Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —[106]→     —107→  

ArribaAbajoCapítulo cuarto

Proceso y muerte de Atahuallpa


Pizarro manda recoger el botín.- Considerable número de prisioneros. Atahuallpa promete un cuantioso rescate.- Dos españoles son enviados al Cuzco.- Viaje de Hernando Pizarro a Pachacamac.- Muerte de Huáscar.- Costumbres de Atahuallpa en la prisión.- Llegada de Almagro a Cajamarca.- Reparto del tesoro acumulado para el rescate del Inca.- Proceso de Atahuallpa.- Es condenado a muerte.- Sus funerales.- Pizarro se dirige al Cuzco.- Ejecución de Calicuchima.- Se inicia la conquista de Quito.



I

Al día siguiente después de la captura del Inca, dispuso Pizarro que uno de los jefes de su confianza, acompañado de un piquete de caballería, fuera a los baños y recorriera todo el campamento, haciéndose cargo de cuanto se encontrara en aquellos lugares. El capitán español halló en los baños a las princesas, esposas del Inca; a los criados y sirvientes de la casa real, que estaban como aturdidos de dolor y no podían darse cuenta de lo que con su soberano había acontecido. Recogiose la rica vajilla de Atahuallpa, compuesta de vasos, de fuentes, de platos y de otros utensilios domésticos de oro y de plata: se examinó el campamento y allí se encontraron   —108→   también muchas joyas preciosas y un número tan considerable de prisioneros que, según algunos autores, pasaban de tres mil; y la cantidad de llamas u ovejas de la tierra fue tan grande, que no sabiendo qué hacer con ellas los conquistadores echaron al campo muchísimas, y todavía sobraron tantas que cada día mataban ciento cincuenta para el consumo del ejército, y, con todo eso, en un mes parecía que no se había gastado ni una: tan numerosos eran los rebaños de ellas.

Los indios estaban tan aterrados y de tal manera se había apoderado de ellos el pánico, que se dejaron tomar presos por los soldados y conducir a Cajamarca, tan mansamente como esas greyes de llamas, que se llevaban arriando a la ciudad. Cada español eligió para su servicio cuantos indios se le antojó, sin distinción de edad ni de sexo; y hubo algunos tan cobardes y feroces, que pretendieron que, antes de poner en libertad a los restantes; se les cortaran primero las manos, para impedir así hasta los intentos de hacer la guerra a los conquistadores; pero Pizarro, aunque se lo aconsejaron y pidieron, no condescendió; antes les afeó sus fieros instintos de crueldad, y lo único que mandó fue recoger las armas de los indios y quebrarlas, para que quedasen inutilizadas. Luego, gran parte de aquel día domingo se gastó en hacer recoger los dos mil y más cadáveres que yacían en la plaza y en el campo, para darles sepultura. Concluida tan triste faena, se despidió a los indios que no se habían reservado para el servicio de los españoles, y en la ciudad, ya desahogada de la muchedumbre   —109→   que se había acumulado en ella, principió a reinar de nuevo el orden y la calma16.

Como Atahuallpa observaba con curiosidad a los españoles y reflexionaba sobre las preguntas que le hacían, pronto cayó en la cuenta de la codicia que los dominaba: concibió, pues, alguna esperanza de salvar la vida y recobrar su libertad, ofreciendo dar una cantidad considerable de oro y de plata por su rescate; y así hablaba de esto a menudo con los que entraban a visitarle, y les hacía propuestas, que a primera vista les parecían irrealizables y nacidas únicamente del deseo de mejorar la angustiosa situación en que se encontraba. No obstante, como el Inca insistía en sus ofrecimientos, al fin Pizarro le dio crédito; y, deseando que un tan cuantioso tesoro no se les fuese de las manos, exigió que el prisionero formalizara solemnemente su compromiso: llamose, pues, un escribano,   —110→   y, en presencia de testigos, Atahuallpa prometió que henchiría de oro el aposento en que se encontraba preso hasta una altura determinada, la cual se fijó por medio de una raya ancha, que, con yeso, se trazó en las paredes de la cárcel. Pizarro se comprometió a poner al Inca en libertad, tan pronto como él cumpliera por su parte lo que había ofrecido: una cosa exigió Atahuallpa y fue que ninguna de las piezas se fundiera antes de estar completo el rescate. Cuando los españoles dudaban de que Atahuallpa pudiera cumplir lo que ofrecía, éste, poniéndose en pie y alzando su brazo, señaló hasta donde podría henchir de oro el aposento en que estaba, y añadió que no sólo llenaría esa enorme cantidad de oro, sino que daría además otra medida mayor de plata. De estas promesas del Inca se sentó acta solemne, como precio aceptado por Pizarro para otorgar la libertad a su regio prisionero; pero ¿tendría Pizarro intención de cumplir lo que entonces prometía con juramento?

Con el ansia de conseguir pronto la anhelada libertad, Atahuallpa dio inmediatamente órdenes al Cuzco y a Quito y a otros puntos, para que, sin pérdida de tiempo, se llevara a Cajamarca el oro en que había pactado su rescate. Este oro debía sacarse de preferencia de los palacios de los Incas y de los templos del Sol: un hermano menor de Atahuallpa, llamado Quilliscacha, fue el que se encargó de recoger el tesoro para el rescate, y con ese objeto partió de Cajamarca directamente al Cuzco. Esta ciudad estaba entonces ocupada por Quizquiz, uno de los dos más célebres Generales de Atahuallpa: Con el hermano   —111→   del Inca salieron también de Cajamarca para el Cuzco dos españoles, que llevaban la comisión de ver, con sus propios ojos, la riqueza acumulada en la ciudad imperial, y tomar posesión de ella, a nombre de los reyes de España con todas las solemnidades acostumbradas entonces. Atahuallpa había instado a Pizarro, que enviara esa comisión al Cuzco, asegurándole que a los españoles que fueran mandados no les sucedería nada y volverían seguros a Cajamarca: el Inca se proponía disipar las dudas de los conquistadores y su desconfianza respecto de la posibilidad que tenía para cumplir el ofrecimiento del fabuloso tesoro, que había prometido por su rescate. Quería también hacer palpar a los extranjeros cuán infundados eran los recelos que abrigaban de la reunión de ejércitos, que se formaban en las provincias para libertar a su soberano.

En efecto, los comisionados viajaron con la mayor seguridad, llevados en hamacas a hombros de indios, y en todas partes fueron servidos y obsequiados con grandes muestras no sólo de mucha consideración, sino hasta de supersticiosa reverencia.

En el Cuzco fueron agasajados por los partidarios de Atahuallpa y por toda la población como a porfía: recorrieron la ciudad y quedaron admirados de la fábrica de sus edificios, de la limpieza de sus calles, y de la riqueza de sus templos y adoratorios. De regreso a Cajamarca, no acababan de describir y de ponderar a sus compañeros lo que habían visto en la corte de los Incas los conquistadores iban así advirtiendo la grandeza del imperio, cuya opulencia excedía a lo que   —112→   ellos, en los ambiciosos ensueños de su fantasía meridional, apenas habían imaginado. Su regocijo y su admiración se desbordaron, viendo llegar a Cajamarca tropas de indios, abrumados con cargas de plata y de oro17.

Entre tanto, los dos príncipes indios continuaban presos: Atahuallpa en Cajamarca en poder de los españoles; y Huáscar, en la fortaleza de Jauja, donde su hermano lo había mandado retener, bajo la más estricta custodia. ¡Cosas de la fortuna! había dicho Atahuallpa, sonriéndose, al verse reducido a una prisión: sé la noticia de la victoria de mis tropas y que mi hermano ha caído prisionero, cuando yo también me hallo preso. Pero Atahuallpa estaba inquieto, sin saber cómo desembarazarse de su hermano; su situación era penosa: Huáscar podía prometer a los extranjeros un rescate mucho mayor, y entonces su muerte era segura. Sus inquietudes crecieron más, cuando se le comunicó la entrevista que Huáscar había tenido con los españoles enviados al Cuzco.

El desgraciado Huáscar, sabiendo que los extranjeros pasaban por Jauja, manifestó vivísimos deseos de verse con ellos; y, como por su parte también los españoles quisieron verlo, el Inca les habló en señas, dándoles a entender su situación y ofreciendo un rescate mucho más cuantioso, que el que había pactado su hermano. Los españoles   —113→   poco pudieron comprender de lo que les quería decir el Inca, y se despidieron, manifestando que se lastimaban de verlo preso. Esta entrevista decidió de la suerte del desventurado Huáscar; pues, así que lo supo Atahuallpa, resolvió deshacerse de su hermano, sacrificándolo sin piedad, con el intento de conservar su vida: solamente le acobardaba el temor de Pizarro, porque el conquistador le preguntaba a menudo por Huáscar, y, por esto, quiso sondear primero el ánimo del capitán de los extranjeros, antes de dar orden para que su hermano fuera muerto.

Un día se fingió triste, lloroso y meditabundo; aunque le hablaban, no quería responder, y, cuando llegó la hora de almorzar, se sentó a la mesa sollozando y rehusó tomar alimento; al fin, instado e importunado por Pizarro, respondió: Mis capitanes, sin saberlo yo, han matado a mi hermano Huáscar; y me aflijo, porque vos me habéis de hacer matar a mí, culpándome la muerte de mi hermano. Pizarro le tranquilizó, asegurándole que no tenía por qué temer, y prometiéndole averiguar quiénes lo habían matado a Huáscar, para castigarlos severamente.

Pizarro se alegró en su interior de la muerte del príncipe indio, felicitándose por ella, pues le quedaba ya más expedito el camino para adueñarse, sin obstáculo alguno, del imperio, y establecer su dominación: los reyes del país que había venido a conquistar, estaban cooperando a los intentos del conquistador.

Como Atahuallpa vio la indiferencia con que el Gobernador había recibido la noticia de la muerte de Huáscar, cobró ánimo, y, al punto, dio órdenes   —114→   terminantes para que su hermano fuera muerto. Y tan puntualmente fue obedecido, que no se pudo averiguar después, si la ficción de sentimiento y pesar había sido hecha por el astuto Inca antes de la muerte de su hermano, o al momento en que, por las candeladas encendidas en los cerros, supo que sus órdenes habían sido ejecutadas. Crimen estéril para Atahuallpa, pues con él su causa no mejoró, y los únicos a quienes aprovechó fueron los conquistadores. Los dos príncipes embarazaban a Pizarro y le servían de obstáculo, para la pronta realización de sus planes: Atahuallpa, con su fratricidio, le allanó el camino y le facilitó la empresa, dejándolo en un momento de único dueño del imperio del Perú.

Se dice que Huáscar fue ahogado, y su cadáver echado a la corriente de un río: muerte cruel, pues, según las creencias supersticiosas de los peruanos, privando a sus restos mortales de sepultura, condenaba al espíritu del triste Inca a vagar perpetuamente desolado, sin gozar de reposo jamás. Sin duda, aterrado con esta idea, clamaba pidiendo justicia al numen vengador contra su hermano, que lo mandaba sacrificar tan bárbaramente.




II

Como Pizarro y los demás conquistadores habían oído hablar mucho a los indios de las riquezas del templo de Pachacamac en las costas del Perú, le preguntaron a Atahuallpa la verdad   —115→   acerca de aquel ídolo y sus tesoros. El Inca hizo venir al curaca de aquella provincia y al sacerdote principal del ídolo, y cuando llegaron a Cajamarca, pidió una cadena y se la mandó echar al cuello al sacerdote, diciendo que lo castigaba como a engañador. El dios Pachacamac de éste, dijo el Inca a los españoles, no es dios, porque es mentiroso: habéis de saber, que, cuando mi padre Huayna Capac estuvo enfermo en Quito, le mandó preguntar qué debería hacer para sanarse, y respondió que lo sacaran al sol; lo sacamos y murió. Huáscar, mi hermano, le preguntó si triunfaría en la guerra que traíamos los dos; dijo que sí y triunfé yo. Cuando llegasteis vosotros, le consulté, y me aseguró que os vencería yo, y me vencisteis vosotros... dios que miente no es dios!!!...

Estos razonamientos de Atahuallpa eran no solamente apoyados, sino sugeridos ya de antemano por el Gobernador, quien, desde que el Inca cayó prisionero se había aprovechado de cuantas ocasiones se le presentaban, para darle nociones claras acerca de la religión, procurando desengañarle de sus errores e idolatrías; y bien se echaba de ver que el claro ingenio del monarca quiteño se había convencido de la verdad, cuando discurría tan sagazmente acerca del famoso oráculo de Pachacamac.

