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ArribaAbajoCapítulo IV

Los pretendientes al trono francés y otras cuestiones europeas


Cuando Metz acababa de caer en manos de Alemania, llegado a Madrid tras una grande ausencia en Tours, dije yo en la Cámara Constituyente que no corría peligro alguno la República francesa, en la conciencia y en la voluntad nacional asentada, siquier pasase por una crisis grave, a causa de haberla condenado el destino a recoger la tristísima herencia de los errores del Imperio. Pues digo ahora que la República no corre peligro en Francia hoy, a pesar de pasar por otra crisis grave que ha traído el jacobinismo, presente aún, como una mala madre, allá en el fondo de las ideas republicanas por fuerza incontrastable de la tradición y de la costumbre. Sólo a un partido embargado por el recuerdo de la Convención se le hubiera ocurrido temer a pretendiente de la índole del príncipe Napoleón, y asustarse por cosa tan ridícula y baladí como la última proclama bonapartista.

Su primera pretensión, la que a todas horas exhiben los bonapartistas, es la pretensión a representar el espíritu moderno, por haber sido una obra esencialmente revolucionaria la obra de Napoleón. ¡Parece imposible! ¡Obra revolucionaria la obra de Napoleón! ¡Cómo el interés o la superstición alcanzan que los ojos se cierren a la clara luz de la historia! ¡Oh! La obra de Napoleón fue la egolatría llevada a sangre y fuego por el mundo atónito. Sintiendo hervir un genio en su frente, un genio que él mismo estimaba sobrenatural y cuasi divino, intentó Napoleón que la tierra toda recibiese, como blanda cera, la marca de ese genio. Tal obra, considerada bajo el aspecto personal, considerada en el seno de la propia familia, podría ser una obra meritoria. Gracias a ella, aún se llamaban reyes y príncipes los parientes del siniestro hombre de la fatalidad y del destino. Pero, considerada desde el punto de vista humano, esta obra era una obra proterva. Soldado de la República, bien pronto se cansó de servir con gloria una institución y una idea. Los triunfos de Arcole y de Marengo eran triunfos de la democracia. Él necesitaba triunfos personales que sirvieran a su ambición y su orgullo. Para herir la fantasía de los pueblos extrañóse al África, y al Asia, y a la tierra de las conquistas, y al Oriente de las religiones, y a la cima de las Pirámides, y al pie del Sinaí, del Tabor, y al desierto, donde sus batallas podían ser contadas por leyendas y su persona entrar ya, por la trasfiguración milagrosa, en las celestes regiones de los mitos. Vuelto de allí, y apenas llegado al centro de Europa y a la capital de las revoluciones, asesina en tenebrosa conjuración la República. Una magistratura democrática no cuadra, no, a su genio. Un magistrado constitucional parécele un cerdo cebón. Washington es demasiado pequeño, ese hijo de los puritanos, ante el gran corso, discípulo de Maquiavelo. Para que el mundo lo vea se alzará sobre el pedestal de un trono, se ceñirá una corona asiática, se envolverá en purpúreo manto sembrado de áureas abejas, tomará en una mano el cetro que degrada, en la otra mano la espada que aniquila, y se llamará, por la fuerza y por la conquista, el árbitro de Europa.

¡La guerra! Siempre es horrible, siempre nefasta. Si algo puede excusarla, es la defensa de una idea. Pero mirad el Volga y el Guadalquivir enrojecidos; Moscou ardiendo y Cádiz bombardeada; desde Suecia hasta Lusitania, la matanza y el incendio; un reguero de sangre, otro reguero de llamas; los mares cerrados al comercio y las naciones abiertas a la invasión, todo por el orgullo de un solo hombre, y decidme luego si ese hombre, levantado sobre montañas de huesos y circuido de olas de lágrimas, merece o no la eterna inapelable maldición de la conciencia humana en la historia.

Cuando la revolución francesa, en sus comienzos, se vio asaltada por los tiranos, una guerra de defensa era una guerra de justicia. Cuando sus enemigos la obligaron a traspasar las fronteras, una guerra de propaganda era una guerra de humanidad mantenida por el derecho. Esta guerra de propaganda no podía tener tal carácter si no se libraba a dos capitalísimos fines: reintegrar los hombres en su derecho y los pueblos en su nacionalidad. Pero ¿se propuso estos fines el gran guerrero que azotó con sus conquistas los primeros días de nuestro siglo? En vano busco en las cenizas de sus obras Polonia resucitada, Italia unida, Grecia rehecha, el mapa de la democracia sustituido al mapa de la conquista. Napoleón unió Venecia al Austria, y luego Holanda y una parte de Alemania, el Piamonte y otra parte de Italia a su confuso Imperio. En vez de llamar los alemanes a la libertad y a la patria, se contentó con darles reyes tan ridículos como su hermano Jerónimo e instituciones tan detestables como la confederación germánica puesta bajo sus ensangrentadas espuelas. ¡Ay! Los polacos le habían dado su sangre, y él dio a los polacos el irrisorio ducado de Varsovia. Los españoles habían ido con él hasta la derrota de Trafalgar, y él dio a los españoles por todo premio las infamias de Bayona y la guerra de conquista. Los italianos habían sido parte muy principal de sus huestes, y él jugó a los dados, como si la Península fuera un gran tablero, con sus reinos, con sus provincias, con la autonomía de sus ciudades, con las coronas de sus reyes, con las tiaras de sus papas.

Un día dos emperadores, el Emperador de Francia y el Emperador de Rusia, levantado el uno sobre el cadáver de la República, levantado sobre los cadáveres de cien pueblos el otro; henchidos ambos de orgullo satánico, y ambos menospreciadores de las humanas vidas y de los populares derechos, como si fueran dos genios del mal resueltos a oscurecer el cielo con el incendio pegado por sus aleves manos a la tierra, reconociéronse y saludáronse hermanos; describieron sobre el mapa una línea, la línea del río Elba, a sus respectivos Imperios; tomó uno para sí todo Occidente, y tomó otro para sí todo Oriente, a guisa de conquistadores romanos; juntáronse en el intento de cerrar los puertos a Inglaterra, las costas al cambio pacífico del trabajo y del comercio; dividieron y descoyuntaron los dominios turcos, el archipiélago griego, el antiguo Egipto, para repartírselos como prendas de su mutua amistad; juraron renovar en la India, con escuadras francas y rusas, las épicas expediciones de Alejandro; y como los pueblos no murmuraban, y como los reyes, convertidos en viles cortesanos, les servían de rodillas, creyeron con la vertiginosa demencia contraída tarde o temprano como enfermedad endémica en las alturas sociales, enfermedad producida por las evaporaciones de la soberbia y del orgullo, creyeron que no había Europa, que no había nacionalidades, que no había fronteras, que el mundo todo era un predio y la humanidad toda un ganado de su incontrastable omnipotencia.

Y al poco tiempo iba el César de Occidente, como furioso, como poseído, como uno de esos endemoniados descritos en las leyendas monásticas; iba, a pesar de haber ya inmolado casi todos los hombres válidos viejos y jóvenes de Francia en los sangrientos campos donde blanqueaban montones de sus huesos; iba desde París a Moscou, en alas de incomprensible demencia, a una expedición sin salida, a una conquista sin resultado, a una guerra sin objeto y en la que nada alcanzó; después de haber visto el suelo alzarse bajo sus pies como si lo sublevaran las generaciones en su seno enterradas, y el aire enfriarse a su paso, cual si la muerte, concentrada por la naturaleza vengadora en aquel punto, lo hubiera helado con su glacial hálito; después de haber visto los hombres y los elementos conjurarse a una en su contra, nada alcanzó, decía, sino volverse solo, fugitivo, delirante, a recoger un Imperio yermo que se escapaba a su ambición, sin acordarse de 300.000 cadáveres tendidos sobre la nieve por su infame soberbia.

¡Y este hombre ha sido llamado el hombre de la revolución! ¡No, mil veces no! Ese hombre es como Juliano en el Cristianismo; como Bonifacio VIII en el movimiento civil de la Edad Media; como Carlos V en el movimiento religioso del siglo decimosexto; como Felipe II ante Holanda e Inglaterra: no el grande revolucionario, sino el grande reaccionario de la historia moderna. La Inquisición de España, que él dice haber apagado, estaba ya extinta en la conciencia de los españoles. El feudalismo germánico, que él dice haber destruido, estaba ya cuarteado en el suelo de la vieja Alemania. Las aristocracias de Génova y de Suiza, que él dice haber suprimido, estaban ya consumidas, devoradas por el aliento de la revolución francesa. Él no es más, no puede ser más que el gran reaccionario de la historia moderna. La revolución trajo la República, y él restauró la Monarquía. La revolución trajo la libertad, y él amordazó la conciencia. La revolución trajo la igualdad, y él resucitó la aristocracia. La revolución reveló el derecho, y él la conquista. La revolución separó la Iglesia del Estado, y él reanudó los Concordatos. La revolución iba hacia la concordia de los pueblos, y él hacia los imperios carlovingios; la revolución hacia la fraternidad universal, y él hacia el universal odio y la guerra. La revolución era la religión de la humanidad, y él era la fuerza, la matanza, la conquista. Y ese gigante clópeo se alza; taladra el pesado monolito puesto por la adulación sobre sus maldecidos huesos; rompe el sueño de la muerte que en sus huecos ojos pesa; y convertido por la leyenda en idea redentora y mesiánica, viene a matar nuevamente desde el fondo de la eternidad, en la fría noche de Diciembre, como el árbol maldito del mal, las nuevas instituciones, la libertad, la democracia, la República, para traer en cambio los mismos males que antes, la guerra universal, la conquista restaurada, el envilecimiento de una ilustre raza en la servidumbre y la fatal desmembración de la ilustre Francia.

Apenas se había un poco repuesto de la violenta emoción causada por los golpes despiadados de la muerte, a los cuales sucumbieran estadistas como Gambetta y generales como Chanzy, cuando sobreviene grande agitación, y de sus resultas esa fiebre con apariencia de vida y corrosivos de tisis, a cuyos ardores pueden acabarse las instituciones más arraigadas y consumirse las sociedades más fuertes. Volvían las cosas a su ser y estado natural; a sus discusiones el Parlamento; a sus trabajos el Ministerio; a su quietud la Presidencia, sin que nadie pudiese, ni por asomo, sospechar la condensación de una tormenta; y príncipe tan desacreditado hasta entre los suyos, tan disminuido en el concepto universal, tan puesto fuera de toda competencia por el consentimiento universal como el príncipe Jerónimo Bonaparte, desata los huracanes, enfurece a la Cámara, desorganiza el Ministerio, y, provocando impremeditadas medidas de proscripción contra las gentes de su rango, provoca una crisis en el Gobierno y en el Congreso tan grave para la libertad como para la República y la Francia.

No hace mucho tiempo que hablaba yo del príncipe Napoleón, diciéndoos cuantas maquinaciones urdía en favor de una restauración imperial, pura y simplemente imposible. Si abrierais vuestras colecciones y registrarais mis revistas, veríais como hace tres meses anunciaba su propósito de publicar algo así como un periódico, carta u hoja en todos los departamentos al mismo tiempo sosteniendo haber fracasado la República y conjurando, por lo mismo, a los pueblos para que la sustituyeran y reemplazaran con la monarquía cesarista y revolucionaria. Estoy seguro de que una sonrisa incrédula se dibujaba en los labios de todo lector sensato, dictada por el mandato de una conciencia lúcida y por lúcida incapacitada en absoluto de comprender cómo pretendientes heridos por el rayo del cielo y por los anatemas del espíritu pueden pensar en restauraciones, las cuales, haciendo retroceder a una generación entera en su natural crecimiento, al fin y a la postre acabarían por engendrar nuevas revoluciones, de cuyo seno surgirían la democracia y la República. Se necesita conocer el suelo de Europa y estudiar las múltiples raíces monárquicas en él entrelazadas para sentir el vigor que tienen las esperanzas de restauración alimentadas, sobre tantas ruinas colosales, por el jugo de tantos antiguos recuerdos. No importan Waterloo y Sedan, el tratado de Versalles y el tratado de Viena, la triple desmembración de Francia, para los pretendientes, que ven cómo las exageraciones republicanas atemorizan a los pueblos europeos, y cómo este pánico indeliberado e inconsciente trae una reacción monárquica en la cual se atiende tan sólo a la salvación inmediata y no a lo que piden la salud y la honra, como siempre que las generaciones de este siglo se hallan sorprendidas por la pública peste de un general terror.

A tal persuasión ¿qué había de resultar? Un acto demente, pero un acto grave. El príncipe Napoleón embadurna las esquinas de París con atroz proclama, en la cual veja la República y exalta el Imperio. Los madrugadores, los jornaleros parisienses, leen todas aquellas sartas de lugares comunes, y alzan unos los hombros y sueltan otros la risa. Valor se necesita para invocar el honor nacional a nombre de una estirpe sobre cuya conciencia y cuya historia pesan los horrores de Metz. Valor especialmente para hablar de la política interior, cuando la política interior napoleónica redujo el Estado francés, antiguo altar de los ideales democráticos, a una inmensa ergástula de siervos desesperados. En sentir de todos cuantos conocen la política a fondo y la juzgan con seso, tal audacia sólo merecía el desprecio. Ya comenzaba el Príncipe a llevar su merecido. Los diarios que podían parecer más adictos a su familia, recordábanle con triste unanimidad su oposición al Imperio napoleónico, sus conspiraciones de pretendiente frustrado, sus arengas demagógicas en los parlamentos imperiales, su enemiga irreconciliable a la emperatriz Eugenia, sus ideas republicanas dichas a cada evento, sus votos contra la política del diez y seis de Mayo dados en solemnísimas ocasiones, sus complicidades morales con la persecución a las órdenes religiosas y su comunidad de ideas con todos los heterodoxos, desautorizándole más aún de lo que está hoy en la pública opinión, indignada contra sus veleidades y sus arrebatos, los cuales tienen por igual todas las faltas así congénitas a la revolución y al cesarismo. Pero hay una Cámara en Francia que carece por completo de sentido, la Cámara popular. Y en la Cámara popular hay un partido que no vive sino en la exaltación y en el fanatismo, tan contrarios a la serenidad que pide la profesión del legislador y el culto religioso que necesita el derecho; y este partido exaltado tomó pretexto de cosa tan liviana como la arenga bonapartista, para proponer cosa tan grave como una ley excepcional.

Aquel célebre Floquet, cuya voz lanzó tantos vivas irreverentes al emperador Alejandro II en su viaje último a París el año sesenta y siete; aquel Floquet, conocido por sus ideas exageradamente municipales en la presidencia del municipio parisién; aquel Floquet, en quien el entusiasmo nervioso, especie de neurosis intelectual, impide la madura y constante reflexión política, presentó el proyecto de destierro universal contra todos los príncipes franceses, por la falta de uno solo; y la Cámara, en el aturdimiento propio de su complexión, votó la urgencia, sin pararse a presentir y prever los resultados de tan impremeditada resolución. Todo pudiera con facilidad evitarse, de haber allí ministros persuadidos del deber moral en que todo Ministerio se halla de dirigir las mayorías con firme voluntad y moverlas en su verdadera dirección, pues abandonadas a sí mismas, toman las inciertas determinaciones propias de todas las colectividades sin guía. Pero el Gobierno se sometió a la Cámara en vez de refrenarla o dirigirla, y prendió al príncipe Napoleón, dando con tal prisión colosales proporciones al baladí caso del manifiesto, lo mismo que pábulo y alimento al voto inconsiderado de la mayoría.

Resultado. La opinión, que se burlara del imbécil documento, comenzó a tomarlo en serio; la prensa bonapartista, que maldijera sin piedad al Príncipe, no lo encontró tan mal desde que vislumbrara en él aires de mártir; la emperatriz Eugenia, que estaba retraída, fue de Londres, y la princesa Clotilde Napoleón, que estaba como divorciada, pensó ir de Turín a París; y comenzaron fuerzas, que aparecían fraccionadas antes, a reunirse de suyo en torno de un Manifiesto, el cual hubiera caído a los pocos días en el olvido, como cayó, al aparecer, en el desprecio. Pero hubo más; un sentimiento de justicia y equidad se sublevó contra la idea de que los príncipes todos pagaran la falta de uno solo. Aunque los errores del partido republicano francés han puesto maltrecha la República, no tiene tanta debilidad que pueda temer las confabulaciones principescas. Luego, los Orleanes pertenecen al ejército. Una reacción natural contra el destierro que sostuviera tantos años el Imperio, y un decreto inspirado por el espíritu de la Asamblea de Versalles, devolviéronles sus grados en el momento mismo en que Francia estaba herida y el suelo nacional invadido y desmembrado. Debióse mirar mucho el regreso a Francia de regios o imperiales príncipes, cuyos nombres suponen ciertos privilegios de nacimiento y envuelven ciertas amenazas a la República; pero una vez instalados en paz, corríase riesgo, y gravísimo, de sublevar la opinión expulsándolos a todos por la falta o la voluntariedad de uno solo. Así, las dificultades surgían por todas partes; y el proyecto, aunque no tuviera tan señalado carácter de injusticia, tenía carácter de inoportunidad. Pero el Ministerio, en vez de considerar esto, presentó a su vez otro proyecto, a virtud del cual quedaba por completo en sus facultades, algún tanto arbitrarias, el rayar o no a los príncipes de los cuadros del ejército y el despedir o no a los príncipes de los dominios del Estado: término medio henchido de dificultades inenarrables. Así es que todo el partido radical se levantó en la izquierda, y todo el partido moderado en la derecha del Parlamento; aquél por parecerle tal proyecto sobradamente conciliador, y éste por parecerle tal proyecto sobradamente radical. Y los dos Ministros de Guerra y Marina declararon que no podían continuar en sus puestos, si los príncipes de Orleans eran dados de baja en el ejército. Y entre tantas perplejidades, el Ministerio todo ha caído y el Presidente le ha aceptado una dimisión total, que viene a reabrir las pavorosas crisis, a cuyo término se halla necesariamente un triste y nuevo enflaquecimiento para el Estado democrático y para su antes fuerte y compacto y pujante partido, una nueva y triste atonización. Teniendo que salir por algún lado, el Presidente decidió en su angustia dar la jefatura del nuevo Consejo de Ministros al Ministro de la Gobernación, M. Fallières, y monsieur Fallières dio las carteras de Guerra y Marina, en su apuro, al primer diputado civil que le cayera en gracia. Por fin lo libertó de tal eventualidad, por lo que a Guerra se refería, el hallazgo de un militar como el general Thibaudin.

¡Doloroso espectáculo! Aún aquellos que más lo habían previsto, no pueden acostumbrarse a él, ni someterse al conjunto de fatalidades que lo han traído. La deserción de los elementos conservadores, empeñados en matar la República el diez y seis de Mayo, trajo la supremacía del partido radical, empeñado en exagerar la República después de su victoria. Ni los conservadores se habían penetrado de que fuera de la República toda conservación era imposible, ni los radicales se habían penetrado de que fuera de la conservación era imposible la República. Tomaron éstos en labios la palabra reforma; y como tal palabra sólo contenía vaguedades, cayeron en la incertidumbre, resultado propio de la vaguedad, pero resultado nefastísimo a toda política. Constreñidos por su imprudencia incurable a hacer mucho, muchísimo, cuando no tenían que hacer nada, sino conservar la victoria, rompieron en guerra con la Iglesia y con las asociaciones religiosas. En esta guerra, no solamente ofendieron un grande instinto, al cual hay que atender mucho en los pueblos de educación católica, sino que violaron sus propios principios: la libertad de enseñanza y el derecho de asociación. Mas no era esto lo peor que tenía su conducta; lo peor que tenía tal política era la consecuencia fatal de dar alas al elemento más pernicioso para las Repúblicas, al elemento demagógico. En tan crítica situación vinieron las elecciones; y el ministerio Ferry, que sólo podía presentarse a ellas con el título de sus violencias, las dejó al arbitrio de los electores sin hacer lo que hacen los grandes parlamentarios británicos; constreñir al cuerpo electoral a que vote sobre un programa claro, y a que se decida entre la oposición y el Gobierno. La falta de propósito claro arriba, engendró abajo tales confusiones, que para comprenderlas no hay sino estudiarlas en las salidas contradictorias de la Cámara. Gambetta pudo remediarlo todo por su autoridad propia nacida de su nativo ascendiente; pero Gambetta creyó alcanzarlo variando el método de las elecciones, sin comprender que se necesitaba cambiar el conjunto de la política. Se derrumbó Gambetta, y vino Freycinet bajo los mejores auspicios; pero su indecisión debilitó el Estado sin fortalecer la libertad.

Entonces cayó Francia en la peor de las situaciones, en la más parecida por nuestro infortunio a la situación del Directorio, en unas Cámaras sin norte ni disciplina, encabezadas por un Gobierno sin política y sin autoridad. Y contra este Gobierno todo lo han creído posible los demagogos, como se ha visto en las terribles perturbaciones de Monceaux-les -Mines; y todo posible los pretendientes, como se ha visto en las audaces proclamas del príncipe Napoleón. Y la Cámara, sin norte, se ha despeñado por un abismo sin fondo; y el Gobierno, sin política, ni ha sabido disciplinar las impaciencias de la Cámara ni contener y destruir las maniobras de los pretendientes. ¡Ah! El partido republicano acaba de dividirse y atomizarse; ¿por quién? ¿por qué? Parece imposible; por los pretendientes. Conjurado contra sí mismo y caído en una demencia suicida, no comprende cómo su loco proceder muestra debilidad en la República y fuerza en la Monarquía. Entre todas las cuestiones suscitadas por los radicales franceses, ninguna en que hayan tenido tanta razón como en la cuestión de los príncipes. Sí, aquellos que fueron reyes de un país libre, no pueden ser, no, en ese país por mucho tiempo ciudadanos. Los Estuardos no lo han sido en Inglaterra; los Borbones no lo han sido en Francia; los Módenas y los Estes no lo han sido en Italia; los Hannovers no lo son en Prusia; ni D. Carlos y los suyos en España. Pero el don de los políticos es la oportunidad; y la medida contra los príncipes no podía ser más inoportuna y por consecuencia más peligrosa, puesto que da muchas alas a quien más conviene cortárselas, al partido demagógico. Y esta inoportunidad ha consumido ya un Ministerio y ha abierto una nueva sima entre las dos Cámaras. Haga cuanto quiera M. Grevy, para llegar hasta el término legal de su presidencia no tiene más remedio que componer un gran Ministerio conservador, y con este gran Ministerio presentarse resuelta y decididamente al juicio de los comicios, para que renazca la fórmula de salvación única posible, la República conservadora.

Nada más difícil de comprender que la dichosa cuestión de los Príncipes, tal como se discute y dilucida en las Cámaras francesas. Problema esencialmente político, este problema no puede resolverse a derechas, y en conciencia, sino después de un largo juicio contradictorio sobre las circunstancias y de una grande apreciación de los peligros. Si, como nosotros creemos y como nos ha confirmado todo el debate, la República tiene tal fuerza en Francia que definitivamente ha concluido para ella el periodo tempestuosísimo de las guerras civiles, toda medida de ostracismo contra cualquier pretendiente y de excepción contra cualquier partido, como falta de base que la sustente y de razón que la justifique y abone, cae por el suelo indefectiblemente a impulsos de su propia pesadumbre, sin alcanzar sino agitaciones convulsas y estremecimientos epilépticos, tan dañosos a la salud general de las naciones como a la salud de los individuos, que unas y otros han menester para vivir bien el dominio de la razón y de la conciencia sobre sus pasiones irreflexivas y sobre sus ciegas fuerzas.

