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Historia general de la República del Ecuador

Tomo segundo

Libro segundo: El descubrimiento y la conquista (1513- 1564)

Desde el descubrimiento del Mar del Sur u Océano Pacífico, en 1513 hasta la fundación de la Real Audiencia de Quito en 1564

Federico González Suárez

Imprenta del Clero (imp.)



Portada de la obra





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ArribaAbajoCapítulo primero

Descubrimiento del Perú


Vasco Núñez de Balboa.- Descubrimiento del Mar del Sur.- Muerte desgraciada de Balboa.- Francisco Pizarro.- Diego de Almagro.- Hernando de Luque.- Primeras noticias acerca del Perú.- Convenio de los tres socios.- Primer viaje de Pizarro.- El puerto del hambre.- Segundo viaje de Pizarro.- El piloto Bartolomé Ruiz.- Descubrimiento de las costas del Ecuador.- Llegada de Pizarro a la Bahía de San Mateo.- Disputa entre Pizarro y Almagro.- Pizarro en la isla del Gallo.



I

La historia del descubrimiento y la conquista del Ecuador ha sido referida por los historiadores, que han escrito acerca del descubrimiento y conquista del Perú; pues nuestra historia hace parte de la historia de la vecina nación en los tiempos que precedieron inmediatamente   —6→   a la conquista y en los que siguieron al establecimiento del virreinato. Así es que, para narrar la historia del descubrimiento de lo que hoy llamamos República del Ecuador, es necesario referir cómo se verificó el descubrimiento de lo que en aquellos tiempos se conocía con el nombre de imperio del Perú.

Colón, buscando un camino por Occidente a la remota India oriental, tropezó con el continente americano, extendido de un polo a otro del globo en el hemisferio occidental y bañado por las aguas de dos mares. El intrépido descubridor del Nuevo Mundo, en sus repetidos viajes, mientras vagaba por el mar de las Antillas, iba buscando ese estrecho, que, según sus cálculos, debía servir de comunicación a los dos océanos; pero las costas del continente americano, en vez de romperse en alguna parte para formar el imaginado estrecho, prolongándose indefinidamente al Setentrión, parecían burlar las previsiones de Colón. Años después, Balboa debió a un acontecimiento inesperado el saber la existencia de un inmenso océano hacia el Mediodía, y, estimulado por su ambiciosa curiosidad, fue el primero que desde la altura de una montaña en el Istmo de Panamá contempló, con asombro, la azulada llanura del Pacífico, que se perdía en lontananza. ¿Qué había en esas playas misteriosas, bañadas por las aguas de un mar hasta entonces ignorado? Tal debió ser y tal fue, en efecto, la primera reflexión que se ocurrió a los aventureros españoles que acompañaban a Balboa. Poco tiempo después, las excursiones practicadas por el mismo Balboa y por Andagoya en las cestas   —7→   de Colombia, anunciaron la existencia de un imperio poderoso allá en tierras muy distantes, y a donde, para llegar, era necesario atravesar largos caminos y sierras fragosas1.

Balboa trabajó con grande afán por acometer la empresa de descubrir y conquistar esas comarcas, donde al decir de los salvajes del Darién, se hallaban grandes señores, en cuyas casas el oro era tan abundante, que lo empleaban en fabricar hasta los objetos necesarios para los usos más viles de la vida. Ocupado en estos preparativos estaba, cuando llegó a la colonia un nuevo Gobernador, encargado de residenciarle y tomarle cuenta por las quejas que contra él había recibido la Corte, a causa de la muerte del desgraciado Nicuesa. Balboa, el descubridor del Océano del Sur, vio, pues, eclipsarse la estrella de su fortuna en el momento mismo, en que principiaba a brillar para él con más halagüeñas esperanzas. Envuelto en un juicio inicuo, fue sentenciado a   —8→   muerte por su mismo suegro, sin que ni ruegos, ni promesas bastaran a salvarle la vida; y el desgraciado extendió su cuello, entregando su cabeza al cuchillo del verdugo. El cruel Pedrarias se la mandaba cortar como a traidor; ¡pues tal fue el premio que la envidia reservaba al que en gloria y fama no tenía entonces rival en el Nuevo Mundo!

La existencia de un rico imperio en las tierras del Mediodía era asunto de ordinaria conversación entre los vecinos de la nueva ciudad de Panamá, trasladada recientemente a este lado del Istmo, sin que nadie pudiese, no obstante, indicar con certidumbre ni el punto donde se hallaba, ni la distancia que separaba de la costa al anunciado imperio. Los salvajes de las costas, donde habían aportado Balboa y Andagoya, hablaban del misterioso imperio y de sus riquezas; se tenía un grosero dibujo del llama, o carnero   —9→   del Perú, y hasta se repetía, aunque estropeado y confuso, el nombre del monarca y de la capital. Los salvajes de las costas del golfo de San Miguel y de la isla de las perlas señalaban su situación, diciendo que estaba muchos soles hacia el Sur.

Residía entonces en Panamá un soldado de los que habían servido a las órdenes de Ojeda en las desgraciadas expediciones de aquel capitán a las costas de Cartagena y Santa Marta. Retirado a la vida doméstica, vivía mal avenido con la estrechez de una no holgada fortuna. Compañero de Balboa en el descubrimiento del Pacífico, ocupado después por el gobernador de Panamá en ligeras expediciones militares, Pizarro, el futuro conquistador del Perú, iba llegando ya casi a la vejez, sin que hasta entonces se le hubiese presentado ocasión oportuna, ni teatro a propósito para desplegar las extraordinarias dotes de constancia, energía de voluntad y fortaleza de ánimo, con que lo dotara naturaleza. Los subalternos lo amaban por su buena índole, y varias veces lo habían pedido por jefe en las ligeras excursiones, que había habido necesidad de emprender en la naciente colonia para proveerse de víveres y de esclavos: mas, una vez terminadas sus correrías, volvía nuestro hidalgo a sus poco agradables ocupaciones del cultivo de la tierra. Entre tanto, cada día aumentaban las noticias del opulento imperio situado en las tierras del Sur, al cual por aquella época se designaba ya generalmente con el nombre de Perú. Pedro Arias de Ávila, o Pedrarias como lo suelen llamar los antiguos cronistas, Gobernador de Tierra   —10→   firme, deseoso de hacer descubrimientos en aquellas costas que caían al levante de Panamá, había preparado, al intento, una pequeña flota confiada al capitán Basurto; mas la muerte de éste, cuando se disponía para emprender la proyectada expedición, frustró los planes del Gobernador e impidió por entonces que se continuasen los descubrimientos, en demanda del Perú2.

Consumir la vida en las oscuras ocupaciones del cultivo de los campos, con escaso provecho y ninguna fama, era dura cosa para el ánimo de Pizarro, así ganoso de riquezas, como ambicioso de honra. El Perú, ese imperio del cual se contaban tantas noticias, estaba ahí tentando con su ponderada opulencia la insaciable codicia de los aventureros, que habían abandonado patria y hogar, por venir al Nuevo Mundo, donde, en vez de las riquezas que buscaban, habían encontrado   —11→   pobreza, fatigas y sufrimientos. Entre esos muchos que habían venido a las colonias de América en busca de riquezas y de holganza se encontraba en Tierra firme en aquella época, casi en las mismas condiciones que Pizarro, un vecino de la Antigua del Darién, llamado Diego de Almagro, con quien, tanto como con Pizarro, hasta entonces se había manifestado demasiado ingrata la fortuna. Un corto número de indios esclavos y una pequeña extensión de tierras malsanas era todo el caudal de entrambos. Morir   —12→   sin haber hecho nada digno de memoria, vivir en la miseria, cosas eran a que no podía resignarse un castellano de aquella época, en la cual las ideas caballerescas habían contribuido poderosamente a realzar el carácter del pueblo español. Sin embargo, Almagro y su amigo Pizarro estaban viendo declinar su edad hacia la vejez, sin que hasta entonces hubiesen logrado realizar los mágicos ensueños de ventura, que les trajeran al Nuevo Mundo. En el descubrimiento y conquista de aquel imperio misterioso, oculto en las inexploradas costas del Mediodía, veían el medio de engrandecerse, cambiando de fortuna: acaso, muchas veces en sus conversaciones amigables se habían comunicado este pensamiento; tal vez, en sus íntimas confidencias, los aventureros habían discurrido sobre el modo de ponerlo por obra. Valor les sobraba, constancia la tenían, la pobreza estimulaba su hasta entonces no satisfecha ambición: mas, ¿cómo llevar a cabo sus proyectos, con tanta falta de recursos?

Mientras Pizarro y Almagro discurrían sobre la manera de poner por obra el proyecto del descubrimiento y conquista del imperio del Perú,   —13→   otro de los más famosos vecinos de Panamá buscaba también, por su parte, cómo emplear, de un modo oculto y secreto, en aquella empresa, su caudal, que era crecido. Mas como hubiese cooperado a la muerte de Balboa y tenido mucha parte en ella, temía trabajar a las claras para que continuaran los descubrimientos que en las costas todavía inexploradas del Océano del Sur había principiado con tan infeliz suceso el desgraciado yerno de Pedrarias. El licenciado Espinosa había servido de fiscal en el juicio contra Balboa, y por eso temía con razón que se le creyera cómplice en la muerte de aquel capitán, cuando quería aprovecharse de sus descubrimientos. Así, pues, buscó manera cómo pudiese emplear su dinero en la empresa, conservando a cubierto su honra, lo cual consiguió fácilmente por medio de Luque, quien, como se ha llegado a averiguar después, representaba la persona del licenciado y éste daba, por manos de Luque, el dinero que necesitaban los socios.

Hernando de Luque, canónigo de la catedral de la Antigua del Darién y entonces vicario de Panamá, se presentó, pues, públicamente como socio en la empresa del descubrimiento, aunque en secreto hacía las veces del licenciado Espinosa. Pusiéronse de acuerdo Hernando de Luque, Diego de Almagro y Francisco Pizarro, comprometiéndose los dos últimos a emplear su pequeño caudal y consagrar su persona y diligencia a la empresa, y el primero a contribuir a ella; con el dinero necesario, dando para los primeros gastos veinte mil castellanos de oro y conviniendo en distribuirse proporcionalmente las ganancias.   —14→   Habida, pues, licencia del Gobernador, aprestaron una miserable flotilla, comprando al efecto un buque que Balboa había preparado para los mismos descubrimientos, y que desde la muerte de este capitán había quedado abandonado en el puerto. Lo adobaron lo mejor que pudieron y con ochenta hombres de tripulación se hizo Pizarro a la vela, en noviembre de 1524, con rumbo al Sur, mientras Almagro se quedaba en Panamá ocupado en aparejar gente y vitualla en otro buque, que dentro de pocos días debía seguir al de su compañero.

Pizarro lanzó su pequeño buque a las aguas del Océano, dirigiendo, a tientas, por rumbo desconocido la proa hacia el Sur, aprovechándose de los consejos y noticias que le había dado Andagoya, al salir de Panamá. La estación, en que Pizarro emprendió este primer viaje, era la menos oportuna para navegar en las aguas del Pacífico. Vientos contrarios entorpecían la marcha, tempestades constantes maltrataban la nave, y el cielo, siempre nebuloso, hacía penosa y difícil la navegación. Los aventureros españoles sabían que en las playas de ese mar desconocido, por donde ellos estaban entonces navegando por primera vez, existía un imperio opulento; pero, ¿dónde estaba? ¿se hallaba, tal vez, muy cerca? ¿acaso se ocultaba a mucha distancia? Nada sabían con certidumbre; y así era necesario no alejarse de la tierra e ir conociendo palmo a palmo las orillas. Al cabo de muchos días de lenta navegación, llegaron al puerto de Piñas, último término de la navegación de Andagoya: de allí para adelante todo era inexplorado.   —15→   Al fin arribaron a un puerto, que al parecer ofrecía para los ya cansados navegantes abrigo un poco cómodo; y era necesario saltar en tierra, porque el agua se iba acabando y los víveres escaseaban. Cuando saltaron en tierra, las playas anegadas con las lluvias, no les presentaban suelo seguro pantanos profundos, ciénagas extensas, donde se hundían al pisar, aguaceros incesantes, tal era la posada que el continente americano ofrecía en las costas del Mediodía a los cansados compañeros de Pizarro, que, en busca del codiciado oro, se atrevían a hollarlo por primera vez.

Desde este punto determinó Pizarro que se volviera Montenegro a la isla de las Perlas, en busca de vitualla: Entre tanto, permaneció él con sus compañeros, alimentándose con raíces amargas, bayas desabridas y algunos mariscos que cogían en las playas, y que el hambre les hacía devorar con ansia. Pasadas seis semanas, volvió Montenegro y quedó pasmado viendo el aspecto demacrado y abatido de sus compañeros algunos habían muerto víctimas de la necesidad. Reforzados con los alimentos traídos por Montenegro, continuó Pizarro hacia el Sur el reconocimiento de la costa, después de haber apellidado Puerto del hambre, a aquel de donde se alejaba, para eterno recuerdo de las penalidades que allí habían padecido.

Continuando su marcha, siempre hacia el Sur, desembarcó en un punto, al cual puso por nombre Pueblo quemado. Estrechas veredas, que se descubrían por entre los bosques cercanos a la playa, indicaban que allí debía haber alguna población. Encontrose ésta, en efecto, a no mucha   —16→   distancia; mas Pizarro se vio obligado a retirarse por la tenaz resistencia que le opusieron los salvajes, acometiéndole con inesperado denuedo y fortaleza. Los compañeros le pidieron entonces que resolviera regresar a Panamá: así es que, condescendiendo con ellos, hízose a la vela, y fue a tomar puerto en Chicama, pequeña población a corta distancia de aquella ciudad.

Almagro había salido de Panamá pocos días después que Pizarro. Por algunas señales, hechas en los árboles, como habían convenido de antemano, fue siguiendo la misma derrota de su compañero y avanzó hasta Pueblo quemado, reconociendo al paso los puntos donde antes había tocado Pizarro. Con la esperanza de encontrarse con él más adelante, continuó descubriendo la costa hasta el río que llamaron de San Juan; mas, como no hallase ya señal ninguna, determinó volverse a Panamá. Cuando llegó a la isla de las Perlas le dieron noticia de Pizarro y del punto donde se hallaba, y, deseoso de verlo cuanto antes, se dirigió en busca suya a la provincia de Chicama. Allí encontró a su compañero, con veinte hombres, muy destrozado, porque Pedrarias, Gobernador de Panamá, le había prohibido entrar en esta ciudad, por la falta de comida que había en ella, y mandádole que se detuviese en Chicama, pacificando ciertos caciques alzados, hasta que se cogieran los maizales.

Grandes obstáculos se oponían en Panamá a los tres socios para la realización de su empresa. Pedrarias les negaba recursos; el caudal propio estaba agotado y la empresa había caído en tal descrédito, que con grande dificultad pudieron encontrar   —17→   quien se lo prestase. Con todo, en esa ocasión fue cuando los tres asociados, firmes más que nunca en dar cima a la obra comenzada, celebraron aquel famoso contrato, por el cual juraron dividirse, por partes iguales, del imperio cuya conquista tenían resuelta3.

La diligencia de Almagro logró, al fin, disponer una embarcación algo cómoda con ciento diez hombres, unos pocos caballos, algunos pertrechos de guerra y abundantes provisiones de boca. Juntose con Pizarro que lo estaba ya aguardando en Chicama, y continuando ambos su navegación llegaron en breves días al Río de San Juan, último punto de la costa reconocido por Almagro, en su primer viaje. Determinaron hacer alto allí, para repararse de los quebrantos sufridos en la navegación, y, subiendo dos leguas arriba de la embocadura del río, encontraron a sus orillas un pueblo, cuyos habitantes, asustados con la repentina aparición de los extranjeros, habían huido, abandonando sus casas, a ocultarse en los bosques. Los expedicionarios, entrando a saco el pueblo, recogieron en varias piezas hasta quince mil pesos en oro, y alegres con el rico despojo, habido tan fácilmente, acordaron estimular con él a los colonos de Panamá, para que acudiesen a tomar parte en la empresa. Con este fin resolvieron   —18→   que en la una nave volviera Almagro a Panamá en demanda de nuevos recursos; que Pizarro aguardara en el mismo punto con dos canoas y la mayor parte de la gente, y que, entre tanto, el piloto Bartolomé Ruiz siguiera adelante en el otro buque, explorando la costa hacia el Sur.

