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ArribaAbajoEl libro talonario

Historieta rural


I

La acción comienza en Rota. Rota es la menor de aquellas encantadoras poblaciones hermanas que forman el amplio semicírculo de la bahía de Cádiz; pero con ser la menor no ha faltado quien ponga los ojos en ella. El duque de Osuna, a título de duque de Arcos, la ostenta entre las perlas de su corona hace muchísimo tiempo, y tiene allí su correspondiente castillo señorial, que yo pudiera describir piedra por piedra...

Mas no se trata aquí de castillos, ni de duques, sino de los célebres campos que rodean a Rota y de un humildísimo hortelano, a quien llamaremos el tío Buscabeatas, aunque no era éste su verdadero nombre, según parece.

Los campos de Rota -particularmente las huertas- son tan productivos que, además de tributarle al duque de Osuna muchos miles de fanegas de grano y de abastecer de vino a toda la población -poco amante del agua potable y malísimamente dotada de ella-, surten de frutas y legumbres a Cádiz, y muchas veces a Huelva, y en ocasiones a la misma Sevilla, sobre todo en los ramos de tomates y calabazas, cuya excelente calidad, suma abundancia y consiguiente baratura exceden a toda ponderación, por lo que en Andalucía la   —149→   Baja se da a los roteños el dictado de calabaceros y de tomateros, que ellos aceptan con noble orgullo.

Y, a la verdad, motivo tienen para enorgullecerse de semejantes motes; pues es el caso que aquella tierra de Rota que tanto produce -me refiero a la de las huertas-; aquella tierra que da para el consumo y para la exportación; aquella tierra que rinde tres o cuatro cosechas al año, ni es tal tierra, ni Cristo que lo fundó, sino arena pura y limpia, expelida sin cesar por el turbulento océano, arrebatada por los furiosos vientos del Oeste y esparcida sobre toda la comarca roteña, como las lluvias de ceniza que caen en las inmediaciones del Vesubio.

Pero la ingratitud de la Naturaleza está allí más que compensada por la constante laboriosidad del hombre. Yo no conozco, ni creo que haya en el mundo, labrador que trabaje tanto como el roteño. Ni un leve hilo de agua dulce fluye por aquellos melancólicos campos... ¿Qué importa? ¡El calabacero losha acribillado materialmente de pozos, de donde saca, ora a pulso, ora por medio de norias, el precioso humor que sirve de sangre a los vegetales! ¡La arena carece de fecundos principios, del asimilable humus... ¿Qué importa? ¡El tomatero pasa la mitad de su vida buscando y allegando sustancias que puedan servir de abono, y convirtiendo en estiércol hasta las algas del mar! Ya poseedor de ambos preciosos elementos, el hijo de Rota va estercolando pacientemente, no su heredad entera (pues le faltaría abono para tanto), sino redondeles de terreno del vuelo de un plato chico, y en cada uno de estos redondeles estercolados siembra un grano de simiente de tomate o una pepita de calabaza, que riega luego a mano con un jarro muy diminuto, como quien da de beber a un niño.

Desde entonces hasta la recolección, cuida diariamente una por una las plantas que nacen en aquellos redondeles, tratándolas con un mimo y un esmero sólo comparables a la solicitud con que las solteronas cuidan sus macetas. Un día le añade a tal mata un puñadillo   —150→   de estiércol; otro le echa una chorreadita de agua; ora las limpia a todas de orugas y demás insectos dañinos; ora cura a las enfermas, entablilla a las fracturadas, y pone parapetos de caña y hojas secas a las que no pueden resistir los rayos del sol o están demasiado expuestas a los vientos del mar; ora, en fin, cuenta los tallos, las hojas, las flores o los frutos de las más adelantadas y precoces, y les habla, las acaricia, las besa, las bendice y hasta les pone expresivos nombres para distinguirlas e individualizarlas en su imaginación. Sin exagerar: es ya un proverbio (y yo lo he oído repetir muchas veces en Rota) que el hortelano de aquel país toca por lo menos cuarenta veces con su propia mano a cada mata de tomates que nace en su huerta. Y así se explica que los hortelanos viejos de aquella localidad lleguen a quedarse encorvados, hasta tal punto, que casi se dan con las rodillas en la barba...

¡Es la postura en que han pasado toda su noble y meritoria vida!

II

Pues bien: el tío Buscabeatas pertenecía al gremio de estos hortelanos.

Ya principiaba a encorvarse en la época del suceso que voy a referir; y era que ya tenía sesenta años... y llevaba cuarenta de labrar una huerta lindante con la playa de la Costilla.

Aquel año había criado allí unas estupendas calabazas, tamañas como bolas decorativas de pretil de puente monumental, y que ya principiaban a ponerse por dentro y por fuera de color de naranja, lo cual quería decir que había mediado el mes de junio. Conocíalas perfectamente el tío Buscabeatas por la forma, por su grado de madurez y hasta de nombre, sobre todo a los cuarenta ejemplares más gordos y lucidos, que ya estaban diciendo guisadme, y pasábase los días mirándolos con ternura y exclamando melancólicamente:

-¡Pronto tendremos que separarnos!

  —151→  

Al fin, una tarde se resolvió al sacrificio; y señalando a los mejores frutos de aquellas amadísimas cucurbitáceas que tantos afanes le habían costado, pronunció la terrible sentencia:

-Mañana -dijo- cortaré estas cuarenta, y las llevaré al mercado de Cádiz. ¡Feliz quien se las coma!

Y se marchó a su casa con paso lento, y pasó la noche con las angustias del padre que va a casar una hija al día siguiente.

-¡Lástima de mis calabazas! -suspiraba a veces sin poder conciliar el sueño; pero luego reflexionaba, y concluía por decir-: ¿Y qué he de hacer sino salir de ellas? ¡Para eso las he criado! Lo menos van a valerme quince duros...

Gradúese, pues, cuánto sería su asombro, cuánta su furia y cuál su desesperación, cuando al ir a la mañana siguiente a la huerta, halló que, durante la noche, le habían robado las cuarenta calabazas... Para ahorrarme de razones, diré que, como el judío de Shakespeare, llegó al más sublime paroxismo trágico, repitiendo frenéticamente aquellas terribles palabras de Shyllock, en que tan admirable dicen que estaba el actor Kemble:

-¡Oh! ¡Si te encuentro! ¡Si te encuentro!

Púsose luego el tío Buscabeatas a recapacitar fríamente, y comprendió que sus amadas prendas no podían estar en Rota, donde sería imposible ponerlas a la venta sin riesgo de que él las reconociese, y donde, por otra parte, las calabazas tienen muy bajo precio.

-¡Como si lo viera, están en Cádiz! -dedujo de sus cavilaciones-. El infame, pícaro, ladrón, debió de robármelas anoche a las nueve o las diez y se escaparía con ellas a las doce en el barco de la carga... ¡Yosaldré para Cádiz hoy por la mañana en el barco de la hora, y maravilla será que no atrape al ratero y recupere a las hijas de mi trabajo!

Así diciendo permaneció todavía cosa de veinte minutos en el lugar de la catástrofe, como acariciando las mutiladas calabaceras, o contando las calabazas que faltaban, o extendiendo una especie de fe de livores,   —152→   para algún proceso que pensara incoar hasta que, a eso de las ocho, partió con dirección al muelle.

Ya estaba dispuesto para hacerse a la vela el barco de la hora, humilde falucho que sale todas las mañanas para Cádiz a las nueve en punto, conduciendo pasajeros, así como el barco de la carga sale todas las noches a las doce, conduciendo frutas y legumbres...

Llamábase barco de la hora el primero, porque en este espacio de tiempo, y hasta en cuarenta minutos algunos días, si el viento es de popa, cruza las tres leguas que median entre la antigua villa del duque de Arcos y la antigua ciudad de Hércules...

III

Eran, pues, las diez y media de la mañana cuando aquel día se paraba el tío Buscabeatas delante de un puesto de verduras del mercado de Cádiz, y le decía a un aburrido polizonte que iba con él:

-¡Éstas son mis calabazas! ¡Prenda usted a ese hombre!

Y señalaba al revendedor.