La verdad es que al tercer ensayo de República democrática y liberal correspondía mayor madurez y juicio más sesudo en los republicanos franceses. Así como nuestro ideal ha perdido en la experiencia una parte de sus factores y componentes utópicos, nuestra conducta en el gobierno ha debido perder, a su vez, una parte considerable de aquellas irreflexivas impaciencias y de aquellos súbitos arrebatos que aquejan a los apóstoles y a los mártires. Los golpes de Estado no han provenido jamás de gentes destituidas de todo poder público y toda oficial autoridad. Lo mismo el diez y ocho de Brumario que el dos de Diciembre, la República pereció a manos de los constituidos por las leyes para defenderla y para salvarla. Si Napoleón I no hubiera tenido el mando absoluto de la guarnición parisiense, al perpetrar su terrible hazaña, y Napoleón III no hubiera tenido la jefatura del Estado, por el sufragio universal confiada entonces a su lealtad, ni uno ni otro lograran más resultado que afear con un motín pretorianesco nuevo los males de su patria. Príncipes destituidos de toda posición oficial; confinados en sus castillos, guarniciones y academias; sin asiento siquiera en las Cámaras y sin ninguna fuerza, ni burocrática, ni política, ni militar; príncipes caídos y olvidados, no podían amedrentrar más que a esta Cámara, herida por el pánico y desconocedora de que la República sólo tiene un escollo en sus caminos, la exageración y la violencia de los republicanos, a quienes pide con grandes instancias el cargo que tienen y el oficio que cumplen una prudencia y una mesura y una calma, sin las cuales perderíanse indefectiblemente, hasta los mayores estadistas, en demente y maldecido suicidio.

Lo cierto es que las dos Cámaras han llegado, por culpa del problema de los Príncipes, a un disentimiento profundísimo, y que tal disentimiento profundísimo puede traer, tarde o temprano, una irreparable catástrofe. La República seguramente ha menester un Presidente, un Senado con facultades propias, una Cámara popular emanada genuina y directamente del sufragio universal. Si alguna de las tres ruedas falta, la máquina cae sin remedio en profundo abismo. Así es que no cabe detenerse a considerar si la Cámara baja se ha mostrado en este conflicto demasiado impetuosa y la Cámara alta demasiado intransigente; lo que apena con amargo dolor a todos los corazones republicanos es la tristísima consideración de que una disidencia irreconciliable ha surgido entre las dos Cámaras, y llevado las cosas políticas a términos de suprema y triste angustia. Recógense a manos llenas los síntomas alarmantes. El comercio parisiense, protestando con firmeza de su adhesión irrevocable a la República, dirígese al Presidente y clama por la estabilidad en bien de las transacciones mercantiles y en provecho del trabajo y de la industria. Pero los radicales de la Cámara, los oradores exaltados, como Camilo Pelletan y Madier de Montiaut, piden a voz en cuello, no sólo medidas contra los Príncipes, sino represalias contra el Senado. Mientras tanto, en el municipio de París, un regidor demagogo, a quien acaban de apalear otros demagogos mayores por moderado, Mr. Joffrin, presenta nada menos que una medida tendente a reivindicar para el municipio cierto derecho indirecto de gracia, que debiera ejercerse hoy en pro de los condenados por las últimas perturbaciones socialistas. ¡Ah! No hay que ocultarlo. Todos estos hechos, coincidiendo con una constante agitación febril, traen a mal traer el Gobierno republicano y lo arrastran por pendientes pavorosas. La discusión del Senado apena por lo vehemente y apasionada. Mientras Challemel-Lacour, el antiguo amigo de Gambetta, conmina, con el mal humor propio de su temperamento, a los moderados para que voten de alguna manera la ley excepcional, éstos, recluidos en su intransigencia, rechazan toda concesión que no esté basada en principios universales de justicia y de derecho. Inútilmente han amenazado los radicales a los conservadores de la Cámara alta; la decisión de ésta, en último extremo, ha sido irrevocable, y el conflicto ha quedado en toda su insana fuerza y en toda su triste verdad.

Una política sin brújula debía dar diariamente un conflicto sin solución. Ya estamos en él, y es necesario salir, a toda costa y a toda prisa, con honor y sin detenerse para nada en lamentaciones pueriles. Hay dos políticas que seguir en Francia: una de conservación y otra de movimiento. La política de conservación es al par una política de libertad, y la política de movimiento es al par una política de dictadura, siquier se tienda por tradiciones añejas a que tal dictadura la personifique y ejerza una Convención soberana. La política de conservación verdadera, en cuyo seno se halla implícitamente contenida la libertad completa, está representada por los demócratas templados de uno y otro Cuerpo Legislativo; y la política de movimiento, en cuyo seno se halla implícitamente contenido el autoritario antiguo jacobinismo, se halla representada por los republicanos radicales e intransigentes. No he menester decir yo, y menos a mis lectores de siempre, cuál prefiero entre las dos políticas. Pero no se trata ya en Francia, dada la situación del Gobierno democrático, no se trata de calificar esta o la otra política, sino con prontitud de optar por alguna. Sí, hay algo peor que todos los errores, y es la incertidumbre; hay algo más triste y más nefasto aún que la dictadura, y es la anarquía en la impotencia. Elija, pues, el presidente Grevy, con la resolución propia de su responsabilidad, el camino que ha de tomar en estas circunstancias gravísimas. Cualquiera que tome ha de dar por necesidad en la disolución del Parlamento francés tal como hoy está constituido. Ni la política de libertad ni la política de autoridad tendrán mayoría en ese confuso Congreso de Diputados. Y podremos ir a unas próximas elecciones, para preguntar a Francia qué piensa, quiere y siente sobre la política mejor dentro de la República, institución fundamental fuera ya de litigio y de combate. Sólo así podríamos salir del angustioso estado en que hoy nos hallamos tristemente, sólo así podremos salir de la perplejidad y de la incertidumbre.

Hablemos de la política europea. Un anuncio de la mayor importancia resuena hoy en el mundo: la coronación próxima del Zar Alejandro. Amedrentado éste por las confabulaciones nihilistas, habíase perdido en las selvas y apartado de las ciudades, cual si toda sociedad le fuese molesta y abrumadora la imperial diadema que acababa de arrojar a sus pies el destrozado cadáver de su padre. El alejamiento y separación del mundo tenía tales caracteres, que las gentes cavilosas imaginaban muerto al nuevo soberano, y presidida y gobernada Rusia por una mera sombra desde los senos del Orco; Ahora la confianza de Alejandro III renace, y la cita del solemne acto se promulga con resonante autoridad. No menos que la suspensión de los ataques nihilistas, ha contribuido a esta calma la suspensión de los conflictos internacionales. Cuando el malogrado general Skobelef iba de ciudad en ciudad predicando la guerra eslava contra la colosal Alemania, y el caído Ignatief concitaba todas las cóleras panslavistas en las fronteras de Occidente, nada más difícil que una ceremonia de solemnidad y de paz. Mas ahora que por el último viaje de Giers las discordias entre Rusia y Austria se han apaciguado un poco y los conflictos orientales se han remitido a más tarde, ahora la ostentosa corte de Rusia puede celebrar esa increíble ceremonia, propia de los antiguos Imperios del Asia. En efecto, al llamar el autócrata con aire imperioso para que vayan a reconocer su esclavitud en los antiguos templos de Moscou, santuario de la tiranía y de la superstición, a las innumerables naciones degolladas bajo su trono, les habla, como a sus idólatras el ídolo y como a sus hatos el pastor, en la tristísima lengua de la más ciega soberbia, lengua que parece, no para los humanos, para las bestias, como en aquellos tiempos en que había castas sacerdotales arriba, y abajo miserables parias. Desengáñese por completo el Zar, para seguir esa política cruel ha de confinarse allá en los continentes de la esclavitud, pues mientras tenga ciudades europeas bajo su manto, estas ciudades estallarán, hasta en cóleras nihilistas, por alcanzar prontamente su indispensable libertad. El nihilismo, que aquí en las libres tierras nuestras es una demencia, es entre las tierras esclavizadas una imposición de la necesidad.

Otra cuestión gravísima embarga hoy la inteligencia de la diplomacia europea, la cuestión del Danubio. Río sobre cuyas riberas ejercen jurisdicción Baden, Wutenbergh, Baviera, Austria, Hungría, Rumanía, Servia, Bulgaria, Rusia, lleva en su seno todos los problemas orientales. Principalmente al acercarse al mar Negro y convertirse por el caudal y la extensión de su curso en verdadero brazo marítimo, se acrecientan las complicaciones y las dificultades, ya innumerables. El Austria, en nombre de la universalidad de Alemania, se abroga una especie de dominio eminente, que ofende a pueblos tan celosos de su independencia como los principados ribereños; y Rusia, poseedora del brazo que forma la desembocadura del Kilia, pretende sobre tal porción del inmenso curso fluvial un poder absoluto. Colocada Rumanía entre las pretensiones de Rusia y las pretensiones de Austria, inclínase por necesidad a las que le son menos dañosas, unas veces a las de Rusia, para contrastar al Austria, y otras veces a las de Austria, para contrastar a Rusia, puesto que si una le detenta de antiguo la Transylvania, incorporada con el reino húngaro, acaba de arrancarle recientemente la otra su Besarabia, definitivamente reunida por la violencia y por la victoria con el Imperio moscovita. Viéndose disminuida Rumanía en la conferencia de Londres, congregada para cumplir el tratado de Berlín último, en sus relaciones con la navegación danubiana, se llama tristemente a engaño y pide, no sólo voz consultiva, sino voto eficaz, para contrariar las ingerencias de Austria. La política de nuestra Europa, de la Europa moderna, pide y necesita el paso libre por las aguas fluviales, como el paso libre por las aguas marinas. Cierto que toda la región alemana, para su desarrollo y para su defensa, debe cuidar esa vía moviente, la cual abre a su actividad el comercio con Asia, en general, y especialmente con Persia; pero hay muchos intereses políticos, estratégicos, mercantiles, territoriales, empeñados en la extensa línea del Danubio, para que pueda consentir Europa el predominio de ninguna gran potencia, y mucho menos la facultad arbitraria de cerrar como muralla de la China líneas tendidas por Dios para la libertad entera de las comunicaciones y la relación estrecha entre los pueblos. La raza esclavona y la raza germánica se disputan el predominio sobre las aguas del Danubio, pues que recaba la libre circulación Europa.

Indudablemente, las cuestiones de Italia guardan ciertas analogías con las cuestiones de España. Elegida una Cámara por un sufragio recientemente ampliado, la democracia debía tener en ella representación mayor que en las Cámaras anteriores. Y esta democracia por fuerza debía dividirse a su vez en dos fracciones, de las cuales una permaneciera fiel y constante al verdadero ideal democrático, a la doctrina republicana, y otra quisiera transacciones y armonías con el principio monárquico, puesto que ha tenido Italia necesidad imprescindible de apelar a él para fundar su independencia y unidad. El Dr. Bertani se halla hoy a la cabeza de todos cuantos quieren la transacción y desean democratizar la monarquía italiana sin quitarle sus atributos esenciales y sus caracteres históricos. No entraremos nosotros a dilucidar la oportunidad política de tal movimiento democrático; pero sí diremos algo sobre la manía de sus fundamentos. Los que hayan adoptado el nombre de demócratas deben saber que adoptan el principio de igualdad en derechos para todos los hombres, con el principio de amovilidad y responsabilidad para todos los poderes. Por consiguiente, democracia y herencia en el poder supremo, democracia y privilegio hereditario en la pública y principal autoridad, digan lo que quieran, tanto Bertani como los demás demócratas eclécticos, son dos términos de todo punto inconciliables. Ya sabemos que las circunstancias históricas por que hoy atraviesa Italia no pueden habilitarla de ningún modo al cambio inmediato de la Monarquía por la República; pero esta situación excepcional no puede autorizar un sofisma, ni mucho menos cubrir con su sombra y justificar el error de los sofistas. Democracia quiere decir igualdad de todos en la libertad natural, con aptitud de todos para los cargos públicos, y como no hay medio alguno para separar nuestro cuerpo de nuestro espíritu sin que provenga la muerte, no hay medio alguno de separar la democracia y la República sin que provenga el privilegio.

Ya, por fin, tenemos en Francia Ministerio. El autor del artículo séptimo contra la enseñanza libre, que tanto funestara la política francesa, vuelve a tomar la dirección de los negocios públicos en otra crisis difícil para las instituciones democráticas. Acompáñale un general en guerra como Tibaudin y un diplomático en Estado como Challemelle-Lacour. Ningún marino de profesión ha querido recoger la cartera de Marina, y se le ha dado a un riquísimo armador. Sea enhorabuena. Waldek-Rousseau, el orador fácil y pronto, desconocido hace algunos años y empinado al pináculo por su amistad con Gambetta, quien reconocía en él grandes calidades, muy semejantes a las suyas, toma la cartera de Justicia, difícil hoy, cuando todos piden reformas para la magistratura y nadie sabe ni cómo proponerlas ni cómo cumplirlas. Es lo cierto que recuerda esta reciente administración los funerales de Alejandro, en que la legión de los lugartenientes se dividió un imperio engendrado y sostenido por el genio maravilloso y fugaz de tan excepcional conquistador. Los amigos de Gambetta se han repartido la política francesa. Para esto no han perdonado medio alguno, desde tomar por heredero de la jefatura insustituible a un Ferry, quien fue poco acepto a Gambetta, por haber preferido a su amistad la de Thiers, hasta vejar al yerno del presidente Grevy, al diputado Willson, por suponerle inclinaciones a Freycinet y a los suyos. De todas suertes habíase llegado a una triste descomposición general tan grande y a una extraordinaria anarquía tan profunda, que respira el ánimo fatigado al ver un Gobierno, sea como quiera, y ministros, sean los que quieran, al frente de un Estado sin dirección y sin guía.

El programa ministerial responde a los antecedentes de los ministros. Venidos a representar el desquite pronto y seguro, que cree la Cámara baja deber tomar de la Cámara alta, recuerda su resolución de aplicar las leyes militares a los príncipes franceses, aunque para ello deba forzar su espíritu y desconocer un tanto su letra. Dada esta satisfacción a las impaciencias y a las supersticiones republicanas, pídeles en cambio disciplina y organización, a fin de recabar la iniciativa propia del Gobierno en la presentación de los proyectos; iniciativa, la cual tendrá siempre, sobre la iniciativa de los diputados, el don de la oportunidad. Tarde ha caído nuestro amigo Ferry en la cuenta de lo mucho que importaba satisfacer esta imprescindible necesidad. Cuando dirigió las elecciones de cuyo seno ha salido la Cámara hoy congregada en el Palacio Borbón, dijéronle cuantos se interesan por la República y por la democracia con vivo interés, como no hay cosa tan justa cual dejar a los electores su libertad absoluta; mas después de haberles sometido un programa de política concreta, con lo cual no quedan abandonados a su instinto, sin saber ni en favor de quién ni contra quién, o en favor de qué o contra qué pronuncian sus votos y dan sus fallos. Digo del afán de tener mayoría sin haberla procurado en las elecciones, lo que digo del afán de seguir una política conservadora con medios radicales, con principios radicales, con estadistas radicales, con factores radicales, con un radicalismo completo en las ideas. Para seguir la política conservadora se necesita otro proceder diverso del seguido por los jacobinos con el clero, con el ejército y la magistratura. La República es el organismo conservador de una sociedad como la sociedad francesa que ha surgido de una gran revolución y que lleva en su seno los primeros necesarios principios y los sacros intereses del espíritu moderno.




ArribaAbajoCapítulo V

Las agitaciones socialistas y el gobierno republicano en Francia


Cerraríamos los ojos al resplandor de la verdad si negásemos el gravísimo estado de la Francia republicana. Relampaguea en aquellos cielos asombrados por negras nubes una tormenta preñada de innumerables calamidades. Agitación extrema en los ánimos, crisis fabril en los talleres, deficiencia inesperada en el presupuesto, alardes alarmantes del socialismo, ideas tumultuarias de los clubs, esperanzas facciosas de la reacción monárquica, procesiones rayanas en motines, insultos y atentados a la fuerza pública, saqueos de las tahonas, ataques a los coches, desórdenes allí donde se necesita más que por ninguna otra parte la regularidad del orden, una Cámara con propensiones convencionales, un Senado amedrentadísimo, una presidencia indiferente, un municipio revolucionario, un Ministerio no bien consolidado, los jornaleros exaltadísimos por esperanzas irrealizables, y los pretendientes por errores increíbles, el problema constitucional traído inoportunamente a impulsos del insensato radicalismo; todos estos terribles aspectos varios de un mismo intenso mal profundo muestran que si la política republicana y parlamentaria no toma pronto carácter conservador tan claro como resuelto, se consumirán los franceses en constante anarquía, tras la cual surgirá, como sucede siempre a los pueblos incapacitados de la moderación indispensable al ejercicio del derecho, violenta y vergonzosa dictadura.

Dos errores gravísimos predominan ahora en Francia, y de los dos dimanan cuantos males hoy deploramos y para lo porvenir tememos. Es un error el carácter monárquico de los partidos conservadores, y es otro error el carácter radical de los partidos republicanos. Los conservadores franceses no comprenden que combatiendo la República combaten la base única del orden social presente, y al combatir la base única del orden social presente dan fuerzas a la revolución comunista y callejera; mientras los republicanos franceses, a su vez, no comprenden que violentando la República y conduciéndola más allá de los límites señalados en el tiempo a nuestra generación, arrójanla en la utopía, y al arrojarla en la utopía provocan y aún justifican la reacción monárquica, o, por lo menos, la dictadura temporal.

Renuncien a toda ilusión las escuelas monárquicas francesas y a toda esperanza. Las formas del gobierno jamás obedecen a las arbitrariedades y caprichos de la casualidad; antes, como los organismos en los planetas, resultan del estado biológico de las sociedades humanas, y son como el continente necesario, y como el molde propio de la sustancia social de su vívido espíritu. Han concluido las formas monárquicas después de la revolución universal, en país tan adelantado y culto como Francia, cual concluyeron los telégrafos ópticos después de impuestos los telégrafos eléctricos por los adelantos naturales de la industria y del trabajo en armonía siempre con los adelantos naturales del pensamiento y del saber. Una monarquía encontraríase frente a frente del estado mental de las nuevas generaciones y en discordancia completa con la trasformación profundísima que ha experimentado Francia en el mundo al convertirse por su historia contemporánea y por sus radicales cambios opuestos a la fe política secular, en órgano del espíritu moderno y verbo de la idea democrática. Y encontrándose así, toda monarquía está condenada irremisiblemente a vivir en plena guerra y a perecer por la revolución. De consiguiente, no me parece amar mucho a su patria el francés deseoso de institución tan opuesta por completo al espíritu de Francia y tan preñada de irreparables catástrofes.

Sin embargo, los pretendientes atizan el incendio en que habían de quedar consumidos antes que nadie sus imprudentísimos partidarios; los periódicos realistas provocan las manifestaciones tumultuarias, aguardando de los excesos del mal un supremo remedio; y los oradores del Borbonismo y del bonapartismo en ambas Cámaras trazan apocalípticas jornadas para ver si viene por algún punto del cielo sobre los mares de cenizas y bajo las lluvias de pavesas entre los desquiciamientos del Universo y la extinción de los astros, el libertador armado con siniestro cometa por cetro parecido a guadaña y caballero con cabalgadura cuyas crines destilen gotas de humana sangre.

¡Ah! Si por traer la monarquía histórica, en cualquiera de sus manifestaciones conocidas, los monárquicos franceses corren peligro de hacer zozobrar la libertad, indispensable a todos como la luz o como el aire, y cambiarla por pretorianesca dictadura, la cual sería vergüenza y ruina de Francia, los republicanos franceses, a su vez, pecan gravemente contra su patria, y nuestra Europa no comprendiendo cómo la República democrática representa de suyo la conservación social y cómo dirigirla en proceloso rumbo hacia los falsos ideales de la utopía, extremarla en sus procedimientos, someterla sistemáticamente al socialismo, confundirla con todos los delirios, asestarla como un arma de guerra contra la magistratura y el ejército, convertirla en implacable y tenaz perseguidora del clero, equivale a servir la causa, no diré de la monarquía, imposible de suyo, pero sí diré de la dictadura, tremendo castigo propinado por la lógica inflexible de la Providencia necesariamente a todas las extravagancias democráticas, lo mismo en los antiguos que en los modernos tiempos, y lo mismo en las antiguas que en las modernas democracias.

Apenan y adoloran los últimos acontecimientos. A consecuencia de la instabilidad en el Gobierno, la penuria en el trabajo, y a consecuencia de la penuria en el trabajo, la inquietud en los trabajadores. Sábenlo muy bien los reaccionarios del partido realista y los exagerados del partido republicano; sábenlo a ciencia cierta y tratan de aprovecharlo para perder los unos la república y los otros para exagerarla, cómplices ambos mutuamente, sin voluntad ni conciencia, en sus sendas desastrosas maniobras. Podrán defenderse de tal tacha indeleble los conservadores demagógicos al uso, pero no podrán ocultar que mientras los periódicos republicanos, en su mayor parte, disuadían a los trabajadores de manifestaciones peligrosas, los periódicos realistas e imperiales, en su mayor parte, movíanlos y empujábanlos a sabiendas y deliberadamente hacia el extravío y la perdición, esperanzados de traer con jornadas de Junio dictaduras de Diciembre, como si la historia humana se repitiera con esa monotonía y las generaciones nuevas no escarmentaran alguna vez en cabeza de las generaciones suicidas a quienes destruyeron o esclavizaron sus errores y sus excesos.

No creáis que mis ideas republicanas me obligan a imputar los motines últimos a los diarios monárquicos. Conozco y confieso que hay en las democracias, a las cuales yo pertenezco, en su extrema izquierda sobre todo, harina bastante para componer y amasar un motín formidable; pero la última levadura, no lo dudéis, ha sido procurada y prevenida por la prensa reaccionaria. Yo he leído estas palabras en órgano de reyes cesantes: «Unos cuantos empellones bastan para conseguir que los jornaleros sin trabajo duerman esta noche calentitos en la mullida cama del presidente monsieur Grevy o del yerno M. Willsson.» Lo cierto es que, anunciada con oportunidad la manifestación, comenzaron a reunirse grupos de manifestantes al mediodía del once de Marzo en la inmensa explanada de los Inválidos. El gran edificio de Luis XIV, con su áurea rotonda, que semeja, por lo correcta y convencional, cortesana peluca de Versalles, destacaba sus frías líneas, de un gusto decadente, sobre sábanas de blanca nieve llovida en la glacial madrugada de día tan triste como nefasto. La concurrencia engrosaba naturalmente a medida que trascurría el tiempo y entraba la tarde; mas componíanla, no tanto trabajadores sin trabajo, pocos en número, y aún humildes en actitud, como curiosos de todos los matices políticos, muñidores de todos los clubs teatrales, pilluelos de todos los antros parisienses, locos de esos para quienes la fiebre continua y alta es el estado natural y permanente de las sociedades modernas, entregadas, según ellos, a una revolución intensa y poseídas por un sibilino delirio. Cuando ya montaba la suma un suficiente número para intentar algo, diéronse los gritos de «Al Palacio Borbón y al Elíseo»; es decir, a la residencia del Poder Legislativo y a la residencia del Poder Ejecutivo de Francia, no tanto para requerirlos a tomar alguna medida o emprender alguna reforma, como para desacatarlos ante la conciencia pública y perderlos en la opinión europea.

Mas el Palacio de la Presidencia y el Palacio de la Cámara tienen a su entrada fuerza militar, como auxilio necesario de sus respectivos poderes y seguro de su autoridad. Y ante la fuerza pública de uno y otro punto cedieron los amenazadores manifestantes, no sin haber desahogado su impotencia en gritos de rabia y en amenazas de melodrama. Constreñidos a moverse dentro de dos filas de armas trazadas con prudente antelación por la prefectura, y obligados a circular sin detenerse por la consigna de los agentes de orden público, no tuvieron medios de perturbar ni el sitio de la manifestación tumultuaria, ni el trayecto entre la explanada de los Inválidos y el Palacio de las Cortes y entre el Palacio de las Cortes y el Palacio de la Presidencia, muy cercanos, pues a la simple vista se descubren desde cualquier ventana o balcón de los alrededores el sitio donde se citaban y el sitio a donde se dirigían los ciegos tumultuados. La policía hizo a derechas su oficio, cumplió con su deber estricto, y así en los alrededores del Elíseo, como en los alrededores del Congreso, redújose a nube de verano la imponente manifestación, relampagueo continuo sin rayos y sin truenos, sin lluvia y sin granizo.