Cuando Almagro llegó en Panamá, halló ya nuevo Gobernador, pues en vez de Pedrarias había sido nombrado don Pedro de los Ríos, quien recibió a Almagro muy sagazmente y le prometió favorecer en cuanto pudiese su empresa. Empero, dejando a Almagro ocupado en preparar su nueva partida y mientras que Pizarro está aguardando la vuelta de su compañero, sigamos nosotros al piloto Bartolomé Ruiz y contemplemos el descubrimiento de la tierra ecuatoriana.




II

Con viento próspero y brisas favorables la nave del marino castellano fue avanzando en su camino, y el primer punto donde arribó fue la pequeña isla del Gallo. Como se había propuesto solamente reconocer las costas que iba descubriendo, no desembarcó en ninguna parte, antes siguió adelante su derrota y a poco se halló en una hermosa bahía. Ruiz acababa de ponerse delante de la tierra ecuatoriana: era el primer europeo que visitaba las costas de nuestra patria. La parte del litoral ecuatoriano, de lo que hoy llamamos provincia de Esmeraldas, eso era lo que el piloto castellano tenía delante de sus ojos. Mientras el buque pasaba, deslizándose suavemente por las aguas del Pacífico, hasta entonces   —19→   no cortadas por quillas europeas, los sencillos indígenas acudían en tropel a la playa, y asombrados se estaban mirando la nave, sin saber darse cuenta de lo que veían.

La hermosa tierra ecuatoriana se presentaba a las curiosas miradas de los marinos españoles ataviada con las galas de su siempre verde y fresca vegetación: campos cultivados, bosques frondosos, colinas pintorescas se divisaban hasta donde alcanzaba a descubrir la vista: por entre las sementeras y plantíos asomaban las cabañas de los indios, derramadas aquí y allá con gracioso desorden, y las columnas de humo, que, levantándose del fondo de los bosques, escarmenaba el viento a lo lejos en el horizonte indicios eran seguros de numerosa población.

Viendo Ruiz a los indios con aspecto de paz, echó anclas en el caudaloso Esmeraldas y cuando saltó en tierra fue recibido por ellos amistosamente. Halló a las orillas del río tres pueblos grandes, cuyos habitantes estaban engalanados con joyas de oro, y tres indios, que le salieron a recibir, llevaban sendas diademas del mismo metal en sus cabezas. Entre varios obsequios que le ofrecieron, diéronle también algún oro por fundir. Después de permanecer dos días entre los indios, volvió Ruiz a su navío y continuó navegando a lo largo de la costa de Esmeraldas y Manabí hasta doblar el cabo Pasado, teniendo la gloria de haber sido el primero que navegara bajo la línea equinoccial. Bartolomé Ruiz, el primer europeo que pisó la tierra ecuatoriana, era un piloto muy hábil, natural de Moguer en Andalucía.

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Hallábase en alta mar, cuando alcanzó a divisar que asomaba en el horizonte algo que parecía una como vela latina; cuanto más iba acercándose, más crecía la inquietud, sin poder darse cuenta de lo mismo que estaba viendo, pues era aquello una balsa peruana, en la cual algunos indios de Túmbez iban a comerciar con los de las costas de Esmeraldas y Manabí. Sorprendido quedó Bartolomé Ruiz, cuando, atracando la balsa de los indios del Perú encontró en ella tejidos de lana y de algodón con hermosos tintes de variados colores, vasos y otros objetos de oro y de plata muy bien trabajados y hasta una balanza para pesar oro; indicios evidentes de la existencia de pueblos ricos y bastante civilizados respecto de las tribus salvajes que poblaban las feraces costas del Chocó. Ruiz, dejando en libertad a los demás, llevó consigo solamente dos indios, y con ellos dio la vuelta hacia el río de San Juan, para comunicar a Pizarro las halagüeñas noticias acerca de las tierras que había descubierto.

Y, en efecto, las costas, que el piloto Ruiz acababa de descubrir, son las más hermosas de este lado occidental que bañan las aguas del Pacífico. La gran Cordillera de los Andes, que recorre de Norte a Sur todo el continente americano, conforme se aproxima al Ecuador, se va dividiendo en dos grupos o ramales, que corren uno enfrente de otro hasta más allá del punto, donde nuestra República parte límites con la del Perú. Varios otros ramales de la gran Cordillera, tendidos, de Oriente a Occidente entre los dos principales, forman con estos unos como peldaños   —21→   de aquel gigantesco encadenamiento de montañas, contribuyendo a dar a todo el conjunto el aspecto de una inmensa escalera, sobre la cual descuellan cerros elevados, que esconden en la región de las nubes sus frentes, siempre cubiertas de nieve. Esa distribución, casi simétrica de las cordilleras, forma mesetas variadas, valles profundos, cañadas pintorescas en el centro de la República, al paso que al Oriente y al Occidente, arrimadas a los lados de la gran Cordillera, en declives prolongados, aparecen tupidas selvas seculares, que por el Oriente se extienden hasta las aguas del Amazonas, y por el Occidente llegan, en algunas partes, hasta las playas del Océano.

Montes gigantescos, envueltos en mantos de hielo, se alzan en hilera prolongada a entrambos lados de la Cordillera: unas veces parecen pirámides colosales de bruñida plata, a la plácida claridad de la Luna en las hermosas noches de verano: otras, cuando se inflama el fuego inagotable, que guardan en sus entrañas, ofrecen a la vista un espectáculo terriblemente hermoso, presentándose, a inciertas distancias, en la oscuridad, como hogueras inmensas, atizadas por el soplo de los huracanes: truenos sordos y prolongados se dejan oír de cuando en cuando, y en la noche sucede muchas veces que el viajero no acierta a discernir entre los estallidos de la tempestad, que se condensa en el horizonte, y los bramidos del volcán que, tal vez, se prepara a una próxima y desoladora reventazón.

A la madrugada los valles aparecen arropados en una neblina sutil, y entonces es curioso observar cómo los ríos anuncian su corriente por   —22→   un murmullo, que casi no se acierta a indicar de donde sale: por la tarde acontece a menudo que, mientras en los valles se descuelgan copiosos aguaceros, en las cumbres elevadas de los montes está brillando al mismo tiempo el sol con toda serenidad.

Varios ríos de diverso caudal tejen en los valles, selvas y cordilleras del Ecuador una como red de plata, que aparece tendida en todas direcciones: unos, al descender de las cumbres nevadas de la Cordillera, ruedan al valle en sonorosos torrentes, se arrastran luego por cauces profundos y recorriendo, como el Guaillabamba, tres provincias enteras van a derramar sus aguas en el Pacífico: otros nacen, como el Jubones, en los lagos sombríos de la Cordillera, bajan azotando su corriente entre rocas y, después de formar en el valle cortos remansos, vuelven a esconderse entre grietas profundas: ya descienden de los páramos, y, dando giros y rodeos, se derraman en los valles interandinos, dejando a la margen vegas deliciosas, como el Paute; ya, en fin, recogiendo el tributo de otros innumerables, engruesan prodigiosamente su caudal y corren al encuentro del Marañón, émulo de los mares. Campos, siempre cubiertos de verdor, merced a la influencia benéfica de un clima suave, que no conoce ni el rigor del invierno, ni los calores del estío, dan a la tierra ecuatoriana un aspecto agradable y risueño. Si en sus bosques crecen el árbol medicinal de la Quina y el aromático Canelo; si allá las arenas de los ríos son ricas en oro, acá dehesas y prados inmensos se extienden en los repechos de las Cordilleras, convidando a las útiles   —23→   faenas de la ganadería. Las selvas dan abrigo a innumerable variedad de animales, desde la enorme danta, que forma su cueva al pie de árboles seculares, hasta el tímido armadillo que se guarece entre guijarros; y en la región interandina aves diversas inundan los aires en gratísima armonía o deleitan la vista con su variado y rico plumaje, contándose no pocas especies de ellas, desde el gigantesco cóndor, que hace su nido en las breñas heladas del Chimborazo, hasta el diminuto quinde, que lo cuelga de las ramas del naranjo y limonero entre las flores de nuestros jardines.

Al mismo tiempo que el piloto Ruiz volvía de su exploración a las costas del Sur, con tan halagüeñas noticias de la tierra que había descubierto, llegaba también Almagro, bien provisto de vitualla, y trayendo consigo algunos auxiliares más para continuar la empresa. Así es que, cobrando bríos, los abatidos compañeros de Pizarro clamaban por darse pronto a la vela, para ir a reconocer esas tierras, que con tan magníficos colores les pintaba Ruiz. Aprovechándose el discreto capitán del entusiasmo de sus aventureros, se echó al mar y navegando, aunque con tiempo borrascoso, llegó, guiado por Ruiz, a la Bahía, que llamaron de San Mateo, por haber anclado en ella el 21 de setiembre de 1526, día en que la Iglesia católica celebra la fiesta de aquel santo Apóstol. Saltaron, pues, todos en tierra y pareciéndoles conveniente descansar allí algún tanto, salieron a recorrerla; como divisasen un indio, que andaba por ahí, Pizarro mandó tomarlo para que les diese algunas noticias del imperio   —24→   que buscaban y de la comarca a que habían arribado. El indio, así que se vio perseguido por dos jinetes que venían en su seguimiento, echó a correr y huyó con carrera tan acelerada y por tan largo trecho que, al fin, cayó muerto, falto de respiración; a lo cual contribuiría también mucho, sin duda alguna, el horror que debieron inspirarle los caballos, haciéndole sentir su fogoso aliento a las espaldas. Parte por tierra y parte por mar continuaron su marcha los conquistadores hasta el pueblo de Atacámez, cuyas calles tiradas a cordel y numerosa población no pudieron menos de contemplar llenos de sorpresa. Resueltos a reposar ahí de las fatigas de la penosa marcha por tierra, se acuartelaron en una de las mejores casas del pueblo, que sus moradores habían dejado abandonadas a la llegada de los extranjeros. Y bien necesitados de descanso debían hallarse después de haber llegado allí andando a pie, atravesando esteros y pantanos con el agua hasta la mitad del cuerpo, rendidos de fatiga con el peso de la ferrada armadura, sofocados con sus justillos de algodón y tan atormentados por los mosquitos que, según refiere el cronista Herrera, tenían que enterrarse hasta los ojos en la arena para librarse, siquiera por algunos breves instantes, de sus molestas picaduras. Algunos murieron a consecuencia de esto y los más enfermaron.

Los españoles miraban con sus propios ojos, y no sin asombro, las grandes porciones de terreno cultivado, las vistosas sementeras de maíz y las plantaciones de cacao, que encontraban al paso y junto a los pueblos. En Atacámez hallaron   —25→   maíz en tanta abundancia, que hicieron de él pan, vino, miel, vinagre, guisándolo de muchas maneras. Entre tanto, los indios se mantenían emboscados, concertándose para dar de sobresalto en los extranjeros y acabar con ellos. ¿Qué andan buscando éstos, se decían? ¿qué quieren estos hombres barbudos, que cautivan nuestras mujeres?... Justas reflexiones del sentido común, inútiles para la avaricia. Viendo que los indios se presentaban con demostraciones de hostilidad, Pizarro les mandó mensajeros, para llamarlos de paz, asegurándoles que no tenía ánimo de causarles daño. Los indios prometieron venir al día siguiente, pero no se presentaron; llamados e invitados por segunda vez, tampoco acudieron, ni ellos, ni los mensajeros. Así es que los españoles les acometieron y alancearon algunos; más, cuando los indios venían a la carga y se preparaban con denuedo a dar el ataque, los desconcertó y puso en fuga un incidente ridículo, aunque para ellos maravilloso. Uno de los jinetes, que tenían los españoles, cayó al suelo al tiempo mismo en que corría, espoleando a su caballo para acometer a los indios; viendo éstos caer al jinete, se imaginaron que el terrible monstruo se había partido en dos, multiplicándose para hacerles daño, con lo cual, atónitos, sólo pensaron en huir.

Como el número de indios era considerable y se manifestaban resueltos a combatir, los dos capitanes celebraron un consejo de guerra, para tomar determinación acertada en aquellas circunstancias. Diversos y encontrados eran los pareceres de los soldados, aunque la mayor parte de ellos opinaba por la vuelta a Panamá, alegando   —26→   que no era prudente atreverse a acometer la conquista de la tierra, siendo ellos en tan corto número, y faltos, además, de los recursos necesarios para tamaña empresa. Almagro contradecía este dictamen, diciendo que en todo caso convenía no perder tiempo en la conquista; pues, añadía, mejor es estar aquí, aunque sea rodeados de peligros, que ir a morir de miseria en las cárceles de Panamá, presos por deudas. Pizarro, tal vez, agriado el ánimo con los sufrimientos, respondió a su compañero en tono descomedido ese consejo bien lo podéis dar vos, que yendo y viniendo de Panamá, no habéis experimentado los trabajos de los que nos quedamos en esta tierra, faltos de todo lo necesario para la vida, padeciendo la miseria del hambre que nos reduce a extrema congoja. Exasperado Almagro con esta respuesta, se trabó de palabras con Pizarro y aun echaron mano a las espadas para herirse ambos capitanes, cuando el tesorero Rivera y el piloto Ruiz se pusieron de por medio y lograron traerlos a un amistoso avenimiento. Dándose, pues, un abrazo fraternal en prenda de reconciliación, determinaron que Pizarro quedara con la mayor parte de la gente, aguardando, mientras Almagro iba a Panamá para buscar recursos y traer de allá auxilios y la gente de tropa necesaria, para acometer con seguridad la conquista del Perú, acerca del cual acababan de adquirir más exactas noticias. Reembarcándose, pues, volvieron a hacerse a la vela con dirección a la vecina isla del Gallo, lugar escogido para la permanencia de Pizarro. Mientras iban navegando, tuvieron ocasión de convencerse del arrojo y valor de   —27→   los habitantes de aquellas costas, pues los buques de los conquistadores se vieron acometidos por catorce canoas de indios que, en aparato de guerra y con miradas provocativas, dieron varias veces la vuelta alrededor de ellos, y fácilmente se acercaron a la playa resueltos, al parecer, a resistir allí, cuando los españoles intentaron agarrarlos.

Pizarro desembarcó con su gente en la isla, distante pocas leguas del continente, y allí, a las puertas del imperio que andaba buscando, determinó aguardar la vuelta de su compañero. Pronto los tristes aventureros vieron ocultarse en el remoto horizonte, que formaba la azulada superficie de las aguas del Pacífico, el buque en que se regresaba Almagro; y desde ese instante principiaron a contar no los días sino los momentos que tardaba en volver a presentarse en el punto donde lo habían visto desaparecer; mas pasaban días y días y el deseado buque no volvía. ¿Qué le había sucedido? ¿Por qué tardaba en volver Almagro?





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Preparativos para la conquista


Residencia de Pizarro en la isla Gorgona.- Descubrimiento de las costas del Perú.- Viaje de Pizarro a España.- Capitulaciones celebradas con Carlos V.- Los primeros religiosos que vinieron al Perú.- Pizarro reconoce segunda vez las costas de Esmeraldas.- Viaje penoso al través de la costa.- Llegada a la isla de la Puná.- Combates con los indios.- Pizarro y sus compañeros pasan a Túmbez.- Disposiciones hostiles de los indios.- Fundación de la primera ciudad española en el Perú.- Pizarro se pone en marcha para la sierra.



I

Por desgracia, los soldados no tenían la misma constancia de alma que sus capitanes, para sobrellevar con fortaleza la penosa vida del aventurero, tan pronto halagado por esperanzas lisonjeras, como burlado luego por amargos desengaños: así, descontentos y casi desesperados, se dieron maña para hacer llegar a manos de Pedro de los Ríos, gobernador de Panamá, una representación, en la cual le pedían, con grande encarecimiento, que se dignara sacarlos de tan miserable situación y hacerlos volver a Tierra firme4. Cuantas medidas tomaron los   —30→   sagaces capitanes, para impedir que representaciones semejantes llegasen a Panamá, todas fueron inútiles. Ya fuese verdadera conmiseración, ya fuese egoísmo lo que estimulaba el ánimo del Gobernador, lo cierto es que se negó tercamente a conceder licencia para que se llevasen nuevos refuerzos a Pizarro; antes bien dispuso que un oficial de su servidumbre, llamado Tafur, fuera con un navío a traer a Panamá a Pizarro y sus compañeros.

