis Societati Jesu - Anno 1755». La imprenta corrió la suerte de su fundador, el padre Maugeri. Desde 1755 hasta 1759 en que permaneció en Ambato se hicieron doce publicaciones, las más de ellas dedicadas a promover las devociones populares en aquel entonces, como la de los Dolores de la Virgen, la de los Corazones de Jesús y María, las de San Francisco de Sales y San José y de Nuestra Señora de la Luz. Como escritos de ocasión, constan la Carta Pastoral del ilustrísimo señor Juan Nieto Polo del Águila, con motivo del terremoto de Latacunga y la oración fúnebre que pronunció el padre Pedro José Milanesio en los funerales del mencionado Obispo Polo del Águila.

En 1759, con la asignación del padre Maugeri a Quito se trasladó también la imprenta, junto con su Regente, el hermano Schwartz. Fue el legado principal, que dejó a la cultura quiteña el benemérito fundador, al morir en esta ciudad el 22 de octubre de 1759. Este mismo año vio la luz el primer opúsculo impreso en Quito, con el título de Divino Religionis Propugnaculo Polari Fidelium Syderi del padre Juan Bautista Aguirre. Desde 1759 hasta 1766, en que permanecieron los jesuitas en el Ecuador se conocen hasta quince publicaciones impresas en Quito.

Con el extrañamiento de los jesuitas, la imprenta fue confiscada con los otros bienes y entregada a la Regencia de Raimundo de Salazar quien la integró con el material de otra pequeña, que por su cuenta había traído de Lima en 1757.

En 1791 salió el proyecto de las Primicias de la Cultura de   —302→   Quito, redactado por Espejo y el 5 de enero de 1792 vio la luz el primer número de las Primicias. En 1794, el taller de Salazar pasó a manos de Mauricio de los Reyes, quien lo conservó hasta muy entrado el siglo XIX.

La historia de la primera imprenta en el Ecuador ha sido escrita últimamente por el técnico holandés Alexandre A. M. Stols y publicada por la Casa de la Cultura Ecuatoriana en 1953. El autor ha procurado no sólo investigar el origen y proceso de este instrumento de cultura, a base de sólida documentación, sino presentarlo con todos los detalles que exige la técnica editorial moderna.




ArribaAbajoAporte cultural de los Jesuitas desterrados

Los ensueños del padre Maugeri sobre los beneficios culturales de la imprenta se desvanecieron con el extrañamiento de los jesuitas del territorio de la Audiencia de Quito. La Pragmática de Carlos III la ejecutó con relativa humanidad el presidente don José Diguja, que gobernó la Audiencia de 1767 a 1778. El año preciso de su salida de Quito le dedicó Espejo su Nuevo Luciano, ponderando las cualidades de su prudente gobierno. En la dedicatoria emplea por primera vez la palabra quiteñismo y se lisonjea de que el Presidente hará propaganda de las virtualidades de ese pueblo. «Si, Señor, dice, Vuestra Señoría hablará ventajosamente de esta Provincia y de sus prodigiosos genios, a quienes no falta para ser en las artes, en las ciencias y en toda literatura verdaderos gigantes, sino un cultivo de mayor fondo que el que logran». Concluye Espejo afirmando que su ofrenda es la «agradecida voz del quiteñismo», que le brota del «sincero amor por la patria».

Espejo frisaba en los treinta y dos años cuando escribió el Nuevo Luciano. Había hecho ya sustancia propia el sentido del quiteñismo, como sinónimo de la patria, que quería enaltecer. Más tarde, cuando escribió las Primicias de la Cultura de Quito,   —303→   insertó el «discurso sobre el establecimiento de una sociedad patriótica en Quito». Este discurso fue leído con interés por algunos de los jesuitas expulsos. Uno de ellos Joaquín Larrea expresó que en él mostraba Espejo «su gran talento, su vasta erudición y sus grandes y ventajosas ideas en beneficio de la patria: pensamos enviarlo a Roma, a Ayllón, a Faenza, a Velasco, para que lo inserte en la admirable historia que escribe de Quito en Español [...]».

La patria, como ideal definido y concreto, la concibió Espejo y trató de estructurarla bajo múltiples aspectos. Pero, por secretos del destino, quienes soñaron en la patria y procuraron definirla, mental y afectivamente, fueron los jesuitas desterrados. Nadie aprecia mejor el bien gozado que quien lo pierde sin su voluntad. El extrañamiento de los jesuitas del territorio patrio constituyó un hecho histórico, que hay que apreciarlo en su valor y trascendencia. El grupo de jesuitas expulsos constaba de 269 sujetos, que componían la provincia quitense. De ellos 58 habían dejado manuscritos los textos de su enseñanza de filosofía, y teología en la Universidad de San Gregorio. Los demás enseñaban en los colegios, dirigían el culto y la predicación en los templos y casas de ejercicios, servían en las Misiones y los hermanos coadjutores cooperaban en los quehaceres de las casas y administraban las haciendas. La Pragmática sanción sacó a todos del territorio patrio en que trabajaban y los dispersó por las ciudades de Italia. A partir de 1767, aunque desterrados, se refugiaban en el regazo de su madre común, la Compañía. Pero, desde el Breve Apostólico del 21 de julio de 1773 en que se abolía la Compañía, los 146 sobrevivientes secularizados, privados de amparo, condenados a una larga agonía de muerte. En esta situación de abandono, el recuerdo de la patria lejana fue a la vez pena y lenitivo.

Uno de ellos, el más representativo quizás, el padre Juan de Velasco reaccionó del fondo del dolor con el pensamiento del servicio a su patria inolvidable, cuya historia procuró narrar. Véase la expresión de su sentimiento en la dedicatoria que hizo,   —304→   al concluir la obra en 1789, al Secretario de Estado don Antonio Porlier. «Muchos años ha que comencé a escribirla por mandato y la dejé por necesidad. No ha mucho que la reasumí, en los intervalos que me conceden mis males, no tanto por complacer a otros, cuanto por hacer obsequio a la Nación y a la Patria, ultrajadas por algunas plumas rivales que pretenden obscurecer sus glorias. No ignora Vuestra Excelencia la dificultad de escribir una complicada Historia Americana, en países extranjeros, sin el subsidio de los libros (nacionales; y mucho más la de escribirla en un siglo, a cuyo delicado gusto apenas hay producción que agrade. Sólo el dulce amor de la patria podrá excusarme la nota de temerario, en dar un embrión mal formado de Historia y en salir al campo contra gigantes en literatura, sin más armas que las verdades sin adorno». Embrión mal formado de la Historia, llamó el padre Velasco a su obra, cuyas deficiencias debían explicarse por las circunstancias de aislamiento en que fue escrita. Con todo, su Historia resultó «la piedra angular de nuestra historiografía y la fuente primera de nuestra conciencia refleja de nacionalidad»111.

La Historia del Reino de Quito fue publicada parcialmente en París por Abel Víctor Brandin en 1839, luego la Historia Antigua traducida al francés por Ternaux-Campans en 1840 y una traducción italiana incompleta editada en Prato entre 1840 y 1847. La primera edición que se hizo en Quito y ha servido de base a reproducciones posteriores se debió al doctor Agustín Yerovi, quien la realizó en entregas sucesivas en los años 1841, 1842 y 1844. La crítica histórica echaba de menos una edición del texto completo y exacto de la Historia del Reino de Quito, tal como salió de manos del padre Velasco. Ventajosamente, desde 1960, el Ecuador cuenta ya con una edición crítica de la obra del ilustre jesuita, debida a la acuciosa diligencia del padre Aurelio Espinosa Pólit y a la iniciativa de los organizadores de la Biblioteca Ecuatoriana Mínima.

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Fuera del relato histórico, el padre Velasco puso también sus miras en las manifestaciones de la cultura Patria. En la misma dedicatoria al Ministro Porlier le decía lo siguiente: «Entre los muchos objetos que igualmente mira la comprensión de Vuestra Excelencia como si fuese uno solo, le ha merecido las atenciones la Literatura Americana. Es cierto, que ha sido esta poco conocida en Europa, tanto que la malignidad de algunas plumas extranjeras lo atribuye, no a la falta de imprenta que hay allá, sino a la degeneración de ingenios en aquella parte del mundo. Cuan falso sea este dictamen, lo ha conocido ya la Italia y lo sabe mejor Vuestra Excelencia. Su larga experiencia le hizo observar con imparcial ojo ser las américas tal vez más fecundas de minerales de ingenios que de metales. Sabe que se hallan sepultados éstos en el olvido, no menos que el oro, las perlas y los diamantes en los obscuros senos de los mares y de las peñas por falta de quien los saque a la pública luz del mundo, y sabe que nunca hacen progreso las ciencias sin que tengan una protección poderosa».

Con un afán reinvindicatorio de las letras patrias, conocidas ya en Italia, se ocupó el padre Velasco en realizar la Colección de poesías varias hechas por un ocioso en la ciudad de Faenza. La colección ha llegado a concretarse en el título simplificado de Ocioso de Faenza, que implica una ironía trágica, en decir del padre Espinosa Pólit. Sus autores, que desplegaron en su patria una actividad febril, se vieron reducidos a una ociosidad forzada, que buscó en el verso un desahogo a la melancolía:


Usted me ha de perdonar
tanto ingente desvarío,
pues en tan triste lugar,
si de este modo no río,
no haría sino llorar,



Escribió, interpretando a los demás, el padre Berroeta.

La colección reunida por el padre Velasco consta de cinco tomos con un alcance total de 1255 páginas. Guiado por un criterio   —306→   de afición literaria el Ocioso dio cabida a composiciones de los jesuitas hermanados en la común desgracia y que estaban en posibilidades de relación con el desterrado de Faenza. El hecho de que Joaquín Larrea anunciase el envío de las Primicias de la Cultura de Quito a Ayllón que estaba en Roma y a Velasco residente en Faenza, indica la forma de intercambio literario que tenían los jesuitas quiteños en el destierro. A Faenza convergían los ensayos prácticos que en sus lentas horas de ocio componían los expulsos.

Son quince los autores ecuatorianos, cuyas composiciones constan en la colección del padre Velasco. Algunos de ellos, como José Orozco, Ramón Viescas, Mariano Andrade y Ambrosio Larrea han afrontado temas de valía literaria; los demás se han ocupado en asuntos religiosos, jocosos y de inspiración del momento. Los más han versificado en su idioma nativo. Algunos han escrito en latín y en italiano. Juan León Mera, en su Ojeada histórico-crítica de la poesía ecuatoriana (1868), fue el primero que dio a conocer algunas composiciones del Ocioso de Faenza, con un juicio de apreciación literaria. Luego, el ilustrísimo señor Manuel María Pólit desde 1889 inició una investigación de fondo sobre la personalidad de los autores quiteños del Ocioso y del valor de sus escritos. No han faltado después alusiones justas en los estudiosos de la Historia de la Literatura Ecuatoriana. Últimamente el licenciado Alejandro Carrión ha publicado, en los años 1957 y 1958, dos volúmenes consagrados a los escritores quiteños de El Ocioso de Faenza.

El autor ha satisfecho su empeño «de dotar a la literatura ecuatoriana de un estudio tenaz si se quiere, por encima de todas las dificultades, de la obra de los jesuitas desterrados, para que, cuando se vuelva a escribir una historia de la literatura de nuestra patria haya elementos de juicio suficientes». El primer volumen contiene el estudio histórico-crítico del ambiente despiadado, que provocó en cada expulso una reacción psicológica que floreció en el verso. El segundo volumen encierra las composiciones   —307→   de los jesuitas quiteños que constan en la colección del padre Velasco.

La publicación de la Biblioteca Ecuatoriana Mínima dio ocasión al padre Aurelio Espinosa Pólit para justipreciar el mérito del trabajo del licenciado Carrión, ponderar sus aciertos, rectificar algunos de sus conceptos y precisar la traducción de composiciones que estaban escritas en italiano y latín.

Con el título de Los Jesuitas Quiteños del Extrañamiento, la Biblioteca mencionada publicó un volumen dedicado a escritos inéditos, en prosa y verso, de los Jesuitas quiteños desterrados. «Este considerable acervo de ensayos poéticos, correspondientes a quince autores distintos, proporciona a nuestra historia literaria el eslabón que en ella faltaba para conectar la Colonia con el período republicano, para demostrar la continuidad de cultura entre la que patentizan los predicadores, ascetas, filósofos y teólogos de los siglos XVI y XVII y la que renace independientemente con Olmedo y los primeros escritores del Ecuador constituido en nación. Gracias al padre Velasco -y ahora al padre Espinosa Pólit- no quedan como representantes solitarios de las letras de Quito Mejía y Espejo, junto con los escritos casi desconocidos del gran Maldonado: por él, el capítulo de nuestra historia literaria correspondiente al siglo XVIII cuenta con nombres tan representativos como los de los de Orozco, Ramón Viescas, Mariano Andrade, Ambrosio Larrea, que dan cuerpo y vitalidad a aquel opaco período y dignidad y abolengo sin lagunas a nuestras letras nacionales».

El padre Espinosa Pólit, que escribió este último párrafo transcrito, sacó a luz las composiciones del padre Pedro Berroeta, que no constan en la colección del padre Velasco y que revelan a un poeta de alta calidad. Igualmente la Biblioteca Ecuatoriana Mínima consagró parte de un volumen a las poesías del padre Juan Bautista Aguirre, cuyo valor literario puso de relieve don Gonzalo Zaldumbide.





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ArribaAbajo Capítulo XIV

La enseñanza después de la expulsión de los Jesuitas


La expulsión de los Jesuitas obligó a tomar providencias, para suplir su falta en las actividades en que ellas se ocupaban. En carta dirigida al rey el 3 de enero de 1768, el presidente Diguja, después de informar sobre la constitución de la Junta de Temporalidades, decía respecto a la enseñanza: «En oportuno tiempo se dieron las providencias necesarias a la continuación de los estudios en la Universidad y Colegio de San Luis, encargando sus cátedras a los sujetos más condecorados de la Religión Franciscana a dos clérigos de las de Gramática, continuando dos seglares en las de Cánones y Leyes y el Rectorado de dicha Universidad al Maestrescuela de esta Santa Iglesia, siguiéndose hoy en lugar de la Escuela Suarista con la misma aplicación y método, la Escolista. El reverendo Obispo de esta Diócesis, con la mayor eficacia y su natural prudencia, ha contribuido con los medios que han sido de su inspección y entre sus providencias habilité prontamente 29 clérigos a cargo de un Vicario Visitador a quien ha delegado sus facultades y todos han partido a relevar los Misioneros del Marañón y Mainas».