Allí estaban la Luisa Michel y la Paulina Minke, desconociendo en sus febriles mentes el estado de la sociedad moderna y en sus sublevadas personas la delicadeza del sexo femenil. Paulina empuñaba nerviosamente homicida revólver, y Luisa, sobre la escalera de un farolero, despedía las más absurdas proclamas, con ánimo de incendiar a todo París, y sin más resultado que atraer sobre su demente política y su dementada persona risas y burlas parisienses. Absurda, tanto como la triste arqueología monárquica, la triste arqueología revolucionaria. No hay Versalles poblados de reyes, ni Bastillas hinchadas de lágrimas, ni tribunales del Santo Oficio para extinguir el pensamiento, ni castillos en las alturas y siervos en los abismos sociales; por consiguiente, no puede haber en la tribuna y en el Estado aquellos Titanes que convertían las ideas en manojos de rayos para abrasar los viejos colosales poderes, ni en el pueblo aquellas muchedumbres que agitaban las teas revolucionarias en sus manos crispadas y traían los trágicos pero creadores días de la revolución universal. Luisa Michel, evocando las calceteras de la guillotina, se coloca tan fuera de sazón como la beata calcetera que busca los familiares del Santo Oficio.

Viendo que los esfuerzos para penetrar en el Congreso y para ir del Congreso al Elíseo no daban resultado alguno, las dos Pitonisas rojas, acompañadas por una parte de la multitud en delirio y precedidas de banderas negras, entre cuyos pliegues se veían sediciosas inscripciones, fuéronse por la orilla izquierda del Sena y por las antiguas calles aristocráticas de San Germán al barrio de la Universidad, en pos de la juventud que asiste a escuelas y liceos, propensa de suyo a movimientos y aventuras. Pero allí, en la montaña de Santa Genoveva, secular Aventino de las revoluciones del espíritu desde los tiempos genérisos del revelador Abelardo, sólo una carcajada histérica de menosprecio contestó a las profanaciones del progreso por las ridículas Euménides. Y no sabiendo éstas qué hacer, para no malograr completamente aquel día, persiguieron a pedradas los coches y entraron a saco en las tahonas, concluyendo y rematando tan desdichadamente la tristísima parodia del noventa y tres, sólo comparable a la parodia de Imperio representada por el príncipe Napoleón Jerónimo en sus desatentados manifiestos y en sus increíbles proclamas. A tales desacatos no había más remedio que oponer la fuerza, y a los impulsos de la fuerza en el poder no había más remedio en los sublevados que apelar a la fuga prontamente, y a la fuga tuvo que apelar Luisa Michel perseguida por la policía, ella, la profetisa del nuevo mundo social; ella, la sucesora de los antiguos gracos; ella, la Sibila del socialismo, como los deshechos calaveras o los delincuentes vulgares, sin haber conseguido más triunfo en aquel paseo de airadas pasiones que romper los cristales de algún vehículo, devorar el pan de algunas tahonas y convencer a los más célebres alienistas de que necesita la infeliz una larga cura para poner en sus goznes la desvencijada cabeza.

Después de todo esto no es maravilla que haya completamente abortado la manifestación del once de Marzo. Algunos miles de personas se reunieron ante la obra del Hôtel de Ville y en el espacio conocido con el nombre de Plaza de la Grève. Todos estos sitios gozaban de renombre por su temperatura tempestuosa, cuando nos hallábamos en el período de las revoluciones, y el barrio de San Antonio era la residencia de los trabajadores demócratas, soldados de la libertad, siempre dispuestos al combate y al martirio. Los tiempos han cambiado mucho y el sufragio ha sustituido al fusil. Por consiguiente, las manifestaciones tumultuarias no pueden hallar espacio ni eco en el sitio donde se alza el verdadero santuario de la democracia parisién y entre veteranos de la libertad que saben cuánto cuesta fundar la República y con qué trabajo se salva y se conserva. Empleó el Gobierno muchas fuerzas, expidió patrullas, apostó retenes, sacó de sus alojamientos los guardias republicanos de caballería, encerró la guarnición y supo aparejarla hasta para un combate; mas todo se redujo a una grande reunión de curiosos y a un millar de manifestantes, cansados los unos de ver y los otros de ser vistos, a las tres de la tarde, hora en que todo París volvía de nuevo a su profunda calma.

Pero apuntemos las coincidencias entre la desesperación de los monárquicos y la excesiva esperanza de los radicales, para que se vea cómo son a un tiempo enemigos en ideas políticas y cómplices del mismo crimen social y cooperadores en el mismo desastroso trabajo. M. Cuneo de Ornano escribe proclamas dignas de Luisa Michel, concitando al pueblo contra el Gobierno. El grito de «Al Palacio del Congreso» salió en la manifestación penúltima del pecho de M. Chincholle, redactor del Fígaro. La persona que más llamó la general atención por sus vociferaciones, y que primero cayó en manos de la policía por sus violencias, fue un redactor del Gaulois, antiguo secretario del príncipe Morny. Quien más impulsó las muchedumbres hacia el Elíseo fue sin duda el publicista reaccionario M. Rivière. Y al mismo tiempo el radical Joffrin presenta en el Municipio de París una proposición para que armen al pueblo y desarmen al ejército los gobernantes; y el radical Clemenceau habla de revisar la Constitución republicana, lo cual equivale a tener la República en perdurable fiebre; y el radical Ives Guyot insulta con palabras soeces al Gobierno; y el radical Clovis-Vigne dice que abofeteó a la Cámara el Senado con sus muletas de inválido. Gran maquiavelismo en los monárquicos y demencia suicida en los republicanos.

Mi amistad a Francia y mi amor a la República me inspiran la más vehemente reprobación a todas estas agitaciones gárrulas y estériles. Mas no se limitan al pueblo republicano; invaden todas las naciones y estallan a una en la cima de los mayores imperios. El Zar de Rusia remite su coronación, amedrentado por las conjuraciones nihilistas, dos años después del ascenso al trono; el Emperador de Alemania dicta leyes de dura excepción para contener con la fuerza del Estado a los mismos socialistas a quienes alienta con sus doctrinas extrañas acerca del triste socialismo de la cátedra; el Emperador de Austria sostiene improvisados y rápidos combates en las calles de Viena para extinguir las manifestaciones de los trabajadores encrespados; el Imperio británico, el primero y más poderoso y más formidable del mundo, mira con horror cómo estallan las materias explosibles bajo los grandes edificios de Londres y cómo los asesinos, después de haber inmolado al ilustre Cavendish, que representaba la reconciliación y la paz, invaden los jardines regios y atentan, hasta en aquel seguro de la majestad, a las predilectas damas de la Reina. Entre nosotros mismos los crímenes usuales en grandes regiones despobladas, las inquietudes prevenientes de las malas cosechas últimas y de la depreciación de los vinos jerezanos, el descenso de los salarios a consecuencia de mil concausas, la falta del cultivo en pequeño, tan favorable al agricultor y al jornalero, todos estos males de una región andaluza atribúyense, por el sentido común, a confabulaciones internacionales la revolución social y a influjo de los anarquistas europeos.

Respecto a España, y más aún respecto a Francia, creo que la triste agitación jamás pasará de la superficie ni ahondará en la médula de nuestras dos sociedades. El estado de los pueblos latinos, profundamente mejorado por la gran revolución económica, que ha destruido las vinculaciones y que ha desamortizado las tierras en manos muertas retenidas; tal estado hace que la utopía socialista se refugie allá en las muchedumbres de las grandes ciudades, muy ataraceadas por la terrible carestía de todos los objetos indispensable al consumo diario y en las regiones donde la propiedad se acumula, por incidencias independientes de la voluntad del legislador, en pocas manos, y las faenas jornaleras toman la triste angustia que suelen tener en las forjas y en las minas.

Pero no alcanza de ningún modo el movimiento socialista de los pueblos latinos la inmensa gravedad que alcanza ese mismo fenómeno en los pueblos germanos, sajones y moscovitas. Las raíces del feudalismo, aún a flor de tierra en Alemania; la complicidad moral de las clases altas con los ensueños apocalípticos de las clases bajas en Rusia; el carácter amayorazgado de la propiedad en Inglaterra dan mayor pábulo al socialismo en todos estos pueblos que aquí, entre nosotros, donde la división de las propiedades por la igualdad de los hijos ante la herencia y por el gran movimiento económico individualista tienden a nivelar con equidad las varias condiciones y a distribuir con proporción y con medida la riqueza por todo el cuerpo social.

Así, las últimas perturbaciones de París, la manifestación ruidosa y gárrula de los Inválidos y la manifestación abortada del Hôtel de Ville, más bien provienen de accidentes fortuitos y de la debilidad ministerial que de profundas y verdadera corrientes. Al resolverse con decisión el Ministerio por la indispensable resistencia, el orden ha entrado en su verdadera regularidad. Ha bastado que un ministro, el de Justicia, conminara seriamente a los fiscales para que persiguieran los delitos contra la seguridad pública; y otro ministro, el de la Gobernación, recordara que no pueden celebrarse reuniones al aire libre, sino en espacios cerrados y cubiertos; que otro ministro, el de la Guerra, concentrase las guarniciones en la capital, para que todos los elementos, salidos de madre, hayan repentinamente vuelto a su cauce, disipándose la manifestación amenazadora en favor de la comunidad revolucionaria como una engañosa pesadilla.

Más, mucho más hoy embarga mi ánimo y lo apena el movimiento de revisión constitucional, en hora nefasta iniciado por la extrema izquierda republicana, sin comprender cómo quebranta las instituciones nuevas y mantiene una innecesaria perturbación política. Muy pronto el partido republicano ahora olvida que la República se ganó por un voto no más en la Asamblea Constituyente de Versalles, y que la revisión significó por mucho tiempo una tendencia del partido realista y otra tendencia, no menos pronunciada y fuerte, del partido imperial contra la República. Los reaccionarios montaron una constitución frágil, con ánimo de cambiar los poderes electivos por los poderes permanentes y hacer de la nueva forma de gobierno una indefinida e indefinible interinidad. No lo creeríamos si no lo viésemos; no creeríamos que republicanos de abolengo cayeran a una en la red con tanto arte urdida por los monárquicos de convicción bajo sus plantas. Cuando la escuela monárquica sostiene que nuestras instituciones son débiles, nosotros debemos demostrar su solidez y su estabilidad. El ministerio Freycinet, débil bajo otros conceptos, en éste de la revisión constitucional tenía una gran fuerza y estaba en muy firme terreno, porque la resistía de todas veras y la contrastaba con soberano esfuerzo. El ministerio Ferry, para conciliarse los amigos de Gambetta, cuyo error consistió en una revisión relativa, también la invoca y la sostiene, aunque parcial y concreta, y aplazada para dentro de dos o tres años. Error, en mi sentir, también esta promesa increíble, aunque templada por el aplazamiento. En todos los pueblos libres las Constituciones alcanzan una respetable antigüedad. Se pierde allá en la memoria humana el origen de la Constitución británica, formada con ideas de todas las razas y fragmentos de todos los tiempos. La Constitución americana es muy vieja. Del año 48 data la Constitución federal suiza, ligeramente reformada el año 74 en sentido unitario. La Italia independiente, libre, una, cabe dentro del Estatuto de Carlos Alberto. ¿Por qué no había de caber la República francesa dentro de la Constitución de Versalles? Si el partido gobernante no lo comprende así, condena a la República sin remedio a la instabilidad, y condenándola por imprevisión a la instabilidad, fomenta las supersticiones monárquicas y trae la reacción universal.

Muchos republicanos de buena fe comienzan a comprender esta verdad evidente, y a tirar hacia atrás en el camino de perdición que habían emprendido al borde oscuro, del abismo donde abre su tenebrosa boca esa grande incógnita. Monsieur de Clemençeau, en cuyo espíritu late, como en todos los espíritus de alguna superioridad, la idea gubernamental, sigue más bien con aparato retórico que con profunda convicción política, la idea de revisión, pero encerrándola en tales misterios que parece, cosa tan clara y conspicua, un verdadero misterio. Monsieur Anatolio de la Forge, carácter elevado y entero, aunque muy radical en sus ideas, entiende que no puede llegarse hoy al radicalismo práctico; y retrocede y se acoge a la estabilidad constitucional. Idéntico proceder sigue un demócrata honrado y antiguo, M. Mairic, diputado de Narbona, quien dimite su cargo porque es designado como revisionista en las últimas elecciones, y alcanza todos los peligros de la revisión. Su amor a la patria y a la libertad le ha mostrado que con esas amenazas de cambios indefinidos se corre a la vaguedad política, y que con la vaguedad política se cae pronto en la incertidumbre pública, y que de la incertidumbre pública se pasa más pronto aún al malestar general. No ha nacido un hombre de su temple para mirar más a la tribuna pública que a la propia conciencia, para seguir más al comité de los electores que al conjunto de los franceses, para encerrar sus ideas en el distrito casero y no en el pueblo todo, para destruir ministros y encontrarse luego con que se han destruido ministerios, y con los ministerios todo gobierno, y con todo gobierno la libertad, la democracia, la República, la Francia; porque puestas las sociedades humanas en la terrible alternativa de optar entre la dictadura y la anarquía, optan siempre por la dictadura. Corregid, republicanos franceses, vuestras leyes paulatinamente dentro de la Constitución, pues los periodos constituyentes sin necesidad equivalen a periodos revolucionarios sin fuerza, y los periodos revolucionarios sin fuerza material y sin fuerza creadora traen un desmayo y enflaquecimiento necesarios, a cuyo término se halla la debilidad, que llama la dictadura y el cesarismo para dormir en paz el sueño abrumador de la reacción.

Sí, la revisión constitucional trae consigo toda suerte de riesgos dañosísimos sin compensaciones de ninguna ventaja. Un suicida instinto de perdición tan sólo puede aconsejar que, para combatir a todos los pretendientes, se resuciten y evoquen todas las pretensiones. Aquéllos que suspiran por una especie de Asamblea soberana, sin límites en su autoridad y sin contrapesos a su poder, no saben cómo hay una concepción más avanzada todavía dentro de la democracia: el plebiscito, y cómo dentro del plebiscito late por fuerza una amenaza terrible ¡ay! el Imperio. Así que pongáis en tela de juicio la Constitución vigente, producto, como todas las obras duraderas, de transacciones entre lo pasado y lo presente y entre lo presente y lo porvenir, vendrá por fuerza el debate universal sobre lo divino y lo humano, con la triste atomización de las ideas y la guerra feroz entre los ánimos. Vuestra obra de paz y de concordia se habrá venido a tierra. Una discusión a muerte, de las que siembran irreconciliables odios entre los individuos y las familias, traerá una de esas guerras espirituales, si menos cruentas, más largas que las guerras civiles, a cuyo término tendréis que someteros, como todos los pueblos divididos por pasiones implacables, al silencio y sumisión del más exagerado despotismo. Y surgirá la pretensión monárquica cual surgirán las demás pretensiones análogas. Y viviréis en perpetuo aquelarre de ideas confusas, en sábado infernal de teorías políticas. Y aquí surgirá la vieja sociedad, como una de esas horribles apariciones que vomita el purgatorio sobre la campesina gente al toque de ánimas; y allí vendrán de nuevo los doctrinarios, atribuyendo todos los males al sufragio universal y demandando el regreso a las clases medias y el sacrificio de las ideas democráticas, así para salvar un resto de libertad como para traer un seguro a la paz; y más allá se levantará el Imperio, mezcla informe y absurda de Carlo-Magno y Robespierre, proponiendo la dictadura perpetua para castigar a los gárrulos parlamentarios y cumplir las promesas del redentor socialismo; y más allá vendrán los comunistas de la cátedra ocurriendo con un Estado fuerte al remedio de tantos males como trae la triste agitación y con un procedimiento empírico a la cura de tantas llagas como abre la inquietud general en las fuerzas del infeliz trabajador; y tras todas estas legiones anárquicas y anarquizadoras, el cortejo de insensatos y dementes que hay allá en el hondo seno de los abismos sociales, el nihilista con la fórmula de guerra implacable a todo poder en los labios, y en las manos el siniestro rayo de la revolución cosmopolita.

Y si, al fin y al cabo, los republicanos estuvieran unidos, vaya en gracia. Pero ahí la división será más terrible todavía, y el resultado de tantas controversias y disputas mucho más infausto. Vendrá quien proponga la fortificación del poder ejecutivo, lanzado hoy a la calle, como trasto viejo, por la supremacía parlamentaria; quien arbitre una Constitución como la Constitución americana y suspire por un federalismo como el federalismo helvético; quién suprima el Senado por freno harto fuerte para el movimiento de una República popular; y quien maldiga del Parlamento y de las Cámaras, erigiendo sobre sus ruinas un remedo de Imperio con formas de República, semejante al que idearon los sucesores primeros de César para dorar un poco la ignominiosa esclavitud del pueblo.

No puede, no, darse mayor desventura, para iniciar agitaciones morales, que la triste agitación material, capaz de proponer a los pueblos cansados de fiebres la celebración del triste aniversario de la Comunidad revolucionaria como una verdadera fiesta nacional, cuando la Comunidad lo primero que combatía y que negaba era la nación. El Gobierno ha tenido que ponerse firme sobre sus estribos y que armarse del arma de la ley para contrastar tamaño atentado a la conciencia nacional. En virtud de semejante decisión ha preso a los anarquistas más tumultuarios y ha traído sobre París las guarniciones de los alrededores, proponiéndose contrastar la fuerza desordenada de abajo con la fuerza formidable de arriba. Y efectivamente ha pasado el l8 de Marzo, día del aniversario tan temido, y no se ha experimentado en París agitación de ningún género, por tantos aguardada. Los parisienses hanse ido al campo como suelen, y las fiestas idílicas y las églogas han reemplazado a las esperadas explosiones de vívido entusiasmo confundidas con explosiones de dinamita. El campo de Marte, sitio extensísimo, donde se pierden, como en triste llanura de la Mancha, los bordes del horizonte sensible por los inmensos espacios desiertos, no ha visto aparecer ni siquiera un revolucionario. Los curiosos miraban desde las alturas del Trocadero, y sólo descubrían los grandes edificios de París envueltos en una especie de cenicienta niebla, parte por un rayo de sol mustio esclarecidos, y parte asombrados por cenicientas nubes, aunque era el día de los llamados allí hermosos.

Pero si los anarquistas no han podido reunirse al aire libre y en público, hanse desquitado bajo techo y en asambleas particulares o privadas. El barrio latino ha celebrado el aniversario con bien poco entusiasmo. Algunos estudiantes habían querido prestar homenaje al triste recuerdo, sin haber acertado a mover con verdadero afecto ni a decir una palabra elocuente a su edad, tan propia para el idealismo y tan ajena de suyo al desengaño. Nada de provecho; disertaciones y más disertaciones, la mayor parte leídas y, por consiguiente, untosas y olientes al aceite de la vigilia, y poco idóneas para despertar las grandes pasiones, que despiertan con facilidad una palabra inflamada y un gesto imponente. Luego no había en aquel conjunto de innovadores socialistas ninguna unidad, y en cada discurso particular surgía una opinión individual, reñida con las opiniones que antes o después de aquella se proferían y expresaban. Un viejo comunista, individuo de la Comunidad revolucionaria en aquel tempestuoso tiempo, expidió larga disertación sobre su historia, y actor e historiador a un tiempo, no tuvo un acento siquiera que pudiese conmover a su auditorio. Hubiérase cualquiera creído en la Trapa de los cartujos deshabituados del lenguaje y no en la capital ateniense de los oradores ingeniosos, a no salir un tal Delorme con arrebatos enfáticos y originalidades y extravagancias ridículas. El Imperio de los Bonapartes había hecho de Francia una China, y la república de los burgueses ha hecho de Francia una Suiza, decía; por consiguiente, los franceses resultan hoy una mezcla muy curiosa de chinos y helvecios. Después de haber dicho esta gran barbaridad, se levantó, en alas de su entusiasmo profético, a encarecer y alabar los equinoccios. Y como algunos se explicaran este grandísimo entusiasmo de un héroe de la igualdad por la igualación estacional de las noches con los días, él ha dicho que no, que hacía tales encarecimientos por haber venido en un equinoccio, en Setiembre, día 4, la República, y en otro equinoccio, en Marzo, día 18, el socialismo. Y una carcajada general disolvió esta reunión comunera, en la que brillaba más la llama de los ponches que la llama de los pensamientos.

En otras salas han menudeado los discursos incendiarios y las amenazas de forjar una sociedad nueva en el molde hirviente de una revolución popular. Mas como quiera que faltasen los principales jefes, presos por el Gobierno, y que Luisa Michel, perseguida, hubiera desaparecido, no tuvieron animación los varios congresos anarquistas celebrados a un tiempo en diversos puntos de París. A propósito, Luisa Michel ha encontrado una discípula, quien deja muy atrás a su maestra en exageración y en violencia. Celebrábase una reunión de radicales, y en la reunión de radicales hablaba un regidor del Ayuntamiento parisién, tan avanzado como el demócrata socialista Mr. Ives-Guyot. El socialismo de su conciencia y el temperamento de su ánimo no fueron parte a impedir que conociera cómo las manifestaciones varias al aire libre, ideadas en Paris, eran obra y hechura de la reacción universal, decidida, por la cuenta que le tiene, a desordenar la República, para ver si viene, sobre el oleaje de una grande anarquía, el anhelado Imperio. Aún el orador no acababa de proferir esta justa imputación de las maniobras anarquistas a los partidos reaccionarios, cuando entró numerosa turba comunera y se dirigió a la tribuna, demostrando una vez más, con sus violencias, cómo respeta el partido demagógico la libertad de la palabra y la inviolabilidad del pensamiento. En pocos segundos Ives-Guyot se vio asaltado por una inmensa muchedumbre que le profería en los oídos palabras de muerte y le denostaba con homicidas insultos. Por un movimiento indeliberado de natural defensa, echóse hacia atrás, y al echarse hacia atrás, los energúmenos, poseídos del demonio de la ira, le cogieron a una con violencia y le derribaron sin piedad en tierra. Una vez derribado, echáronse rabiosos, todos en tropel, sobre su cuerpo. Uno le escupió y otro le pisoteó, y aún hubo quien, asestándole una cuchillada tras de la oreja hizo brotar de su cuello humeante sangre. Pues hoy los espectadores cuentan aún más, cuentan que la discípula de Luisa, enardecida por aquel espectáculo, conminó a los comuneros a quienes capitaneaba, con el aire de una Judith o de una Herodiades, para que cercenaran la cabeza en redondo al cuerpo del Holofernes municipal, y le permitieran a ella mostrarla en triunfo por calles y plazas, puesta en la punta de una buena pica, cual pasaba frecuentemente allá en el tiempo épico de la revolucionaria Convención.

Al demonio no se le ocurre celebrar el aniversario de la Comunidad revolucionaria. Todo cuanto desune al partido republicano francés debe relegarse al juicio de la historia y evocar lo que une, ya salvado de los ultrajes del tiempo y ungido por la conciencia universal. Cuantos proponen que las fechas nefastas del desorden y del incendio pasen por estrellas fijas en los horizontes del espíritu y en los anales de la historia, desconocen por completo la naturaleza humana, y olvidan cómo en ella, tarde o temprano, se imponen los sentimientos y las ideas de justicia. La fecha de la Comunidad es una fecha horrible. Sólo un pueblo dementado por la fiebre revolucionaria puede cometer un suicidio moral tan espantoso. La República vive y vivirá en Francia, porque la República resulta, después de todo, allí, la combinación mejor entre la estabilidad y el progreso como el mejor antídoto a la utopia y el más seguro preservativo contra la demencia socialista. Que jamás olviden estas verdades los republicanos franceses.




ArribaAbajoCapítulo VI

Los demagogos de Francia y los fenianos de Irlanda


La imprudencia de los republicanos intransigentes en la República francesa debe llamarse verdadera temeridad. Ningún asunto sobreviene que no compliquen ellos con sus locas arengas y sus desordenados propósitos. Lo mismo en las medidas tomadas contra los príncipes y pretendientes que en las manifestaciones socialistas del mes último; y lo mismo en las manifestaciones socialistas del mes último que en el movimiento de reforma constitucional, su intervención ruidosa y gárrula cede, sin duda, en bien de la reacción y del Imperio.