-¡Prenderme a mí! -contestó el revendedor, lleno de sorpresa y de cólera-. Estas calabazas son mías; yo las he comprado...

-Eso podrá usted contárselo al alcalde -repuso el tío Buscabeatas.

-¡Que no!

-¡Que sí!

-¡Tío ladrón!

-¡Tío tunante!

-¡Hablen ustedes con más educación, so indecentes! ¡Los hombres no deben faltarse de esa manera! -dijo con mucha calma el polizonte, dando un puñetazo en el pecho a cada interlocutor.

En esto ya había acudido alguna gente, no tardando en presentarse también allí el regidor encargado de la   —153→   policía de los mercados públicos, o sea el juez de abastos, que es su verdadero nombre.

Resignó la jurisdicción el polizonte en su señoría, y enterada esta digna autoridad de todo lo que pasaba, preguntó al revendedor con majestuoso acento:

-¿A quién le ha comprado usted esas calabazas?

-Al tío Fulano, vecino de Rota... -respondió el interrogado.

-¡Ése había de ser! -gritó el tío Buscabeatas-. ¡Muy abonado es para el caso! ¡Cuando su huerta, que es muy mala, le produce poco, se mete a robar en la del vecino!

-Pero admitida la hipótesis de que a usted le han robado anoche cuarenta calabazas -siguió interrogando el Regidor, volviéndose al viejo hortelano-, ¿quién le asegura a usted que éstas y no otras son las suyas?

-¡Toma! -replicó el tío Buscabeatas-. ¡Porque las conozco como usted conocerá a sus hijas, si las tiene! ¿No ve usted que las he criado? Mire usted: ésta se llama Rebolonda;ésta, Cachigordeta; ésta, Barrigona;ésta, Coloradilla; ésta, Manuela... porque se parecía mucho a mi hija la menor...

Y el pobre viejo se echó a llorar amarguísimamente.

-Todo eso está muy bien... -repuso el juez de abastos-; pero la ley no se contenta con que usted reconozca sus calabazas. Es menester que la autoridad se convenza al mismo tiempo de la preexistencia de la cosa, y que usted la identifique con pruebas fehacientes... Señores, no hay que sonreírse... ¡Yo soy abogado!

-¡Pues verá usted qué pronto le pruebo yo a todo el mundo, sin moverme de aquí, que esas calabazas se han criado en mi huerta! -dijo el tío Buscabeatas, no sin grande asombro de los circunstantes.

Y soltando en el suelo un lío que llevaba en la mano, agachóse, arrodillándose hasta sentarse sobre los pies, y se puso a desatar tranquilamente las anudadas puntas del pañuelo que lo envolvía.

La admiración del concejal, del revendedor y del corro subió de punto.

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-¿Qué va a sacar de ahí? -se preguntaban todos.

Al mismo tiempo llegó un nuevo curioso a ver qué ocurría en aquel grupo, y habiéndole divisado el revendedor, exclamó:

-¡Me alegro de que llegue usted, tío Fulano! Este hombre dice que las calabazas que me vendió usted anoche, y que están aquí oyendo la conversación, son robadas... Conteste usted...

El recién llegado se puso más amarillo que la cera, y trató de irse; pero los circunstantes se lo impidieron materialmente, y el mismo regidor le mandó quedarse.

En cuanto al tío Buscabeatas, ya se había encarado con el presunto ladrón, diciéndole:

-¡Ahora verá usted lo que es bueno!

El tío Fulano recobró su sangre fría, y expuso:

Usted es quien ha de ver lo que habla; porque si no prueba, y no podrá probar, su denuncia, lo llevaré a la cárcel por calumniador. Estas calabazas eran mías; yo las he criado como todas las que he traído este año a Cádiz, en mi huerta del Egido, y nadie podrá probarme lo contrario.

-¡Ahora verá usted! -repitió el tío Buscabeatas acabando de desatar el pañuelo y tirando de él.

Y entonces se desparramaron por el suelo una multitud de trozos de tallo de calabacera, todavía verdes y chorreando jugo, mientras que el viejo hortelano, sentado sobre sus piernas y muerto de risa, dirigía el siguiente discurso al concejal y a los curiosos:

-Caballeros: ¿no han pagado ustedes nunca contribución? ¿Y no han visto aquel libraco verde que tiene el recaudador, de donde va cortando recibos, dejando allí pegado un tocón o pezuelo, para que luego pueda comprobarse si tal o cual recibo es falso o no lo es?

-Lo que usted dice se llama el libro talonario -observó gravemente el regidor.

-Pues eso es lo que yo traigo aquí: el libro talonario de mi huerta, o sea los cabos a que estaban unidas estas calabazas antes de que me las robasen. Y, si no, miren ustedes. Este cabo era de esta calabaza...   —155→   Nadie puede dudarlo... Este otro... ya lo están ustedes viendo..., era de esta otra. Este más ancho..., debe de ser de aquélla... ¡Justamente! Y éste es de ésta... Ése es de ésa... Ésta es de aquél...

Y en tanto que así decía, iba adaptando un cabo o pedúnculo a la excavación que había quedado en cada calabaza al ser arrancada, y los espectadores veían con asombro que, efectivamente, la base irregular y caprichosa de los pedúnculos convenía del modo más exacto con la figura blanquecina y leve concavidad que presentaban las que pudiéramos llamar cicatrices de las calabazas.

Pusiéronse; pues, en cuclillas los circunstantes, incluso los polizontes y el mismo concejal, y comenzaron a ayudarle al tío Buscabeatas en aquella singular comprobación, diciendo todos a un mismo tiempo con pueril regocijo:

-¡Nada! ¡Nada! ¡Es indudable! ¡Miren ustedes! Éste es de aquí... Ése es de ahí... Aquélla es de éste... Ésta es de aquél...

Y las carcajadas de los grandes se unían a los silbidos de los chicos, a las imprecaciones de las mujeres, a las lágrimas de triunfo y alegría del viejo hortelano y a los empellones que los guindillas daban ya al convicto ladrón, como impacientes por llevárselo a la cárcel.

Excusado es decir que los guindillas tuvieron este gusto; que el tío Fulano viose obligado, desde luego, a devolver al revendedor los quince duros que de él había percibido; que el revendedor se los entregó en el acto al tío Buscabeatas, y que éste se marchó a Rota sumamente contento, bien que fuese diciendo por el camino:

-¡Qué hermosas estaban en el mercado! ¡He debido traerme a Manuela, para comérmela esta noche y guardar las pepitas!

Noviembre de 1877.



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ArribaAbajoUna conversación en la Alhambra

I

La procesión del Corpus

Entre los innumerables forasteros que han concurrido este año a Granada a disfrutar de las famosas fiestas del Santísimo Corpus Christi, con que se celebra y conmemora en aquella ciudad, no sólo el misterio de la Eucaristía, sino también la expulsión de los moros por don Fernando y doña Isabel, hemos tenido la fortuna de contarnos cierto personaje todavía joven, y yo..., que lo soy absolutamente. De mí ya tienen los lectores algunas noticias... Digamos, pues, quién era, o más bien, cómo era el otro joven.

Había éste llegado conmigo en diligencia a la gran ciudad morisca; pero no procedente, como yo, de la corte de las Españas, ni muchísimo menos, sino de la humilde Venta del Zegrí, donde la diligencia muda tiro y distante de Granada unas seis leguas. Durante el corto tiempo que tardamos en andarlas al galope de diez alborotados caballos apenas cambiamos algunos cumplimientos, siguiendo la moda extranjera de no dirigir la palabra a los compañeros de viaje a quienes no se conoce; pero en cambio, me solacé en estudiar detenidamente el porte y fisonomía del tal viajero, y en   —157→   inventarle, según acostumbro en situaciones análogas, toda una historia o biografía al tenor de mis intuiciones psicológicas.