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Los Franciscanos a que alude el Presidente fueron los padres Gregorio Enríquez de Guzmán, Vicente de Jesús Médicis, Antonio Vaca, Mateo Pérez, Isidoro Puente y Manuel Corrales, que habían ejercido la enseñanza en el Colegio de San Buenaventura.

La Providencia de Diguja previno sólo al Colegio de San Luis y a la Universidad de San Gregorio de Quito. Quedaron, en cambio, sin reemplazo los colegios que los Jesuitas dirigían en Ibarra, Latacunga, Ambato, Riobamba, Cuenca, Loja y Guayaquil. Una alusión a este estado de privación de enseñanza y a un proyecto de remedio se dejó notar en el capítulo provincial que celebraron los dominicos el 20 de setiembre de 1768. En la denunciación IX se consignaba lo siguiente: «Denunciamos no haber al presente en nuestro convento de Popayán casa de novicios donde los frailes clérigos estudiantes puedan vivir separados de los demás religiosos: para esto se habilitará fácilmente una vez verificadas las licencias de Estudios Generales que esperamos de la paternal piedad de Vuestra Reverendísima porque toda la nobleza de dicha ciudad se ha comprometido coadyuvar, ofreciendo voluntariamente contribuir veinte y dos mil pesos de principal para el fomento de nuestros estudios y máxime habiéndose extrañado de estos Reinos la Compañía de Jesús, donde sólo había Estudios Generales y hay esperanza de que poco a poco se irán acrecentando estas rentas, respecto de irse poblando el lugar de muchos vecinos con ocasión del cuño de oro, quienes piden con muchas instancias dichos estudios. Y así los unos y los otros esperamos se digne Vuestra Reverendísima de concederlos para que tan buena y loable obra se ponga en ejecución. El Convento de por sí es capaz de mantener con sus rentas y pie de altar hasta diez y seis religiosos sin mucho ahogo y agregando las nuevas rentas podrá éste en adelante sustentar veinte y cinco o treinta religiosos».

Con el fin de llevar a la práctica este deseo del Capítulo Provincial, se nombró luego al padre maestro fray Gregorio Duarte, para que, de acuerdo con el Síndico y benefactor del Convento   —311→   de Popayán, don Francisco Antonio Arboleda, allegase los fondos necesarios al establecimiento del Noviciado y Casa de estudios en esa ciudad que dependía de la Audiencia de Quito. De hecho los padres Dominicos se hicieron cargo de las Cátedras de Teología y Filosofía del Seminario Diocesano de Popayán, que regentaban los padres de la Compañía.

Fuera de esta medida acordada para Popayán, el capítulo se interesó en proveer de profesores idóneos para la enseñanza en los demás conventos que integraban la Provincia. A este tenor fueron nombrados para el convento de Popayán el padre José Osorio para Lector de Teología Moral, el padre Francisco Javier Albari como Director de Casos de Conciencia y el padre Luciano Quevedo, como Preceptor de Gramática. Para el Convento de Cali se asignó al padre Pedro Aguirre, como Preceptor de Gramática. Para la Vicaría de Buga fue instituido por profesor de la misma materia el padre Antonio Morillo. Para el convento de la Villa de Ibarra se nombró como Preceptor de Gramática al padre Tomás Navarrete. Para el convento de Latacunga fue designado con el mismo destino el padre Juan Barragán. Para el convento de Riobamba se nombró, como Maestro de Gramática al padre Julián Naranjo. Para el convento de Guayaquil recibió igual designación el padre Antonio Baca. Para el convento de Cuenca fue asignado como profesor de Gramática el padre maestro José Patricio Santos. Y para el convento de Loja se le designó con el mismo fin al padre Manuel Montesinos.

Es preciso advertir que los dominicos habían, desde muy atrás, establecido en los conventos mencionados las cátedras de Gramática y en algunos como los de Cuenca y Loja también la de Teología Moral. Pero, a raíz de la expulsión de los jesuitas, se puso más empeño en dar aliento a los estudios. En el Capítulo Provincial de 1770 daban a conocer al Padre General el hecho de que «con la expatriación de los padres jesuitas son nuestros Conventos los únicos en la Provincia que dan el pasto espiritual a las gentes».

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El arreglo que hizo el presidente Diguja para dar continuidad a los estudios duró apenas dos años; porque «a consecuencia del capítulo veinte y ocho de la Real Cédula de nueve de julio de mil setecientos sesenta y nueve se extinguió la Universidad de San Gregorio que tenían los Regulares de la Compañía en el Colegio de San Luis, aplicando los mil pesos de su renta para mayor dotación de la de Santo Tomás»112. La Orden Dominicana continuó su labor en la docencia, tanto en su Estudentado propio del Convento Máximo, como en el Real Colegio de San Fernando y la Universidad de Santo Tomás. En los Capítulos Provinciales se hacía la renovación de nombramientos para Regente de Estudios y Rector del Colegio, como se proveía de catedráticos para ambos centros de enseñanza.

De este modo, en el Capítulo de Provisión de Estudios, fueron nombrados sucesivamente, en 1768, para Rector del Colegio Real y Catedrático de Prima el padre Nicolás García, para Regente de Estudios y Catedrático de Vísperas el padre Joaquín Sanz de Miranda, para Catedrático de Artes el padre Antonio Celi y para Catedrático de Gramática el padre Joaquín de Falconí; en 1770, para Catedrático de Prima y Regente el padre Manuel Avilés, para Catedrático de Vísperas el padre Joaquín Miranda, para Catedrático de Moral el padre Antonio Celi y para Catedrático de Artes el padre Bernabé Cortés; en 1772, para Regente y Catedrático de Prima el padre Manuel Avilés, para Catedrático de Vísperas el Padre Rector, para Teología Moral el padre Isidro Ramírez, para Artes el padre Bernabé Cortés y para Gramática Latina el padre Estanislao Cortés; en 1774, para Regente y Catedrático de Prima el padre Manuel Avilés, para Vísperas el padre Joaquín Ramírez, para Teología Moral el padre Isidro Ramírez, para Artes el padre Nicolás Tordecillas y Preceptor de Gramática el padre Estanislao Cortés; en 1778, para Regente y Catedrático de Prima el padre Manuel Avilés; para Vísperas el padre Joaquín   —313→   Ramírez, para Teología Moral el padre Isidro Barreto y para Artes el padre Felipe Carrasco. Por lo vasto, el decenio que transcurrió después de la expulsión de los Jesuitas, no sufrió modificación alguna la marcha así del Colegio de San Fernando como de la Universidad de Santo Tomás. Entretanto se hicieron varias representaciones al Rey para que se formalizaran los estudios universitarios en el sentido de que la Universidad de Santo Tomás se convirtiera en pública, a donde pudiesen acudir toda clase de estudiantes, con prescindencia de Escuelas y sistemas de doctrinas. En consecuencia, el Rey expidió el cuatro de abril de 1786 una Real Orden, en que autorizaba a la Junta de Temporalidades para que, a base de los Estatutos de la Universidad de San Gregorio y de Santo Tomás, hiciese una refundición de la nueva Universidad. En la Orden daba el Rey instrucciones concretas para el éxito de esta transformación. La nueva Universidad mantendría el nombre de Santo Tomás «en memoria de la que estuvo a cargo de los Religiosos de Santo Domingo, a cuyos individuos y especialmente a sus Prelados se les concederán las sanciones y privilegios concedidos como primitivos fundadores». Para funcionamiento de la nueva Universidad se elegirá el local de San Luis o de San Fernando, según las garantías que ofreciesen. Debían refundirse las Cátedras de ambas Universidades, dando la posesión de ellas al más benemérito por oposición. Los grados debían conferirse a nombre del Rey por el Maestrescuela de la Catedral como Cancelario. Las rentas para las Cátedras provendrían de las ya establecidas en las dos Universidades y de la propina con que se contribuiría en cada Grado. Los estatutos redactados por la Junta de Temporalidades, de acuerdo con el Obispo se pondrían en ejecución interinamente hasta que el Rey determinase la que fuere de su agrado.

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ArribaAbajo La nueva Universidad de Santo Tomás

La Junta de Temporalidades, en cumplimiento de la Orden Real, comisionó al doctor Melchor Rivadeneira Catedrático de Prima de Cánones y a don Pedro de Quiñones y Cienfuegos, para que redactaran los Estatutos que debían regir a la nueva Universidad. El plan de Estatutos, redactado sobre el modelo del de las Universidades de Méjico y de Lima, contenía trece títulos y 162 constituciones. De inmediato fue sometido al examen del Presidente de la Audiencia don Juan José Villalengua y Marfil, del ilustrísimo señor don Blas Sobrino y Minayo, Obispo de la Diócesis y de don José Merchante y Contreras Fiscal de la Real Audiencia, quienes mandaron poner en ejecución el 26 de octubre de 1787.

De acuerdo con los Estatutos, la Universidad de Santo Tomás fue trasladada al Colegio Mayor y Seminario de San Luis, con sus privilegios, ventas y exención, aclarando que era la misma Universidad de Santo Tomás que fundaron y dotaron los padres de Santo Domingo (Const. 1). En reconocimiento a los fundadores, se acordó, como privilegio, que la fiesta de Santo Tomás se celebrase anualmente en la iglesia de Santo Domingo, con asistencia de la Universidad (Const. 2); puesto que el Rey Carlos III quería ampliar el programa de enseñanza pública, se consignó expresamente que podían ocupar las cátedras todos los sujetos meritorios, sin distinción de escuelas, dentro de la ortodoxia (Const. 3). En consecuencia se refundieron en una las dotaciones de las Cátedras de ambas Universidades (Const. 4). La elección de Rector debía realizarse el 2 de octubre, actuando como vocales electores el Rector cesante, el Maestrescuela, el Prelado de Santo Domingo, el Rector del Colegio Mayor de San Luis, el Rector del Colegio de San Fernando, los Catedráticos de las Facultades Mayores, dos colegiales de San Luis y San Fernando de mayor grado y cuatro Doctores de los más antiguos de la Universidad (Const. 7). El cargo de Rector debía durar dos años y alternar entre eclesiásticos y civiles (Const. 9). En los Estatutos se señalaban las   —315→   Cátedras de Prima y Vísperas de Teología Dogmática, recomendando la doctrina de Santo Tomás; la de Teología Moral, la Prima de Leyes y de Cánones, la de Vísperas de Cánones, una de Instituta, una de Filosofía, una de Medicina y dos de Latinidades (Tit. 7). La de Vísperas de Teología era de propiedad de la Orden de Predicadores por derecho de fundación. Todas las demás debían concederse por oposición. Como textos de enseñanza se recomendaban los Lugares Teológicos de Melchor Cano, a Justiniano y Heynecio para Jurisprudencia, a Vinio y otros clásicos para Instituta, la Anatomía de Lorenzo Heister para Medicina, cuyos estudiantes debían aprender de memoria los aforismos de Hipócrates y las Instituciones Médicas de Boerhave, anotadas por Alberto Haller.

Producido el hecho del traslado, el Capítulo Provincial de Dominicos celebrado en setiembre de 1788, consignaba lo siguiente: «Denunciamos que la Universidad de Santo Tomás, que antes funcionaba en nuestro Colegio de San Fernando, ha sido trasladado por una orden de nuestro Católico Rey al Seminario de San Luis. Sobre la cual ha escrito privadamente nuestro Provincial al Reverendo Padre General. Al presente estamos empeñados en defender nuestras Cátedras y los réditos pertenecientes a dicho Colegio, que aportaren nuestros mayores para beneficio público, con condición de que pasaran al Convento de San Pedro Mártir en caso de cesación. Así hemos hecho constar por Reales Cédulas y los documentos de fundación. Cualquier resultado dará a conocer nuestro Padre Provincial al Reverendo Padre General, a quien rogamos instantísimamente se digne interponer en esto su autoridad, como esperamos todos con confianza de hijos que así lo hará».

El traslado de la Universidad al Colegio de San Luis se verificó el 9 de abril de 1788. De acuerdo con los nuevos Estatutos se eligió por primer Rector a don Nicolás Carrión y Baca y por Vicerrector a don Manuel Mateu y Aranda. El optimismo del traslado hubo de atenuarse desde el principio. Los dominicos presentaron   —316→   un escrito pidiendo, primero, «que se mantuviese a su Colegio de San Fernando en la posesión de las Cátedras y estudios que había antes de la erección de la nueva Universidad, y de lo contrario se les volviesen las cantidades que invirtieron en la fundación del referido Colegio y sus Cátedras y que cuando más se les quitase la facultad de dar grados, pasándose en la Universidad los cursos que estudiasen los discípulos en dicho Colegio, evitándoles la salida diaria a la Universidad por ser muy nociva a la juventud; y segundo, que se anulasen, revocasen y modificasen, como perjudiciales a su Colegio y derrogativos de sus privilegios, varios artículos de las nuevas Constituciones».

La Representación de los Dominicos fue sometida al examen del Fiscal de la Audiencia y de acuerdo con su informe «proveyó la Junta de Temporalidades Auto definitivo el 12 de febrero de mil setecientos ochenta y nueve, mandando se guardase y ejecutase la traslación de Cátedras y la reunión de sus dotaciones, y haciendo varias declaraciones en cuanto a las impugnaciones propuestas por los Dominicos a las Constituciones de la mueva Universidad, decretó que, en atención al trastorno: y tal vez atraso que podía seguirse a los Colegiales si se les precisa desde aquel día a asistir y oír en la Universidad la explicación de las respectivas facultades que se les estaban dictando en su Colegio y hallándose avanzado aquel curso, por mero efecto de equidad quedasen dispensadas por entonces del expresado concurso, sin que se incluyan en el indulto los estudiantes de Cánones y Leyes por no explicarse estas Facultades en el Colegio, y en la inteligencia de que para los subsiguientes cursos, empezando desde el día de San Lucas de aquel año, fuesen obligados todos para ganarlos a asistir a la Universidad».