No me cansaré de repetirlo: el gran filósofo de la experiencia en los antiguos tiempos, Aristóteles, dijo la mayor de las verdades al decir que la democracia sólo podía perecer por la demagogia. Como los sanguíneos tienen que preservarse de las aplopegías, los republicanos tienen que preservarse de los demagogos. Cuando tocan éstos las cuestiones militares, parécenme niños que juegan con fósforos en la mano sobre un montón de pólvora. No habría proceder más reprobable si junto a su torpeza no estallara la perversidad de los monárquicos. Desesperanzados éstos de ganar la opinión por los medios legítimos, apelan a los más pesimistas, y así resultan cómplices de los más desalmados y reos de lesa Francia. Manifestaciones comuneras, clubs rojos, movimiento de subversión constitucional, cuanto sueñan de buena fe los anarquistas convencidos, explótanlo a roso y bello sol a tontas y a locas, indeliberada e instintivamente, los reaccionarios monárquicos, sabiendo a ciencia cierta, y he ahí su crimen, que juegan con fuego y que puede a sus arteras maniobras arder, no ya la República, su enemiga, sino la Francia, su madre.

Y el caso es que no alcanzan la reacción, acariciada con tanta ilusión y querida con tanto amor, no; porque nuestros tiempos en nada se parecen a los tiempos de la segunda República, tan procelosos, y no existe ya ningún novelista como Sué y ningún argumentador como Proudhon que toque a rebato con aquel estruendo, ni mucho menos ya existe aquel público medroso, y en su inexperiencia creído candorosamente de que bastaba decir en cualquier folleto «la propiedad es un robo» para que todos los propietarios se quedasen a una sin tierras y sin rentas. Hoy se toman todas esas utopías como errores inherentes a la debilidad humana y se mide la distancia inmensa que separa el propósito de su realización y el programa de su cumplimiento. Y a medida que más libertad tienen los vociferadores para decir cuanto les pida el gusto, menos poder tienen también para subvertir las sociedades humanas y volcarlas a su antojo en la reacción, haciendo de cada monárquico egoísta y redomado un salvador- providencial. Ningún Enrique V, ningún Felipe Orleans, ningún Napoleón Bonaparte salva ya las sociedades, que no se redimen por la intervención de los sicofantas coronados, sino por el ejercicio de sus grandes facultades colectivas consagradas con toda su grandeza en las instituciones modernas erigidas sobre los humanos derechos.

El aspirante a César conoce los medios cesaristas y sabe su confusión sustancial, con los medios demagógicos. Naturalmente, los rojos, los comuneros, los apóstoles de toda indisciplina forman fácilmente, con los sofismas que propalan y los terrores que siembran, el torbellino de átomos cuyas partículas componen a los Césares. Después un golpe de Estado los ciñe de su autoridad omnipotente y los arma de su dictadura vergonzosa. Todavía recuerdo el candor con que uno de los demagogos más célebres del mundo, una especie de ateo y comunista, muy exaltado en ideas y muy vehemente por complexión, me hablaba, no ha mucho tiempo, de su confianza en el príncipe Jerónimo Bonaparte, único capaz de oprimir a los republicanos y parlamentarios, hasta aplastarlos, a guisa de limón estrujado, entre las espaldas del pueblo y las legiones del Imperio.

No es nuevo el método seguramente. Profana Clodio los lares domésticos, y entra, disfrazado de mujer, en casa de los patricios, contra los sacros Cánones de los femeniles ritos; pues el partido de César, con los dineros del opulento Creso, cohechará los jueces, para que absuelvan tal atentado y desacrediten la justicia senatorial; escandaliza el tribuno Celso hasta Bayas, el puerto y bahía de todas las voluptuosidades epicúreas, y se atrae un público escandaloso juicio; pues César lo recibirá con gozo en Ravenna y lo llevará entre su corte y ejército con grandes lisonjas y cuidados a la guerra de España. Muere Catilina en los campos de la hermosa Etruria, dejando tras sí, al morir, partidarios, no tan valerosos como él, y mucho más corrompidos, pues tales partidarios ofrecerán, desnudos y ebrios, en las fiestas lupercales, a las sienes de César la corona de rey: que allí, en la política de aquellos tiempos, los cuales han dado su augusto nombre a los monarcas siguiendo la enseñanza y copiando el ejemplo de quien se decía sucesor de los Gracos, tribuno de los plebeyos, pronto a tener la mayor de las annonas para repartir pan al pueblo, y el mayor de los circos para divertirlo y agasajarlo, allí aprenden los Bonapartes a engañar a las muchedumbres hasta el extremo de hacerlas detestar la República parlamentaria, donde se hallan respetados sus derechos, y servir la dictadura imperial, que las sujeta ¡incautas! para siempre a ignominiosa esclavitud y las pierde y las deshonra con eterna infamia en la humana historia.

Ahora mismo, en este instante, la comedia se reproduce: publícanse manifiestos prometiendo una política más avanzada que la política republicana y un bienestar mayor bajo la tutela cesarista que el bienestar procurado por los propios derechos y el propio trabajo a cada ciudadano; impúlsanse, desde los conciliábulos imperialistas, las manifestaciones demagógicas, que saquean las tahonas y vuelcan los coches en la vía pública; envíanse a cada club vociferadores encargados de vomitar con sus sofismas el terror social por todos los ánimos; y luego se alienta la triste agitación constitucional, que quiere derribar el Código, a cuya sombra la pobre Francia, herida y desgarrada por la invasión que los Napoleones trajeran, se ha repuesto, coronando la igualdad fundamental de su democracia histórica con la más preciada de todas las coronas espirituales, con la santa y preciadísima libertad.

Por ser este bien de la libertad tan grande, hay que tenerlo en mucho y no arriesgarlo con temeridad. Y arriesga la República su movimiento regular y pacífico, disgustando al ejército e hiriendo a sus generales. Ya la cuestión de los príncipes, tan a deshora suscitada en triste arrebato de cólera, pecaba por su complicación aguda con el ejército, y por su tendencia indudable a desconocer lo funesto de toda ingerencia política en filas donde por fuerza debe reinar una sumisión y disciplina que ganan mucho con fundarse, no sólo en las ordenanzas públicas, sino en el asentimiento militar. Pues ha surgido ahora otra cuestión de igual género. Habíanse dispuesto unas operaciones de caballería en el Este y hallábase designado para mandarlas el general Galliffet, quien, además de una indudable competencia, posee una grande propensión a las ideas republicanas, como lo demostró en la crisis del diez y seis de Mayo, donde flaquearon y sucumbieron tantos otros al odio a la República y a sus saludables instituciones. Pues bien, al llegar el plazo de las operaciones, tramaron los intransigentes un desaire a general tan probado, e influyeron para que, bajo los más fútiles pretextos, se suspendiera la operación decretada o se negara su mando al general designado. La intriga tomó proporciones gigantescas, y el Ministro estuvo a punto de caer en la red que los imperialistas habían urdido y los intransigentes llevado al Ministerio de la Guerra. Por fortuna para todos el Consejo de Ministros tomó cartas en el asunto, y resolviendo con grandes medios de concordia aquel conflicto entre un ministro y un general a que habían dado extraordinaria importancia el mal querer de los monárquicos, prestó un servicio a la paz, y prestándoselo a la paz, se lo prestó también a la República.

Francamente, no comprendo la política exterior de Italia. Su inteligencia con los Imperios del Norte, proclamada con tanta elocuencia por el ministro Mancini, paréceme incompatible con la opinión italiana y contraria por completo a los intereses permanentes de la joven y progresiva nación, elevada por el esfuerzo de Occidente y el voto de todos los latinos a su independencia y unidad. Imposible departir con los veteranos del progreso en la península de una reconciliación estrecha con Austria y sus secuaces. Hay recuerdos que llegan a componer como la religión ideal de toda gran causa y como la leyenda poética de todo redimido pueblo. Y los que han visto en el potro a Milán y en el sepulcro a Venecia, los que han habitado aquellos plomos bajo cuyas bóvedas horribles se oía el llanto de las lagunas adriáticas, no pueden comprender cómo la política tiene tan flaca memoria y tan duras entrañas que no reconcilie, a nombre de los intereses italianos, a Italia con sus verdugos, ofreciendo tal holocausto a los manes de las innumerables víctimas transformadas en mártires de la nación por el sentimiento universal. Y la prueba de que Italia entera no comprende la finura diplomática de su Ministro de Relaciones Exteriores se halla en que Italia entera sigue con anhelo a los trentinos, cuando pugnan por volver al regazo de la patria común, y cree que una parte considerable de su antiguo territorio nacional con Trieste a su frente se halla detentado en poder de Austria con la misma violencia e injusticia con que detentara en otros tiempos el Milanesado y el Véneto. A su vez Austria no ha regateado los desaires a su joven aliada meridional. La visita del rey Humberto y su bella esposa, visita imposible de olvidar por accidentada y célebre, no ha sido en Roma devuelta y pagada como querían los italianos. El Emperador de Austria, que ha sancionado con su presencia en Venecia la cesión del territorio veneciano, hase resistido a sancionar con su presencia en Roma la ruina del poder temporal de los Pontífices. Y nunca menos que ahora pagará esa visita, cuya tardanza tanto molesta de suyo a los italianos, pues predominantes allá en todo el Imperio los eslavos sobre los alemanes, predomina con aquéllos, como se ha visto en las leyes sobre la pública enseñanza, el elemento, ultramontano, y el elemento ultramontano austriaco es cruel enemigo de la joven y gibelina Italia. Mejor, mucho mejor que la política exterior de Mancini paréceme la política económica de Magliani, porque acaba con el papel moneda y el tributo de la molienda; porque organiza ingresos y ahorra en lo posible inútiles gastos; porque cierra el presupuesto con sobrantes, los cuales, a pesar de las inundaciones, suben hoy a veinte millones de francos y subirán a cincuenta en el próximo ejercicio. ¡Loor, mucho loor al gran economista!

El Ministerio británico se muestra muy alarmado e inquieto del movimiento anarquista producido por los fenianos de Irlanda, en su lucha implacable y a muerte con la poderosa metrópoli, a que leyes mecánicas de incontrastable fuerza los sujetan, contra toda su voluntad y toda su conciencia. La explosión horrorosa en el palacio de Westminsther, al pie de las oficinas ministeriales del Gobierno local, ha provocado medidas tan rigurosas y atentatorias a los principios comunes de la libertad inglesa, que muestran cómo toda guerra trae consigo una suspensión del derecho y cómo toda suspensión del derecho sobrevendrá en las sociedades humanas siempre que la fuerza bruta se sobreponga, por cualquier accidente, a los medios pacíficos, más o menos eficaces, de curar las enfermedades sociales, que dentro de sí contienen hoy todas, sin excepción, las legislaciones modernas. El comercio y expendición de materias explosibles, como la pólvora, la nitroglicerina y otras, se sujeta rigurosamente a una reglamentación digna de cualquier estancado pueblo latino, poco propio para la práctica de los principios sajones; y la perpetración de cualquier atentado se castiga en sus fautores y en sus cómplices de un terrible modo y con penas tan enormes como la enormidad misma dada por el terror universal hoy al punible delito de las espantosas voladuras. En el entretanto las guarniciones se agrupan, las guardias se doblan, los medios preventivos se emplean, la policía se aumenta y todos los ingleses temen a un enemigo tanto más temible, cuanto que parece invisible y disuelto en las ondulaciones del aire, como los miasmas de la peste.

Y hay motivos para ello. Los estadistas angloamericanos, que veían de antiguo un proceloso peligro para su República en el aumento de la población irlandesa, lanzada por la desesperación sobre las costas del Norte de América, ya tocan sus profecías, palpables en las tristes agitaciones por los emigrados engendradas, las cuales llevan dentro de su seno los gérmenes de una horrible guerra marítima, si no la evitan con sendas medidas conciliadoras el común consejo y la común prudencia de dos naciones por cuyas venas circula una misma sangre y sobre cuyas respectivas historias se dilatan muchos idénticos recuerdos. Los más vehementes entre los fenianos, aquellos de complexión guerrera y de batallador espíritu, los exaltados por todas las conjuraciones, alardean de sus crímenes y amenazan con poner un volcán de dinamita en los cimientos de Londres. Unos dicen, para cohonestar el crimen de Fenix-Park y la inmolación de Cavendish, que los patricios, detentadores de las tierras irlandesas por un despojo, cuya horrorosa eficacia causara la miseria y la deshonra de generaciones enteras, enterradas en los surcos de aquellos infames feudos, no son acreedores ni al respeto humano ni a la divina misericordia. Otros aseguran que urdirán una guerra tan vasta, desde las playas del Nuevo Mundo, contra los poderes del Viejo Imperio, que Inglaterra saltará en pedazos pronto, hasta desvanecerse sus dominios como una lluvia de aereolitos en el cielo y como una tromba de aguas y huracanes en el mar. Y todos concitan los ánimos a reunirse para sumar fuerzas materiales y recursos pecuniarios con que intentar una guerra de verdadera desolación y exterminio.

En efecto, las amenazas no quedaron reducidas, como decían los diplomáticos de allende los mares, apremiados por la diplomacia de aquende, a meras bravatas. Un principio de rápida ejecución material sucedió a los propósitos internos y a las palabras amenazadoras. Cierto conspirador, que llevaba inmenso cajón de nitroglicerina, fue a las pocas noches apresado en el Hôtel Central de Londres, y un depósito de la materia inflamable y explosible, descubierto en las calles más céntricas de Birmingham. Por virtud de aquel apresamiento y sorpresa, cayeron seis conspiradores más en manos de la policía británica, y con ellos muchos papeles y listas, que han dado como un hilo para descubrir el horrible complot amenazador, no solamente al ejercicio tranquilo de los altos poderes ingleses, sino también a la vida y la paz de los más inofensivos ciudadanos. Las cabezas de conspiración pertenecen a todas las clases sociales, pues hay un médico, un comerciante, un abogado, un jornalero, todos irlandeses residentes en el Nuevo Mundo, quienes al presentarse a los tribunales bajo la inculpación de haber querido saltar un barrio de cincuenta mil almas, pues para ello le sobraban elementos en las materias recogidas de sus manos, se han erguido con verdadera soberbia, como si procedieran por los impulsos del más desinteresado heroísmo y presentaran a Dios y al mundo el espejo de una clara y tranquila conciencia, propia de los mártires.

No puede maravillarnos ahora la terrible inculpación dirigida por el antiguo ministro de Irlanda, Forster, en la Cámara de los Comunes al pueblo irlandés y a sus diputados, en los comienzos mismos de la corriente legislatura. A impulsos de su doctrina y de sus ideas radicales, el orador inglés inició las reformas progresivas para Irlanda, y obtuvo en cambio la ingratitud manifiesta de una revolución implacable, sin tregua ni descanso, que ha ensangrentado los parques de Dublín con asesinatos horribles y ha extendido una ponzoñosa nube de terror social por los senos de la poderosa Inglaterra, hasta debilitarla en su constitución interna y en su paz pública, cuando más formidable se ofrecía con su gran poder a todos los pueblos sometidos, y más dilataba su dominación colonial allende los mares por las cinco partes del mundo. Cuentan que desde los tiempos de Cicerón jamás se había oído una catilinaria más tremenda, por lo mismo que coincidía con el descubrimiento de los asesinos de Cavendish, los cuales, según las revelaciones públicas, tramaban una especie de carnicería infernal contra los primeros estadistas de Inglaterra. No cabe dudarlo; el descubrimiento de tales conjuraciones, a cual más terrible, abre abismos insalvables entre la metrópoli de los ingleses y la Erin de los celtas. Cada nuevo prisionero que cae ahora en los horribles calabozos, durante toda esta guerra civil diaria; cada expulso que atraviesa los mares y pide al seno de la grande América el regazo de una patria negada por Inglaterra; cada triste víctima que cuelga de una horca, enciende más la implacable ira entre dos pueblos divididos ya por seculares odios.

Realmente alcanza en Irlanda un extraordinario vigor el partido autonomista. Y el partido autonomista se divide allí en dos grandes partidos. Puede llamarse al uno celto-americano y al otro celto-europeo. Y le llamo al uno celto-americano por hallarse compuesto de los que, cediendo, bien a necesidades propias, bien a enemiga irreconciliable con los ingleses, emigran y se domicilian en los Estados Unidos, y le llamo al otro celto-europeo por hallarse compuesto de los que, resignándose más fácilmente al yugo británico, bien por complexión propia, bien por convencimiento político, se quedan tranquilos en Europa y trabajan por el progreso más o menos violento de su patria, en los comicios y en las Cámaras. Los primeros no quieren oír hablar sino de la revolución dinamítica como medio, de la independencia irlandesa como fin, de una República democrática como forma del gobierno y de una ley agraria radicalísima como indispensable trasformación social, que lance a los lores terratenientes de aquellos sus dominios, conseguidos por la conquista, y devuelva de nuevo a los despojados hace tantos siglos, con el goce de una patria redimida, el goce de una tierra en común. Se necesita leer los periódicos y hojas que publican allá en América, para comprender todo el odio que guardan a la primer potencia de Europa. Cada palabra es como una bala de plomo ardiente, desde allí expedida con furor al pecho de la reina Victoria y de su primer ministro. Cada sencillo artículo es una carga de dinamita. ¡Con qué rabia invocan los recuerdos históricos! Diríase que aún están hoy en la duodécima centuria de nuestra Era, cuando un papa de sangre inglesa, como Adriano IV, cedía el territorio irlandés a un rey de Inglaterra, como Enrique II. Hablan del rey feudal de Leinster, que llevó las armas de allende San Jorge a la hermosa Erin, como pudieran hablar los españoles católicos en la Edad Media del conde D. Julián, del obispo don Oppas, de los hijos de Witiza. Todas las grandes figuras históricas de Inglaterra, Eduardo III, el vencedor de Creey; Enrique VIII, el rey de la revolución religiosa; Isabel I, la fundadora del poder inglés en los mares; Oliverio Cromwell, con todas sus grandezas morales y políticas, aparecen a los ojos de tales irlandeses como apocalípticos genios de la desolación y el exterminio, llevando en sus manos una guadaña para segar cabezas celtas y apilarlas, y levantar sobre sus montones, como sobre nefastos cimientos, el propio poder y la dominación de su avasalladora patria. Los que así piensan, los que hablan así, han armado todas las confabulaciones cuyo triste objeto ha sido recabar con nefastos crímenes el progreso de su patria, sólo asequible por medios justos y legítimos; que las mejores causas se pierden y malogran por los malos procedimientos. Estos alucinados envían máquinas infernales a Inglaterra, como las encontradas hace dos años en Liverpool; urden asesinatos tan horribles, y a la causa de Irlanda tan dañosos, como el asesinato de Cavendish; ponen las materias explosibles a la puerta del palacio de los Ministerios; allegan la dinamita últimamente hallada en Birmingham, sin comprender que ir al bien por los caminos del mal es como si para ir al cielo tomáramos los rumbos del infierno. El célebre Odonovan-Rosa es jefe natural de los irlandeses irreconciliables.

Parnell, el diputado Parnell, al contrario, es jefe de los irlandeses que mantienen la autonomía de su isla, consistente tan sólo en un Congreso aparte, bajo la misma bandera para el exterior y la misma corona para el interior, como sucede hoy entre Hungría y Austria. Este diputado comprende que la incorporación del pueblo irlandés al pueblo inglés en el año primero de nuestro siglo por la inevitable abrogación del Parlamento nacional, tiene tanta fuerza como una ley de la naturaleza, y que ponerse los irlandeses a separar su nación particular de la nación metropolitana es como ponerse a separar en geografía la isla materialmente del archipiélago británico, llevándosela con esfuerzos y sacrificios a otros mares y a otros cielos distintos. La estrella de Irlanda resultó en tal modo enemiga e infausta, que las promesas de respeto a la conciencia católica, dadas por Pitt en el acta de unión entre los dos Estados, no pudieron cumplirse, por invencible resistencia del célebre tercer Jorge de Inglaterra. Se necesitó el esfuerzo de O'Connell para lograr la emancipación de los católicos, esfuerzo prodigioso, movido por una elocuencia semi-rural unas veces, y otras veces semi-sublime, pero siempre contenida dentro de la legalidad y consagrada de suyo al logro verdaderamente positivo y en serie como cumple al íntimo ser y naturaleza de toda obra política. La continuación del trabajo de O'Connell debe resultar el verdadero compromiso de Parnell, si quiere seguir una política fecunda. El furor de los irlandeses americanos mancha el seno de la verde Irlanda, sin conmover ni herir a la poderosa Inglaterra. Gladstonne mismo ha expuesto, con su elocuencia maravillosa, los resultados de la predicación de O'Connell ante los ojos de aquellos que continúan su obra, tendiendo con toda suerte de maravillosos esfuerzos a rematar, dentro de las leyes de la unidad nacional, esa indispensable autonomía de Irlanda, por la cual han peleado tantos héroes y muerto tantos mártires en la sucesión de los siglos. Yo sé muy bien que llega el partido intransigente hoy en su furor hasta maldecir del gran tribuno irlandés en su sepulcro. ¡Ay! Olvídanse de los días en que levantaba con el viento de su palabra un océano de ideas en la conciencia nacional y conseguía, con el esfuerzo de su perseverante voluntad en la Cámara de los Comunes, la indispensable abrogación del juramento anglicano para los diputados irlandeses uno de los mayores triunfos de la libertad religiosa en este nuestro siglo; y porque odiaba la revolución y sus violencias, le presentan a la posteridad y a sus juicios como un gárrulo vulgar, lleno de supersticiones ultramontanas, con más énfasis que verdadera elocuencia, cobrando un tributo a sus compatriotas por monarca de la palabra, cual pudieran cobrarlo en su tiranía los monarcas de Inglaterra; muy exaltado en las asambleas al aire libre y muy tímido en la Cámara de los Comunes; grande adormecedor del pueblo con promesas vanas y plegarias místicas: injurias y calumnias, que, sin disminuirlo a él, manchaban la historia nacional y oscurecían las cimas intelectuales y morales del espíritu irlandés. Sea de todo esto lo que quiera, el método legal señalado por O'Connell y mantenido por Parnell es el único método porque puede prosperar Irlanda, mientras las voladuras de dinamita y los asesinatos sólo pueden detener una obra de justicia y deshonrará un pueblo infeliz, haciéndolo reo de crímenes condenables y víctima de la indignación universal.

La política pesimista concluirá por aliar los irlandeses en el Parlamento con los conservadores; y la triste alianza de los irlandeses con los conservadores concluirá por traer una política de reacción contra Irlanda en el Gobierno inglés, nefasta para todos, y muy especialmente para los que la hayan procurado y traído con su reprobable despecho. Y ya que hablamos de todo esto, hablemos también de lo descompuesto y maltrecho que se halla hoy el partido conservador inglés, tan fuerte y valeroso en otro tiempo. Suelen los gárrulos y vulgares políticos de nuestra patria maldecir de los jefes de partido y condenarlos como inútiles, a reserva de pedirles luego responsabilidad por hechos en que no han tenido ninguna parte o que se han consumado contra su consejo y contra su voluntad. La muerte de Disraelli ha descabezado al partido conservador inglés; y el descabezamiento lo ha detenido en su desarrollo y lo ha fraccionado en moléculas. Lord Curchill acaba de publicar una carta, en la que habla del estado de postración irremediable a que los conservadores han llegado y de su tristeza y desesperanza. La parálisis ha sobrecogido todo su cuerpo y la indiferencia helado todo su espíritu. Las próximas elecciones solamente le reservan un gran desengaño, y hasta en el caso de una retirada, más o menos probable, del actual primer ministro, no podría sustituirlo. Para Churchill toda esta debilidad proviene de que no tiene su partido jefe verdadero en la Cámara de los Comunes, como lo tiene, por las prendas de lord Salisbury, en la Cámara de los Lores. Sir Norcorthe, que hoy lleva la dirección oficial entre los diputados, no tiene para el gentil-hombre conservador las cualidades requeridas, a causa de sus complacencias serviles con el Ministerio y de su excesiva blandura en el combate. Ya lo dijimos a la muerte de Disraelli: su jefatura es verdaderamente irremplazable, pues no basta para dirigir los partidos el voto de sus individuos, se necesitan méritos propios reconocidos y aclamados por el consentimiento universal. Aproveche, pues, el radicalismo británico la tregua que le dan por necesidad los conservadores, para continuar con mayor celeridad su saludable obra de progreso.