Un día se dejó ver en el horizonte el buque tan deseado; pero no era Almagro, el compañero a quien tanto habían aguardado todos los días, el que llegaba, sino Tafur que traía orden expresa del Gobernador para que, abandonando para siempre la empresa del descubrimiento proyectado, se volviesen todos a Panamá. Apenas podían haberse presentado circunstancias más críticas para Pizarro a la llegada de Tafur: en un momento veía desvanecerse sus proyectos, cuando estaba ya a punto de realizarlos. Entonces fue cuando hizo aquella hazaña verdaderamente heroica de quedarse solo contra todas las prevenciones del Gobernador, firme en llevar a cabo su propósito, a pesar de toda clase de obstáculos. Cuando llegó el día de la vuelta de Tafur a Panamá, Pizarro reiteró sus ruegos e instancias, para que le dejase algún bastimento, ya que no quería, de ninguna manera, consentir en que quedasen   —31→   los compañeros; empero Tafur se mantuvo inflexible. El momento de la partida llega; la orden de embarcarse se ha dado ya; pronto, recogiendo anclas; zarpará la nave y con ella se disiparán las esperanzas de conquistar un imperio, cuya opulencia no pueden poner en duda ¿Qué hace entonces Pizarro?... Toma su espada, traza con ella en el suelo una línea de Oriente a Occidente y, señalando al Norte, dice: para allá pobreza, deshonra; para acá, añade, señalando el Mediodía, ¡¡riquezas, gloria!! El que quiera participar de mi fortuna, que me siga y, diciendo esto, salta el primero la línea con dirección al Perú. Sólo trece tuvieron suficiente valor para seguirle, y uno tras otro la saltaron después de su capitán; los demás, todos, se volvieron contentos a Panamá. Como se veían tan pocos en número juzgaron conveniente pasar de la isla del Gallo a la Gorgona más distante de las costas, con lo cual evitaban las acometidas de los salvajes.

¡Cuántos trabajos pasaron allí en aquella isla desierta! La ropa, pudriéndose con las lluvias incesantes, se les fue cayendo a pedazos y quedaron casi completamente desnudos: se les acabaron muy pronto los alimentos y, para no morirse de hambre, se vieron obligados a comer hasta culebras y otros reptiles venenosos en que abundaba la isla: el calor enervaba las fuerzas de sus mal alimentados cuerpos; la humedad les causaba dolencias y enfermedades... El buque en que debía venir de Panamá algún auxilio no asomaba, y los cuitados aventureros gastaban los días en prácticas religiosas y en la monótona y desesperada   —32→   ocupación de estarse mirando el horizonte para descubrir el buque anhelado, aunque pasaban meses tras meses y el buque no venía. Su permanencia en la desierta isla Gorgona es uno de los episodios más admirables de la historia de la conquista de América, tan abundante en hechos que asombran.

Las instancias y empeños de Luque y de Almagro y las quejas de los vecinos de Panamá contra Pedro de los Ríos, porque dejaba perecer, abandonados en una roca desierta del Océano, catorce españoles, dignos de consideración por sus heroicas empresas en servicio de la corona de Castilla, movieron, al fin, el ánimo del inflexible Gobernador y consintió en que se les mandara un buque, pero sólo con los aprestos necesarios para la navegación, y con orden terminante de que Pizarro se presentara en Panamá dentro de seis meses cumplidos. Inexplicable fue la alegría de los tristes moradores de la Gorgona cuando vieron, al cabo de ocho meses, arribar a ella el anhelado buque. En él volviose a dar a la vela Pizarro y, gobernando hacia el Sur, dirigido por el diestro marino Ruiz, reconoció las costas ecuatorianas, dobló el cabo Pasado, traspuso la línea equinoccial, surcó las mansas aguas del golfo de Jambelí, notó la isla de Puná y, poniéndose enfrente de Túmbez, observó con admiración las sorprendentes señales de riqueza y adelantamiento que presentaba el imperio que intentaba conquistar. En este viaje de exploración Pizarro, visitando las costas del Perú, llegó hasta más allá de Santa, desde donde sus compañeros le obligaron a dar la vuelta para Panamá.

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La existencia de un imperio no sólo rico, sino opulento, era indudable; los aventureros españoles estaban viendo sus esperanzas llenadas más allá de lo que ellos mismos en su ambiciosa fantasía se habían imaginado; restaba sólo no perder tiempo en conquistarlo. Partió, pues, Pizarro para España, se presentó en Toledo ante el emperador Carlos V, le mostró los objetos que traía para atestiguar la grandeza de los reinos que acababa de descubrir, y obtuvo despachos favorables a su empresa5. Provisto de títulos y de empleos, rico de esperanzas y fantaseando a sus anchas con proyectos de grandeza, el conquistador del Perú y futuro demoledor del trono de los Incas, zarpó, no obstante, del puerto de San Lúcar, como a hurtadillas, en una mal aparejada nave. Venía a conquistar un imperio y apenas tenía cómo sustentarse en su patria. Después de casi un año de ausencia estuvo de vuelta en Panamá, acompañado de sus hermanos, para dar cima a la conquista del Perú.

Sin embargo, graves e inesperados obstáculos se presentaron, entonces, para continuarla. Disgustos profundos, vengativos resentimientos del amor propio ofendido casi la hacen abortar, cuando estaba a punto de llevarse a cabo. Disgustos y resentimientos, que, si por entonces no ahogaron la empresa, se conservaron con todo vivos en el pecho de los agraviados hasta manifestarse después en venganzas ruines y sangrientas, que han   —34→   impreso un estigma de infamia eterna en la frente de los conquistadores. Empero, todo lo allanó y compuso el sagaz Vicario de Panamá; aunque él mismo pudo ver realizada la funesta profecía, que su previsora prudencia hiciera a sus dos socios, cuando Pizarro partía para España. Cuando Pizarro se resistía a partir a la Corte, para negociar con el Emperador la conquista del Perú, y Almagro insistía en que debía ir su compañero antes que otro alguno, Hernando de Luque les dijo estas palabras: «Plegue a Dios, hijos, que no os hurtéis uno al otro la bendición, como Jacob a Esaú. Yo holgara todavía que a lo menos fuérades entrambos». La historia ha recogido estas palabras del avisado sacerdote, para mostrar el triste cumplimiento del anuncio en ellas contenido.

Una de las primeras condiciones impuestas por Carlos V a Pizarro, en la capitulación que celebró con él en Toledo para la conquista del Perú, fue la de que llevara sacerdotes y religiosos que se encargasen de la predicación del Evangelio y conversión de los indios a la fe católica. Y en una cédula del año de 1529 se designó al dominicano Fr. Reginaldo de Pedraza para que, acompañado de seis religiosos más de su misma Orden, pasase al Perú6. Por otras cédulas reales del mismo año se mandó dar a estos padres lo necesario para vestuario, transporte hasta Panamá   —35→   ornamentos y vasos sagrados, que debían traer desde España, todo del tesoro de las cajas reales, señalándose a los empleados de la Corona hasta el ramo de donde habían de hacer estos gastos.

El P. Fr. Reginaldo de Pedraza era el fundador del convento de dominicos de Panamá, a donde había sido enviado por el P. Fr. Pedro de Córdova, uno de los dominicanos más ejemplares que habían venido a la Española. Según a firma Meléndez, cronista del Orden de Predicadores en el Perú, el P. Pedraza hizo con Pizarro el viaje a España y le acompañó a la audiencia que concedió en Toledo Carlos V al conquistador del Perú. Sea de esto lo que fuere, una cosa hay muy digna de atención en las providencias tomadas por el gobierno español para la conquista del Perú, y es cierta disposición, por la cual se le mandaba a Pizarro tener a los religiosos dominicos, que traía consigo, por consejeros, con quienes debía consultar todos los asuntos importantes que se fuesen ocurriendo, no pudiendo hacer la conquista de la tierra sino con el parecer y dictamen de ellos. Parece que de esa manera intentaba el monarca español templar algún tanto la fiereza del soldado con la mansedumbre del sacerdote: ¡pluguiese a Dios que los deseos del monarca español se hubiesen cumplido siempre!

Renovado otra vez en Panamá el primer contrato por el cual se obligaban los socios a dividirse, por tres partes iguales, todo cuanto lograsen en la conquista, resolvieron que Pizarro se adelantara con tres naves, ciento ochenta hombres, veintisiete caballos y las provisiones de boca   —36→   y guerra que se habían conseguido hasta entonces; mientras Almagro se disponía a seguirle, llevando nuevos refuerzos. Arreglada así la partida, Pizarro salió de Panamá a principios de enero de 1531, y, aunque se dirigió inmediatamente para Túmbez, tomó puerto en la Bahía de San Mateo a los trece días de navegación. Desembarcados allí, platicose lo que se había de hacer, para no errar en el principio de la empresa; y después de diversos pareceres se resolvió que se sacasen a tierra los caballos, para que fuesen por la orilla de la mar y los navíos costeando, a fin de poder prestarse mutuamente auxilio en cualquier evento. Entonces fue cuando por segunda vez hollaron los conquistadores la tierra ecuatoriana.




II

Dispuesta la marcha, como se acaba de referir, los conquistadores siguieron por tierra su camino, padeciendo grande incomodidad por los esteros, que, aumentados con las lluvias de invierno, casi no se podían vadear, y era necesario pasarlos muchas veces a nado. Mas, pronto el valioso despojo que pillaron en el pueblo de Coaque les hizo olvidar los trabajos pasados. Parece que los indios o se hallaban desprevenidos o no temieron nada de parte de los españoles, porque, dando éstos de súbito en el pueblo, se apoderaron de cuanto tenían sus habitantes, los cuales, asustados, huyeron a esconderse en los bosques cercanos. Entradas a saco las casas del pueblo recogieron mantas, tejidos y en piezas labradas   —37→   de oro y de plata como veinte mil castellanos y, sobre todo, un número muy considerable de esmeraldas. Había entre ellas una muy valiosa del tamaño de un huevo de paloma, la cual fue adjudicada a Pizarro. Para poner orden en la división del botín, se mandó que todos entregaran cuanto habían cogido, sin reservar nada para sí, bajo pena de la vida al que ocultara alguna cosa, por pequeña que fuese. Hecho un montón de todo cuanto se había recogido, se dedujo el quinto para el Rey; lo demás se distribuyó proporcionalmente entre los soldados, estableciéndose esta práctica como ley inviolable para lo futuro en todo el tiempo que durara la conquista.

Además de estas joyas de tanto valor, la mal parada hueste de Pizarro halló en el pueblo de Coaque mantenimientos en grande abundancia, para reponerse de las molestias del camino.

El curaca del pueblo se había escondido en su propia casa. Saqueada ésta por los soldados de Pizarro, el indio fue descubierto y llevado a la presencia del capitán, quien le reconvino por haberse ocultado. No he estado oculto, contestó el curaca, porque me he estado en mi propia casa, y no os salí a ver, porque entrasteis en mi pueblo contra mi voluntad y la de los míos, y temí que me mataseis. No tenéis por qué temer, le repuso Pizarro, pues venimos de paz y, si nos hubierais salido a recibir, no os habríamos tomado cosa alguna. Mandad ahora, añadió, que vuelvan los indios a sus hogares, que no les haremos daño. El curaca hizo, en efecto, volver a los indios para que se ocuparan en el servicio de los españoles; pero como   —38→   los tratasen muy duramente, dentro de poco, cuasi todos volvieron a huirse a los montes. Con la presa del oro y esmeraldas acordó Pizarro de enviar dos navíos, uno a Panamá y otro a Nicaragua, para estimular la codicia de los moradores de esas dos colonias y obtener quienes viniesen en su auxilio, pues conocía que entonces no contaba con fuerzas suficientes para acometer la conquista. Así se hizo en efecto; mas, mientras aguardaba la vuelta de los navíos pasaron siete meses.

Aquí en Coaque sucedió, cuando se hallaron las esmeraldas, aquel chasco de echar a perder una gran parte de ellas, majándolas en yunques con martillos, porque los rudos soldados pensaban que las verdaderas esmeraldas no se podían quebrar de ningún modo7.

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Pronto las influencias del clima vinieron a quebrantar el ánimo, ya bastante perturbado de los hombres de la conquista. Muchos se acostaban sanos y amanecían baldados de miembros, con los brazos y las piernas encogidos: a otros muchos les nacían pústulas o verrugas en todo el cuerpo, sin que ningún remedio fuera eficaz para sanarlas, pues los que se las picaban con lanceta morían desangrados, y los que se las cortaban, las veían a pocos días reproducirse en todo el cuerpo con mayor abundancia.

Desconcertados andaban los españoles sin atinar con la causa de tan molesta y asquerosa enfermedad. Unos la atribuían a cierto pescado que mañosamente les habían dado a comer los indios, o a que éstos habían atosigado el agua de beber; otros a que habían dormido en colchones   —40→   fabricados de la corteza de los ceibos; pero la verdadera causa no les era posible averiguar, para ponerle acertado remedio, y así se iban muriendo muchos, y los que sanaban quedaban muy maltrechos.

En tal extremo de necesidad, acongojados, no sabían con qué remedio sanar, y la tropa iba reduciéndose cada día con los que morían. Siete meses eran transcurridos en tan penosa situación; y, cuando ya la mayor parte de los aventureros maldecía de su destino y renegaba de la empresa, abordaron dos buques, en uno de los cuales venía Benalcázar, que tan célebre se hizo después en la conquista de Quito y pacificación de Popayán. Alentados con este refuerzo, siguieron su marcha a lo largo de la costa, y, caminando siempre por tierra, atravesaron el litoral por las   —41→   provincias de Esmeraldas y Manabí. Cuando estuvieron cerca del punto, donde después se fundó la ciudad de Portoviejo, cansados ya de una marcha tan penosa, por el calor, la arena y otras incomodidades, muchos quisieron quedarse allí y fundar una población; pero Pizarro, más advertido, se opuso, señalando como lugar a propósito para sentar sus reales la isla de la Puná, que está enfrente de Túmbez.

En su marcha a lo largo de las costas ecuatorianas los españoles iban sometiendo cuantos pueblos encontraban al paso. El curaca de la bahía de Caraquez les obsequió amistosamente y casi en ningún pueblo encontraron resistencia. En el de Pasao el cacique les salió al encuentro, los recibió de paz e hizo a Pizarro el presente de una esmeralda muy preciosa por su tamaño, pidiéndole que dejase en libertad diez y siete indias que habían cogido los españoles en otro pueblo. Los historiadores refieren que Pizarro aceptó el obsequio; pero no dicen si concedió lo que se le pedía. Despedidos de Pasao, se dirigieron hacia   —42→   Caraquez. La cacica de uno de los pueblos comarcanos había enviudado en aquellos días, así es que los extranjeros fueron, en apariencia, bien recibidos, pero en secreto, concertaban los indios el modo de acabar con ellos, aunque sin atreverse a atacarlos, porque los caballos, a los que tenían por seres inmortales, les infundían terror. Con todo, cierto día lograron sorprender sólo a un español, que se había alejado del real, y lo mataron; y en otra ocasión se presentaron armados más de doscientos, con lo cual ya no les quedó duda a los españoles de las prevenciones hostiles de los indios. Destacó, pues, Pizarro una partida de a caballo en persecución de ellos y fueron alanceados algunos y tomado prisionero uno de los magnates, al cual conservó Pizarro como en rehenes, porque por su medio quería contener a los demás. Púsole luego en libertad, por haberle prometido el indio que castigaría a los que molestasen a los españoles, y así lo cumplió, pues, aprehendido uno de los delincuentes, lo mandó ahorcar al momento, y el cuitado sufrió la muerte, según la expresión de Herrera, dando señales de tener en muy poco la vida. Establecida la paz con los de Caraquez, determinaron continuar adelante, y, después de muchos días de una marcha fatigosa por la costa, llegó Pizarro con su tropa al hermoso golfo de Guayaquil. Hallábase tomando algún descanso y disponiendo lo conveniente para trasladarse a la isla de la Puná, cuando se le presentó Tumbalá, cacique principal de ella, acompañado de otros jefes, y le convidó con su amistad, ofreciéndole posada en su isla y estimulándole a pasar allá, donde se holgarían de recibirlo. Muy   —43→   de grado aceptó Pizarro la invitación de los isleños y les prometió que pasaría, sin demora, a la Puná. Recibida la respuesta del jefe de los blancos, comenzaron los isleños a aparejar con grande solicitud las balsas, en que debía verificarse el transporte; y ya lo tenían todo a punto bien dispuesto para la marcha, cuando los intérpretes de Pizarro le advirtieron que se pusiese en guardia contra la traición de los isleños, porque sabían que éstos estaban resueltos a cortar las cuerdas, para deshacer las balsas en medio del agua y ahogar a los españoles. Con este aviso Pizarro reconvino por la traición a Tumbalá; pero éste la negó, con tal aire de honradez y de verdad, que Pizarro se dio por satisfecho. No obstante, para mayor seguridad, dispuso que junto a cada uno de los indios remeros fuera un español con espada desenvainada. Así es que en dos navíos pasó la gente y en las balsas los caballos, yendo los soldados apercibidos, sin perder de vista a ningún indio. Cuando Pizarro abordó a la isla, el cacique Tumbalá le salió a recibir con música de atabales, con danzas y otros aparatos de fiesta, acaso para desvanecer la sospecha de traición que en el ánimo del capitán extranjero pudo haber infundido el denuncio de los intérpretes tumbecinos.