A la representación de los Dominicos que reclamaban sus derechos, se añadió la de varios sacerdotes seculares, que impugnaban la elección de Rector hecha en la persona de don Nicolás Carrión y Baca, alegando que de acuerdo con la Orden Real debía haberse preferido a un sujeto eclesiástico en vez del seglar,   —317→   para iniciar la alternativa. Ante estas dificultades Carrión y Baca renunció el Rectorado y la Junta de Temporalidades encargó la Rectoría a don José Cuero y Caicedo, Prebendado de la Catedral de Quito. Esta resolución fue nuevamente impugnada por don Manuel Mateu y Aranda, quien juzgó que se le había hecho un desaire al haberse prescindido de él, que como Vicerrector debía haber ascendido al Rectorado.

La oposición de los Dominicos y el problema suscitado en torno al primer Rector movieron al Conciliario de la Universidad don Tadeo José de Orozco y a los doctores don Alejandro Egüez de Villamar y don Francisco de Mora, a hacerse cargo gratuitamente de las Cátedras de Teología Moral y Escolástica, con aceptación del Claustro y aprobación provisional del Presidente. Pero al mes de haber dictado las clases se les ordenó cesar por resolución de la Junta de Temporalidades; por cuanto el Obispo se había comprometido proveer de un Maestro de Teología con rentas del Seminario Conciliar.

Estos incidentes ocasionaron la decadencia de la Universidad. El 18 de marzo de 1790 los Catedráticos de Filosofía y Teología daban cuenta al Rey, del retroceso de los estudios, ya por la renuncia del primer Rector, ya también por la inasistencia de los religiosos a los actos públicos de la Universidad. El 1.º de octubre de 1790 el rey Carlos IV nombró al doctor Cuero y Caicedo de Tesorero de la Catedral de Popayán. Por este motivo quedó nuevamente vacante el Rectorado y el Claustro Universitario eligió por Rector a don Pedro Gómez de Medina, Arcediano de la Catedral de Quito. Entretanto, a fines de febrero de 1791 llegó a Quito como Obispo el ilustrísimo señor don José Pérez Calama, varón ilustrado y que había traído consigo una copiosa biblioteca. El Presidente de la Audiencia pidió al señor Obispo que redactase un plan nuevo de estudios para dar a la Universidad orden y prestigio.

Tardó casi un decenio la resolución del Rey sobre los asuntos de la Universidad. Por fin el 20 de junio de 1800 expidió una   —318→   cédula en que definitivamente daba respuesta a todas las consultas. Concretando a los puntos principales, expresaba la cédula lo siguiente: «He resuelto subsista la unión de estos dos establecimientos que deben formar la Universidad de Santo Tomás de esa ciudad, pero dos dominicos tendrán las prerrogativas de que el Rector sea Conciliario nato y que el Prelado principal tenga voto y honores de Catedrático y serán propios de esta Religión las Cátedras de Gramática, Filosofía y Teología, proponiendo el Provincial tres religiosos en cada una de las vacantes al Reverendo Obispo y Presidente, quienes elegirán al más a propósito, y en caso de discordar me darán cuenta, para que me digne resolver lo conveniente. Y considerando que el Colegio de San Fernando de esa ciudad nunca fue verdadera Universidad, que los fondos con que se hicieron las dotaciones de él y de sus Cátedras fueron donados en la mayor parte por la Religión de Santo Domingo y en alguna parte por el alférez Pedro de Aguayo dándoles los donantes destino fijo a favor de terceros sustituidos en caso de no poderse cumplir aquellas fundaciones, declaro justa la solicitud de alternativa de los religiosos Dominicos de esa ciudad, quedando por ahora subsistente el colegio en clase de estudios particulares, sin la facultad que por privilegio se la había concedido de conferir grados, devolviéndose a los religiosos Dominicos las cantidades que adelantaron y debían satisfacer el Rector y Claustro de la Universidad para costear el testimonio de autos».

Ordenó también el Rey que los Prelados de las Comunidades Religiosas asistieran como de costumbre a los actos oficiales de la Universidad. «En cuanto a la aprobación de los Estatutos de la nueva Universidad y el plan de estudios formado por el Reverendo Obispo de esa ciudad, he resuelto, dijo el Rey, que el Claustro pleno de la Universidad comisione una Junta de individuos, que teniendo presente lo que haga ver la experiencia desde la fecha de la extinción de dichos Estatutos y plan de estudios del método establecido y Reglas dadas para las Universidades de España, con especialidad la de Salamanca, a fin de que se adapten en lo posible   —319→   a la de esa ciudad conforme a sus particulares circunstancias y reformas que contemplen oportunas y calificadas por los claustros plena y hecho así se pasen a Vos el Presidente, para que oyendo al Reverendo Obispo, al Fiscal y el voto consultivo del acuerdo me deis cuenta con justificación y vuestro informe a la brevedad posible incluyendo el punto de Cátedras de Medicina».




ArribaAbajoAmbiente cultural de Quito en el último decenio del siglo XVIII

Ocho años antes de la reorganización de la Universidad, había escrito Espejo su Nuevo Luciano. Aunque manuscrito, el libro debió suscitar la curiosidad de los lectores, que se supieron aludidos. El autor estuvo alerta a los juicios que se hacían de su obra. Según él, los comentarios eran los siguientes: «Es atrevido, pero se sabe insinuar; es plagiario, pero ha leído mucho; es satírico, pero lleno de gracias; es formidable, pero dice la verdad; es de un estilo ramplón, dijo uno de aquellos a quienes se atribuye la obra. Dice Luciano lo que sabemos los doctos, ha dicho otro. Nada trae de nuevo gritaron los que se precian de letrados: esta es la crítica que he oído».

Al Nuevo Luciano siguió el Marco Porcio Catón y a este La Ciencia Blancardina. Estas obras de Espejo no llegaron al pueblo. Estaban destinadas a personajes de iglesia y a profesores y estudiantes. Los aludidos y criticados eran sujetos que ostentaban grados universitarios. Lo más impresionante era la crítica que se hacía al método de enseñanza de retórica, oratoria, filosofía y teología. El blanco principal de ataque eran ciertamente los profesores expulsos de San Luis y San Gregorio; pero no se evadían tampoco los catedráticos de San Fernando y Santo Tomás. Anotados los defectos había que señalar los medios de enmienda. Espejo citaba de preferencia autores franceses de la Ilustración y algún español como el padre Feijoo.

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Ya desde 1786 Espejo insinuó, en su Defensa de los Curas de Riobamba, la idea de fundar una Sociedad Patriótica. Obligado a comparecer ante las autoridades de Bogotá, salió libre de las acusaciones que se le habían hecho y ahí proyectó el establecimiento en Quito de la Sociedad llamada Escuela de la Concordia. En Bogotá cultivó la amistad de Francisco Antonio Zea, Antonio Nariño y Manuel del Socorro Rodríguez, jóvenes en quienes alentaba ya la idea de la emancipación. En noviembre de 1789 estuvo también en Bogotá don Juan Pío Montúfar, Marqués de Selva Alegre, amigo íntimo de Espejo, que también formaba parte del círculo de jóvenes, de quienes escribirá el Precursor: «Un día resucitará la Patria, pero los que formarán su aliento. Vio serán los que, habiendo pasado las tres cuartas partes de sus años en pequeñeces, no están para aplicar sus facultades a estudios desconocidos y prolijos; serán esos muchachos que frecuentan las escuelas con empeño y estudiosidad».

El joven Marqués había interpuesto su influjo para recomendar en la Corte de Madrid el escrito de Espejo sobre las viruelas, que tuvo un éxito publicitario. En Bogotá Espejo y Selva Alegre planificaron la organización de la Sociedad, que tendía a la red habilitación económica y la promoción de la cultura en Quito. Al efecto redactaron una proforma de Estatutos, en que se señalaban el destino, ocupación y orden que debían guardar los socios. Desde luego hicieron una lista de los posibles componentes de la Sociedad, incluyendo todos los representantes del ambiente cultural de Quito, sin prescindir de socios honorarios de Nueva Granada.

Cuando Espejo regresó a Quito asistió a un cambio favorable de circunstancias. El presidente Villalengua y Marfil fue trasladado a Guatemala y dejó en su lugar al doctor Antonio Mon y Velarde cuyo gobierno duró menos de un año. El 13 de julio de 1791 tomó posesión de la presidencia don Luis Antonio Muñoz de Guzmán. A su vez el Obispo Sobrino y Minayo había sido destinado a Santiago de Chile y en febrero de 1791 se hizo cargo de la diócesis el ilustrísimo señor don José Pérez Calama.

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Espejo aprovechó del momento histórico para llevar a cabo su acariciado proyecto de fundación de la Sociedad. Efectivamente, el 30 de noviembre de 1791 se instaló con el nombre de Sociedad Patriótica de Amigos del País de Quito. La sesión inaugural se verificó en el salón del antiguo Colegio de los Jesuitas. Según una lista previa arreglada por Espejo, la Sociedad constaba de protectores, socios de número y socios supernumerarios. Entre los primeros constaban el Virrey, el Presidente y el Obispo. Entre los segundos, los Condes, Marqueses, gentes de viso cultural y social y representantes de las comunidades religiosas. Entre los supernumerarios se contaban sacerdotes, profesionales y extranjeros. A juzgar por dicha lista eran 28 los socios de número y 59 los supernumerarios.

En la primera reunión se organizó el Directorio con algunas variantes del proyecto. Resultó electo presidente don Luis Muñoz de Guzmán; Director, el ilustrísimo señor Pérez Calamar Censor, el doctor Ramón Yépez; Tesorero, don Antonio Aspiazu. Para la redacción de los Estatutos se designó una comisión compuesta por los doctores Espejo, Yépez y por don Andrés Salvador.

El fin de la Sociedad Patriótica era promover el adelanto del País en todos sus aspectos. Para conseguirlo se establecieron cuatro comisiones, a saber: de Agricultura, de Ciencias y Artes útiles, de Industrias y Comercio y de Política y Buenas Letras. Cada socio tenía libertad de proponer las iniciativas que creyera convenientes al objeto de la sociedad. Las sesiones debían realizarse los sábados a las tres de la tarde. Cada mes debía tenerse una conferencia pública y redactarse normas directivas para promover la agricultura, la industria y la ganadería. La Sociedad tuvo corta duración. Por informes recibidos de Quito, el Rey Carlos IV expidió una Cédula, fechada el once de noviembre de 1793, en que decía textualmente al Presidente de la Audiencia: «Desaprobando hubieseis puesto en ejecución el establecimiento de la referida Sociedad de Amigos del País, sin que hubiese precedido mi Real aprobación con arreglo a las leyes que prohíben toda Junta   —322→   sin esta circunstancia, he resuelto como os mando se suspenda su ejercicio hasta mi Real determinación».

La Sociedad Patriótica, no obstante su precaria duración, dejó una huella imborrable en la historia de la cultura ecuatoriana. La mirada de Espejo, siempre alerta a las orientaciones del progreso, procuró que Quito no quedara atrás de las capitales de los Virreinatos. En Lima había aparecido, en octubre de 1790, el Análisis del Diario, el primero del Perú y de la América del Sur. Luego, el 14 de enero de 1791, se editó el Mercurio Peruano, la única revista en su género en las colonias de la América. A la vez, apareció en Bogotá el 9 de febrero de 1791, el Papel Periódico de la ciudad de Santa Fe de Bogotá. A ejemplo de Lima y Bogotá, Espejo editó, como órgano de la Sociedad Patriótica, la Primicias de la Cultura de Quito, cuyo primer número salió a luz el jueves 5 de enero de 1792. El pensamiento de Espejo se reflejó nítidamente en la introducción de a la revista.

«A semejanza, escribió, de las naciones cultas de Europa, y a imitación de nuestras Provincias vecinas de Norte y Sur, dará Quito sus papeles periódicos, que a la verdad no serán más que unos rigurosos miseláneos». Luego añadía: «La prensa es el depósito del tesoro intelectual. Repongamos en este el caudal respectivo a los efectos preciosos de nuestros talentos cultivados. Que juzguen nuestros émulos, si acaso por ventura se nos suscitan, que estamos en el ángulo más remoto y obscuro de la tierra adonde apenas llegan algunos pocos rayos de refracción desprendidos de la inmensa luz que baña a regiones privilegiadas. Que nos falten libros, instrumentos, medios y maestros que nos indiquen los elementos de las facultades y que nos enseñen el método de aprenderlas. Todo esto nada importa o no nos impide el que demos a conocer que sabemos pensar, que somos racionales, que hemos nacido para la sociedad. Estamos en agradable persuasión de que los extraños que han tocado con sus manos los espíritus de Quito, si nos niegan amplitud de noticias, penetración de materias y grandezas de observaciones, nos conceden entrar con   —323→   decoro al palacio de las ciencias abstractas y naturales».

El prospecto del primer periódico quiteño, que apareció a fines de 1791, mereció notas de elogio del Mercurio Peruano y del Papel Periódico de Bogotá. El primer número de las Primicias de la cultura de Quito, aparecida el 5 de enero de 1792, estaba impreso por Raimundo de Salazar y llevaba la licencia del superior Gobierno. El editorial, escrito bajo el acápite de Literatura, comenzaba con un verso del Arte Poética de Horacio que aconsejaba examinar las costumbres de cada edad, para pintar con colores oportunos lo que convenía a cada una de ellas. Según Espejo, a la organización política de Quito se encontraba en el período de infancia. Y previniendo la crítica sobre este juicio de apariencia peyorativa apostrofaba: «Amada Patria mía, no hagáis con vuestras quejas vuestras desgracias». En la sección de crónica se consignaba el dato de la inauguración de la «Sociedad Patriótica Amigos del País». Como suplemento se consignaba una carta dirigida a los maestros de primera enseñanza, que obedecía al deseo tanto del Presidente, como del Obispo, de promover la educación de la niñez.