El estado de Alemania interesa tanto como el estado de Inglaterra. En la situación del mundo rige Inglaterra hoy los mares con su tridente, y Alemania los gobiernos con su cetro. El príncipe de Bismarck ha cumplido sesenta y ocho años. A pesar de tal solemnidad, el malestar de los nervios, que le condena irremisiblemente a continuas neuralgias, le ha impedido recibir a ningún visitante, que no fuera el Príncipe Imperial, para quien guarda lo porvenir la herencia del Imperio, y cuya visita dice cuanto más duran que reyes y emperadores, en estos tiempos de monárquica decadencia, los primeros ministros. Aún los mayores enemigos que la política de Bismarck tiene a la izquierda se han holgado en festejar el cumpleaños y decir al Canciller como jamás olvidarán cuanto ha hecho, en una vida ya larga y provecta, por la unidad germánica, no deslustrada ciertamente, ni por su inhábil política interior, ni por su socialista económica política. No así los ultramontanos, que le han recordado sus enfermedades y le han dicho cuánto podría convenirle a su salud temporal y a su salud eterna una reconciliación estrecha con el Papa.

Los ojos escudriñadores del Canciller se vuelven al Oriente de la tierra en el ocaso de la vida. Tras tantos combates homéricos dice Bismarck lo que decía César: «Sólo se puede trabajar en Asia» De aquí su celo atento a las crisis del Imperio turco; sus estrechas relaciones con rumanos y servios; su excitación a la ingratitud de los búlgaros hacia Rusia; sus luchas con los eslavos del Imperio austriaco, enemigos irreconciliables de la raza germánica; su empeño en que Austria se dilate por la península de los Balkanes y llegue hasta Salónica, para presidir una grande confederación de razas, por igual emancipadas del vasallaje a la Puerta y del agradecimiento a la Moscovia, pudiendo así Alemania, por anexiones sucesivas, quedarse con el Tirol, Pola y Trieste, para vivir en el mar de la luz y de las ideas, en el Mediterráneo, y preparar una gran campaña mercantil y diplomática en las tierras del Asia Menor y en el magnífico Imperio de Persia.

Un suceso pasa inadvertido, que tiene trascendental importancia: el príncipe Federico Carlos se pasea por los desiertos de Palestina. Todo alemán, aún esos férreos soldados de las campañas últimas, tienen algo de poetas, y no es de maravillar a nadie su peregrinación, consagrada por la poesía del sentimiento y del recuerdo. Todos querríamos beber los manantiales del Cedrón, bañarnos en las aguas del Jordán, meditar en el desierto donde meditaron los Profetas, ver en el portal de Belén la cuna de nuestra fe, y en el valle de Josafat la tierra de nuestra resurrección; porque, al contacto de todos estos sitios, el alma, educada en las enseñanzas que guardan, debe casi desceñirse del cuerpo y absorberse, libre y etérea, en la contemplación de los ideales eternos. Pero nos engañaríamos, y mucho, si creyésemos que iba el Príncipe a Palestina con estos desinteresados propósitos. Al verlo, circuido de tanta pompa en Jerusalén, ostentando el antiguo traje que llevaban los caballeros de la orden teutónica, hermanos de los caballeros de la orden templaria, dirigirse, como un cruzado de los Barbarojas o de los Suabias, al Santo Sepulcro y orar allí, a guisa de un militar de la Edad Media, todavía católico, sediento de indulgencias, bajo aquel cielo de milagros, no atribuyáis todo eso a puro amor arqueológico de las grandes ruinas sagradas y de los sacros recuerdos religiosos, atribuidlo más bien a un vasto plan político, ideado en las soledades augustas de Varzin por el Canciller alemán, y cuyos primeros ensayos comienzan por todas esas deslumbradoras escenas, propias de una épica leyenda, las cuales ocultan sabiamente un fin y objeto de práctica y perdurable utilidad. Lo cierto es que Federico Carlos ha tomado posesión de una vasta ruina, Cesárea, sita entre Jerusalén y el mar, para establecimiento allí de una piadosa colonia mercantil. Y la política, la religión y la economía se han juntado en estas peregrinaciones, que deben despertar de su indiferencia punible a las naciones latinas, tan grandemente interesadas en la suerte de aquellos sacros territorios.




ArribaAbajoCapítulo VII

Las dos naciones ibéricas


Nuestro espíritu, inquieto de suyo, por lo mismo que lleva en sus senos la idea de lo infinito, no puede resignarse a llevar, como el prisionero su cadena, la tierra tan sólo consigo; y ambicioso de dilatarse y extenderse, abre sus dos alas angélicas de la razón y de la fantasía, vuela por la etérea inmensidad, devora los espacios inconmensurables, trasforma en eterno el tiempo, y no se para, después de tan vertiginosa carrera por lo ilimitado y lo indefinido, hasta mirar frente a frente, como al disco del sol deslumbrador la serena retina del águila caudal, aquellos ideales de perfección absoluta, arquetipos humanos de las ideas y de las cosas, perpétuamente contenidos en la esencia misma del Eterno. Nada tan abstracto como aquello que parece más real; nada tan fantástico como aquello que parece más tangible, a saber, el individuo solo, entregado a sí propio y reducido a vivir en las entrañas de la naturaleza material, como el feto en las entrañas de la madre. Con razón ha dicho el mayor de los filósofos modernos, Hegel, que al afirmar de una entidad cualquiera tan sólo que es, afirmamos tan poco de toda ella, que casi esta simple afirmación del ser primero se confunde con la nada; porque no es grandioso el ser, ni pleno, ni perfecto, sino cuando, tras largo desarrollo, con multiplicidad innumerable de objetos a que dirigir y enderezar sus facultades, vive vida inmensa en numerosas manifestaciones de una variedad infinita. Despojad al hombre del hogar en que habita, necesario a su cuerpo como la vital atmósfera; de la familia, en que se dilata su corazón y sus primeros afectos se emplean y ejercitan; del amor, que le conduce, con su dulcísimo imperio, a salir fuera de sí mismo para mezclar su vida con otra vida, perpetuando la especie; del noble sentimiento llamado amistad, por cuya virtud funda espirituales asociaciones, indispensables a su dilatación y crecimiento; del municipio, en que halla hogar mayor que su hogar propio; de la provincia misma, que no constituye una entidad arbitraria creada por una burocracia mas o menos previsora, sino un organismo natural, correspondiente a las regiones y su diversidad; del Estado, en quien libra la justicia y pone como el seguro a sus naturales derechos; de la Iglesia, en que cree su conciencia; de la nación, a que su alma está como adherida; del arte, por cuya virtud siente, y de la ciencia, por cuya virtud piensa las ideas; despojadlo de todo esto, cuyo conjunto constituye la plenitud absoluta de la existencia humana, y decidme si no llegáis a convertirlo en el salvaje de las abstracciones y utopías naturalistas, mucho más débil y mucho más desgraciado que todas las alimañas en los espacios de esta naturaleza, la cual a los demás seres se les entrega de grado, y no se rinde al hombre como no la venza y sujete por los esfuerzos del pensamiento y del trabajo.

Por mucho que los egoísmos, a veces benditos, del hogar y de la cuna quieran detenernos bajo el paterno techo, la vida verdadera no se detiene sólo en límites tan reducidos, no, se dilata en más amplios espacios. Todas las almas verdaderamente cultivadas saben que pertenecen por unas relaciones a su pueblo, por otras a su nación y por otras aún mayores a su raza y a la humanidad, en que individuos, familias, razas y naciones a una se identifican y confunden. No, yo no pertenezco solamente a la extensión reducida en que vi la luz primera. Una revelación misteriosa, como todas las revelaciones, y cuya divina llegada indecible al seno de mi alma no podría señalar con fijeza, díjome cómo allende las montañas circundadoras de mi valle había tierras y tierras, las cuales se juntaban para formar una sola patria bajo una sola bandera. Y amé a esa patria como amé a mi madre, con el mismo santo y desinteresado y fervoroso amor. Y no pregunté para quererla, no, si Dios o la naturaleza habían levantado sus límites y sus fronteras; si la conquista o la casualidad habían en el mismo haz unido y apretado a sus hijos; si la cruzada de tal tiempo y el casamiento de tal monarca habían sumado sus regiones y reducídolas a perfecta unidad: nada de todo eso yo sabía; pero indeliberadamente, con la inconsciencia propia, de los misterios y de los secretos del alma, envanecíame de hablar una lengua tan sonora y majestuosa como la nuestra; holgábame oyendo las canciones populares que vuelan de boca en boca en alas de nuestros puros aires y murmurando los versos de nuestros poetas; inclinábame a escuchar las hazañas de nuestros héroes, que se confundían allá en mis sueños de niño con los ángeles del cielo, y tras la figura patriarcal de mi abuela, sentada bajo la campana de la grande chimenea, donde me refería las hazañas de nuestra guerra de la Independencia, vislumbraban mis ojos la imagen de mi España idolatrada, desde los balbuceos de mis primeras palabras y desde los latidos de mis primeros sentimientos, como se idolatra en este mundo por todos los bien nacidos a la madre patria.

Y luego vi, ya en años más crecido y maduro, que no sólo tenemos las afinidades misteriosas con nuestros conciudadanos, hijos como nosotros de la misma nación, sino que tenemos además las afinidades con otras gentes más cercanas a nuestro modo y manera de hablar, de sentir, de pensar, que todo el resto de las familias y de las naciones terrestres. No preguntéis a la Historia si estas afinidades de raza que ahora expongo provienen de la naturaleza, de la geografía, de la política o de otros elementos vitales, más o menos fuertes; básteos saber a conciencia que tales afinidades existen, y apercibíos a estimarlas en todo su valor, porque las razas formarán más o menos tarde, no muy tarde quizás, nuevas nacionalidades en grandes confederaciones. Decidme por qué se parecen tanto Provenza y Cataluña; por qué influye Francia en España con tal influjo y España en Francia; indicadme las razones varias para que Génova sea una ciudad tan española como Sevilla y Valencia sea una ciudad tan italiana como Palermo; contadme las causas varias que han determinado esa unión de los marineros del Mediterráneo y que han hecho de las lenguas neo-latinas un solo idioma casi, expresivo de un solo y mismo espíritu. ¡Ah! Como existen las afinidades afectivas o individuales que forman las familias; como existen las afinidades mayores y más colectivas que forman las naciones, existen las afinidades que forman las razas, siquier no puedan hallarse sus leyes como se han hallado las leyes de las cristalizaciones químicas y las leyes de la gravedad y de la gravitación universal, porque las libertades humanas, en su infinita riqueza y en su poderoso albedrío, no pueden reducirse a fórmulas semejantes, por su sencillez y exactitud, a las fórmulas explicativas de la mecánica y la dinámica y la matemática del uniforme material Universo.

Pues debiendo interesarnos por nuestra gran familia, la raza latina, como se interesa el heleno del Ática por el heleno de la Macedonia; como se interesa el eslavo de Bohemia por el eslavo de Montenegro; como se interesa el latino de Rumanía por el latino de Córdoba y Mérida; como se interesa el germano de la Pomerania por el germano de la Turingia o de la Suabia, ¡cuánto más no debemos interesarnos por aquellos de nuestros hermanos que se nutren de la misma tierra y se alumbran y vivifican a la luz y al calor del mismo cielo, cual una familia que se calienta al mismo hogar, se mantiene a la misma mesa y vive bajo el mismo techo! Así yo he sostenido siempre, y sostengo ahora más que nunca, la identidad en la Península de Portugal con España, y la identidad de España y Portugal con las diversas naciones ibéricas que se alzan a una en el Nuevo Mundo. No basta para constituir nacionalidades varias y diversas que se aparten los pueblos por líneas de fronteras más o menos arbitrarias por colores de pabellones más o menos vistosos, por legiones de ejércitos mejor o peor uniformados, cuando los ríos mezclan sus aguas, las tierras sus átomos, los cielos sus horizontes, las montañas sus cordilleras, los pueblos su sangre, las historias sus recuerdos, las almas su religión, sus ideas y su palabra. Si creéis que basta un rey en el trono de Portugal y otro rey en el trono de Castilla para separar lo que juntan la naturaleza, la sociedad, la tradición, el arte, los tiempos y Dios, miserablemente os engañáis. Legislarán cuatro cámaras en la Península; existirán mayor o menor número de carabineros en la frontera; celarán, arma al brazo, sendos centinelas nuestros límites respectivos; pero no podrán impedir que las cordilleras lusitanas formen una sola línea con las cordilleras españolas y sean como la espina dorsal y el esqueleto de un solo y mismo cuerpo; que las aguas del Tajo lleguen a Lisboa con los retratos de las torres de Toledo y de las florestas de Aranjuez en la superficie de sus cristales, como con los acentos del Romancero y de Garcilaso en los susurros de sus ondas; que Soria, Zamora y Oporto se asienten a las orillas del mismo río y nutran sus almas con el relato de los mismos recuerdos; que no haya entre las bienhadadas tierras galaicas y las hermosas tierras lusitanas separación alguna geográfica, sino llanuras y ríos para juntarlas y confundirlas; que las mismas familias de pueblos resplandezcan a una en las genealogías lusitanas y en las genealogías españolas; que adoremos al mismo Dios en altares idénticos, y para dirigirnos a él y a los hombres tengamos el mismo idioma, el verbo de la idea en maravillosa lengua; porque bajo nuestras frentes late un solo espíritu, como sobre nuestras frentes se dilata un solo cielo.

Yo sé muy bien que las egoístas supersticiones de un patriotismo estrecho, empeñadas en separamos, invocan a cada paso recuerdos enemigos, como la batalla de Aljubarrota o la batalla de Toro, come el nombre del prior de Aviz o el nombre del Duque de Olivares. Mas yo pregunto cuál de las nacionalidades constituidas hoy no ha tenido entre sus diversas regiones más guerras, muchas más guerras que Portugal y España. Traidor llamaban los castellanos de la Edad Media, en acerbos apóstrofes, al río Ebro, que ha tenido el privilegio de dar su nombre a toda la Península, porque regaba la tierra de Aragón y sus campos con el agua recogida en tierra y campos de Castilla. No se pueden abrir las historias sin hallar a cada paso luchas abiertas de Castilla con León, de León con Galicia, de Galicia con Asturias, de Asturias con Cantabria, de Cantabria con Vasconia, de Vasconia con Navarra, de Navarra con Aragón y de Aragón con todo el mundo. El rey Don Sancho muere asesinado en el cerco de Zamora, y la superstición atribuye aquel asesinato al propio hermano del rey, al gran Alonso VI. El gran batallador Alonso I de Aragón rompía en guerra diariamente por Castilla. Don Juan II peleaba, cayendo como un alud, desde las montañas navarras, con castellanos y con catalanes, cuando el cielo había destinado a su hijo y heredero para fundar la unidad perdurable de la nación española. Quizá las calles mismas, las casas de nuestras ciudades clásicas han tenido más guerras entre sí que Portugal y España. Las competencias guerreras fueron de antiguo como leyes de la vida. Túvolas esa Francia, hoy tan una con la Borgoña, con la Provenza, con la Gironda, con las regiones que más se gozan y recrean y envanecen hoy con formar y constituir la Francia una y sola. No hablemos de Italia. Milán combate a Pavía, Pavía combate a Rávena, Rávena combate a Ferrara, Ferrara combate a Venecia, Venecia combate a Padua, Padua conspira contra Florencia, Florencia aborrece a Siena y a Pisa, Pisa prefiere que se la traguen el mar y el Arno a juntarse con el resto de Toscana, como Génova recibe la tutela de los españoles y no la tutela de sus hermanos los piamonteses, como Palermo proclama la dinastía de los reyes de Aragón frente a la dinastía de los pontífices de Roma. Los portugueses y los españoles no se han tratado jamás entre sí como los güelfos y los gibelinos de Italia. Aquel conde Ugolino encerrado en la torre de Pisa, entre tinieblas como las aves nocturnas, y constreñido por el hambre a comerse sus propias carnes en las personas de sus hijos; que sólo quita los labios y los dientes de los cráneos recién roídos y sólo con las cabelleras muertas se limpia la sangre de sus labios humeantes como el hocico de las fieras para maldecir a sus enemigos con maldiciones propias de los rugidos que dan los condenados en los infiernos; aquel Conde antropófago, la más trágica de todas las figuras en el más trágico de todos los poemas, ¡ay! es la imagen viva de las guerras interiores y civiles de esa Italia, tan unida hoy, que forma con el coro de sus ciudades enlazadas entre sí a la sombra del antiguo Capitolio, la más bella y más melodiosa armonía que pueden escuchar los humanos oídos en el mundo.

Las naciones se forman, no por los sellos de sus cancilleres o por la heráldica de sus monarquías, sino por la identidad de complexión nacional entre todos sus pueblos y por la identidad de destinos sociales en toda la historia. Dos naciones elaboran la misma idea; y al sustentarse con ella el espíritu humano pocas veces pregunta si esa idea se ha elaborado en esta u en otra región diversa, como no preguntáis nunca si la miel, que aroma y endulza vuestro paladar cuando la extraéis del panal, se ha elaborado por tal o cual abeja. Nada más diverso en apariencia que las ciudades griegas, con sus dialectos varios, con sus géneros de arquitectura diversos, con sus poesías y letras respectivas, con sus legislaciones opuestas, con sus guerras civiles que han manchado los campos del Peloponeso así como las aguas del Egeo; y sin embargo, el arte griego, el pensamiento griego, el tipo griego, han pasado a la historia como la obra de un solo espíritu y han constituido una divina religión que se llama hoy el helenismo. Están destinados a formar un solo pueblo aquellos territorios y aquellos ciudadanos que, divididos en Estados a veces contrarios, elaboran una misma idea, porque la idea es lo sustancial en la vida y en la historia. Se caracteriza la moderna Alemania por haber llevado a la religión cristiana el individualismo de la Alemania antigua; se conoce la moderna Italia por haber traído al seno de nuestra Europa el arte y el derecho de la Grecia y de la Italia clásicas; se distingue la moderna Francia por haber traído a nuestra existencia el ingenio, la gracia, la oratoria y el espíritu comunicativo de los antiguos galos; se define la moderna Inglaterra por la independencia personal, por el hogar inviolable, por el juicio de los iguales, por el temperamento indócil y aventurero que corresponden a la navegación y al comercio, por el gobierno parlamentario, por todo cuanto señala profundamente a sus dos fundamentales pueblos, los sajones y los normandos. Pues bien; no hay sino detenerse a reflexionar un poco sobre la vida histórica de Portugal y de España, para comprender que tienen la misma complexión, que producen y elaboran la misma idea, que forman la misma santa patria.

Por mucho que os empeñéis no halláis diferencias esenciales entre la región portuguesa y la región española; y cuando no hay diferencias esenciales entre las regiones, se suman como las cantidades homogéneas. Si tal es su gusto, pueden darse la satisfacción de tener y gozar gobiernos aparte, presupuestos aparte, administraciones aparte, armadas y ejércitos aparte; nadie menos que yo les disputa y regatea semejantes derechos, como republicano de abolengo y observador escrupuloso, por consiguiente, del respeto debido a la voluntad de las naciones. Mas no hay que olvidarlo, el equilibrio de las sociedades se funda en la conciliación y armonía de opuestos elementos, como en la armonía de fuerzas contrarias la mecánica celeste, como en la coexistencia y correlación de humores enemigos el cuerpo humano, como en síntesis y series de ideas a primera vista contradictorias las síntesis de nuestra razón y las bases de nuestra ciencia. De igual suerte que hay en la naturaleza un elemento generador de lo general y de lo universal coexistente con otro elemento generador de lo individual y de lo particular; un elemento que compone la aglomeración y colectividad de las especies junto a otro elemento que compone la expansión y particularidad de los individuos, correspondiendo a los dos principios esenciales de unidad y de variedad, hay en las sociedades impulsos de repulsión que tienden a diversificar los pueblos y aislarlos en su autonomía y en su independencia junto a impulsos de atracción que tienden a confundirlos e identificarlos bajo la misma superior unidad. Así como es de una dificultad inmensa, y a veces insuperable, juntar pueblos nacidos para componer nacionalidades diversas, como los croatas y los húngaros, como los alemanes y los latinos, como los helenos y los turcos; es de inmensa dificultad también separar por las leyes humanas o escritas los pueblos varios que han juntado en apretadísimo haz leyes naturales o divinas. El déspota, que suma y aglomera pueblos, lanzándolos con los chasquidos de sus fustas en la misma negra ergástula, tendrá que mantenerlos por fuerza en los senos de la monstruosa prisión, como hacen los zares con tantas naciones sometidas por su férreo cetro a una imposible unidad; pero el hijo, el hermano, el padre, que se va del seno de la familia natural, como se han ido, por ejemplo, los pueblos del centro en América, por su lado cada cual, volverán tarde o temprano, cuando generaciones más progresivas e iluminadas sucedan a las generaciones supersticiosas; volverán, sí, por propio impulso, por voluntad propia, por móviles más o menos reflexivos, al común techo del patrio respetable hogar.

Nadie puede romper las leyes naturales de la variedad, pero nadie puede romper las leyes naturales de la unidad. El macedonio de los Balkanes y el mongol venido desde la Tartaria al Ponto no podrán estar mucho tiempo unidos, aunque lo mande la conquista y lo necesite la diplomacia, mientras no pueden estar separados los españoles y los portugueses, aunque tengan dos gobiernos distintos y formen dos Estados diversos, porque los juntan y confunden de consuno Dios, la naturaleza y la historia.

¡Oh! ¡Cuántas mayores diferencias entre los pueblos de la península italiana que entre los pueblos de la península ibérica! Los que han unido las regiones itálicas, los fundadores de la nueva nacionalidad, hablan francés más bien que italiano. Cavour era de Saboya, Garibaldi era de Niza, y Víctor Manuel de aquella dinastía, extranjera siempre a los negocios italianos, y suspensa por largo tiempo entre la influencia española y la influencia francesa. El Véneto, libertado de las irrupciones bárbaras en las lagunas de San Marcos, apenas tiene cosa que ver con el bizantino sustentador de la autoridad imperial de Constantinopla bajo los exarcas de Rávena; el etrusco de Toscana se diferencia mucho del sabino que puebla las montañas del Lacio; como el griego de Nápoles se diferencia del árabe de Palermo, y el árabe de Palermo, a su vez, del celta y del ibero que habita las cordilleras del Piamonte o las costas de Liguria. Pero si nosotros dejamos aparte los vascos, raza de suyo autóctona y antigua, ¿qué diferencia encontraréis entre cántabros, galaicos, lusitanos, pertenecientes todos a la misma familia, y modificados todos por los mismos accidentes históricos? Habrá podido el normando en sus irrupciones dejar por las costas de Galicia huellas que no ha dejado por las costas de Andalucía; podrán el fenicio, el cartaginés, el griego, tener en los pueblos del Mediterráneo descendencia desconocida en los pueblos de Portugal; pero el fondo celta e ibero, médula de nuestros huesos, y la sobreposición latina y árabe, obra de duradera conquista, permanece y permanecerá en toda nuestra nacionalidad, como en nuestro físico la complexión y como en nuestro moral la conciencia. Somos, pues, los iberos un solo y mismo cuerpo.

Así elaboramos la misma historia. Componemos tribus varias de pueblos, hasta que viene a darnos su disciplina y unidad la legión romana. El elemento germánico se dilata de igual manera en una y otra orilla del Tajo. Los Concilios de Braga compiten con los Concilios de Toledo. La civilización gótica de Portugal se asemeja en todo a la civilización gótica del resto de España. La misma sobreposición en los godos del bizantinismo, absorbido al rápido paso por Grecia; la misma facilidad de cambiar la religión indígena por el arrianismo oriental, y el arrianismo oriental por el símbolo de Nicea en todos aquellos pueblos varios; el mismo respeto a la cultura y civilización romana y el mismo combate cruel entre los elementos teocráticos y los elementos militares; idénticos caracteres de civilización fundamental en unas y otras regiones. Pues así como no advertís diferencias en el paso de Extremadura a Portugal, ni diferencias en las dos orillas del Duero y del Miño y del Tajo, menos diferencias advertís todavía en las líneas del tiempo y en los periodos de la historia. Cuando se quiebra el cetro de los godos en las orillas del Guadalete, y rápido como el viento, llega el árabe al sitio de Mérida, cuyos monumentos le inspiran admiración tan grande, Portugal cae bajo el yugo mahometano como cayera España. Y desde que cae bajo el yugo mahometano, es decir, desde el siglo octavo, las armas cristianas, entradas allí, cuando las dirigen reyes, están dirigidas por reyes de Castilla o de León, únicos soberanos católicos que Portugal conoce hasta la época de su separación, hasta el siglo duodécimo. Por consiguiente, la identidad es completa en toda la historia antigua, y nada menos que en once siglos seguidos de la moderna historia. ¿Existen muchos pueblos en el mundo que alcancen esta fundamental identidad de recuerdos?

