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Hostos, el escritor necesario

José Alcántara Almánzar



En memoria de
Héctor Incháustegui Cabral
y Máximo Avilés Blonda






I

Al acercarnos al sesquicentenario del nacimiento de Eugenio Mana de Hostos (1839-1903) se multiplican en Hispanoamérica -especialmente en las Antillas, por las que él tanto luchó y a las que dedicó buena parte de su fecunda vida- los esfuerzos encaminados a organizar una memorable celebración, que hoy cobra mayor significado por la vigencia de algunos ideales hostosianos y el luminoso ejemplo de su palabra y su acción. Su radical búsqueda de la verdad, que lo llevó al campo de las ciencias sociales, dando resultados asombrosos; su arraigado sentido del deber y sus anhelos de justicia para los pueblos de América Latina, causantes de muchos sinsabores y enfrentamientos con las fuerzas más retrógradas del continente; su incansable lucha por la libertad y la independencia de Puerto Rico, su tierra natal, y de Cuba, islas sojuzgadas por la dominación colonialista; su aguda crítica de las penosas condiciones socioculturales del hemisferio, fuente de incomprensión e interminables batallas que libró en los periódicos; su prodigiosa labor de maestro que creía en la educación como medio de transformar al hombre y al mundo; su extensa y variada obra, sólido legado al que debemos aproximarnos, no con curiosidad superficial, arañando la corteza de su pensamiento, sino con interés profundo y reflexivo; su ejemplo, en fin, de hombre de ideas y de acción, íntegro, siempre consecuente consigo mismo, vertical en sus responsabilidades, insobornable, riguroso en los más mínimos detalles de su vida ejemplar, hacen de Hostos no sólo un paradigma en estos momentos de tribulaciones sin cuento e incertidumbre que vivimos, sino un escritor necesario, un intelectual de cabecera que debe servirnos de guía, orientación y estímulo para seguir adelante.

Para hablar de Hostos como escritor, convendría echar una ojeada a Hostos como hombre, porque hombre y escritor constituyen en él dos entes inseparables; dos caras de una totalidad compleja y dinámica, pero de firme trayectoria; dos seres que van de la mano, hermanados en la ingente tarea de encontrar la verdad y generar modificaciones sustanciales en las estructuras mentales, políticas, sociales de los pueblos americanos.

Hostos nació en Mayagüez, en el seno de una familia cuyo padre ejercía una férrea autoridad, hecho que tuvo fuertes repercusiones en la conformación psicológica de Eugenio María1. «Su niñez -dice Luis M. Oraa en una obra galardonada en 1981- fue la de un niño enfermizo, impaciente y melancólico»2. A los doce años partió hacia España para realizar estudios de bachillerato en Bilbao, y posteriormente de Derecho en Madrid. La adolescencia y la juventud las pasó, pues, en la metrópoli, en contacto con intelectuales liberales que dejaron honda huella en él, al calor de las confrontaciones políticas entre conservadores y progresistas. Para Hostos, como antes para Duarte y tantos otros próceres americanos que vivieron en la península en su período de formación, España representó una experiencia dual, ya que por un lado adquirieron allí las bases teóricas para comprender mejor las realidades de sus respectivas patrias, y por otro, tomaron conciencia de la necesidad de contribuir a la liberación de las Antillas, la convicción de que era inútil tratar de persuadir con la palabra a los españoles, la certeza de la validez de sus afanes libertarios. En España llegó Hostos al convencimiento de que sólo a través de la revolución podía lograrse el sueño independentista para Puerto Rico y Cuba.

Todas sus ilusiones se desplomaron antes de cumplir los treinta años. Dio prueba de ello en un ardiente discurso en el Ateneo de Madrid, en diciembre de 1868, estableciendo las líneas generales de su pensamiento político, resuelto a romper, de una vez por todas, con los lazos espirituales que lo unían a la metrópoli. En una carta al director de «El Universal», citada por Manuel Maldonado -Denis en su antología sobre Hostos, éste dice: «...sé que Cuba y Puerto Rico no pueden estar contentas con su madre patria ni de sí mismas, hasta que se haya abolido la esclavitud y constituido en cada una de ellas un gobierno propio. Sin igualdad civil, sin libertad política no hay dignidad; sin dignidad no hay vida. Las Antillas no viven, languidecen, como languidecía la tenebrosa España de Isabel de Borbón»3.

Desde ese momento no cesaría Hostos, hasta el final de sus días, de trabajar por su ideal de unas Antillas sin esclavitud, independientes y prósperas. Renunció a una vida segura, placentera y exitosa en España, donde pudo haber alcanzado un puesto de primer orden como escritor, para unirse a los movimientos revolucionarios que intentaban abolir los últimos remanentes del colonialismo español en América.