Érase un gallardo personaje, de treinta y dos a treinta y tres años, de noble estatura, moreno pálido como el mármol antiguo, de reposada actitud, elegantes movimientos, y serio y hasta melancólico cuando hablaba (que repito fue muy poco, y ese poco, más bien con el mayoral que conmigo). Por cierto que creí notar en su voz algún acento extranjero, ni francés, ni inglés, ni italiano, ni alemán, ni portugués, que son los que yo suelo percibir, aunque no sepa hablar tantos idiomas, sino de una especie enteramente nueva para mis oídos. Llevaba toda la barba, bien que muy corta, y esta barba, sumamente negra, tenía traza y dibujo de oriental, o sea de semítica. Sus grandes y expresivos ojos, de un negro aterciopelado, recordaban asimismo los de Malek-Adel, el héroe de Matilde o Las Cruzadas que todos hemos adorado tanto cuando niños. En sus manos advertíase la perfección anatómica más que la aristocrática; pero sus pies eran irreprochables en ambos conceptos. Vestía el traje de camino de rigor en toda Europa, sin que ofreciera en él nada de notable, como no fuera el gracioso abandono con que lo llevaba. Cubría, en fin, su cabeza, pelada escrupulosamente, un gorro medio griego, medio inglés, que añadía perfiles clásicos a aquella magnífica figura.

¿Quién podía ser? En verdad os digo que me separé de él al bajar del coche en Granada, sin haberlo podido determinar, o sea sin fijarme en ninguna de las mil conjeturas que formé por el camino. Ahora, si queréis saber cuáles fueron esas conjeturas, os diré que aquel hombre me parecía a un mismo tiempo un capitán de bandidos, un príncipe viajando de incógnito, un artista italiano, un dependiente de casa de comercio, un marqués andaluz, un pirata, un poeta, un cómico de provincias, un ser fantástico del género vampiro, un novicio de frailes jerónimos y un soldado de Garibaldi; algo, en fin, extraordinario por lo ilustre, por lo exótico,   —158→   por lo terrible, por lo dramático, por lo sobrenatural, o por lo farsante y poco divertido.

Pregunté al mayoral su nombre y me dijo que como aquel viajero había montado tan cerca de Granada, no se le había extendido billete. Pensé en seguirlo; pero algunas personas que habían ido a esperarme reclamaban mi atención. Ocurrióseme someterlo a un interrogatorio; pero lo juzgué descortesía. Contesté, pues, a su silencioso saludo, con otro movimiento de cabeza, y me dirigí a la Fonda de la Victoria todo lleno de curiosidad.

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A las nueve de la mañana siguiente (día del Corpus), las campanas repicando a vuelo, las músicas de la guarnición tocando la Marcha Real, las olorosas hierbas que alfombraban la entoldada vía, las colgaduras que adornaban los balcones, y el numeroso gentío que lo inundaba todo, indicaban que la procesión recorría las calles de la Jerusalén de Occidente.

Yo me aposté en la plaza de Bib-rambla, cerca del Zacatín, y pocos momentos después desfilaron ante mis ojos corporaciones, cofradías, niños de la Inclusa, cruces parroquiales y toda la brillante comitiva que sigue y precede al Santísimo Sacramento.

Pasaron, en fin, llevadas a hombros por ocho sacerdotes, las pesadísimas andas de plata, donde iba en rica y primorosa custodia de oro y pedrería la consagrada hostia, y la reverente muchedumbre abatió la cabeza, cayó de rodillas y se golpeó el pecho, produciendo a todo lo largo de plazas y calles una palpitación de santo entusiasmo, cual si todos los corazones respondiesen con sordo acento a aquellos himnos que cantaban cien armoniosas voces, entre el repique glorioso de las campanillas, las nubes del incienso y el aroma de las flores que rodeaban la custodia.

Sólo un hombre permanecía de pie en medio de la multitud postrada...

Naturalmente, llamó mi atención, como la de todo el mundo...

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Mirélo, ¡y era él!, ¡era mi compañero de viaje!

Yo no sé si en mis ojos tomó la extrañeza visos de consejo o de afectuosa reprensión... Ello es que el forastero, no bien cruzó su mirada con la mía, me saludó levemente, y se arrodilló con todos.

Un momento después la procesión había pasado, la gente se arremolinaba para volver a salir a su encuentro, y yo perdí de vista a mi hombre entre las oleadas de la muchedumbre.

II

EL ÚLTIMO ZEGRÍ

Aquella tarde subí a la Alhambra.

Sus oscuras alamedas, sus viejos torreones, sus plazas y palacios estaban solos.

La festividad cristiana retenía a todo el mundo en la ciudad.

Entré en la Casa Real, como se llama ordinariamente al palacio de los reyes moros.

Aquel palacio, hecho por las hadas, según Zorrilla, encontrábase también en la más dulce soledad y hondo silencio. Acaso alguna golondrina, procedente del África, cantaba sobre el mismo capitel en que sus antepasadas descansaron hace cuatro siglos... También el sol acariciaba, como en otro tiempo, las esbeltas columnas del Patio de los Leones, y no se desdeñaba de penetrar riente y cariñoso por las caladas galerías...

Pensando iba yo en cosas tan insignificantes como éstas, cuando noté que no me hallaba solo en aquel patio. Allá, frente a uno de los bellísimos templetes que están restaurando en este momento, distinguí a mi compañero de viaje, que miraba fijamente el estado de la obra.

Mis pasos le hicieron volver la cabeza: púsose ligeramente colorado, y vino a mi encuentro sin vacilar.

Nos dirigimos algunas frases de pura cortesía, y volviéndose   —160→   luego él hacia el templete que examinaba cuando llegué yo, me dijo en tono de sentida queja:

-¿Por qué derriban esto?

Inspirábale tal pregunta la circunstancia de haber unos andamios en torno del templete y hallarse por tierra algunos fragmentos de su techumbre.

-No lo derriban -le contesté-, sino que lo reconstruyen.

-¡Lo reconstruyen! ¡Conque los españoles amáis la Alhambra! -exclamó asombrado el raro personaje.

-¡La amamos sobre toda ponderación! -le respondí.

-¡Oh! -continuó él-, dispense usted la confianza con que le hablo... ¡Estaba aquí tan solo, creyendo que nadie más que yo se acordaría hoy del viejo alcázar islamita! ¡Era tan natural que también usted permaneciese allá abajo esta tarde, consagrado a la gran festividad nazarena que celebra la moderna Granada!... A propósito debo a usted una explicación. Esta mañana, en el Zacatín, me reprendió usted con la mirada... (no lo niegue usted), porque no me había arrodillado. ¡Ay! No fue soberbia; no fue impiedad. ¡Quizás yo también soy ya cristiano! Era que el dolor me enloquecía...

-Perdóneme usted si no le comprendo... -repliqué, haciéndome todo oídos, pues veía venir la ansiada biografía de mi hombre.

-Y, sin embargo... -prosiguió él con honda melancolía-, ¡yo necesito dar rienda suelta a mis sentimientos! Ayer, cuando nos acercábamos a esta ciudad santa, usted me veía palpitar en silencio... Esta mañana, durante la procesión, usted sorprendió también las preocupaciones de mi espíritu... Por consecuencia, usted es ya mi confidente... Escúcheme, pues, un momento...

Así diciendo, cogióme una mano y me condujo a la próxima Sala de los Abencerrajes.

-¡Aquí -dijo-, sobre esa fuente de mármol que aún ve usted enrojecida, los valientes zegríes hicieron rodar la cabeza de los abencerrajes! ¡En ese patio y   —161→   en esa sala moraban aquellas huríes, hijas del Yemen y de Damasco, que encantaron la vida de los soldados del Profeta! ¡Alce la vista, y contemple esos calados miradores, que aún visitará esta noche la inconstante Luna! ¡Mire esos techos bordados de oro y de carmín, y verá la misteriosa leyenda de cien gloriosos reinados!... ¡Ahí están las alabanzas a Dios y a sus guerreros! Desde Alhamar, que levantó este Alcázar en cuarenta años, hasta Boabdil, que lo perdió en el tiempo que dura un suspiro, todos los héroes granadinos fueron grabando su nombre en esas galerías fantásticas... ¡Oh viejo Yussef!... ¡Oh desgraciado Muley!... ¡Oh noble Mahomad!... ¿Dónde están vuestros infortunados descendientes? ¡Aquí tenéis al ÚLTIMO ZEGRÍ, que viene a evocar vuestras sombras entre las ruinas de la Alhambra! ¡Ay de mis infelices hermanos!