Unidos antes, nos separamos en el siglo duodécimo por la fuerza incontrastable del elemento feudal; y vueltos a unir en la segunda mitad del siglo decimosexto, nos volvimos a separar en la segunda mitad del siglo decimosétimo por la influencia nefasta del elemento jesuítico. Pero separados y todo, cumplimos igual fin humano en la historia y en la tierra, pasamos por las mismas fases en el espacio y en el tiempo, como un pueblo solo que somos, animado de igual, idéntico espíritu. Pudo Alonso VI en su grandeza perpetuar el triste principio de la patrimonialidad de los reinos, traído de allende por Sancho el Mayor de Navarra; y después de haberse opuesto con tanta pujanza y esfuerzo a la división feudal hecha por su padre, el primer Fernando, oposición que le costó largo destierro entre los árabes; y después de haber extendido Castilla y dádole una capitalidad como Toledo, que compitiera con Burgos y con León y señalara el camino de Andalucía y de Valencia, pudo dividir y rasgar el patrio suelo, legando a uno de sus yernos Portugal en feudo; pero no pudo rasgar la unidad natural de ambos pueblos y legar en feudo, por regio testamento, el alma una de la patria. Pueden las ligerezas y livianidades increíbles de Doña Urraca de Castilla y de Doña Teresa de Portugal sembrar discordias dentro de las regias familias castellanas y elevar estas discordias, engendradas muchas veces en los tálamos del adulterio, a grandes batallas guerreras y políticas; pueden aquellos extraños príncipes de Borgoña, raza extranjera y feudal, mirar antes a la propia medra que a la grande nación donde los había llevado el más funesto de los principios monárquicos, el principio hereditario, personificado en las dos hijas del gran Alfonso VI; pueden, a su antojo, partir en aereolitos informes el majestuoso astro de Castilla, que se levantaba en los espacios como un sol deslumbrador; pueden las múltiples discordias que traían entre sí los Gelmírez, los Traleas, los nobles de Galicia y los nobles de Portugal, los obispos en armas y los privados y favoritos de corte, quebrantarnos y dividirnos; pero no pueden impedir que Alonso Enríquez y Alonso Raimúndez, primer rey aquél de Portugal y primer emperador cristiano éste de España, cumplan el mismo destino y combatan a los árabes con la misma pujanza, como si fueran una sola personalidad, la personalidad total de la nación. Sí, la nación permanece una y total, aunque sus gobiernos sean varios y diversos. Leed los volúmenes tercero y cuarto de la monumental historia que ha consagrado Herculano a su patria, y decidme si halláis diferencias muy esenciales con Galicia, León y Castilla en las constituciones varias y en los organismos complicados de la política y administración general. La propiedad se constituye como en Castilla; los realengos se diferencian de los señoríos como en Castilla; los propios tienen igual influencia que entre nosotros, en la condición de los siervos; se generan y robustecen los municipios bajo las mismas leyes generales; y se juntan las Cortes en virtud del mismo principio y para satisfacer una misma necesidad.

Y continúa la identidad. El siglo decimotercio es en Portugal, como en Castilla, el siglo de las épicas victorias sobre los árabes y de la rápida extensión de los Municipios en la sociedad. A comienzos de tan grande siglo, los portugueses contribuyen a la victoria sobre los almohades en las Navas, como habían contribuido en el siglo duodécimo al combate con los almorávides en Extremadura y contribuirán en el siglo decimocuarto a la rota de los benimerines en las orillas del Salado. E igual identidad, igual, durante la centuria que sigue a la centuria decimatercia. El rey D. Pedro de Portugal es el mismo rey D. Pedro de Castilla, como D. Pedro de Castilla es el mismo rey D. Pedro de Aragón. Los tres representan la supremacía del Estado central sobre los Estadillos feudatarios; los tres sirven a la unidad monárquica; los tres combaten con sus respectivas aristocracias; los tres representan el terror de una revolución radical contra el feudalismo histórico; y, por tanto, los tres recurren con igual empeño a la crueldad y a la perfidia. Después de todo esto, nada significa, pero absolutamente nada, que Castilla y Portugal tuvieran diferencias, terminadas por la batalla de Aljubarrota, cuando acababan de combatir, en porfías diversas, Castilla y León, Cataluña y Mallorca, destinadas a formar una sola nacionalidad, que ha de permanecer íntegra y una por siglos de siglos en el espacio y en el tiempo.

Pero donde la identidad más se revela es en el siglo de los descubrimientos. El infante D. Enrique de Portugal, presidiendo las huestes cristianas desde Lisboa a Ceuta, e internándose por los desiertos africanos, con la fe viva en Dios y la esperanza de dilatar la patria, no busca tanto como él creía un camino que le lleve hacia el Oriente y sus soñados imperios, no; busca el desquite de toda la raza ibera, y abre frente a frente de los últimos términos, donde la Europa se acaba y el sol se pone, las puertas del África, inscribiendo en ellas de antemano, y con las previsiones proféticas del genio, los enigmas de un ministerio histórico y social que trataran de cumplir Cisneros y Carlos V, como D. Enrique, D. Fernando y D. Sebastián de Portugal: prueba del pensamiento común y de la común voluntad que animan a toda nuestra raza. ¡Oh! aquel príncipe constante, martirizado en los desiertos africanos, y al cual consagrara Calderón uno de sus inmortales dramas, representa todavía, con la fijeza dada por el arte a todos sus prototipos, la paciencia y la tenacidad que ha de tener nuestra raza y emplear en su futura obra de civilizar el Imperio marroquí y extender la cultura ibérica por el norte de África. Yo he oído a los pilotos de nuestras naves, a los cronistas de nuestro ejército, a cuantos acompañaron las españolas huestes por los desfiladeros de Sierra-Bullones, por las campiñas de Tetuán, por los arenales de Vad-Ras, cómo todavía, en los arreboles formados por los rebotes del sol sobre las áureas arenas del desierto y en las orillas recamadas por las azules ondas mediterráneas y sombreadas por las palmeras orientales, ven los ojos cristianos, exaltados por la fiebre que den aquellos climas y aquellos recuerdos, la imagen del rey D. Sebastián señalando, como los ángeles batalladores en los cuadros de los combates religiosos, con su cetro de oro y su espada de fuego el camino sembrado con los huesos de sus legiones de mártires, por dónde hay que ir al común logro de nuestro pensamiento nacional.

Pero ¿qué más? Cuando Constantinopla cae y América surge; a la hora de las grandes revelaciones, en que Polonia, por medio de sus astrónomos, fija nuestro sol en el foco de las elipses planetarias, y Alemania, por medio de sus doctores, fija la conciencia libre en los senos del alma emancipada, e Italia, por medio de sus artistas, levanta las estatuas antiguas, dobla la historia europea, trasfigura en los Tabores de sus artes al hombre moderno; el indio histórico, creador de los dioses arias, oráculo y origen del paganismo griego, cargado con toda la joyería de los primeros tiempos de las castas, llega bajo la mano de Gama, en aquellas naves que han vencido mil tormentas y que han descubierto mil enigmas, a los muelles de Lisboa, casi al mismo tiempo que llegan a os muelles de Barcelona, bajo la mano de Colón, los indios de la joven América, trayendo los unos la tierra oriental, el mundo de lo pasado, y trayendo los otros la tierra occidental, el mundo de lo porvenir; expediciones en las cuales no sólo se recogen las perlas y esmeraldas que van a coronar las sienes del Renacimiento, los aromas de olorosas especias que van a embriagar los sentidos y encender la sangre, los coros de islas y el número de continentes que van a extender nuestro nombre y a esparcir naciones de nuestra estirpe ilustre por todos los senos del mar y de la tierra, si no como vías lácteas de ideas que han de iluminar al planeta, como provenientes de un genio para el cual no habrá, como para su sol no hay ocaso en el cielo, eclipse ni ocaso en la Historia. ¡Oh! Realizamos una obra común españoles y portugueses. Os atrevisteis vosotros a llamar al cabo de las tormentas tórridas el cabo de la Buena Esperanza, para que ningún barco explorador se detuviera, como nos atrevimos nosotros a pasar la nefasta línea ecuatorial para que ningún pueblo quedara oculto a la humana vista; fuisteis vosotros, con vuestros Alburquerques y Almeidas y Vascos, al mar Rojo, a la isla de Ceylán, que os ofreció los tributos de su vida exuberante, al canal de Mozambique, a la misteriosa Etiopia y a la fecunda India, entrando en aquellas ciudades antiguas que os revelaban sus secretos, a guisa de templos profanados, como fuimos nosotros por los Andes, por el Imperio inca y azteca, por las Antillas, apercibiendo tierras nuevas al nuevo espíritu; y luego, unidos con Magallanes y El Cano, pasamos de Europa al Asia por un estrecho que parecía en el Nuevo-Mundo abierto a nuestros milagrosos conjuros, circunvalamos por vez primera la tierra, dejando toda su esfera ceñida con tal zodíaco de glorias lusitanas y españolas, que brillarán en la memoria tanto tiempo como puedan brillar las varias constelaciones en la inmensidad de los cielos. Si Alemania fue la reveladora de la conciencia, Italia la reveladora del arte, Portugal y España han sido las reveladoras de la Naturaleza.

No quiero continuar buscando igual identidad en la historia de nuestra servidumbre y de nuestra desgracia. Olvido cuanto hiciera la Inquisición por abrasar la sangre de nuestras venas y el jesuitismo por extinguir las ideas de nuestro espíritu. Callo la identidad de nuestra suerte, no sólo bajo el cetro de los dos Austrias, sino después de haberse apartado ambas naciones, más por la torpeza de Felipe IV y su valido que por la voluntad y el deseo de Portugal y los portugueses. Cuando vosotros llorabais por calles y plazas la muerte del primogénito de D. Juan II, en cuyas sienes se veía resplandecer, por combinaciones dinásticas, la corona de España, llorabais vuestra separación de nuestra patria, como nosotros, cuando vamos al monasterio de los dominicos de Ávila y vemos en el crucero la tumba gótica del príncipe destinado en el pensamiento de los Reyes Católicos a recoger las dos diademas y fundirlas en una sola, nos entristecemos al recordarlo malogrado en su mocedad, por nuestra separación de Portugal. Separados y todo, vuestro siglo decimoctavo es idéntico a nuestro siglo decimoctavo, y vuestro siglo decimonono idéntico a nuestro siglo decimonono. Tenéis que recabar como nosotros la independencia patria, herida por la triste ambición de los Napoleónidas; y tenéis, como nosotros, que recabar las libertades modernas en revoluciones audaces contra los conjuros y los esfuerzos de la reacción universal. Por consiguiente, fuimos unos ayer, somos unos hoy, seremos unos más todavía mañana.

Las instituciones modernas tienen de bueno que no se dejan limitar, cuando así conviene a los intereses generales, por antiguas potestades históricas más o menos valiosas. Dentro de la política contemporánea, y de sus combinaciones, sobran recursos para estatuir formas y maneras de vida, que prestándonos la fuerza propia de todas las grandes unidades sociales, no mengüen para nada nuestras respectivas autonomías y nuestra mutua indispensable independencia. Antes de llegar a donde llegarán, digan lo que quieran las generaciones presentes, a donde llegarán, repito, las generaciones venideras, a una confederación, hay que preparar muchos caminos, y hay que hacer muchos pactos, así mercantiles como diplomáticos, así literarios como económicos, a fin de obligar a confluir nuestras vidas en los mismos cauces como confluyen nuestros ríos. Discusiones célebres en Cámaras extranjeras han mostrado a nuestros vecinos en cuanto los estiman aquellos que los protegen. Las palabras de Brigth aún pueden atribuirse a la improvisación parlamentaria de las ideas falsas, que todos los protestante s puritanos y cuáqueros suelen tener de los pueblos católicos; pero si los ojos de nuestros vecinos se han fijado en el célebre volumen de Sir Teodoro Martin, a quien atribuye la vulgar opinión origen altísimo, por tratarse de la vida íntima del príncipe Alberto, verán allí el concepto en que los tienen y las palabras que les aplican sus grandes y poderosos aliados, palabras que no repetiré yo aquí, primero, por no creerlas justas, y después, por no turbar con recuerdos tristísimos estas líneas de paz y de concordia. Por lo mismo doy de mano al recuerdo de aquel día en que un extranjero buque se presentó en vuestros puertos a violarlos; y doy aún más de mano a la consideración de lo que os ha pasado a vosotros en el Congo y a nosotros en Borneo para no avivar con palabras imprudentes pasiones imposibles de satisfacer hoy sin perpetrar una temeridad que rayaría en la demencia del suicidio. Pero sí quiero deciros que la industria cumple sus fines providenciales, completando las fuerzas del Universo; que hilos telegráficos y líneas férreas acercan cada día más uno a otro nuestros respectivos territorios; que las colonias nuestras y vuestras exigen el amparo de una gran fuerza, pues ya va diciendo quien sabe y puede, como no deben consentirse colonizaciones a quien carece de medios para mantenerlas e ilustrarlas; que las razas del Norte han fundado en el centro de Europa esa grande Confederación germánica, dentro de la cual caerá definitivamente el Austria, como han caído tantos otros pueblos; que la fraternidad eslava se dibuja en el Oriente y no es dado resistir a estas tendencias generales sin precipitarse abrumados por la fatalidad en triste decaimiento; que una patria ideal de todos los iberos se va formando por la condensación de grandes pensamientos emanados de las inteligencias mayores de uno y otro pueblo, y a esos idealismos, aunque parezcan vagos y etéreos, no se resiste mucho tiempo, pues, como el oxígeno universal, encienden la vida y transforman los objetos. Sí, la patria ideal, en que todos pensamos, y que todos queremos, es hoy una soñada utopía, pero será mañana una viviente realidad.




ArribaAbajoCapítulo VIII

El mes de Mayo con sus muertos y con sus problemas


Cuando las yemas de los árboles reverdecen y el arpegio de las avecillas resuena en el florecimiento hermosísimo de la estación primaveral, debía la muerte suspender su terrible ministerio, y no asomar la hueca y huesosa calavera, la fría y triste segur, entre las ramas olientes, y los nidos poblados, y las mariposas multicolores y los coros alegres y la exuberancia de vida, que rebosan los pechos ubérrimos de la próvida Naturaleza. Mas ¡ay! mientras por los clarísimos bordes del horizonte llegan las viajeras golondrinas, por los negros bordes del sepulcro parten los amados amigos. Ninguno de aquellos a quienes lanzó de nuestra patria la reacción borbónica el año sesenta y seis, y que, refugiados en París, hallaron a sus dolores dulce consuelo y en su destierro segura hospitalidad por las orillas del Sena; bajo la sombra de los altos árboles, entre los cuales se destacaban las torres de góticas iglesias y los áticos de regios palacios, en los bosques de Saint-Cloud, habrán olvidado la casa-museo de Arosa, que nos mostraba por sus ventanas la inmensa extensión de la capital de Francia, sin límites en el horizonte sensible como las superficies el mar, y nos retenía en sus salones con la variedad riquísima de los objetos artísticos, pertenecientes a épocas y a razas diversas, que, colocados por mano experta y divididos y clasificados por consumada inteligencia, hacíannos palpar en aquella historia tangible la impalpable idealidad.

¿Quién habrá, después de tratarle, desechado de su memoria el recuerdo de aquel Gustavo, según familiarmente le llamábamos, artista de primer orden, consagrado como un sacerdote al culto religioso de la belleza en su manifestación más ideal y más divina, en su manifestación artística? Hijo de un español, emigrado liberal del veintitrés, quien hablaba su lengua castellana tras sesenta años de residencia en Francia, como los hidalgos más castizos de la vieja Castilla, doctores y maestros en analogía y en construcción, había heredado Arosa de sus abuelos paternos el romanticismo natural a nuestro genio, como había recibido de su cuna y crianza parisienses la gracia de frase y la claridad de inteligencia, verdaderamente áticas, por lo esculturales y lo armoniosas. Mi amigo Julio Claretie ha llorado su muerte y descrito su ingenio en las columnas de El Tiempo. Casi todos los hombres ilustres de la capital francesa lo trataban y lo querían. A cada paso y a cada instante tropezábamos a su lado con Doré, Cliampflcury, Gounod y otros innumerables, los cuales iban a una en demanda de historias, erudición, arqueología, indumentaria y otros ramos del saber, prodigados por quien pasaba su vida entre las copias de Velázquez y de Goya, cuyo realismo le recordaba la patria de sus progenitores; en casa, donde las paredes relumbraban a los toques metálicos de las fuentes hispano-arábigas y a los relieves mágicos de nuestros antiguos bargueños; con los versos de Racine y de Lope a la continua en los labios; ora dibujando los bajo-relieves de la columna troyana, ora componiendo las porciones maltrechas de un mueble viejo; dado a las letras y a las artes en aquel museo regocijante, como un sultán oriental en el harem se da entre las esencias de sus pebeteros a los ensueños de su amor; despidiendo a torrentes, de sus labios inagotables, las ideal nuevas, y perfeccionando con sus manos diestras y habilísimas los varios objetos, en los cuales se cristalizara de cualquier modo una hermosa y verdadera inspiración.

Gustavo prefería entre los antiguos poetas a Lope, Calderón y Shakespeare, como entre los modernos a Victor Hugo y a Zorrilla; pero, a fuer de buen francés, tras la guerra franco-prusiana borró al gran poeta sajón de su calendario, diciendo que los triunfos y predominios de las razas germánicas eran debidos al continuo loor sin tasa prodigado a sus obras, aún la más imperfecta, por los heleno-latinos, verdaderos dispensadores de la inmortalidad, y llevado a ciegas de tal sentimiento patriótico, ponía las correctas, pero artificiosas tragedias romanas de Racine, como Germánico, sobre las profundísimas de Shakespeare que han resucitado a César, Antonio y Cleopatra. Bien es verdad que la guerra de los alemanes ha divorciado hasta las almas después de haber dividido a los pueblos aquende y allende las orillas del Rhin. Iba yo cierta mañana, en Normandía, por las dunas del austero Etretat, hablando con el célebre filósofo Vacherot de las cosas del alma, y no pude contener mi asombro al oírle decir que antes de la guerra franco-prusiana pertenecía por completo a la escuela de Hegel, y después de la guerra franco- prusiana pertenece a la escuela de Spencer. Por involuntario movimiento de mi espíritu pedí a Dios que no hubiera bélica ruptura entre Inglaterra y Francia, pues faltaría entonces asilo y refugio en el mundo al pensamiento de un filósofo. Mas Gustavo era un artista excepcional, y debía dirigirse por sentimientos y no por reflexiones o raciocinios. Y ningún sentimiento en su corazón estaba tan vivo como el patriotismo. Amaba la Francia de su cuna y de su educación ¡ah! con la ceguera propia del verdadero amor. Esta ceguera, sugerida por los llamamientos del corazón al cerebro, inspirábale, ya en su madurez, aquella derogación parcial de las ideas profesadas en toda su juventud. Mas, aparte tal honrada inconsecuencia, Gustavo Arosa permaneció fiel siempre al romanticismo y a la República. Eran de oír sus temeridades continuas de palabra contra el Imperio cuando decirlas costaba muchas veces y a muchos republicanos incómodo viaje a Cayena. Eran de atender los recuerdos de sus batallas literarias en favor de los románticos franceses contra los académicos y en favor de los libre-pensadores contra los jesuitas. En la grande alma de Gustavo se confundían el amor al arte con el amor a la libertad, y juzgaba incapaces de amar la belleza verdaderamente artística a los incapacitados de sentir las grandezas del gobierno republicano y del elemento democrático, los cuales deben ser queridos como los querían los más cultos de los hombres, los atenienses en los antiguos tiempos y los florentinos en los tiempos modernos.

Parece que le veo todavía en su estudio de Saint-Cloud, allá, por un desván de pintor, desde cuyos ventanones descubríanse, destacándose, como engarzados en el Sena, y a guisa de joyas en su montura, precedidos por grandes bosques y jardines que combinaban la naturaleza con el arte, los monumentos artísticos de París, el Arco de Triunfo romano, el Panteón helénico, las torres góticas de Nuestra Señora y de la Santa Capilla, bogando en las brumas del horizonte como naves que conducen almas por la inmensa idealidad, y alzándose a una erguidos sobre los pesados paredones y el triste conjunto de las vulgares casas, como se alzan, erguidas sobre los intereses vulgares, las inspiraciones y las ideas, esas cimas eternas de lo ideal y de lo artístico. Aquí un caballete, con cuadro a medio terminar trazado por la diestra mano de su hija Margarita; más allá un volumen in folio, donde se acababa de buscar la noticia necesaria para cualquier memoria o libro; en los pavimentos la oscura alfombra persa unida con la vistosa y multicolor árabe; por las paredes, junto al macetón de flores, la estatuilla de Sajonia, la jarra de Talavera, el plato de Sèvres, la bandeja esculpida por los artistas del Renacimiento, el bote de Alcora, el porrón de Cataluña, el vidriado de antigua Venecia, parecido a piedras preciosas, el joyel mudéjar, las grandes riquezas del anticuario, comentadas por fotografías, acuarelas, copias, dibujos, que reproducían las primeras bellezas artísticas del mundo y os llevaban, como a un viaje de circunnavegación ideal, en torno de la historia.

Yo iba mucho a su casa, por mi amistoso afecto a su hija primogénita María, parisiense y española como su padre, joven distinguidísima por la hermosura y por el ingenio, a quien todo Madrid conoce, como mujer que es de nuestro compatriota Calzado, cuyo hogar, lleno de niños preciosos, españoles todos, puede llamarse allá en París templo erigido a la patria, donde siempre se guarda una capilla de consagración a mi ardiente y exaltado patriotismo. Así, cuando en las noches del invierno de nuestro destierro, tras largos días sin sol, llegábamos al palacio de Saint-Cloud, después de haber respirado tanta niebla, lo primero que nos recibía era el cuadro de Velázquez, por cuyo plano cabalga el príncipe D. Baltasar, esclarecidos el damasquinado de sus adornos y el color claro de su banda a la luz vivísima de Madrid, la cual, rebotando en la nieves del Guadarrama, tiende su manto áureo sobre los paisajes luminosos del Pardo y la Moncloa. ¡Oh! Después que habíamos contemplado esta obra maestra y recibido por todos nuestros poros, como un baño fortificante, aquel éter que los nervios recogían del efluvio misterioso esparcido por las irradiaciones del arte, nos sentábamos a la provista mesa, departiendo en la lengua materna sobre las cosas y las noticias de España. Una noche de esas en que los horizontes se oscurecen y cierran al emigrado, pareciéndole que no volverá jamás a ver la patria y su cielo, el hogar y los suyos, la tumba de los antepasados, las aras del parentesco y amistad natales, recitaba yo de memoria el inmortal romance de Góngora Oh sagrado mar de España, y conforme iba en su recitación subiendo, anudábase la voz en mi garganta, y lágrimas, mal reprimidas, caían de los ojos asombrados por amargo desconsuelo. ¡Ay! Jamás olvidaré las reflexiones, en aquella noche y en aquel dolor, de nuestro Gustavo, cuya grande alma, henchida de inspiración, habrá visto allá en el cielo, frente a frente, los sublimes ideales por los que ha sentido religioso culto siempre aquí en la tierra.