Con las disposiciones que dio el Inca se puso, pues, en camino Hernando Pizarro, acompañado de una partida de soldados de a caballo, y se dirigió a la ciudad de Pachacamac, el más célebre de los santuarios religiosos no sólo del imperio de los Incas, sino de toda la América Meridional,   —116→   del lado del Pacífico18.

La ciudad de Pachacamac era una de las más antiguas del Perú, y su templo muy reverenciado no sólo de las tribus comarcanas, sino de todas las naciones indígenas, que desde los puntos más remotos del imperio acudían en romería para consultar al oráculo. El templo estaba edificado sobre un altozano artificial y dominaba la población. Llegó, pues, allí Hernando Pizarro y se dirigió al templo: muchedumbres inmensas de indios habían acudido a la noticia de la llegada de los famosos extranjeros, y estaban agolpados en torno de su tan venerado santuario, llenos de ansiedad y de sobresalto, temiendo alguna espantosa demostración de la ira de su divinidad, si el santuario era profanado por aquellas gentes, tan audaces y atrevidas... Hernando subió al templo, penetró hasta lo interior, con paso firme; se introdujo en el retrete secreto, donde tenían los sacerdotes oculto al ídolo, y desde donde pronunciaban sus oráculos; agarró el grosero simulacro de madera, lo sacó fuera del templo, y allí, a vista de los circunstantes que no cabían en sí mismos de asombro por   —117→   lo que estaban viendo, lo arrojó al suelo, lo quebrantó y lo hizo mil pedazos. Habloles luego, procurando desengañarles de su superstición, y mandó colocar una cruz, en el punto donde había estado el ídolo.

Recogió después unas cuantas cargas de oro y de plata, despojando al templo de las riquezas que los sacerdotes no habían alcanzado a esconder, y se regresó para Cajamarca. En el camino supo que Calicuchima estaba estacionado en Jauja, con un grueso ejército, y se dirigió inmediatamente para allá, con una intrepidez, que a muchos de sus mismos soldados les pareció temeridad. Así que llegó a Jauja, procuró atraerse sagazmente al General indio, le llamó en nombre de su Inca y logró persuadirle que se presentara por sí mismo, como lo hizo, en efecto, el indio, poniéndose luego en camino para Cajamarca en su compañía, para ver a Atahuallpa y tener una entrevista con el Gobernador de los extranjeros.

Después de casi tres meses de ausencia tornó, pues, a Cajamarca Hernando Pizarro, trayendo algunas cargas de oro y, lo que era de más trascendental consecuencia para la realización de los planes de los conquistadores, al anciano Calicuchima, sin duda ninguna, el más valiente y experto de los generales de Atahuallpa. Con la venida de Calicuchima a Cajamarca, el ejército que mandaba el capitán quiteño se desbarató, y, por lo mismo, desapareció uno de los apoyos más poderosos, con que contaba la conservación de la monarquía peruana.

Calicuchima antes de entrar a ver a su rey, se descalzó primero y tomó sobre sus hombros   —118→   una carga pequeña, que se la dio uno de los indios que habían llegado en su compañía; así que vio a Atahuallpa, se echó a sus pies, se los abrazó llorando; luego le besó en la mejilla y lo estrechó contra su pecho. Atahuallpa permaneció sereno, con los ojos bajos y sin dar ni la más leve señal de emoción. Calicuchima era tío materno del Inca y veía en su soberano al sobrino querido, al monarca respetado y al guerrero hasta el día de ayer no más victorioso, y su pena no conocía término. Si hubiera estado yo aquí, decía el anciano General indio, no habría acontecido esto!!

La situación del Inca, entre tanto en vez de mejorar, había empeorado. El número de extranjeros se había aumentado notablemente con la llegada de Almagro y sus compañeros, y ya, sin reboso ni disimulo, se pedía que el prisionero fuera condenado a muerte, por exigirlo así la seguridad de los conquistadores y los intereses de la corona.

Diego de Almagro se había quedado en Panamá, ocupado en preparar la segunda expedición que debía salir para el Perú, mientras Pizarro, con próspera fortuna, desembarcaba en la Puná, hacía la guerra a los isleños y los vencía, pasaba a Túmbez, fundaba la ciudad de San Miguel, y atravesando la Cordillera de los Andes, se apoderaba en Cajamarca de la persona del Inca. La bahía de San Mateo fue también el primer puerto donde arribó Almagro; allí tomó tierra y con grandes molestias siguió por la playa a pie, mientras los navíos hacían el mismo camino, sin alejarse mucho de la costa. Almagro traía consigo   —119→   ciento cincuenta y tres hombres, cincuenta caballos y algunas armas; venía también en esta expedición el famoso piloto Bartolomé Ruiz. Poco tiempo después aportó a la misma bahía de San Mateo el capitán Francisco Godo y, que con algunos castellanos venía desde Nicaragua en demanda del Perú. Diole el Mariscal Almagro la enhorabuena por su llegada y, poniéndose de acuerdo con él, aunque con alguna dificultad, continuaron ambos la marcha. En el camino murieron de extenuación y enfermedades hasta treinta castellanos; y, como los intérpretes que llevaban no eran muy entendidos en la lengua de los pueblos de la costa, se vieron con grande inquietud, sin tener noticia ninguna cierta acerca de Pizarro hasta que llegaron a Túmbez. Allí se alegraron grandemente, y más cuando supieron en San Miguel la noticia de la captura de Atahuallpa y del rico botín habido en Cajamarca.

Inquieto andaba Pizarro entretanto, revolviendo en su interior los desagradables avisos que acerca de los planes de su antiguo compañero y amigo se le habían comunicado. Le habían hecho saber que Almagro llevaba el propósito de descubrir y conquistar por su cuenta, separándose de la compañía de Pizarro, de quien estaba desabrido por los desaires y mala voluntad de su hermano Hernando para con el Mariscal. En efecto, la arrogancia y carácter altanero de Hernando Pizarro fueron en gran parte la causa de las desavenencias entre los dos caudillos, desavenencias que tuvieron término sangriento.

A su vez también a Almagro desasosegaba el no poder conocer cuál era, en verdad, la disposición   —120→   de Pizarro para con él: inquietudes atizadas por algunos hombres ruines, que pensaban medrar agasajando con chismes a los dos capitanes. Por fortuna, en San Miguel llegó a descubrir Almagro que su mismo secretario llamado Rodrigo Pérez, le hacía traición escribiendo a Pizarro cartas inicuas sobre los planes de Almagro. El ánimo noble del Mariscal no pudo menos de llenarse de indignación por una conducta tan infame y, después de someter a juicio a su secretario y comprobar el delito, hizo justicia en él, ahorcándolo como a traidor. Pena merecida y justa para quien, como el secretario de Almagro, hace traición a la confianza de sus superiores.

De San Miguel pasó Almagro a Cajamarca, donde llegó antes de que fuese sentenciado a muerte Atahuallpa, pero cuando estaba ya a punto de distribuirse el tesoro que el Inca había dado por su rescate.

Pizarro le salió al encuentro, y ambos capitanes se abrazaron, con muestras, al parecer, muy sinceras de mutua estimación y cariño. No obstante, la presencia de los recién venidos agrió los ánimos y principiaron a fermentar las discordias: los de Almagro pretendían tener participación en el tesoro que el Inca había ofrecido por su rescate; a los de Pizarro les pesaba de la llegada de sus paisanos, porque temían que el Gobernador cediera a sus exigencias y los declarara también a ellos con derecho a participar del tesoro, que se estaba acumulando, con lo cual mermaría mucho la parte que a cada uno debía tocarle.

En efecto, los de la división de Almagro pretendían tener igual derecho que los otros al rescate   —121→   del Inca; los compañeros de Pizarro no querían ceder, sosteniendo que solamente entre ellos debían distribuirse los tesoros que el Inca había prometido, y la discordia cada día se enardecía más, con peligro de venir a parar en un escandaloso rompimiento. Entretanto, casi todos los días llegaban a Cajamarca tropas de indios más o menos numerosas trayendo objetos de oro y de plata, para juntar el estipulado rescate. Todo se iba amontonando en un aposento y se guardaba con sumo cuidado.




III

Al Inca se le trataba no sólo con benignidad, sino hasta con las consideraciones y miramientos, que eran compatibles con la triste situación de su perdida majestad: constantemente estaban haciéndole compañía algunos de los jefes principales del ejército, y dándole conversación, aunque Atahuallpa manifestaba más simpatías por Hernando Pizarro y por Hernando de Soto, y se mostraba complacido cuando tertuliaba con ellos: hacía preguntas ingeniosas y observaciones agudas, y algunos días, dando más expansión a su carácter naturalmente reservado, y depuesto aquel seño severo con que de ordinario estaba su semblante, se permitía conversaciones alegres y dichos graciosos. Había aprendido, con sorprendente facilidad, a jugar a los dados y al ajedrez, y entretenido en eso pasaba largas horas en su prisión. Con las respuestas que daba a las preguntas que le hacían, tenía admirados a los conquistadores.

Allí en la prisión fue, sin duda, y no en el momento de ser capturado, donde contestó tan   —122→   discretamente a las proposiciones que le hacían acerca del cambio de religión y renuncia de sus estados, poniéndose bajo la autoridad del Emperador Carlos V. Mi dios es el Sol, dijo: y a mi dios los hombres no le pueden hacer mal alguno, como decís que han hecho con el vuestro, matándolo violentamente. El Papa estará ya chocheando, cuando regala a otro lo que no es suyo: estas tierras son mías, las conquistaron mis mayores. Gran príncipe tiene de ser el Emperador, pues manda tan lejos a soldados valientes como vosotros; pero yo no quiero ser su súbdito; seré su amigo. Estas respuestas causaban sorpresa a los españoles, porque no esperaban oírlas de boca de un indio americano.

¿Cómo había de aceptar sencillamente los dogmas cristianos el destronado Inca, si no se los explicaban despacio?... La sublimidad de nuestros misterios no es contraria a la razón natural, ciertamente; pero sí es muy superior a ella... Por otra parte, ¿no era muy justo que las intrincadas teorías de Derecho público, profesadas por los conquistadores, chocaran al recto sentido común de los indios?...

Atahuallpa miraba con curiosidad las cosas nuevas que veía en manos de los conquistadores llamáronle mucho la atención al principio los objetos de vidrio, pero después los despreció, sabiendo que no eran cosa rara ni preciosa, sino muy común y quebradiza. Creí que de esto allá en vuestra tierra se servirían solamente los reyes, dijo y arrojó al suelo, con desdén, un vaso de vidrio que le había presentado un soldado, con la esperanza de que el Inca le correspondería con un   —123→   regalo valioso. En efecto, Atahuallpa le mandó dar tres grandes vasos de oro, de los mejores de su vajilla; pero hizo pedazos el vaso de vidrio, así que supo que era cosa baladí e indigna de ser presentada a un rey.

Pizarro le había permitido a su regio prisionero tener para su servicio cuantas mujeres, criados y domésticos quisiera; así es que Atahuallpa guardaba en su prisión cierto boato y aun cierta majestad, a pesar de la humillación en que se veía caído. No entraban a hablar con él sino las personas que eran llamadas, y éstas se presentaban siempre con grande sumisión y reverencia: cada una de sus esposas tenía servidumbre aparte, y entre todas ellas se turnaban en el servicio del Inca, relevándose después de ocho días. La comida se le servía en una especie de tapetes, tejidos de juncos muy delgados; estos tapetes hacían las veces de manteles, y sobre ellos se ponían los platos con las viandas y comidas que se habían aparejado; el Inca señalaba la que quería, y una princesa se la presentaba y tenía el plato en sus manos, puesta de rodillas delante de su soberano, hasta que éste acabara de comer. Todos los días se cambiaba de vestido, y era esmeradísimo en el aseo de su persona; si, por acaso, estando comiendo le caía alguna gotita de comida en la túnica, al punto se levantaba, entraba en su recámara y se mudaba de vestido: cuando escupía, una de las princesas de su familia extendía la mano para que en ella y no en el suelo echara su saliva el monarca19.

  —124→  

Todo cuanto había servido para el Inca, lo que sus manos habían tocado, lo que de un modo u de otro había estado en contacto con su persona, se guardaba escrupulosamente en arquillas muy aseadas, y se quemaba después. Pedro Pizarro vio en esas arquillas guardados hasta los huesos de las aves, que se habían guisado para el Inca.