Hostos, que estaba dotado de una hipersensibilidad para lo social, que era un pensador altruista que antepuso siempre su sentido del deber para con la colectividad a sus deseos y necesidades personales, se dio cuenta de que Puerto Rico estaba sumida en el atraso y la injusticia.«La realidad puertorriqueña -afirma Juan Bosch en su emotiva biografía del maestro- estaba muy distante del sueño de Hostos para que no chocaran fieramente. La tiranía política, ejercida por un capitán general omnipotente, caprichoso y preocupado de enriquecerse en poco tiempo, antes de que en Madrid dispusieran su caída; la altanera superioridad del peninsular sobre el criollo; la vileza de una pseudo aristocracia que se doblegaba a todo con tal de mantener sus privilegios económicos; la esclavitud imposibilitando para la vida civil a toda una raza y a una gran parte de la población; la economía desfalleciente por decretos e imposiciones absurdos, que se fabricaban antojadizamente en Madrid; el criollo atropellado, despreciado, hambreado; esa era la realidad. Ni escuelas, ni libertad de opinión ni libertad religiosa; ni hospitales, ni prensa, ni industrias, he ahí trozos del panorama social. Después, en el hombre el mal era más triste: cada puertorriqueño vivía temeroso de desatar sobre sí la cólera del Poder o de la Iglesia; nadie se atrevía a tener una iniciativa, no importaba de qué orden, y cuanto había que hacer debía ser dispuesto desde arriba»4.

En la decisiva conferencia pronunciada en 1868, Hostos reveló uno de los postulados esenciales de su ideario político: la necesidad de una Federación antillana. Con visión profética, Hostos proclamaba la importancia de unas antillas unidas, consciente como era del alto precio que debía pagarse por la división y los particularismos insulares. En ese momento, a pesar de la diversidad en los sistemas políticos, los estilos de vida, las costumbres y prácticas sociales, eran mucho más significativas las convergencias y similitudes entre las Antillas de habla hispana. Además, por encima de las singularidades de cada una, prevalecía la necesidad de una agrupación regional que fortaleciera vínculos y ayudara a enfrentar las agresiones imperiales.

Nuestros adversarios tradicionales siempre han sabido aprovechar la secular incomunicación que nos aqueja, acentuándola para evitar la formación de un sólido bloque que encare los efectos de su dominio económico y político.

Después de una breve estadía en París y New York, siempre en ajetreos revolucionarios, Hostos inició, en 1871, su peregrinación por tierras americanas, llevando a todos lados su encendido verbo y su acción desinteresada. Pero sus esfuerzos no obtuvieron los resultados que esperaba, especialmente luego de la frustrada expedición a Cuba, en la que había participado, y fue entonces cuando tomó la resolución de venir a la República Dominicana, estableciéndose en Puerto Plata en 1875.

Pocas veces ha recibido nuestro país tanto de un solo hombre en el campo de la educación y las ciencias sociales. Hostos, en sus tres etapas dominicanas, pero sobre todo en la segunda, que tuvo una duración de casi una década, llevó a cabo la más importante reforma educativa del siglo XIX, fundando las Escuelas Normales en Santo Domingo y Santiago de los Caballeros, la Nocturna para la Clase Obrera, y dando un poderoso apoyo a Salomé Ureña, a fin de que ella pudiese crear la Normal para señoritas. Hostos, el maestro de generaciones, se enfrentó a la educación tradicional, escolástica y conservadora, lastrada por el dogmatismo, la repetición memorística y la retórica hueca que caracterizaba entonces el clima de las aulas a todos los niveles5. Sus avanzadas ideas en educación fueron motivo de controversia y resistencia tenaz de quienes mantenían al pueblo dominicano en la oscuridad de la ignorancia o en el limbo de un saber anacrónico y aherrojado por el dogma religioso. Pedro Henríquez Ureña, en una de esas matizaciones suyas tan sutiles como esclarecedoras, asegura que: «La Escuela Normal de Hostos (1880-88) encontró oposición en los representantes de la antigua cultura; pero sus enemigos reales no eran ésos, que en mucho llegaron a transigir o a cooperar con él: entre "clercs" ajenos a traición, entre hombres de buena fe, la lucha leal puede trocarse en colaboración. El enemigo real estaba donde está siempre, en contra de la plena cultura, que lo es "de razón y de conciencia", tanto de conciencia como de razón: estaba en los hombres ávidos de poder político y social, recelosos de la dignidad humana. El déspota local decía que los discípulos de Hostos llevaban la frente demasiado alta. Después de nueve años, "cansado de luchas con el mal y con los malos", Hostos decidió alejarse del país»6. Ya había sembrado la simiente de su saber y de su ejemplo, para proyectarse en Santo Domingo, multiplicada, en las primeras décadas del siglo actual, hasta que otra dictadura, la más larga y poderosa que hayamos padecido desde la fundación de la República, decidió combatirla con sofismas intelectuales.