En el segundo número Espejo transcribió la carta que le había escrito el ex Jesuita Pedro Lucas Larrea. En ella se daba cuenta de la Historia de Quito, escrita por el padre Juan de Velasco y se refería la grata impresión que había causado en los desterrados el Discurso del doctor Espejo. Se tenía el proyecto de incluir en la traducción italiana «el bello Discurso del doctor Espejo, dirigido a los socios de la Nueva Sociedad Patriótica. [...] Verdaderamente es pieza admirable y digna de que la vea todo el mundo. Su autor muestra en ella su gran talento, su vasta erudición y sus grandes y ventajosas ideas en beneficio de la Patria».

En el número tercero consagró Espejo un artículo a la educación de la mujer, con el pretexto de contestar a una carta que se le había dirigido, suscrita con el seudónimo de Europhilia. Y luego se hizo eco de filos juicios que se habían formulado en el ambiente sobre el valor y orientación del semanario.

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Desde el número cuarto inició la reproducción del Discurso impreso en Bogotá y dirigido a la Sociedad Patriótica. Contenía el pensamiento de Espejo sobre la situación de la sociedad quiteña, próspera en los siglos pasados y decaída en aquel entonces, pero dotada de virtualidades capaces de labrar la felicidad. Fue el primero en hacer conciencia de los valores de la patria y afianzar la esperanza de su rehabilitación mediante la cultura.

En las Primicias colaboró también el excelentísimo señor Pérez Calama quien coincidía con Espejo en la necesidad de la educación primaria y de transformar los métodos en la enseñanza universitaria. La publicación del periódico cesó con el número séptimo, correspondiente al 29 de marzo de 1792.

En la Instrucción previa a las Primicias de la Cultura de Quito, advirtió Espejo, que quienes quisieran colaborar en el periódico, echasen sus artículos por la reja de la Biblioteca con dirección al bibliotecario. Espejo había recibido nombramiento para este cargo en noviembre 1791. Antes de abrir la Biblioteca al público se hizo el inventario de los libros y la inauguración de servicios se realizó el 25 de mayo de 1792. La apertura de la Biblioteca era el cumplimiento de la Orden Real que había mandado que las librerías de los Jesuitas expulsos se convirtieran en bibliotecas públicas para ilustración de toda clase de personas. Espejo conoció en Bogotá la Biblioteca, que se había puesto bajo la dirección de su amigo Manuel del Socorro Rodríguez. Un casi contemporáneo de Espejo, don Manuel José Caicedo, describe así la Biblioteca: «La pieza donde se hallan colocados los libros, que componen más de diez mil volúmenes, es la más magnífica que hay en toda la América. Estanterías de buena madera pintadas a chinesca con perfiles de oro, estatuas colocadas sobre el famoso barandillaje dorado que circunda esta hermosa sala, las cuales denotan las facultades a que corresponden los libros de aquellos cánones, un pavimento de madera sólida y sobre todo una biblioteca digna de una ciudad ilustrada».

Disuelta la «Sociedad de Amigos del País», suspendida la publicación   —325→   de las Primicias de la Cultura de Quito, Espejo halló en la Biblioteca el solaz para su espíritu y el lugar apropiado para hacer la siembra de sus ideas en los jóvenes que frecuentaban, con fin o pretexto de lectura, el local de la Real Biblioteca.




ArribaAbajo Las ideas en la organización de los estudios

Espejo no sólo reclamó un cambio de método de enseñanza de la Retórica, Filosofía y Teología, sino un interés social por la Economía Política y la Medicina. Tuvo por ideal realizar en sí las cualidades de un bello espíritu, al modo de la Ilustración francesa. Contó con amigos de la buena sociedad, en quienes hizo la siembra de sus ideas de cultura. La crítica de su Nuevo Luciano precedió con ocho años a la formulación de los Estatutos de la Nueva Universidad, para la cual el excelentísmo señor Pérez Calama trazó el plan de estudios que se publicó en 1791. En Quito había ya un ambiente preparado para la amplitud de criterio, dentro de la ortodoxia, con que debían enseñarse la Filosofía y la Teología, según mandaba el rey Carlos III en su Real Orden del 4 de abril de 1786.

Nada revela mejor la situación de las ideas al finalizar el siglo XVIII, que la respuesta que dio el cuerpo de profesores de la Universidad a una representación de los Dominicos. Los padres Sebastián Solano e Isidro Barreto expusieron al Presidente de la Audiencia, «que según parece de los Estatutos que han regido, desde que se erigió en pública esta Universidad, los que lo formaron se persuadieron a que era propio de una Universidad pública, admitir, adoptar y seguir en ella toda doctrina que no estuviese expresamente reprobada. Así se han permitido defender en público opiniones, theses y sentencias poco conformes en la práctica a la doctrina sana. Siendo Universidad que se intitula de Santo Tomás, se niega a cada paso y sin el menor embarazo la autoridad y sentencia de este angélico Doctor. Y sin caer en   —326→   cuenta de los escandalosos efectos que ha producido la libertad filosófica y facilidad en opinar si defienden públicamente opiniones y sentencias nada conformes a los piadosos deseos de un Rey Católico, que desea en sus vasallos la instrucción y enseñanza de la doctrina pura». En consecuencia, solicitaban los padres mencionados que se tuvieran en cuenta a los catedráticos de la Orden para formar los nuevos Estatutos, el plan de estudios y el método de enseñanza.

El presidente Carondelet remitió este oficio al Fiscal, quien opinó que se debía pedir informe sobre este asunto al Rector y Claustro de la Universidad. De la respuesta se colige el pensamiento que guiaba entonces a la orientación de la enseñanza universitaria. Los catedráticos de la universidad vieron en la representación de los dos padres una pretensión de «tiranizar los entendimientos con una sola doctrina. Las tesis de grados pasaban por el examen y aprobación del Fiscal de la Audiencia para presentarlas al Rector. No porque la Universidad llevaba el nombre de Santo Tomás estaban sus catedráticos obligados a seguir precisamente su doctrina: antes negando su sentencia y autoridad con la debida reverencia, a nadie injuriaban ni ofendían; pudiendo por lo mismo en materias filosóficas ir con otro filósofo profundo y en las teológicas con otro Santo Padre o Doctor de la Iglesia».

Santo Tomás había escrito sobre Filosofía en el siglo XIII, a base de Aristóteles. Quién ignoraba, al filo del siglo XIX, que para la inteligencia de la verdadera Física, se necesitaba los principios matemáticos. Ahora bien, los estudiantes de la Universidad no eran religiosos, sino seglares a quienes interesaba poseer principios de matemáticas y de física, de que no se hallaban en la Filosofía de Santo Tomás. Había, pues, que buscarlos en otros autores que los habían enseñado. En cuanto a la teología, después de haber señalado las opiniones sobre la autoridad de los Padres y Doctores de la Iglesia, concluían los informantes: «que los Santos Padres pueden ser considerados de dos modos: uno como Doctores,   —327→   que dicen sus particulares sentencias y opiniones, y por este respecto no es pecado ni ilícita el separarnos de ellos; otro como testigos integérrimos y riquísimos de las tradiciones antiguas y según este respecto no nos es lícito separarnos de su sentir, porque su autoridad y la de la Iglesia, de tal suerte están unidas en materias de nuestra Santa Fe, que ni puede existir la una sin la otra, ni se puede imaginar el cómo pudiera ser. Más de cualquiera suerte que se consideren los Santos Padres debemos tener íntimamente impreso en nuestros corazones lo que dice el doctísimo inglés Enrique Holden en su análisis de la Fe, que en lo necesario se debe guardar la unidad, en lo dudoso la libertad, y en todo la caridad».

Tal fue el pensamiento de Carlos III al elevar la Universidad de Santo Tomás a pública el 4 de abril de 1786. Sus palabras textuales al respecto fueron las siguientes: «para que de este modo sea la Universidad verdaderamente pública y acudan con libertad los que se apliquen a estudios, sin preferencia de escuelas ni sistemas, pues sólo la debe hacer por mérito y aprovechamiento».

Advirtió, desde luego, el Claustro Universitario que no compaginaba con los escritos de Spinosa, Berkey, Raynal, Voltaire y Rousseau, cuya doctrina no podía llamarse filosófica; ni aceptaban la denominación de bello espíritu, pretendido filósofo y espíritu fuerte, que, en definitiva, equivalían a deístas, materialistas e incrédulos.

Con esta salvedad, afirmaba el Claustro: «que aunque sea evidente que el consentimiento unánime de los padres, no siendo en lo perteneciente a la Fe, a la Tradición, ni a las Sagradas Letras, no hacen un argumento cierto, sino sólo probable; que aunque la Filosofía, en su extensión está sujeta al tribunal de la razón y no al de la autoridad; y aunque ella pueda servir mucha para arreglar las costumbres, con todo que los filósofos no son más que unos niños, si Jesucristo no los hace hombres alumbrando las tinieblas de su entendimiento. Sabe que Newton mismo, ese genio   —328→   superior cuyas ideas parece van más lejos de lo que se podía esperar, enseña clara y positivamente "que el orden del mundo sólo se debe buscar en la voluntad de Dios y que no sería pensar ni obrar como filósofo el pretender que las leyes de la Naturaleza que pueden conservar el mundo, han podido sacarle del caos o ponerle en orden". Sabe también con otros sabios que el carácter más seguro de la verdadera Filosofía es darse la mano con la Religión, y que por sólidos, grandes y luminosos que sean los principios de la Moral del Paganismo, dejan al hombre en el camino sin mostrarle ni el motivo que debe santificar sus acciones, ni el fin que debe proponerse. Que la Sagrada Escritura y la tradición únicamente nos dan una noción clara cierta del hombre, descubriéndole las ventajas de su primer origen, su caída en el pecado y las consecuencias funestas de esta caída, su reparación por el Libertador, sus diferentes obligaciones respecto de Dios, del prójimo y de sí mismo, el fin donde debe dirigirse y el camino que puede conducirle a él. Los que entran a estudiar Filosofía ya deben ir instruidos y radicados en estas verdades de una educación cristiana, que loas maestros deben comentar y no perder de vista jamás».

Después de esta declaración de principios el Claustro Universitario aludió a una Cédula Real: del 20 de junio de 1800, en que ordenaba, «que en los Estatutos y Plan de Estudios se adopte en lo posible el método establecido y reglas dadas para las Universidades de España, con especialidad de Salamanca». En virtud de esta orden real, el Claustro Universitario de Quito tuvo en cuenta, al formular el Plan de Estudios para su Universidad los Planes de Estudios aprobados y mandados observar por el Rey en Salamanca, Granada y Valencia, que fueron impresos respectivamente, en 1772, 1776 y 1787. Este informe lo firmaban Juan Ruiz de Santo Domingo, doctor Manuel José de Caicedo, doctor Ramón de Yépez, doctor José Abarca, doctor Bernardo Ignacio de León y Carcelén, José Javier de Ascázubi, doctor Pedro Quiñones y Cienfuegos, doctor Mariano José Murgueitio y doctor Bernardo Delgado.




ArribaAbajoLa Enseñanza Superior en los últimos años de la Colonia

En virtud de la Real Cédula del 20 de junio de 1800 quedó de hecho confirmado el establecimiento de la Universidad pública de Santo Tomás; los Dominicos tenían la prerrogativa de que el Rector de San Fernando era conciliario nato, el Prelado Mayor tenía voto y honores de Catedrático y eran propias de la Orden las Cátedras de Gramática, Filosofía y Teología. El Colegio de San Fernando quedaba reducido a condición de Colegio en clase de estudios particulares. La alternativa de cátedras y rentas concedida en la Cédula de 1800 fue modificada por una nueva Cédula del 19 de enero de 1805 en que ordenaba el Rey la reunión de Cátedras y rentas del Colegio de San Fernando a la Universidad de Santo Tomás. A esta nueva situación obedece la siguiente resolución del Capítulo Provincial Dominicano, celebrado en setiembre de 1808: «Por nuestro Real Colegio de San Fernando y por Catedráticos de la Real y pública Universidad, por gracia que ha hecho su Majestad, damos en Regente, Catedrático y Lector de Prima al reverendo padre lector fray Antonio Ortiz; en Catedrático y Lector de Lugares Teológicos al reverendo padre lector fray Pantaleón Trujillo; en Catedrático y Lector de Moral al reverendo padre presentado fray Manuel Cisneros; en Catedrático y Lector de Filosofía al reverendo padre lector fray José Falconí».

La Real Cédula de 1800 ordenaba también que se revisaran tanto los Estatutos como el Plan de Estudios, acomodándolos a las circunstancias, de acuerdo con los modelos de las Universidades Españolas. El Claustro Universitario, en consecuencia, en sesión del 9 de enero de 1802, comisionó para la revisión mandada, a los doctores Ramón Yépez, Antonio Tejada, Bernardo de León y José de Ascázubi. El criterio de los comisionados fue que el Rey no había desaprobado los Estatutos formulados para la nueva Universidad, sino que había dispuesto que se hiciesen las adiciones convenientes de acuerdo con las circunstancias. De este   —330→   modo fueron pocos los cambios que se hicieron a los primitivos Estatutos.

En una comunicación posterior se daba cuenta del desenlace que tuvo esta labor de revisión. «A pesar, se decía, de la pronta actividad, con que los comisionados desempeñaron esta obra, las circunstancias de la época revolucionaria y la obstrucción de giros embarazaron la remisión de dichas adiciones, no habiendo podido éstas insertarse en el cuerpo de Constituciones, por la confusión que padecieron hasta el año de 1813».

Mientras se tramitaba la aprobación definitiva de los Estatutos y Plan de Estudios, se verificó un hecho que tuvo especial repercusión en la historia del país. En la Cédula del 20 de junio de 1800 afirmaba el Rey que el Presidente de la Audiencia le había informado que «había destinado para formar el claustro de Estudios una parte del Colegio Máximo que fue de los ex jesuitas y otra para acuartelar la tropa y que sin embargo había quedado buena porción de dicho edificio para dar a cualquier religiosa casa en que vivir». De hecho, al comenzar el siglo XIX, se distribuyó el edificio de los Jesuitas en el tramo destinado a la Universidad de Santo Tomás, en otro concedido a la Comunidad de los agonizantes de Lima y un tercero cuyo piso alto se destinó a oficinas de la Real Hacienda y el bajo para cuartel de las Compañías Veteranas. Precisamente en este lugar del Real de Lima fueron sacrificados el 2 de agosto de 1810 algunos catedráticos de la Universidad como los doctores Juan de Dios Morales, Manuel Rodríguez Quiroga, Pablo Arenas y José Javier Ascázubi.