Aunque Atahuallpa se había sobrepuesto a sí mismo, soportando su desventurada situación con entereza de ánimo; no obstante, esa misma violencia que se había hecho interiormente, para ahogar en lo secreto de su pecho la pena que lo devoraba, sin dar a lo exterior muestra alguna ni de tristeza ni de perturbación, le quebrantó las fuerzas del cuerpo, y principió a sentirse gravemente enfermo. Pizarro, temiendo que su prisionero se le muriera, aflojó algún tanto la estrecha vigilancia a que lo tenía sujeto; y, cuando el Inca, abrasado con los ardores de la fiebre que lo consumía, estaba postrado en cama y sin fuerzas, hizo venir herbolarios indios, que la misma familia   —125→   del regio enfermo indicó, para que lo medicinaran. Los médicos entraron, observaron al paciente, le tomaron el pulso, apretando con los dedos las venas de la nariz, en el nacimiento de ésta a raíz de la frente, y le propinaron un sudorífico, el cual, haciéndole transpirar copiosamente, en breves días le devolvió la salud.

El Inca convaleció, ¡pero fue para ir al patíbulo! Los compañeros de Almagro se hallaban inquietos y disgustados, viendo acumularse con envidia los tesoros, de que ellos no habían de participar; exageraban el peligro que corría la vida de todos los españoles, conservando preso al Inca; y, ponderando las molestias y embarazos que les ocasionaba la custodia de un preso tan distinguido, pedían que pronto se lo condenara a muerte, para establecer definitivamente el gobierno de la metrópoli, en las provincias que habían conquistado. También los socios de Pizarro se desesperaban, considerando cómo pasaban días, semanas y aun meses sin que se llenara de oro y plata el aposento, donde se estaba amontonando el rescate del Inca: todos los días miraban en la raya trazada en la pared; y, aunque veían la enorme cantidad de oro que estaba ya recogida, con todo, todavía desconfiaban de que el preso pudiera cumplir su palabra, y, a una con los de Almagro, se quejaban diciendo que Atahuallpa los había engañado, y que el ofrecimiento de aquel tesoro no había sido sino una estratagema, para hacerlos descuidar y acometerlos desprevenidos, con los ejércitos que en diversos puntos del reino se estaban congregando por órdenes secretas, que, desde su prisión, había expedido el mismo   —126→   Inca. Temían, por otra parte, los españoles que estaban en Cajamarca que llegaran algunos expedicionarios más, y que entonces, repartido el botín entre un número mayor de participantes, disminuyera la porción de cada cual, y querían que, sin tardanza alguna, se distribuyera lo que se había juntado ya. El que con más empeño porfiaba porque se hiciera inmediatamente el reparto de las riquezas que se habían allegado, era Riquelme, tesorero de la expedición y cobrador de los quintos que tocaban a la corona.

El Inca observaba con inquietud las reyertas que los conquistadores tenían entre ellos; y, aunque no entendía el castellano, alcanzaba a comprender las siniestras prevenciones que había contra él, y se acongojaba, barruntando el inminente peligro en que se encontraba su vida. Enturbiose más su serenidad, cuando Pizarro le reconvino, echándole en cara la traición con que estaba procediendo, pues juntaba ejércitos para hacer de improviso la guerra a los españoles. Vos, capitán, le contestó el Inca: siempre me decís cosas de burla, ¿pensáis que yo he perdido el juicio, para que mande levantar tropas, teniéndome vosotros a mí en vuestro poder? Estad seguros, añadió; pues en mi imperio ni las aves volarían, si yo se lo prohibiese!!! En el lenguaje del Inca había demasiada sinceridad, y Pizarro se retiró, fingiendo quedar convencido.

En contra del desventurado Inca se había formado una verdadera conjuración de todos los que deseaban que se lo condenara a muerte. Pizarro, tan sereno en el momento del peligro, tan valeroso y resuelto siempre que se trataba   —127→   de esgrimir la espada, era irresoluto y voluble cuando debía adoptar medidas enérgicas, para hacer triunfar la justicia en circunstancias difíciles, y así, halagando la codicia de los soldados, creyó poder amainar la tempestad que cada día arreciaba más contra su cautivo; pues, aunque el Gobernador no había pensado nunca ponerlo en libertad, con todo no había formado el propósito de quitarle la vida, y anunció que luego se haría la distribución del oro y de la plata que se tenía reunido para el rescate. La medida de la cantidad prometida por el Inca no se había completado todavía; pero, a pesar de eso, se ordenó la fundición de los metales preciosos, y se hicieron venir indios conocedores de ese arte, para que redujesen a barras todos los objetos que se habían recogido. El tesoro había sido custodiado con suma vigilancia, y todas las piezas que se habían traído, estaban intactas.

Los plateros peruanos gastaron varias semanas en fundir las piezas y reducirlas a barras, aunque se ocupaban en ese trabajo desde por la mañana hasta bien avanzada la noche. Al fin, llegó el tan apetecido día de la repartición del oro y de la plata, que yacían amontonados en barras y trozos brillantes, provocando la codicia, que parecía, que, por esta vez, iba a quedar satisfecha. Pizarro persuadió a sus hermanos y a sus compañeros que cedieran una suma para obsequiar con ella a Almagro y a los que con él habían venido: separose también la quinta parte, para el Emperador; se tomó además otra cantidad para los vecinos de San Miguel, y luego de lo que restó se distribuyeron a los capitanes, a los soldados   —128→   de caballería y a los de infantería sumas tan considerables de oro y de plata, que se tendrían por fabulosas, si documentos auténticos no comprobaran hasta la evidencia la realidad de ellas20.

Antes de hacer la fundición se apartaron algunas piezas de las más primorosas y mejor trabajadas, para enviarlas al Emperador, como un presente gracioso además de sus quintos. Pizarro eligió también para sí una joya, y se le adjudicó la silla del Inca, avaluada en veinticinco mil pesos de oro. Tenía por asiento un tablón macizo de oro y un cojín de lana fina, enriquecido con piedras preciosas. Según los estatutos hechos para la distribución del rescate, al Gobernador   —129→   debía adjudicársele además de la suma proporcional que le tocara en el reparto, una joya, la que él escogiera.

El repartimiento del tesoro se hizo con grande aparato, a voz de pregonero, y con todas las formalidades judiciales de estilo. Principió Francisco Pizarro, implorando el auxilio divino, como si se tratara de un acto de virtud, con el cual se hubiese de dar gloria a Dios. Concluida la distribución del rescate, publicó un bando declarando al Inca libre de su compromiso, pues, por su parte, había cumplido cuanto con los conquistadores había pactado solemnemente. No obstante, alegando que así convenía al servicio de Dios y a los intereses del gobierno español, se determinó conservar todavía preso al monarca indio; y, si antes se le había permitido que se paseara libremente por los patios de la cárcel donde estaba encerrado, desde ese momento se le pusieron grillos y estrecharon más sus prisiones. Desconsolado vio, pues, Atahuallpa repartirse entre los conquistadores el tesoro que había acumulado   —130→   para su rescate, y acabarse para él hasta la última esperanza de recobrar su libertad.

Los españoles estaban llenos de oro y de plata, pero faltos de las cosas necesarias para la vida; ¿de qué les servía tanta riqueza? Como la abundancia de oro y de plata era tan grande, y mayor la escasez de todo cuanto los conquistadores habían menester, hasta las cosas más comunes llegaron a tener en Cajamarca un precio enorme: un pliego de papel para escribir se vendía en diez ducados, y un caballo se valuaba en miles. No había moneda suficiente para las transacciones, y éstas se hacían calculando, a la vista, en poco más o menos, las barras de oro, porque había mucha mayor cantidad de oro que de plata, y todas las cosas se apreciaban al precio del oro: no se compraba ni vendía sino en oro.

Como el juego era la ordinaria ocupación de los soldados españoles, cuando no estaban entretenidos en la guerra, el cuerpo de conquistadores divertía sus ocios en Cajamarca jugando, y había entre ellos gananciosos y desafortunados. Estos, después del reparto del rescate del Inca, andaban pagando sus deudas, seguidos de indios que llevaban en sacos las barras de oro, y las entregaban amontonándolas en el suelo, para calcular a bulto la suma que pretendían satisfacer. Entonces se palpó que la verdadera riqueza no está en la abundancia de oro y de plata, sino en la distribución proporcionada entre la cantidad de esos metales preciosos y las cosas necesarias para la vida. ¿Qué ganaban con haces de barras de oro los conquistadores, si les faltaba todo lo demás?

Hecha la distribución del tesoro, Pizarro resolvió   —131→   enviar a España a su hermano Hernando, para informar al Emperador acerca de cuanto se había obrado hasta entonces en la conquista, y pedirle mercedes para los conquistadores. Quería también, alejando a su hermano Hernando, remediar de algún modo los rencores que con su nada disimulado orgullo había causado en el ánimo de Almagro. Llegó, pues, el día de la partida, y Hernando fue a despedirse del Inca; era Hernando bien apersonado, franco y de un valor a toda prueba: hablaba con energía, y sus maneras desembarazadas le daban cierto aire de señorío, que venía muy bien a su estatura elevada y a su configuración robusta. Desde un principio Hernando Pizarro se había manifestado en favor del Inca, estaba constantemente en su compañía y hasta le había inspirado simpatía y confianza: más que conmovido, enternecido, le dijo Atahuallpa al despedirse: Capitán, duéleme de tu partida, porque estando tú ausente, ese tuerto y ese gordo me han de hacer quitar a mí la vida. Aludía el Inca a Almagro, a quien le faltaba un ojo, y a Riquelme, cuya obesidad le había llamado la atención. Y, en efecto, estos dos eran los que más tenaces instancias hacían para que se sentenciara a muerte al desgraciado preso.

Hernando Pizarro partió de regreso para España, y dos días después volvieron del Cuzco los españoles que habían sido enviados para reconocer esa ciudad y tomar posesión de ella: las noticias que daban no podían ser más halagüeñas: las riquezas de la ciudad imperial eran increíbles, y la tierra estaba tranquila, y los indios en todas partes los habían recibido de paz y servido con   —132→   sinceridad. Pero, a pesar de noticias tan lisonjeras, la hora fatal se iba acercando por momentos para el infeliz Atahuallpa, y hasta la superstición vino a conturbarle más en aquellas circunstancias. Una noche oyó que los soldados hacían alboroto y hablaban con calor, como si trataran de alguna cosa que les hubiese sorprendido y llamado mucho la atención. Preguntó el Inca qué era lo que había sucedido; y, como le dijeran que estaban admirados, viendo una señal que se había presentado en el cielo, pidió, con instancia, que le permitieran salir a verla él también. Pizarro condescendió con la curiosidad del Inca: salió Atahuallpa y púsose a mirar el cielo... En la bóveda celeste aparecía una como lanza de color verdoso, extendida de Oriente a Occidente: viola el Inca y suspiró... Como los españoles notaran la impresión de tristeza, que la vista de aquel meteoro había causado en Atahuallpa, le preguntaron por qué se afligía, y cuál era el motivo de su sorpresa. Yo tengo de morir, y pronto, dijo el Inca: esta señal apareció en el cielo, poco tiempo antes que muriera Huayna Capac, mi padre; y, aunque los españoles se esforzaron en hacerle reflexiones para que desechara aquel temor, como nacido de una vana superstición, Atahuallpa, desde aquel día, estuvo taciturno y sumergido en profundo abatimiento21.

  —133→  

Entre los indios que servían a los españoles y entre los que de otras provincias habían acudido a Cajamarca, había muchos resentidos contra Atahuallpa, ya por ser adictos a la causa de Huáscar, ya por los castigos y rigores ejercidos por el Inca en los pueblos a que ellos pertenecían. Estos indios esparcían rumores y noticias alarmantes, que los españoles creían con facilidad cundió, pues, la voz de que el Inca hacía colectar ejércitos en todo el imperio, y principalmente en Quito, para acabar con los extranjeros. Se decía que estos ejércitos eran numerosos y muy aguerridos, y se aseguraba que se habían puesto en camino y que pronto invadirían Cajamarca: con semejantes noticias la agitación entre los españoles y la inquietud eran grandes: todos dormían sobre las armas y se mudaban centinelas y se hacían las rondas, como en tiempo de campaña; pero los ejércitos de indios no parecían, y las avanzadas,   —134→   enviadas en diversas direcciones, regresaban asegurando que la tierra estaba tranquila, y que no se descubría en ninguna parte señal alguna de guerra. No obstante, las alarmas continuaban, azuzadas por los del bando de Almagro, y ya se pedía terminantemente que el Inca fuese ajusticiado, para pacificar la tierra: Pizarro vacilaba, pero un incidente, al parecer insignificante, vino a precipitar el desenlace de este drama sangriento.