La isla de la Puná estaba en aquella época habitada por una raza esforzada y belicosa; tenía varios pueblos y se hallaba gobernada por seis caciques, cuyo jefe era el referido Tumbalá, y su población ascendía como a veinte mil indios. Aunque falta de aguas, pues no tiene sino llovedizas, la cubrían en la época de la conquista bosques   —44→   frondosos en diversos puntos, y la restante parte de ella estaba cultivada con grandes sementeras de maíz, huertas de cacao y otras plantaciones; pero su principal comercio consistía en sal, que los isleños llevaban a traficar a los demás puntos de la costa y aún hasta a lo interior de la sierra.

Sujetos, mal de su grado, a los incas, sufrían con disgusto la dominación de los monarcas peruanos, y conservaban una guerra obstinada con sus vecinos de Túmbez: por esta circunstancia prefirió Pizarro la isla, para acampar en ella, pues comprendió cuánta ventaja podría sacar para el buen éxito de su empresa de la rivalidad de los dos pueblos. Había formado el conquistador el proyecto de apoderarse de Túmbez, ciudad a la cual consideraba como la llave del imperio peruano, y nada le pareció tan oportuno como congraciarse con sus habitantes, abatiendo y subyugando a los belicosos isleños; o servirse de la cooperación de éstos para sujetar a aquellos, en caso de que le fuese necesario entrar en Túmbez por la fuerza. Empero este plan, aunque sagaz, no le fue muy ventajoso, porque los tumbecinos se le opusieron tanto como los de la Puná, y emplearon las mismas estratagemas que éstos para destruir a los extranjeros.

Tan luego como hubieron sentado sus reales en la isla, los conquistadores principiaron a hostilizar a los indios, arrebatándoles su ropa, su comida y hasta sus mujeres. Pizarro, además, para agasajar a los tumbecinos, e inclinarlos a su devoción, puso en libertad y mandó transportar a Túmbez seiscientos prisioneros de guerra que   —45→   encontró cautivos en la isla, unos ocupados como esclavos, y otros destinados a los sacrificios sangrientos de víctimas humanas, que los de la Puná solían ofrecer a su dios Túmbal. Con esta demostración de parcialidad en su favor por parte de Pizarro, los tumbecinos cobraron bríos y, pretextando agradecer a los extranjeros la libertad concedida a sus paisanos, pasaron a la isla, donde, al amparo de los conquistadores, comenzaron a talar los sembrados de sus enemigos, como en represalia de pasados agravios. Bramaban de coraje los orgullosos isleños, viendo así hollado su territorio tan impunemente por sus rivales; acudían en tropel a implorar con gemidos la protección de sus dioses y los sacerdotes fatigaban en vano a sus oráculos, pidiéndoles respuestas sobre el modo de acabar con los extranjeros. Concertáronse, al fin, en secreto para matar a los españoles, tomándolos separados unos de otros; para impedirles que se auxiliasen mutuamente: con este objeto les convidaron a una gran cacería, que en obsequio de ellos tenían aparejada; pero también entonces la diligencia de los intérpretes llegó a calar el plan, y se lo advirtieron oportunamente a Pizarro. Para no manifestar cobardía, dispuso éste, obrando sagazmente, aceptar la invitación sin darse por entendidos de que sabían la traición de los indios; pero ordenó también que todos saliesen al campo, armados como para pelear. El aspecto taciturno y cauteloso de los españoles y el verlos armados dio a entender a los indios que, aun por esa vez, su plan estaba descubierto; así fue que, después de montear, concluida la cacería, presentaron todas las presas   —46→   a los españoles, sin reservar nada para sí mismos. Las violencias de los extranjeros contra los patricios continuaban y los intérpretes volvieron a dar nuevo aviso a Pizarro para que no se descuidara, diciéndole que los isleños se disponían en secreto a exterminar a los conquistadores, y que, con el fin de concertar el plan, se habían reunido los caciques a conferenciar en la casa de uno de ellos. Pizarro se hallaba en ese momento con Jerónimo de Aliaga y Blas de Atienza oficiales del Rey, ocupado en repartir el oro que hasta entonces habían recogido, y, dejándolo todo, acudió al punto indicado, donde encontró, en efecto, reunidos a diez y siete caciques con Tumbalá, jefe o régulo de la isla. Apoderose al instante de todos ellos, y, dando por probada la traición, entregó a los desgraciados indios en manos de sus implacables enemigos, los tumbecinos, quienes los mataron sin piedad, cortándoles las cabezas por detrás. Sólo reservó con vida a Tumbalá, pero encerrándolo en una prisión bajo muy estrecha custodia.

Este hecho tan bárbaro consumó la medida de la indignación de los indios contra los españoles; y no ya a ocultas, sino descubiertamente, se presentaron a guerrear con ellos. Mas aquella era una guerra enteramente desigual. Desde el anochecer se vieron partidas de indios, que andaban vagando por los contornos del real de los españoles: tocose alarma en el campo de éstos y permanecieron en vela toda la noche, oyendo el lejano murmullo del mal disciplinado ejército de los indios, los cuales, al amanecer, cayeron sobre el campamento de los conquistadores y lo cercaron   —47→   por todos lados, dando espantosos gritos y haciendo horrible algazara con el ruido de sus pífanos y atabales, el choque de sus largas picas y los aullidos de furor, conque unos a otros se estimulaban a combatir. En el campo de los españoles reinaba profundo silencio; y con la ventaja de la bien ordenada maniobra, sin recibir grave daño, lo causaban tremendo en el ejército de los indios, que, con sus cuerpos medio desnudos, presentaban un blanco indefenso a las cortantes espadas de los contrarios; mientras que éstos, cubiertos de pies a cabeza con armaduras de hierro, eran invulnerables a las lanzas y dardos de los indios: en los compactos grupos de los isleños las balas de los arcabuces causaban estragos certeros a cada descarga, sin que hubiese tiro perdido. Había salido ya el sol y la mañana avanzaba; el campo estaba sembrado de cadáveres; entre los españoles había muchos heridos y cinco muertos; pero los indios no se desalentaban, antes, tomando vigor en su misma desesperación, no dejaban ni un instante de reposo a los españoles. Cansados éstos de la refriega y sorprendidos de la constancia de los indios, no acertaban a dispersar los pelotones de combatientes, que acudían a llenar inmediatamente el puesto de los que morían, cuando Pizarro mandó a su hermano Hernando que los atacara con la caballería, que hasta entonces había estado de reserva. La repentina aparición de los caballos, que en la carrera atropellaban a los indios, y la lanza de los castellanos, que se cebaba en ellos sin piedad, los pusieron al fin en derrota, dando tiempo a los españoles para que se recogieran a su real,   —48→   pasado ya el medio día. Hernando Pizarro recibió una herida grave en una pierna por la lanza arrojadiza de un indio: murió también un caballo, al que se mandó enterrar al momento, para que los indios no perdieran la creencia que tenían de que aquellos monstruos eran inmortales.

Tan reñido debió ser y encarnizado este combate, que los españoles creyeron deber su triunfo a un milagro, pues aseguraban haber visto en los aires al santo Arcángel Miguel peleando con Satanás, que acaudillaba un ejército de demonios, los cuales ayudaban a los indios. Pero muy lejos estaba el Cielo de favorecer con portentos, guerras como las de la conquista, en las cuales, invocando el santo nombre de Dios, se violaban las leyes divinas.

Al día siguiente, los indios, derrotados pero no abatidos, se presentaron de nuevo a combatir con los españoles; y durante veinte días consecutivos tuvieron éstos necesidad de no soltar las armas de la mano, porque los indios, sin desalentarse por las pérdidas, los atacaban sin tregua ni reposo. Navegando en sus balsas acometieron repetidas veces a los buques, surtos en el puerto, con intento de echarlos a pique, cosa que a los españoles ponía en grande aprieto, obligáisdoles a dividir su tropa, unos en defensa de los navíos, y otros en la del campamento.

Cada día los indios con sus familias iban abandonando la isla y refugiándose en el continente; así es que la despoblación era rápida: incendiadas las sementeras, saqueadas las habitaciones, la escasez y el hambre sobrevinieron muy pronto; y los soldados, que no hallaban esos montones   —49→   de oro que se habían imaginado, caían de ánimo y hablaban mal de sus jefes, con lo cual la subordinación y disciplina padecían de día en día notable detrimento. La fecunda sagacidad de Pizarro echó mano en esas circunstancias de un ardid, que le fue inútil. Fingió que se había encontrado casualmente entre las de la Puná una india, que había servido a Bocanegra, aquel español que se quedó en las costas del Perú en el primer viaje, al tiempo del descubrimiento. La india había entregado al capitán una cédula escrita por Bocanegra, en la cual se leían estas palabras: «Cualesquiera que vengáis algún día a estas tierras, sabed que aquí hay más oro que hierro en Vizcaya». Aseguraba Pizarro que la india le había entregado este papel, envuelto en una camisa del español muerto; pero ninguno en la mal avenida tropa creyó en la realidad del supuesto hallazgo, antes cada día crecía más el desaliento.

Un incidente inesperado vino a aumentar los cuidados e inquietud de Pizarro. Su hermano Hernando, hombre recio de carácter y soberbio, insultó a Riquelme, tesorero del Rey: airado el tesorero, se embarcó secretamente en un navichuelo, y por la noche se fugó de la isla, con dirección a Panamá. Así que lo supo Pizarro, mandó en seguimiento de Riquelme, a Juan Alonso de Badajoz, quien le dio alcance en la Punta de Santa Elena, desde donde consiguió que se volviera: de vuelta en la Puná, dándole satisfacciones, obtuvo Pizarro que se reconciliara con su hermano.



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III

Llegadas a este extremo las cosas, permanecer más tiempo en la isla era ya casi imposible; los mantenimientos faltaban, las hostilidades no cesaban, la isla cada día se iba despoblando más y más y, aunque se había ocurrido al arbitrio de poner en libertad al cacique Tumbalá, para que calmase los ánimos irritados de sus súbditos y les persuadiera que, dejadas las armas, volviesen en paz a sus hogares, nada se había conseguido. Por fortuna, la llegada de Hernando de Soto con nuevos refuerzos mejoró la situación de los aventureros. Hernando de Soto, el célebre descubridor del Misisipi y conquistador de la Florida, venía desde Nicaragua, atraído por las noticias que de la maravillosa riqueza del Perú habían llegado hasta allá. Era además amigo de Pizarro y de Almagro y venía a ayudarles en su empresa. Auxiliado, pues, con estos nuevos refuerzos Pizarro, ya no pensó más que en salir de la Puná, para ocupar Túmbez y principiar la conquista definitiva del imperio de los Incas. Durante los seis meses que había permanecido en la isla se había informado prolijamente de la riqueza, condiciones y recursos de los dos soberanos, que se estaban disputando la corona del imperio, y ninguna circunstancia le pareció tan propicia para llevar a feliz término la proyectada conquista, como la de la guerra civil que entonces tenía divididas las fuerzas del Estado.

La resistencia porfiada que presentaban los indios, las enfermedades molestas que habían   —51→   cundido en la gente de tropa y, sobre todo, el escaso botín que hasta entonces se había recogido, eran causas poderosas para infundir desaliento en el ánimo de los aventureros castellanos; y, en efecto, muchos de ellos maldecían públicamente la hora en que habían abandonado las comodidades y el regalo de que gozaban en Nicaragua, para venir al Perú, donde las riquezas no se encontraban, y los trabajos y sufrimientos eran incalculables. Pizarro no se desalentaba, pero temía que su gente se desesperara y quisiera abandonar la empresa comenzada; por esto, resolvió pasar a Túmbez, donde tan halagüeña acogida se le había hecho en su primer viaje, y dio orden para que se aprestasen las balsas de los indios y los navíos que tenían en el puerto.

Seis meses se habían detenido los conquistadores en la isla de la Puná, y, al salir de ella, la dejaban asolada, habiéndola encontrado floreciente.

En el territorio de lo que hoy es República del Ecuador y entonces se llamaba Reino de Quito, hacía ya muchos meses que los europeos estaban viviendo: sin duda, en esos días los religiosos dominicos, que venían en la expedición con Pizarro, celebrarían los santos misterios; pero, como no habían determinado todavía los conquistadores fundar ninguna colonia estable, no se edificó tampoco ningún templo al verdadero Dios, y los divinos oficios se celebrarían bajo alguna tienda de campaña, en las marchas del ejército de los conquistadores.

Entre la isla de la Puná y la antigua población indígena de Túmbez no había más que unas   —52→   doce leguas de distancia, y en las balsas de los indios la travesía se hacía en dos días, aprovechando de la creciente de las mareas. En las balsas acomodaron, pues, todo el fardaje y pusieron a los enfermos; los caballos y la demás gente debía trasladarse en los navíos.

Pasaban los españoles no sólo confiados, sino muy tranquilos, con la seguridad de tener en los tumbecinos unos aliados fieles y unos amigos decididos en su favor y hasta reconocidos, por los servicios que les habían hecho, poniendo en libertad a los seiscientos prisioneros que encontraron en la isla; pero los indios de Túmbez estaban ya desengañados de la bondad de sus favorecedores, y habían llegado a comprender que las intenciones de éstos eran de apoderarse de la tierra y de señorear en ella; así que se concertaron para matarlos a traición.

En la primera balsa que llegó al puerto iban tres españoles: los indios los recibieron con demostraciones de amistad, les ayudaron a saltar en tierra y, conduciéndolos a la población como si les fuesen a dar alojamiento, les sacaron los ojos, les cortaron los brazos y las piernas, y todavía vivos, los echaron a cocer en unas grandes ollas de agua hirviendo, que tenían puestas al fuego. Hacían esto en homenaje sangriento con que pretendían aplacar a sus ídolos y tenerlos propicios, para que les dieran amparo contra los extranjeros advenedizos.

Con los que luego llegaron en otra balsa intentaron hacer lo mismo; pero, viéndose los infelices castellanos en tan grande apuro, dieron gritos pidiendo auxilio a sus compañeros. Para   —53→   fortuna de los tristes, había desembarcado ya Hernando Pizarro con unos cuantos soldados de caballería, y, oyendo los clamores desesperados que daban sus paisanos, comprendió el trance en que se encontraban, y acudió al instante, lanzándose a caballo a un estero de agua lodosa y vadeándolo con el fango hasta las cinchas. La presencia de Pizarro desconcertó a los indios y los puso en fuga, dejando libres a los españoles, que intentaban sacrificar. Como este plan se les desbaratara, pusieron por obra otro, que tampoco tuvo mejor éxito.

Dejaban las balsas abandonadas al ímpetu de la corriente, para que los pasajeros se ahogaran, no pudiendo atracarlas a la playa: el equipaje de Pizarro se perdió y los castellanos pudieron salvarse bregando con las olas desesperadamente: otras balsas fueron conducidas de propósito por los indios a ciertos islotes, donde intentaban matar a los españoles, tomándolos de sorpresa por la noche, cuando estaban dormidos; pero los salvó una circunstancia imprevista, pues uno de los viajeros se hallaba enfermo de verrugas, y, como por los dolores no podía conciliar el sueño, advirtió a los compañeros del peligro que les amenazaba, y así pudieron echar mano de sus espadas oportunamente y contener a los indios.

Grande fue el desaliento que se apoderó de los compañeros de Pizarro cuando llegaron a Túmbez: de la ciudad hermosa, cuya vista les había sorprendido en el viaje anterior, no encontraron más que escombros; los principales edificios estaban reducidos a cenizas, las casas de la población abandonadas, sus habitantes habían huido   —54→   a esconderse lejos en lugares retirados y en la extensión de dos leguas a la redonda los campos aparecían desiertos, sin que se encontrara ni un solo indígena. Con motivo de las guerras de Huáscar con Atahuallpa, las enemistades entre los tumbecinos y los de la Puná se habían encendido espantosamente, y, una vez triunfantes los isleños, habían pegado fuego a la ciudad y asolado sus edificios completamente. Los españoles tenían delante no la ciudad encantadora, cuyo aspecto floreciente habían admirado poco tiempo antes, cuando el descubrimiento de esas provincias, sino un pueblo arruinado y desierto, donde no se descubrían ni huellas de grandeza. Los que habían visto la ciudad en el viaje anterior se espantaban de su ruina, los que venían halagados con las pomposas descripciones de los descubridores, caían de ánimo palpando una realidad tan contraria a sus esperanzas: el oro, el oro codiciado, el oro tentador, no se encontraba y los estratagemas de Pizarro, para infundir aliento en el pecho abatido de sus soldados, no tenían efecto.

