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ArribaAbajoCapítulo VI

Las clases sociales en los siglos XVII y XVIII


El indio, el mestizo y el blanco.- La posesión de la tierra.- Las familias regionales.- Los primitivos núcleos de la población.

Aquellos emigrados de las destruidas ciudades del sur, que en múltiples caravanas, lisiados y doloridos, vinieron a cimentarse en los valles del corregimiento, fueron los fundadores de las familias que poblaron sus tierras.

Antes de su llegada podemos afirmar que la vida social, fuera de la que llevaban los naturales, era casi nula, pues no existía la población blanca o mestiza. Ellos fueron los fundadores de largas generaciones, de donde surgió todo el pasado.

Región admirable para la agricultura por los múltiples dones que le brindó la naturaleza, vino a ser el refugio de aquellos desilusionados aventureros, que, empujados por los acontecimientos tuvieron que resignarse a sus sufrimientos y hundir profundamente la tosca herramienta en la tierra virgen. Así se operó la transformación de estos viejos veteranos en rústicos labriegos; el ancestralismo de sus abuelos hispanos pesó sobre sus destinos. Seguidos de sus indios se instalaron en las tierras que les fueron concedidas, levantaron chozas, poblaron las tierras de ganados y fueron troncos de viejas familias. Bien pueden desilusionarse los que no sienten en su corazón otra grandeza que la del esfuerzo y del sacrificio, pues tal es el origen de sus blasonadas familias.

Las leyes de Indias confirieron al Conquistador y a sus descendientes, las prerrogativas de los nobles de España. La supremacía de algunas familias, adquirida por el trabajo y el esfuerzo, y fortalecida por las convicciones morales, fue lo que formó en un principio la aristocracia de los siglos XVI y XVII. La calidad del sujeto, expresión moldeada desde los fueros más antiguos de España, fue un cuadro bien definido y marcado, donde cada uno tenía una situación según su rango.

En muchos párrafos de esta crónica he tratado de demostrar que aquellos guerreros convertidos en señores de un pueblo de indios o de una gran extensión de tierras eran poco menos que anónimos. En los primeros años de colonización del corregimiento del Maule, se distinguieron tres clases sociales: el indio, el mestizo y el blanco. Los mestizos tuvieron una situación muy variada, desde doña Águeda Flores, señora de Putagán, abuela de los Lisperguer, hasta el humilde Andrés de Alegría, del cual sus contemporáneos decían que «era un vagabundo», que vivía de limosna. El elemento mestizo constituyó uno de los primeros pobladores. Se establecieron allí, ya por mandatos judiciales, para cumplir una condena o voluntariamente, huyendo de las ciudades (Chillán o Concepción) para no ser esclavizados en los servicios domésticos de los blancos. Allí encontraron paz y tranquilidad y grandes campos donde establecer sus pequeñas manadas. Ocultas en la primera generación, ricos en la segunda, se fue poco a poco, perdiendo el rastro de su pasado, cosa que entre los muros de una ciudad no habrían podido acontecer. Cuando sus descendientes se avecindaron en las nuevas ciudades, ya habían pasado varias generaciones y su situación era igual a la de los más esclarecidos hidalgotes.

El indio fue el elemento más rudamente explotado; era el servidor, el labriego. El blanco fue el señor, aunque fuese un infeliz, lo era por su superioridad de raza, tenía derechos y escasas obligaciones para con ellos.

Existió una aristocracia o grupo de familias, poseedora de la riqueza, que gozó de los privilegios políticos y militares de la época. Su existencia cayó en el empobrecimiento, que la sumió en una casi completa aniquilación, para dar paso a otra, que vigorosa se levantaba a su lado, adueñándose de su fortuna. Estos fueron los comerciantes vascos del siglo XVIII. Tal desplazamiento se operó de una manera muy sencilla. La lenidad de su vida de terratenientes, formó hombres despreocupados, sin ambiciones, contentándose con su trabajo, enemigos del comercio por tradición, lo que les privó de una de las fuentes de la riqueza que la evolución social formaba.

Resolvieron vivir en la tranquilidad de sus campos. En cambio, los descendientes del elemento vasco enriquecido siguieron una vida más luchadora, comerciantes, políticos, profesionales.

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En el corregimiento del Maule sólo a un reducido grupo de familias podemos llamarlas regionales. Las demás, aunque radicadas allí, lo fueron sólo temporalmente, pues sus vinculaciones sociales y comerciales estaban en las ciudades de Santiago, Chillán o Concepción.

Aquel reducido número de terratenientes que se estableció en la región del Maule, en los últimos años de los siglos XVI y XVII, formó las primeras familias, cuyos descendientes se multiplicaron en gran número. Citaremos el caso de la familia Aravena, que sólo se componía en 1650, de un hijo del conquistador Esteban de Aravena, y a mediados del siglo XVIII era tan extensa, que sus descendientes eran lo suficientemente numerosos como para formar una compañía de las milicias del Maule.

En el movedizo y escabroso ramaje de los árboles genealógicos de las familias, hubo unas más importantes que otras, por sus riquezas o extensas vinculaciones. Así podemos citar a los Ortiz de Gaete, de cuyos miembros en varias ocasiones hemos tenido que hablar. Ella sirvió de vínculo para emparentar durante el siglo XVIII y principios del XIX, a todas las principales familias del corregimiento. Sus descendientes pasaron a formar el núcleo de fundadores y dirigentes en las ciudades que se erigieron en el partido. Así, a Talca pasaron a avecindarse los Donoso, Opazo, Castro, Urzúa, Silva, que eran Gaete en algunas de sus ramas.