Una de las cosas que más le habían maravillado al Inca, entre las que observaba en sus vencedores, era la habilidad de leer y escribir, y pensaba que eso era natural y no aprendido, y que los extranjeros nacían con esa ciencia: cuando le dijeron que aquello se aprendía y que no era natural, no quiso creerlo, y resolvió convencerse de la verdad, por experiencia propia. Pidió, pues, a un soldado que le escribiera en la uña del dedo pulgar de la mano derecha el nombre del Dios de los cristianos: diole gusto el soldado, y el Inca mostraba la mano y pedía que leyeran la escritura a todos los españoles que entraban a visitarle. Sucedió que acertaran a leerla todos: cuando entró Pizarro, pidiole Atahuallpa que leyera lo que decían esos signos que tenía escritos en la uña: embarazose el Gobernador, porque no sabía, leer ni escribir, y hubo de confesar su ignorancia al Inca, por lo cual éste, se dice, que le dio señales de tenerlo en menos. Advirtiolo Pizarro, y su amor propio humillado le ofuscó la razón, inspirándole un oculto resentimiento contra el Inca.

Cada día ocurría alguna cosa, que reagravaba la situación del preso. Felipillo, el intérprete de   —135→   los españoles, indio de muy humilde condición, requirió de amores a una de las princesas esposas de Atahuallpa; súpolo éste y sintió grandemente la ofensa, que se atrevía a irrogarle una persona tan ruin: ¡siento más esto que mi misma prisión!... exclamó el Inca, teniéndose, con razón, por injuriado de que un indio de tan baja clase hubiese levantado audazmente a tanta altura sus pensamientos... El culpable temió la venganza del ofendido monarca, y así procuró negociar su perdición con los españoles, a fin de salvar su propia vida, sacrificando la de su soberano. Hizo, pues, denuncios de nuevas conspiraciones, y, exacerbados los ánimos de los conquistadores, volvieron a instar que se quitara la vida al preso. Pizarro condescendió y resolvió sentenciar a muerte al Inca; pero, para cohonestar semejante procedimiento, juzgó indispensable darle aspecto de legalidad y de justicia. Nombró, pues, un escribano para que actuara en el proceso, eligió un fiscal, encargado de seguir los trámites del juicio, y diputó un juez ante quien se recibieran las declaraciones de los testigos: para que hubiese más aire de justicia en aquel asesinato o regicidio que iban a llevar a cabo, nombrose de entre los mismos conquistadores uno, que desempeñara el cargo de abogado del Inca. Los testigos que se examinaron eran indios, llamados a declarar según un interrogatorio que se había formulado de antemano.

Las declaraciones las interpretaba Felipillo, haciendo decir a los testigos lo que conocía que querían que apareciera comprobado los jueces de la causa; más hubo un testigo, tan discreto que   —136→   se limitó a responder sí o no a todas las preguntas, acompañando cada respuesta con muy expresivos meneos de cabeza y señas de manos.

Los puntos del juicio criminal que se urdió contra Atahuallpa fueron los siguientes:

Si era hijo bastardo de Huayna Capac.

Si había hecho la guerra a su hermano Huáscar.

Si éste había sido muerto por orden de Atahuallpa.

Si Atahuallpa estaba casado con muchas mujeres.

Si tramaba conspiraciones contra los españoles.

Si era idólatra y hacia él mismo y mandaba hacer sacrificios a sus ídolos.

Si después que entraron los españoles en la tierra, había seguido cobrando tributos de sus vasallos.

Si había dado y regalado a sus parientes y a otros personajes del reino las cosas que estaban reservadas en los depósitos públicos, malgastando así los bienes del imperio.

Estos fueron los capítulos de acusación contra el Inca, los cuales no fue nada difícil probar a satisfacción de sus enemigos. Algunos de estos capítulos de acusación, como se ve, no podían ser más absurdos ni más injustos: y, si Atahuallpa era criminal, ¿eran, por ventura, Pizarro y los otros aventureros españoles los jueces del Inca? ¡El crimen podrá dar fortuna, pero nunca dará autoridad al criminal!

El derecho de pronunciar la sentencia definitiva y de imponer la pena capital, si las pruebas   —137→   del proceso daban mérito para ello, se reservó a un tribunal compuesto de Almagro y de Pizarro, los dos jefes que acaudillaban la expedición conquistadora.

El sumario se terminó en breve; y, como en todo asunto de gravedad debía el Gobernador consultar a los religiosos que le acompañaban, y no resolver nada sin su consejo, se le pasó el proceso al padre Fr. Vicente Valverde, para que lo examinara y diera su parecer: este religioso, haciendo traición a los sagrados deberes que le imponía su augusto carácter, dicen que contestó, que había motivos suficientes para condenar a muerte al Inca, y que, si Pizarro no se atrevía a firmar la sentencia, él la firmaría. ¡Si tan odiosa expresión es cierta, fuerza es confesar que el primer pastor espiritual del Perú fue el verdugo del último de los Incas!

Autorizados de un modo tan solemne los conquistadores, ya no trepidaron un momento en poner por obra su inicuo proyecto. Mas, cuando se divulgó entre los soldados la sentencia, muchos se indignaron, y a gritos la calificaron, de injusta, protestando contra ella, porque la creían una mancha, que afrentaba y deshonraba el nombre español. Defendían al Inca haciendo ver cuán falsas, cuán gratuitas, cuán sin fundamento eran las acusaciones que se le hacían, y clamaban que no se llevara a cabo la ejecución. Hernando de Soto era uno de los más indignados; y acompañado de algunos otros conquistadores, interpuso apelación a nombre del Inca para ante el Emperador Carlos V, prometiendo que él se encargaba, por su palabra de honor y bajo su responsabilidad,   —138→   de llevar al preso a España y entregarlo en la Corte.

Empero la protesta de estos nobles y honrados castellanos escandalizó a todos los demás: pusieron el grito en las estrellas, los calificaron de traidores y les impusieron silencio, amenazándoles acusarlos y perseguirlos, como criminales. Lo único que alcanzó de Pizarro el caballeroso Hernando de Soto fue que aplazara la ejecución de la sentencia, para cuando él volviera de inspeccionar, por sí mismo, el punto donde se decía que Atahuallpa tenía reunido ya un considerable ejército. Partió, en efecto, el honrado capitán; pero lo que el Gobernador pretendía no era averiguar la verdad, sino quitar de en medio a tan generoso caudillo, para que su presencia no sirviera de obstáculo a la muerte del Inca.

Formado el proceso, firmada la sentencia y resuelta la ejecución de ella, no quisieron perder tiempo los conquistadores, e inmediatamente se le notificó al desgraciado Inca, que se le había condenado a pena capital. El suplicio debía tener lugar en la tarde de ese mismo día. Llenose de turbación el Inca y púsose a llorar desesperadamente: agitado y tembloroso, echose a los pies de Pizarro, reconviniéndole, con frases sentidas, por la crueldad con que lo trataba: púsole delante la manera cómo había recibido, obsequiado y agasajado a los españoles; el tesoro que les había entregado por su rescate, y recordole la palabra de darle libertad, que tan solemnemente había empeñado el capitán...

¿Qué he hecho yo; y, sobre todo, qué han hecho mis esposas y mis hijos, para que los tratéis   —139→   así con tanta crueldad? -preguntaba Atahuallpa, dando a su voz el acento de la más viva y profunda emoción.

Pizarro se conmovió y salió inmediatamente del aposento, dejando al Inca entregado a las congojas de su agonía... Alma débil la del conquistador, se había puesto en el camino del crimen, y le faltó energía para retroceder. Atahuallpa, pasada la primera impresión, recobró su serenidad y aun se manifestó tranquilo en las postreras horas que precedieron a su ejecución; pero, cuando vio el aparato que le rodeaba, y se le mandó levantarse del lugar en que se había mantenido sentado, y conoció que era llegada su última hora, prorrumpió en llanto y se agitó, buscando consuelo e implorando la piedad de sus mismos enemigos: recordaba a sus hijos, y, en señas, decía, alzando la mano derecha y mostrando los dedos, que eran tres, que estaban lejos, en Quito, que todavía eran pequeñuelos, ¡y que quedaban sin amparo! Llamó a Pizarro y, dándole a entender que sus hijos todavía eran tiernos, pequeñitos, le suplicó que mirara por ellos. Tales demostraciones de dolor y de angustia hacia el infortunado monarca, que hasta los mismos soldados, cuyo corazón es tan duro y tan cerrado a la compasión, no pudieron menos de enternecerse. Púsose, por fin, el sol, y las tristes sombras del crepúsculo vespertino comenzaron a descender lentamente y a derramarse por el valle, aumentando la melancolía en la entonces aterrada Cajamarca: en el real de los conquistadores había agitación y los soldados andaban solícitos, requiriendo las armas: el toque de corneta sonó, las   —140→   compañías se formaron, y luego la guarnición entera, desfilando ordenadamente, se estacionó en la plaza, dividiéndose en cuatro alas y formando con ellas un cuadro cerrado, en medio del cual se veían amontonados unos cuantos haces de leña. El Inca salió de la cárcel en medio de una escolta, y acompañado de fray Vicente Valverde, que se esforzaba por confortarle. Deseaba el religioso persuadir al Inca que se bautizara; y, como la sentencia lo condenaba a ser quemado vivo, el padre le ofreció que se la conmutarían, si pedía el bautismo: el Inca condescendió, y allí mismo, junto al patíbulo en que iba a ser ajusticiado, se le administró este sacramento, sirviendo de padrino el mismo Pizarro. Impúsosele el nombre de Francisco: el pregonero anunció a gritos la sentencia, acercose el verdugo, acomodó el dogal al cuello del Inca y lo estrangulo... Los indios daban desgarradores alaridos, puesto el rostro en tierra, y los conquistadores oraban por su víctima murmurando el credo a media voz.

La oscuridad era ya más densa, la noche había adelantado ya dos horas su carrera y los españoles se recogieron a su alojamiento... El cadáver de Atahuallpa quedó tendido en el suelo toda aquella noche, al pie del poste, donde había sido estrangulado: unos cuantos grupos de indios y de indias acurrucados en tierra, escondiendo la cabeza entre sus rodillas, se mantuvieron a lo lejos, llorando y sollozando inconsolables. Era esto un sábado de agosto, casi diez meses después que el Inca había sido capturado.

Al día siguiente, el cadáver fue trasladado a   —141→   la capilla católica que los conquistadores habían edificado: concurrieron Pizarro y todos los demás capitanes vestidos de luto riguroso; y, con la mayor solemnidad y pompa que fueron posibles, principiaron a celebrar los funerales por el regio difunto, cuando de repente, mientras se ofrecía el santo Sacrificio, las esposas de Atahuallpa se lanzaron precipitadamente al templo, interrumpieron los divinos oficios y, llorando y lamentando, decían a gritos: ¡No es así como se ha de honrar al Inca! Y hacían esfuerzos por darse la muerte, ahorcándose con sus propios cabellos... Los conquistadores las contenían; pero no faltaron algunas que se sacrificaron colgándose de los árboles, para ir a acompañar y servir a su amado Inca en las regiones de ultratumba.

El cadáver de Atahuallpa fue sepultado en la misma iglesia, como en lugar sagrado, con todas las ceremonias del rito católico, porque el Inca murió bautizado. La inmensa bondad de Dios se apiadaría, sin duda, en la eternidad del desgraciado príncipe, con quien no tuvieron piedad ninguna sus duros conquistadores. Sus pobres sirvientes, las desoladas princesas, sus esposas, guardaron por largos días el duelo, según los usos y costumbres de los Incas y de los scyris, y dando gemidos y exhalando plañideros ayes recorrían los lugares donde había estado el Inca, entraban al aposento, que por tantos meses le había servido de cárcel y acercándose a las esquinas le llamaban, repitiendo su nombre pausadamente, en voz baja... En todo el Reino de Quito y hasta en el mismo imperio peruano se hicieron grandes demostraciones   —142→   de duelo y sentimiento por la infausta muerte del último de los incas.

Pocos días después los mismos indios desenterraron con grande sigilo el cadáver, lo sacaron cautelosamente de la iglesia y, poniéndose precipitadamente en camino lo trajeron a esta ciudad para depositarlo en el sepulcro de sus mayores. No se pudo descubrir después dónde fue sepultado, porque, de tal manera ocultaron el cadáver los indios y tanto secreto guardaron, que a los conquistadores les fue de todo punto imposible encontrarlo, a pesar de cuantos arbitrios emplearon para ello. La tumba de Atahuallpa se tuvo como sagrada por los quiteños, y guardaron el secreto respecto del lugar donde estaba, temiendo que por los conquistadores fuese violada.