-¡El último zegrí! -exclamé lleno de asombro y maravilla-. ¿Cómo?... ¿usted?...

A todo esto iba oscureciendo. El hombre misterioso se apoyó en mi brazo, y así dejamos la Sala de los Abencerrajes, atravesamos el Patio de los Leones, cruzamos el del Estanque y penetramos al fin en el Salón de Embajadores.

Por el camino iba yo dándome cuenta de lo extraordinario de mi aventura. ¡Encontrar un zegrí a mitad del siglo XIX, y encontrarlo vestido a la inglesa, hablando el francés y el español perfectamente, cortés y flexible como un parisiense, tolerante y humano como el mejor católico! ¿Qué poeta imaginaría mayor fortuna? ¡Chateaubriand mismo me hubiera dado su abencerraje de papel, a trueque de mi zegrí de carne y hueso!

El balcón o ajimez del Salón de Embajadores es uno de los parajes clásicos de la Alhambra. Sus vistas dan a los siempre floridos cármenes de la Carrera de Darro: enfrente se levantan las pintorescas colinas del Sacro Monte, y abajo óyese el melancólico rumor del río, que se abre calle por un abismo cubierto de árboles y de flores; árboles y flores que suben escalonados [162] por aquel flanco de la fortaleza, hasta llegar a los ajimeces y perfumar las estancias del palacio. Es un cuento de las Mil y una noches; es una construcción de genios y de hadas...

Pues a aquel balcón me asomó el zegrí.

Ya se apagaba el crepúsculo al otro lado de la catedral, cuya oscura mole gigantesca se destacaba sobre el fondo de oro del Poniente. La Luna empezaba a blanquear la copa de los árboles, deshaciéndose como una gasa de plata por las oscuridades de los bosques y las quebradas del terreno. Los ruiseñores, huéspedes eternos de aquel paraíso, la saludaban con sus más amorosos cantos, mientras que el cuclillo, contador del silencio, lanzaba ya su compasado gemido, que había de repetir toda la noche. ¡Era el anochecer!, ¡era la primavera!, ¡era en Granada!... ¡Los que no hayáis amado o llorado en aquel edén y a semejante hora, vanamente querréis imaginaros todo el misterio, todo el encanto, toda la poesía que caben en el alma humana!

«-Sí, yo soy africano; yo soy Aben-Adul, ¡el último de los zegríes! -continuó aquel ser novelesco.

»Digo mal; yo soy tan español como tú; yo soy un granadino desterrado; yo soy de raza proscrita...

»Aún no hace tres siglos que mis padres, mi tribu entera, los deudos y vasallos de mis mayores, fueron lanzados de las casas que habían construido, de las tierras que habían labrado, de los bosques que plantaron para que les dieran sombra en su vejez...

»"Sois africanos", les dijisteis, ¡cuando llevaban siete siglos de vivir en España!, y los echasteis de esta tierra; los arrojasteis al mar.

»Ellos, por un milagro del Altísimo, nadie sabe cómo, nadando, o en frágiles barquillas, náufragos y hambrientos, llegaron a la otra costa del Mediterráneo, al África olvidada, a las playas de un continente desconocido...

»¡Decíais que aquélla era nuestra patria...! Pues escuchad:

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»Llegamos allí, y los reyes del Atlas y del Desierto nos llamaron extranjeros, como vosotros, y nos dijeron: "¡Sois españoles..., volved al mar!"

»¡Henos, pues, entre dos costas que nos niegan abrigo!... ¡Henos en la más espantosa soledad!

»Entre el mar y el imperio de Marruecos había una playa asolada por la guerra. Llamábase el Rif.

»Allí acampamos sin vestidos y sin pan, sin instrumentos de labranza, sin jefes ni sacerdotes, sin ley ni Dios, ¡como los maldecidos hebreos!

»Después nos fuimos corriendo hacia Tetuán y Tánger, donde se establecieron las familias más dichosas, quedándonos los demás guarecidos en las montañas.

»¡Y allí estamos hace trescientos años, cargados con la tienda de lienzo que nos sirve de hogar, errantes, nómadas, sin civilización, sin artes, sin nombre, sin rey, sin patria, sin sepultura!

»El emperador marroquí nos roba o nos persigue como a fieras...

»El rey cristiano nos llama perros y nos fusila.

»Ni el uno ni el otro nos da carta de ciudadanía, nos llama compatriotas, nos reconoce como hermanos.

»¡De aquí es que nosotros, los hijos de aquellos príncipes desheredados, volvamos mal por mal, pillaje por pillaje, hierro por hierro, infamia por infamia.

»¡Allí están!... ¡ahí enfrente!...

»¡Yo no volveré nunca a ver a mis hermanos del Rif!

»¡Allí están los que edificaron el Generalife, los que habitaron el Albaicín, los que hicieron un paraíso de esta vega, los que bordaron de jardines las márgenes de los ríos, los que esmaltaron de oro las rocas, los que alfombraron de flores su camino.

»¡Así invadieron ellos, así colonizaron!

»Mi raza ha cumplido su misión sobre la Tierra... no así la tuya.

»Nosotros, al pasar por España, la mejoramos, la civilizamos, la sacamos de la barbarie. Médicos, poetas, botánicos, arquitectos, filósofos, industriales, agricultores, todo lo fuimos en vuestro país. El arte y la ciencia   —164→   pueden estarnos agradecidos: la humanidad nos debe un voto de gracias.

»Pues allí están, vuelvo a decir; allí están mis compatriotas, sumidos en la miseria, en la ignorancia, en la ignominia; y vosotros aquí, felices, opulentos, poderosos, ilustrados...

»Ahora bien, cristianos, filántropos, propagandistas, negrófilos; ¿qué habéis hecho por mis padres y mis hermanos?

»¿Para cuándo las armas? ¿Para cuándo la elocuencia? ¿Para cuándo el martirio?

»¿Cómo no os horrorizáis al pensar que lindando con España hay una raza bárbara, salvaje, casi feroz, y que vosotros no hacéis nada para redimirla?

»Yo comprendo el estado brutal del groenlandés, que vive en los límites del mundo, en una montaña de hielo, inaccesible a los hombres de otra raza; yo lo comprendo también en el negro, que vive enterrado en las arenas aún no exploradas de la zona tórrida... ¡En una y otra parte puede haber hombres fuera de la ley!

»¡Pero que los haya en el centro del mundo civilizado, lindando por todas partes con pueblos cultos, y que estos pueblos cultos los dejen vivir y morir como irracionales, es indigno, es escandaloso, es sacrílego!

»¡Vosotros, españoles, responderéis ante Dios de los crímenes que cometan los moros en esta vida y de su condenación en la otra!...

»Vosotros, sí, por haber olvidado vuestro destino, por haber abdicado vuestro derecho, por haber faltado a la ley providencial de la civilización.

»¡En cuanto a mí -continuó con amargura-, yo no soy ya africano, no soy ya islamita, yo no soy ya zegrí!... A los quince años era el poeta de mi cabila: un generoso cristiano me instruyó en tu lengua y en tu religión, y con tu lengua aprendí mi historia, y mi historia me encendió el rostro de vergüenza.

»¡Yo, descendiente de reyes, convertido en una bestia como Nabucodonosor! ¡Yo, poeta, vivir despreciado del mundo que piensa y siente; ser mengua de la especie   —165→   humana, paria entre los ciudadanos, degradación y bochorno de mi estirpe!...

»Vendí mis ganados, vendí mi espingarda, vendí mi tienda, besé tres veces a mi prometida esposa, la bella Alcina, y huí del África para siempre.

»Diez años hace que recorro el mundo: la fortuna me ha sido propicia en cuanto he intentado: guerrero en Crimea, comerciante en la India, cónsul en Jerusalén, marino en América, todo lo he sido, todo lo seré, menos rifeño...

»Pero si mis riquezas, si mi valor, si mi fe en Cristo, si mi amor al hombre pudieran servir alguna vez para volver a mis hermanos la dignidad social que han perdido, la jerarquía humana que se les niega, los bienes de la civilización que olvidaron, ¡mi vida no habría sido inútil y la felicidad descendería por primera vez a mi corazón!