Otro muerto ilustre lloran hoy las letras y las ciencias, Eduardo Laboulaye. Quien, llamándose demócrata en los tiempos nefastos del Imperio, cuando Francia yacía envuelta en la mortaja del cesarismo, y la prensa dirigida por los fruncimientos del entrecejo de César, y la tribuna vacía bajo la neumática reglamentación imperial, nos leyera y saboreara el París en América, libro popular sugerido por el numen de la libertad y consagrado a la difusión luminosa del pensamiento republicano y parlamentario, en oposición al bonapartismo y su dictadura; quien, llamándose demócrata, repito, por aquella sazón y oportunidad, no admirara tan oportuno libro, debía dejarse de servir la causa del pueblo e irse de grado a incorporar con los lictores y custodios de la omnipotente dictadura, tan adversa de suyo a la conciencia y a la libertad. El Paris en América nos movía, con sus animados diálogos, con su interesante dramática, con sus varias noticias, con sus sabias reflexiones, al entusiasmo por el individualismo, por el derecho personal, por el Parlamento moderno, por el régimen democrático, por la República, y como todos los libros correspondientes a incontrastables necesidades del alma, se difundía por millones de ejemplares, llevando a las inteligencias luz y a los ánimos calor, en aquella terrible desolación, fe y esperanza. El escritor ilustre no podía, dadas sus cualidades, aspirar al coro inmortal donde se hallan los grandes pensadores como Conte y Bernardh; los grandes artistas como Hugo, Michelet y Renan; pero nadie le ha igualado en el arte dificilísimo de propagar las ideas nuevas y ejercer un verdadero apostolado en sabia y constante propaganda, la cual penetraba, como aire y luz del espíritu, en los abismos donde yace dormido el pensamiento de las esclavizadas muchedumbres. Penetrado de un liberalismo sistemático, sin excepciones ni distingos, Laboulaye no ejerció la influencia propia de su talento por el error, hoy tan divulgado entre nosotros, de la indiferencia respecto a las formas de gobierno, cuyo error condújole, como de la mano, a transigir como transigiera Ollivier en tan mal hora, y a olvidar que toda monarquía, y especialmente la monarquía imperial, es incompatible con la libertad en toda su extensión y la democracia en toda su pureza. Tamaño error le arrebató su popularidad cuando más la necesitaba y cuando mayores servicios pudo prestar con su pluma y con su palabra en días bien tristes y nefastos a la causa inmortal a que consagrara una inteligencia sin sombras y una vida sin mancha.

Otro escritor francés, Julio Sandeau, acaba de morir, escritor todo él candidez y dulzura, que la muerte no perdona, en su implacable igualdad, a nadie, y no se deja desarmar por las violencias de los fuertes ni por los reclamos de los débiles, guardando avara, sobre todos, su omnipotente autoridad y su incontrastable imperio. El escritor que acaba de morir a los setenta y dos años en el retiro de su biblioteca y en el apartamiento de su hogar, llamábase Julio Sandeau y era un verdadero miniaturista de la novela, seguramente atractivo por la nimiedad del dibujo y por la reducción de los personajes a las menores dimensiones posibles, pareciéndose así todas sus obras a esas modestísimas joyas que las matronas de cierto recato y retiro se ponen al pecho sin ostentación, como una sencilla reliquia de familia o un recuerdo de dulce y perdurable amistad.

Sin embargo, escritor tan modesto y apocado tuvo amistad con un gran genio, con Honorato Balzac, y amor con otro gran genio, con la célebre Dudevant. Esta mujer extraordinaria le tomó las primeras letras de su apellido y se llamó en el mundo, y se llamará por siempre ante la Historia, Jorge Sand. Un año escribieron juntos. Algunas obras resultaron de la unión de sus dos almas. Estas obras apenas eran leídas, ni mucho menos compradas, tanto, que la pobre joven debía cooperar a la manutención de los dos colorando con pincelitos mojados en pastillas flores grabadas, no tan olientes ni tan hermosas como las que tenía en germen o en capullo por los campos inmensos de su nativa y creadora fantasía. En tales obras de dos, toda la parte dulce y tierna, que hubiérase dicho pertenecer a la mujer, pertenecía de suyo al hombre; y toda la parte audaz y fuerte, que hubiérase dicho pertenecer al hombre, pertenecía de suyo a la mujer. Separados al poco tiempo, quizás porque ni sus inteligencias se comprendían mutuamente ni se completaban sus complexiones opuestas y contradictorias, Julio Sandeau se preservó él mismo y preservó a su amante de los escándalos que diera, por igual motivo y por la misma mujer, Musset, con sus celos, con sus caprichos, con sus embriagueces de cólera expansiva, con sus inmortales quejas de genio delirante y desgraciado. Recluido en la Biblioteca Mazarina, escribió libros que parecían copias de los hogares y las familias de clase media en que naciera y se criara, o dramas que parecían copias de sus novelas, escritas todas con exquisito gusto, en claro estilo y desarrolladas con método y medida, como cumpliera naturalmente a quien esquivaba discurrir por las cerúleas regiones, temeroso de no poder a sus anchas respirar allí donde solamente respiran las águilas verdaderas de la literatura y del arte. Yo le hablé mucho en casa de Legouvé, durante una velada literaria que diera éste en honor mío; y no podía creer a mis ojos, cuando me trasladaban a la mente aquel escritor, célebre por los primeros amores que inspirara, colocado en tan diverso lugar por mis ideas y por mis recuerdos. Un gran dolor moral ha precedido a los dolores materiales que han acabado con su vida, la muerte de un hijo, brillante oficial en la marina francesa. Desde este golpe no ha vuelto a levantar cabeza, muriendo de afectos puros e íntimos, como los que tratara por espacio de medio siglo en sus preciosas novelas. ¡Que haya encontrado en otra vida mejor la paz negada por el destino a los mortales en esta triste vida!

Dejemos a los muertos en su paz y vamos a los vivos en sus guerras. El Imperio alemán ha entrado, al fin y al cabo, como todos los Imperios, en pleno socialismo. Yo he creído siempre las instituciones imperiales más propensas a la utopía socialista que las instituciones republicanas. Si alguna duda cupiera respecto a tan evidente verdad, ahuyentárala el rescripto postrero de autorizado escritor imperial, del Emperador de Alemania, que, no contento con haber querido amortizar en poder del Estado un monopolio tan importante como el monopolio de los tabacos, allí desestancados y libres, ha querido fundar, bajo su alta protección, cajas de socorro para los trabajadores inutilizados, como si el trabajo fuere una profesión militar y consintiese su naturaleza verdaderamente social y su innegable universalidad asimilarlo a instituciones puramente del organismo gubernamental y del Estado, como el ejército y sus escasos inválidos. El trabajo, como el cambio, es una función esencialmente social, y no cabe dentro de las reglamentaciones burocráticas, gravosas al trabajador en último término, por lo mucho que aumentan el presupuesto y embarazan a un mismo tiempo la producción y el consumo. Digo del socorro gubernamental a los trabajadores pobres, inscrito en el presupuesto y regulado por la Administración, lo que del crédito gratuito, tentador de suyo para la miseria, y puesto ante los ojos del trabajador como una engañosa esperanza por los comunistas de abolengo. El crédito gratuito no se puede conceder a unos y negar a otros, hay que abrirlo para todos, pues de lo contrario, creándose privilegios absurdos, derogaríanse a una los principios de igualdad política encerrados en las Constituciones modernas. Pues si hay que abrirlo a todos, calculad el incalculable presupuesto necesario para tal operación, los empleados que habríais de mantener para emprenderla y cumplirla, las reglamentaciones que habríais de urdir para facilitarla, el influjo permitido por tales larguezas al Estado y a sus representantes, la disminución y aminoramiento del trabajo y sus productos, al lado de una burocracia y sus agentes que llegarían a verdadera omnipotencia y dispondrían de las elecciones como dispusieron los Césares en Roma, quienes se guardaron muy bien de abrogar las instituciones electivas, corrompiéronlas, ofreciendo a los electores las tierras públicas y su rendimiento, las anonas oficiales y su trigo. La carta del Emperador de Alemania es una copia servil de las conferencias de esos socialistas de la cátedra, para quienes hoy no tienen ningún valor la ciencia económica de la libertad, revelada en los comienzos de nuestro siglo al mundo, y mantenida por los espíritus superiores en todo el curso de nuestra gloriosísima centuria. Derogando las leyes naturales de la sociedad, sustitúyenlas con arbitrarias concepciones de secta y escuela que tientan a los fuertes y les dan medios de seducir, para mejor avasallar, a los débiles. Pero es el caso que los trabajadores ya se hallan muy advertidos de todo cuanto contiene el socialismo de arriba y dispuestos a rechazarlo, sabiendo que tira, con pérfidos medios, más que a enriquecer su peculio y aumentar su derecho, a enriquecer el presupuesto y aumentar el poder de la incontrastable autoridad imperial.

Está visto, como tras el Emperador aparece a la continua el Canciller, está visto que sueña el Canciller con la utopía. Autor de obras milagrosas que parecían desmentir las leyes de la naturaleza y de la historia, todo lo juzga posible a su poder, con sólo ambicionarlo en su voluntad. Si el mísero feudo cedido en lote a la orden teutónica, confinante con las tierras eslavas, apartado de aquella Suabia que diera sus privilegiados hijos al mundo germánico, hase, a guisa de grandiosa y henchida nube, por todos los horizontes de Alemania extendido, llegando a formar el núcleo de la poderosa nacionalidad nueva, no indica tanta fortuna increíble, tal resultado maravilloso, consecuencias ni siquiera sospechadas antes por el vulgo, que logre la sublime autoridad imperial, fautora de tal obra, romper las leyes naturales de la economía y distribuir por medios artificiosos los productos del capital y del trabajo, enriqueciendo a los pobres sin desdorar y empobrecer a los ricos.

Parece imposible; mas el pueblo germánico, autor del moderno individualismo, está, como pocos pueblos, tocado y enfermo de inclinaciones socialistas. Una parte considerable de su cuerpo docente ha fundado el socialismo de la cátedra, y otra parte considerable de su clerecía oficial ha fundado el socialismo de la Iglesia. Los catedráticos más conservadores hablan de la propiedad en el fraseo propio de los clubs más rojos, y los pastores más pietistas hablan de la pobreza y del pobre como los más exaltados reveladores de sistemas utópicos. Nosotros nada tendríamos que oponer a esto, si el socialismo de la imperial autoridad no se derivase inmediatamente del socialismo de la cátedra y de la Iglesia, que, aparentando endulzar la suerte de los pobres, extendió la autoridad de los reyes. Imposible parece la uniforme monotonía con que la historia se repite, y se reproduce, y a sí misma se copia de siglo en siglo y de gente en gente. La imperial autoridad de Germania en pleno siglo decimonono ha menester, como la cesárea autoridad de Roma en los pasados siglos, de numeroso ejército y de rendida plebe. La utopía socialista de Bismarck no es otra cosa más que la llama en cuyo ardor se dora la diadema del Imperio, para que parezca de oro esplendente y luminoso, cuando es de frío y pesado hierro.

No contento con la carta del Emperador ha reconvenido Bismarck a las Cámaras por su pereza en controvertir y resolver los problemas sociales, como si las facultades del poder ejecutivo pudiesen llegar hasta inmiscuirse, con oficial y pública censura, en los actos del poder legislativo y parlamentario. Mas de antiguo ha contraído tal manía y no tienen medio los diputados de conjurarla. Nuevas incidencias y nuevas reconvenciones han mostrado con irrefragable demostración de que naturaleza es el socialismo de la cátedra, puesto en boga por las autoridades del Imperio. Dada la copia del poderoso ejército que Alemania tiene para conservar su predominio político en Europa, necesita distribuirlo en muchas regiones; y dada esta distribución, alojarlo en grandes cuarteles; y dados estos cuarteles, asistirlos y proveerlos con todos los recursos indispensables a la colmena de tan grande y numeroso enjambre. Así, hay en todos estos cuarteles muy bien provistas cantinas, y en todas estas cantinas el vino, libre de las gabelas gravosas al general consumo, expéndese muy barato, arruinando a la industria y al comercio de los particulares, incapacitados para vencer y contrastar tan formidable concurrencia.

El diputado progresista Rischter hase creído en el deber de levantar su voz contra tamaño abuso, y ha vuelto por los derechos universales del ciudadano desconocidos en los fueros burocráticos del cuartel. Ya se ve, para todo buen socialista la ley de la libre concurrencia es tan odiosa como para todo buen vividor la ley durísima de la muerte. Pero así como ha querido la naturaleza implacable que las almas de las generaciones nuevas se monten y engarcen por necesidad en el sepulcro de las generaciones muertas, ha querido también que provengan las obras humanas y su gradual perfeccionamiento de la emulación y de la competencia. Quitadlas y destruidlas, como quiere la mayor parte de los utopistas modernos; gremiad los trabajadores por fuerza; imponedles imperialmente las horas de trabajo y el organismo de su oficio; disciplinadlos como disciplinaríais un regimiento; mandadles así las vocaciones respectivas como el respectivo límite de sus facultades; y veréis cuán pronto habéis convertido la sociedad moderna en triste y solitario convento, sobre cuyos claustros se alce un despotismo, natural y lógico, doquier muere la libertad individual, con su más inmediato y útil resultado, la libre concurrencia.

Vamos a ver el estado y desarrollo de la política en Oriente. Una ceremonia solemne acaba de celebrarse allá en las aguas del Bósforo. Los cañones de los fuertes han retumbado, como si aún los hiciera tronar la mecha de los grandes conquistadores; y las barcas del serrallo han salido, en guisa de cisnes áureos que discurrieran, airosos y erguidos, por los celestes cristalinos lagos, donde se miran las riberas del Asia y de la Europa. Desplegábase tanto lujo en aquel escenario incomparable por haber llegado a la capitalidad antigua de la cristiandad el nominal vasallo de Turquía, que hoy dirige los destinos de un pueblo recién desprendido de la dominación turca, el pueblo de Bulgaria. Pretendía pasar por aquel sitio sin rendir homenaje al Sultán, su archisoberano; y el Sultán, que por tal descuido le ahorcara en otros días, o por lo menos le remitiera el dogal para que se ahorcase, hoy le invita con solicitud y le agasaja con esplendidez, seguro de que a todos, sin excepción, se revela por miles de revelaciones diversas la triste irremediable decadencia de su antiguo Imperio. El Príncipe de Bulgaria es vasallo meramente honorario del Sultán de Constantinopla y vasallo real del Zar de todas las Rusias. Y lo es en tanto grado, que Rusia le nombró hace tiempo un Ministerio, por cierto a sus gustos e inclinaciones muy repulsivo, y ha de sostenerlo durante dos años enteros, si quiere conservar su corona en las sienes amenazadas por fulminante rayo, y su apellido entre los soberanos más o menos irrisorios, de la nueva Europa. Nada tan curioso como el combate que sostienen estos principillos eslavos con el soberano impuesto por los arreglos diplomáticos, a quienes prestan acatamiento ilusorio, y el soberano impuesto por las necesidades políticas, a quien prestan ineludible obediencia. Contra el primero, puramente nominal, recaban la concesión de condecoraciones y la firma de títulos nobiliarios y el envío de agentes diplomáticos y la ostentación de otras zarandajas más o menos baladíes, mientras tienen que recabar contra los otros, que los rodean de ministros y empleados suyos, la efectividad del supremo poder. Habrá visto el Sultán a su vasallo so el amparo de propio pabellón, y en el pavés de autoridad soberana; mas al verlo, debería recordar por qué caminos agrios y escabrosos suelen perderse los Imperios que rinden culto al fatalismo y no saben renovarse por la creadora virtud de una verdadera libertad.

El príncipe Alejandro habrá reconocido aquellos lugares por la poesía clásica esmaltados; habrá visto el sitio donde la ninfa Io esquivaba los celos de Juno, y el sitio donde plantaba Medea su laurel ponzoñoso, y el sitio donde morían de amor Hero y Leandro, habrá observado todas estas maravillas; y al ver las aguas en cuyo seno va disuelta la luz oriental y las montañas en cuyas cumbres olímpicas están como dibujados los dioses helénicos; entre las costas de Asia y Europa, que parecen abrazar y adormecer a los mares, en cuyos cristales clarísimos los palacios de mármol, las rotondas de oro, los kioscos multicolores, los jardines poéticos, los intercolumnios festoneados de rosas y jazmines se retratan como recreándose a una en contemplar las velas que van por las corrientes y las aves que van por las alturas; habrá comprendido cómo se deseará poseer todo aquello desde las áridas estepas del Norte, desde las petrificadas olas del Báltico, desde las oscuras orillas del Volga, y comprenderá que sus protectores le han dado cetro y corona para que represente la vanguardia del ejército de cruzados moscovitas, que, creyéndose dirigidos por los ángeles de Constantino, juran redimirá Santa Sofía, relegada impíamente a los harenes del turco, y hacen de Constantinopla la capitalidad inmortal de un Imperio greco-eslavo, apercibido por el cielo a bautizar y a evangelizar todo el Oriente.

La verdad es que Turquía se desvanece cada vez más en los aires como una gran pesadilla. El hombre aquel, en quien pusiera tantas esperanzas, el buen Arabi-Bajá, que había desplegado la verde bandera del Profeta y esgrimido el cortante alfanje de Ostman, hállase ahora en la isla de Ceylán, donde los mahometanos creyeron que había surgido Adán, y donde se cruzan innumerables tradiciones islamitas por los aires, consagrado, no a meditar los libros sacros, que fortalecen la fidelidad del creyente; no a invocar los santos del Islán, que han destruido tantas veces a los nazarenos y han elevado en los cielos de la victoria el arco argénteo de la media luna, sino a industriarse, como pobre discípulo y doctrino, en el inglés, para dar gracias a los vencedores, si posible fuera, en la propia lengua suya, por tanta piedad y misericordia como han tenido al dar un paraíso en su Imperio al caudillo de una rebelión contra su Imperio. Y mientras tanto, lord Dufferin, embajador antiguo de Inglaterra, se ufana de recortar patrones de códigos políticos para el Egipto, como si esta tierra de los dioses muertos y de los ritos legendarios fuese un primitivo territorio de aquellos no surcados por la historia, sin escombros y sin recuerdos, en cuyos senos pueden los utopistas ejercitarse y escribir, como en limpia pizarra, los términos todos, más o menos algebraicos, de ideales utopías. Al hojear la disertación de lord Dufferin sobre las instituciones más convenientes a Inglaterra, nadie diría que la trazara un experimental y positivo sajón, acostumbrado a las contemplaciones de los hechos más que a las contemplaciones de las ideas, sino un meridional, soñador y artista, idóneo para la traza de leyes, mejor o peor ideadas, en las cuales, curándose mucho de las teorías y de las proporciones, no se cura gran cosa de la realidad y de sus irremediables impurezas. ¡Buena tierra el Egipto para constituciones ideales! ¡Ah! Lo que verdaderamente resulta y resalta de todo esto es que Turquía y su Imperio se han desvanecido en Egipto, para dejar paso libre a Inglaterra y su Imperio. La dominación turca toca en su ocaso, y el Califato de Constantinopla estaría ya disuelto, si Europa no temiese la infección que pueden dar al aire respirable los gusanos inmundos generados por la descomposición de tan podrido cadáver.

El Oriente llama la general atención de Europa; y la llama, porque está el Oriente amenazado de guerra, y cualquier chispa, siquier aislada y pobre, podría hoy avivar y mantener el incendio universal. Armenia se mueve demandando las reformas prometidas en el tratado de Berlín, y Turquía se resiste a la concesión de estas reformas. En tal estado, Rusia, como siempre, se mueve, y como siempre, aparenta interesarse por la libertad y los derechos de las varias sectas, más o menos cristianas, poseídas aún, como triste rebaño, por el Sultán de Constantinopla. Poseedora la gran potencia del Norte, con motivo de sus victorias últimas en la península balkánica, de sumas plazas fuertes en el Asia Menor, guarnece sus alojamientos militares, concentra sus tropas, requiere sus armas y amenaza con los vislumbres relampagueantes de una próxima guerra. Pero el mayor síntoma de graves acontecimientos está en la visita hecha por el Príncipe de Bulgaria, recién constituido, a su vecino el Rey de Grecia; visita que ha seguido a la del Sultán de Constantinopla. La raza bulgárica, como eslava de suyo, y la raza griega, como helénica, guardan dentro de sus pechos un vivo sentimiento de rivalidad y competencia. Estados constituidos los dos en el quebrantamiento y fracción de la Turquía tradicional, aspiran a extenderse con grandeza y en daño mutuo de sus sendas nacionalidades. La oposición ha llegado tan lejos, que Bulgaria se ha desasido del Patriarcado de Constantinopla tan sólo por el carácter helénico de tal institución religiosa. Mas ahora ven búlgaros y helenos que mientras ellos disputan y riñen, Austria se acerca sigilosamente a Salónica y Rusia se introduce y entromete con tal imperio en los negocios búlgaros, que hasta nombra los ministerios, imponiéndolos al irrisorio Rey de Bulgaria. Y mientras tanto la cuestión de Armenia con sus complicadas incidencias acusa la proximidad de nueva guerra, la cual podría traer sin remedio la total ruina del Sultán y la conversión de la Mezquita más ilustre del islamismo, coronada hoy por la media luna de Ostman, en la Basílica Santa coronada por la cruz griega de los inmortales Constantinos. Y para tal evento deben los pueblos cristianos entenderse y apercibirse a la solución única que ha de conjurar todos los conflictos y ha de traer todos los seguros a la confederación greco-eslava.

Verificóse la coronación del Zar. Aquel trono de los zares, por la retina del Eterno rematado, ha vuelto a la sala imperial de San Andrés, coronado con su guirnalda de rayos. El manto de armiño, en cuyo centro campean las águilas de dos cabezas coronadas de diademas y armadas de cetros, ha salido del empolvado camarín. Aquí se han visto las espadas que muestran la fuerza y allí las insignias que muestran la majestad del poder. Los cosacos llegaron en pelotones y los arzobispos corrieron desde sus respectivas diócesis para ofrecer la mirra, el óleo y el incienso a esta especie de dios. Juntáronse ríos de cerveza, millones de pasteles, músicas semejantes a ejércitos por su número, coros que pueden atronar los aires, y llegó la triste policía de los moscovitas a impedir que los genios invisibles y apocalípticos del nihilismo se deslizaran sigilosos entre tantas grandezas históricas y las hicieran saltar en pedazos con sus terribles explosiones.

El ministerio Gladstone acaba de ser derrotado en la Cámara de los Comunes por una cuestión religiosa, por la cuestión del juramento político. Embargados los ánimos y ocupadas la opinión y la conciencia general con tamaño problema, pertenecía seguramente a un hombre de la previsión por todos reconocida en el gran ministro, buscar una solución que tales agitaciones calmase, reconociendo los derechos fundamentales e inalienables de la humana conciencia. Por consiguiente, propuso Gladstone una reforma justísima de suyo, aceptada hasta por los conservadores en España últimamente, y que da con grande acierto a los diputados la facultad omnímoda de cambiar el juramento de fidelidad por la promesa, cuando su conciencia filosófica y religiosa les vede invocar el nombre de Dios y los Santos Evangelios. La política no puede tener un carácter absoluto, y aunque busque ideales de grande superioridad, debe tomar en cuenta, para su trabajo de todos los días, cuanto hay de relativo y circunstancial en nuestra existencia. La cuestión del juramento sobrevino a consecuencia de la elección de Bradlaugh, especie de popular predicador, dado a vagar por las calles y encrucijadas continuamente, sosteniendo el ateísmo con vehemencia y llamándose con el ridículo y anticuado nombre de iconoclasta, cuya general acepción contiene antiguos combates y recuerda tremendas irreverencias. Ningún espíritu al ateísmo tan repulsivo como el mío, en quien aquella idea de Dios, inspirada por la primera educación, ha crecido a medida que crecía la existencia y ha madurado a medida que maduraba la razón.

Yo he visto a Dios en los esplendores todos de la Naturaleza, y he columbrado las deslumbradoras alas de sus ángeles, en el brillo resplandeciente de los astros; yo he sentido a Dios en los más puros afectos de mi corazón y le he amado con todas mis aspiraciones a la caridad universal y con toda mi compasión por los humanos dolores; yo he oído a Dios en los conciertos de las esferas y en las armonías de las orbes; yo, sin Dios, creeríame y creería a mi especie como un rebaño de pobres animales, todos materia, seducidos y engañados por una diabólica ilusión: que sin la idea de Dios no explicaría el átomo perdido en los confines de la nada ni los soles vivificadores de la creación, como no comprendería sin su providencia las leyes divinas del Universo y de la historia. Por consiguiente nadie como yo abomina de las escuelas ateas y nadie como yo cree y adora la suprema y divina existencia del Ser absoluto y perfecto, en quien se animan a una espíritu y naturaleza, por quien se explican todos los enigmas del Universo y se adivinan y se presienten todas las fuerzas de las ideas y de las cosas en sus concéntricas esferas y en sus divinas armonías. Pero yo no puedo negar el derecho que tiene la naturaleza humana en su limitación y condicionalidad a la expresión del error, como no puedo desconocer la ineficacia de los medios coercitivos para perseguirlo y ahogarlo. Así, pues, creo con el gran ministro inglés, que la verdad metafísica y dogmática no puede imponerse por las fuerzas coercitivas, y que se debe respetar hasta en sus mayores extravíos la irrefragable libertad del humano pensamiento.