Desde la navidad de 1808, en que se planeó la independencia, luego en la Junta que lanzó el primer grito y en el proceso de la lucha libertaria, fueron los catedráticos de la Universidad quienes estructuraron el aspecto jurídico del hecho y dieron sentido legal a los actos que se fueron verificando en el proceso de su realización total. A esto obedece un acápite de la carta de Toribio Montes que dice textualmente: «Habiendo tomado las armas en la revolución todos los alumnos de los Reales Colegios de San Luis y San Fernando, quedan ya establecidos, prohibiendo la admisión de aquellos, y también he arreglado la Universidad, reduciendo el número de clases a lo más preciso, suspendiendo que se estudie el Derecho Civil, por razón del sinnúmero de abogados que tiene esta ciudad, la cual en menos de cuarenta años ha promovido varios alzamientos»113.

Restablecido el orden por acción del Pacificador Montes, el Rey dispuso por Cédula de 4 de mayo de 1815, que se practicase una visita a la Universidad y los Colegios de San Luis y de San Fernando y se redactase un nuevo plan de estudios, para reorganizarlos de acuerdo con las circunstancias. El 11 de noviembre del mismo año Montes comisionó al doctor Nicolás Joaquín de Arteta que realizase la visita y formulase el nuevo plan de estudios.

El 23 de febrero de 1817 el doctor Arteta presentó a consideración del Pacificador su «Plan que propone el Comisionado para la visita de Universidad y Colegios al efecto de que se consiga el mejor establecimiento de sus estudios con arreglo a los artículos siguientes».

El plan constaba de trece artículos, que comprendían un programa total de enseñanza, desde las primeras letras hasta las Facultades Universitarias. El artículo primero comenzaba por las escuelas de primeras letras. La falta de comercio activo había reducido a un estado de pobreza a las clases sociales, que no podían costear la enseñanza de los niños. El Gobierno debía estimular al Ayuntamiento para que crease una escuela gratuita para niños y niñas. Los textos apropiados serían el Arte de escribir de Morante, la Ortografía y Caligrafía de Torio, la Gramática Castellana, Ortografía y Aritmética de la Academia Española, el Catecismo de Fleuri, El Niño Instruido y las Lecciones de Iriarte.

El artículo segundo contemplaba la Gramática Latina y Humanidades. Después de ponderar su necesidad para los eclesiásticos, insinuaba que las preceptorías se adquiriesen por oposición,   —332→   tanto para el Colegio de San Luis como de San Fernando. El preceptor de minoristas debía enseñar hasta la sintaxis, ejercitando a los alumnos en los Diálogos de Luis Vives, la Ética de Heinecio, las Fábulas de Fedro, Cornelio Nepote y Cartas de Cicerón. El de mayoristas debía enseñar la Prosodia, el Arte Métrica, la Mitología y la Retórica. En esta etapa debía destacarse la índole constructiva del latín y castellano, con la traducción de trozos selectos de Cicerón, Quinto Curcio, Tito Livio y Salustio y de las poesías de Virgilio, Horacio, Cátulo, Tíbulo, Propercio, Plauto y Terencio. Para los ejemplos de análisis, traducción y composición se aconsejaba el manejo de las obras de Francisco Sánchez El brocense y de Justo Lipcio y los Fundamentos del estilo culto de Heinecio. En cuanto a la enseñanza de la Retórica, se recomendaba a Quintiliano y Hugo Blair. Cada mes debía realizarse un examen de la materia y cada seis meses un certamen en forma de conclusiones.

El artículo tercero se refería a la Filosofía. Nadie podía estudiarla sin el certificado previo y el examen severo del latín y Humanidades. Para la Lógica se recomendaba a Heinecio, adoptando el curso lugdunense en los puntos manifiestamente erróneos. En los ejercicios de discusión debían elegirse cuestiones conducentes al conocimiento de las ciencias. Tanto la Metafísica, como la Física Experimental y la Ética debían enseñarse, acomodándose a autores modernos, como Brison, Corcini, Altieri, Paradefanges y el curso lugdunense.

El artículo cuarto trataba de la Teología cuya sublimidad se ponía de manifiesto. Según el nuevo plan esta ciencia comprendía el Dogma, la Moral y la Disciplina Eclesiástica. Se insinuaba que el catedrático de Prima enseñara los Dogmas llanamente, sin escolasticismo, sirviéndose de las exposiciones de Juan Lorenzo Berti y de Juan Francisco Villarregi y para los Lugares Teológicos de Melchor Cano y del padre Pedro Annato. El Catedrático de Vísperas debía seguir a Santo Tomás, suprimiendo las cuestiones inoportunas. El de Moral y Disciplina Eclesiástica debía desechar   —333→   el probabilismo y utilizar el Compendio de Pedro Collet y de Santiago Besombes y para la Disciplina el tratado del padre Tomasino. Para estimular el estudio de la Teología, se debía obligar a los clérigos la asistencia a este curso; imponer a los estudiantes la obligación del examen anual para pase de año; no dispensar el curso completo de cuatro años y conceder las becas para los Colegios de San Luis y San Fernando con la condición explícita de que los agraciados debían seguir el curso de Teología.

El artículo quinto se refería a la Facultad de Jurisprudencia. En la enseñanza debían unirse el Derecho Civil con el Canónico, por la estrecha conexión que tenían en la aplicación práctica. Los que quisieran graduarse en Derecho Canónico debían ser examinados por el curso del padre Pedro Murillo Belarde y en Derecho Civil por las Institutas de Rieger, Berardi y Selvagio o por el Compendio de Van Speir. Se describía con rasgos peyorativos el estado de decadencia a que había llegado el estudio de Jurisprudencia. Para remediar el mal se insinuaba la reunión de las rentas de las Cátedras de San Fernando a la Universidad de Santo Tomás y que los catedráticos obligasen a los alumnos que aprendiesen de memoria las lecciones diarias. El catedrático de Prima de Cánones debía explicar el origen, concatenación y autoridad de las leyes canónicas, valiéndose de la Sinopsis de Richard. El de Vísperas debía enseñar, al través de la Historia Eclesiástica, el proceso formativo de los Cánones, sirviéndose de la Historia Eclesiástica de Fleuri y del abad Berault Bercastel. El Catedrático Primario del Derecho Civil debía utilizar el texto de M. Domat, concordando con las Leyes del Reino. Y el de Vísperas estaba en la obligación de enseñar el Derecho Natural, el de Gentes y el Derecho Público, sirviéndose de Heinecio y de Domat.

El artículo sexto se concretaba a la Medicina. No obstante ser una Facultad tan necesaria para el bien público, era la menos atendida en la Universidad. La Real Cédula de 19 de enero de 1805 había adjudicado a la Universidad las Rentas de las Cátedras de San Fernando. Pero como era renta sólo ascendía a la suma de   —334→   sesenta y seis pesos anuales, era imposible conseguir catedráticos que dictaran sus clases con paga tan exigua. Tocaba, pues, al Gobierno y al Cabildo excogitar los arbitrios para rentar debidamente a los Catedráticos y establecer la Facultad de Medicina, que impediría a los empíricos ejercer el oficio de Médicos.

El artículo octavo se refería al estudio de las Matemáticas. Anotaba que la ignorancia de las ciencias era el lunar con que se afeaba a los literatos de Quito, cuya Universidad carecía de una Cátedra de Matemáticas. Insinuaba, como remedio, que su enseñanza no se limitase al trienio filosófico, sino que se la prorrogase a un año más, obligando a su asistencia a los alumnos de San Fernando.

Los cinco artículos restantes se referían a los Catedráticos en general (8), a las elecciones y vocales que elegían (9), a la elección de un Teólogo censor para los actos literarios (10), a la colación de grados (11), a los Bedeles y Conserjes (12) y a la reforma de los Colegios (13).

El artículo último sobre la reforma de los colegios estaba redactado a base de la experiencia que había tenido el doctor Arteta en su visita a San Luis y San Fernando. Lo primero que insinuó fue la limitación de vacaciones, que se las tenía del 14 de julio al 18 de octubre, en que se perdía la afición a los estudios. Luego pedía que se cortase el abuso de representaciones de comedias que se las realizaba en los teatros de ambos colegios. Reprobaba también la fácil asistencia de los colegiales a fiestas y funerales. Pedía asimismo que se reglamentara el horario de los días festivos. Finalmente se daban normas para el comportamiento tanto dentro como fuera de los colegios.

El informe y plan de estudios, trazados por orden de don Toribio Montes, quedaron sin resolución por cuanto el Pacificador hubo de ceder la Presidencia al general don Juan Ramírez de Orozco, quien tomó posesión de su cargo el 26 de julio de 1817. Con el nuevo Presidente, la organización de la Universidad se llevó por un camino de aparente legalidad. El Fiscal observó que   —335→   tanto en la visita como en el plan de estudios se había prescindido del claustro universitario, al cual según las Cédulas Reales correspondía formular las adiciones a los Estatutos y el plan para los estudios de la Universidad. En consecuencia, el general Ramírez ofició al Rector, el 27 de noviembre de 1817, pidiéndole informes acerca de las providencias que se habían tomado para la reforma de los Estatutos. El 15 de diciembre de 1817 el doctor Mariano Miño y Valdez presentó el informe solicitado, dando detalles de todo lo que se había verificado por parte del claustro universitario.

Los asuntos políticos provocaron la salida del general Ramírez, encargado de debelar el alzamiento que se había suscitado en el Alto Perú. Fue reemplazado en el mando por el mariscal de campo don Melchor Aymerich, quien desde antes había aspirado a la Presidencia de Quito. Con Aymerich se reanudó el proceso reformatorio de la Universidad. A petición suya, el doctor Luis de Saá que hacía de Fiscal, presentó un Informe sobre el estado lamentable de la Universidad, ocasionado por la ambición del cargo de Rector y la falta de rentas para los Catedráticos. Según él, la reforma universitaria debía contemplar los siguientes puntos: «Primero, se sirva Vuestra Excelencia hacer al Claustro la prevención de que en punto a elecciones observe literalmente la citada Constitución 7.ª, mientras se concluye la reforma del Estatuto, encargando al Rector cumpla inmediatamente la comisión de exigir y glosar las cuentas de los obligados como queda dicho. Segundo, que se advierta al Claustro no admita en la clase de Filosofía a los escolares que no sepan hablar y traducir suficientemente el idioma latino, en que se nota un considerable atraso; tercero, que no confiera grados en Filosofía a los que no sean dignos por su saber; cuarto, que proceda con la misma integridad en la dispensación de los demás grados, sin conferirlos a los que carezcan de cursos y matrículas legítimamente ganados con la efectiva asidua concurrencia a las aulas, la que se acredite con certificaciones juradas de los catedráticos y del bedel; quinto, que cuide   —336→   de enterarse de si los pretendientes han dado sus respectivos exámenes en los debidos tiempos, no pasando en el particular por otra clase de prueba que no sea el acta sentada en el libro correspondiente bajo de responsabilidad a los infractores y de nulidad de grados; sexto, que se abstenga de hacer mercedes en las contribuciones pecuniarias de los grados mayores contra lo dispuesto por leyes y Reales Órdenes, bajo de igual responsabilidad; séptimo, que haga que el bedel asista todos los días a la Universidad para cuidar de que los escolares lleven sus tareas y llevar el libro de faltas conforme a la práctica de todas las Universidades a que debe arreglarse el pago de salario; octavo, que no consientan sustitución de Cátedras contra el tenor del Estatuto; y nono, que en el perentorio término de cuatro meses dé cuenta de haber concluido la reforma del Estatuto según lo ordenado por Su Majestad en la citada Real Cédula; observando el actual con estrecho encargo al Rector de estar a la mira de su cumplimiento y participar a este Real Vicepatronato cualquiera infracción, en la inteligencia de que dentro del plazo mencionado debe arreglarse también el Plan de Estudios, teniendo presentes las ideas que en el particular ha suministrado el mismo señor Rector».

Este informe del Fiscal pasó a examen del auditor general de guerra señor Saravia, el cual dio su parecer el 29 de mayo de 1821, con algunas observaciones. Al fin Aymerich dio el siguiente Decreto: «Riobamba 4 de junio de 1821. -Me conforme con el antecedente dictamen del señor Auditor General de Guerra cuyo contenido se practicará en todo por la Secretaría de Gobierno cuidando de llevar todo lo que queda contenido.- Aymerich».

En cumplimiento de esta orden pasó el expediente de visita de la Universidad a manos del Rector, que era entonces el mismo doctor Nicolás de Arteta. El 20 de junio de 1821, el Rector acusó recibo del expediente y el 13 de julio se excusó de cumplir la orden de Aymerich, alegando sus ocupaciones de Provisor y sus obligaciones de Coro y Ministerio espiritual. La respuesta del   —337→   Auditor, a que se conformó Aymerich, fue: «que cuando el señor Suplicante fue electo Rector de la Real y Pública Universidad, tenía todos los demás cargos, pensiones y ocupaciones que expresa; y mediante a que sin embargo de ellas, admitió aquel y lo ha ejercido por cerca de dos años, no puede ni debe excusarse de cumplir con las obligaciones que le son anexas, como la tomar las cuentas a los que han administrado y manejado los privilegiados intereses del Cuerpo Literario y lo que precisamente debería practicar conforme a la última resolución de esta Superioridad, sin necesidad de la cual debió haberlo ya verificado por sí o por personas de su confianza para no incurrir en responsabilidad»114.

El último decreto de Aymerich sobre la reforma de la Universidad fue expedido desde Riobamba el 30 de julio de 1821; es decir, cuando estaba a la defensiva en la guerra de la Independencia. El 24 de mayo del año siguiente se dio la Batalla del Pichincha, que cambió la orientación política del país.