III

EL FANDANGO

Así habló Aben-Adul. Yo le estreché la mano con verdadera ternura, y ya me disponía a contestarle con uno de esos artículos de fondo que los periodistas españoles solemos dedicar a nuestro porvenir en África (artículos que el Gobierno va considerando al fin de primera necesidad), cuando un nuevo incidente vino a añadir encantos y poesía a aquella romántica escena, que yo hubiera indudablemente convertido en triste prosa.

Allá abajo, entre las arboledas que se inclinaban sobre el río, resonó la trémula y delicada vibración de una guitarra que balbucía algunos acordes del fandango.

-¡Oye!... -me dijo el zegrí-. ¡Los ecos del África responden a mis suspiros!... Eso que escuchas es el canto del desierto, el rezo de la caravana...

Aquí el nocturno trovador entonó una de aquellas coplas de largas cadencias y voluptuosa melodía que   —166→   encierran toda la apasionada tristeza de unos trágicos amores andaluces.

-¡Alcina! -murmuró el africano.

Era, sí, la canturia melancólica de su tierra. Era aquel aire monótono y lánguidamente acompasado que encontró el francés David en los arenales argelinos. Era el fandango, y luego fue la rondeña, y después la caña, la soledad, las playeras... ¡Todo el glosario, en fin, del sencillo e incomparable tema musical de Andalucía, que nos envidia hasta la inspirada Italia!

Razón tiene para envidiarlo; que nunca ha producido el sentimiento de la desterrada familia de Adán melodía tan íntima y tierna, tan natural e inefable, como la queja infinita, como el suspiro eterno, como el ¡ay! mil veces repetido sobre que giran nuestros cantos meridionales...

¡Oh! Y cuando es de noche...; cuando es la hora en que los tiempos pasados reaparecen en la imaginación; cuando la soledad, la Luna, la dormida Naturaleza, el silencio, la ingénita poesía del alma, todo viene a conturbar los más apartados mares del espíritu, los nunca explorados desiertos de la idea...; entonces, ¡ay!, entonces, ese encanto africano, esa misteriosa guitarra, ese vago concepto de la copla, esa memoria vaga de los moros, esa pena de desterrados que sentimos, esa esperanza de nuevas patrias que nos alienta, todo eso arranca del fondo de nuestro corazón un dulce llanto, una santa y deliciosa tristeza, no sé qué solemne y exaltada plegaria, que bien puede compensar y redimir toda una vida de vanidad y de locura.

Así aconteció en aquel momento; y seguro estoy de que, mientras yo pensaba en los sueños esplendorosos de mi niñez, concebidos al compás de aquella música, en los delirios de mi adolescencia, en seres queridos que me robó la muerte, en noches de amor desvanecidas, en ilusiones que ayer miraba en el porvenir y que hoy sólo encuentro en lo pasado, Aben-Adul pensaba en África, donde también resuena por la noche aquel patético canto, donde aquella misma Luna esclarece los risueños valles   —167→   del Atlas, donde acaso en aquel momento refrescaba la primera brisa el abrasado corazón de una mujer que no había podido olvidarle...

Mucho tiempo permanecimos de este modo, bajo el peso de nuestra respectiva fatalidad...

Al fin cesó aquella serenata que nos tenía como magnetizados, y entonces el moro renegado, enjugando una lágrima y estrechándome entre sus brazos de hierro.

-¡Adiós, hermano! -exclamó-. ¡Nunca hubiera venido a la Alhambra! Parto para el Norte... ¡Mañana no me alumbrará la luna de Andalucía! ¡Gracias por haberme comprendido! ¡Adiós, y Él te acompañe!

Así habló, y sin esperar mi respuesta, alejóse y desapareció prontamente, como si se desvaneciera en la fantástica penumbra de las columnatas moriscas que la luz del astro de la noche dibujaba sobre las losas del patio y sobre el agua silenciosa del estanque...

¿Había yo soñado? ¿Estaba despierto?

¿Para qué decíroslo? ¿Hay por acaso tanta diferencia entre el sueño y la realidad?

Guadix, junio de 1859.



  —168→  

ArribaAbajoEl año campesino

El Tiempo es la primera materia de la vida: y así como el cáñamo (verbigracia) les sirve a unos industriales para hacer alforjas, a otros para velas de barco, a éstos para alpargatas y a aquéllos para ahorcarse, el Tiempo toma también diversas formas y se aplica a diferentes usos, según el oficio, las necesidades o las aficiones de los humanos.

Vayan algunos ejemplos.

Los historiadores dividen el Tiempo por edades, por civilizaciones (palabra muy de moda), por pontificados, por dinastías, por reinados, por guerras y porotras habilidades de la llamada sociedad.

Los astrónomos y los gobernantes lo han dividido, ora en siglos, ora en décadas, ora en olimpíadas, ora en lustros, ora en años, ora en nonas, ora en meses, ora en idus, ora en semanas ;y lassemanas en días, y losdías en horas, y lashoras en minutos, y losminutos en segundos...; todoello sin contar los quinquenios, los trienios, los bienios, las cuarentenas de los buques y de las personas, y otra porción de grandes cosas, como los años embolísmicos y los bisiestos.

Los médicos no se han quedado atrás, y computan el Tiempo por edades fisiológicas, formando cuatro grupos: 1.º Infancia y puericia. 2.º Adolescencia y juventud. 3.º Edad viril, edad consistente y edad madura. 4º. Vejez, decrepitud... y cuerpopresente. Esta última fórmula es de mi cosecha.

  —169→  

Los políticos cuentan por elecciones, por legislaturas, por ministerios. Para ellos empieza el año cuando se abren las Cortes y se acaba el mundo cuando caen del Poder.

«-En tiempos de Bravo Murillo -dice uno- me dejé toda la barba.

-¡Hombre! ¡Mire usted qué casualidad! -exclama otro-. Entonces me casé yo.

-¿Cómo? ¿Era usted ministerial?

-¡Ya lo creo! Por eso me casé.

-Pues yo me dejé la barba porque era de oposición.

-¡Ah! Ya..., ¡como republicano!

-¡No, señor: para ahorrarme el barbero!

-Eso es otra cosa. Y, diga usted, ¿qué fue de Nazaria? ¿Se casó al fin?

-Sí, señor: a la caída del ministerio de Narváez.

-¡Demonio! Pero ahora reparo... Lleva usted una cadena muy hermosa...

-¡No es fea!... Me la compré cuando mandaba Ruiz Zorrilla...

-¡Demonio!»

A todo esto se nos había olvidado decir que los políticos cuentan también por revoluciones y por Constituciones, por motines y por palizas.

«-¿Qué tiene usted, señor Antonio? ¡Está usted desmejorado!

-¡Qué tiene usted! ¡Desde el 56 me quedé así!... Un cazador del ejército me pegó un culatazo...

-Eso sería el 17 de julio...

-Sí, señor.

-Pues yo le debo mi felicidad a la del 66. Me metieron, herido, en casa de una jamona muy rica, y me casé con ella.

-Y usted, ¿por qué lo colocaron?

-Porque yo soy de los del 20 a 23.

-No es una razón. Mi padre fue doceañista y está cesante.

-No se presentaría el 40...

  —170→  

-¡Vaya si se presentó! Del 40 al 43 no hizo otra cosa que visitar al duque; pero no hubo vacante en Establecimientos Penales, que era su carrera. Así fue que el 26 de marzo se echó a la calle contra las instituciones...

-¿Cuando lo de Fulgosio?

-¡Justo!

-Pues, amigo, yo me he desengañado de todo. A mí me gusta más un 3 de enero que todos los 29 de septiembre habidos y por haber.»

Hablemos de los hacendistas. Para los hacendistas no hay tampoco años ni meses; no hay más que ejercicios económicos, divididos en trimestres para cobrar los impuestos, y en semestres para no pagar los cupones. Conque doblemos la hoja de los hacendistas.