Atahuallpa era todavía joven cuando murió, y se calcula que no pasaría de treinta y cinco años de edad: alto de cuerpo, miembros robustos y bien formados, aunque algo grueso en carnes; de rostro largo y ojos grandes y vivos, pero siempre inyectados de sangre, lo cual daba cierto aire de ferocidad a su mirada: de ingenio agudo y perspicaz, fácil para comprender todo cuanto se le enseñaba; de ánimo varonil, enérgico y vigoroso: extremado en castigar, severo con sus súbditos, cariñoso y lleno de ternura para con sus hijos: parco en palabras, taciturno y hasta reservado, sabía dar a su continente majestad y señorío: querido de los suyos, respetado y temido de los contrarios. Huayna Capac, su padre, lo amaba con predilección: no quiso separarlo de su lado ni confiar su enseñanza a otros maestros, sino que el mismo Inca en persona le dio lecciones   —143→   de todas cuantas cosas constituían la educación de un príncipe, según las leyes, prácticas y costumbres de los soberanos de Quito y del Cuzco: hacíale comer en su mismo plato, recreándose con las muestras de agudeza y de ingenio que daba desde niño.

En observar las prácticas supersticiosas de su idolatría era escrupuloso; y, cuando llegaron los españoles, se hallaba retraído, guardando un ayuno religioso durante el cual (como lo hemos referido en otro lugar), se abstenían los indios de todo comercio carnal con sus mujeres, de beber sus licores fermentados y de guisar o sazonar su comida con el para ellos tan apetecido, condimento del ají o pimiento de Indias. En Atahuallpa se reunían para los quiteños la sangre de los hijos del Sol por Huayna Capac y la de los scyris y puruhaes por la madre, última heredera del Reino de Quito. Se tiene como cosa averiguada que nació en Caranqui, durante la residencia de su padre en aquella provincia, y que no había llegado todavía a los treinta años de edad, cuando fue instituido heredero de todas las provincias que por el lado del Norte formaban el imperio de los hijos del Sol.

Pocos días después de la muerte de Atahuallpa llegó a Cajamarca el capitán Hernando de Soto, y cuál no fue su sorpresa al encontrar que el Inca había sido muerto... Soto no había descubierto señal alguna de tropa enemiga en los sitios, donde se había asegurado que estaban congregándose los parciales del Inca, para acometer a los españoles... Los reclamos eran inútiles, y las observaciones del capitán ya no tenían objeto.

  —144→  

Pizarro andaba mohíno, vestido de luto y aparentando tristeza, oculta la frente con la falda de un sombrero de fieltro, que se lo había calado hasta las cejas. A las reconvenciones de Hernando de Soto contestó, echando toda la culpa de la muerte del Inca al P. Valverde y al tesorero Riquelme: éstos, a su vez, se disculpaban, imputando al Gobernador la responsabilidad de un crimen que los traía a todos avergonzados y cubiertos de infamia22.

El aspecto de Cajamarca se mudó completamente con la ejecución del Inca: muchos de los españoles, que habían estado en la captura de Atahuallpa, sirviendo a órdenes de Pizarro, recogieron las cuantiosas sumas de oro y de plata que les cupieron del rescate, pidieron licencia al Gobernador y se regresaron a España.

Pizarro nombró otro Inca, eligiendo a un joven   —145→   hijo de Huayna Capac y hermano de Atahuallpa, llamado Tupac Inca. Hízose, con grande aparato la ceremonia de la coronación, a la cual siguió luego la del pleito homenaje que el nuevo soberano del imperio tributaba al rey de España, alzando el estandarte real de Castilla, en la plaza de Cajamarca, en señal de obediencia, vasallaje y sumisión. Después de esta ceremonia, cuyo trascendental significado se procuró hacer comprender a los indios, Pizarro salió de Cajamarca, tomando el camino del Cuzco, para reconocer la opulenta capital del imperio, que acababa de derribar.

El Inca Tupac murió en breve, según se pretendía, envenenado por Calicuchima, con lo cual fue necesario eligir nuevo soberano, para poder dominar más fácilmente a los indios y Pizarro coronó a Manco, hijo también de Huayna Capac, como el anterior.

Cuando los españoles llegaron al valle de Jauja, tuvieron denuncios y avisos de que el viejo General Calicuchima, a quien llevaban preso en su comitiva, tramaba conspiraciones contra ellos, y mantenía relaciones secretas con los curacas del tránsito, estimulándolos a no servir a los extranjeros. Estas acusaciones ofrecieron al Gobernador un buen pretexto para deshacerse de un prisionero, cuya influencia sobre los indios le inspiraba recelos; y lo condenó a morir quemado, porque el viejo soldado quiteño rehusó tercamente recibir las aguas del Bautismo.

Viéndose en la hoguera, sofocado ya por las llamas que lo circundaban, el indio daba gritos clamando Pachacamac, Pachacamac, en las angustias   —146→   de su dolorosa agonía. ¡Tan tristemente acabó su vida el más célebre de los Generales de Atahuallpa! Yo no entiendo la religión de los blancos, contestó secamente, cuando el P. Valverde le exhortaba a que se bautizara. ¿Cómo había de entenderla el anciano guerrero, si en los que se la predicaban no había visto ninguna de las virtudes que ella enseña? Era nativo de la provincia de Riobamba, y pertenecía a la familia real de los puruhaes, entroncada con la de los scyris de Quito, y había militado desde muy joven en los ejércitos de Huayna Capac. Su suplicio tuvo lugar en el valle de Xaquixaguana.

En este punto nuestra historia, dejando a Pizarro ocupado en organizar el establecimiento de su gobierno en la ciudad del Cuzco, dirige su atención a la conquista de estas provincias, llevada a cabo por Benalcázar, después de la ejecución del Inca Atahuallpa en Cajamarca. Tiempo es ya de que refiramos cómo se verificó.





  —147→  

ArribaAbajoCapítulo quinto

Conquista del Reino de Quito


Benalcázar es enviado por Pizarro a San Miguel.- Noticias biográficas acerca del capitán español Sebastián de Benalcázar.- Emprende la conquista del Reino de Quito.- Estado en que se encontraban estas provincias a consecuencia de la prisión y de la muerte del Inca Atahuallpa.- El general indio Rumiñahui.- Sus crueldades.- Benalcázar llega a la provincia del Azuay.- Auxilios que le prestan los cañaris.- Primeras acciones de guerra contra los indios.- Combate en la llanura de Tiocajas.- Retirada a Riobamba.- Resistencia tenaz de los indios.- Nuevos combates.- Benalcázar se apodera de Quito.- Marcha a Caranqui.- El mariscal don Diego de Almagro es enviado por Pizarro a estas provincias.- Almagro y Benalcázar regresan a la provincia del Chimborazo.- Guerra con el curaca de Chambo.- Noticias que tienen de la salida del adelantado don Pedro de Alvarado a la planicie interandina.- Fundación de la ciudad de Santiago de Quito.



I

Poco después de la ejecución del Inca, deseando Pizarro tener en la colonia de San Miguel una persona de su entera confianza, que vigilara por sus intereses y estorbara la llegada de aventureros que quisieran internarse en el país y hacer descubrimientos por su propia cuenta, sin subordinación a la autoridad que le había conferido el Emperador, eligió a Sebastián de Benalcázar y lo nombró su teniente, para que, en su nombre y con su autoridad, gobernara la colonia, que era entonces llave y entrada a las provincias del Perú. Benalcázar partió de Cajamarca;   —148→   y, en el mes de noviembre de 1533, estaba ya ejerciendo en San Miguel el cargo que Pizarro le había confiado. Cuán oportuno fue este nombramiento y cuán acertada la elección que de la persona de Benalcázar hizo el Gobernador, bien lo mostraron los acontecimientos posteriores23.

Era Sebastián de Benalcázar hijo de unos labradores de Castilla, pobres y de llana condición. Diole a luz su madre juntamente con otro hermano gemelo, también varón; y cuando los niños contaban apenas pocos años de edad, perdieron a sus padres y quedaron encomendados a la custodia de un hermano mayor, el cual solía tener a Sebastián ocupado en las faenas del campo. Cierto día, cuando estaba de vuelta a su casa conduciendo   —149→   leña de un monte cercano en un jumentillo, sucedió que la bestia cayera en un atascadero: el muchacho quitó la carga, lazos y aperos y animó con gritos al animal, asiéndolo de la cola para ayudarlo a salir; mas como no lograba que el borrico se moviese del punto en que yacía atollado, tomó un palo y, lleno de cólera, le descargó en la cabeza tan recio garrotazo, que el asnillo quedó allí muerto de contado. Apenas notó que el animal estaba muerto, cuando, dejando sogas, leña y albarda, echó a huir, sin atreverse a volver a la casa de su hermano. Sucedía esto allá por los años de 1507. Anduvo luego prófuga por varias ciudades de España hasta que fue a dar a Sevilla, a tiempo en que se preparaba   —150→   la expedición que Pedrarias, debía traer para el Darién. Presentose, pues, a Pedrarias pidiéndole formar parte de su expedición; el aspecto del mozo agradó al jefe y como no tuviese apellido conocido, o, acaso, porque el joven lo ocultase adrede porque así le convenía, le puso Pedrarias el del pueblo de donde era nativo, mandándole llamarse en adelante Sebastián de Benalcázar24.

  —151→  

Llegados al Darién, el joven Benalcázar empezó a señalarse entre los demás por su valor y constancia. Pedrarias, conociendo por experiencia la desventajosa situación de su colonia, determinó trasportarla a este lado de acá del istmo, al punto donde fue edificada la antigua ciudad de Panamá en las costas del mar del Sur descubierto por Balboa; y en esa ocasión fue cuando más se dio a conocer Benalcázar por su sagacidad y denuedo. Una noche, mientras velaba haciendo de centinela, descubrió a lo lejos, en lo más profundo de los bosques, una pequeña llamarada; señal evidente de una población de indios; y, al punto, se presentó a Pedrarias, ofreciéndose ir él mismo en persona a sorprender aquella ranchería; como lo hizo, en efecto, a la cabeza de veinte soldados, atravesando por aquellos bosques cerrados, donde no había rastro ni sendero, con tal tino y destreza, que fue a dar precisamente en un pueblo de indios. Cayendo de súbito sobre ellos, los dispersó, tomándoles como hasta tres mil pesos en joyas y varios adornos de oro y algunos víveres, con los cuales se repuso la gente de Pedrarias, que se hallaba muy quebrantada por falta de alimento.

Fundada la ciudad de Panamá, el gobernador Pedrarias distribuyó los indios y repartió terrenos a los vecinos, y a Benalcázar le cupo su   —152→   parte, como a los mejores. Allí en Panamá trabó relaciones de la más estrecha amistad con Pizarro y Almagro; así es que, cuando a este último le nació su hijo natural Diego, los padrinos de bautismo fueron Pizarro y Benalcázar, como los más ricos vecinos de la recién fundada colonia. Generoso con los amigos, liberal con todos, modesto y apacible, de levantados pensamientos, valiente y esforzado en los combates, tan brioso a pie, como ligero a caballo, ajeno a la flaqueza y algunas veces taciturno y severo, Benalcázar era uno de los más notables colonos de Panamá. Los soldados gustaban de militar bajo sus órdenes, porque en su trato era afable y en repartir los despojos, nada codicioso. De estatura algo pequeña, grueso de carnes, con cierta gallardía varonil y continente marcial, en su persona había algo de la delicadeza del caballero y no poco de la aspereza del conquistador. Tal era por los años de 1520, Benalcázar, el futuro conquistador del Reino de Quito.

Cuando el gobernador Pedrarias Dávila hizo su expedición para Nicaragua se lo llevó consigo, porque tenía muy conocida su discreción y bien experimentado su valor. Fundada la ciudad de León, fue elegido primer alcalde de ella, y estaba todavía desempeñando este cargo, cuando recibió repetidas invitaciones de sus antiguos amigos, Pizarro y Almagro, que le llamaban para que con ellos tomase parte en la conquista del Perú, que ya tenían principiada. Las solicitaciones de sus amigos, y más que eso, las noticias de la mucha riqueza de las nuevas tierras que se iban descubriendo, fueron parte para hacer que se resolviera   —153→   a venir. Compró, pues, un navío y con treinta soldados y seis caballos se hizo a la vela y aportó a las costas de Esmeraldas, donde se reunió a Pizarro. Le acompañó en la jornada de la Puná y asistió a todas las escenas de Cajamarca, tomando parte en aquellos memorables acontecimientos.