ArribaAbajo Los Colegios de San Fernando y de San Luis

Al cumplir el siglo XVIII la Provincia Dominicana de Quito anotaba, en el Capítulo Provincial de 1798, que eran dieciséis los Magisterios concedidos a la Provincia, doce por título de enseñanza y cuatro por título de predicación y veinte las Presentaturas, doce por mérito de enseñanza y ocho por motivo de predicación. Para conseguir los grados de Maestro y Presentado debían los pretendientes justificar sus méritos ante un tribunal designado por el Capítulo y ocupar el puesto, en razón de antigüedad de promoción. Los centros de enseñanza válida, que garantizaban el ascenso, eran el Estudentado de San Pedro Mártir de Quito, el Colegio de San Fernando y Universidad de Santo Tomás y el Convento de la Peña de Francia. En el comprobante de méritos   —338→   debían constar no sólo el dato de enseñanza, sino el número de Sabatinas y conclusiones que habían presentado, con el detalle de haber obtenido la cátedra por rigurosa oposición. Justificada la documentación de méritos ante el Capítulo, necesitábase la aprobación del General de la Orden para que el graduado pudiese gozar de los privilegios que le concedían las constituciones de la Orden.

Presentamos, a continuación, los catedráticos nombrados sucesivamente por los Capítulos Provinciales para el Colegio de San Fernando.

1794.- Regente de estudios y Catedrático y Lector Primario el padre presentado fray Joaquín Vera y Quevedo; Catedrático de Vísperas, padre fray Francisco Angélico Saá; Catedrático de Teología Moral, padre fray Mariano Benítez; Catedrático de Filosofía, padre fray Antonio de Ortiz; Preceptor de Gramática, padre fray Lucas Tenorio.

1798.- Regente Catedrático de Prima, padre presentado fray Ángel Francisco Saá; Lector de Vísperas, padre fray Pantaleón Trujillo; Lector de Teología Moral, padre fray Mariano Benítez; Lector de Artes, padre fray Manuel Ture.

1807.- Regente Catedrático de Prima padre fray Antonio Ortiz; Catedrático de Vísperas y Lugares Teológicos, padre fray Pantaleón Trujillo; Lector de Moral, padre fray Manuel Cisneros; Catedrático de Filosofía, reverendo padre José Falconí y Preceptor de Gramática, padre fray Ramón Estrada.

1816.- Regente Mayor y Catedrático de Prima padre fray José Falconí; Catedrático de Vísperas, padre fray Manuel Cisneros; Catedrático de Moral, padre fray Vicente Mantilla; Catedrático de Artes, fray Nicolás Jaramillo; Preceptor de Gramática, padre fray Tomás Guzmán.

Los Estatutos del Colegio de San Fernando, al organizarse bajo el Patronato Real, habían afirmado el derecho del Rey a vigilar la marcha del plantel mediante visitas anuales.

Antes de la refundición de la Universidad de Santo Tomás,   —339→   el Presidente de la Audiencia don García de León y Pizarro había practicado la visita como Vicepatrono el año de 1783. Después de casi veinte años el presidente Carondelet tornó a verificar la visita, de acuerdo con el título tercero, 7.º de los Estatutos. Para ello, el 2 de noviembre de 1802 comisionó al doctor Juan de Dios Morales, encargándole no sólo de examinar la situación del Colegio, sino de redactar un plan de estudios para las Facultades de Filosofía y Jurisprudencia que se cursaban en dicho instituto. El 9 de noviembre fue el día señalado para la visita. Del examen prolijo de libros y dependencias del Colegio aprovechó el Presidente para expedir su auto de ordenaciones, que fue notificado y aceptado el 17 del mismo mes. Desde la visita practicada por García de León el 10 de mayo de 1783 había cambiado la situación del Colegio, que no poseía ya la facultad de conferir grados. Respecto al edificio material se reconocía el buen estado de la Capilla; en cambio requería inmediata reparación una pieza destruida por el terremoto de 1797, que implicaba el arreglo del refectorio. Una vez rehecha la parte deteriorada, el Padre Rector debía en vacaciones blanquear todo el edificio para el comienzo de los cursos. Se ordenaba que todos los colegiales tuviesen su refectorio común, sin permitir en esto excepción alguna. Según los Estatutos se admitían seis fámulos pobres, que en pago a su servicio se les concedía seguir gratuitamente los estudios.

Para el Archivo debía hacerse un armario para guardar en él los documentos relativos al Colegio. En cuanto al Secretario debía ser un Jurista honorable y capaz, nombrado por el Rector, cuyo despacho estaría en un aposento, con la inscripción de Secretaría del Colegio sobre el dintel de la puerta. A cargo del Secretario estaría el Archivo. De su obligación sería hacer el índice de los expedientes y guardarlos en cartapacios por series de años. A él tocaba también hacer las informaciones de los Colegiales en su ingreso y rotularlas con el título de Información de D. N año de tantos. No podía ser removido sino por razón justa y con el visto bueno del Vicepatrono.

  —340→  

El Rector, al término de su cargo, debía rendir las cuentas al Provincial, para que las pasara a la aprobación del Vicepatrono. A fin de obligar al cumplimiento de este artículo se le proporcionarían formularios, que comenzarían a llenarlos a partir del primero de enero de 1803.

Para garantizar la conservación de fondos se ordenó que se tuviese una arca con tres llaves, donde se depositarían los caudales del Colegio para el pago de los Catedráticos. Al Rector incumbía exigir el pago de los censos en efectivo.

Tanto las becas reales como las dotadas por particulares debían pasar por la aprobación del Vicepatrono.

El Rector debía hacer el inventario de todos los libros de la Biblioteca por duplicado, en forma que un ejemplar se conservase en el Archivo y otro se entregase al Vicepatrono. Debía, además, facilitar la consulta de los libros necesarios a los colegiales.

De acuerdo con la constitución 15.ª n.º 24 debía evitarse la asistencia de los colegiales a entierros o fiestas que no estuviesen expresamente mandadas o permitidas.

A cargo del Colegio estaba el pago de barbero que debía rasurar cada quince días y de remedios de botica para los enfermos. El Rector debía vigilar la asistencia de los Preceptores de Gramática y rebajar el estipendio de acuerdo con las faltas, lo mismo que el cumplimiento de las oposiciones para la provisión de las Cátedras.

Debía esmerarse en el examen de pruebas para ingreso en el Colegio. El candidato debía exhibir no sólo el certificado de buena conducta, sino el comprobante de limpieza y calidad de familia, condición de la que no podía dispensarse más que en el caso de certificar su identidad de pertenecer a familia conocida en la sociedad. Esta información debía sujetarse al examen de la Comisión prevista por los Estatutos y pasar a manos del Rector, quien a su vez la sometería al juicio del conclave para la aceptación del aspirante. Luego, el expediente sería enviado al Vicepatrono para su aprobación definitiva.

  —341→  

Podían ser aceptados, previa documentación severa, los hijos naturales de padres nobles y los expósitos. No así los adulterinos, incestuosos y sacrílegos, lo mismo que los hijos de artesanos o de padres cuyos oficios no eran bien recibidos en la opinión del público.

Los candidatos así aceptados debían pagar, fuera de los derechos ordinarios, veinte y cinco pesos destinados al reparo del edificio del Colegio, de cuyo producto se encargaría el Rector con una cuenta aparte.

En cuanto al vestido se prescribían uno para casa y otro para los concursos oficiales. El traje ordinario debía constar de fraques de bayetón oscuro del país, pantalón de lo mismo, media bota y balandrán. En la calle y funciones públicas debían llevar bonete, guantes, medias negras, mangas negras o chupa entera. Al escudo bordado de oro, seda y plata debía sustituirse con uno de plata dorada, en que las armas reales debían ir orleadas con las de la Orden Dominicana y encima la corona real. Para caracterizar a los estudiantes debían llevar los Gramáticos una cinta negra sobre el cuello de la ropa; los Filósofos, una azul entera; los Teólogos, azul y blanca; los Civilistas, encarnada entera; los Canonistas, encarnada y verde.

Por lo que miraba al horario, estaba distribuido en la siguiente forma:

A las 4 ½ levantada y provisión de luz;

a las 5, estudio en los claustros;

a las 6, misa en la capilla; de 6 ½ a 8, estudio;

de 8 a 8 ½, almuerzo y descanso;

de 8 ½ a 10 ½, clase;

de 11 a 12, recreo;

a las 12, comida, luego recreo y reposo;

de 1 ½ a 2 ½, estudio;

de 2 ½ a 5, clase en el aula;

  —342→  

de 5 a 6; esparcimiento en juego de pelota, damas, ajedrez, etc.

de 6 a 6 ½, Rosario en la Capilla;

de 6 ½ a 8, estudio bajo la vigilancia de un Prefecto;

a las 8, cena;

de 8 ½ a 9, recreo;

a las 9, recogerse a dormir.

En lo sustancial se prescribía el mismo horario para los Filósofos, Juristas y Teólogos, con el cambio de las materias de enseñanza en las horas destinadas a las clases respectivas. Se recomendaba, para los catedráticos de cada facultad, el método de enseñanza de acuerdo con el nuevo plan de estudios impuesto por el Vicepatrono el 27 de setiembre de 1802. En general, se advertía «que en las tardes feriales en que no tengan campo, ni salgan a la calle, cuidarán los superiores de que se diviertan a su vista en los patios y claustros, sin permitirles que se encierren en sus cuartos dados, naipes», etcétera. Además «las sabatinas se tendrán indispensablemente todo el año por la mañana y tarde, alternando los Catedráticos de Filosofía, Teología y Jurisprudencia».

En el auto de visita se prevenían castigos por las faltas, pudiéndose aplicar cárcel, cepo, privación de alimento, de campo, de licencia para salir a la calle, correcciones públicas, según la gravedad de la falta. Se permitía vapulación sólo a los Gramáticos chiquitos, «como que no hay otro arbitrio para contener sus travesuras».

Se tomaba en cuenta el comportamiento urbano que debían observar tanto dentro como fuera de Colegio, como expresión de la educación integral que se proporcionaba en el plantel.

Finalmente, se advertía que Gramáticos y Filósofos debían ingresar el 15 de setiembre y los Teólogos el 18 de octubre de cada año.

El 18 de noviembre de 1802 el doctor Morales, como Delegado del Presidente, notificó el Auto de Visita, que fue aceptado y firmado por los Catedráticos y estudiantes. De la Orden Dominicana   —343→   firmaron el Rector y los Catedráticos de Prima de Teología, de Vísperas de Teología y de Moral. De fuera de la Orden, firmaron el doctor Rodríguez de Quiroga, catedrático de Leyes; el doctor Pablo Arenas, catedrático de Vísperas de Cánones; el doctor Quijano y los Catedráticos de Derecho Civil y de Artes. Como alumnos hicieron constar su firma el Maestro Yerovi, Teólogo; el maestro Soto, Teólogo; el maestro Vicente López Merino, Canonista; el bachiller Ramón Pizarro, Filósofo; el licenciado José Viteri, Jurista; el maestro José Celi, Jurista; el maestro Luis Gonzaga, Canonista; el bachiller José Félix Valdivieso y los gramáticos José Vicente Espantoso y Manuel Segundo Cortez115.

Consecuencia de la visita hecha al Colegio, fue la redacción de un nuevo Plan de Estudios para Filosofía y Jurisprudencia, que se encargó, respectivamente, a los doctores Luis Quijano, abogado de la Audiencia y Catedrático de Derecho Civil en el mismo Colegio y Juan de Dios Morales. El doctor Quijano intituló su trabajo: Plan de Estudios del Curso Ecléctico de Filosofía Moderna para el Colegio Real de San Fernando. El título indicaba el espíritu que animó la redacción del plan. Se aceptaba a Heineccio como autor básico de enseñanza, pero se insinuaba otros autores en cada parte de la Filosofía. El curso duraba tres años: en el primero se enseñaban Historia de la Filosofía, Lógica y Metafísica; en el segundo, Elementos de Matemáticas y Física General, y en el tercero, Física particular y Ética. Se reconocía, en general, que los escritos de Heineccio contenían doctrinas poco sanas, que debían ser sustituidas por otros autores. De este modo se aconsejaba el Compendio Histórico de Baldinoti y la edición española de Ernesto para la Historia de la Filosofía. Para la Lógica se recomendaban El Arte de Pensar de Arnaldo, del Tratado de la investigación de la verdad de Malebranch y la Lógica   —344→   de Genovesi. Para la Metafísica se calificaba como clásica la de Ernesto y se recomendaba a Fortunato, Genovesi y Condillac.

Para el segundo año se indicaba como texto los Elementos de Matemáticas y Física General de Jacquier. El tercer año comprendía la Física particular y la Ética. Para la primera se recomendaba al mismo padre Jacquier, completándolo en el sistema del Mundo con monsieur Para-du-Phanfac; en los tres Reinos de la Naturaleza con el Sistema Naturae de Linneo y, en general, con las obras de Besout, de Valmont de Bomare, Sigaud de la Fond y Muskembrock. Para la Ética se señalaba Heineccio, cuyas enseñanzas se completarían con las del padre Rosek, Nicole y Bergier. Se completaba el Plan con el reglamento de los actos privados y públicos que debían realizar los estudiantes, los exámenes que debían rendir y las oposiciones para aspirar a catedráticos.

El 27 de agosto de 1803, el Presidente remitió al padre rector fray Felipe Carrasco el plan de estudios, pidiéndole que informara en conciencia si había algún religioso que, por oposición, pudiese merecer la Cátedra de Filosofía, de acuerdo con el plan trazado por el doctor Quijano. El 8 de octubre del mismo año los padres fray José Falconí y fray Manuel María Rodríguez se dirigieron al presidente Carondelet, informándole que estaban dispuestos al examen de oposición, pero recusando al doctor José Mejía que había sido designado para presidir el acto, por cuanto era declaradamente enemigo no sólo del Colegio sino de la Orden Dominicana. En consecuencia fue nombrado en lugar de Mejía el doctor Manuel José Guisado. El resultado puede apreciarse de la siguiente resolución del presidente de 17 de octubre de 1803: «Con esta fecha he nombrado de Catedrático de Filosofía de ese Real Colegio al padre fray María Rodríguez y lo he hecho aunque ha venido en segundo lugar, porque estoy cabalmente impuesto que tiene conocimientos mejores de las Ciencias Exactas y Física Experimental que el primer propuesto. Los actos de oposición han sido notorios y el público ha quedado complacido al ver que un Religioso Dominicano haya desempeñado completamente el   —345→   suyo, defendiendo en la Theses que produjo toda la Geometría, lo que desde luego no esperaba. Este religioso promete esperanzas bastante lisonjeras a beneficio de la juventud, y estoy persuadido que mediante su aplicación y honor saldrán del Colegio de San Fernando sujetos bien instruidos en la Filosofía moderna, que en el día está recibida en todas las naciones cultas».