Los dos españoles Medina y Bocanegra, que se habían quedado en Túmbez cuando el viaje de descubrimiento, no vivían, habían perecido, y nadie podía decir cómo ni dónde.

Pizarro hizo explorar el campo y mandó a un capitán con algunos soldados de caballería que fuese en persecución de los indios a un punto, donde se aseguraba que estaban reunidos. El capitán cumplió su comisión, anduvo toda la noche sin parar, y a la madrugada dio de improviso sobre los indios, logró prender entre ellos al curaca de Túmbez y lo condujo amarrado a presencia   —55→   de Pizarro, quien lo puso en libertad, bajo la condición de que había de hacer que la gente del pueblo, que andaba dispersa, regresara tranquilamente a sus hogares. Así lo cumplió, aunque no con la prontitud y diligencia que deseaban los conquistadores.

Pacificada la población, recorrió Pizarro la comarca y la inspeccionó toda, buscando un lugar cómodo para fundar una ciudad, con el fin de preparar alojamiento a los que esperaba que habían de acudir de otros puntos a tomar parte en la conquista, y también para tener un lugar seguro próximo al mar, donde acogerse en caso de que, siéndoles adversa la fortuna en la peligrosa hazaña que iban a acometer, les fuese necesario hacer una retirada.

Examinados, pues, varios puntos de la costa, se eligió el valle de Tangarara para fundar allí una población: señalose el sitio, que entonces pareció más conveniente, a la derecha del río Chira, que baja de los cerros que dividen actualmente nuestra provincia de Loja de las tierras del Perú, repartiéronse solares, se trazaron calles y se puso por obra la fundación de una colonia española con el nombre de la Ciudad de San Miguel. Eligiéronse alcaldes, regidores, y los demás empleados de quienes debía componerse el ayuntamiento de la nueva población, la primera que se fundaba en el vasto territorio del Perú sujeto al cetro de los Incas. Hasta entonces los conquistadores no habían hecho fundación ninguna, andando en campamento ambulante, desde las costas de Esmeraldas en el Ecuador hasta Túmbez en el Perú: San Miguel fue la primera población   —56→   española que se fundó en el continente Sudamericano, a este lado del istmo de Panamá.

Allí en San Miguel fue también donde se levantó el primer templo católico, para dar culto al verdadero Dios en la tierra de los Incas. Más tarde se conoció por experiencia que el lugar elegido para la población era malsano, y se la trasladó al sitio donde existe hasta ahora, a orillas del río Piura, de donde le viene el nombre, con que al presente es designada8.

La nueva población tenía la ventaja de estar cerca del hermoso puerto de Paita, que ofrecía a los buques europeos un fondeadero mejor que la rada de Túmbez.

Dispuestas, pues, así todas las cosas que parecían más convenientes para la conservación de la naciente colonia, Pizarro resolvió emprender su marcha al interior del país. Algo se había levantado ya, el ánimo desconfiado y abatido de los aventureros, con las noticias que acerca del Cuzco y de las inmensas riquezas acumuladas por los Incas en el templo del Sol y en los palacios de aquella famosa ciudad, les habían dado algunos indios principales, que aseguraban haber estado en la regia capital y visto con sus propios ojos los tesoros de ella. Con esto la ilusión de un porvenir halagüeño y opulento volvió a recrear   —57→   la fantasía de los descorazonados conquistadores.

Los enfermos que habían quedado en Túmbez y los recién llegados de Panamá subieron al puerto en los navíos, y, hechas las prevenciones oportunas, se fijó definitivamente el día de la partida para el interior. Era esto en el mes de septiembre del año de 1532, más de año y medio después de haber desembarcado en la bahía de San Mateo.





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ArribaAbajo Capítulo tercero

Captura y prisión del Inca Atahuallpa


Estado del imperio de los incas después de la muerte de Huayna Capac: Testamento del Inca.- División del imperio.- Guerra civil entre Huáscar y Atahuallpa.- Motivos de esta guerra.- Batalla de Ambato.- Triste suerte de los cañaris.- Triunfos de Atahuallpa.- Se retira éste a Cajamarca.- Marcha de los conquistadores al través de la sierra del Perú.- Su llegada a Cajamarca.- Entrevista con el Inca.- Atahuallpa es capturado.- Destrozo de su ejército. Reflexiones.



I

Mientras Pizarro con su hueste de conquistadores se detiene en Piura, ocupado en la fundación de la primera ciudad española edificada en el territorio del vasto imperio del Perú, y mientras toma sus medidas para acometer decididamente la conquista, poniéndose en camino en busca del Inca Atahuallpa; veamos lo que había acontecido en estas regiones, después del fallecimiento de Huayna Capac.

Ya en otro lugar de esta Historia referimos que Huayna Capac se había regresado enfermo desde el palacio de Tomebamba a esta ciudad, donde poco tiempo después acabó sus días, angustiado,   —60→   previendo en el repentino aparecimiento de los extranjeros desconocidos en las costas del Pacífico, la inminente ruina de su imperio. Al morir hizo su testamento, dividiendo el inmenso imperio, que había señoreado por casi medio siglo, en dos grandes secciones, de las cuales constituyó por herederos a sus dos hijos principales, Huáscar y Atahuallpa: al primero le señaló todas las provincias del Sur, que habían formado el imperio de los Incas antes de la conquista e incorporación del Reino de Quito; y a Atahuallpa le adjudicó toda la región del Norte con los límites que había tenido el reino de los scyris, sus abuelos maternos, antes que lo conquistasen los señores del Cuzco.

Difícil es comprender la razón política que haya movido a Huayna Capac a hacer esta división de su imperio, en circunstancias en que más bien convenía fortalecerlo que no debilitarlo. Acaso, el anciano monarca, conociendo el carácter de los dos príncipes sus hijos, quiso oponer algún obstáculo a la futura ruina de su imperio, en el valor guerrero y ánimo esforzado de Atahuallpa; pues, como aquellos extranjeros misteriosos habían desembarcado primero en las costas de Esmeraldas, fácil era preveer que, a su regreso, acometerían primero el Reino de Quito antes que el imperio del Cuzco, y Atahuallpa podría hacerles frente, oponerse a su entrada y rechazarlos ventajosamente. Pero, si éstos fueron los cálculos de la previsiva política de Huayna Capac, la ambición y la mal aconsejada discordia de los dos príncipes herederos vino a frustrar los planes meditados por su difunto padre. Las armas   —61→   que debieran haber defendido el suelo patrio contra la invasión extranjera, se emplearon en guerras fratricidas; y, cuando el invasor se avanzó al centro del imperio, no hubo una sola mano que se alzara para contenerlo.

Celebrados en el Cuzco con grande magnificencia los funerales de Huayna Capac, y terminada la ceremonia del duelo, Atahuallpa regresó a Quito, y durante los cuatro o cinco primeros años que siguieron a la muerte de su padre, se mantuvo tranquilo en esta ciudad, sin que se alterara la armonía y concordia que guardaba con su hermano. No obstante, las causas de desacuerdo abundaban así en la corte del Cuzco como en la de Quito. Huáscar era en edad mayor que Atahuallpa, había nacido en el Cuzco y era hijo de la Coya o esposa legítima de Huayna Capac; pues, según las leyes del imperio, este soberano había tomado por esposa a su propia hermana, a fin de conservar pura en su descendencia la sangre de los hijos del Sol. Pero de estos matrimonios, reprobados por la moral y sancionados por la superstición, no podía menos de salir al fin una prole enfermiza y enervada: Huáscar era débil, de escaso ingenio y de ánimo un tanto apocado; sin bríos marciales, había manifestado desde muy temprano que amaba la paz y no gustaba del estrépito de las conquistas. Su madre, la Coya viuda de Huayna Capac, era, por el contrario, mujer ambiciosa y de espíritu varonil, sentía humillado su orgullo y le pesaba del testamento del Inca su esposo, viendo exaltado al trono de Quito y reinando en el dividido imperio al hijo bastardo de Huayna Capac, y continuamente estaba   —62→   estimulando a Huáscar a romper con su hermano y a enmendar el yerro y reparar la injusticia que Huayna Capac había cometido, al dividir el imperio, en que debía haber reinado sólo el legítimo descendiente de los hijos del Sol.

La Coya había gobernado el imperio durante las largas ausencias que Huayna Capac, ocupado en guerras y conquistas, se había visto a hacer de la capital; y de los sentimientos y manera de ver de la Coya participaban todos los incas y magnates de la corte del Cuzco.

Atahuallpa conservaba en Quito a los principales jefes del ejército de su padre y la flor y lo más granado de los orejones, de quienes era amado y obedecido ciegamente, porque veían renovadas en él, no sin ventaja, las prendas militares, que tanto les habían cautivado, en Huayna Capac. Los pueblos de Quito, y principalmente las belicosas tribus de los Caras, odiaban la dominación de los soberanos del Cuzco y estaban siempre con las armas en la mano, prontas a guerrear por la independencia. Atahuallpa guardaba la herencia de sus mayores, resuelto a conservarla íntegra, sin menoscabo ni quebranto alguno. Los motivos de discordia abundaban pues, entre los dos príncipes indios, y sólo faltaba la ocasión para que estallara entre ellos la guerra civil.

Cuál haya sido la verdadera ocasión o pretexto para esta guerra, no puede referirse con toda seguridad; pues unos historiadores señalan una, y otros otra: no obstante, lo más probable es que, estando ya prevenidos los ánimos, ocurrieron a un tiempo varios motivos para el rompimiento   —63→   definitivo, ya desde muy atrás preparado9.

La provincia de Cuenca, donde vivían los célebres cañaris y donde estaba la famosa población de Tomebamba, pertenecía al Reino de Quito, por haberla incorporado en él, mediante pactos y alianzas, el postrero de los scyris; pero los cañaris, siempre astutos y disimulados, querían pertenecer más bien al imperio del Cuzco que al Reino de Quito, para disfrutar así de mayor libertad e independencia, teniendo lejos al soberano. Murió Chamba, el último de los régulos de la nación, y su hijo Chapera, en vez de acudir a Quito, acudió al Cuzco para solicitar de Huáscar la confirmación en el gobierno   —64→   de la provincia que le pertenecía por derecho de nacimiento, según las leyes y costumbres de su pueblo. Atahuallpa llevó muy a mal el paso dado por el régulo de los cañaris, sosteniendo que el territorio de éstos había en lo antiguo formado parte del Reino de Quito. Ya antes, con este mismo convencimiento, o si se quiere pretensión ambiciosa, había el monarca de Quito principiado a hacer construir en la provincia del Azuay un palacio suntuoso, como en territorio propio y legítimamente sujeto a su dominio. Los cañaris habían visto con malos ojos esa construcción de un nuevo palacio para el príncipe quiteño en la tierra de ellos, y secretamente habían enviado emisarios al Cuzco para inspirar a Huáscar celos más fundados contra su hermano.

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Y no eran solamente los cañaris los que rehusaban pertenecer al Reino de Quito, también el régulo de la Puná se había alzado y casi declarado independiente en su isla. La guerra tenía, pues, pretextos especiosos para ambos príncipes. Atahuallpa quería someter a su obediencia las provincias que se le habían separado para agregarse al imperio del Cuzco, y Huáscar se ponía en armas para proteger a esos mismos pueblos, que su hermano y émulo consideraba como rebeldes.

Los dos monarcas juntaron, pues, sus ejércitos y se pusieron en campaña. Atahuallpa se dirigió contra los cañaris para sujetarlos, y Huáscar envió a Atoco con gran copia de tropas para defenderlos: trabose la primera batalla de tan infausta guerra civil, que no había de acabar sino con la ruina completa y definitiva del imperio: la suerte de las armas se mostró favorable a los peruanos; los quiteños fueron derrotados, y desde los campos de Tomebamba, donde se dio el combate, se pusieron aceleradamente en fuga, regresando a esta ciudad: aquí se rehicieron, y salieron al encuentro a Atoco, que venia triunfante. En las llanuras de Mocha se libró el segundo combate, y los quiteños fueron nuevamente arrollados por las fuerzas peruanas: la defensa del puente del río de Ambato fue reñida por ambas partes, y el éxito de la pelea quedó dudoso. En estas dos últimas acciones de guerra no se había encontrado en persona Atahuallpa; pero, colectando tropas de refuerzo, marchó con precipitación al teatro del combate, caminando a pie, como uno de sus soldados: la presencia del príncipe enardece el valor de   —66→   sus huestes, cobra bríos la gente y se precipita contra los enemigos: los peruanos estaban orgullosos con sus triunfos repetidos, y entraron en combate no sólo con denuedo sino con furor: en el ejército de Quito estaban el viejo Calicuchima y el intrépido Quizquiz, jefes veteranos de los famosos cuerpos que habían militado a órdenes de Huayna Capac: Atoco dirigía su ejército, reforzado con las reservas de los cañaris, a quienes el éxito de la batalla había de dar independencia o condenar al exterminio, y así pelearon con arrojo y desesperación: porfiado fue el combate, tenaz la resistencia por ambas partes, y, al fin, la victoria se decidió en favor de Atahuallpa, aunque el estrago fue igualmente sangriento para entrambos ejércitos... Años más tarde, todavía alcanzaron a contemplar los conquistadores los campos de batalla blanqueando con la muchedumbre de huesos insepultos... Entre los prisioneros cayeron Atoco y Chapera, a quienes los sacrificaron sin piedad, asaetándolos amarrados a un palo.

Cuando en el Cuzco se recibió la noticia de la derrota padecida por Atoco en las llanuras de Ambato, se nombró por jefe del ejército a Huanca Auqui, el cual con una gran copia de tropas colecticias se puso inmediatamente en camino viniéndose hacia el Norte. Entretanto, los restos de la gente que mandaba Atoco habían regresado a la provincia del Azuay, y allí resolvieron hacer frente a Atahuallpa. Estacionáronse, pues, con los cuerpos de los cañaris en el mismo valle donde estaba fundada la populosa ciudad de Tomebamba, y a sus puertas se empeñó un nuevo y sangriento combate entre la vanguardia   —67→   de Atahuallpa y los peruanos y cañaris: tres veces, en tres días consecutivos, volvieron a la refriega los ejércitos, y al tercero los de Quito pusieron en fuga a los cañaris y peruanos: centenares de muertos quedaron en el campo tanto de la una como de la otra parte, y la extensa ciudad cayó en poder de los vencedores10.

Atahuallpa, triunfante, se puso en marcha para la provincia del Azuay; llegó al palacio de Tomebamba, levantado por su padre, y allí recibió la embajada de los tristes cañaris, que habían salido a su encuentro para implorar su clemencia... Mujeres, ancianos y niños se le presentaron en tropel, con palmas en las manos, y llorando se esforzaban por enternecerlo moviéndolo a compasión; pero el vengativo Inca se mantuvo terco e inexorable, no dio oídos a las súplicas ni se condolió de los miserables; antes, ciego en su cólera e implacable en su venganza, allí   —68→   mismo ordenó que muchos de ellos fuesen sacrificados, mató a cuantos jefes pudo haber a las manos, y, llegando a Tomebamba, arrasó la ciudad, demoliendo sus edificios y pasando a cuchillo a sus moradores. Se cuenta, que aun hizo arrancar los corazones a unos cuantos magnates, y que mandándolos enterrar en los campos de cultivo, decía: sembremos los corazones de éstos, para ver qué fruto dan corazones de traidores!!!

La suerte de los desventurados cañaris aterró a los demás pueblos y deseando conjurar la calamidad que les amenazaba, se apresuraron a mandarle emisarios a Atahuallpa, para prometerle obediencia y hacerle protestas de sumisión y fidelidad11.

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Viéndose Atahuallpa triunfante, y observando el terror que sus victorias habían inspirado a los pueblos, soltó las riendas a su ambición y se proclamó señor del imperio y único soberano de la Tahuantinsuyo. Allí mismo, en Tomebamba, adornó su frente con la borla carmesí, señal y distintivo regio de los monarcas del Cuzco.

Huanca Auqui se vino hacia el Norte, a marchas forzadas, y se avistó con el ejército de Atahuallpa, acampado ya de antemano en las llanuras denominadas Cusibamba, cerca del punto donde está edificada la ciudad de Loja. Los dos ejércitos no tardaron en venir a las manos; pero también esta vez la fortuna se manifestó favorable a los quiteños, y Atahuallpa, desde una colina donde se había situado, presenció el triunfo de los suyos y la derrota de los contrarios. Huanca, recogiendo los restos de su desbaratado ejército contramarchó hacia el Sur, y aun volvió a tentar fortuna en otro nuevo encuentro con las tropas quiteñas, que iban en su seguimiento.