Los empleados han hecho también su composición de lugar. Según ellos, el Tiempo es una acumulación de años de servicio y, partiendo de este axioma, han inventado el abono de tiempo, que es como vivir de milagro, y la jubilación, que equivale a estar a la vez muertos y vivos. Para los empleados no hay fechas históricas, fuera de las de sus credenciales y ceses. En su entender, el que no ha servido no ha vivido, y, por consiguiente, tanto vales cuanto has cobrado del presupuesto. Su almanaque no trae más que un santo: Santa Nómina; pero en sus Apocalipsis hay ahora un tremendo Antecristo: ¡el Descuento! ¡Pobresempleados! En medio de todo, su imaginación persigue constantemente con generoso amor una santa y piadosa Dulcinea: la viudedad para una pobre mujer, o la pensión para unas inocentes hijas. A este precio no les importa morir.

Pasemos a los militares. Los genuinos militares no cuentan tampoco por años, sino por campañas. ¡Éstas sí que son legislaturas! ¡Su cómputo arranca, después de los cuarteles de invierno, en el instante que vuelve a tronar el cañón y la cosa termina como y cuando Dios quiere! ¡Bravos almanaqueros! ¡Lástima que   —171→   hayan inventado el tiempo doble, verdadera superfetación cronológica, por cuyas resultas hay quien tiene veinticinco años de edad y cuarenta y tantos de servicios!

Los actores y los cantantes tienen también sus legislaturas o campañas, que se llaman temporadas. El año cómico o lírico empieza en septiembre u octubre, y acaba en abril o junio. En cuanto a los cómicos de la legua, podría decirse que existen a ratos, a modo de locos con momentos lúcidos. El resto del tiempo viven como los lagartos: de sus propias carnes, o sea de lo que comieron en mejor ocasión.

Pero este prólogo va picando en historia, y tenemos que apretar el paso si hemos de llegar a hablar de los campesinos.

Digamos, pues, que los mineros no cuentan tampoco por años, sino por varadas; que los estudiantes cuentan por cursos, y los burros y los caballos por dientes.

Los sastres y las modistas se rigen por modas y porel grueso de las telas; pero con tal saña que, no bastándoles dos tiempos para dejarnos en cueros a fuerza de vestirnos, esto es, no contentos con saquearnos el verano y el invierno, han inventado una cosa peor que el abono de tiempo de los empleados y que el tiempo doble de los militares: han inventado los entretiempos.Hay, pues, modas y telas de primavera, modas y telas de verano, modas y telas de otoño, y modas y telas de invierno... ¡Qué horror, padres que tenéis hijos!

El año balneario es muy corto: principia cuando el primer bañista entrega su duro al director del establecimiento y concluye cuando se va el último tullido, ya sin muletas, en busca de otra parálisis.

La Iglesia tiene también su cómputo aparte: Ciclos, Epactas, Témporas, Adviento, Septuagésima, Sexagésima, Quincuagésima, Cuaresma, Pasión, Ramos, Pascua de Resurrección, Cuasimodo, Pentecostés, y luegootras veinticinco dominicas numeradas, hasta volver al primer Domingo de Adviento...

  —172→  

Conque ya veis si acertábamos al deciros que el Tiempo humano hace tiras y capirotea según le parece...

Veamos ahora cómo cuentan y se entienden las gentes rústicas, o sea cómo se divide el año campesino.

II

El verdadero campesino español no sabe, por lo regular, en qué siglo ni en qué año vive (lo cual es envidiable).

Todos sus cómputos y cábalas giran sobre tres datos de su propia existencia, que son: el año en que confesó por primera vez; el año en que entró en quintas, y el año en que contrajo matrimonio. El resto de su historia es un confuso mar de días.

Digo más: nuestro hombre ignora cuántos meses tiene el año, o cómo se llaman estos meses, y los días que trae cada uno. Mezcla de moro y de cristiano, se guía por la Luna si quiere seguir la sucesión del Tiempo, o por las festividades de la Iglesia si tiene que señalar plazos a día fijo.

«Para San Antón», dice cuando se trata de enero.

«Para la Candelaria», si se trata de febrero.

«Para San José», si se trata de marzo.

«Para San Marcos», si se trata de abril.

Mayo suele llamarse «por Pascua florida».

Junio es siempre «el mes de San Juan».

Julio «el mes de Santiago».

El mes siguiente no tiene más que un día: el día de la Virgen de Agosto, o sea el 15, fecha en que cumplen todos los arrendamientos de fincas rústicas.

Septiembre está reducido al día de San Miguel, en que se ajustan los criados. También lleva el nombre de «por ferias».

Octubre goza de varias denominaciones. Se llama «por San Francisco»; se llama «el cordonazo»; se llama «las primeras aguas», y se llama «la sementera».

  —173→  

Noviembre es el «mes de los Santos» si se trata de su primera mitad; y si se trata de la segunda, hay que decir «para San Andrés». En este último caso, es indudable que la cuestión versa sobre cerdos.

Diciembre, en fin, tiene por nombre unas veces «la Purísima», y otras «Pascua de Navidad».

No es ésta la única nomenclatura de que se vale el campesino para dividir el año, sino que también empeña su palabra, hace ajustes o da citas para antes de la escarda, para después de la cava o de la bina, para la siega, para la trilla, para la vendimia, para la poda..., etcétera, etc.

Así, Toñuelo vendrá de servir al rey antes de la cabaña (época de la fabricación de quesos y requesones). Así, Manolilla cumplirá quince años en las primeras hierbas. Así, Antonia se casará después de la aceituna. Así, Manuel se morirá en la caída de la pámpana. Así, Josefa, que necesita ropa, se pondrá a servir antes de los primeros hielos. Así, José mató a Francisco en tiempo de la montonera. Y así, el abuelo pilló las tercianas el verano de los membrillos.

Por lo demás, el campesino forma un almanaque meteorológico con sujeción a las cabañuelas, osea al mejor o peor tiempo que reina en cada hora de los primeros doce días de agosto.

Válese de los astros para saber de noche la hora fija, siendo sus relojes principales el Carro, u Osa mayor, y el Cuerno, u Osamenor; deduce si las estaciones van a adelantarse más o menos, y si el tiempo va a cambiar o no, según los pájaros que entran en su comarca o se van de ella, según los insectos que bullen por el suelo, según las hierbas que se atreven a nacer, según las flores que no vacilan en abrir.

«Canta el cuclillo -dice-: vamos a tener buen tiempo.»

«Las hormigas sacan a secar el grano: se acabaron las lluvias por ahora.»

«Ya se ven golondrinas... Estamos en primavera...»

  —174→  

«Y esto último lo dice con inmenso júbilo, porque aquéllos son ya los meses mayores, como él llama a los meses más distantes de la última recolección; meses en que son mayores las necesidades y los apuros de las gentes labradoras.

Y a propósito: nuestro héroe no conoce más historia que los anales de la Naturaleza, relacionados con sus cosechas y ganancias, siendo de notar que nunca cita los buenos años, sino los calamitosos. El año de la langosta, el año de la sequía, el año de las tormentas, el año del hambre, losaños de la ceniza de las uvas, son fechas que no se caen de su boca.

A veces se pasa de la historia natural a la política, y recuerda algunos hechos culminantes; pero todos tienen también que ver con su hacienda: no es mucho, pues, oírle mentar el año de las contribuciones dobles, el año de la entrada de los franceses, el año de la entrada de los facciosos, o el año de aquel jaleo en que subieron tanto los jornales. Este último año en la fecha de tal o cual pronunciamiento.

Finalmente, si el campesino da alguna vez otras noticias con relación al transcurso del Tiempo, nunca será de un modo técnico y preciso, sino por medio de las figuras siguientes:

Supongamos que le preguntáis:

-¿Cuántos años tiene este zagal?

Él responderá al cabo de un rato:

-¿Ése? Ése debe de estar ya para entrar en quintas. ¿Y usted? ¿Cuántos años tiene?

-¿Yo? Yo tengo tres duros y medio menos una peseta.

-¿Y la muchacha?

-¿La muchacha? ¡Ya es viejecilla! Nació el mismo día que la mula coja, y la mula coja ya ha cerrado.

-¿Y el abuelo?