Esa segunda etapa hostosiana en la República fue sumamente fecunda en la vida del Ciudadano de América. Aquí nacieron cuatro de sus seis hijos, formó un nutrido grupo de maestros ejemplares, y escribió parte de sus obras básicas: los tratados de Moral y Lógica, una Historia de la pedagogía, unos Comentarios de derecho constitucional, unos Prolegómenos de sociología, una Geografía política e histórica, y unas Lecciones de astronomía, entre otras.

Después de salir de Santo Domingo, horrorizado por las manifestaciones iniciales de la dictadura de Ulises Heureaux, Hostos regresó a Chile, donde ya había vivido en 1873. Su época chilena, que abarca un lapso de casi diez años, fue también de una productividad abundante, sin que él abandonara nunca su febril trabajo periodístico ni olvidara por un momento sus ideales políticos. Por eso en 1898, al producirse el Tratado de París, mediante el cual España cedía la isla de Puerto Rico a los Estados Unidos, Hostos renunció a su estable posición de rector del Liceo Amunátegui en Santiago de Chile, y se dirigió a New York para reiniciar sus afanes revolucionarios con la fundación de la Liga de Patriotas Puertorriqueños. Su propuesta de un plebiscito para determinar el futuro de la isla fue acogida con frialdad en Estados Unidos y en Puerto Rico, donde Hostos encontró por todos lados apatía y oídos sordos. Y el maestro, sintiéndose incomprendido y solo, decidió regresar a Santo Domingo poco después de la muerte de Heureaux. Aquí llegó con su familia a principios de 1900, entregándose, con renovado fervor, a su actividad docente. En ese último período de su vida publicó dos de sus libros notables: el Tratado de Sociología y Derecho Constitucional. Sin haber visto realizado su viejo sueño, todavía con muchos proyectos entre manos, murió Hostos en 1903, a la edad de sesenta y cuatro años.




II

Cuando uno recorre la cronología de Hostos, se sorprende de su infatigable movilidad, su eterna peregrinación en momentos cruciales para las Antillas, su tesonera dedicación a la enseñanza, y esa montaña de escritos que realizó en pedagogía, sociología, historia, geografía, derecho y moral, para sólo quedarnos con algunos de los campos en que incursionó, dejándonos, en una prosa que atrae por su precisión y su fuerza, una voluminosa obra que sigue a la espera de lectores atentos y estudiosos de las ideas continentales que han trascendido el momento de su aparición.

Sin embargo, llama la atención el escaso número de obras que podrían calificarse de literarias en sentido estricto, es decir, obras narrativas, poéticas o teatrales. Sería difícil aceptar la explicación de que el reducido interés de Hostos en la literatura fuese producto de su incesante trajín político, o de su entrega revolucionaria, o su consagración a la docencia. La sola mención del nombre de Martí -figura cimera de las letras hispanoamericanas y de la independencia de Cuba- bastaría para desmentir este aserto. Tampoco puede alegarse que Hostos fuese incapaz de escribir novelas, pues La peregrinación de Bayoán (1863), su primera y única muestra narrativa, evidencia que tenía innegables condiciones de novelista. Lo que ocurre es que Hostos -el maestro, pensador y moralista- daba preeminencia a la razón sobre la imaginación, a la lógica sobre la fantasía, y a la utilidad sobre el goce de los sentidos.

Las concepciones de Hostos el escritor privilegian el testimonio social, el compromiso humano, la defensa de principios éticos, la exposición de teorías racionales y de verdades científicas ante cualquier desahogo de la imaginación, o las expresiones tumultuosas del sentimiento. Nacido en los inicios del romanticismo, Hostos rechazó siempre a las figuras axiales de ese movimiento artístico y literario. En Hostos primaban el rigor del científico, el didactismo del pedagogo, la edificante moralidad del reformador y la vehemencia ideológica del revolucionario.