Entretanto irritado Huáscar con la noticia del desastre padecido por Huanca y atribuyéndolo a cobardía, se cuenta que, para manifestarle su indignación, le envió de obsequio unas vestiduras y arreos mujeriles, cosa que afrentó al general indio y le contristó hondamente, y más   —70→   viéndose como se vio destituido luego del mando del ejército, y reemplazado por Mayta Capac, otro jefe, en cuyo valor y lealtad confiaba mucho el desafortunado Huáscar.

Muy difícil, y hasta casi moralmente imposible, nos sería referir por menudo todos los incidentes de esta guerra civil; pues, si en otros puntos se halla divergencia entre los historiadores antiguos del Perú, respecto de éste hay notable contradicción. No obstante, lo cierto, o a lo menos lo más probable, parece que fue el nuevo encuentro de las tropas del imperio con el ejército acaudillado por Quizquiz, en las llanuras de Jauja, donde la victoria se declaró también en favor de los quiteños. Este fracaso no desalentó a Huáscar; antes salió él mismo en persona al frente de sus tropas y volvió a presentar batalla a los generales quiteños, en un punto denominado Quipaypan, a poca distancia del Cuzco; pero parte de sus ejércitos fue destrozada completamente, la guardia noble que le rodeaba se sacrificó para defenderle, la derrota fue completa y el mismo Huáscar cayó prisionero en poder de los generales quiteños.

La guerra estaba terminada: Atahuallpa, vencedor de su hermano, había quedado por único soberano y dueño del imperio: Cuzco, la ciudad sagrada, la corte de los hijos del Sol, fue ocupada por las tropas victoriosas de Quizquiz y Calicuchima, y en todas partes el poder del monarca quiteño fue acatado: la fortuna se le mostraba risueña en el momento mismo, en que iba cruelmente a volverle las espaldas...

Desde Cusibamba en la provincia de Loja,   —71→   Atahuallpa bajó a la costa, para castigar al régulo de la Puná, que se le había rebelado, declarándose favorable a la causa de Huáscar: los isleños hicieron rostro a Atahuallpa, se defendieron esforzadamente y en uno de los combates el mismo Inca salió herido de un flechazo en un muslo; por lo cual, dejando a los tumbecinos el encargo de continuar la guerra contra los de la Puná, sus eternos enemigos, volvió a tomar el camino de las cordilleras, y con todo su ejército se retiró al valle de Cajamarca, eligiendo aquel punto como el más a propósito para su residencia temporal, así por su situación ventajosa, pues está colocado al centro del imperio, como por las favorables condiciones de su clima, benigno y templado.

Los momentos eran solemnes: el hijo de Huayna Capac iba a reposar de las fatigas de una guerra fratricida y sangrienta; pero los providenciales destinos relativos a su nación y a su raza estaban a punto de cumplirse, y a donde caminaba aceleradamente Atahuallpa era al suplicio...

Apenas llegado a la ciudad, recibió simultáneamente la noticia de la victoria de su ejército en Quipaypan, de la prisión de su hermano y del viaje que Pizarro había emprendido a la sierra, poniéndose resueltamente en camino hacia Cajamarca. Atahuallpa dio orden para que a su hermano Huáscar lo pusiesen a buen recaudo en la fortaleza de Jauja, tratándolo con todos los miramientos debidos a la dignidad de su persona, lo cual se obedeció al momento. Huáscar fue encerrado en la fortaleza de Jauja, y allí pasó los postreros días no sólo de su propia vida, sino también de la duración de su imperio; pues las   —72→   malhadadas guerras entre los dos hermanos habían allanado el camino al conquistador, que avanzaba más intrépido que nunca.

Atahuallpa, presa de incertidumbres e irresoluciones, alucinado con sus victorias, vio llegar al conquistador, apoderarse uno tras otro de sus pueblos; caminar derecho en busca suya y acercarse a su campamento, sin tomar medida alguna de defensa ni siquiera de cautela. ¿Qué había pasado con el Inca? ¿Cómo explicar semejante conducta? El sol esplendoroso de los incas corría fatalmente a su ocaso, y pronto había de ponerse para siempre, ¡hundiéndose en un mar de sangre!

Mientras Atahuallpa estaba en los baños medicinales de Cajamarca, convaleciendo de la herida que en la Puná recibió en el muslo, sus generales Quizquiz y Calicuchima, enseñoreados del Cuzco, hacían pesar sobre la familia de Huáscar los horrores de su desventurada situación, y el conquistador Francisco Pizarro, formando la invariable resolución de apoderarse a todo trance de la persona del monarca indio, se ponía en marcha directamente para la anhelada Cajamarca.




II

Es indudable que Francisco Pizarro había formado ya de antemano este plan en su ánimo, como el mejor y el más certero para dar cima prontamente, con éxito feliz, a la difícil cuanto arriesgada empresa de la conquista. Dudaba del modo cómo había de poner por obra su plan, y atendía hasta a las más insignificantes circunstancias,   —73→   a fin de que nada pudiera tomarle de sorpresa ni encontrarle desprevenido; y las circunstancias mismas, conforme se fuesen presentando, esperaba que le indicarían el camino por donde le sería dado llegar, sin tropiezo alguno, al término que se había propuesto.

Sometió, pues, a su obediencia a los curacas de los valles circunvecinos, para dejar la colonia de San Miguel rodeada de pueblos amigos: a unos los atrajo con halagos, a otros les infundió temor ejerciendo más que castigos, venganzas terribles: repartió a cada vecino un número competente de indios de servicio, y, encargándoles que los trataran bien y cuidaran de mantener la tranquilidad en la colonia, se puso en camino con dirección a la sierra, el veintitrés de septiembre de 153212.

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Seguían los conquistadores su marcha lentamente, haciendo el viaje poco a poco, en jornadas cortas, con grande precaución: los primeros días atravesaron por terreno llano, recreándose con el hermoso aspecto que presentaban los pueblos de los valles, con sus frondosas arboledas y sus campos diligentemente cultivados: por todas partes los españoles encontraban señales de adelanto, de prosperidad y de hábitos de trabajo. Los sistemas de regadío, con que en los valles se sabía utilizar el agua de los ríos, manifestaban que la agricultura era muy conocida y practicada por los indios.

En las primeras jornadas fueron los conquistadores recibidos en todos los pueblos por donde pasaban, con señales de amistad y de comedimiento. En un punto denominado Zarán, se le advirtió a Pizarro que en el pueblo de Cajas estaba apostado un destacamento de tropas del Inca, para impedirle violentamente el paso; pero un capitán, despachado con el objeto de examinar lo que había de cierto, no encontró ni en el pueblo de Cajas ni en el de Guancabamba señal alguna de aprestos de guerra: los indios estaban tranquilos y los extranjeros en entrambos pueblos fueron agasajados y servidos. Estando en el mismo pueblo de Zarán, recibió Pizarro una primera embajada de parte de Atahuallpa: presentósele un indio y ofreciéndole algunos obsequios   —75→   en nombre de su soberano, le saludó amistosamente, asegurándole que Atahuallpa le estaba esperando de paz en Cajamarca, deseoso de que llegara pronto allá. Pizarro hizo al mensajero del Inca el mejor acogimiento que pudo en esas circunstancias, y le encargó que dijera a su señor, que iba a saludarle no sólo en su propio nombre, sino en el del Emperador, otro monarca muy poderoso, cuyos vasallos eran el mismo Pizarro y todos los demás conquistadores: añadió que había venido también para sacar al Inca y a todos sus súbditos del engaño funesto en que vivían, creyendo en dioses falsos y adorando al demonio.

Los presentes enviados por Atahuallpa a Pizarro no revelaban, por cierto, mucha opulencia en el que los obsequiaba. Eran dos vasos de piedra, fabricados en forma de fortaleza; unas cuantas prendas de vestir, tejidas de la finísima lana de vicuña y recamadas con labores de oro hilado en hebras sutiles, y dos cargas de patos desollados secos, para que se sahumara con ellos, como era usanza de los grandes en su tierra, según le dijo el enviado de Atahuallpa a Pizarro, al presentarle tan extraño obsequio. Pizarro aceptó los regalos del Inca, y, a su vez, correspondió con otros tan pobres, que bien manifestaban así la condición de quien los enviaba, como el concepto que había formado de la grandeza del monarca, cuya gracia intentaba ganarse con ellos. El general del ejército conquistador envió al Inca una camisa de lino, ¡y obsequió al mensajero un gorro colorado y algunas otras bujerías de Castilla!

El mensajero de Atahuallpa andaba muy diligente,   —76→   examinándolo todo despacio; pasaba de español en español, pidiéndoles que desenvainaran las espadas, tocándoles el cuerpo y hasta manoseándoles la barba: todo lo veía con cuidado, y acerca de cuanto veía hacía repetidas y minuciosas preguntas. Pizarro mandó que dieran de comer al indio y a todos los demás que habían llegado en su compañía, le invitó a permanecer algunos días en el campamento español y advirtió a los soldados que le trataran con atención y miramientos.

Un día descansó el enviado de Atahuallpa, y al siguiente muy por la mañana se despidió, manifestando que quería llevar sin tardanza la respuesta a su soberano.

El ejército, si ejército puede llamarse un puñado de soldados mal armados, continuó su viaje por los llanos hasta llegar a la base de las cordilleras. Cuando los conquistadores descubrieron la ancha vía real, que por los llanos seguía hasta Chincha, muchos fueron de parecer que, dejando el camino de la sierra, lleno de peligros, se tomara ese otro, por donde podrían continuar con mayor comodidad, hasta dar en la misma ciudad del Cuzco; pero Pizarro los disuadió, haciéndoles comprender que eso sería dar señales de miedo a los indios y huir disimuladamente de Atahuallpa, con lo cual se desvanecería en un instante la idea que de su valor invencible habían hasta ese momento logrado inspirar a los indígenas, en todas las provincias, por donde habían pasado. Hemos ofrecido ir a vernos con Atahuallpa, les dijo; y, si desviamos ahora el camino, los indios se ensoberbecerán y seremos perdidos; sigamos   —77→   adelante, porque mientras los indios nos crean invencibles, el éxito de nuestra empresa está seguro. Ya antes había despedido sagazmente de su pequeño ejército a los que se manifestaban indecisos y algo amedrentados. Pizarro era calmado; reflexionaba maduramente antes de tomar una resolución cualquiera; pero, una vez adoptado un partido, ponía por obra sus planes, con un valor inquebrantable y una audacia llena de serenidad. Había formado la resolución de ir derecho al campamento del Inca; tenía confianza en su valor y le alentaba su fe en la Providencia, pues Pizarro estaba persuadido de que Dios lo había de sacar triunfante, conduciéndolo como por la mano, porque había venido a anunciar a los indígenas idólatras la única verdadera Religión. La causa es de Dios, repetía... ¿por qué temer?... ¡El Cielo peleará por nosotros!... El valor del caudillo inspiraba confianza a los soldados, y todos continuaban su marcha resueltos y animosos.

El punto, por donde comenzaron a subir la cordillera occidental, era escabroso y pendiente, los caballos no podían pisar con firmeza, y fue necesario caminar lentamente, tirándolos del diestro: conforme iban ascendiendo sobre el nivel del mar, principiaban a sentir la influencia del cambio de temperatura; el ambiente tibio de los llanos era cada vez más delgado, y los vientos sutiles que soplan en las quiebras de los Andes, hacían difícil la respiración y fatigosa la marcha. Los conquistadores subían divididos en dos grupos: la avanzada, a cuya cabeza iba el mismo Pizarro, procuró ganar terreno, y sorprender a las   —78→   guarniciones del Inca, las cuales se decía que estaban aguardando a los extranjeros en una fortaleza, que coronaba lo más enhiesto y pendiente de la cordillera; pero, así que tocaron los de la vanguardia en aquel punto, lo encontraron desierto, y en ninguna parte se les opuso a los invasores ni la más leve resistencia. En lo más encumbrado de los páramos de la cordillera soplaban vientos helados, el frío entorpecía a los caballos, acostumbrados al abrigo de los valles de la costa, y fue indispensable hacer alto, para descansar. Los conquistadores armaron sus toldos de campaña, se recogieron al abrigo de sus tiendas portátiles y pasaron aquella noche recordando, con motivo del frío de los Andes, las escenas de invierno en sus abandonados hogares de Castilla.

Aquí, en la cumbre de la cordillera, en la altiplanicie interandina, encontró a Pizarro la segunda embajada de Atahuallpa. Después que recibió la primera, quedó inquieto porque las noticias que se le daban acerca del monarca peruano, de sus ejércitos y de las prevenciones hostiles que hacía contra los extranjeros eran muy contradictorias: el hablar la verdad no es virtud muy común en los indios, y así cada cual respondía a las preguntas de los españoles, no sinceramente lo que sabía, sino lo que pretendía o se imaginaba. Ocurrió, pues, Pizarro a un arbitrio, que le pareció adecuado para descubrir la verdad, y propuso a un indio noble de los llanos, que venía en compañía de los conquistadores, que fuera como espía a explorar el campamento del Inca. Rehusó el indio la comisión, y dijo: iré más bien como enviado tuyo, a saludar al Inca, y no como espía; pues yendo   —79→   como espía, me tomarían preso y me matarían. Convino Pizarro y despachó al indio con una embajada para Atahuallpa, mas sin darle señal alguna ni prenda, con que fuese reconocido por el príncipe americano como emisario del caudillo extranjero.

Debía este indio dar aviso inmediatamente de todo cuanto observara en el camino; y al día siguiente de haber partido envió un recado a Pizarro, advirtiéndole que pronto recibiría una segunda embajada del Inca. En efecto, todavía estaban los conquistadores aposentados bajo sus toldos de campaña, cuando llegó el comisionado imperial: era este un indio noble, que traía, a nombre de su soberano para obsequiar a los españoles, diez llamas u ovejas de la tierra. Aseguró que el Inca recibiría con benevolencia a los extranjeros; y, con cierta sagacidad muy oportuna, refirió las victorias de Atahuallpa, y ponderó su valor y lo selecto de su ejército. Si el indio estuvo largo en ensalzar a su rey, todavía Pizarro lo estuvo más en describir la majestad, el poder y los triunfos del Emperador, y concluyó afirmando que había venido para visitar a Atahuallpa, sabiendo sus hazañas, y que no se detendría, sino que continuaría adelante su marcha hasta dar con el otro Océano. El indio, oyendo semejante discurso, calló sin responder palabra, y luego se despidió tomando el camino de Cajamarca.

Los conquistadores anduvieron algunas jornadas, y recibieron una tercera embajada de parte del Inca. Se la traía el mismo indio que había visitado a los españoles en Zarán; pero ahora   —80→   venía con grande boato y mucho acompañamiento, hablaba con grande desenfado y brindaba de su chicha en vasos de oro. Todavía estaba este indio con los españoles, cuando regresó el otro que había ido al campamento del Inca, como emisario de Pizarro: llegar al real de los conquistadores, ver al embajador del Inca y arremeter contra él asiéndole con entrambas manos de las orejas y tirándoselas reciamente, todo fue uno. Sorprendido Pizarro, reprendió a su indio, y mandó a los soldados que los separaran. Me irrito, dijo entonces el indio de los llanos, viendo como tratas tú a éste, y cómo he sido tratado yo por los criados del Inca. Este no es embajador, sino espía de Atahuallpa... A mí, nadie me recibió, ni me quisieron dar de comer: pedí que me dejaran ver al Inca y no lo consintieron, y por poco no me matan; pues, si yo no les hubiera amenazado que tú harías otro tanto con estos indios que están aquí, me habrían quitado la vida. La ciudad está desierta, y Atahuallpa os espera con malas intenciones. El embajador del Inca estuvo oyendo todo, sin inmutarse; y, con grande serenidad, respondió, dando plausible explicación a cada una de las quejas del enviado de Pizarro. No te recibieron bien, le dijo, porque no sabían que ibas como mensajero del capitán de los extranjeros: Atahuallpa está ayunando, y en los días en que el Inca está retraído practicando sus devociones, nadie habla con él; pero, si hubiera sabido que tú estabas ahí de parte de los extranjeros, te habría recibido. Está desocupada la ciudad, para que en ella los extranjeros se hospeden con mayor comodidad; y el Inca   —81→   acostumbra siempre en tiempo de guerra acampar con su ejército fuera de poblado. Pizarro se manifestó satisfecho de las explicaciones dadas por el embajador de Atahuallpa, y riñó a su enviado por haberse descomedido en su presencia; pero en su interior reflexionaba despacio sobre todas las noticias, que acerca del Inca iba recibiendo.