-El abuelo fue soldado en la guerra de la Pendencia... Usted sabrá los años que hace de eso...

-¿Y este chiquillo?

-Ese chiquillo mudó los dientes el año pasado.

  —175→  

-¿Y la tía Ramona?

-La tía Ramona dejó de parir hace mucho tiempo.

Hasta aquí, lectores míos, lo que recuerdo, al correr de la pluma, acerca de las efemérides, cómputos, épocas célebres, fiestas movibles y demás particularidades del año campesino. Con profundo placer las he ido mencionando, pues soy amantísimo de esas fórmulas, ya primitivas y naturales, ya históricas y simbólicas, que figuran en la conversación de los labriegos. Sin embargo, este mismo trabajo a que estoy dando cima, aunque poco instructivo en apariencia, demuestra una verdad que viene como de molde al ALMANAQUE AGRÍCOLA en que va a publicarse, y es lo muy necesitadas de instrucción que están nuestras gentes de campo.



  —176→  

ArribaAbajoEpisodios de Nochebuena

I

El año de gracia de 1855 escribí un artículo titulado La Nochebuena del poeta, donde dejé estampadas, para lección y escarmiento de otros hijos pródigos, las negras melancolías y hondas inquietudes que cierto presumido vate provinciano (más codicioso de falsas glorias que agradecido y reverente con sus padres) llegó a sentir, en medio de los esplendores de la corte, la vez primera que, al caer sobre el mundo los sagrados velos de esta noche de bendición, viose solo y sin familia, huérfano y desheredado por su voluntad, vagando a la ventura por calles y plazas, como pájaro sin nido, o más bien como perro sin amo... ¡Oh! Sí...: en aquel artículo pinté valerosamente, no con postizos colores, sino con sangre de mis venas, la casa y la familia de provincias, los santos afectos de la niñez, la esterilidad de los placeres de la corte, la árida existencia del egoísta que todo lo inmola en aras de su ambición, y los consiguientes remordimientos que atarazan el día de Nochebuena a cuantos van por mares desconocidos, como iba yo entonces, en busca de un porvenir incierto, dejando atrás las ruinas y naufragios de la antigua familia y de la antigua sociedad, y cada vez con menos esperanzas de descubrir las playas de otra familia y de otra sociedad nuevas...; esto es, tal como irían los marineros de Colón cuando llegaron a creer que no tenía límites el Océano.

  —177→  

Por la misericordia de Dios, el presente año no estoy tan melancólico: mi alma se encuentra más tranquila, y para solaz y contentamiento de la vuestra voy a contaros en pocas palabras, no las amarguras de los soberbios, ingratos y rebeldes, sino los humildes regocijos que el Cielo otorga, en esta noche de amor y de misterio, a los pobres sin ambición, al pueblo de Madrid, a esos miles de familias, resignadas con sus afanes y privaciones, que dejan en este momento y sólo por algunas horas, la gloriosa cruz del trabajo y del infortunio para celebrar el nacimiento de aquel que había de hacer suya la cruz de todos los afligidos; de aquel que les dio fe, valor y fuerza para el sufrimiento; de aquel que redimió a los mansos, a los pobres de espíritu, a los que lloran, a los que han hambre y sed de justicia, a los que padecen persecuciones por defenderla, a los pacíficos, a los limpios de corazón, a los misericordiosos...; esto es, a todos los tristes, a todos los modestos, a todos los caídos, a todos los maltratados por la fortuna.

Dicho se está, por consiguiente, que en los cuadros que pretendo bosquejar hoy no figuraremos para nada los huéspedes de Madrid, ni tampoco los magnates, hijos de la corte, que nacen, viven y mueren a la parisiense, ni tan siquiera las personas algo acomodadas que han dado en la flor de pasar la Nochebuena en los teatros, sino solamente el castizo pueblo madrileño... de la clase tenida por baja; la gente de los barrios; los protagonistas de los cuadros de Goya y de los sainetes de don Ramón de la Cruz.

II

Empecemos fijando nuestra consideración en los muchachos del barrio de Maravillas, que son los peores o más traviesos de Madrid, al decir de los maestros de escuela. Desde esta mañana están celebrando a su modo el Nacimiento de Nuestro Señor, y toda la inventiva de su religioso entusiasmo se reduce a armar ruido y a   —178→   guerrear. Vedlos, pues, con sendos tambores al cinto, que abultan más que ellos, y llevando cada cual en la cabeza una gorra de cuartel, procedente de su padre, y que, por ende, simboliza toda nuestra historia contemporánea, dado que habrá sido escondida bajo siete llaves o sacada a relucir de nuevo tantas veces como ha sido armada o desarmada la Milicia Nacional desde 1820. Vedlos, digo, dispuestos a rechazar cualquier invasión de los barrios fronterizos, o sea con la honda a la cintura y los bolsillos llenos de piedras, cual si algún secreto instinto les avisara que el santo y seña de este día es cada uno en su casa, y Dios en la de todos. Vedlos, en fin, montar la guardia en casa del cura, a quien ofrecen sus servicios para solemnizar la Misa del Gallo o la de Los Pastores; recorrer el barrio cantando coplas llenas de requiebros a la Virgen y al Niño Jesús; encender fogatas en medio de las calles luego que oscurece, como llamando a recogerse en sus casas a los vecinos que anden todavía dispersos por Madrid, y contarse alrededor de la lumbre historias de moros y cristianos, martirios y milagros de santos, hazañas de sus mayores en la guerra de la Independencia, cuentos de brujas y de aparecidos y otra porción de cosas muy preferibles a las predicaciones de esos filósofos racionalistas que hace algún tiempo se afanan por civilizar al pueblo, o sea por arrancarle su caudal de creencias, respetos y temores...

Semejante atraso de los niños; su apego a lo tradicional y a lo maravilloso; sus preocupaciones y susintolerancias; su bárbaro patriotismo y anticuada religiosidad consuelan dulcemente a los hombres que (por pobreza, o demasiada riqueza de espíritu) no se contentan con los goces de esta vida, ni con el conocimiento de nuestro planeta; a los que necesitan más tiempo y más espacio para su alma; a los que echan de menos, en fin, mejores empresas y más altos fines para su actividad y su culto que este maravilloso aprovechamiento de la materia a que se reduce la actual civilización.

  —179→  

¡Mal haya, pues, el poeta, el publicista o el orador que se complace en profanar y saquear el alma de los niños, arrancando de allí las flores que sembró la piedad de sus padres!... Ya lo dijo el Divino Maestro: «El que escandalizare a uno de estos pequeñuelos que en mí cree, mejor fuera que colgasen a su cuello una piedra de molino de asno y le anegasen en lo profundo del mar... ¡Ay del mundo por los escándalos!»

«PEPA.
¿Conque en efecto, Manolo,
te has encerrado en el tema
de que hemos de estar solitos
a cenar?
MANOLO.
Es conveniencia
del bolsillo y la salud.
Mira: se pone la mesa
con lo poco o mucho que hay,
y, arrimando dos silletas,
yo enfrente de ti, tú enfrente
de mí, a este lado la vela.
La servilleta a este otro lado,
en el suelo las botellas,
va trayéndonos la moza
las viandas; se conversa
un rato; se bebe siempre
que los gaznates se secan
o se atraviesa el bocado;
si empalagan las menestras,
a la izquierda está la fruta,
y el cascajo a la derecha;
se hace boca al hipocrás,
y, sin voces ni etiquetas,
cenamos como señores...
.............................................»


III

Estos versos, de un lindo sainete de don Ramón de la Cruz, expresan gráficamente, aunque sólo sea en proyecto, las puras alegrías que disfrutan los clásicos manolos y chisperos de Madrid durante la noche llamada   —180→   buena. Yocreo verlos (y todavía se les puede ver, sin embargo de lo mucho que han variado las costumbres) regresar a la Plaza Mayor, seguidos de un gallego, que lleva al hombro la espuerta de provisiones (menos el vino, que lo oculta la manola debajo del pañolón), y tomar el camino de su casa (calle de Embajadores), cuando las sombras nocturnas principian a caer sobre la alborozada capital de la Monarquía.