Pero no ha creído esto que yo creo la Cámara de los Comunes inglesa. Por el contrario, abstenidos los liberales de viejo cuño, los wighs por tradición y escuela; reunidos en haz y apretados como tebana legión los conservadores; poseídos del demonio pesimista los inexpertos irlandeses, quienes todo lo deben al radicalismo inglés y en todo sirven a la escuela conservadora, su cruel enemiga; excitados por su exaltadísimo celo y su adhesión a la Iglesia los obispos; recrudecida la universal superstición religiosa, en ninguna parte del mundo tan rutinaria como en la Gran Bretaña, ¡oh! el poder discrecional atribuido en el bill Gladstone al diputado de cambiar el juramento de fidelidad por la promesa, reforma justa y saludable, ha valido al Gobierno una derrota, que si bien ahora no lo derriba y aterra, disminuye sus fuerzas y amengua su poder. Era de oír, según los asistentes refieren, el aquelarre armado por los vencedores contra sus adversarios los vencidos. Unos diputados aplaudían hasta romperse las manos y otros vociferaban hasta desgañitarse; metían éstos infernal ruido, silbando como en mal teatro y se colocaban de pie aquellos en los bancos cual si estuvieran reunidos en cualquier cuadra o chiquero y no en la primer Cámara del mundo. Los más irreverentes llegaron hasta la mofa, la befa y el escarnio, cantando el nombre de Gladstone, su gran ministro, en coro, a los aires soeces de los lampiones y otros cantares desvergonzados y corrientes en los barrios bajos parienses entre los pilluelos de los can-canes: por manera que ninguno de los dervis, o carreras de caballos, donde los sajones se emborrachan y gritan; ninguna de las corridas de toros de muerte, donde se salen fuera de sí los españoles, puede compararse con esta última hora de una grande sesión parlamentaria en respetabilísimo y antiguo Parlamento. Permítase, pues, a mi amor patrio el envanecerse recordando que jamás damos a las gentes, nosotros los españoles, tales ejemplos; y diciendo que aquí hemos admitido hace poco la opción libérrima entre la promesa y el juramento, por escrupuloso respeto a la libertad religiosa y espiritual, sin que se hayan suscitado los obstáculos y dificultades que acaban de suscitarse allá en Inglaterra; pues el pueblo español, tan probado por las tiranías de sus sacerdotes y de sus reyes, después que ha sacudido las cenizas de la Inquisición y que ha roto los viejos ídolos del absolutismo proclamando la libertad religiosa, lógico y consecuente, ha sabido declarar que las ideas no pueden impedir el ejercicio de los cargos públicos y que las conciencias tienen derecho al respeto del Estado y de las leyes, hasta cuando yerran, si ha de salvarse su indispensable inviolabilidad.

Los ingleses cuentan dentro de su oficial protestantismo innumerable variedad de sectas religiosas. Todavía quedan restos allí del catolicismo antiguo, rejuvenecidos y remozados por la libertad moderna. Junto al anglicanismo tradicional, auténtico, histórico, se levantan los puseistas, que dominan con grande dominio en centros religiosos importantísimos y que usan las estolas, el incienso, los cirios como arreboles de la fe antigua; los metodistas, los discípulos de Wesley, que combatiendo el excesivo rigor del dogma luterano relativo a la gracia, se apropian tanto al carácter individualista inglés y tanto confían en que el segundo Adán rescatará la culpa del primero; los presbiterianos, los verdaderos demócratas del protestantismo, quienes asocian el elemento eclesiástico y dan al principio electivo la virtud alcanzada en las antiguas sociedades apostólicas; los unitarios, que proclaman una especie de socialismo derivado de las ideas españolas e italianas del siglo decimosexto, de aquellas ideas mantenidas por Valdés y por Servet, las cuales, regateando a Cristo su divinidad, lo reconocen y proclaman como el fundador de la moral definitiva y eterna; y tantas y tantas otras sectas, matices diversos y varios de una misma creencia, los cuales van desde la ortodoxia secular de los antiguos creyentes católico-romanos, hasta la República cristiana e idealista de los cuáqueros en esos templos vivos de Dios y de la libertad que se llaman las selvas del Nuevo Mundo. Pues así como en el cielo religioso, donde parece que la fe ha de dar más unidad a los espíritus y más universalidad a las ideas, existen estas diferencias, ¿por qué no han de existir en el cielo científico, donde reina más el criterio individual y la rica variedad del pensamiento?

Ya sabemos que han concurrido muchas circunstancias para hacer odiosa la personalidad originalísima de Bradlangh a los ingleses. Su brutal franqueza contrasta con la pudicicia que pone la gente sajona en las palabras y formas de sus más audaces pensamientos. El carácter socialista le daña también mucho en pueblo donde parece congénito a la complexión y naturaleza nacional e histórica el más desenfrenado individualismo. Luego, aquel trabajador, verdaderamente gigantesco y hercúleo, que alza la cabeza erguida sobre las muchedumbres como el trofeo sobre la legión; que posee una voz estentórea, cuyos acentos llegan a tener la resonancia del trueno; que destituye al Dios de los profetas con fórmulas proféticas; que convierte las utilitarias reuniones políticas en reuniones teológicas, donde se desgarran página a página los libros santos leídos por los ingleses todos los domingos en sus ejercicios religiosos, ha de concitar contra sí muchas iras y ha de tener frente a sí muchos enemigos. Yo aseguro, sin embargo de todo esto, que Bradlangh es un moderado y conservador escrupuloso en comparación de los demagogos españoles, franceses, germanos y rusos. ¡Ah! Extrañarse del ateísmo plebeyo y rudo, y brutal si queréis, de un pobre trabajador, los que han colocado, y con motivo y fundamento, entre sus mayores glorias a un Stuard Mill, semicontistha y semipositivista; a un Spencer, mantenedor del movimiento eterno y de la evolución universal; a un Bain, que confunde la psicología con la fisiología y explica la unidad del espíritu humano por mera asociación de ideas; a un Darwin, que deriva unas especies de otras especies y genera en sus teorías al hombre mismo por el ayuntamiento de las bestias. Aquella Cámara de los Comunes, compuesta por católicos, apenas emancipados gracias a la sublime y tempestuosa palabra de O'Connell; por protestantes que admiten los derechos de la libre conciencia y los ejercicios del libre examen; por judíos, víctimas primeras de la intolerancia religiosa; por presbiterianos y cuáqueros y unitarios que rechazan y condenan el juramento, debía llegar a donde las Cámaras españolas y francesas han llegado, o bien a la indispensable abrogación del innecesario y vejatorio juramento político, cuya inutilidad es manifiesta, o bien a la opción entre el juramento y la promesa, como nosotros los españoles, a quienes consideran los ingleses padres naturales de la Inquisición y enemigos natos de la tolerancia. Para ir a la cabeza del mundo no basta con tener mucho territorio, porque si bastara, tendría tal dirección esa Rusia, tan grande, que apenas puede medirse la extensión material de su Imperio; necesitase la posesión plena y absoluta del espíritu moderno y el culto desinteresado a sus grandes ideales de progreso y a sus eternos principios de justicia. El respeto a la conciencia individual es lo menos que puede pedirse al viejo liberalismo inglés, generador ilustre de todo el moderno liberalismo europeo.

Con la crisis italiana rematamos esta crónica, ya larga, de un mes rico en varios e importantes sucesos. Después de las últimas elecciones, hechas con censo bajo y numeroso, creían cuantos observan de ligero la política europea que iba el partido de oposición, existente ya en la izquierda liberal, a obtener mucho número y desmedida influencia. Ponían, los que pensaban así, en olvido la consumada prudencia de los italianos y su afición a las pacíficas y lentas evoluciones del progreso medido y legal a que se hallan sujetos los pueblos salidos del periodo revolucionario. Depretis se había presentado a los comicios con franqueza en su discurso de Stradella, y los comicios le habían dicho con sus votaciones ministeriales cómo podía contar con la estabilidad si no se paraba en los amplios caminos del progreso. La nación estaba resuelta contra todo retroceso hacia la derecha conservadora, por conocerla demasiado, y contra todo salto violento hacia la izquierda extrema, por conocerla poco. Dentro de la izquierda extrema existe un hombre con autoridad extraordinaria, Cairoli, de la madera de los héroes más que de la madera de los estadistas, y tres jefes muy patriotas y talentudos, pero poco idóneos para el gobierno, como Nicotera, Crispi, Bertani, por sobrado gubernamental el primero y sobrado radical el segundo, mientras el tercero padece de una inquietud nerviosa en todo cuanto a la política interior se refiere, y de una galofobia crónica en cuanto se refiere a lo exterior, que le quitan fuerza y le dan enemigos. Por esta razón, a no dudarlo, el viejo Depretis, consumado estadista por su ciencia y por su experiencia, no ha querido enderezar la proa de su gobierno hacia cabos circuidos de la incertidumbre, la mayor entre las plagas que pueden malograr una política, y ha preferido pararse, aún corriendo el riesgo de tocar en la inmovilidad. Cierto que, contrastado y combatido por una fracción de suyo hábil, como la fracción conservadora, encabezada por un hombre de suyo eminente, como el economista Minghetti, se ha encontrado con que su política de progreso ha salido política de estancamiento, según las calificaciones dadas por los doctores en la materia y robustecidas por el abrazo y el voto último, en que los más reaccionarios han hablado y votado como una sola persona en favor del mismo que les ha sucedido y reemplazado para empujar la Italia por los progresos a las reformas y cumplir una política de amplia y radicalísima libertad. No debe olvidarlo Depretis. El calor de su vida sólo puede conservarse con el movimiento hacia adelante. Una estabilidad sobrado quieta podría pudrir la nave muy velera en que va embarcado y dispersar la tripulación a los cuatro vientos, mientras que si anda de prisa, con los ojos puestos en la estrella-norte de la libertad, llegará con fortuna y rapidez al seguro puerto de una gran política que realce mucho su nombre y agrande y robustezca su patria.




ArribaAbajoCapítulo IX

La coronación del Zar


No abriréis un diario francés por estos días sin daros de manos a boca en seguida con el Tonkin, problema de carácter oriental por su lado geográfico, y de carácter europeo por su lado político. Francia no ha querido contentarse con el predominio moral que le daba el haber prescindido de su monarquía y de su aristocracia, constituyéndose por su propia voluntad y derecho en libre y robusta República, tan luminosa para todas las inteligencias como atractiva para todos los pueblos del mundo. Cegada por las reverberaciones últimas de su gloria militar, aún resplandeciente con vivos arreboles sobre su ocaso, quiere colonizar en remotas regiones y extenderse y dilatarse por el África y el Asia en competencia con Rusia e Inglaterra. La impremeditada expedición a Túnez le ha traído la enemistad implacable de los italianos con la ocupación del Egipto por los ingleses; y a este doble desastre de su diplomacia responde con una doble temeraria empresa en Madagascar y Tonkin, exponiéndose a desagrados nuevos con Inglaterra y a conflictos temerosos con China. El pretexto a tal movimiento lo ha encontrado en las incursiones continuas de piratas varios bajados desde las fuentes del río Rojo, al comienzo del cauce navegable, a Lao-Kaz, como de Lao-Kaz a la desembocadura del río a Tonkin. Tales excursiones molestan mucho a los franceses en su comercio con estas tierras y hasta en la quieta y tranquila posesión de sus dominios en Cochinchina. Y para evitar tantas molestias y conseguir la seguridad de su Imperio esbozaron ciertos proyectos de convenios con los chinos, por lo cuales reconocían los franceses la supremacía de, China sobre Anam, y reconocían los chinos el protectorado de Francia sobre Tonkin. Y unos y otros habían asentido a dejar entre los dos Imperios, el Celeste antiguo y el francés nuevo, una zona montañosa, especie de muralla natural, poblada por tribus, lo bastante guerreras para impedir el contacto de dos dominaciones, las cuales, para estar muy hermanadas, habían grande necesidad de no ser enteramente fronterizas. Andaba todo esto en paz cuando los ingleses mueven a los chinos contra Francia, y a consecuencia de este impulso comienzan los chinos a retroceder en sus componendas pacíficas y a volverse amenazadores y combatientes. Pero lo más grave del caso es que si China requiere sus armas con aire de reto, la prensa británica requiere sus plumas con aire de rivalidad, y pone los torpedos de sus desconfianzas en las fronteras de un pueblo como el francés, asediado ya por las desconfianzas germánicas y las desconfianzas italianas en el Este. Así, no es mucho que los ingleses recelen de la dirección y administración francesa en el canal de Suez y propongan abrir otro nuevo con el especioso pretexto de la deficiencia del antiguo. Según y conforme avanzamos en civilización y cultura perdemos aquellas expansiones humanitarias de otros tiempos y vamos encerrándonos los pueblos europeos, respectivamente cada cual, en refinado egoísmo. ¿Qué ha sido de aquel antiguo partido liberal inglés, tan ufanado de su carácter humanitario y de su grande superioridad sobre las viejas supersticiones torys? ¿Qué ha sido de aquella definición, dada por un repúblico eminente, de los antiguos partidos ingleses, cuando decía que los wighs anteponen los intereses generales de la humanidad al interés de Inglaterra, y los torys el interés de Inglaterra a los intereses generales de la humanidad? Hoy, en este asunto, son iguales todos. Las palabras de Bright parecen arqueológicas supersticiones de un cuáquero tenaz que combate los horrores de la conquista y de la guerra por miedo a la perdición de su alma: ya no queda un solo inglés que sea osado a proponer lo hecho nuestra vista, el abandono de la isla de Chipre, cual en otro tiempo abandonaran el archipiélago Jonio. Aquel carácter humanitario de los wighs de otros tiempos se conoce ahora por la oposición al túnel entre Francia e Inglaterra, y por el protectorado de Egipto, y por la enemiga implacable a Francia en sus varias coloniales empresas. Pero no deben olvidarlo jamás los ingleses; si sus vecinos han de contar siempre con el odio de Alemania, ellos han de contar siempre con el odio de Rusia; y como sería nociva para Francia una alianza de Inglaterra con Alemania, sería nociva para Inglaterra una alianza de Francia con Rusia. Pululan, pues, con tales motivos, rumores varios de guerra europea. Porque ha dado un paseo Moltke por las costas ligúricas y las montañas suizas; porque ha ido a Génova y Ginebra; Wimpfen, sucesor de Ducrots en Sedán, escribe alarmante carta, que parece concebida en vísperas de otra irrupción y otra batalla. ¡Dios preserve de tal calamidad a Europa!

Por fin, el espectro, recluido tanto tiempo en las marismas de Gatchina, se ha bajado de la nube terrible donde se hallaba envuelto y ha reaparecido como un olvidado ídolo que se moviese resplandeciendo con extraordinarios resplandores. Si cupiera cualquier duda respecto al carácter asiático del Imperio moscovita, desvaneceríala, de seguro, la capitalidad de su historia, la oriental y bizantina Moscou. Sus casas de madera, que huelen a campamentos tártaros; sus innumerables iglesias, revestidas de mosaicos litúrgicos trazados al resplandor de una tradicional ortodoxia y coronadas por áureas rotondas parecidas a gigantescos turbantes; el Kremlim, donde se aglomeran fortalezas y ciudadelas con palacios titánicos y templos sobrepuestos, especie de ciudades como las destruidas por los rayos del cielo y por las cóleras del hombre allá en las orillas del Eúfrates; las gentes varias que descienden del Don, del Cáucaso, del Asia Menor, con sus dormanes, jaiques, túnicas, gorras de Astrakán, diademas y tiaras persas; su clero, vestido a la usanza y manera semiasiática, semejantes por su aspecto a los sumos sacerdotes hebreos, las reliquias engarzadas de pedrería sobre el pecho, la capa pluvial en los hombros, cogida con broches cincelados y cubiertos de esmaltes, los incensarios de oro en la mano; el Emperador, envuelto en púrpura y armiño, con su corona, donde la luz reverbera con reflejos sobrenaturales en las sienes fatigadas, y con su largo cetro, rematado por brillante del valor de un reino, en la derecha, y la esfera del áureo mundo en la izquierda, semejándose a los Constantinos pintados en las letras iniciales de los libros escritos para la Santa Sofía de los Justinianos y de lo Comenos; todas estas varias imágenes que veis como en los vidrios de una catedral helénica o como en los cuadros de un santuario armenio, dicen bien claramente cómo Rusia se desprende y cae del mapa europeo para unirse al Asia, donde aún le aguarda un ministerio de cultura y civilización que cumplir sobre razas dormidas en los senos de la naturaleza o petrificadas en los recuerdos de la historia.

Fingid el ritual de la coronación última y aún veréis más clara esta verdad evidente. A las siete de la mañana el Kremlim se corona de humo, porque sus cañones retumban; y la iglesia de la Asunción retiembla, porque su gran campana, la mayor del mundo, suena con su terrible resonancia. El sitio donde la ceremonia se ha de celebrar es tan estrecho, con ser una Basílica matriz, que cabe muy poca gente, cual cabe muy poca gente, a su vez, en el Estado ruso, donde basta de suyo a dirigir el Imperio un autócrata solitario, y para dirigir la Iglesia un restringido sínodo. Los grandes dignatarios eclesiásticos, alineados a la puerta del templo de la Asunción, parecen a los colosos, a las esfinges, a las evocaciones de remotos siglos más que a seres vivientes. Los tomaríais por esas imágenes de madera, cubiertas en los altares con el plegado de sus lujosos ropajes, y deslumbradoras con la cargazón de sus alhajas, muestras varias de antigua joyería. Las voces lanzadas por todas las torres en el estruendoso campaneo anuncian que os halláis en ciudad antigua, donde la clerecía domina sobre todas las demás instituciones sociales. Por una escalera tapizada de púrpura desciende un cortejo, en el cual se hallan representados cien millones de seres humanos esparcidos por un territorio tal que se dilata sobre una gran parte del planeta. Cincuenta grupos, a cual más deslumbrador, divididos según su categoría y estirpe, como en los frescos monásticos la gloria celestial, componen esta inmensa corte y cohorte de un déspota. Detrás de todos vienen el Emperador y la Emperatriz con aspectos y aires de dioses, y de dioses rígidos e inmóviles como la increíble autocracia. Uno de los arzobispos, presidido de cruz levantada y acompañado de dos diáconos, va delante, rociando de agua bendita, encerrada en vasijas de oro, el sitio por donde han de pisar y pasar las plantas imperiales. Heraldos revestidos de dalmáticas rojas y cubiertos con gorras ceñidas de plumas de avestruz guardan las insignias imperiales, coronas, cetros, globos, collares, cuajados todos de brillantes que deslumbran. Los generales llevan el palio inmenso bajo cuyos pliegues entra el Zar; y los pajes, hijos todos de nobles, la cola rozagante y argéntea de la Zarina. El arzobispo de Moscou presenta la profesión de fe ortodoxa, que lee con voz entera el soberano, y a esta lectura sigue armoniosísimo coro de interminables letanías. Después de esto Alejandro III coge la corona y la pone sobre su cabeza, para quitársela en seguida, y tocar con ella la frente de la Emperatriz. A este acto sigue el Te Deum de San Ambrosio, y al Te Deum la entrada del Emperador solo en el santuario griego, donde comulga bajo las dos especies. Y queda ungido y consagrado Zar, ídolo del pobre mujich y dueño de cien millones de vasallos. Después de esto el pueblo va en tropel a una inmensa comida, para que le repartan quinientos mil pasteles y otros quinientos mil vasos de cerveza, todo encerrado en quinientas mil cestitas. Bien es verdad que cuando ese pueblo es el pueblo de Petersburgo, acompaña con desórdenes revolucionarios la embriaguez producida por los presentes del Zar. Así ha concluido una ceremonia tras la cual se ha dado una proclama sin ninguna promesa de libertad y bajo cuyas pacíficas apariencias se contienen crueles amenazas de guerra.

Parece que después de Rusia, el despotismo, no debíamos hablar de América, la libertad. Pero lo exige así, no solamente la ley de los contrastes, sino también la necesidad de apuntar un fenómeno curioso.

Los libros publicados en Europa respecto a la joven América por americanos, unen al mérito intrínseco de sus calidades literarias y científicas, el extrínseco de su especial utilidad, para quienes ignoran tanto como los europeos las cosas de Ultramar. Apenas podemos inscribir en nuestra memoria la lista de los errores cometidos por la casta de los políticos en el Viejo Mundo al resolver el problema de sus relaciones con el Nuevo. Se ha necesitado que pasaran múltiples sucesos y muchos años para imbuir a la reacción europea el propósito de no rebasar los límites de nuestro continente para derramarse por el continente americano. Por aquí abundaban los pretendientes resueltos a reedificar la realeza histórica en el Nuevo Mundo, sin más mérito que haber perdido el patrimonio personal heredado de sus regios padres. Los bastardos, muy abundantes en los palacios reales, invocaban el recuerdo de Enrique de Trastámara, o Isabel de Inglaterra, o Juan de Austria para mostrar a los americanos como los príncipes habidos de ganancia por los reyes en sus devaneos valen más aún que los legítimos para combatir y reinar. A la eficacia propia de tales supersticiones engendráronse los monstruosos proyectos de reacción intercontinental. Un caudillo más o menos auténtico, presentó con solicitud a las reinas más o menos santas plantel de tronos para su numerosa prole regia en los bosques y sel vas vírgenes. La horrible palabra reincorporación de los territorios perdidos comenzaba públicamente a usarse por diplomáticos viejos en documentos oficiales. Todo un Gladstone creía que la gran República del Nuevo Mundo se dividiría en la guerra servil para dar ese plato de gusto a los supersticios realistas del Imperio británico. Y las cancillerías de Francia e Inglaterra con las cancillerías de Austria y España, imaginaron que nada tan fácil como renovar contra cualquier presidente liberal de República mejicana las proezas de los primeros conquistadores contra el Emperador histórico de los aztecas y erigir sobre las bayonetas de los soldados extranjeros y las sobrepellices de los ultramontanos excomulgadores un Imperio, de reacción monárquica y religiosa, cuya sombra cubriese con las tinieblas de una eternal noche los espléndidos horizontes de la democracia en el cielo brillantísimo de la libre América.

Todavía recuerdo la hora del desengaño y la cara que ponían los poderosos del Viejo Mundo al saber cómo se acababa de caer la fortaleza de sus ilusiones en el Nuevo. Paréceme ver aquella escena en la gran ceremonia del certamen celebrado para repartir los premios conseguidos en la última Exposición Universal por todos los expositores del mundo. La fugaz corona de Maximiliano, al rodar por los suelos, se llevaba consigo nada menos que la corona de Napoleón. El Grande tropezó en la vieja España para morir, después de aquel crimen, bajo el sombrío cielo de Waterloo; y el Pequeño tropezó en la Nueva España para morir después de aquel crimen bajo el sombrío cielo de Sedán. Las noticias nefastas llegaron a la corte de las Tullerías cuando se preparaban los Emperadores para las fiestas del trabajo. En aquella hora ultima de su poder, como que resplandecía con llamarada más viva Imperio, por lo mismo que se hallaba más próximo a la muerte. Aún recuerdo, como si la viera hoy mismo, la célebre fiesta, enaltecida por la presencia de innumerables príncipes, entre los que relucía y descollaba el principal huésped entonces de Napoleón, el Sultán de Constantinopla. Se habían agotado los recursos del arte y de la industria, sin dar mas de sí que aumento de tristeza; pues parecía Palacio de la Industria, donde acababa de llegar noticia del desastre de Maximiliano a los oídos de su protector, un gran teatro adornado con todos los esplendores del babilónico lujo imperial y henchido con todas las notas de armoniosa música para celebrar siniestros funerales, en que a los ojos más imprevisores aparecía el Emperador como un frío cadáver y el Imperio como una fugaz sombra.