La redacción del Plan de Estudios para Derecho se hizo a petición del padre Felipe Carrasco, Rector del Colegio de San Fernando, quien expuso al Presidente la forma desordenada con que se dictaban las Cátedras de Jurisprudencia. Carondelet comisionó, el 25 de setiembre de 1802, al doctor Juan de Dios Morales, que redactase el mencionado Plan de Estudios.

El plan se concretó a señalar las horas, materia y método que debían seguir los cuatro catedráticos que componían el cuerpo docente. El de Derecho Civil debía dictar todos dos días de nueve a diez de la mañana y de tres a cuatro de la tarde. Comenzaría por el Derecho de Gentes de Heineccio y continuaría el primer año con los libros primero y segundo de las Instituciones de Justiniano y el segundo con los libros tercero y cuarto, procurando exigir el aprendizaje de memoria del texto que debía poseer cada alumno.

El Catedrático de Prima de Cánones debía dictar su clase de nueve a diez de la mañana y distribuiría en los dos años de curso los tres Libros de las Instituciones Canónicas de Selvagio.

El de Vísperas de Cánones debía tener su clase diaria de 3 a 4 de la tarde y distribuir en los dos años los cinco libros de las Decretales de Gregorio Nono por Murillo Velarde, con la que tenía el mérito de establecer concordancia con el Derecho Real de España.

El Catedrático de Leyes Reales o Derecho Público Nacional debía asistir de nueve a diez ante merídiem y de tres a cuatro post merídiem y enseñar la Instituta Real de Castilla.

Los cuatro Catedráticos debían presentar por turno cada sábado del mes las sabatinas a que concurrirían, bajo la Presidencia   —346→   del Rector, los Catedráticos de Derecho, de Filosofía y Teología y serían invitados al Colegio de San Luis y los Catedráticos de Derecho de la Universidad.

Cada uno de los Catedráticos debía también organizar una Conclusión Pública que debía verificarse en la Capilla del Colegio en un día interpuesto entre el 19 al 21 de julio.

Con este nuevo plan se eliminó el desorden que había en concurrir los estudiantes a diversas materias en una misma hora. Cada estudiante debía rendir examen para pase de año y concluidos todos los exámenes, el Rector y los Catedráticos darían el certificado para que pudiese presentarse al Juez y Director General de Estudios, quien debía dar el pase a la Academia Pública a fin de que se presentase al auto de prueba para adquirir los grados de Bachiller, Licenciado y Doctor según los Estatutos.

Desde el 21 de noviembre de 1802 se devolvía, en cumplimiento de la Real Cédula del 20 de junio de 1800, al Colegio Real de San Fernando las Cátedras de Derecho con las Rentas que le eran propias. El Presidente Carondelet comunicó este particular al Cuerpo Directivo de la Universidad para que confiriera los grados a los estudiantes que exhibieren los certificados de haber cursado los estudios de acuerdo con el nuevo plan y reglamento, acordados para el Real Colegio de San Fernando.

La reorganización del Colegio de San Fernando no encontró dificultad alguna, mientras duró el gobierno del presidente Carondelet. A su muerte acaecida el 10 de agosto de 1806, se inició la serie de sucesos políticos, que influyó también en la marcha de los institutos de educación pública. Entre los invitados por el marqués de Selva Alegre, en la Navidad de 1808, concurrieron a la Hacienda del Obraje, los abogados Juan de Dios Morales, Manuel Rodríguez de Quiroga y Juan Pablo de Arenas, profesores de Derecho en el Colegio de San Fernando. Ellos intervinieron también en el acto del Primer Grito y fueron los mentores del ideario que dirigió aquel movimiento inicial de la Independencia. Morales redactó el texto del acta del establecimiento de la Junta   —347→   Suprema de Gobierno, que la escribió Arenas de su puño y letra. Y entre los Ministros Secretarios de Estado constaron los nombres de Morales para el despacho de Negocios Políticos y de Guerra de Quiroga para los asuntos de Gracia y Justicia, y de Arenas para Auditor de Guerra.

El día 16 de agosto en la Sala Capitular de San Agustín, estuvieron presentes, para ratificar el Acta de Independencia, el cuerpo literario de la Universidad y los Rectores de los Colegios de San Luis y de San Fernando. Cuando, al terminar el año de 1809, fue debelado el movimiento de Independencia, fueron reducidos a prisión entre los promotores principales, precisamente Morales, Quiroga y Arenas, que habían enseñado la Cátedra de Derecho en el Real Colegio de San Fernando. Y fueron también ellos los que sufrieron el martirio el 2 de agosto de 1810.

La calidad de las víctimas y la forma como se verificó la tragedia excitaron los ánimos de todos, que se sintieron y mostraron solidarios con la causa de la libertad. Puede colegirse la intervención valiente de la juventud, de la resolución que tomó don Toribio Montes, después de su entrada a Quito el 8 de noviembre de 1810. «Habiendo tomado las armas en la revolución todos los alumnos de los Reales Colegios de San Luis y San Fernando, quedan ya restablecidos, prohibiendo la admisión de aquellos, y también he arreglado la Universidad, reduciendo el número de clases a lo más preciso, suspendiendo que se estudie el Derecho Civil, por razón del sinnúmero de abogados que tiene esta ciudad, la cual en menos de cuarenta años ha movido varios alzamientos».

Los episodios que preludiaron y siguieron al Primer Grito se realizaron durante el provincialato del padre Julián Naranjo, quien elegido en setiembre de 1807 continuó frente a la Provincia hasta el 25 de noviembre de 1815, fecha en que murió. El nuevo provincial padre Felipe Carrasco había sido Rector y Catedrático en el Colegio de San Fernando y en el Capítulo Provincial de setiembre de 1816 hizo nombrar para Regente y Catedrático   —348→   de Prima al padre José Falconí, para Catedrático de Vísperas al padre Manuel Cisneros, para Catedrático de Moral al padre Vicente Mantilla, para la Cátedra de Artes al padre Nicolás Jaramillo y para Preceptor de Gramática al padre Tomás Guzmán. En esta provisión de Catedráticos se hizo la siguiente advertencia previa: «Para nuestro Real Colegio de San Fernando damos para Moderatores no sólo en el Colegio sino también en la Universidad Regia y Pontificia de Santo Tomás de esta ciudad por gracia hecha a la Religión por benevolencia de la Majestad Real».

En setiembre de 1820 se celebró normalmente el capítulo Provincial; pero sobrevinieron los hechos de la guerra de la Independencia, que trastornaron la marcha de las Instituciones sociales y religiosas. En las Actas del Capítulo de 1824, se consignó simplemente esta constancia: «Denunciamos que el 20 de setiembre de 1820 se celebró el Capítulo Provincial en el que salió electo el muy reverendo padre maestro ex provincial fray Luis Sosa, cuyo escrutinio y actas celebradas en dicho capítulo se remitieron a España a nuestro reverendísimo padre maestro vicario general fray Ramón Guerrero, de cuya recepción no tenemos noticia ni consuelo alguno para esta Provincia, a causa de la incomunicación por motivo de las guerras».

En el Capítulo Provincial, celebrado en setiembre de 1824 resultó elegido el padre Mariano Paredes, doctor en la Pública y Pontificia Universidad de Santo Tomás. En las Actas se hizo constar la intervención del Gobierno en la vida religiosa. «Denunciamos, se decía, a Vuestra Reverendísima que los Conventos de Popayán, Cali y la Vicaría de Buga se han suprimido por el naciente Gobierno de la República Colombiana, porque con motivo de la guerra no hubo en dichos conventos ocho religiosos sacerdotes, conforme a la ley establecida por la República, a la que le dan fuerza y valor desde el momento de su sanción y así dichos conventos se suprimieron sin ser requerido el Prelado para que pueda llenar el número sancionado». Al mismo tiempo se daba a conocer que el Gobierno de la República Colombiana había decretado que la mitad   —349→   de los espolios de los religiosos difuntos se destinasen a la caja del Estado.

En el mismo Capítulo se procuró hacer un reajuste en orden a los estudios, como se colige de la siguiente amonestación: «A nuestra vigilancia y solicitud también importa mucho el cuidado sobre el adelantamiento de los estudios, por lo que para la instrucción de los discípulos y para poner por delante la obligación de los Catedráticos, amonestamos que los Reverendos Padres Lectores continuamente velen y frecuenten sus aulas sin que falten del mismo modo todos los actos que llamamos sabatinas comunes, conclusionsillas y meridianas. Más sobre todo amonestamos y encargamos al Reverendo Padre Regente de Estudios que mirando el estado presente de la Provincia no pierda de vista a dos estudiantes, cuidando al mismo tiempo no omitan los Reverendos Padres Catedráticos los actos que respectivamente les pertenezcan». En consecuencia se asignaron al Colegio de San Fernando por Rector al padre Antonio Ortiz y por Catedráticos a los padres José Falconí, Felipe Molina y Joaquín López.

En el Capítulo Provincial celebrado en setiembre de 1828 fue elegido Provincial el padre José Mantilla, doctor en la Universidad de Santo Tomás. En las Actas se hizo constar la intervención del libertador Simón Bolívar en dos asuntos relacionados con la Provincia. Dicen literalmente las denunciaciones al respecto: «Denunciamos que los Conventos de Popayán, Cali, Buga y el de Ibarra, que se hallaban suprimidos por el Gobierno de la República, los ha restituido ya el Señor Libertador Presidente Simón Bolívar, por un Decreto expedido en 1.º de julio del presente año, cuya devolución se manda sea con todos sus fondos y paramentos, a excepción de aquellos que legalmente se hubieren aplicado a algunos colegios o casas de educación». «Denunciamos que igualmente se ha levantado ya la prohibición de que pudiesen vestir nuestro santo hábito a menos de tener veinticinco años cumplidos, pues por otro Decreto se nos permite que podamos dar el hábito, según lo dispuesto por el Santo Concilio de Trento».

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En la parte tocante a los estudios se repite textualmente la amonestación del Capítulo anterior y se provee de Catedráticos en la forma que sigue: «Para nuestro Colegio de San Fernando y juntamente para la Universidad del Angélico doctor Santo Thomás, damos por Catedráticos, primeramente: Por Regente Mayor y Lector de Prima al reverendo padre presentado fray Antonio Ortiz, Rector.- Lector de Vísperas, vacante.- Lector de Artes, al reverendo padre presentado fray José Falconí.- Preceptor de Gramática, al reverendo padre fray Julián Fajardo».

Al padre Mantilla le tocó asistir a la transformación política de la Gran Colombia, que trajo consigo la creación de la República del Ecuador. Fuera de la intervención del Gobierno Civil hubo la provincia de resignarse a la ingerencia del ilustrísimo señor Rafael Lazo de la Vega, quien confirió algunos grados propios de la Orden a religiosos que no exhibían los méritos legales. En setiembre de 1832 se celebró normalmente el Capítulo Provincial y eligiose de Superior de la Provincia al padre Mariano Benites, durante cuyo gobierno fue privada la provincia de los beneficios de Pelileo y Daule, que ayudaban a las misiones y al fomento de los estudios.

En el Capítulo Provincial, celebrado en setiembre de 1836, salió elegido para dirigir la Provincia el padre Nicolás Jaramillo. En las actas se hacían constar las prendas del nuevo Provincial, cuya elección fue del agrado no sólo de las religiosos sino de las autoridades eclesiásticas y civiles. Entre las denunciaciones se hallaba la siguiente: «Denunciamos que nuestro Colegio de San Fernando, situado en esta Capital, ha sido ya prácticamente entregado al régimen secular, por cuanto en virtud de una determinación del Gobierno de esta República le han sido arrebatadas las principales cátedras de Filosofía y Teología, dejando únicamente al reverendo padre maestro fray José Falconí con la cátedra de Matemáticas y al muy reverendo padre fray Francisco Martínez con el mero título de Rector, y al reverendo padre fray José María Gil de Tejada con la cátedra de latinidad y el título de Vicerrector. Además todos los bienes temporales,   —351→   que a expensas de nuestra religión se dedicaron a beneficio de este Colegio, han sido entregados a la administración de un colectar secular, sin que hubieran surtido efecto todos los reclamos que se han hecho sobre el asunto».