La marcha de los conquistadores desde ese punto hasta Cajamarca continuó sin obstáculo alguno por entre poblaciones tranquilas, donde fueron hospedados y servidos con grandes muestras de amistoso comedimiento: no se les oponía resistencia ninguna para que continuaran adelante su camino. Hubiérase dicho que eran verdaderamente una pacífica comitiva de embajadores de príncipes aliados y amigos, y no una hueste aguerrida, que con propósitos hostiles caminaba disimuladamente a apoderarse de la persona del incauto y confiado Atahuallpa.

La embajada que de parte de éste recibió Pizarro pocos días antes, le perturbó por un momento el ánimo con dudas e incertidumbres: el emisario del Inca le aseguraba a nombre de su soberano, que sería recibido con sincera amistad; y el indio, que el conquistador había enviado con un mensaje a Atahuallpa, le traía noticias, que podían interpretarse desfavorablemente, como preparativos hostiles del Inca contra los españoles. ¿Cuáles eran, en realidad, las disposiciones de ánimo del Inca? ¿Recibirá de paz a los extranjeros? ¿Se precipitará sobre ellos con todo el grueso de sus tropas victoriosas y aguerridas?... El corazón de Pizarro se conturbaba por instantes,   —82→   pero pronto su fe religiosa le serenaba y volvía a su natural tranquilidad. Los indios que seguían al ejército conquistador, daban noticias alarmantes acerca del poder formidable de Atahuallpa, y ponderaban su crueldad y rigor sanguinario: los curacas de los pueblos por donde pasaban, ya les confirmaban las nuevas de paz, ya les inspiraban serios temores de una traición; y conforme se iban internando en el imperio, así iban advirtiendo que no eran tribus desnudas y salvajes, sino tropas disciplinadas las que con ellos tenían de combatir.




III

La marcha lenta y cautelosa de los conquistadores al través de la cordillera estaba ya a punto de tocar a su término: casi dos meses habían transcurrido en el viaje, y, según las noticias que les daban los indios, no tardarían en llegar a Cajamarca. En efecto, un día, de repente, al doblar uno de esos ángulos agudos que forman las sinuosidades de la cordillera, quedaron sorprendidos; viendo el extenso y pintoresco valle de Cajamarca, que se presentaba como en el fondo de colinas encumbradas y de cerros desnudos de vegetación. En el centro del valle se dejaba ver la ciudad india, cuyas casas, cubiertas de paja, contrastaban con el matiz verde de los campos del contorno: dos ríos atravesaban el valle, y hacia el extremo oriental, como a una legua de distancia de la ciudad, se divisaba el vistoso campamento de Atahuallpa13. Admirados miraban   —83→   los españoles el inesperado espectáculo que se presentaba ante sus ojos: los innumerables toldos de algodón del campamento del Inca se destacaban a lo lejos, prolongándose en líneas blancas hasta confundirse con el horizonte. La reducida hueste de Pizarro contempló, con cierta curiosidad llena de sobresalto, la populosa estación militar del Inca: serían las doce del día, y en el diáfano cielo de los Andes, la luz, que inundaba el valle, hacía aparecer más visibles y determinados los objetos: mientras los conquistadores iban descendiendo de la cordillera al valle, no cesaban de observar el real de Atahuallpa; y, sin duda; también los indios estarían mirando con solicita atención el gruto de extranjeros misteriosos, de cuyo repentino aparecimiento en las tierras del imperio todavía no acertaban a darse cuenta.

Pizarro, antes de principiar a descender a Cajamarca, puso en orden su escasa gente, repartiéndola en tres cuerpos: la infantería ocupaba el centro, protegida por los dos escuadrones de caballería, que marchaban respectivamente a la vanguardia y retaguardia, comandados por Pizarro y por su hermano Hernando; y así, con el mayor orden y las banderas desplegadas, fueron bajando de la sierra al valle.

Entrando los conquistadores en Cajamarca, encontraron la ciudad enteramente desierta; el Inca había dado orden para que la desocuparan sus moradores, antes de la llegada de los extranjeros.   —84→   Pizarro reconoció los principales edificios de la ciudad y ocupó la plaza, disponiendo su alojamiento en unos edificios vastos y capaces que se levantaban en los tres ángulos de ella: el conquistador había militado en su juventud en las guerras de Italia bajo las órdenes del Gran Capitán y sabía elegir con acierto los mejores puntos estratégicos: conocía el carácter de los indios americanos, y se estacionó en un punto, donde la defensa le era fácil y la acometida al enemigo, ventajosa. Eran pasadas las dos de la tarde, de un viernes, 15 de noviembre de 1532, cuando Pizarro tomaba sus posiciones militares en la desamparada Cajamarca.

Una vez reconocido el sitio y elegido el punto mejor para su alojamiento, lo primero en que se ocupó Pizarro fue en negociar su entrevista con el Inca, deseando atraerlo sin pérdida de tiempo al lazo insidioso, que le estaba preparando. Despachó, pues, a Hernando de Soto al campamento de Atahuallpa, para que le presentara sus respetos, le saludara en su nombre, y le invitara a hacer una visita al jefe de los extranjeros, que venía para ofrecerle su amistad y celebrar alianza con él, a nombre de un monarca muy poderoso, cuyos vasallos eran los conquistadores. Apenas hubo partido Soto; cuando Pizarro, temiendo que le sucediera alguna desgracia por ir con solos quince de a caballo, despachó a su hermano Hernando, acompañado de una escolta compuesta de mayor número de soldados.

Soto llegó al campamento de Atahuallpa, atravesó por en medio de él y se dirigió derechamente a la habitación del Inca: los indios salían   —85→   a la puerta de sus tiendas y miraban con curiosidad al extranjero, mientras éste, haciendo galopar ligeramente a su caballo, seguía adelante y pasaba, con el intérprete a la grupa, viendo e inspeccionando todo cuanto encontraba en su tránsito: las enormes picas de los lanceros del ejército quiteño, clavadas delante de las tiendas de campaña, formaban uno como callejón ancho y espacioso, al extremo del cual estaba la habitación en que residía el monarca. La escolta quedó aguardando a la orilla del río que pasaba por cerca del real de los indios.

Así que Soto llegó, pidió audiencia al Inca, y fue conducido al lugar donde éste lo estaba ya esperando. Atahuallpa, sentado en un asiento bajo, rodeado de sus capitanes, que en pie le hacían la corte, recibió al caballero español con aire de fría indiferencia y majestuosa compostura, sin dignarse siquiera levantar los ojos para mirarlo, y teniéndolos fijos en el suelo mientras Soto decía su arenga de salutación, y el intérprete se la iba traduciendo. Cuando Soto hubo acabado de hablar, Atahuallpa hizo seña a uno de los magnates que le rodeaban, para que contestara.

Limitose el indio a contestar lacónica y secamente: Ari, ¡Está bien! Soto volvió a tomar la palabra y a insistir a nombre de su capitán en las salutaciones de atención y comedimiento, y en las súplicas para que el Inca tuviera a bien aceptar la invitación de pasar aquella misma tarde a la ciudad, donde sería atendido y obsequiado por los españoles, con toda la consideración que a un tan gran príncipe se debía.

Aunque acabamos de llegar aquí, dijo Soto;   —86→   con todo, mi jefe os recibirá como vuestra majestad se lo merece.

Bien sé que no venís tan de paz, respondió el indio, hablando en nombre de su soberano: el curaca de Túmbez me ha informado de cuanto habéis cometido en mis pueblos, y de lo que habéis tomado de los tambos, y de las muertes que habéis hecho en los indios.

El curaca de Túmbez os ha mentido, contestó Soto: nosotros no hacemos daño, sino a los que no quieren recibirnos de paz.

En este momento llegó Hernando Pizarro y saludó al Inca, haciéndole un muy cumplido acatamiento. Atahuallpa, sabiendo que el que acababa de llegar a su presencia era hermano del jefe de los extranjeros, levantó la cabeza para mirarle de frente, y, depuesto el ceño adusto que hasta entonces había manifestado, principió a contestar por sí mismo. Pareció que quedaba satisfecho con la explicación de Hernando Pizarro; y en cuanto a los ofrecimientos que éste le hacía de ayudarle en la guerra que sabía que tenía con su hermano, dijo que, hacia el Oriente existían ciertas tribus feroces, a quienes ni él ni Huayna Capac, su padre, habían podido sujetar, y contra esas podrían ensayar su valor los extranjeros. Diez de nosotros que vayamos allá bastarán para domar a esas gentes, repuso Hernando, y Atahuallpa sonriose, oyendo la jactancia del español.

Hizo luego señal, y al instante se presentaron algunas indias jóvenes, trayendo la chicha o vino de los Incas, en vasos de oro: Atahuallpa vio los vasos, y, con un ligero gesto, indicó   —87→   que presentasen la bebida a los extranjeros en otros vasos mayores, como se ejecutó al instante. Las indias sirvieron la chicha con grave cortesanía, llevando colgadas al brazo derecho toallas limpísimas de blanco lienzo.

El brebaje no era agradable para los españoles; y así, después de probar un sorbo, devolvieron los vasos, excusándose cortésmente de no acabar de beber; y como insistieran en rogar al Inca que pasara a verse con el capitán extranjero, que había quedado esperándolo en Cajamarca, Atahuallpa contestó ofreciendo que iría al día siguiente a hacerle una visita, y recibir la embajada que le anunciaban del monarca poderoso, cuyo imperio, según le decían, estaba al otro lado de los mares.

Los españoles no cesaban de repetir a Atahuallpa, que eran súbditos de un monarca muy poderoso, el cual los había mandado para celebrar alianza con el Inca, y anunciarle también la fe cristiana. Esto de la religión, si el príncipe indio llegó a sospechar, no alcanzó, sin duda, a comprender.

No obstante, no se manifestó inquieto ni temeroso por la venida de los extranjeros, y despidió la embajada, reiterando la promesa de hacer al día siguiente su visita al jefe español, y señalando los departamentos en que disponía que se hospedaran aquella noche.

Como Soto durante su entrevista con el Inca, había observado la atención con que éste miraba de cuando en cuando al caballo, creyó que haría placer a Atahuallpa, si desplegaba toda su habilidad en manejar al animal, en correr y en   —88→   equitar, haciendo en presencia del Inca alarde de su agilidad y destreza: principió, pues, a espolear a su caballo, yendo y viniendo varias veces por el campo, ya apretándole la brida y haciéndole corvetear, ya soltándole la rienda y lanzándolo a la carrera, hasta que, en una de las vueltas que daba, se acercó tanto al Inca, que el resoplido del caballo, que tascaba agitado el freno, hizo temblar y sacudir los hilos de la borla encarnada que Atahuallpa tenía colgada sobre la frente, como insignia de su dignidad. El indio se dejó estar impasible, sin manifestar ni la más leve señal de desagrado, de sorpresa ni de admiración. Y aun se cuenta que mandó ahorcar a dos indios, que asustados corrieron, al acercarse a ellos el caballo, en una de las carreras que le hizo dar el capitán español. Atahuallpa quería, con semejante castigo, fortificar el valor de sus soldados. Vino la noche; y, aunque no se había visto ni la menor señal de movimiento de parte de los indios, Pizarro, como jefe prudente, puso centinelas avanzadas, arregló el campo y dio órdenes severas para que todos permaneciesen vigilantes y con las armas a punto, para que, en caso de una repentina acometida, no pudiesen hallarse desprevenidos. Los caballos se tuvieron ensillados y los jinetes pernoctaron al lado de ellos, asidos de la brida. Con las tinieblas y la oscuridad de la noche, con el silencio y la calma, que principiaron a reinar luego en todas partes, la fantasía de los conquistadores, enardecida por las impresiones que el ánimo había recibido, y excitada por las solemnes circunstancias que les rodeaban, los mantuvo vigilantes y llenos de sobresalto...   —89→   Vigilia terrible de una noche, cuyas horas se prolongaban al parecer sin término.

Pizarro recorría con frecuencia el campo, viendo si cada uno se mantenía despierto en el puesto que se le había señalado. El campamento de los indios se conservaba en la más completa tranquilidad; y conforme avanzaban las horas de la noche, se iban poco a poco apagando las numerosas candeladas, que al oscurecerse el día habían encendido. En el real de los conquistadores no se oía sino, de cuando en cuando, la salmodia, con que los religiosos, que habían venido en la expedición, alternaban su descanso, pidiendo al Cielo que les fuera propicio en tan angustiosas circunstancias; luego volvía a reinar el más profundo silencio y apenas se percibía el ruido repetido, que hacían los caballos, golpeando con sus cansados cascos el suelo.

Atahuallpa había prometido que al día siguiente iría a Cajamarca, para visitar al jefe extranjero: por la mañana se renovaron las promesas del Inca, y a eso del mediodía, se notó grande animación en su campo, como si se preparasen para algún movimiento solemne; pero las horas iban pasando, y los indios no se ponían en camino, con lo cual Pizarro y sus españoles estaban inquietos. Al fin, como a las dos de la tarde, se alzó el campo del Inca, y la regia comitiva con grande aparato principió a moverse con dirección a la ciudad; pero caminaban tan lentamente, que eran ya las cuatro y todavía los cuerpos de vanguardia no habían llegado ni siquiera a los arrabales, con ser apenas de una legua la distancia, que separaba a Cajamarca de los baños   —90→   termales donde tenía su residencia el Inca. El centinela, desde lo alto de una fortaleza situada a un extremo de la plaza, estaba atalayando el campo, y dando sin cesar la voz hasta de los más insignificantes movimientos que observaba; y los soldados, en su puesto respectivo, contaban los instantes, aguardando el éxito de una empresa tan aventurada y tan peligrosa. Y, en verdad, la situación de los españoles no podía ser más arriesgada.

El número de soldados de que se componía la hueste de los conquistadores no llegaba ni a doscientos: de éstos los ciento eran de infantería, y estaban provistos de armas blancas; sesenta eran de caballería y manejaban la lanza; arcabuces tenían muy pocos y las piezas de artillería se reducían a dos falconetes, cuyo manejo estaba a cargo de Pedro de Candía, griego de nación. La lucha habría sido, pues, muy desigual, aunque los indios por su parte sólo llevaban la ventaja del número, pudiendo ser fácilmente destrozados. Pizarro distribuyó su gente en cuatro cuerpos: tres de caballería, al mando respectivamente de los capitanes Hernando de Soto, Hernando Pizarro y Sebastián de Benalcázar; el cuerpo de infantería lo confió a su hermano Juan; la artillería con unos pocos soldados y los cornetas del ejército tomaron puesto en la fortaleza; la caballería ocupó dos extensos salones de los edificios que formaban dos lados de la plaza, y la infantería se parapetó en el salón de otro edificio, que hacía el tercer lado: Pizarro escogió para sí veinte ballesteros, de los más diestros y mejor armados, los cuales debían estar a su lado, sin apartarse un   —91→   momento... Caballería e infantería y aun hasta la misma artillería todo estaba oculto, puestos en acecho para salir de súbito y embestir a los indios, cogiéndolos de sorpresa, así que sonara el estallido de la pieza de artillería, que era la señal convenida para el ataque: Pizarro, alzando una bandera, debía indicar a Pedro de Candía que disparara el tiro fatal. Todo se había, pues, dispuesto y preparado con cálculo, y, a decir verdad, con grande arte y concierto; pero lo menos en que pensaban Pizarro y sus compañeros era en la justicia de la obra, que iban a llevar a cabo en aquel día. Antes, por el contrario, lejos de dudar siquiera de la moralidad de la empresa en que estaban empeñados, confiaban que Dios haría milagros en su favor, peleando por ellos, para darles el triunfo sobre los indios. ¡Tan fácilmente se engaña el hombre con las apariencias del bien!

Por la mañana había recibido Pizarro un recado del Inca, en que le anunciaba que iría a verlo, llevando su gente armada: más tarde, llegó otro mensajero, el cual venía a advertir al capitán español, que las tropas del Inca no traerían armas. Pizarro contestaba a los mensajeros, que el Inca viniera como le pareciese; y a cada uno le encargaba que dijera a su soberano, que apresurara su venida, porque estaba deseoso de verlo y de rendirle sus homenajes. Pero la comitiva del Inca no continuaba la marcha; el sol, ya muy avanzado en su carrera, estaba próximo al ocaso, y pronto las sombras de la noche se derramarían por el valle, haciendo así con la oscuridad, más difíciles y arriesgadas las maniobras del ejército conquistador.