Estaba en la nueva colonia de San Miguel ejerciendo el cargo de teniente de Gobernador, cuando tuvo noticia de la expedición, con que desde Guatemala se había hecho a la vela el adelantado don Pedro de Alvarado dirigiéndose a Quito, donde era fama que se encontraban acumuladas las riquezas de Atahuallpa y de su padre el Inca Huayna Capac. Reuniendo, pues, alguna gente de la que había llegado a San Miguel, salió de la ciudad, sin esperar las órdenes del Gobernador, ni menos su consentimiento para acometer la conquista del Reino de Quito; porque, resignado de mala gana con el puesto de subalterno, anhelaba adquirir nombre famoso en hazañas gloriosas y un gobierno independiente del de Pizarro. Las provincias de Quito caían dentro de los límites del gobierno señalado a éste; pero, una vez conquistadas, podrían abrir el campo para nuevas empresas de descubrimientos y conquistas. Estimulado con estas consideraciones, no vaciló, pues, Benalcázar en emprender la conquista de Quito.

Mas antes de referir la manera cómo la llevó a cabo, veamos primero el estado en que se hallaba el antiguo Reino de los scyris, a consecuencia de la prisión y de la muerte de Atahuallpa, su último soberano.



  —154→  
II

Rumiñahui, indio natural de Quito, había servido en el ejército de Huayna Capac, distinguiéndose así por su valor, como por su sagacidad y discreción, prendas de que estaba enriquecido en alto grado. Hallábase en Cajamarca cuando llegaron los españoles y presenció la embajada, que, a nombre de su hermano el Gobernador, llevó a Atahuallpa Hernando Pizarro; y al otro día, tan luego como llegó a sus oídos la nueva de la prisión de su rey, emprendió una marcha apresurada hacia Quito, la ciudad capital del Reino. Alzose con el mando, previendo el funesto fin que aguardaba a su soberano, guardó para sí los tesoros de la recámara de Atahuallpa y con grande diligencia juntó tropas estimulando a los indios a defender su patria y hogar, y, por cierto, que consiguió levantar el ánimo abatido de los quiteños e inspirarles bríos para la guerra.

Cuando el Inca Atahuallpa salió de Quito, para dirigir personalmente la guerra que tenía empeñada contra su hermano Huáscar, dejó por Gobernador del reino a un tío suyo, llamado Cozopangui, hombre discreto y pacífico, bajo cuya tutela quedaron también algunos hijos pequeños de Atahuallpa. Rumiñahui destituyó a Cozopangui, declarándose él por Gobernador del reino a nombre de Atahuallpa; tomó bajo su tutela a los príncipes, recogiéndolos del poder de Quilliscacha, hermano menor de Atahuallpa, con el pretexto de que debía hacer aquel un viaje a Cajamarca, llevando una gran cantidad de objetos de oro y   —155→   de plata para el rescate del Inca, sacados la mayor parte de los tesoros y vajilla real. Quilliscacha llegó en efecto a Cajamarca; pero, sin tener valor para ver a su hermano en prisiones, se volvió inmediatamente para Quito. Poco tiempo después de llegado a esta ciudad, le alcanzó la noticia de la muerte de su hermano, y, sabiendo la voluntad que Atahuallpa había manifestado de que su cadáver fuese sepultado en el sepulcro común de los scyris, sus antepasados, tomó las medidas necesarias para sustraerlo de Cajamarca y trasladarlo a Quito.

El cadáver de Atahuallpa llegó a Liribamba, capital de la provincia de los puruhaes, raza famosa que habitaba en lo que es ahora provincia del Chimborazo. Hasta Liribamba salió a recibir el regio cadáver Rumiñahui con todo su ejército y la familia real. Celebráronse allá los funerales con la más grande pompa a la usanza de los scyris. La nación de los puruhaes miraba con predilección a Atahuallpa, porque en él se juntaba la sangre real de los duchicelas, o régulos de aquella nación, con la no menos noble de los scyris, reyes de Quito.

Los días de duelo y las ceremonias fúnebres por la muerte de su rey fueron seguidos inmediatamente de los trabajos y preparativos para la guerra contra los conquistadores. Todos se ocupaban en forjar nuevas armas, en aderezar las antiguas y en preparar aprestos bélicos. Los sacerdotes consultaban los oráculos, y con grandes sacrificios conjuraban a sus vanos dioses, para que les fuesen propicios en la guerra. La fama de las depredaciones de los conquistadores había   —156→   recorrido la tierra ecuatoriana de lengua en lengua, y por todas partes los indios se estimulaban a la guerra contra los advenedizos barbudos, como los llamaban a los españoles, refiriéndose unos a otros las crueldades que habían cometido, la licencia con que abusaban de las mujeres y la insaciable codicia de oro y plata que los andaba a llevar vagabundos de una a otra parte.

Bien prevenidos se hallaban, pues, a la defensa, cuando Benalcázar asomó en los límites del reino.

Este capitán salió de San Miguel a fines del año de 153325. No hay uniformidad en los historiadores en punto al número de soldados que componían su tropa, aunque parece que ésta no pasaba de doscientos hombres, la mayor parte de a pie y los restantes de a caballo. Traía por alférez real a Miguel Muñoz, por Maese de campo   —157→   a Falcón de la Cerda, y por capitanes a Francisco Pacheco y Juan Gutiérrez. Venían también en la expedición algunos eclesiásticos, aunque no sabemos los nombres de ellos.

De San Miguel los conquistadores llegaron a Carrochabamba, donde fueron bien recibidos; y, continuando su marcha, trasmontaron la Cordillera, viniendo a dar con el camino real de los incas en la provincia de Loja, habitada entonces por las pacíficas tribus de los Paltas. En ese punto se hallaba acampado el cacique Chaquitinta con un buen cuerpo de tropa, para embarazar el camino a los castellanos; pero huyó al aproximarse éstos, tomando la vuelta de la provincia del Chimborazo, en cuyos términos hacia el Mediodía, se hallaba Rumiñahui con todo el grueso del ejército. La fuga de la avanzada del ejército quiteño dejó a los castellanos expedito el camino para Tomebamba, donde fueron recibidos y agasajados por Chaparra, uno de los principales caciques de los cañaris.

La nación de los cañaris, compuesta de diversas tribus, que moraban en la hermosa provincia del Azuay, no sólo no se opuso a los castellanos, sino que les dio auxilio, recibiéndolos de paz y sirviéndoles de guías en los caminos, que para los conquistadores eran enteramente desconocidos. El cacique Chaparra obsequió a Benalcázar un plano o mapa de las provincias de Quito, para que le sirviese como de derrotero en la campaña que iba a emprender.

Como supiesen los cañaris que Rumiñahui preparaba un poderoso ejército, para hacer frente a los conquistadores, temerosos de la suerte   —158→   que les cabría si los quiteños llegaban a triunfar, resolvieron hacer causa común con los extranjeros, entregándose a ellos de paz; mandaron, pues, emisarios a San Miguel, pidiendo a Benalcázar que acudiera en auxilio de ellos, y ofreciéndole ayudarle, por su parte, contra Rumiñahui y su ejército. Los enviados de los cañaris llegaron precisamente a tiempo en que los españoles se estaban preparando para salir a la conquista de Quito. Holgose mucho Benalcázar con la propuesta de los cañaris; hízoles muchas promesas de protegerlos y celebró alianza con ellos. Con la gente, pues, que acababa de llegar de Panamá y Nicaragua y con el auxilio de los indios cañaris, que se le venían de paz, aceleró su salida de San Miguel, para no perder tiempo en la conquista de Quito. Soldados y capitán se daban gran prisa a venir acá, por la fama de las inmensas riquezas que Huayna Capac y Atahuallpa tenían acumuladas en la ciudad, corte del reino. Los codiciosos deseos de los españoles se inflamaron todavía más, oyendo decir a los astutos cañaris que en Quito había ollas y grandes cántaros de oro, y casas llenas de objetos preciosos, fabricados del mismo metal; lo cual, sin duda, les decían para estimularlos a venir cuanto antes, pues los indios tenían bien conocida ya la codicia de los españoles.

Los cañaris se adhirieron a los extranjeros, movidos por el resentimiento y odio que tenían contra los quiteños, con quienes en tiempos antiguos habían sostenido guerras sangrientas, y más todavía por la terrible venganza que contra toda la nación había ejercido hacía poco tiempo el Inca Atahuallpa. Guiado, pues, por los cañaris,   —159→   caminó seguro Benalcázar hasta los términos de la provincia del Azuay; pasó el nudo de la cordillera y vino a sentar sus reales en el valle de Alausí, frente a frente de las avanzadas del ejército de los indios, dividido de ellos solamente por una de aquellas encañadas profundas, que se forman de aquel agrupamiento de cerros junto a cerros en los ramales de la gran cordillera occidental. Un río, que corría por aquel hondo cauce, separaba a los dos ejércitos; y tan próximos estaban unos de otros, que oían recíprocamente lo que hablaban en ambos campos.

Con grande destreza Rumiñahui había mandado abrir hoyos profundos en los desfiladeros de la cordillera, por donde debía pasar el ejército español, y los tenía cubiertos con tierra y ramada, para que cayesen allí los caballos. Pero la celada fue descubierta por los indios cañaris que iban con los conquistadores y les servían de espías, adelantándose a explorar el campo enemigo. Conociendo Benalcázar la posición en que se encontraba, desventajosa para la caballería, determinó evitar el encuentro con los indios; y, guiado por los mismos cañaris, de noche, cautelosamente levantó el campo, y, haciendo una larga travesía, salió con todo su ejército a las llanuras de Tiocajas. Para esta marcha le ayudó la niebla que por la tarde, bajando de las alturas de la cordillera, suele derramarse por aquellos valles, en los cuales es tan densa que, a corta distancia impide ver los objetos26.



  —160→  
III

El páramo de Tiocajas, situado entre el nudo del Azuay y Riobamba, es una inmensa llanura de arena, cubierta de paja pequeña, y donde, a trechos, brotan grupos o manojos de pencas espinosas: al Occidente se empina la negruzca mole de la Cordillera de los Andes, cuyas cimas están de continuo envueltas en un velo de nubes, y al Oriente se ven colinas bajas, que, sucediéndose unas tras otras, como gradas de un colosal anfiteatro, van a terminar en la cordillera oriental. La planicie de Tiocajas ofrecía, pues, un punto muy cómodo a la caballería de los españoles. El ejército de los indios asomaba acampado al Norte al pie de unas colinas: Benalcázar sentó sus reales al frente, ocupando el extremo opuesto de la llanura.

Los indios estaban armados de dardos, estóricas, lanzas, hondas y de todas las demás clases de armas que ellos usaban; algunos llevaban las cabezas cubiertas con celadas o morriones de madera, guarnecidos de planchas de oro bruñido, en las cuales reflejaban los rayos del Sol con notable brillo y resplandor. Desde por la mañana estuvieron viéndose los dos ejércitos: mas, como los indios no diesen señal de acometer, Benalcázar   —161→   mandó a Ruiz Díaz, con diez de a caballo, a reconocer el campo. Así que los vieron venir, dividieron los indios su ejército en dos grupos, y, bajando de la colina, uno de ellos cercó a los diez españoles. ¡Veíslos ahí! ¿Qué aguardáis? -gritó entonces un indio; y, estrechando a los jinetes, les cargaron con tanta furia, que, abrumándolos con la muchedumbre, casi no les daban tiempo para usar de sus armas, poniéndolos en gran aprieto. Por fin, uno de los diez logró con su lanza abrirse camino, atropellando a los indios, y a carrera tendida fue a dar a Benalcázar cuenta de lo que pasaba. Acudió éste al momento con todo el resto del ejército y las turbas de indios cañaris, que traía por auxiliares.

Eran pasadas las doce del día, y ya la sombra de los cerros principiaba a proyectarse en la inmensa llanura en dirección al Oriente. Como viese venir a los españoles, el ejército de los indios, dando alaridos y gritos furiosos, descendió todo precipitadamente al llano y embistió primero contra los conquistadores... La vocería y algazara de las tropas, los toques penetrantes de sus quipes y bocinas, el son ronco y monótono de innumerables tambores de guerra, el choque de unas armas con otras, el galopar de los caballos, que iban y venían discurriendo por toda parte y como nadando de un lado a otro en ese océano de indios, que entre nubes de polvo, moviéndose en todas direcciones, parecía como si hiciesen oscilar la llanura entre las dos cordilleras, todo contribuía a aumentar el horror de aquella escena. Los indios peleaban con la furia de la desesperación: los españoles combatían por la vida, en medio de   —162→   innumerables enemigos, cuya constancia no podían quebrantar; la llanura aparecía encharcada en sangre; y el sol se había puesto ya tras la cordillera, cuando las tinieblas de la noche vinieron a dividir a los combatientes dando algunas horas de tregua. Toda la noche pasaron en vela los españoles, temiendo a cada hora ser de nuevo acometidos por los indios. Puestos a buen recado los heridos, los demás se mantuvieron sobre las armas hasta el rayar del alba, y entonces echaron de ver que los indios se habían retirado a las alturas de la cordillera. Por lo cual determinaron permanecer allí mismo todo aquel día para dar descanso a los caballos, y para que la tropa se repusiese también de las fatigas del día anterior.