Considerada esta región por largo tiempo como una frontera de guerra, esto es, un lugar inseguro para la vida y la labor pacífica, donde se desterraba a los criminales y se criaban los animales para el real ejército, fue solamente poblada, como ya lo hemos dicho, por indígenas y mestizos; los blancos pasaron por esta región, y sólo vinieron a establecerse definitivamente muchos años después.

Si pudiéramos recorrer como curiosos caminantes los valles del corregimiento, tal como se encontraban en los siglos pasados, con sus casas de paja, sus fuertes, sus capillas y sus indios, nuestra mente tendría que anotar muchas y muchísimas cosas, sentir la soledad en medio de aquellas inmensas estancias, y a lo largo de la ruta encontrar la casa de un veterano, ser recibido con aquella legendaria hospitalidad castellana y oír de sus labios relatos guerreros. Viejos recuerdos encierra toda esta tierra; sus campos, sus ríos, sus caseríos, sus nombres, nos aproximan a su pasado; a la vida de sus primeros y esforzados colonos, que allí sentaron sus reales para dar grandeza a su Rey, frutos a la tierra y sucesores a su casa.

La vecindad de las tierras y las relaciones de familias hicieron reunirse a estos esforzados colonos en grupos de familias que ocuparon una determinada región. Hoy día algunos de sus descendientes aún poseen esas históricas tierras, mientras que otros arrastrados y empujados por las circunstancias de los tiempos, abandonaron sus bienes y se perdieron en medio de la muchedumbre de las ciudades.

Podemos distinguir en estos primitivos pobladores los siguientes grupos de familias, con su localización más o menos aproximada.

Los de la Fuente Manrique de Lara, terratenientes en Cauquenes; tronco de los Fernández de Villalobos, Aravena, Candia, Quijada, Vergara.

Los Montero de Amaya, terratenientes de Chanco, Name y Unihue. Antepasados de los Opazo, López de Fonseca, Gélvez, Jaque, Sánchez, Colona.

Núñez de Silva. Terratenientes en Libun, Lora, Vichuquén y Huenchullami, abuelos de los Loyola, Vergara, Neyra, Núñez, Elguea, Donoso, Garcés.

Mier y Arce. Señores de Villavicencio, en tierras de Perquenco, abolengo de los Gallardo, Soto-Águilar, Córdova y Figueroa; de los Ortiz de Gaete, que con sus innumerables ramificaciones son antepasados de los Silva, Donoso, Sepúlveda, Castro, Opazo, Gajardo, Guerrero, Oróstegui.

Gómez (de la Montaña). Con tierras en Loncomilla, Putagán y Panimávida, tronco de los Amigos, Bruna, González, Molina, Castro, Gajardo Guerrero, Opazo, Quezada, etc.

Fernández Rafael, terratenientes en Loncomilla, tronco de los Gutiérrez, Oliveira, Rodríguez y Tapia.

Además de estos grupos de familias, podemos citar a otras que si no constituyeron un núcleo, son muy ramificadas y numerosas; a los Moraga, de Cauquenes, a los Oyarzún, de Vichuquén, a los Bravo de Villalva, de Perquilauquén, etc.

De las familias de procedencia europea, podemos citar a los Lothelier, de San Malo; a los Ibáñez de Irlanda; a los Cruz, de Génova; a los Diamantino, de Venecia; y a los Jofré (rama de Fco. casado con Navarrete) y a los Bovette, de Francia.

En los tiempos posteriores hasta fines del siglo XVIII, se fueron agregando a las familias nombradas otras nuevas que se radicaron en las ciudades fundadas de Talca, Cauquenes, Linares, Nueva Bilbao, Parral, etc.

El hecho de fundarse ciudades convirtió a muchos humildes, en una condición superior, igualándose a los más altos vecinos, pues quedaban en la condición de «vecino de casa y solar conocido». Los terratenientes preferían seguir viviendo en las mansiones de sus estancias, rodeados de sus riquezas, de sus caprichos, antes que irse a vivir a un estrecho solar, con una vecindad a veces despreciable para su orgullo.

A mediados y fines del siglo XVIII, existieron los nobles en contraposición de los plebeyos. Palabra, la primera, casi sagrada en los siglos anteriores, adquirió en esta época un significado más amplio. Nobles no significó ser de alto origen, pero sí, ser persona rica que había ocupado puestos políticos y militares, tanto él como sus padres y abuelos.

Tener abuelos en el siglo XVII no significaba ser noble, ni poseer el Don. En los cientos de documentos que han pasado por mis manos, son contados los pobladores que tuvieron el Don. Los demás podrían ser ricos terratenientes, viejos militares, pero carecían de esa palabra tan corrientemente antepuesta hoy día al nombre.

La nobleza criolla se fue formando paulatinamente. La persistencia de las fortunas en manos afanosas, el prestigio de su hidalguía, traducido en los empleos políticos y militares, constituyeron condecoraciones envidiables, que bastaron a singularizarla con características acentuadas.

Los padrones de las villas que se fundaron en el Maule distinguen claramente a los vecinos «nobles», agregándoles el «Don». Ellos formaron la aristocracia de esos pueblos, orgullosa hoy día porque ha perdido la supremacía y los privilegios, y ha entrado en la vanidad, sin querer volver a recorrer el camino del esfuerzo, único blasón del hombre.