  —92→  

Un nuevo enviado del Inca anunciaba, que su señor había resuelto hacer alto, deteniéndose aquella noche como a una milla de distancia de la ciudad, para entrar en ella al día siguiente. La ansiedad de los españoles crecía, y Pizarro volvió a instar al Inca y a rogarle que viniera, porque deseando cenar con él aquella misma noche, todo estaba preparado. Volvió, pues, Atahuallpa a levantar sus reales, y pronto principió a entrar por las puertas de la anchurosa plaza el primer cuerpo que caminaba a la vanguardia de la numerosa comitiva; y así sucesivamente, con el mayor orden y concierto, fueron llegando y ocupando su lugar otros muchos cuerpos de tropa, que formaban el magnífico cortejo del Inca. La fuerza compuesta de las tropas de línea, dirémoslo así, permaneció en el campo... En breve la plaza quedó llena, y entonces era de ver el variado y curioso espectáculo que presentaban los uniformes de colores diversos, y los penachos y morriones de oro adornados de hermosas plumas: al fin llegó el Inca. Venía en andas de oro, llevado en hombros de indios; le precedía un grupo de cantores, que iban danzando al compás de cierta tonada monótona que repetían en coro, con entonación triste y melancólica: abrían la marcha numerosas compañías, que se ocupaban en limpiar el suelo, recogiendo hasta las piedrecillas y las pajas menudas. Cuando el Inca entró a la plaza, dirigió la vista hacia todos lados, buscando con los ojos a los extranjeros, pero no vio a ninguno, porque todos permanecían ocultos en el más profundo silencio... La litera imperial había llegado ya a   —93→   la mitad de la plaza, los extranjeros no se presentaban y Atahuallpa preguntaba por ellos con muestras de disgusto, cuando de una de las casas salió Fr. Vicente Valverde, y, precedido del intérprete, se presentó ante las andas del Inca: hízole una reverencia profunda, le santiguó con una pequeña cruz de madera que llevaba en la mano, y luego le dirigió un discurso, en el que le habló de los misterios cristianos, de la fundación e institución de la Iglesia católica, de la obediencia debida al Papa y, finalmente, de la donación que éste había hecho de las Indias occidentales a los reyes de España, a quienes el Inca debía de someterse y obedecer. Tan extraño razonamiento, hecho en castellano por el religioso, y traducido, pedazo por pedazo, por el intérprete Felipillo, causó en el ánimo de Atahuallpa una impresión profundamente desagradable. El intérprete no conocía bien la lengua quichua, porque su idioma nativo era el de los llanos; entendía apenas el castellano y en religión era muy ignorante. Lo sublime de nuestros misterios cristianos no podía moralmente ser comprendido ni siquiera vislumbrado por el Inca; ¿qué preparación había recibido de antemano para entender cosas tan recónditas y elevadas, como las que la Religión cristiana enseña acerca de la Trinidad de las personas en Dios, y de la pasión y muerte de Jesucristo?... Lo que Atahuallpa alcanzó a comprender claramente fue, lo que se le anunciaba respecto de la donación hecha por el Papa de las tierras del Perú al rey de España, y así respondió indignado: ¡la Tahuantinsuyo es mía, es la herencia de mis mayores: ése, de quien decís que   —94→   ha hecho donación de estas tierras a vuestro rey, ha regalado lo que no es suyo! ¿Quién os ha dicho esas cosas, añadió Atahuallpa, dirigiéndose al padre Valverde? ¿Cómo las sabéis?... Esas cosas están contenidas aquí, repuso el religioso, mostrando al Inca una Biblia, que llevaba en la mano.

Pidió Atahuallpa el libro, lo observó por un breve instante, con cierta curiosidad desdeñosa, y luego lo arrojó con desprecio al suelo, diciendo, con voz airada: Ahora me daréis cuenta de los desmanes que habéis cometido en mis pueblos!!!

El fraile recogió su Biblia, se regresó apresuradamente al aposento, donde estaba escondido Pizarro, y, asustado, le dijo: ¿Qué aguardáis?... ¿No veis que los indios se nos vienen encima?... Atahuallpa se había puesto ya en pie sobre las andas y arengaba a su gente. El sol se hundía en el ocaso trasponiendo los montes que ciñen el horizonte de Cajamarca, la atmósfera estaba oscurecida, y una nube negra que se levantaba de hacia el Oriente, anunciaba una pronta tempestad. Pizarro, oyó lo que le decía el P. Valverde, y, al punto, hizo la señal convenida. Sonó el estallido de la pieza de artillería en lo alto de la fortaleza, retumbando dentro del recinto de la amurallada plaza, los arcabuceros dispararon sus tiros, los ballesteros se lanzaron sobre los grupos compactos de indios, hiriendo en ellos con las espadas, sin piedad; los jinetes, saliendo, con ímpetu, de su escondite, se precipitaron a la plaza y discurrían, lanza en mano, matando a los aterrados indígenas, que, corriendo anhelantes, caían   —95→   unos sobre otros y eran pisoteados por los caballos... El sonido penetrante de las cornetas, que no cesaban de tocar, estimulando a la pelea, el galope de los sesenta caballos, el estallar de la artillería, el humo de los disparos y el tropel de las atolondradas muchedumbres de indios, que corrían hacia las puertas, buscando salida, había transformado la plaza de Cajamarca en un teatro de horror, de carnicería y de espantosa confusión. Los indios, amontonándose apretadamente, se habían refugiado en uno de los ángulos de la plaza; y tantos se agolparon allí, y tan apiñados llegaron a estar, que el muro cedió, y, derrumbándose con estrépito, les ofreció de improviso un inesperado atajo de salvación, por donde salieron al campo, huyendo a carrera desesperada, pero también por allí se arrojaron los soldados de caballería, y, pisando sobre los cadáveres que yacían hacinados en el suelo, continuaron persiguiendo sin tregua a los que corrían despavoridos. Adrede les habían colgado cascabeles en los pretales de los caballos, para aumentar con el ruido el espanto de los indios.

Estos no resistían ni trataban de defenderse, y lo único que procuraban era correr desesperados: las dos puertas, que daban entrada a la plaza, se habían cegado con los cuerpos de los mismos indios, que en su afán de huir se habían atropellado unos a otros: la persecución de los soldados continuaba, ¡sin que hubiese para los conquistadores ni un solo golpe perdido por el blanco seguro que a sus armas tajantes presentaban los indios, indefensos y medio desnudos!

El Inca estaba atónito: sus vasallos, fieles   —96→   hasta el heroísmo, viendo el peligro que le amenazaba, habían acudido a protegerlo, apiñándose en torno de su litera: los conquistadores arremetían contra ellos y los alanceaban, pugnando por apoderarse de la persona de Atahuallpa; pero los indios lo defendían, abalanzándose unos a los caballos, y colgándose de los cuellos de los animales para contenerlos; asiéndose otros de los soldados y dejándose matar inermemente, en tanto que el mísero Inca, rodeado de enemigos y acometido por todas partes, presenciaba el destrozo de su gente: cuando los que sostenían la litera caían asesinados, otros, con valor admirable, acudían inmediatamente a reemplazarlos, y ocupaban el puesto de los que sucumbían; así el trono portátil bamboleaba, sostenido a porfía por los indios, que ya retrocediendo, ya cambiándose heridos con sanos, ya sustituyendo vivos a muertos, trabajaban por salvar a su Inca... La refriega continuaba cada vez más sangrienta de parte de los españoles; no obstante, el éxito por ellos intentado no se alcanzaba... Pizarro daba gritos, intimando a sus compañeros que no mataran al Inca; pero, entre la espantosa gritería y el incesante vocear de indios y soldados, entre los estallidos de la artillería y los tristísimos ayes de heridos y agonizantes, los gritos de Pizarro se perdían, no eran atendidos y la vida de Atahuallpa estaba en inminente peligro. Ábrese, pues, paso con furor Pizarro, por entre los indios y, bregando con ellos y dando tajos mortales, logra acercarse a las andas del Inca, lo agarra por un extremo del vestido y lo derriba al suelo, recibiendo una herida en el brazo derecho por la cuchillada,   —97→   que en aquel mismo instante un español asestaba contra Atahuallpa. Caído éste, otro soldado español le arranchó al punto de la frente la borla carmesí, que era como la diadema de los hijos del Sol... Con los esfuerzos desesperados que hacía Atahuallpa por levantarse del suelo y sacudirse de las manos de los que lo tenían cogido, los vestidos se le rasgaron, y así, con la túnica despedazada en girones y maltratado, fue conducido por Pizarro a la prisión, donde lo introdujeron a tiempo que, principiando a caer una lluvia copiosa, las aguas del cielo obligaron a los soldados a poner término no al combate, porque no lo hubo, sino a la matanza que hacían en los desbandados indios14.

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Como arreciara la lluvia, y ya la persecución no tuviera objeto, por haberse capturado al Inca, que era lo que los conquistadores se habían propuesto, Pizarro mandó tocar retirada, para que toda su gente se redujera al real; y poco rato después todos los españoles, sin que ni uno solo hubiera perecido, se hallaron congregados en el palacio de los Incas, donde habían establecido su alojamiento: todos estaban sanos, pues, excepto Pizarro, ninguno había recibido la más leve herida: la de Pizarro se la causó (como ya lo indicamos), uno de sus mismos soldados, en el momento de tomar preso al Inca.

Era ya un poco avanzada la noche, y los conquistadores, fatigados de la matanza, en cuya ocupación   —99→   habían gastado más de media hora, discurriendo de una a otra parte, se recogieron a tomar alimento. Sentáronse a la mesa, y sirviose la cena. Pizarro hizo preparar a su lado un asiento para el Inca, y le invitó a aceptar la comida. Atahuallpa se manifestaba sereno, si bien en su semblante se conocía la agitación de su ánimo; guardaba obstinado silencio y parecía absorbido en la consideración del espantoso fracaso de que había sido víctima. Como los comensales, sus vencedores, le hicieran muchas preguntas, contestó, que aquello de vencer y ser vencido acaecimientos eran ordinarios de la guerra. El Inca estaba vestido con los vestidos pobres de la gente común, pues para sentarlo a la mesa, Pizarro   —100→   le había hecho traer prendas de vestir de los depósitos, donde se hallaba almacenada la ropa para el ejército; y de una de las orejas le goteaba sangre, porque se la habían lastimado con el ansia de arrancarle un rico collar de esmeraldas engastadas en oro, que traía pendiente a la garganta.

Procuraba también disculparse Pizarro de la felonía con que lo había atacado y de la traición cometida, echando la culpa al mismo Atahuallpa, por haber ido con tanto golpe de gente armada. Si los triunfos alcanzados en la guerra fuesen siempre triunfos de la justicia y del derecho, razón habría tenido el conquistador del Perú para estar contento, con la victoria tan fácilmente   —101→   alcanzada aquella tarde, por siempre memorable, en Cajamarca.

Los conquistadores españoles del siglo decimosexto eran casi todos soldados ignorantes, imbuidos en máximas de conducta enseñadas entonces como verdades indudables generalmente por todos los hombres doctos en la ciencia de la moral y del derecho. La fe ciega e inquebrantable en las doctrinas católicas, la aversión profunda y hasta el desprecio profesado claramente a todos los que estaban fuera de la Iglesia romana y tenían creencias contrarias a los dogmas católicos, ponían a los conquistadores de América en condiciones excepcionales respecto de los míseros indios: el soldado español veía en cada indio un adorador del demonio, un condenado, por esto, hasta los mismos historiadores de la conquista designan siempre a los españoles con el calificativo religioso de los cristianos. Venían a las Indias ávidos de riquezas y, sin escrúpulo ninguno, se apoderaban de cuanto oro y de cuanta plata   —102→   tenían los indígenas: orgullosos con su superioridad intelectual, intrépidos por naturaleza, convencidos de la incomparable diferencia de las armas y de los medios de que disponían, se arrojaban a empresas atrevidas, seguros del éxito, y toda resistencia que opusieran los indios les parecía un atrevimiento, y todo esfuerzo para conservar su independencia una rebelión, que debía ser castigada. Las violencias de la conquista se cohonestaban con los requerimientos que se les hacían a los indios, anunciándoles que los europeos habían venido para someterlos a la obediencia de los monarcas de Castilla, y agregarlos al gremio de la Iglesia católica; pero ¿cómo se hacían estos requerimientos? ¿Cómo se los notificaron al desgraciado Atahuallpa? En un idioma, que él no había oído pronunciar siquiera jamás; traduciéndoselo por intérpretes, que ignoraban el asunto que se les mandaba expresar, luego al punto con palabras de una lengua que apenas conocían en las comunicaciones ordinarias de su vida rústica y sencilla. ¿No es cierto que en semejante manera de proceder habría mucho de ridículo, si no fuese por demás absurda y criminal? Para los tristes indios, sentados en sombras de muerte, según la expresiva frase de la Escritura Santa, el historiador tiene un criterio recto y seguro, y los juzga ateniéndose a las leyes de la moral racional, grabadas por la naturaleza en la conciencia humana; pero a los conquistadores españoles, amamantados a los pechos de la Iglesia católica, los absuelve o condena inexorablemente, según las máximas del Evangelio. Ésta es la severa moral de la Historia.

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Pero, ¿tal vez las medidas tomadas por el conquistador del Perú no eran más que represalias justas y arbitrios legítimos, empleados para la propia defensa?

Difícil parece y hasta moralmente imposible, asegurar con certidumbre cuáles fueron las verdaderas intenciones de Atahuallpa, respecto de los conquistadores. No obstante, hay graves fundamentos para conjeturar que no procedió con traición, sino con sinceridad: no conocía el esfuerzo personal de los conquistadores, y, aunque le constaba que disponían de armas mucho mejores que las de los indios, y de caballos, en los cuales cabalgaban y corrían con celeridad asombrosa; con todo, el corto número de ellos y la escasez de sus armas de fuego le inspiraban confianza de arrollarlos y vencerlos con la muchedumbre de sus tropas, aguerridas y victoriosas. Sus mensajes amistosos, sus declaraciones de buena voluntad no pudieron menos de ser sinceros, aunque, como príncipe cauteloso, no dejase de prevenirse para el caso, en que los extranjeros se presentaran con proyectos hostiles; pero nunca pudo ni imaginarse siquiera el Inca, que Pizarro, con protestas de amistad y con invitaciones tan reiteradas, pretendiera apoderarse a traición de su persona, y adueñarse de su imperio, quitándole la vida. La conducta de Atahuallpa en Cajamarca fue calificada de desatino, de locura por los mismos conquistadores: la conducta de Pizarro ¿cómo se calificará? Quien absolviera a los conquistadores o siquiera disculpara o tratara de cohonestar su conducta, manifestaría que era indiferente respecto de la moral, que los crímenes   —104→   no le inspiraban horror y que abrigaba en su corazón simpatías secretas para con los perversos.

Pizarro muy bien merecería ser llamado héroe, si en su valor extraordinario y en su pecho sereno y magnánimo encontráramos siempre justicia y moralidad. Aquello no era solamente el triunfo de un puñado de intrépidos castellanos sobre millaradas de indios; sino el vencimiento de una raza por otra, el choque de dos civilizaciones, que se habían puesto de repente en contacto, para quedar la una vencida por la otra; pues en el continente subamericano, desde ese momento, ya no sería la raza indígena bárbara la que dominara, sino la raza ibérica civilizada.

Los restos del ejército de Atahuallpa se dispersaron poniéndose en fuga, con acelerada precipitación: sus cuerpos de tropa huyeron, volviendo cada uno a su provincia; y así, la noticia de la espantosa catástrofe de Cajamarca se comunicó en un momento a todos los puntos del imperio, llegando sin tardanza hasta a los más remotos y distantes. Los conquistadores se felicitaban unos a otros, por la completa victoria que en tan breve tiempo habían alcanzado: Pizarro no podía disimular el gozo que henchía su alma, viendo realizados sus planes, y excitaba a todos sus compañeros a dar gracias al cielo, por los beneficios de que en aquel día los había colmado; pero, como soldado experto en cosas de guerra, y como jefe prudente, disponía y daba órdenes severas para que también esa noche no durmiesen descuidados sino con las armas a punto, haciendo las rondas acostumbradas y manteniendo   —105→   las centinelas vigilantes, como en tiempo de campaña15.

La ancha plaza de Cajamarca se había convertido en campo de batalla, cuyos horrores estaban ocultos por las sombras de la noche; y, cuando en el real de los conquistadores, todos se entregaron al descanso, todavía se percibían los quejidos débiles y casi apagados, con que los indios agonizantes perturbaban tristemente el silencio que reinaba en todas partes. Jamás ha habido triunfo más completo, alcanzado tan pronto y con tanta facilidad.





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