Fue esta batalla muy herida: por espacio de medio día entero pelearon indios y españoles, sin que se conociera ni declarara la victoria por ninguna de las partes: vino la noche a despartirlos. De los indios cañaris perecieron muchísimos, y entre los muertos se contó también un negro, esclavo de uno de los conquistadores.

Los indios lograron matar tres caballos y, llenos de gusto, les cortaron la cabeza y las patas, que mandaron, como trofeo, a todos los pueblos, para animarlos a la pelea viendo cómo habían sido muertos los monstruos, que les infundían tanto terror.

En las encrucijadas del camino encontraron después los españoles las cabezas de los caballos, coronadas de flores y puestas en grandes estacas, como para que sirviesen de señales del triunfo que habían obtenido los indios, dando muerte a los animales que hasta entonces tanto miedo les   —163→   habían causado. Los conquistadores se detenían a contemplar, ese para ellos tan inesperado espectáculo, reflexionando sobre el valor de las tribus, con quienes tenían que combatir, y haciendo cuenta consigo mismos de que ya no tenían que habérselas con gente de ralea desmedrada y cobarde, sino con enemigos astutos y valientes.

Se calcula en más de setecientos el número de los indios que perecieron en esta batalla: de los españoles no murió ninguno, pero sí quedaron heridos muchos. Todo el siguiente día se gastó en curar los heridos y conferenciar acerca del modo de seguir adelante el camino hacia Quito, sin verse en la necesidad de volver a combatir otra vez con los indios, cuya fiereza inquebrantable había hecho caer de ánimo a los soldados. Entonces un español, llamado Juan Camacho, ofreció a Benalcázar, para que sirviese de guía al ejército, un muchacho, el cual aseguraba que conocía muy bien aquellas comarcas y prometía llevar a Riobamba a los castellanos por caminos diversos de aquellos, en que estaban apostados los enemigos. Cuadroles mucho la propuesta; y, venida la noche, encienden en el llano muchas candeladas, atizándolas con esmero, para que engañados los enemigos creyesen que se ocupan en guisar la comida; y, en silencio, se ponen en camino y marchan toda la noche guiados por el indio, atravesando colinas y subiendo cuestas; pasan también un río, formando balsas, porque, como venía crecido, no podían vadearlo.

Al amanecer del día siguiente, notan los indios la fuga de los castellanos y, atribuyéndola a miedo, cobran nuevos bríos y les siguen   —164→   el rastro hasta descubrir por dónde habían marchado. No tardan en encontrarlos, y se precipitan con gran furia sobre la retaguardia compuesta de treinta jinetes. «Aguardad, aguardad, les gritaban los indios, que os daremos los tesoros de Atahuallpa», y con estas y otras voces los denostaban. Los treinta jinetes de la retaguardia peleaban, haciendo extremos de valor; pero la muchedumbre de los enemigos los abrumaba con su número; violentas pedradas mellaban las armaduras y recios garrotazos dejaban mal para dos los caballos. En tan apurada situación los cuitados caballeros daban voces a sus camaradas, pidiéndoles auxilio: casi desesperado, les contesta Benalcázar: Si treinta de a caballo no os bastáis para defenderos, enterraos vivos!!... Pero, tomando mejor acuerdo, les mandó en auxilio a un capitán Mosquera con cuatro más de a caballo, y, ayudados por éstos, los de la retaguardia se unieron al cuerpo del ejército, que había ocupado ya la cima de una loma, desde donde aparecía la laguna de Colta, que se extiende por largo trecho en la llanura; y allá bajó luego Benalcázar como a punto a propósito para que maniobrara con ventaja la caballería. La población de Riobamba asomaba a no mucha distancia; pero también era ya entrada la noche, y así fue necesario hacer parada a las orillas de la laguna: prontos y aparejados para cualquiera acometida, con los caballos ensillados y las armas en la mano, pasaron toda la noche los conquistadores en la más solícita vigilia.

Tan peligrosa y apurada debió ser la situación de los españoles aquella noche, que se vieron   —165→   obligados a dar sepultura en una fosa común, abierta precipitadamente, a cinco de ellos, que murieron a consecuencia de las heridas que habían recibido en la batalla de Tiocajas. Su inquietud y zozobra eran grandes, temiendo a cada instante ser acometidos por los indios; y enmedio de sus preparativos militares para rechazar cualquiera embestida de los enemigos, clamaban a la Santa Madre de Dios, pidiéndole, a gritos, con repetidas plegarias, que les amparara en aquel trance. Y tanta era su fe que, la inesperada retirada de los indios que aconteció algunos días después, la atribuyeron a un evidente milagro de la misma Santa Virgen. Lástima es que fe tan fervorosa haya estado acompañada de poco cristianas obras.

Inquieto y dudoso se hallaba Benalcázar, sin saber en esas circunstancias qué partido tomar: la muchedumbre de los enemigos era innumerable, el valor de los indios infundía temor; recelaba de su astucia, ya bien notoria en los pasos anteriores, y una guerra, tan tenaz y peligrosa sin las ventajas de un rico botín, traía descorazonados a los castellanos; y, por cierto, que allí habría sucumbido el ejército de los conquistadores, si no se hubiera ofrecido, para salvarlo, una circunstancia inesperada.

En efecto, de repente presentose al capitán español un indio, llamado Mayu, que venía escapándose del ejército de Rumiñahui, para comunicar a Benalcázar todas las medidas tomadas por sus enemigos para vencerlo. No se sabe por qué motivo Rumiñahui había afrentado a este indio, mandando hacerlo eunuco y destinándolo a la custodia   —166→   de su serrallo; el resentimiento, pues, y la venganza fueron parte para que el indio revelara a los españoles todas las medidas estratégicas de sus compatriotas. Por aviso de este indio supo Benalcázar cómo toda la llanura estaba tajada en hoyos profundos y cubierta de huecos, en los cuales se habían hincado estacas puntiagudas de madera y espinas gruesas, todo bien disimulado y encubierto, a fin de hacer caer a los caballos y matar a los jinetes. Al otro día de mañana Benalcázar, aprovechándose de los avisos dados por el indio, se desvió del camino y comenzó a trepar por unos collados arriba, con grande asombro de los indios que se maravillaban sin comprender cómo habían podido evitar los españoles la celada que les tenían tan bien dispuesta. Haciendo un gran rodeo el ejército de los conquistadores, vino a caer en Riobamba, que habían abandonado ya los indios, yendo a situarse en el puente del río de Ambato. Poco después retrocedieron a Riobamba, donde estaban acampados los conquistadores: mas no era ya en batalla formal, sino en combates parciales como les hacían la guerra; y habrían triunfado, tal vez, los indios, si hubieran tenido mejor disposición en la manera de acometer y más unión para defender su patria contra los extranjeros. Pero mientras que unas tribus se armaban para combatir; otras venían a presentarse de paz a los españoles y, de este modo, la conquista de la tierra se iba haciendo con auxilio de los mismos pueblos conquistados. El verdadero amor de la patria, no existía en gentes poco acostumbradas a disfrutar de las comodidades de la independencia, bajo el despotismo   —167→   de sus caciques. Por otra parte, como habían vivido casi siempre en guerras continuas, no podían ponerse de acuerdo para rechazar al enemigo común; y así unas tribus le hacían la guerra, al mismo tiempo que otras buscaban su alianza consecuencias necesarias del estado de barbarie en que se hallaban los indios cuando la conquista por los españoles.

En Riobamba descansaron éstos diez y siete días: encontraron mucha abundancia de comida y algún oro, aunque no en cantidad suficiente para satisfacer la insaciable codicia de los conquistadores, que aspiraban, como dice con candor uno de los antiguos cronistas, a caudal infinito.

No hay uniformidad en los historiadores relativamente al número de veces que combatieron los españoles con los indios en esta jornada; con todo, es indudable que en los diez y siete días que permanecieron los conquistadores en Riobamba, no los dejaron tranquilos los indios, acometiéndolos con frecuencia y precisándolos a no dejar las armas de la mano. Varias veces los españoles convidaron con la paz a los indios, pero fue en vano, porque no se rendían; y un indio, enviado al campo de Rumiñahui a hacerle propuestas de paz a nombre de los conquistadores, fue maltratado, y despedazada la cruz que en señal de paz llevaba en las manos, como se acostumbraba entonces. Mas, según algunos historiadores, en esas circunstancias una ocurrencia temerosa contribuyó a desalentar el ánimo supersticioso de los indios, pues se dice que en una de aquellas noches, un terremoto causado por la erupción de un volcán, asustó grandemente a los indios, haciéndoles   —168→   temer como conjurados en ruina suya los hombres y la naturaleza. Grande fue también la admiración de los españoles, viendo a la mañana siguiente cubierto de ceniza todo el suelo, y mayor su sorpresa al observar que los indios habían levantado el campo y retirádose durante la noche27.




III

Al cabo de diez y siete días salió, pues, de Riobamba Benalcázar con dirección a Quito, dejando treinta hombres al mando del capitán Ruiz Díaz Rojas para que custodiasen la ciudad; pero tuvo que volverse del camino, para acudir en auxilio de los que quedaron, porque los indios, viéndolos   —169→   tan pocos, cayeron sobre ellos deseosos de exterminarlos. La presencia repentina de Benalcázar los desconcertó y puso en huida. Con lo cual ya pudo el ejército conquistador continuar su marcha hacia la capital.

En el tránsito tuvo necesidad de combatir con algunas partidas de indios, que en el puente de Ambato, en el río de Pansaleo antes de Latacunga, y en Uyumbicho le salieron al encuentro, para impedirle el paso. Vencidos esos cuerpos de tropa y burlados los ardides y estratagemas, que habían preparado los enemigos en diversas partes, llegaron al fin los conquistadores a la ciudad de Quito. Pero su asombro fue grande y mayor su desaliento, encontrándola quemada y reducidos a cenizas varios de sus edificios.

  —170→  

Rumiñahui, viéndose vencido en Tiocajas y Riobamba, marchó aceleradamente hacia Quito, con ánimo de ocultar los tesoros que había en la ciudad y destruirla, si pudiese. Escondió, cuanto objeto de oro y de plata había en los templos y palacios de los reyes, y ejecutó crueles venganzas en algunas de las vírgenes del sol, a quienes había tomado por esposas y tenía en su serrallo, pues mandó despeñarlas vivas en una de las quebradas que atraviesan la ciudad, porque se rieron sencillamente, oyéndole decir: ya llegarán los cristianos para que os holguéis con ellos. Se asegura que antes dio muerte a algunos de los miembros de la familia real y principales del reino, y aunque al indio Quilliscacha, hermano de Atahuallpa, después de asesinado, le sacó los huesos, y del pellejo seco formó un tambor de guerra, dejando   —171→   la cabeza colgada para escarmiento y horror de todos los demás grandes de la nación; todo con el fin de no tener rivales en el dominio supremo a que aspiraba. Esto sucedía a mediados del año de mil quinientos treinta y cuatro28.

Como conociera Rumiñahui que los españoles estaban ya a dos jornadas de la capital, lleno de despecho viendo que no había podido triunfar, le prendió fuego por varios lados, obstruyó las canales y, dejándola abandonada, salió de ella, tomando el camino hacia los bosques de la cordillera oriental, llevando consigo algunos jefes, decididos a combatir con los extranjeros y a defender sus hogares. Benalcázar llegó a Quito; y, después de descansar aquí algunos breves días, siguió hacia el Norte en persecución de Rumiñahui. En la ciudad hallaron grandes aposentos, unos llenos de víveres, y otros de armas de guerra, pero muy poco oro, porque lo habían escondido los indios anticipadamente, como en desquite de la victoria de los españoles sobre ellos. La gente de toda la comarca estaba alzada, y la   —172→   tierra en mucha confusión: los indios mantenían en grande alarma a los españoles, acudiendo de noche con tizones a incendiar la ciudad por los puntos de ellos conocidos; así es que no se daban punto de reposo los conquistadores, de noche apagando incendios, y de día derribando las casas y edificios de la ciudad y trastornándolo todo en busca de tesoros.




IV

Benalcázar hacía a los indios la guerra guerreada, sin empeñar combate ninguno decisivo. Túvose luego aviso de que a tres leguas de Quito se había hecho fuerte Rumiñahui, y, para desalojarlo de allí, mandó una noche Benalcázar al capitán Pacheco con cuarenta infantes armados de espadas y rodelas; pero, como Rumiñahui tenía muchos espías, supo luego la salida de los soldados y se pasó a otro punto. Así que llegó a noticia de Benalcázar esta mudanza, dio orden al capitán Ruiz Días para que fuera con sesenta de a caballo a cortar el paso, de lo cual también Rumiñahui tuvo aviso a tiempo y dejó burlados a los castellanos, tomando otro camino.