En el Prólogo a la segunda edición de La peregrinación de Bayoán, después de justificar su postura de autor, embiste contra los románticos de una manera despiadada:

«El problema de la patria y de su libertad -escribe-, el problema de la gloria y del amor, el ideal del matrimonio y de la familia, el ideal del progreso humano y del perfeccionamiento individual, la noción de la verdad y la justicia, la noción de la virtud personal y del bien universal, no eran para mí meros estímulos intelectuales o afectivos; eran el resultado de toda la actividad de mi razón, de mi corazón y de mi voluntad; eran mi vida. Y como mi vida no tenía conexiones estrechas con la realidad, sólo perceptible para mí en los movimientos de la historia o de la sociedad que justificaban mi ideal o armonizaban con él, cada encuentro con las realidades brutales era un desencanto, una desilusión, un desengaño. Ellos, sin la crisis de carácter que llegó después, hubieran hecho de mí una de las innumerables víctimas que Goethe, Byron, Hugo, Lamartine, Foseólo, Musset y otros vagabundos de la fantasía han hecho en ese campo de batalla de la idealidad enferma y de la idealidad podrida que se llama siglo XIX».7



Como se advierte en el fragmento anterior, Hostos siente desprecio por la literatura que no sirva de vehículo a la razón, la ética o la verdad. Su deformación teórica tiene raíces en su noción misma de literatura, y si no pudo comprender el romanticismo, que en Hispanoamérica constituyó un movimiento de gran estímulo a la lucha patriótica y nacionalista8, es menos probable aún que comprendiera el modernismo, integrado por un grupo de escritores, con Rubén Darío a la cabeza, que celebraban la sensualidad, la perversión y el artificio9. Hostos, más que indignado, tenía que vivir escandalizado con la literatura de su tiempo. «Baudelaire, Verlaine, Rimbaud y Mallarmé -ha escrito Jean Franco- habían demostrado triunfalmente que la poesía era una actividad plenamente autónoma, que no respondía a ninguna exigencia cívica. El arte no era útil; Théophile Gautier lo había dicho ya brillantemente poco después de 1830, en el prólogo a Mademoiselle de Maupin. Un relato o un poema no tenían por qué desembocar en una conclusión moral. El arte era por encima de todo una cuestión que afectaba a los sentidos. El goce estético quedaba así separado de lo que era bueno o malo, en un sentido moral»10.

Hostos no siguió escribiendo novelas debido a una visión errónea de la literatura, no por ineptitud. Como bien dice Luis María Oraa en su ensayo: «...si Hostos tiene el concepto expuesto del arte literario, factor negativo, según él, de la evolución y desarrollo de los pueblos, entonces es natural y lógico que haya renunciado a la literatura como una actitud contraria a su vocación de pregonero de la prosperidad de los pueblos hispanoamericanos»11.

«Para mí -enfatiza Oraa en otra parte de su trabajo- ha sido sorprendente observar a Hostos situado en una actitud negativa. El, que tenía vocación de apóstol, renunció a su influjo en el campo literario, o mejor, renunció al influjo que podía ejercer a través de la literatura. La razón última es que se ofuscó por el lado negativo y dejó de observar las ventajas y las armas positivas que la literatura brindaba a su vocación consagrada»12.

A mi entender, lo que aniquiló en Hostos su vocación de literato, no fue únicamente esa noción extraliteraria del quehacer narrativo o poético, sino también el recelo y el rechazo frontal de un hombre como él, todo deber y sinceridad, a entrar en el ruedo de las pendencias que a diario tienen lugar en el mundillo literario. «Los que estaba yo haciendo para entrar en la nueva vida que me había propuesto realizar -dice Hostos en el prólogo mencionado-, estaban llenos de inconvenientes para una sinceridad tan perfecta como la con que entraba yo en esa miserable república de las letras, en donde la vanidad es poder ejecutivo, la envidia poder legislativo, y poder judicial la ignorancia del vulgo omnipotente»13. De modo que a su incredulidad ante la literatura romántica vacía, incapaz de otra cosa que no fuese crear en el lector sentimientos «malsanos», «viciados», un «estado enfermizo», un «apetito desarreglado de sensaciones», se unía una actitud de desconfianza hacia los propios creadores, algunos por mediocres y otros por fatuos o viles. «Yo era entonces -prosigue Hostos- tan insobornable como hoy, y el mismo desdén que hoy me inspira me inspiraba entonces esa universal sociedad de elogios mutuos que, corrompiendo la crítica literaria y el criterio público, en todas partes ensalza a las nulidades deferentes, exalta a las medianías complacientes, y hace guerra sorda, guerra de silencio o de malicias, al mérito consciente de sí mismo»14.