Refiriéndose al Decreto con que el Poder Ejecutivo secularizó el Colegio, el padre Jaramillo dirigió el siguiente oficio a la Comisión del Interior: «Quito a 31 de marzo de 1837.- Señor: El infrascrito Provincial del Orden de Predicadores representa: que habiendo autorizado la Convención por su Decreto de 20 de agosto de 1835 al Poder Ejecutivo para dictar los medios más convenientes a la conservación y progreso de los Colegios; el de San Fernando, propio de la Provincia Religiosa de mi mando, se ve trastornado, según es público y notorio en esta Capital, a consecuencia de las órdenes expedidas por Su Excelencia el actual Presidente de la República. El trastorno ha prevenido de la mala inteligencia del Decreto Convencional, que no autorizó al Ejecutivo para atacar las propiedades de los Dominicanos que regulaban dicho Colegio, sino sólo para las reformas que no fuesen contrarias a la Constitución y leyes que daba la misma Convención. Creo, por tanto, que la presente Legislatura, lejos de aprobar el Decreto de 25 de febrero de 1836, inserto en la Gaceta de Gobierno n.º 183 respectivo a San Fernando debe declararlo anticonstitucional, y de consiguiente contrario al de la Convención. Una interpretación declaratoria como ésta, está en atribuciones del Poder Legislativo, y es lo que imploro de la sabiduría de la honorable Cámara del Senado. Para saber que los Dominicanos del Ecuador son legítimos propietarios del mencionado Colegio y sus rentas, basta leer los Estatutos de su fundación. En ellos consta que los Dominicos fueron los que costearon la fábrica y suministraron todo lo material y formal que necesitó para la erección del Colegio lo erigieron con las condiciones y aclaraciones que tuvieron a bien, porque los fundadores son libres para modificar su liberalidad, como mejor les parecía. Una de tales condiciones, que se ve repetida (foj. 4.ª vta. y 6 vta. de los Estatutos) es la de que las rentas   —352→   habían de ser para el sustento de los religiosos Catedráticos; que el Colegio había de estar a cargo de la religión; que si en algún tiempo se extinguía el Colegio (folio 4.º vta. de los Estatutos) habían de volver las haciendas y casas al Convento de donde habían salido, que debía servir para la enseñanza de la sana y sublime doctrina del Angélico Doctor y que sólo servirá para seculares. Sin embargo el Ejecutivo dijo que secularizaba el Colegio, como si antes hubiera sido eclesiástico o monacal; se sustituyó al Rey, como si en la República se lo pudiese considerar con potestad regia al Presidente; y tergiversando el sentido de la fundación dio a entender que no habían sido los dominicos los fundadores, ni debían volver a ellas los bienes de la fundación en caso de extinción, como si la parte dispositiva de la Cédula estuviese en contradicción con la parte narrativa [...]». Después de una detenida exposición de los motivos que justificaban su reclamo, concluyó el padre Jaramillo: «Para remedio de todo, os reitero, Señores Honorables Senadores, la súplica de que declarando el referido Decreto de Ambato, o revocando el del Poder Ejecutivo, o como viereis ser más justo, restituyáis a los Religiosos por quienes represento al goce de su Colegio de San Fernando con todas sus Cátedras de Gramática, Filosofía y Teología, y en los mismos bienes que poseía antes del despojo denominado secularización».

Don Celiano Monje publicó el discurso pronunciado por el presidente Rocafuerte en el acto de inauguración del nuevo Colegio secularizado, que conservó el nombre de San Fernando. «Hasta el año de 1841 el Convictorio de San Fernando satisfizo las aspiraciones del Gobierno, dando pruebas de adelanto, orden y disciplina. El canónigo señor Fabara y el doctor Antonio Gómez de la Torre, Rector y Regente, desplegaron celo y actividad en el cumplimiento de sus obligaciones, secundadas por el doctor Manuel Angulo, que dirigía la clase de Filosofía. Los actos de prueba que presentaron en esta materia y en la de Humanidades fueron lucidos. Basta citar los nombres de García Moreno, Pablo   —353→   Herrera, Francisco Moscoso, Rafael Carvajal, Santur Urrutia, Diego Bayas y otros, que desde muy temprano conquistaron la reputación de estudiantes inteligentes y aprovechados»116.

Desde 1862 el destino del Colegio cambió radicalmente, en virtud del contrato celebrado en Francia por el doctor Antonio Flores Jijón, representante del Gobierno del Ecuador, con la Superiora General de los Sagrados Corazones. La Legislatura de 1865 aprobó el contrato, cuya cláusula primera decía textualmente: «El Gobierno del Ecuador en cumplimiento de la Cláusula 4.ª del contrato celebrado en París, da para el establecimiento del Colegio de niñas que dirigen las religiosas de los Sagrados Corazones en la Capital del Estado, el edificio conocido con el nombre de San Fernando, con todas sus pertenencias, a saber: fundos rústicos, casas, tiendas, capitales a censo y rentas».

Del primer cuarto del siglo XIX se conserva manuscrito el texto de Filosofía que se enseñaba en el Colegio de San Fernando. Se advierte ya en cada tratado la orientación nueva que se dio a la enseñanza de la materia, insistiendo en las nuevas teorías de la Cosmología y la Ética. A vuelta de versos maliciosos que recitaban los alumnos, consta una lista de estos, cada cual, con su apodo familiar. Figuran, entre otros, Vidal Alvarado (el jetón), Pedro Acosta (el punchaqui), Francisco Landázuri (el cotudo), Pablo Guevara (el merro), Miguel Jaramillo (el sopas), Antonio Baquero (el buenmoso), Manuel Olivera (el loro), Pacífico Garzón (el lactarita), Pedro Cadena (el romboides), Mariano Acosta (el viejo), Joaquín Cárdenas (el rumilión), Felipe Valverde (el trompo), José María Lasso (el guzguz), José Salazar (el sordo), Manuel Perales (el rosquites), Juan Antonio Hidalgo (el tordo), José María Peña (el gnoto).

Con la firma de Vidal Alvarado como Secretario, se conserva también el Libro donde se asientan las recepciones de los Colegiales   —354→   de San Fernando, a partir del año de 1803. Se inscriben sucesivamente, los nombres de Vicente López Merino, José Viteri, Francisco Velarde (1.º de octubre de 1819), Domingo Miño (7 de noviembre de 1819), Basilio Delgado (30 de noviembre de 1819), Ángelo Larrea (30 de noviembre de 1819), José Cevallos (6 de diciembre de 1819), José Segundo Arroyo (23 de enero de 1820), Francisco Azevedo (28 de enero de 1820), José Escudero (2 de febrero de 1820), Plácido Ibarra (2 de febrero de 1820), José Amezaga (12 de febrero de 1820), Manuel Viteri (17 de febrero de 1820), José María Muñoz (21 de octubre de 1820). En todas las constancias anteriores firma como Secretario Mariano Veintemillas. José Muñoz (21 de octubre de 1820), Camilo y Mariano García (8 de noviembre de 1820), Antonio de Andrade y Rendón (8 de noviembre de 1820), Carlos Paz de Burbano y Espinosa (15 de enero de 1821), José Manuel de Guevara (21 de noviembre de 1821), Mariano Saldaña, Pablo González y Gabriel Munive (6 de noviembre de 1822), Antonio Solís (17 de noviembre de 1822), Miguel Miranda (8 de diciembre de 1822), Carlos Murriagui (17 de marzo de 1822), Antonio Jurado (5 de mayo de 1823), José Quevedo (6 de noviembre de 1823), José Peñaherrera (3 de diciembre de 1823), José María Valdivieso (4 de marzo de 1824), José Guerrero y Francisco Guerrero (29 de mayo de 1824), Antonio Arteaga (14 de junio de 1824), Manuel Moreno (20 de junio de 1824), Marcos Espinel (4 de octubre de 1824), Antonio Guzmán (3 de diciembre de 1824), José de San Miguel y Maldonado (4 de diciembre de 1824), Víctor de San Miguel y Maldonado (2 de enero de 1825), Ángel Espinosa (3 de febrero de 1825), José León (6 de febrero de 1825), Matías Vázquez (22 de junio de 1825), Pablo Terán (21 de octubre de 1825), Mariano Betancur (24 de octubre de 1825), Juan García y Nicolás García (22 de octubre de 1825), Domingo Paredes (19 de noviembre de 1825), Vicente Velarde (24 de noviembre de 1825), Nicolás Gómez (diciembre de 1825), Antonio Zambrano (27 de enero de 1827), Nicolás Sierra (4 de febrero de 1827), Ramón Pinto (12   —355→   de marzo de 1827), Mariano Arroyo y Pío Arroyo (12 de marzo de 1827), José Terán (11 de abril de 1827), Camilo Versal (12 de setiembre de 1827), Santiago Tobar y Manuel Tobar (11 de octubre de 1827), Mariano Montenegro (18 de diciembre de 1827), Nicolás Ramírez (12 de diciembre de 1827), Francisco Borja (4 de febrero de 1829), Juan Antonio Jurado y José María Jurado (10 de febrero de 1829), Vicente Garcés y Ponce (10 de febrero de 1829), Juan Ribadeneira (17 de febrero de 1829), Mariano Zambrano (13 de mayo de 1829), José Baca (14 de junio de 1829), Raimundo Fajardo (14 de junio de 1829), Mariano Proaño (17 de noviembre de 1829), Ignacio Saá (19 de junio de 1829), Mariano Zavala (27 de junio de 1829), Rafael Echeverría (21 de noviembre de 1829), Camilo Quintana (9 de diciembre de 1829), Francisco Valdés (25 de abril de 1831), Miguel Robalino y Rebalino Robalino (15 de marzo de 1832).

Los nombres de los alumnos que posteriormente cursaron sus estudios en el Convictorio de San Fernando constan en una representación que elevaron a la asamblea el 21 de marzo de 1851. El motivo lo manifestaron al principio y al fin del escrito. «La juventud estudiosa, dijeron, mira con mucho sentimiento la cuestión que se está agitando en vuestro seno y sobre trasladar la Universidad Central de la República al derruido local del Convictorio de San Fernando. Mira con mucho sentimiento esta cuestión porque el triunfo daría por resultado el deterioro de los establecimientos de instrucción pública como brevemente la manifestaremos». Y tras un largo y sereno razonamiento, concluyeron: «La Asamblea, Señor, debe establecer la paz y la unión en todo el Ecuador y evitar las discordias y las divisiones. Proteged en buena hora a los Jesuitas, porque así lo pide el pueblo pero no perjudiquéis los intereses de los demás. No levantéis, Señor, la prosperidad de los unos sobre la ruina de los otros. Conciliad los intereses de todos. Este es el deber de los buenos legisladores. Quito a 21 de marzo de 1851». Firmaban este documento: doctor Francisco Antonio Arboleda, doctor Ramón Viteri, doctor Amadeo Rivadeneira,   —356→   don León Espinosa de los Monteros, doctor Agustín Rafael Rivadeneira, doctor Pablo de Herrera, don Francisco Javier Salazar, doctor Francisco Emilio López, doctor Gabriel López Moncayo, José María León, Pedro P. Echeverría, Simón Amador, doctor José Toribio Novoa, Juan de Villavicencio, doctor Francisco Javier Parreño, doctor Daniel Sáenz de Viteri, Nicolás Zambrano, Tomás Lazo, Mariano Vázconez, Francisco Valdez, Joaquín Peñaherrera, Francisco Tadeo Salazar, Juan Montalvo, Flavio Regalado, Rafael Rodríguez, José Illescas, Vicente Piedrahita, Luis Emilio Miranda y Ramón Balvín.

A esta nómina de alumnos de San Fernando hay que añadir a José Joaquín Olmedo, quien desde los nueve a los doce años estudió en el Colegio dirigido por los Dominicos. Fuera del cantor de Junín, Pablo Herrera, Francisco Javier Salazar, Juan Montalvo y Vicente Piedrahita, intervinieron en la vida pública del país, ya en el campo de la política y en el de la literatura.

El local del Colegio de San Fernando pasó a propiedad de las religiosas de los Sagrados Corazones. El Colegio fundado por los Dominicos en bien de la cultura de la sociedad quiteña no ha perdido su destino inicial. La Capilla, las aulas y los claustros albergan todavía a quienes aspiran a una formación cultural a base de los principios religiosos.

En cuanto al Colegio de San Luis, el Presidente Diguja, en carta del 3 de enero de 1768, informó al Rey que había dado las providencias para que continuasen los estudios, después de la expulsión de los Jesuitas. Efectivamente, en agosto de 1767, el Canónigo doctoral doctor José Cuero y Caicedo se hizo cargo de la dirección del Colegio Seminario, cuyas clases se abrieron en el mes de octubre, con el concurso de numerosos alumnos. Pero no tardó largo tiempo en presentarse dificultades de carácter legal y económico. El Colegio Seminario con todas sus pertenencias había sido confiscado entre los bienes de los jesuitas. Ya el ilustrísimo señor Ponce y Carrasco interpuso su reclamo sobre el Colegio, que había sido fundado con rentas propias y destinado a la formación   —357→   de sacerdotes. Comenzó el litigio en 1772, en que se suspendió el funcionamiento del Seminario y se recurrió al Consejo de Indias para su resolución definitiva. El juicio duró hasta 1783, año en que la Corte sentenció a favor del Obispo, declarando que pertenecían al Seminario los bienes raíces que se le habían arrebatado. Con esta sentencia favorable, el ilustrísimo señor Sobrino y Minayo emprendió la reorganización del Seminario. Según el auto dictado el 3 de enero de 1786, el nombramiento de Rector debía hacerse por oposición y mediante una terna que presentaría el Obispo al Presidente de la Audiencia, a quien incumbía también nombrar los demás oficiales, de entre los propuestos por el Obispo. Las Cátedras debían ser siete: una de Gramática Latina, otra de Gramática Latina y Retórica, la tercera de Filosofía, la cuarta de Derecho de Graciano, la quinta de Decretales de Gregorio Nono, la sexta de Teología Dogmática y la séptima de Teología Moral. Estas Cátedras podían obtenerse en propiedad mediante oposición. No faltaron disgustos al Prelado desde el comienzo de esta reorganización. El rector don José Alejandro de Egüez y Villamar pretendió, alegando disposiciones del Patronato Real, el Gobierno del Seminario, con prescindencia del Obispo. Ventajosamente el Gobierno español terminó por reconocer las prescripciones del Concilio de Trento, que establecían los Seminarios bajo la inmediata jurisdicción de los Obispos. La nueva orientación que se dio a los estudios influyó también en los del Seminario. El doctor Miguel Antonio Rodríguez introdujo en el plan de enseñanza el estudio de álgebra, geometría, cosmografía y física, con aire de novedad reciente.

Sin embargo, la secularización de los colegios alcanzó también al Seminario en virtud de una Cédula de Carlos IV, que databa del 29 de agosto de 1801. En esta nueva etapa del Colegio Seminario leyó el curso de artes el doctor José Mejía Lequerica, quien orientó su enseñanza por el campo de las ciencias naturales. Data de junio de 1803 el certamen de Física y Botánica que Mejía dedicó al sabio español don José Celestino Mutis. En aquel acto   —358→   intervino Cardas con un discurso en que hizo el elogio tanto del director de la Flora de Bogotá como del joven Mejía que había tenido la iniciativa de interesar a los alumnos por el estudio de las ciencias naturales. En otra parte publicamos la lista de los abogados, que hicieron sus estudios de Humanidades en el Colegio Seminario de San Luis.





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