Había en Quito una muchedumbre de yanaconas, principalmente mujeres, gente ruin, que bajo el cetro de los incas formaba la plebe del imperio, y éstos, en son de servir a los extranjeros, entraban en la ciudad y salían con toda libertad y, viendo cuánto se preparaba en el ejército español, daban avisos oportunos a Rumiñahui. A su vez también en Quito estaban los cañaris, aliados de los españoles y eternos enemigos de   —173→   los quiteños; y, si por medio de los yanaconas, Rumiñahui sabía todo cuanto se preparaba en el ejército de los españoles, también Benalcázar, por medio de los cañaris, tenía aviso oportuno de los movimientos de los indios. La salida de dos cuerpos de tropa le hizo creer a Rumiñahui que en la ciudad sólo habrían quedado pocos y enfermos. Confirmándose en esta sospecha por las noticias que le llevaban los yanaconas, dio cuenta a Tucomango, cacique de la Tacunga, y a Quimbalimbo, cacique del valle de Chillo, para que, juntándose con él, cayeran sobre la ciudad y acabaran con los conquistadores. Los dos caciques acudieron con su gente a la llamada, y con grande cautela, en las más avanzadas horas de la noche, llegaron a la ciudad; pero, antes que pudieran pasar una quebrada, que estaba delante del real de los españoles, fueron sentidos por los cañaris, y al punto se trabó la más reñida batalla en la oscuridad, peleando unos contra otros como a tientas, pues no había más lumbre para verse que la de unas chozas pajizas, a las que habían puesto fuego los indios. Benalcázar tenía aparejada la caballería en la plaza, y la infantería puesta en un lugar conveniente, y así se mantuvieron hasta que la claridad de la aurora les dio tiempo para salir contra los enemigos, viendo donde pisaban. Los indios se desbandaron y pusieron en huida, y, perseguidos por los españoles, muchos fueron alanceados. Rumiñahui volvió a tomar el camino hacia la cordillera oriental, dejando en poder de los españoles muchas joyas de oro y plata, con varias pallas o princesas y otras mujeres, que fueron tomadas en el camino.

  —174→  

Solícitos andaban entretanto los españoles en buscar los tesoros, que la fama decía que estaban acumulados en Quito por Huayna Capac y Atahuallpa. Tomaban muchos indios y les daban tormento, para que declararan donde estaban esos tesoros: unos, porque no lo sabían en verdad; otros, porque no querían declararlo, todos daban respuestas ambiguas, con las cuales traían burlada la codicia de los conquistadores. Al fin, algunos dijeron que en Cayambi debían estar enterrados, y con esta declaración Benalcázar salió para el Norte en demanda de los ambicionados tesoros. Al pasar por el pueblo del Quinche, no encontró indio alguno sino mujeres y niños, porque todos los varones se hallaban ausentes, unos en el ejército, y otros escondidos de temor de los extranjeros: sin otro motivo que la cólera de no hallar riquezas donde ponían los pies, mandó matar a todos, diciendo que así pondría escarmiento, para hacer que no abandonasen los indios sus pueblos: flaca color para satisfacer a crueldad, indigna de hombre castellano, dice el cronista Herrera, y nosotros añadiremos crimen feroz, impropio de varón cristiano!!... Halláronse en el Quinche diez cántaros de plata fina, dos de oro de subida ley, y cinco de barro, obra curiosa por los esmaltes de oro hechos con gran perfección. Llegaron a Cayambi y no hallaron el tesoro que buscaban pasaron de allí a Caranqui, donde encontraron un pequeño templo del Sol, cuyas paredes estaban vestidas de láminas de plata, y los españoles las desollaron, a honra del señor San Bartolomé, según la cáustica expresión de Oviedo. Uno de los indios del pueblo les dijo que él sabía dónde   —175→   estaba el tesoro de Atahuallpa, y, en efecto, les entregó once cántaros grandes de plata y trece de oro, y, preguntándole por lo demás, dijo que no lo sabía, porque cada cacique había escondido lo que le tocó guardar del tesoro de los incas.

En estas ocupaciones se hallaba entretenido Benalcázar, cuando llegó Almagro a Quito, desde donde le mandó venir a juntarse con él, porque don Pedro de Alvarado había desembarcado ya en Manabí y tomaba el camino para Quito, en busca de cuyos tesoros venía desde Guatemala. Recibido el aviso de Almagro, Benalcázar dio la vuelta para esta ciudad, y, al llegar en ella, se presentaron de paz siete caciques de esta comarca, los cuales fueron admitidos a la obediencia del rey de España, y ocupados en el servicio de los castellanos. Parece que entonces, acudiendo todos a Riobamba, donde los llamaba la defensa de mayores intereses, dejaron la ciudad abandonada.

Don Diego de Almagro se hallaba en Vilcas cuando recibió encargo de Francisco Pizarro para pasar a Quito e impedir que Pedro de Alvarado ocupara estas provincias, las cuales estaban comprendidas en los términos de la Gobernación señalada a Pizarro por el Emperador.

Los años y fatigas no habían quebrantado todavía al diligente y sagaz Almagro; así que recibió la orden de partir a Quito, que le fue comunicada a nombre de Pizarro, se puso en camino para San Miguel de Piura desde Jauja, donde acababa de llegar persiguiendo al general indio Quizquiz. Pocos días antes había sido éste derrotado cerca del Cuzco, y a marchas dobladas bajaba al   —176→   valle de Jauja, donde sabía que estaban muy pocos españoles, con Riquelme, encargado de guardar los tesoros que todavía no se habían distribuido. Los de Jauja se defendieron con valor heroico y Quizquiz se retiró, viniendo hacia Huancabamba, la más meridional de las provincias de Quito, y allí resolvió aguardar el éxito de la contienda, que barruntaba iba a empeñarse dentro de poco entre los mismos conquistadores.

Hernando de Soto y Gonzalo Pizarro que perseguían a Quizquiz se volvieron a Jauja, tan luego como supieron la retirada del General indio a Huancabamba; pues a los conquistadores del Perú les traía muy inquietos la noticia de la expedición de Alvarado, a quien, a cada instante, aguardaban ver desembarcar. Las ilusiones de riqueza y de prosperidad, que tanto les habían halagado, parecía que pronto iban a disiparse con la llegada de hombres enteramente nuevos, que venían a disputarles la presa en el momento mismo en que estaban a punto de repartirse sus despojos.

Almagro reunió en San Miguel alguna gente y se vino para acá apresuradamente, porque supo que Alvarado había desembarcado ya en la bahía de Caraquez, y que tomaba el camino de Quito. Llegó a Riobamba y tuvo que combatir con los indios que le oponían resistencia, pero triunfó de ellos fácilmente. Al principio Almagro reconvino a Benalcázar, porque se había apresurado a venir a la conquista de las provincias de Quito, como por su cuenta, sin expresa orden y autorización para ello del Gobernador Francisco Pizarro. La intempestiva reconvención de Almagro alteró   —177→   el ánimo de Benalcázar y le hizo dar al Mariscal, su antiguo compadre, una respuesta algo destemplada, que el segundo disimuló con grande tino; pues, teniendo al frente un enemigo común, no era tiempo de ponerse a disputar sobre celos de autoridad. Así la prudencia en disimular reparó cuanto había dañado la destemplanza en el contestar.

Entonces de mutuo acuerdo los dos capitanes resolvieron retroceder hacia Riobamba, y estar a la mira para oponerse a don Pedro de Alvarado, así que se descubriera dónde se hallaba este caudillo. Hacía algunos meses que el Adelantado de Guatemala había desembarcado en la bahía de Caraquez e internádose por la provincia de Manabí; pero no se sabía qué rumbo había tomado ni qué le había sucedido.

Casi en todas las provincias del centro y del Norte del entonces Reino de Quito y ahora República del Ecuador, los indios se mantenían con las armas en la mano; pues, aunque algunos caciques se habían entregado de paz a los conquistadores, otros, principalmente el régulo de Chambo y varios generales de Atahuallpa, sostenían ejércitos numerosos, con los cuales intentaban conservar la ya casi perdida independencia de su nación y raza.

Tan luego como Almagro levantó su campo de las llanuras de Cicalpa y se dirigió a Chambo, los indios le persiguieron, cayeron sobre la retaguardia y lograron matar tres españoles, con lo cual andaban muy alegres y llenos de orgullo. El caudaloso Chambo, cuyas corrientes atronadoras ruedan por un cauce profundo, separaba a la gente de   —178→   Almagro de los indios, que, apiñados en la orilla opuesta, hacían con gritos y alboroto alarde de valor. Mandó el Mariscal pasar algunos soldados para acometerlos, pero la corriente era tan impetuosa, que muchos de los cañaris, que intentaron vadearla, se ahogaron, y los mismos caballos retrocedían y se encabritaban rehusando entrar en el río. Al fin se logró hacer pasar unos quince, los cuales bastaron para poner en fuga a los indios, y entre los prisioneros que se tomaron cayó también el mismo curaca, indio principal y uno de los magnates del reino en tiempo de Atahuallpa.

Tratado sagazmente por Almagro, se sometió de buena gana a los conquistadores y aun les indicó de qué manera podrían vencer con seguridad a Rumiñahui. Mas, cuando los conquistadores se disponían a emprender la reducción del sitio en que se había hecho fuerte el belicoso y tenaz guerrero quiteño, unos indios, llegando alarmados, dieron aviso al curaca de Chambo de que otros extranjeros, asimismo blancos y barbados, habían asomado por las alturas de la provincia de Ambato, y andaban recorriendo la tierra y persiguiendo a sus moradores. El curaca inmediatamente comunicó la noticia a Almagro: sorpresa grande y no poco cuidado le causó al Mariscal el aviso del indio; y, por lo pronto, no acertaba a comprender quienes serían aquellos desconocidos, pues no podía imaginarse que fuese don Pedro de Alvarado con la gente de su expedición. Pero el caso era grave y la demora en saber quiénes eran los recién venidos, podía ser muy perjudicial a los intereses de los que habían descubierto   —179→   la tierra y la tenían casi ya toda conquistada. Escogió, pues, Almagro un jefe de su confianza, llamado Lope de Idiaquiez, (el cual había sido vecino de Guatemala), y le mandó que, acompañado de unos ocho de a caballo, fuera a recorrer el campo en la dirección en que, según indicaban los indios, habían asomado esos nuevos españoles. El jefe partió tomando el camino del Norte, y en la comarca de Mocha fue sorprendido por la avanzada del ejército expedicionario de Alvarado, que andaba corriendo los pueblos en busca de víveres. Inmediatamente fueron desarmados los de Almagro por los de Alvarado y llevados presos a la presencia del gobernador de Guatemala, que estaba acampado en los territorios de Panzaleo. El Adelantado los trató muy bien, mandó devolverles sus armas y los puso en libertad, declarando terminantemente, eso sí, que había venido para apoderarse del Cuzco, el cual, al decir de Alvarado, no le pertenecía a Pizarro, porque estaba fuera de los límites de la Gobernación que le había sido asignada por el Emperador.

Las pretensiones de Alvarado eran muy claras; y, así que las supo Almagro, con el regreso de sus soldados, platicó con Benalcázar y los de más capitanes acerca del partido que debían tomar en tan difíciles circunstancias; y se resolvió fundar inmediatamente una ciudad, hacer requerimientos de paz al gobernador de Guatemala, para que se saliese de la tierra donde tan temerariamente se había introducido, y, si fuese necesario, defenderla con la fuerza de las armas. Tan inesperado suceso fue, pues, la causa de la fundación precipitada de la Ciudad de Santiago   —180→   de Quito, la cual se verificó allí mismo donde estaban acampados y tenían su real los conquistadores, en una llanura, a poca distancia del lago de Colta. Hízose esta fundación, el quince de agosto de 1534, y se constituyó el Ayuntamiento de la nueva ciudad, nombrando Almagro los alcaldes y regidores de ella. Esta fue la primera población española que se fundó en el territorio ecuatoriano: hízola el Mariscal don Diego de Almagro, en nombre y con autoridad del marqués don Francisco Pizarro, Gobernador del Perú.

Mas, antes de continuar nuestra narración de los preparativos de Almagro para oponerse a los intentos de Alvarado, conviene que refiramos los varios sucesos de la expedición del célebre gobernador de Guatemala a las provincias de Quito.