Pues añadid el encanto de los hijos, que también van cargados de viandas, y que se proponen comer esta noche por todo el año, a cuyo fin empiezan a roer, desde la calle, cuanto se puede pasar sin aliño ni condimento y hasta lo que no se puede (que tales milagros hacen la voracidad y la prohibición reunidas); añadid los tremendos instrumentos de que se han provisto: zambombas, rabeles y tambores, con ayuda de los cuales se prometen romper la cabeza a su familia y a toda la vecindad, y comprenderéis el santo júbilo de esa escena, cien mil veces repetida hoy en las inmediaciones de los mercados.

IV

Cambiemos la decoración.

Es ya de noche.

Hace un frío de diciembre y de Madrid.

Tres ciegos, tres Homeros de la edad presente, andaluces de pura raza, si no mienten su traje y su acento, y remolcados por diminuto lazarillo, han hecho alto al pie de una aristocrática reja, cuyos lujosos visillos dejan filtrarse la luz de brillantes lámparas, y allí entonan a cuatro voces, con acompañamiento de guitarras y bandurria, los sagrados himnos de Belén; los villancicos con que la cristiandad entera saluda a estas mismas horas la conmemoración del advenimiento del Mesías.

No copiaré yo aquí los villancicos de esos ciegos, sino otros muchos más delicados que me sé de memoria, y que fueron compuestos hace algunos años por el ciego   —181→   que ve, por el tío Antonio, osea por Antón el de los cantares, que todos esos nombres tiene el buen amigo Antonio de Trueba.

Dice así el poeta vascongado:


«Gloriosa Virgen María,
madre y abogada nuestra,
¡qué alegre el pueblo cristiano
tu alumbramiento celebra!»

Pero la ventana se abre no obstante el frío, y una mujer elegante, joven y hermosa aparece con un niño en brazos. Indudablemente, la voz infantil del lazarillo, destacándose sobre la de los ciegos, ha excitado la compasión de aquella tierna madre.

El ángel que ésta lleva en los brazos arroja una moneda de oro a aquel hermano suyo que tirita descalzo sobre las heladas piedras de la calle, y todos sus compañeros del cielo entonan un salmo al Dios de la Caridad.

¡Ah! Sí... En este sacrosanto día nadie niega una limosna a su prójimo. Por eso añade el ciego que ve:


«Lo mismo en la humilde choza
que en la morada soberbia,
blancas espirales de humo
hacia los cielos se elevan.
Son el tributo de gracias
que dan a la Providencia
los animados hogares
en que la abundancia reina:
que el pobre tiene esta noche
Gracia de Dios en su mesa.»

V

¡Noche bendita! La paz y la unión reinan en el hogar doméstico. El estudiante, el sirviente, el militar, el marino, el empleado, el que trabaja en las minas, el dependiente de comercio, todos los que fuera de su casa mojan el pan cotidiano con el sudor de su rostro, procuran   —182→   obtener licencia para pasar esta noche al lado de sus padres, tutores o padrinos. Por otra parte, los yernos olvidan desavenencias de familia, y llevan a su mujer a la casa de donde la sacaron. Háblanse los hermanos mal avenidos; reconcílianse los matrimonios casi disueltos; quién deja los vicios de todo el año; quién sus diversiones favoritas; quién la acostumbrada tertulia; quién a su novia; quién sus amores ilegítimos, y todos se reúnen en la casa patriarcal. Es una velada de santas memorias, en que se recuerda a los hijos que se llevó la muerte. Es una velada de esperanzas lisonjeras, en que se forman proyectos acerca del porvenir de los niños. Desándanse edades; recuérdanse las generaciones pasadas; cada cual conmemora todas y cada una de las Nochebuenas de su vida; éste refiere el peligro en que se encontró tal o cual 24 de diciembre; aquél la amarga soledad en que pasó alguna vez aquellas solemnes horas, a la presente tan felices; cantan los niños sencillas y tiernas coplas; ríen los padres tristes, y hablan los taciturnos, bendicen a Dios las mujeres abandonadas, al ver un rayo del antiguo amor en los ojos del extraviado marido; suspira la enamorada doncella porque esta noche no hablará con su novio, y trata de inclinar a la familia a que vaya a la Misa del Gallo, donde sabe que él la aguarda; y, en tanto, los viejos, que ya no existen como actores de la vida, sino como testigos de la vida ajena, medio se consuelan de haberlo perdido ya todo al verse reproducidos en sus hijos y en sus nietos. Y es que acaso vislumbran en aquel instante la idea de la solidaridad humana, de la mancomunidad de nuestros destinos, de la misteriosa unidad de esta peregrinación que cumplen las generaciones sobre la Tierra... ¿Quién sabe?

Con tan altos y nobles pensamientos, siéntanse hoy a un banquete de amor todas las familias dignas de tal nombre. ¡Desgraciados los que no conocen estas santas alegrías! ¡Más desgraciados aún los que reniegan de ellas!

  —183→  

VI

Bosquejemos el último cuadro, tal y como yo lo trazaría si fuera pintor.

Ha dado la una y media de la noche.

Ya es tarde para ir a la Misa del Gallo, y, aunque no lo fuera, acontecería lo mismo, pues todo el mundo duerme en casa de Juan Fernández, vidriero, natural y vecino de Madrid, que vive en la Cava Baja; y, además, allí no hay muchacha casadera, ni no casadera, sino tres guerreros como tres soles, de los cuales el mayor está ya en el musa musae.

La madre de Juan Fernández y el padre de su mujer (únicos abuelos que quedan, pues los otros dos pasaron a mejor vida del modo y forma que ya se ha referido dos o tres veces durante la velada) fueron acostados hace media hora en las mejores camas allí disponibles, por no ser cosa de que regresen a sus casas tan a deshora y en una noche de diciembre, a la edad de setenta años por cabeza. Y ¡vive Dios que los dos carcamales iban alegrillos al entrar en su respectiva alcoba, disputando jocosamente sobre quién había bebido más o menos, después de haber corrido otro bromazo acerca de si sería mejor que durmieran juntos, a lo cual fingía prestarse la vieja y se había resistido con mucha gracia el viejo!...

Joaquina, la vidriera, que se levantó esta mañana al amanecer, y que ha trabajado todo el día y toda la noche como una leona, se ha dormido junto a la apagada chimenea, esperando a que su esposo termine los discursos y libaciones que recomenzó después de acostar a los dos consuegros... Pero Juan Fernández, vencido por el moscatel, el pardillo y el arganda, acaba de dormirse también, apoyado de codos sobre la mesa (todavía cubierta de restos del banquete) y con la cabeza metida entre las manos.

Los chicos, en fin, hartos de merodear en el ya desierto campo de batalla, y llenos el estómago, los bolsillos   —184→   y las manos de todo linaje de golosinas, han acabado asimismo por dormirse, el menor sobre la falda de la madre, el de en medio sobre dos sillas, y el mayor sobre tres.

Sólo velan un gato y un ratón. El gato campa por su respeto encima de la mesa, y se come las sobras del besugo y del mazapán. El ratón se contenta con las migajas del suelo. Es decir, que Dios ha dado para todos, y la paz ha nacido de la abundancia. El gato oye roer al ratón, sin pensar en comérselo, y el ratón oye comer al gato, sin pensar en emprender la fuga... ¡Esta noche es Nochebuena!

VII

Concluyamos.

¡Ved las tres generaciones de siempre! ¡Vedlas dormidas bajo la salvaguardia de su fe! El tiempo pasa con las agujas del horario, descontando instantes a los que llegan al mundo, a los que viven en él y a los que van de retirada... ¡No importa! ¡El numen protector del género humano tiende sus alas sobre la familia, y el recóndito misterio de esta nuestra vida terrenal, cuyo objeto no se nos alcanza, se cumple en la mente del Eterno!

Entretanto, en las tinieblas de la noche, en la soledad de los campos, en los desiertos caminos (pues a esta hora nadie que Dios bendiga transita por ellos), cánticos de júbilo y alborozo estremecen los aires, y mil y mil voces repiten, al son de acordadas liras: «¡Gloria a Dios en las alturas, y en la Tierra paz a los hombres de buena voluntad»

Madrid, 1858.