Desencantado de la literatura como oficio que no podía reportarle ningún resultado práctico, y con una estructura de pensamiento que se avenía mucho mejor al discurso sociológico, educativo y moralizador que a la fantasía, Hostos emprendió la tarea, bajo la influencia del positivismo comteano y el krausismo, de escribir una serie de obras de sociología que habrían de convertirse en precursoras de esta ciencia social en el continente. En este sentido, podemos decir que fue un fundador, con todos sus méritos y limitaciones.

Hostos, lejos de ser un pensador dogmático, presa del determinismo reaccionario y antidemocrático del proyecto político positivista, combatió el colonialismo y la agresión imperialista en las Antillas, mostró independencia con respecto a las ideas de Comte y Spencer, y enrumbó sus pasos hacia la defensa de unas sociedades libres y democráticas en América15.

Fueron las ciencias sociales y la pedagogía -y no la ficción o la crítica literaria- las que sedujeron a Hostos desde muy joven y captaron casi todas sus energías. Dos de sus ensayos críticos, Plácido, estudio de la vida y la obra de Gabriel de la Concepción Valdés, y el brillante estudio sobre Hamlet, le sirvieron para probar sus prenociones literarias y sus concepciones éticas, más que explicar la obra del poeta cubano y el drama de Shakespeare con relativa objetividad16.




III

He hablado de Hostos definiéndolo como «escritor necesario» ¿Por qué la denominación en estos momentos? En mi opinión, porque Hostos fue un escritor incorruptible, de una estatura moral que creció a lo largo de su vida y sigue agigantándose con el paso de los años; porque defendió sus ideales sin adocenar ni degradar nunca la palabra -su mejor instrumento de combate-, evitando ponerla al servicio de intereses espurios; porque es un modelo de continuidad y rigor para quienes, a pesar del talento que poseen, carecen de voluntad creadora y vocación disciplinada.

A mi juicio, muchos de los problemas que nos agobian son el resultado de viejas distorsiones estructurales, ataduras de la dependencia, iniquidades del subdesarrollo, pero también son producto de la incapacidad y la impotencia, de una inmensa ignorancia acerca de la historia y las ideas que han servido para comprender, explicar y solucionar nuestras dolencias seculares. Desconocimiento, por un lado, y destrucción de lo que tenemos, por otro. El pueblo, marginado de la educación formal, ignora la estrategia para salir de su atraso; los sectores medios, paralizados por el pánico al empobrecimiento y a la reducción de su expansión socioeconómica, se entregan, despreocupados, a la frivolidad, o claman por la entronización de una dictadura que garantice el orden y restablezca privilegios perdidos, olvidando el elevado precio social que exigen los regímenes de excepción; las élites que tienen en sus manos la conducción del país se muestran incapaces de solucionar los agudos problemas de la nación y tratan de ignorar las consecuencias de su actitud haciendo caso omiso de los signos de descomposición social y el peligro que entrañan; por último, ignorancia de muchos que se jactan de ser líderes y dirigentes del pueblo que no conocen y quienes, ávidos de poder y riqueza, no vacilan en adueñarse del patrimonio público en cuanto llegan al gobierno. Al desconocer el pasado, nos mostramos incapaces de encarar el presente y prever el porvenir. Parecería como si estuviésemos condenados a repetir los mismos errores de los que tanto nos lamentamos hoy.

Si bien Hostos no es el único a quien debemos acudir en busca de consejos en esta hora aciaga por la que atraviesan el país y la región antillana, en que parece que hemos perdido todas las esperanzas y nos hallamos en un callejón sin salida, oyendo entristecidos el eco de nuestras propias lamentaciones amargas, creo que en él hallaremos, si no soluciones, cuando menos respuestas sugerentes para enfrentar la crisis moral y espiritual que nos consume.

Hoy, ante el desorden generalizado de la sociedad dominicana, en un estado anómico -para emplear la terminología de Durkheim- donde hay la impresión de que navegamos a la deriva, sin ninguna fuerza capaz de salvarnos de la catástrofe; cuando se han entronizado el desánimo y la desconfianza en la población, y el crimen y el vandalismo campean a sus anchas, aterrorizando a todos para provocar la pasividad y el miedo; cuando el deterioro de la vida cotidiana ha alcanzado niveles demenciales, creo que Hostos resulta un escritor necesario, tan necesario como conveniente para restablecer la fe y las energías perdidas, para ayudar a organizarnos y continuar enfrentando con valor las amenazas y malos augurios, unidos y resueltos, saliéndoles al paso a los que sólo buscan su propio beneficio, aunque para ello tengan que sacrificar a la mayoría.

Busquemos a Hostos, que sigue vivo en las ideas contenidas en los libros que dejó. Allí nos espera, alerta, vigoroso, impaciente, dispuesto a todo.





 
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